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You may copy it, give it away or -re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included -with this eBook or online at www.gutenberg.org/license - - -Title: De carne y hueso; cuentos - -Author: Eduardo Zamacois - -Release Date: April 10, 2016 [EBook #51721] -[Last updated: May 7, 2016] - -Language: Spanish - -Character set encoding: ISO-8859-1 - -*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE CARNE Y HUESO; CUENTOS *** - - - - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - - - - - - - - - DE CARNE Y HUESO - - - - - - EDUARDO ZAMACOIS - - DE CARNE Y HUESO - - (CUENTOS) - - [Illustration: colofón] - - BARCELONA - - CASA EDITORIAL SOPENA - - Provenza, 95 - - Imp. y estereotípia de la casa editorial Sopena.--BARCELONA - - - - -INTRODUCCIÓN - - -Los astrónomos, al lanzar una mirada escrutadora á las profundidades del -espacio, vieron que la Divinidad se empequeñecía y reculaba -indefinidamente ante el poderoso objetivo de los telescopios, como los -histólogos, analizando los elementos atómicos de los tejidos, -desesperaron de poner jamás al alcance de sus escalpelos el espíritu -humano: los astrónomos dudaron de Dios cuando el telescopio fracasó en -el cielo, y los médicos dudaron del alma cuando el microscopio -descompuso el nervio sin descubrir la X devorante de la vida; y es que -el alma es la eterna quimera del individuo, como Dios es la quimera -irresoluble del Cosmos. - -Si es verdad, como dice Moleschott, que la inteligencia es un movimiento -de la materia y que el hombre, como ser pensante, es producto de sus -sentidos; y si es cierto, como afirma Taine, que «el pensamiento y la -virtud son productos como el vitriolo y el azúcar,» ¿qué resta del -espíritu, esa inmortal mariposuela voladora que la consoladora filosofía -mística supone aleteando á través de las inmensidades siderales, en -busca de su castigo ó de su salvación perdurable, después del último -convulsivo estertor de la carne agonizante?... - -Nada... - -El alma no está en el vientre, como suponían los cartesianos, ni en la -sangre, ni en el cerebro, y los que antiguamente se denominaron -fenómenos psíquicos, son manifestaciones de la materia; vibraciones -magnéticas de la carne omnipotente que ama, que desea, que sufre... - -Eso es lo que la ciencia halló en el hombre: huesos que se mueven -obedeciendo á órdenes musculares, y músculos que se contraen bajo el -imperio de los nervios, que vibran sensaciones... ¡Materia, en fin, por -todas partes! Materia que impresiona, materia que vibra, que se contrae -y que obedece con la pasividad de lo inerte... - -Y eso son los hombres: figurillas de barro; tristes polichinelas de -carne y hueso, galvanizados unas veces por el amor, que les une; otras -por el odio, que les separa; ó por la codicia, que les consume, ó por -sus ilusiones ó sus desesperanzas... pero rindiendo siempre pleito -vasallaje á la sensación, el inexplicable resorte propulsor de la vida. - -Por eso titulo esta colección de artículos, así: De carne y hueso. - -En estos cuentos, escritos al correr de la pluma en noches de trabajo -mortal, he procurado describir matices diversos del complicado ramillete -de las pasiones, y siempre, aun en el fondo de lo más metafísico y -conceptuoso, encontré la huella de la sensación omnipotente, uniendo al -espíritu y á la materia con cadena de eslabones inrompibles. Por todas -partes ví lo mismo: huesos, sangre, carne y nervios... Pero el alma, la -feliz mariposuela de la inmortalidad, no la he visto nunca... - -¡Ah!... ¡Y si yo pudiese expresar cuánto he sufrido al convencerme de -que sólo hay en nosotros carne y huesos... - - - - -ODIO MORTAL - - ---No seas testaruda, Julia, y satisface mi curiosidad sin ambajes ni -pleguerías retóricas importunas. ¿Por qué tus cartas las secas con -ceniza y no con arenilla azul ó roja, que es el color emblemático de las -pasiones ardientes?... - -Ella se encogió de hombros. - ---Es un capricho. - ---Capricho del cual debes corregirte--repuso Daniel Montoro entre -seriote y risueño;--porque yo hago con tus cartas lo que Werther con las -de Carlota; besarlas... y me hace poquísima gracia mancharme los labios -de ceniza. ¿Por qué ensucias con esa basura los pliegues de tus -billetitos perfumados?... - -Hubo un momento de silencio; Julia, apoltronada en su butaca, miraba al -amado sin responder. - ---No sé cómo explicar ese humorismo de tu temperamento artístico--añadió -él:--á veces creo que con esa ceniza quieres expresar el fuego devorador -de tu cariño, que todo lo calcina; otras, que te mofas de tus propios -juramentos espolvoreando ceniza sobre ellos, como significándome, con -ese recato delicioso de las mujeres ladinas, que tu pasión es antojo -vano, fingimiento... humo y cenizas... - ---Te engañas; ese capricho mío no obedece á los enrevesados intríngulis -psicológicos que supones; es... una venganza. ¿Tú has odiado alguna -vez?... - ---Nunca--contestó Daniel Montoro, admirado;--imagino que es mucho más -fácil amar que odiar. - ---Tan difícil y tan exquisitamente agradable es lo uno como lo otro. -Amar es vivir en el ser amado, discurriendo con su cerebro, sintiendo -con su carne; en él hallamos lo mejor: las zarzas nos parecen flores, -fausto la miseria y, bajo los mayores rigores de la suerte, nuestra alma -goza paz y quietud dulcísimas... ¡Pero odiar!... Es no poder soportar la -presencia ni el recuerdo torcedor del ser odiado, que nos roba el aire y -empozoña el agua que bebemos... Créeme; ¡hay venganzas crueles que -regocijan hasta los tuétanos como si fuesen un deleite!... - -Movida por la exaltación de su discurso, se había incorporado mirando á -su amante con ojos grandes y negros de apasionada; luego añadió, un poco -más serena: - ---No maldigas de esas cenizas con que seco mis cartas, pues envuelven un -amuleto misterioso que asegura la firmeza de mi amor hacia ti... - ---No comprendo, habla... - ---¿Y si después de saber este secreto trágico no me quieres? Me has -sorprendido en uno de esos instantes de femenil debilidad en que no -puedo rehusarte nada. Pero temo hablar y que me desprecies; los que -odian como yo se exponen á ser odiados de igual manera. Mi secreto es -algo satánico, inaudito, casi repugnante... Daniel, amado de mi alma, no -me arranques esta confesión sin antes jurar que me quieres mucho, que me -querrás siempre... - - * * * * * - -Estaban sentados junto á la ventana: ella en una butaca de elevado -respaldar; él á sus pies, sobre una silla baja, medio arrodillado, -acariciando y besando las blancas manos de la adorada. - -Era una tarde lluviosa de invierno; por el cielo gris pasaban grandes -masas de nubes exprimiendo una llovizna compacta y menudita que caía sin -ruido; los faroles de la calle, agitados por el viento, lanzaban haces -de luz rojiza que penetraban por la ventana tiñendo los objetos de la -habitación con reflejos sanguinolentos. Las puertas de aquel gabinete -espacioso y bien alfombrado estaban cubiertas por opulentos cortinajes -de terciopelo negro; sobre el fondo obscuro de las paredes rielaban los -cristales de algunos armarios y perfiles marmóreos de estatuas que se -bocetaban tímidamente en la penumbra, como espíritus livianos de -personas muertas; los clavos dorados de la sillería salpicaban la -obscuridad de puntos metalescentes; sobre la mesa colocada en medio de -la habitación, un magnífico estuche de oro cincelado, terso y pulido, -parecía brillar con luz propia. - -Los cuerpos de Julia y de Daniel Montoro, colocados delante de la luz, -se recortaban sobre el techo con perfiles monstruosos, deformados según -las leyes de la óptica; cabezas puntiagudas, narices gigantescas, brazos -largos terminados en manos que huían moviendo los dedos, cual si fuesen -arañas enormes. - -En el comedio de la habitación, silenciosa y anegada en tinieblas, el -soberbio estuche de oro cincelado brillaba con reflejos glaucos de sol -poniente... - - * * * * * - ---Las cenizas con que seco mis cartas--dijo Julia,--las tengo encerradas -ahí, en ese estuche de oro... - -Una ráfaga misteriosa de viento atravesó el gabinete lanzando un quejido -agónico semejante al aleteo de un pájaro nocturno. Julia continuó: - ---Voy á confesártelo todo, concisamente y de plano, porque estos -secretos tan íntimos se dicen pronto ó no se dicen nunca. Ya sabes que -me casé á los veinte años, y que á los veintisiete enviudé; pero ignoras -cuán funesto fué aquel hombre para mí. Eso no lo sabe nadie, pues la -sociedad condena á la mujer á honrar el apellido del esposo que la vejó -y afrentó, como exige al condenado á muerte bese la mano del verdugo que -va á ejecutarle. - -Su voz temblaba de emoción y por su semblante pálido de hembra nerviosa, -rodaron dos lágrimas. - ---¡Oh, Daniel--añadió, he sufrido tanto... tanto!... Yo, cuando le -conocí, era una niña sin mancilla, con el corazón abierto á todos los -seductores mirajes de la pasión... Él ajó mi juventud, desvaneció mis -ensueños de opio y secó los fecundos raudales afectivos de mi alma con -sus intransigencias y sus celos de macho brutal; yo servía de dócil -recreo á sus caprichos; siempre me tenía encerrada creyendo que iba á -traicionarle; me obligaba á jurar todas las noches que le amaba, que no -le engañaría nunca, y como mi carácter altanero se rebela contra -semejantes complacencias, el miserable me maltrataba... - -Creo que me quería, pero á su modo; con pasión rabiosa de fiera que me -hizo sufrir infinitamente. El ruido de sus pasos me daba frío de -cuartana: en cuanto llegaba me cogía por las muñecas para interrogarme: -«¿Quién ha venido? ¿Por qué estás tan peinada?...» Miraba debajo de las -camas, detrás de las puertas: me olfateaba los labios, creyendo que -olían á tabaco; examinaba mis dedos para ver si los tenía manchados de -tinta... Como recuerdo haberte referido en otras ocasiones, él padecía -ataques epilépticos que le dejaban exánime durante dos y tres días... El -temor de ser enterrado vivo le obligó á recomendarme que, después de -muerto, le incinerasen... y yo satisfice su deseo... - -Daniel Montoro tembló violentamente; acababa de comprender. - ---Luego esas cenizas...--murmuró. - ---Sí, acertaste, son las suyas... las guardo en ese estuche de oro... - -Hubo otra pausa: la cabeza de la joven se dibujaba en el techo de la -habitación con un perfil quimérico, y otra vez murmuró por la estancia -el quejido del viento, tenue como el aleteo de un pájaro herido. - ---Por eso le odio tanto--añadió ella incorporándose,--y me vengo del -muerto, ya que mi débil constitución de mujer me impidió vengarme del -vivo. Yo le odiaba con ardor sin límites; no sólo aborrecí aquellas -manos y aquellos labios groseros que me insultaron, sino que cifré en -cada uno de los miembros de su cuerpo un odio particular: odié sus ojos, -su frente... ¡odié sus cabellos, uno por uno!... Artemisa amó tanto á -Mausoleo que se bebió sus cenizas; yo, en cambio, gozo secando con las -cenizas de aquella vil armazón de materia las cartas que te escribo, y -con que tú las insultes también llevándotelas á los labios... - -Luego prosiguió: - ---Es una venganza cruelísima, superior á cuantas ejecutan los ángeles -precitos en los círculos del infierno dantesco. Si es cierto que tras -esta vida efimera hay otra y que los muertos tienen la capacidad de -espiar á los vivos... la venganza que ahora tomo de él, es digna secuela -del martirio que de él recibí. Gozo imaginando que su alma vaga en torno -mío, que se asoma por encima de mi hombro para leer las cartas que te -escribo, que llora entre los pliegues del mosquitero que abriga el lecho -donde me entrego á ti... Sí, odié todo su cuerpo, miembro por miembro, -átomo por átomo... y ahora el polvo de sus huesos calcinados lo empleo -en secar las cartas donde te cito, llamándote «luz de mis ojos... -sangre de mi sangre...» - -Calló,.. - -Daniel Montoro se puso de pie, horrorizado; ella también se levantó y -sus dos cuerpos abrazados se recortaron sobre el fondo iluminado de la -ventana. - ---No me odies por eso--murmuró Julia muy quedo y cubriendo á su amante -bajo una mirada de inextinguible pasión;--la mujer que odia como yo, -también sabe amar infinitamente. - - - - -AGONIA - - -Les había visto juntos muchas veces y siempre me inspiraron esta -curiosidad que enciende la intuición de los grandes secretos. - -_El_, blandengue y ahilado, con los débiles hombros muy altos, el tórax -deprimido, la mirada cobarde de los enfermos de la médula y la frente -angosta de los tontos sobre quienes la imbecilidad descargó su primer -mazazo. Su mirada era fría; sus ademanes desmañados, sus piernas -caminaban con paso incierto, cual si avanzasen por un terreno húmedo... - -_Ella_, su mujer, era alta y hermosa, con esa hermosura mate de los -temperamentos ardientes; el talle largo y esbelto, el semblante -vivificado por la expresión inolvidable de sus ojos: ojos de -calenturienta, con mucho negro y mucha luz en la pupila... - -Al principio parecióme inverosímil que aquel macho débil fuese dueño de -hembra tan poderosa: después fuí muy amigo de los dos: él logró -conmoverme con su melancólico empaque de niño enfermo; ella, por el -contrario, me sugestionó con sus apasionamientos y sus criminales -ardores de hermosa bestia encelada; terrible como Pandora y, como ésta, -fuerte y adorable. - - * * * * * - ---No, no le quiero--me dijo con voz vibrante de rencor;--pocos días -después de casarnos, ya no le quería. Es insignificante, es débil, es -vulgar... y mi temperamento salvaje de artista odia lo pequeño. Yo -anhelaba un esposo como Nana-Saib, no un habitante del Liliput... - -Me había recibido en el despacho, para que mi presencia no fuese -sospechosa á la servidumbre, y desde el sitio donde me hallaba veía -claramente su rostro pálido iluminado por la luz del quinqué colocado -sobre la mesa. - -Yo estaba sentado en un sillón; ella delante de mí, devorándome con sus -rasgados ojazos negros en los que bullía el turbulento silabario de los -amores ardientes. - ---Le odio--continuó;--á su lado siento frío, ese frío repulsivo que -inspiran los anfibios; y cuando sus labios me besan ó sus manos yertas -me acarician, mi cuerpo vibra como si sobre él se deslizase un -caracol... - -Tras un momento de silencio, agregó: - ---Di, ¿me crees? - -Había tanta ansiedad en su interrogación, que depuse toda reserva. - ---Sí, te creo--dije--porque necesito creerte para vivir. Necesito saber -que eres mía en cuerpo y alma, que vives para mí, que te engalanas -tanto, para gustarme más, que soy el amante de tus pesadillas... - -Sugestionada por las zozobras que en mi corazón producían los tormentos -del suyo, manifestóse tal cual era, revelándome el gran secreto, el -misterio criminal de su existencia de mujer casada; y lo dijo deprisa y -con extraños barboteos, cual si una mano invisible la apretase -fuertemente el cuello. - ---Quiero ser tuya completamente--prosiguió;--para ello necesito -enviudar... y, créeme... enviudaré muy pronto... - -Y como yo hiciese un gesto de horror, exclamó sonriendo con su espantosa -risa adorable de sirena: - ---No te figures que soy una de esas criminales adocenadas que emplean el -cuchillo ó el veneno. ¡Nunca! ¡yo no soy vulgo!... El beleño por mí -empleado no cabe en ninguna fórmula química; es intangente. _El_ morirá -y morirá entre mis brazos, sus yertos labios apoyados sobre los míos, -bendiciéndome... ¡Morirá de amor!... Todas las noches, aunque no quiera, -le sirvo una buena dosis de dulce veneno. La muerte viene á pequeñas -jornadas, pero viene... y ten por cierto que del tremendo drama no -quedarán rastros... - -Así habló ella, la adorable fiera sobre cuyo seno iba quedando exangüe -aquel horriblemente bufo polichinela del matrimonio... - - * * * * * - -Otro día conversé con él... - -Tan débil, tan lacio, con sus labios anémicos, su mirada incierta y su -cráneo desdibujado de idiota. Me habló de ella. - ---Me quiere mucho--dijo;--durante el día, no bien estamos solos, acude á -sentarse sobre mis rodillas, me estrecha la cabeza entre sus manos, me -adormece con las palabras más suaves, me besuquea en los labios..... -¡Oh, unos besos muy fuertes, muy duraderos, que si bien me hacen muy -feliz, también me causan infinito daño!... - -Calló para destoser con esa tosecilla seca, entrecortada, de los -tísicos; luego continuó: - ---Por las noches su cariño se exacerba más aún. Ahora, como estoy tan -delicado, no voy al teatro casi nunca; además, si alguna vez me acomete -el antojo de ir al café, ella me lo quita de la cabeza. Pues bien; ella -es quien me da el brazo para ir desde el comedor al dormitorio, quien me -desnuda, quien me tibia el lecho acostándose antes que yo... Y ya -ensabanados, ¡con qué esmero me abriga y sube el embozo, echándome los -brazos al cuello y cosiéndose á mi como niña miedosa!... ¡Ay! ¿Qué -quieres? Reconozco que estos excesos de cariño me son fatales, pero ella -me quiere tanto que no sabe reprimirse... y yo tampoco acierto á -regatearla mi amor. - -La voz doliente de aquella pobre víctima explicando y disculpando las -crueldades de su verdugo, era altamente conmovedora. - ---Y tú, ¿la quieres?--pregunté. - ---¿Yo? ¡Con toda mi alma! No tengo padres, ni hijos; mi único bien es -ella. Si ella me faltase, me moriría... - -Habló de sus proyectos, de sus ambiciones. En cuanto llegase el verano -iría á baños; luego, si lograba restablecer un poco los descalabros de -su salud, emprendería algún negocio. - ---Y esas expediciones, ¿las harás con ella? - ---¿Cómo no--repuso,--si ella es mi cielo y mi tierra... todo?... - -Aquellos diálogos no pueden borrarse de mi memoria. La temible -catástrofe no ha ocurrido aún, pero puede suceder hoy, mañana... -cualquier día. _El_ decae visiblemente; sus piernas se arrastran por el -suelo; sus ojos se cierran, la fiebre estremece sus labios -descoloridos... _Ella_, en cambio, es la hembra alta y poderosa de -siempre, con su rostro marfileño y sus ojos fulgurantes de loca: nunca -le deja y á todas partes le lleva trabado del brazo. - -¡Oh, la quiero mucho, mucho!... Con una de esas pasiones bravías que -sólo saben inspirar los malos; mas, no obstante, me repugnan su crimen y -la estúpida candidez del mártir, y me acometen tentaciones de descubrir -á éste el peligro que corre. - -Pero, ¿para qué? Es inútil; la sentencia que le condena á morir es -irrevocable: sin ella, le mataría la pesadumbre; con ella, le matará el -deleite... - -Que siga, pues, así. - -¡Es tan dulce morir soñando! - - - - -AGUAFUERTE - - -La embarcación rompía suavemente el agua dejando tras sí una estela -brillante como reguero de menudos cristales; las primeras sombras -crepusculares invadían el espacio; sobre el mar inmenso, el lucero -vespertino derramaba su resplandor frío; las olas, que encrespó la -caricia del viento, se hundían al llegar junto al frágil esquife que -pasaba sobre ellas como una caricia, amasándolas; las gaviotas huían -enderezando hacia la playa el vuelo. - -Federico y Daniel, sentados el uno delante del otro, remaban á compás; -se habían quitado la camisa, y bajo sus elegantes camisetas de seda -temblaban los músculos pectorales, los biceps vigorosos y ágiles, y toda -su enérgica complexión de aristócratas aficionados á los duros -ejercicios de la gimnasia y de la esgrima. - -Desde popa, donde iba llevando las cuerdas del timón, Elisa Dantín -envolvía á los dos hombres en una mirada extraña. Representaba veinte -años: tenía el rostro pálido y un dejo de vaga pesadumbre embellecía sus -labios; sus ojos negros eran crueles y fríos; bajo el talle esbelto, sus -caderas amplias de mujer sensual dibujaban una doble curva firme y -armoniosa. - ---¿Quieres que emprendamos el regreso?--preguntó Federico. - ---No--repuso ella,--sigamos; el tiempo es muy hermoso. - -El bote continuó avanzando hacia alta mar, moviendo sus remos que -hendían las olas sin ruído, como un gigantesco insecto de cuatro patas. -Las costas, ya distantes, recortaban bajo el cielo una silueta negra y -borrosa; las luces palidecían en la niebla rodeadas de un nimbo glauco; -allá, los mástiles de los buques anclados formaban una especie de bosque -escueto y triste; las estrellas iban encendiéndose poco á poco, y su luz -bruñía la blanca cresta de las olas. Elisa Dantín miraba á los remeros. - -Aborrecía á Federico, su marido, que la adoraba. Elisa no era -responsable de aquel odio que vanamente procuró domeñar; que los cariños -y los desvíos son como plantas parásitas que nacen donde quiera, sin -necesidad de que la mano cuidadosa del jardinero las siembre ni agasaje. -¡Y qué tormento aquel de vivir unida á un hombre cuyo trato iba siéndola -insoportable de día en día! Fingiéndole amor, complaciendo sus deseos, -ofreciendo sus labios á sus besos, acariciando lo que hubiese querido -herir... Y así siempre, una noche y otra, para luego, á la mañana -siguiente, volver á representar ante el mundo el papel, tristemente -cómico, de una felicidad perfecta. - ---¿Hay nada más horrible--pensaba Elisa--que ser amada por un hombre -odiado? - -Y hubo, en el callado curso de sus meditaciones, una pausa que parecía -responder al silencio augusto del mar y de los cielos en calma. Daniel -preguntó: - ---Elisa... ¿quiere usted que volvamos á tierra? - -Ella le miró duramente, con rencor; después, hablando en voz muy baja, -como soñando, repuso: - ---No, no... sigamos, sigamos... - -La embarcación continuó en línea recta, rompiendo las olas. A la -izquierda se erguía el faro, con su luz triste, bienhechora como la -sombra de los eucaliptos; más allá estaba el Océano, negro, -impenetrable, reposando sobre abismos donde nunca penetró el sol. Elisa -Dantín reanudó su soliloquio. - -Sí, hay algo peor que ser amada por quien se aborrece--pensó,--y es -querer á un ingrato... - -Miró á Daniel, tan joven, tan apuesto, tan falaz, que parecía esquivar -el relampagueo de sus ojos mirando á otra parte... Daniel y Federico se -querían como hermanos; le conoció poco después de su matrimonio; él -regresaba de una larga excursión por Oriente; volvía alegre, sediento de -emociones, codicioso de referir las aventuras que corrió por aquellos -lejanos países del sol. Daniel fué enamorándola con atenciones y -palabras: después la declaró su pasión, que ella rechazó indignada; pero -su protesta era tardía; cuando quiso olvidarle ya no pudo y fué suya... -Meses después Daniel la olvidaba por otra mujer. - -Bajo el calor bochornoso de aquella tarde de Junio, Elisa Dantín sentía -que todas sus malas pasiones se exasperaban. Veía á Daniel decidor, -impúdico, riendo feliz entre los brazos de sus nuevas queridas, y el -odio que encienden los celos nublaba el pensamiento de la desdeñada. Por -él traicionó á su marido, y burlándose supo aborrecerle; por él aprendió -el camino del adulterio y de la mancebía. ¿Y para qué?... - ---Le odio tanto como á Federico, acaso más... pues me quitó el consuelo -de ser honrada... - -Elisa comprendía que su pobre espíritu estaba sometido á las dos grandes -torturas, límite de todos los sufrimientos pasionales: querer al que -desprecia, odiar al que nos ama... Ella, por tanto, padecía toda suerte -de sufrimientos: el amor que negaba á Federico, nadie lo quería; su -honor era como rosa marchita, caída en un camino; ¿qué podría disculpar -su adulterio?... Una idea que hasta allí anduvo vagando por los más -ocultos escondrijos y desvanes de su pensamiento, surgió de pronto -aterradora, fría, centelleante, como el zig-zag de una arma blanca. - ---¿Y si yo me deshiciese de los dos? - -Tembló y procuró pensar en otra cosa; pero la idea terrible resurgía -tentadora, irresistible... Aquellos hombres estaban á merced suya; en -ella convergieron los voraces apetitos de los dos; aquel deseo podía -convertirse instantáneamente en odio; bastaba un gesto... una sola -palabra de sus labios... para precipitar al uno sobre el otro y -obligarles á reñir hasta despedazarse, ¿Para qué sufrir? ¿Acaso no valía -la muerte del amante la vida del marido?... Muertos ambos, ella quedaba -libre: la destrucción es santa; no se puede edificar donde hay ruínas; -la piqueta debe preparar el campo á la paleta y á la plomada... ¡Y tanto -bien, podría alcanzarlo con sólo querer!... - -Elisa Dantín sonrió satisfecha, como reirían los viejos tiranos. -Federico preguntó: - ---¿Volvemos? - -Ella repuso distraída: - ---Me es indiferente; como queráis... - -Ellos viraron la embarcación; Elisa Dantín volvió á pensar: - ---¡Si yo hablase!... - -Pronto, antes de una hora, llegarían á tierra; la tierra era para ella -la esclavitud, el disimulo, el secreto martirio de todas sus horas... -¿Por qué no hablar? - ---Una frase... menos aún, una palabra... una sola palabra mía... -bastaba...--repitió Elisa. - -Miraba á Federico y á Daniel para aumentar el caudal de su odio; evocó -recuerdos crueles: su caída, sus remordimientos, sus celos, su abandono; -recompuso escenas repugnantes... La medida estaba bien colmada; aun -tuvo vagos titubeos; luego habló; fué como una basca... - ---Daniel--dijo,--¿me quieres?... - -Y sus ojos soportaron impasibles el choque de las miradas atónitas que -sobre ella lanzaron los dos hombres: los remos quedaron suspendidos en -el aire, goteando. - ---¿Qué decía usted?--preguntó Daniel. - ---¡Oh, no disimules!--repuso la joven, cuyo cuerpo parecía haber -adquirido súbitamente la rigidez de las estatuas; estoy cansada de -fingir; te quiero... y tenía ganas de decirlo así... en voz alta. - -Federico lanzó un grito y se puso de pie. - ---¡Elisa... Elisa!... ¿Qué... qué has dicho?... - -Ella, siempre inmóvil, replicó lentamente, como presa de un vértigo -tranquilo: - ---¡Bah!... Dije... lo que saben muchos; que Daniel es mi amante... - -Este, fuera de sí, se había levantado, murmurando: - ---¡Ah, miserables!... Sin duda urdisteis este plan para asesinarme... - -Bajo los nerviosos pies de los dos hombres, la lancha comenzó á oscilar -violentamente. Aquel inesperado desbordamiento de cólera fué como uno de -esos rayos que durante los calurosos crepúsculos estivales rasgan la -extensión del espacio azul. - -Federico vacilaba, pasándose por la frente sus manos de remero, morenas -y duras. De pronto exclamó, cual si la luz hubiese brotado -repentinamente en su cerebro: - ---¡No, yo no!... ¡Vosotros!... ¡Miserables, vosotros, que me -engañábais!... - -Abrió los brazos precipitándose sobre Daniel, que le esperaba con los -suyos abiertos, y se estrecharon frenéticamente, magullándose, con las -caras y los pechos juntos. Elisa Dantín, sin dejar su asiento, les -contemplaba con la mirada impasible de las esfinges. Federico, más bajo -que su enemigo, tras una finta hábil logró afianzarle por la cintura y -levantarle en alto, pero Daniel le cogió fuertemente el cuello entre los -dientes y pudo desasirse, cayendo de pie: el bote retembló y un golpe de -mar lo salpicó de agua. - -Súbitamente Elisa tuvo miedo, miedo á que uno de los dos sobreviviese á -la lucha; ella anhelaba la libertad, la dulce libertad absoluta; ni amar -ni ser amada... - -Casi ahogado, como en un rugido, Daniel murmuró: - ---Ven. - -Asió á su rival por las piernas y quiso lanzarle por la proa; Federico, -ya en el aire, puso un pie sobre una borda, la embarcación osciló y -Daniel, perdiendo el equilibrio, cayó hacia atrás, en el mar, -arrastrando á Federico. Sobre aquellos dos cuerpos las aguas se cerraron -formando grandes círculos concéntricos; un turbión de burbujas ascendió -á la superficie. Elisa Dantín, aterrada de su obra, se había levantado, -mirando al abismo: transcurrieron pocos segundos... Los dos luchadores -reaparecieron abrazados, mordiéndose, queriendo arrancarse algunos -instantes de vida que ya no merecían el trabajo de ser defendidos: sus -cabellos mojados colgaban sobre sus frentes; tornaron á hundirse... La -joven esperó; las olas seguían pasando unas tras otras, enarcando sus -lomos sobre la tumba recién abierta... - -Transcurría el tiempo; la luna ya iba muy alta; Elisa miró á su -alrededor: las barcas pescadoras se hallaban lejos y sus tripulantes -nada podían haber visto; el faro, luciendo en la serenidad de los -cielos, mostraba el camino de la salvación y de la paz; el pasado, el -horrible ayer, quedaba sepultado allí, bajo el misterio impenetrable de -las olas. Satisfecha de sí misma y del porvenir, Elisa cogió los remos y -bogó lentamente. - - - - -LA MUERTA - - -Aquella caseta de peones camineros fué puesta por orden de la Compañía -al borde de un torrente seco, especie de cicatriz negra y profunda, -abierta por una convulsión geológica entre dos cerros graníticos muy -altos. En verano las agrias laderas de los montes colindantes se cubrían -de verdura, y en el fondo de la cañada, bajo los jarales, los grillos -cantaban: arriba, en la región azul, bañada por el sol, las águilas -volaban pausadamente sumergiendo su mirada zahorí en las -resquebrajaduras del planeta; pero el invierno desnudaba los cerros de -molleja y apagaba el canto de los grillos, y la nieve caía -silenciosamente sobre el cauce del torrente; cauce demasiado profundo, -adonde las sonoras embestidas del viento no llegaban... - -Allí vivía Martina, la mujer de Juan, el maquinista, llevando siempre en -la mano el banderín verde que da á los trenes paso franco, y los ojos -fijos en los túneles abiertos en las vertientes de los dos cerros -fronteros... - -Por aquellos agujeros, que en invierno aparecían sobre el fondo blanco -del paisaje nevado como las cuencas orbitarias de un enorme esqueleto -soterrado, entraba y salía continuamente, y como á borbotones, un flujo -inagotable de vida que las locomotoras, en su eterno pasar y repasar, -traían y llevaban de hora en hora. - -Desde muy lejos, rompiendo el silencio de la angosta cañada dormida como -una serpiente bajo la nieve, se oía el afanoso trepidar de los trenes -que atravesaban los túneles. Entonces Martina dejaba su labor, cogía el -banderín de señales y acudía á colocarse junto á los rieles. El cerro -vibraba con un estremecimiento sordo, íntimo, como un hervor: era un -gemido gigante de dolor que crecía, anunciando un parto monstruoso; -hasta que del fondo del negro agujero, de aquella cuenca orbitaria -perteneciente á un esqueleto ciclópeo perdido, aparecía el tren, -avanzando en desaforada carrera: la locomotora, incontrastable y fatal -como el Destino, se acercaba jadeando, arrastrando un largo rosario de -vagones, paseando su panza ardiente sobre las llanuras heladas; y un -minuto después desaparecía por el túnel del lado opuesto, con un -estertor que menguaba, como algo moribundo que se despide hundiéndose... - -La uniformidad de estas impresiones machacaban el espíritu de Martina: -los trenes mixtos, con sus series interminables de vagones cerrados, no -la emocionaban; eran coches mudos, sin alma, cargados de objetos -muertos: en cambio, los expresos la impresionaban fuertemente, -entristeciéndola: por las ventanillas de los coches veía cabezas que la -miraban con curiosidad; cabezas siempre diferentes, que formaban legión -y dejaban en su ánimo el recuerdo mareante de las multitudes. Otras -veces, de noche, las ventanillas solían estar vacías; pero en cambio -veía sombras fantásticas que se recortaban sobre los techos iluminados -de los vagones. Una voz estaba segura de haber sorprendido las siluetas -de una mujer y un hombre abrazados. - -El tren que Juan conducía, Martina lo esperaba con más impaciencia. En -cuanto la locomotora salía del túnel, el maquinista echaba el busto -fuera de la plataforma para ver á su esposa desde lejos, y ella reía -feliz. Era una ilusión fantástica, inapresable, de aquelarre. - ---¡Adiós! - ---¡Adiós! - -La velocidad del tren no permitía otro saludo más expresivo, y Juan -llegaba y se iba como una sombra: al principio parecía ser él quien -arrastraba y regía la marcha de los vagones; luego diríase que el tren -le empujaba... Y Martina, alta, fuerte, con su rostro moreno y sus -grandes ojos pensativos de murciana, le veía alejarse permaneciendo -inmóvil como una estatua de bronce, en medio de la nieve. - -Aquel sempiterno tragín de trenes en marcha, aquel ir y venir de -individuos avanzando siempre, más allá, más allá, hacia el horizonte, -aquellas siluetas de amantes que se abrazaban sobre los blandos asientos -de los vagones reservados, despertaron en la guardavía el deseo de lo -desconocido, de lo lejano, del misterio que las leyes castigan... Y -pensó que ella no merecía vivir así, sepultada en el fondo de aquel -torrente, siguiendo en verano el vuelo sereno de las águilas bañadas por -el sol, recibiendo sobre sus hombros en invierno los copos de nieve -desprendidos del cielo gris. - -Y por eso, una noche de soledad y de supremo aburrimiento, Martina oyó -embelesada las palabras de Pedro, el fogonero que acompañaba á Juan en -sus viajes, y que siempre, al pasar, la arrojaba desde el _tamdem_ una -mirada de hambriento deseo. Pedro la ponderó su amor, aquel amor -criminal que había de hallar satisfacción cumplida cuando ella se -determinara á fugarse, siguiéndole á una ciudad lejana... Y Martina le -creyó y le quiso... - -Desdo aquel día el exprés tuvo para ella un doble encanto: cuando Juan -la saludaba, Pedro saludaba también, y su alma se estremecía con -inquieto gozo viendo sobre el atezado semblante del fogonero, sus -dientes que desnudaba la risa; aquellos dientes agudos y blancos que la -habían mordido... - -Pasaron muchos meses, y el ansiado día de la emancipación y de la fuga -no llegaba; Pedro, aburrido de la guardavía, dejaba de verla alegando -motivos y ocupaciones que nunca tuvo, y tan evidentes fueron las pruebas -de su ingratitud, que Martina llegó á comprender... - -Un remordimiento íntimo, creciente, devorador, como la carrera -trepidante de los trenes bajo el túnel, se apoderó de la abandonada. -Hasta allí la había servido de consuelo la conciencia de su virtud; pero -al saberse burlada se apreció más sola, más triste, más insignificante -que nunca, como bagazo humano despreciable arrojado junto á la vía por -aquellas multitudes honradas que llevan los trenes. - -Con la llegada del exprés siempre venía el saludo de Juan, que la miraba -echando el cuerpo fuera del tandem: - ---¡Adiós! - ---¡Adiós!... - -Pedro ya no saludaba, sonreía... con esa sonrisilla burlona con que -suelen corresponder los hombres al saludo de las mujeres que engañaron. - -Viéndose sola, completamente sola, con la soledad de los astros muertos -que ruedan por el vacío, reconociéndose despreciada del amante é indigna -del esposo, atormentada por la voz de su conciencia que murmuraba á -todas horas en sus oídos un reproche interminable, atraída -siniestramente por la perspectiva de los trenes que se acercaban -ofreciéndola un medio instantáneo de liberación y de descanso, Martina -pensó morir. - -Y lo hizo como lo pensó. - -Fué una tarde, á la puesta del sol. De pie, junto á la vía, con el -banderín verde en la mano, la joven escuchaba el lejano fragor de trueno -del exprés. Ella, que conocía muy bien todos los ruidos, sabía que el -tren iba pasando un puente, situado más allá del cerro; luego comprendió -que había entrado en la montaña; el estrépito, que al principio tornóse -sordo y como opaco, fué creciendo, más, más... hasta convertirse en -alarido formidable. La guardavía, inmóvil, inconsciente como una -sonámbula, esperaba, los ojos fijos en el túnel, que mostraba su bocaza -negra sobre el fondo blanco del monte nevado. De pronto apareció la -locomotora. Juan, según costumbre, asomaba la cabeza para saludar. -Martina le miró y miró al cielo, despidiéndose; luego, instantáneamente, -se arrojó de bruces sobre los rieles, tapándose los oídos para no oir... -y el tren pasó... - - * * * * * - -Una cruz de piedra indica el sitio donde murió la guardavía. Alguien -dijo que se había suicidado por celos y que su marido fué un mal hombre. -Los maquinistas, cuando pasan por aquel sitio, se descubren siempre. - - - - -DISCRETEOS - - -JACINTA.--Te aseguro que Enrique me gusta. Es bueno, es rico... es -amable... - -ADRIANA.--¡Oh, gustarte, gustarte!... Eso es muy vago, porque no hay -hombre que sea absolutamente antipático. - -J.--Es verdad. - -A.--Te gusta Enrique como á mí me agrada Luis: un poco. - -J.--No, mucho. - -A.--Ea, pues mucho. Pero entre querer mucho y querer locamente, hay un -pantano, donde naufragan las mejores ilusiones de la juventud soñadora. -Antes de resolvernos á vivir con un hombre toda la vida, debíamos -cerciorarnos de si le amamos con toda el alma. - -J.--Dices bien. - -A.--¡Mira que renunciar á la humanidad masculina por un esposo que, dos -ó tres años después de la boda, puede parecernos el más insignificante -de los hombres!... - -J.--Es absurdo. - -A.--Es horrible entregar toda nuestra hermosura á un feo sin talento. - -J.--Sí, horrible y ridículo. No obstante, importa casarse. El mundo es -vulgar, hipócrita... y conviene sacrificarse al buen parecer y -satisfacernos con una modesta medianía. - -A.--¿Luego, no quieres á Enrique? - -J.--¡Oh!... Sí le quiero. - -A.--¿Un poco? - -J.-Como tú á Luis. - -A.--Y como quieren á sus novios las tres cuartas partes de las mujeres -que se casan. Porque ya conocerás algunos hombres mejores que tu futuro -esposo... - -J.--¡Conozco muchos! - -A.--Yo, también: casi estaba por decir que mi novio es de los muchachos -menos simpáticos que me han cortejado. Pero, en fin; urge decidirse y -nosotras somos dos mujercitas discretas que saben poner los puntos sobre -las íes y arreglar su porvenir. Enrique y Luis tienen sobre los demás -hombres la inmensa ventaja de ser galanes propicios al casorio. ¡Cuán -lejos están ellos de presumir que al otorgarles nuestra mano consumamos -una venta! Porque, fíjate: la inacabable comedia del amor convierte á la -sociedad en un gran mercado: los hombres compran; las mujeres se venden. -Todas nos vendemos, todas... Las meretrices, por dinero; las honradas, -por una bendición... - -J.--Eres muy mordaz. - -A.--No, soy muy justa. Nosotras, que dada nuestra posición social no -osaríamos tener un amante, nos entregamos sin protesta á cualquier -advenedizo que se case, cediéndole cuanto poseemos á trueque de su -apellido. ¿Comprendes?... El matrimonio es el mercado donde se tasan y -se venden las mujeres honradas. - -J.--_(Con tristeza)_ Es cierto. - -A.--Y lo más famoso es que nosotras somos las principales autoras de -nuestra desgracia: nacimos cobardes, tenemos demasiada prisa en -casarnos, temiendo quedar solteras, y en vez de luchar por rendir la -voluntad de esos calaveras contumaces que tanto gustan, nos abandonamos -fríamente entre los brazos de cualquier individuo adocenado que se case. -Queremos ser felices en seguida, sin combate, sin afanes, y la felicidad -que no cuesta trabajos y lágrimas, no puede ser larga ni valedera. -Pongamos un ejemplo. ¿Tú serías dichosa con Juanito Pantoja? - -J.--¡Oh! ya lo creo. - -A.--Lo reune todo: la gentileza, la donosura de entendimiento, la -verbosidad apasionada de los hombres ardientes. Podrá mentir cuando -habla de amor, seguramente miente... pero, ¡qué bien lo hace!... Es el -suyo un embuste bellísimo que vale una realidad. - -J.--_(Reflexiva.)_ Cierta noche me dijo que se moría por mí. - -A.--También á mí me juró algo igual. Es un hombre encantador, que se -muere por todas. Confieso que me agrada infinitamente más que Luis. - -J.--¡Toma!... Y también vale mucho más que Enrique. - -A.--Ahí tienes. Comprendo que una mujer resbale y caiga con hombres como -Juanito Pantoja; pero no concibo que ninguna se pierda ni por Enrique ni -por Luis. - -J.--Yo tampoco. - -A.--¿Cualquier novio sirve para marido? - -J.--Cualquiera. - -A.--Pero ¡qué pocos novios merecen ascender á la categoría de amantes! - -_(Pausa)_. - -J.--Pantoja es un conversador irresistible. - -A.--Sí: ¡cuánto habla y qué bien lo dice todo! - -J.--La mujer que logre rendirle será feliz. - -A.--¡Oh, sí!... ¡Muy dichosa!... - -J.--Debo de ser altamente halagador eso de poder decir: mi marido es el -más gentil, el más valiente, el más ingenioso, el más seductor de los -hombres... Y en sus mocedades fué una mala cabeza, un gran perdido, que -burló á muchas incautas y que yo sólo pude rendir... - -A. _(Suspirando)_.--Sí... la fábula de doña Inés inocente, rindiendo al -Tenorio libertino, es el bello ideal de todas nosotras. ¡Y pensar que -dentro de algunos meses nos casaremos con Enrique y con Luis!... - -_(Las dos amigas permanecen pensativas, acariciando mentalmente la dulce -quimera de su felicidad fugitiva.) _ J.--Aunque estoy cierta de que -Pantoja es un botarate, creo que siempre me saluda con especial cariño. - -A.--Y á mí. - -J.--Recuerdo que su declaración la formuló en términos tan apasionados, -tan vehementes... - -A.--A mí también me dijo algo que no he olvidado... _(Pensativa.)_ - -_(Pausa)_. - -J.--_(De pronto.)_ Vaya, vaya... Juanito es un hombre diabólico que sólo -sirve para amante. - -A.--Y en esos galanes tan seductores, tan apuestos, que sólo sirven para -amantes... - -J.--No hay que pensar. - -A.--Es lo mejor. - -J.--_(Riendo.)_ Hasta después que estemos casadas. - - - - -GLUCK, EL INIMITABLE - - ---Desengáñate, pobre Gluck, yo no puedo deslumbrarme con las -hiperbólicas ofertas de un hombre vulgar... La mujer que, como yo, -levanta nueve arrobas con los dientes, no se apasiona por ningún -calzafraque sin corazón. El dueño y señor de mi albedrío será más fuerte -que yo, más valiente que yo. - ---¡Adriana!--murmuró el payaso ruborizándose. - ---No me supliques... tus súplicas me exasperan rebajándote á mis ojos, -porque toda súplica reboza una debilidad. De los tres menguados que más -decididos parecéis á molestarme con vuestras serenatas de amor, no -quiero á ninguno. Nemo, el domador de leones, es valiente, pero tiene -menos fuerza que yo y su apocamiento me disgusta... Parece un niño -atrevido á quien podemos vapulear á telón alzado, si nos molesta. Los -brazos de Alsini, el rey del trapecio, reconozco que son más vigorosos -que los míos, pero Alsini es una bestia de carga, sumisa y cobarde. Le -desprecio... En cuanto á ti, que pasaste la vida diciendo chistes, y que -no tienes la fuerza del uno, ni diste muestras de atesorar la bravura -del otro... A ti, mi pobre Gluck no quiero juzgarte... Adiós. - -Así habló Adriana Carmezza, la orgullosa italiana que recibía sobre las -espaldas una bala de cañón de treinta kilos arrojada desde una gran -altura, y levantaba nueve arrobas entre sus dientecillos de osezno, -pequeñines y blancos. Y Gluck, _el Inimitable_, permaneció de pie, los -brazos cruzados sobre su robusto pechazo de atleta y los ojos muy -abiertos, para no llorar. - -Hasta los cuartos de los artistas llegaban los murmullos amenazadores -del público que iba invadiendo las galerías: aquella noche Adriana -Carmezza celebraba su beneficio y, como en obsequio á la beneficiada la -empresa organizó un programa magnífico, la concurrencia era enorme. -Cuando resonaron los primeros acordes de la orquesta, los artistas -refluyeron hasta el callejón que conducía á la pista: la representación -iba á empezar... - -El único que, abstraído en sus imaginaciones, permanecía ajeno á todo -aquel movimiento, era el payaso Gluck; Gluck el Inimitable... Estaba -disfrazado de salvaje, la cabeza adornada por un vistoso penacho de -plumas, las caderas ceñidas con un faldellín salpicado de relucientes -lentejuelas, y las piernas y los brazos embadurnados de negro y -adornados con sendos anillos de oro... Inmóvil, fuerte y mudo, como un -picacho basáltico. - -Casi todos los artistas que por allí pasaban, maravillados de su -actitud, le dirigían alguna burleta ó le daban en el hombro un amistoso -golpecito. - ---¿En qué piensas, Gluck?... Gluck, ¿qué tienes? - -Y Gluck, el Inimitable, les miraba sin responder. Luego, cuando vió -pasar al atlético Alsini balanceándose sobre sus membrudas piernas de -jayán, y á Nemo, aquel héroe que había puesto el pie sobre el lomo de -tantos leones amansados, el payaso sintió que los celos le mordían el -corazón y que sus mejillas echaban fuego. Después pasó Adriana. - ---Adiós, Gluck--dijo. - -En aquel momento el público aplaudía un ejercicio y todos los acróbatas -se agolparon en un extremo del corredor, junto á la pista. Gluck y -Adriana se hallaban en la sombra, tras unos bastidores. Ella vestía de -negro: sobre el escote del corpiño se insinuaba el seno opulento y de -marmóreas dureza y blancura; el cuello era grueso, el rostro expresivo, -con una belleza varonil de amazona espartana; los ojos alegres y -dominadores. El payaso se acercó á ella y cogiéndola fuertemente por una -muñeca, la atrajo hacia sí. - ---Adriana--repitió,--Adriana... ¡quiéreme!... - -Lo dijo de golpe, sin preámbulos, con ese laconismo brutal de las -pasiones supremas; laconismo que daba severidad y valimiento á su -sencillo disfraz de salvaje. Ella sonrió desdeñosa. - ---¿Otra vez? - ---¡Cómo no... si eres mi vida, si cuando te alejas de mí parece que me -arrancan el alma!... ¡Adriana, dame una esperanza y no consigas con esos -desvíos que sea célebre esta noche de tu beneficio!... ¡Adriana, que me -pierdes!... - -Ella, irritada por la orden que envolvía aquella súplica, le rechazó -vigorosamente. - ---¡No!--dijo. - -El payaso exhaló un grito agónico y llevóse ambas manos á la cabeza con -ademán de trágica desesperación; pero Adriana, furiosa, no satisfecha -con desesperanzarle, le insultaba. - ---¡No me satisfaces!... Eres cobarde, eres débil. Los fuertes no -mendigan lo que pueden obtener por sus puños, y tú suplicas... ¿Lo -comprendes ahora? Me repugnas; me repugnas y te odio. Vete, vete, que no -me sirves... - -Sus palabras caían como mazos de batán sobre la cabeza de Gluck, que -gemía sordamente. Después, cuando ya le juzgó bastante castigado y -maltrecho, dió media vuelta y se alejó titubeando aquellas caderas -amplias y firmes que parecían destinadas á engendrar una raza superior; -Gluck, el Inimitable, quedó apoyado contra la pared, la cabeza sobre el -pecho y flaqueándole las piernas, en la actitud de un salvaje herido. - -Momentos después, cuando Adriana Carmezza salía á la pista pagando con -sonrisas amables los aplausos del público, Nemo y Alsini reaparecieron, -trayendo cada uno de ellos un gran ramo de flores. Al verles, volvió á -resonar en los oídos de Gluck el apóstrofe de Adriana: «Vete, que no me -sirves...» y, enloquecido, les cerró el paso. - ---¿Para quién son esas flores?--exclamó con voz que el coraje tremolaba -siniestramente: - ---Para Adriana--repuso Nemo sin inmutarse. - -Los tres hombres se miraron sañudamente: todos se odiaban desde que el -Destino permitió que una misma mujer sirviese de norte á sus deseos, y -en aquel momento casi se holgaron de tener un pretexto á qué asirse para -dar vado á su antiguo rencor. Estaban en un carrejo obscuro abierto -entre dos bastidores altos.... - ---A esa mujer--dijo Gluck,--nadie la obsequia más que yo. - ---Quita, payaso--contestó Nemo subrayando la frase con dañina intención. - -Pero Gluck, el Inimitable, se precipitó sobre él y arrebatándole el ramo -de flores lo arrojó al suelo, despedazado. - ---¡¡Al que dé un paso--gritó,--le parto el alma!! - -Ni Nemo, el domador de leones, ni Alsini, podían luchar con Gluck, -porque al primero le faltaba la fuerza y al segundo el valor; mas en -aquel momento la furiosa acometividad del payaso les indujo á unirse en -formidable alianza. - ---Retírate, bruto--dijo Nemo. - ---¡Atrás!--agregó Alsini á quien vigorizaba el esfuerzo temerario del -domador. - -Pero Gluck, fuera de sí, arremetióles sin contestar; su primer golpe fué -para Nemo, el segundo para Alsini; dos puñetazos de titán celoso que -resonaron con un sordo crujido de huesos. Entonces comenzó una lucha -terrible: Nemo había caído al suelo, pero levantóse enseguida y -arremetió al payaso; éste ladeó el cuerpo hurtando un golpe de su rival, -contestó con otro y Nemo volvió á caer... Mientras, Alsini descargaba -sobre la cabeza de Gluck su brazo de hierro. Era una lucha de colosos; -la lucha formidable por la _posesión de la hembra_, de que habló Darwin. - -Y entretanto, sofocando el seco estallido de aquellos golpes furibundos, -llegaban hasta los combatientes, como ráfagas huracanadas de entusiasmo, -los aplausos con que el público premiaba los ejercicios de Adriana -Carmezza. - -En momentos tales, Gluck el Inimitable, se revolvía con la agilidad y el -denuedo del jabalí que hace frente á la jauría. Unas veces se agachaba -prestamente para coger á su enemigo por la cintura y voltearle; ó se -recrecía para herir desde arriba, ó brincaba para evitar un golpe, -mientras su brazo, aquel brazo vengativo, negro y musculoso como el de -un cíclope, giraba infatigable, machacando cráneos. Enardecido hasta el -paroxismo por el furor de la pelea, Gluck el Inimitable valía por -ciento: según los casos, ciaba, se cubría, se retrepaba, defendiéndose ó -atacando, pero siempre incansable y terco, magullando á sus enemigos con -recios golpes, y exasperándoles y aturdiéndoles con denuestos. Cada -puñada, era un tiro; cada insulto, un salivazo. - -De pronto Alsini y Nemo coincidieron en sus ataques y Gluck vaciló: por -la nariz y por los oídos derramaba borbotones de sangre. En aquel -momento Alsini cogió un martillo; Nemo un puñal; Gluck un formón. - -Entonces la lucha fué breve: al primer choque Alsini rodó por tierra, -moribundo, y Nemo y Gluck quedaron solos, retándose con la mirada: - ---¡Sobra uno de los dos!--murmuraba el payaso;--¡uno, uno!... - ---¡Tú!--repuso Nemo. - -Y se acometieron: Gluck paró la cuchillada de su rival con el brazo; -Nemo la paró con el corazón, y cayó muerto. - -Horrorizado de sí mismo, Gluck el Inimitable, echó á correr; iba con los -ojos fuera de las órbitas, anhelante de fatiga, chorreando sangre, y -aquellos hilillos rojizos se coagulaban formando sobre su pecho y sus -hombros desnudos, extraños arabescos. Al llegar al corredor, todos los -artistas que por allí andaban retrocedieron espantados, mientras Gluck -les miraba estúpidamente, buscando un rostro que no hallaba. En aquel -momento reapareció Adriana, que volvía de la pista sonriente y cargada -de flores: Gluck, al verla, corrió hacia ella lanzando un grito de macho -vencedor. Adriana palideció hasta la lividez, y bajo la acróbata viril -que levantaba nueve arrobas con los dientes, reapareció la hembra, dulce -y tímida. - ---¡Sólo mía!...--exclamo Gluck;--¡más valiente que Nemo, más fuerte que -Alsini!... - -Y repitió varias veces: - ---¡Sólo mía!... - -Después, sujetando á Adriana fuertemente por las muñecas, murmuró con -ese acento de rencorosa satisfacción del hombre que puede vengarse -devolviendo ojo por ojo. - ---Ahora, dime; ¿sirvo?... - - - - -La herencia de un gran hombre - - -Ella le amaba mucho, locamente, con ese cariño sumiso, idolátrico, que -las mujeres sencillas profesan á los hombres de genio. - -El matrimonio fué para Luisa una negación de sí misma; Pablo la -empequeñecía y eclipsaba como el sol obscurece el brillo de los planetas -que de él reciben luz y calor: cuantas personas visitaban su casa -preguntaban por él... de ella nadie se acordaba: ella sólo era la mujer -del gran hombre, una cifra sin valor, una compañera fiel que, después de -introducir á los visitantes en el despacho de su marido, se retiraba -discretamente cerrando la puerta. Y, sin embargo, aquella negación, -aquel olvido, constituían, sus mayores orgullos, pareciéndola que su -infinitesimal pequeñez era lo que mejor acreditaba la pasmosa altitud y -endiosamiento del esposo. - -Tan idolátrico fué aquel amor, que Luisa nunca sintió su pobreza; pues -conviene advertir que su marido era muy pobre, con pobreza tan supina, -tan solemne, como su mismo genio. Pablo tenía humorismos de loco: á -veces el dinero que guardaba para gastos indispensables lo invertía en -comprar un cuadro ó cualquier otro objeto artístico, pero inútil; ó bien -regalaba á su mujer un traje de seda, sin acordarse de que no tenía -zapatos. Mas á pesar de estos desequilibrios que solían ponerles en -extremados aprietos, Luisa era feliz, con esa felicidad rotunda de los -espíritus cándidos. - -Así vivieron hasta que Pablo publicó un artículo violentísimo contra -cierto crítico que le había censurado rudamente: aquel artículo provocó -otros varios, y todos un desafío en el que Pablo recibió una estocada -mortal. - -Luisa, de pronto, se encontró viuda y sin otro cariño que el de un hijo -pequeño. La muerte de Pablo fué tan repentina que ni siquiera tuvo el -consuelo de poder llorarle; su pena no la arrancó ni un solo grito y sus -lágrimas corrieron por dentro mientras sus ojos permanecían tristes y -enjutos: fué un dolor mudo como el de los pajarillos á quienes el -vendaval dejó sin nido en la época mejor de sus amores. - -Al principio la joven fué lanzada en el torbellino de una existencia -febril que no daba espacio á la reflexión: en pocos días recibió -centenares de telegramas que había de contestar inmediatamente, y -hallóse solicitada y perseguida por individuos que acudían á darla el -pésame, y por periodistas que deseaban publicar el retrato y la -biografía del ilustre finado: los actores la hablaban del último drama -que estaban ensayando; los editores de la última novela: todos querían -algo, todos pedían algo... y Luisa les veía pasar creyendo que aquella -grave y ceremoniosa procesión de sombras enlutadas, no concluiría nunca. - -Esta solicitud, no obstante, fué disminuyendo, la casa del gran artista -iba sumiéndose en el silencio tétrico de las cosas olvidadas, y al fin -Luisa se encontró sola en un hogar pobrísimo cuya frialdad y desnudez no -había reparado hasta entonces. - -Así permaneció varios meses: por la mañana le enseñaba á leer á su hijo -en una novela de su padre, y leyendo aquellas páginas que ella vió -escribir, lloraba copiosamente; por las tardes permanecía brazo sobre -brazo, no sabiendo cómo emplearse ni qué hacer para conjurar la miseria. - -Ella había vivido tan ajena á toda suerte de negocios y Pablo dejó sus -asuntos tan embrollados, que la joven no pudo cobrar nada de los libros -ni de los dramas de su marido: los editores decían que ninguna de -aquellas obras estaba registrada y el abogado que se ofreció á poner en -claro todo aquel laberinto, empezó exigiendo algunos centenares de -pesetas para sufragio de los primeros gastos. - -Luisa, acobardada, renunció á todo y vendió algunos manuscritos de Pablo -para seguir viviendo; y entretanto, el prestigio del gran hombre muerto -menguaba mucho más de lo que Luisa creía. - -Llegó momento en que la pobre viuda, vendidos todos sus muebles y -empeñadas todas sus alhajas, cayó en una situación precaria. En la -cajita donde guardaba sus secretillos de esposa feliz, conservaba -todavía un artículo de Pablo: ¡el último artículo! - -Luisa dudó mucho antes de resolverse á vender aquel manojito de queridas -cuartillas: era un cuento muy bonito, muy tierno, que había leído muchas -veces. Pero era preciso decidirse y se decidió, constreñida por el -apremio brutal de la necesidad. - -Aquella misma noche, vestida con un modesto trajecillo negro y llevando -á su hijo de la mano, la viuda se encaminó á la redacción del periódico -que su marido dirigió algunos años y, durante el trayecto, pensaba en -aquellas cuartillas que oprimía nerviosamente contra su seno dolorido, -dándolas un romántico adiós, apasionado y mudo. Cuando subía las -escaleras de la redacción, un ordenanza le salió al encuentro. - ---¿El señor director?--preguntó Luisa. - -Está ocupado. - ---Dígale que la viuda de don Pablo de Tal..... desea verle. - -El ordenanza se fué y luego reapareció murmurando: - ---Pase usted. - -Luisa penetró en un despacho decorado con elegante sobriedad: la -sillería era de cuero, el piso estaba alfombrado y los huecos de las -ventanas disimulados por densos cortinajes de color obscuro. Ante una -mesa había un individuo que escribía febrilmente, con el pálido -semblante bañado en la penumbra melancólica de un quinqué con pantalla -verde. Al ver á Luisa, aquel caballero se levantó con afectada solicitud -y la ofreció una silla. Después hablaron un poco del ilustre muerto; los -ojos de Luisa se humedecieron; su interlocutor también pareció muy -conmovido; luego la invitó á que explicara el objeto de su visita... - ---Le traigo á usted un artículo. - ---¿Un artículo? - ---Sí, señor; de Pablo... - ---¿Para qué? - -Luisa se detuvo dolorosamente, sorprendida por la pregunta del que fué -antiguo compañero de su marido. - ---Por si lo quiere usted--repuso tras una breve pausa;--no puedo cobrar -nada de lo que empresarios y editores me deben, y ahora tengo -compromisos... - -Sus mejillas echaban fuego; no podía hablar. - ---¡Oh!... Comprendo; pero, ahora, un artículo de Pablo... no tiene -oportunidad... ¡Si hubiera sido cuando él murió!... - -Luisa rompió á llorar. - ---Tiene usted razón--murmuró;--pero éste es su último artículo, el -último... y yo no quería venderlo. - ---Vaya, no se aflija usted, aquello pasó... Siento que el periódico no -pueda pagar lo mucho que valdrán esas cuartillas; pero, en fin, ¿cuánto -quiere usted? - -Lo que ella deseaba era concluir pronto y escapar de allí; el precio ya -no la importaba. - ---¿Pondremos... cuarenta pesetas? - ---Bien, bien... - -Aquello era un suplicio inacabable; una especie de limosna que la -ofrecían bajo recibo... Después, mientras salía de la redacción, -escuchando el argentino tintineo de las monedas que llevaba en el -bolsillo, pensaba en la bancarrota suprema de todas sus ilusiones. ¿Qué -quedaba de los ruidosos triunfos de Pablo? De tantos aplausos, de tantas -brillantes polémicas, de tantos ensueños ambiciosos, ¿qué quedó?... Sus -amigos le habían olvidado; sus discípulos ya no le respetaban: era un -maestro enterrado, un ídolo caído... - ---¿Dónde fué aquel mundo de doradas quimeras?--pensaba Luisa;--¿qué -resta de todo aquel glorioso poderío que me deslumbró?... - -Y las monedas recién cobradas, tintineando en su faltriquera, parecían -responder: - ---«Cuarenta pesetas; la herencia de un gran hombre...» - - - - -A OBSCURAS - - -Mercedes, una amiga que ignoraba los lazos de cariño habidos, desde muy -antiguo, entre la hermosa cortesana y el célebre poeta, les presentó -mutuamente. - ---Don Pedro Equis... Antonia, mi mejor amiga. - -Ella y él se inclinaron ceremoniosos, aparentando no conocerse, -sintiendo que aquella inocente superchería les hermanaba en la penumbra -del disimulo. - -Sentáronse en el mismo sofá, cuidando inconscientemente de que sus -rodillas no tropezasen, distrayendo sus miradas con los cuadros de -alegres y pujantes colorines, las plantas y los disecados pajarillos que -adornaban las paredes y ángulos del saloncito. Mercedes dijo -jovialmente: - ---Pues, sí: aquí tienes á mi amigo don Pedro, el gran cantor de los -amores, cuyos versos no hay hombre, medianamente ilustrado que, en los -momentos de borrachera sentimental, no sepa repetir de memoria. - ---Así es. - ---Bien recuerdo--prosiguió Mercedes riendo por la franqueza de la mujer -que sabe tener la boca bonita--que cierto actor, conocido de todos, me -sedujo recitándome versos de nuestro poeta. - -...Y el poeta, escuchando la evocación de aquellas deliciosas locuras, -sonreía melancólico, reconociendo que la misión de los pobres artistas -que de nada disfrutan y que todo lo cantan, es triste como la de los -sacerdotes, obligados á bendecir los placeres de un amor vedado á ellos -eternamente. Mercedes, que salió un instante, volvió mostrando un -telegrama que acababan de traer y la forzaba á marchar á la calle. - ---Quedan ustedes en su casa--dijo;--empero no dudo sabrán ser juiciosos -y tratarse con respeto. - -Al verse solos, Antonia y el poeta volvieron los ojos al pasado. - ---¿Te acuerdas? - ---¡Cómo no!--repuso ella;--¿y quién pensara que íbamos á tropezamos -aquí, después de tanto tiempo?... - -Más de quince años fueron pasados desde entonces, y, en la neblina de la -distancia, el recuerdo de aquellos amores castos, nacidos en edad -demasiado temprana, pintaba un ramalazo de alegre y suave color. - ---¿He cambiado mucho?--preguntó él. - -Ella no hubiese querido disgustarle, pero la realidad se imponía con tal -fuerza, que su generoso sentimiento quedó vencido. - ---Bastante--murmuró. - -Aunque colocada en los linderos últimos de la segunda juventud, se -conservaba hermosa y por todo extremo fresca y deseable, habiendo pasado -la vida por ella como la brisa sobre las flores, sin marchitarla; para -él, en cambio, la exístencia fué huracán fortísimo que apagó la lumbre -de sus ojos y aró su frente y quebrantó los resortes de la ya -desgobernada voluntad. Y aquel desvalimiento lo revelaban el arco -desilusionado de sus labios y su mirada fría, como la de los viejos que -presenciaron la desaparición de todo lo amado. - ---Aquellos tiempos--exclamó Pedro cerrando los ojos para mejor rendir su -espíritu al dulce columpio del recuerdo,--forman en mi memoria una -acuarela de sencilla composición y regocijados tonos. - -Antonia suspiró. - ---A pesar de los años transcurridos--dijo,--no he podido olvidarte y, -siempre que leía tu nombre, el ayer renacía... - -Le contemplaba atentamente, doliéndose de hallarle tan viejo, tan caído, -tan feo... con su calvo cráneo limado por el insomnio, su semblante que -marchitó el hastío, sus labios cansados de besar y de mentir pasiones... - -Dos días después, en la misma casa, tornaron á verse; y tras aquel -encuentro vino una cita, y luego otra... Citas honestas de amigos, de -verdaderos amigos, que hallan, charlando juntos, sabroso pasatiempo. - ---¿Cómo estoy?--preguntaba ella. - ---Mejor que antes, más mujer, más hecha: diríase que los años te -perfeccionaron, trazando curvas, puliendo angulosidades, corrigiendo, en -fin, gallardamente, lo que la impaciente juventud dejó mal concluído. - -Mientras el poeta hablaba, la gentil cortesana se estremecía mordida por -un capricho; raro capricho que iba definiéndose, sojuzgando su ánimo -bajo una fuerza invasora incontestable. Sin saberlo, adoraba á Pedro; le -admiraba, hubiese querido pasar la vida pendiente de sus labios -elocuentes... y pertenecerle, para ahuyentar sus penas. - ---Su alma es hermosa--pensaba Antonia, exaltándose. - -Mas inmediatamente después, la voz implacable de su buen sentido, -respondía: - ---¡Pero es tan feo!... ¡Tan feo!... - -Y para escucharle, miraba al suelo, hallando grato aquel apartamiento de -la realidad desconsoladora. - -...Fué otra tarde en aquel mismo coquetón saloncillo. Pedro callaba, -considerando imposible la reconquista de su antigua amada, que -languidecía en el silencio; silencio augusto, cargado de recuerdos que -desbordaban su amor. Mercedes había salido. - ---¿Por qué ese mutismo?--preguntó Antonia. - ---¿Qué puedo decir?... ¡Estás tan lejos de mí! ¡Tan lejos!... - ---¡Oh!... No lo creas. Vivo muy cerca de ti, tan cerca como antes, acaso -más vecina que nunca... Porque mi espíritu, instruído por la -experiencia, comprende mejor los raros méritos del tuyo. ¡Háblame... -háblame! - ---¿De qué? - ---¡Ah, no sé!... No sabría decírtelo... Pero, habla... la corrección de -tu discurso y tu voz, que nubló la tristeza, aturden mi razón -dulcemente, como el vaho aromoso de los pebeteros. Sí, por lo más -santo... no me niegues el favor de escucharte. Háblame de amor... evoca -lo pretérito; jura, como sólo tú sabes hacerlo, que no me has olvidado -todavía... ¡Habla! - -Y él habló... friamente al principio, como viejo actor que representa; -después con fuego, sintiendo caldearse sus nervios bajo la viril -sacudida de su propia inspiración. - ---Antonia... ¿te acuerdas?... - -Hablaba cogiéndola las manos, envolviéndola en una mirada ardiente, -dejando que su aliento acariciase la frente de la amada. Y -reconociéndose elocuente, se entregaba contento á este juego de gestos y -de palabras, con la doble alegría del amante y del artista que espera -ser aplaudido. Y proseguía: - ---En vano intentas sustraerte á ti misma; me quieres, lo sé, me -consta... Si así no fuese, ¿á qué esa turbación? ¿A qué ese humillar la -cabeza y bajar los ojos?... Oyeme, soy yo... tu Pedro... quien te llama; -soy tu pasado, tu juventud primera, que vuelven conmigo. - -Ella balbuceaba, entregándose al hechizo de la ficción. - ---¡Pedro mío!... ¡Pedro!... - ---Antonia, mi Antonia... adorada de mi alma... ¿Es posible que después -de separación tan dilatada, volvamos á estar juntos?... Hace mucho -tiempo, juré amarte, y mi fe cumplió lo jurado sin que ni la distancia -ni los frívolos placeres mundanos quebrantasen el hierro fortísimo de mi -juramento. Te conocí siendo niña, nos amamos: yo entonces ganaba lo -suficiente para no morir, pero estudiaba sin desmayos, sabiendo que el -estudio y el trabajo son las únicas carabelas que pueden conducirnos -derechamente á las playas de la dicha, y en aquellas playas remotas tú -esperabas. - -Trastornada por el fuego de esta romántica peroración, la joven abrió -los ojos que hasta allí tuvo cerrados, queriendo gustar la contemplación -del hombre que tantas y tan lindas cosas decía, y no pudo; vió su frente -sombría que arrugaron los años, su boca triste, su tez marchita, su -cuerpo encorvado, sus ojos sin luz... ¡Y no pudo!... El beso se heló en -sus labios y volvió á cerrar los ojos. ¡Era tan feo!... - ---Lo pasado ha vuelto... ¡oh, Antonia!... No dejes que esta felicidad -torne al pasado otra vez. - -Ella, sintiendo que en la obscuridad su ilusión renacía, contestaba, sin -abrir los párpados, meciéndose nuevamente en la música de aquel -fingimiento adormecedor: - ---Pedro mío, yo te amo, pero mi historia, sembrada de errores, -imposibilita nuestra unión; yo soy una desgraciada; tú, en cambio, -puedes ser feliz aún. - ---¡Yo! ¡Yo dichoso!... ¿Sin tí?... Nunca. Ahora mi nombre llena tu -memoria y esa convicción, acaso presuntuosa, me consuela. Pero más -adelante, cuando nos separemos, cuando no te vea, cuando la casualidad -que acaba de unirnos no exista... y mi recuerdo vaya empequeñeciéndose -en tu espíritu con el tiempo, como la imagen de todo lo que pasa, de -todo lo que huye... Entonces, ¿quién se acordará de mí... del -vencido?... - ---Me sofocas como sofocan las pesadillas. - -Contestó sin abrir los ojos, pareciéndola que en aquella obscuridad la -voz cariñosa del poeta venía de muy lejos. Pedro prosiguió: - ---Es el ayer, que te ahoga. Tú pasarás también, Antonia, y tu ocaso será -muy triste... - ---¡Sigue, sigue!... - ---Será muy triste; y entonces, ¿quién te amparará? ¿Quién podrá -consolarte del bien perdido?... Mientras que, viviendo juntos, no -padecerías el tormento de la soledad, y tus últimos años serían dulces y -tibios como los crepúsculos estivales... - -Hubo otra pausa. Antonia, con la cabeza caída hacia atrás y los hermosos -ojos cerrados, preguntó: - ---¿Quieres apagar la luz? - ---¿Para qué?...--repuso el poeta. - -Y sin sospechar la triste razón que justificaba el capricho de su amiga, -dijo: - ---Estamos mejor así. - -Luego continuó: - ---Nos veo viejecitos, examinando juntos y sin pena el panorama de lo -vivido, confortando con mi aliento tus manos trémulas, espantando con -mis besos los pesares de tu vieja frente... ¡Antonia, mi Antonia!... - -La emoción ahogó la voz de su garganta. Ella murmuró: - ---Apaga la luz. - ---No... necesito verte... déjame... - ---Pedro... - ---¡Eres tan hermosa!... Ven, más cerca, así... tus manos en mis manos... -nuestros pechos muy juntos, más... - ---¡Oh, adorado mío!... ¡Qué dulzura, qué persuación la de tus -palabras!... - -Iba á abrir los párpados, pero recordó con miedo las trazas lamentables -de su amador, y volvió á cerrarlos. - ---Antonia--el poeta repetía,--¿me quieres? - -Como eco de la callada habitación, la joven contestó: - ---Mucho. - ---¿Con toda tu alma? - ---Sí... con toda mi alma. - ---¡Oh, placer!... Dilo, dilo otra vez para consuelo mio... ¡Repítelo muy -alto!... - ---Te quiero... te quiero... ¡Y nada me consolará de los años que viví -sin amarte! - -Otra vez sus ojos se abrian, poseídos del ansia de mirar, pero se -contuvo. Pedro, murmuraba: - ---Ven... - -Ella sintió sobre la fresa de sus labios, los labios calenturientos del -poeta, y su aliento, cálido como el jadeo de las fieras. Entonces se -levantó y sin entreabrir los cerrados párpados, se dirigió á tientas -hacia la mesa y apagó el quinqué; la habitación quedó á obscuras, en las -tinieblas los objetos perdieron su forma; el hechizo de la conversación -estaba salvado. - ---¿Qué haces?--preguntó Pedro sorprendido. - -Ella repuso: - ---Acercarme á tí... - - - - -LA OCASIÓN - -(Cuento representable) - -ESCENA PRIMERA - - -(=Gabinete bien amueblado, con diván, marquesitas, etc. Al fondo, la -puerta del dormitorio. A la izquierda del actor, otra puerta. A la -derecha, una ventana. Es de noche.=) - - -CASTA.--(=En traje de calle y asomando la cabeza por la puerta de la -izquierda, que estará entornada=). ¡Granuja, granuja!... ¡Poca -vergüenza!... (=Pausa, como si alguien contestase á sus palabras desde -dentro.=) ¿Qué dices? (=Pausa.=) ¡Me tiene sin cuidado! (=Gritando furiosa.=) -Puedes venir cuando gustes, ó no venir... me es indiferente. Si quieres, -pasa la noche donde pasaste la de ayer, y la otra... ¡y la otra!... -(=Cerrando la puerta, como temiendo que su amenaza llegue á oídos del -esposo, que se va.=) Pero no te admires, si, en llegando _la ocasión_... -hago lo que tenga por conveniente. Eso es, ni más ni menos: lo que me dé -la gana, mi real gana; aquello que ordene mi gusto... (=se quita el -sombrero y va y vuelve por el escenario, dando señales de agitación y -despecho vivisimos.)= ¡Linda conducta la de mi esposo!... Está cincuenta -y tantas horas sin venir por aquí, metido... ¡sabe Dios dónde!... Y hoy -reaparece, después de almorzar, con las manos y los dientes muy limpios -y su cara de Pascua, repitiéndome la viejísima historia del amigo que, -saliendo del teatro, enfermó repentinamente, y á quien fué necesario -subir á un coche, llevarle á su casa, meterle entre colchas, darle -tisanas... etcétera. Yo fingí dar crédito á todo aquel hilvanamiento de -burdas mentiras, y repuse:--Bueno, ¿quieres llevarme esta noche al -teatro?--¿Por qué no?--dijo. Mi señor marido es un caballero que no -tiene palabra mala ni hecho bueno. Como le conozco, insistí.--Conque, -¿me llevarás?--Sí, mujer.--¿De verdad?--De verdad.--¿No vendrás á última -hora con alguna de las tuyas?... ¡Cómo se puso el muy hipócrita! ¡Qué -protestas, qué extremos de cariño!... Era preciso creerle. Total: me -dejó convencida y se marchó. ¡Es que las mujeres nacimos tontas!... -(=Pausa.=) Por eso, mucho antes de cenar ya estaba yo vestida. Y dan las -siete de la tarde, y las ocho... ¡y Mariano sin venir! (=Pausa.=) Cené -sola, con el alma dada á todos los diablos, comprendiendo que, al fin, -me quedaría compuesta y en casa. ¡Así fué!... A los postres reapareció -mi señor; volvía para buscar dinero y decirme que tenía un asunto -urgente... un negocio de minas... ¡No quiero recordarlo! (=Furiosa.=) -¡Pillo, granujón!... ¡Si supiera que otros adoran lo que él -desprecia!... Su amigo Ricardo, por ejemplo, me corteja desde que empezó -el verano: ¡y es tan dulce, tan insinuante, tan delicado... tan -guapo!... (=Suena un timbre.=) ¡Cómo! ¿Gente á estas horas? (=Pausa.=) -¿Quién será?... - - -ESCENA II - -CASTA, LUEGO SUSANA - - -SUSANA.--(=Desde fuera.=) ¿Se puede? - -CASTA.--Adelante. - -S.--¿Cómo?... ¿Estás sola? - -C.--Sí. - -S.--¡Yo que no me atrevía á entrar, temiendo hallarte!... - -C.--¿Dónde? - -S.--En brazos del esposo. - -C.--No me hables de Mariano. - -S.--¿Está en casa? - -C.--No. - -S.--¡Me alegro! ¿Cuándo vendrá? - -C.--Ni el diablo lo sabe. Mañana... pasado... ¡Ni me importa!... - -S.--Mejor. Entonces... - -C.--¿Qué? - -S.--Vente conmigo. - -C.--¡Chiquilla! - -S.--Vente. - -C.--¿Dónde? - -S.--A la Bombilla. - -C.--¡A la Bombilla! (=Horrorizada.=) - -S.--Sí. - -C.--¿Solas? - -S.--¡Quiá! - -C.--¿Con quién? - -S.--Con mi amigo; ya le conoces... Federico... - -C.--¿Estás loca? - -S.--Sí, loca; loca y borracha, ¡pero no de vino, sino de alegría, de -ilusión, de juventud!... - -C.--¿Y tu marido? - -S.--En Puente-Viesco, desde ayer, curándose el reúma. Vamos, ¿qué -piensas?... Federico aguarda en la esquina. - -C.--Imposible, no voy. - -S.--¿Por qué? ¿Quién iba á enterarse? - -C.--(=Pensativa y dudosa.=) Nadie... - -S.--Entonces.... - -O.--Dudo, tengo miedo. - -S.--¿A quién? - -C.--No sé. - -S.--¿No estás vestida? - -C.--Sí. - -S.--Pues, necia... sígueme. ¿A qué esperas? - -C.--Sin embargo... - -S.--¿Qué? - -C.--¡Bonito papel representaría yo en vuestro dúo de amor! - -S.--¡Psch!... Regular... (=Ríe.=) - -C.--Si yo tuviese... - -S.--¿Un amigo? - -C.--Eso es... - -S.--¡Naturalmente; un amigo! ¡Lo que tantas veces te aconsejé que debes -procurarte!... Porque, mira: con los hombres debe hacerse lo que con los -trajes: hay uno nuevo, para salir de día, ir al teatro, exhibirse en -público... este es el marido. El amante es el traje modesto conque -salimos de noche, por calles solitarias... ó al campo, para tendernos -libremente sobre la hierba..! - -C.--(=pensativa.=) ¡Si Ricardito supiera!... - -S.--(=con gran interés.=) Oye, á propósito: ¿qué hay de eso? - -C.--Nada nuevo. - -S.--¿Te escribe? - -C.--Todos los días... y me sigue... y no me deja á sol ni á sombra. - -S.-¿Y tú? - -C.--Desdeñándole. - -S.--¿Y tu marido? - -C.--Como los maridos de Bocaccio: en la higuera. - -S.--¡Pobre Ricardo! - -C.--Si leyeses su última carta... - -S.--(=Con alegría.=) ¡A ver, á ver!... - -C.--(=Sacando un papel del seno.=) Lee; me llama su cielo... - -S.--(=leyendo, pero sin coger la carta.=) Y... su vida... Y te pide una -cita... - -C.--Sí. - -S.--¡Pobrecillo! - -C.--Mira, cómo se despide: «Te beso en los labios...» - -S.--(=Leyendo.=) «En la nuca...» - -C.--(=Leyendo.=) «Donde tú quieras..» - -S.--¡Excelente muchacho! - -C.--¿Te parece? - -S.--Yo le protegeré. - -=Pausa. Las dos interlocutores meditan.= - -S.--Conque, ¿vienes? - -C.--No me atrevo. - -S.--Cobarde. - -C.--No, no soy cobarde... pero, reconoce que la caída de las mujeres -depende, más que del deseo... - -S.--Sí, de la ocasión. - -C.--Tú lo digiste. - -S.--Del cuarto de hora... - -C.--Y esa ocasión, ese cuarto de hora, faltan... faltando Ricardo. - -S.--(=Resignándose.=) Bien; entonces, adiós, no quiero perder más tiempo. - -C.--(=Besándola.=) Adiós, que seas muy feliz. - -S.--Lo seré; no lo dudes. - -C.--Yo en cambio... - -S.--Encerrada y sola... y condenada á marido perpetuo. Adiós, feísima, -adiós... (=Váse: Casta la acompaña. La escena queda un instante sola.=) - - -ESCENA III - -CASTA - -(=Cerrando la puerta con llave.=) - - -Cuando la ocasión no llega todo falta. Mi esposo me abandona, mi amiga -se marcha también tras su alegría... ¡Bueno va!... Me acostaré; ¿qué -remedio? (=Empieza á desnudarse poco á poco y hasta donde las buenas -costumbres consientan.=) Hace calor, el ambiente perfumado de este -gabinete es asfixiante... asfixiante como un abrazo muy estrecho. ¡Uf, -me ahogo!... Todo me habla de amor: el silencio... los muebles... el -lecho mullido donde dormiré sola... Abriré la ventana (=Pausa.=) ¡Oh, qué -noche tan hermosa! ¡Cuánta paz en la tierra! En los cielos... ¡cuánta -electricidad y cuánta luz!... Desfallezco; algo misterioso me besa sobre -los labios. (=Asomándose á la ventana.=) ¿Qué es eso?... Una orquesta -ambulante; ¡sólo faltaba la música para concluir de trastornarme!... -(=Dentro algunos violines ejecutan un vals.=) ¡Ah, ese vals!... (=En -éxtasis.=) Lo he bailado tantas veces siendo soltera, cuando era -inocente... cuando soñaba... Me veo girando por los salones, la cabeza -caída hacia atrás y sintiendo sobre los riñones la presión de un brazo -enamorado... ¡Oh, aquellos tiempos! (=Continúa desnudándose.=) La música, -llamando á mis recuerdos, trastorna mi espíritu; el calor muerde mis -nervios y mi carne. ¡Amado!... ¿Dónde está?... ¡Estas noches húmedas de -Septiembre roban al cielo tantas vírgenes!... (=Pausa.=) Hace pocos -momentos decía que faltaba la ocasión y, no obstante, el cuarto de hora -de los supremos vencimientos, está aquí; la hora azul del pecado, es -ésta. (=Pausa. Cesa la música. Luego suena un timbre; llaman á la puerta. -Casta despertando de su embelesamiento.=) ¿Quién va? ¿Quién es?... - -Voz.--(=Desde fuera.=) Abra usted, señora. - -C.--(=Aterrada.=) ¡Voy!... (=Aparte.=) ¿Qué es esto?... ¡Voy!... (_Siempre -aparte._) ¿Qué pasa por mí?... ¡Voy, voy!... - -(=Se viste apresuradamente una bata y abre.=) - - -ESCENA IV - -CASTA Y SU DONCELLA - - -DONCELLA.--El señorito Ricardo... está ahí. - -CASTA.--¡Ricardo! (=Retrocede asustada.=) - -D.--Sí. - -C.--¿Cómo? - -D.--Quiere hablar con usted. - -C.--¡A estas horas! - -D.--Los hombres enamorados son terribles, está loco por usted... y como -yo le dije que el señor no vendría hasta mañana... (=Ríe mirando al -público.=) - -C.--¡Ah, está bien!... Te vendiste al ladrón... - -D.--(=Humilde.=) Señora... - -C.--Desde este momento quedas despedida. - -D.--(=Sonriendo.=) Creo que la señora cambiará de opinión hablando con el -señorito Ricardo. - -C.--¡Miserable! (=Exaltándose.=) - -D.--Lo dije sin intención... (=Humilde y burlona.=) - -C.--(=Cayendo desfallecida sobre el diván.=) ¡Todo se conjura contra -mí!... El desprecio de mi marido, los consejos de Susana... mi -desnudez... la música, el calor húmedo de esta noche diabólica... - -D.--El señorito Ricardo espera. - -C.--¡Ay de mí!... ¿Qué me sucede?... ¿Qué siento? - -D.--¿Qué le digo? - -C.--El destino le trae y yo no puedo luchar contra lo invencible. - -D.--¿Señora? - -C.--Aguarda. (=Pausa.=) - -D.--Es que... - -C.--¡Un momento!... (=Suplicante.=) - -D.--(_Mirando hacia la puerta._) ¿El señorito Ricardo...? - -C.--Espera... - -D.--¿Qué le digo? (=Apremiante.=) - -(=Pausa.=) - -C.--(=Como desvanecida.=) Me muero... - -D.--¿Qué le digo? - -(=Pausa.=) - -C.--(=Suspirando.=) Que pase... - -TELÓN - - - - -LA HIJA DEL SOL - - -Lo mismo la alborotada juventud, tan fácil á la hipérbole, como las -envidiosas mujeres, inclinadas á discutir y morder el ajeno mérito, -coincidían en proclamar á Carmen, la gitana, como el tipo femenino más -perfecto de la pujante flamenquería sevillana. - -Carmen nació en el campo: era hija de segadores y su madre la dió á luz -una tarde de Agosto, tumbada entre los altos trigales, bajo el ancho -espacio azul, abrasador y deslumbrador como la entrada de una fragua: de -pronto resonó en los ámbitos de la planicie adormecida por el bochorno -de la siesta, un grito, el grito selvático que lanzan las hembras cuando -el último desgarro las convierte en madres; y nació Carmen... El viento -de aquella tarde, un viento cálido como un bostezo del desierto, agitó -los negros cabellos de la niña y la luz que caía á raudales tostó sus -mejillas y su frente... Desde entonces, á Carmen la llamaron la _Hija -del Sol_. - -Todo en ella, efectivamente, concurría á mantener la exactitud y -legitimidad de aquel apodo: su talle esbelto y ágil, su cuello grueso, -su tez cobriza, su cabeza algo grande, su boca de carnosos y encendidos -labios, amargados por el gesto, casi doloroso, de sed, que contrae la -boca insaciable de los libertinos; y luego su carácter... su carácter -reconcentrado, á veces sumiso, con sumisiones de esclava, indomable y -fiero á ratos, pero siempre taciturno y perezoso, de mujer oriental; -mujeres supersticiosas y ardientes que adoran al Sol. - -Carmen profesaba al astro magnífico un culto idolátrico, casi sensual, -de fetiquista. En la germinación y desarrollo de esta pasión debió de -influir, amén de su idiosincrasia andaluza, la novela de su nacimiento, -aquel nacer pintoresco, consumado durante las abrasadas horas de una -tarde estival, en medio de la vasta planicie, convertida, bajo los rayos -del sol, en inmensa charca de fuego y de luz... Las primeras sombras -crepusculares ponían en su ánimo nostalgia y miedo inexplicables: se -acostaba temprano para no ver la luna, la eterna muerta, tan triste, tan -pálida, velando con su resplandor frío el reposo inquietante de las -tumbas y de las ruinas; y madrugaba con el sol, que iba á sorprenderla -en su lecho, espantando sus malos ensueños, derramando por sus venas una -briosa corriente de vida. Los días de verano iba con sus padres á la -siega, y allí, echada al pie de un árbol ó á la sombra de un bardal, -abismaba sus ojos en el paisaje. Los pajarillos habían enmudecido, las -cigarras, borrachas de calor, callaban bajo el rastrojo; la atmósfera -ardía, el suelo exhalaba por sus poros un vaho abrasador, irrespirable, -las golondrinas que intentaron atravesar volando la planicie, cayeron -asfixiadas; en los confines del horizonte, tierra y cielo, borrados en -la misma catarata luminosa, simulaban un incendio con oleadas de oro y -nubes de púrpura; perdidos entre el trigo, con las recias espaldas y las -frentes cubiertos de sudor, los segadores, estimulados por el orgulloso -prurito de no quedarse retrasados en la faena, trabajaban sin descanso. - -Carmen, sumida en un emperezamiento invencible, miraba al cielo, -cegándose bajo aquella intensísima reverberación solar. El mismo sol, -que tanto excitaba con sus ardores la carne de la virgen gitana, -reprimía con su luz la explosión de sus pasiones: Carmen, que sentía en -la obscuridad los vergonzosos bostezos del pecado, hubiera tenido -empacho de desnudarse ante una ventana abierta: el sol, brillando -majestuoso en el cenit de los espacios, represaba sus malos deseos y -fortalecía su voluntad y su virtud, y á él volvía los entornados ojos en -las horas azules de dulce y peligroso quebranto, como las vírgenes -frágiles, al ir á perderse, miran el retrato de su padre colgado á la -cabecera del lecho fatal, como pidiéndole ayuda ó perdón. ¡No, ella no -sería mala, mientras hubiese Sol!... - - * * * * * - -Antoñico el gitano, un mercader de potros que gozaba de gran fortuna y -prestigio en las ferias de Sevilla y Mairena, había puesto estrecho -cerco á la virtud de Carmen; persiguiéndola en la iglesia los domingos -por la mañana, durante la misa; por las noches, rondando su reja, al pie -de la cual su musa triste de amador desdeñado entonaba sentidos -cantares; y en la siega, sentándose junto á Carmen, que le oía -distraída, mirando á los segadores cuyas cabezas oscilaban entre las -doradas mieses como puntos negros. - -Según el mozo extremaba sus agasajos, la joven fortalecía su -resistencia, y hubo entre ambos disputas y luchas terribles, de las -cuales la virtud de Carmen libró incólume. El, porfiaba, sin darse por -vencido. - ---¿Por qué me desprecias?--decía. - ---Déjame--replicaba Carmen,--me aburres y te cansas en vano. Yo no puedo -amarte; había de querer... ¡y no podría!... Hay algo en mí que te -rechaza, que no transige contigo, aunque fueses el mejor de los -hombres... Una especie de hipo, que te echa fuera de mi alma... - -El, herido en su pasión y en su orgullo, replicaba: - ---Tú caerás. Esto, al fin, ha de ser como yo quiera... - -Ella, segura de si misma, reía provocándole al combate. ¿Para qué -temerle?... De noche, la defendían los mismos hierros de su reja; de -día, la guardaba su padre, el Sol... - -Una tarde, Carmen y Antonio se encontraron en uno de los callejones más -solitarios y excéntricos del barrio, delante de una tiendecilla de -vinos. - ---Oye--dijo él,--¿aceptas una cañita de manzanilla? - ---No--repuso ella,--déjame en paz. - -Entonces él la cogió por los sobacos y en volandas la metió en la -taberna y luego en una habitación interior, donde un lecho, con -sobrecama roja, parecía esperar... El ambiente del dormitorio era frío; -las paredes, resquebrajadas por la humedad, ofrecían grandes manchas -verduzcas; por la ventana penetraban los últimos reflejos crepusculares. - ---Ya estamos solos--exclamó Antonio cerrando la puerta;--¡por fin!... - -En sus labios vagaba la risa petulante y procaz de los triunfadores; su -manos ardían; sus ojos voraces de gitano llameaban en la sombra... -Carmen no supo defenderse; un frío mortal helaba su sangre; no podía -respirar; la obscuridad de aquel cuarto siniestro gravitaba sobre sus -párpados obligándola á cerrarlos; sus brazos permanecieron inactivos, -sus piernas flaquearon y echó la cabeza hacia atrás, entregando su -garganta al deseo... Fué una caída inconsciente en cuyo lamentable -desenlace la noche ejerció poderosa y decisiva tercería. - -De aquella casa salió Carmen como de un letargo, y cuando más tarde supo -que iba á ser madre, se rindió á su suerte, aceptando al hombre que -hasta allí nunca había logrado poseerla pacíficamente, sino por sorpresa -y á zarpazos, como se aman las fieras. Obligada á vivir en un cuarto -interior con su hija y sin otro recreo que el cuidado de las flores que -adornaban los hierros de su ventana, la joven tornóse más huraña, más -triste, según el odio hacia su amante aumentaba. Aquel hombre se lo -había quitado todo: el cariño de sus padres, la estimación de sí misma, -su belleza sin mácula, su libertad; y además la había robado el Sol, -aquel dios resplandeciente que abrasaba su sangre y anegaba sus pupilas -en luz, enseñándola el culto á la Naturaleza y á la vida... Pensando en -esto y comparando su salvaje independencia de antaño con su monótona -existencia actual, Carmen, la gitana, lloraba hilo á hilo lágrimas -ardientes que agrandaron sus ojos. ¡Sí, odiaba á Antonio, funesto para -ella como la sombra del manzanillo; y le aborrecía con ese -aborrecimiento intenso que no retrocede ante el crimen!... - - * * * * * - -Fué otra tarde: una tarde de Agosto. - -Carmen y Antonio habían merendado en el campo; su hija les acompañaba. -El almuerzo fué alegre; los tres comieron mucho y bebieron copiosamente; -luego Antonio, mareado por los vapores de la digestión y del vino, -tumbóse en el suelo y con la cabesa apoyada sobre el regazo de la joven -se quedó dormido. Carmen, inmóvil, contemplaba el horizonte con ojos -pensativos: el aire quemaba, la tierra ardía, del cielo azul caían sobre -los campos oleadas mareantes de fuego; á un lado aparecían altos -ribazos coronados de chumberas, luego una carretera que se alejaba -blanqueando como un reguero de ceniza, y más allá planicies inacabables -sembradas de trigo, con sus gavillas de segadores que avanzaban -desplegados en ala, cual náufragos perdidos en un lago de oro líquido... -En medio del campo, dominada por el silencio augusto de la siesta y -mordida por los besos ardientes del Sol, Carmen sentía renacer sus -orgullosas energías de antaño; su sangre hervía, crispando sus dedos, y -una borrachera extraña, borrachera orientalesca de calor y de luz, -turbaba su cerebro. Instintivamente miró á Antonio, el hombre que la -había arrebatado tanto bien y que yacía dormido sobre sus rodillas, á -merced suya, y sus miradas repararon con criminal ensañamiento en su -cuello grueso y sanguíneo, de violador. - -Aquello pasó y Carmen tornó á fijarse en los pintorescos ribazos ceñidos -de chumberas siempre verdes, y en los campos de trigo, con sus gavillas -de segadores... Pero la tentación homicida volvía, cada vez más terrible -y pujante... Antonio roncaba tranquilo; el calor había congestionado sus -mejillas; bajo la piel se acentuaban las venas repletas de sangre... -¡Oh, aquel hombre las había causado, á ella y á su hija, un daño -infinito!... ¡Por él estaban así, alejadas del mundo, sin cariño de -madre, sin blanduras de abuela, condenadas á vivir perpetuamente en la -sombra... Y Carmen pensó que la muerte de Antonio sería la felicidad -recobrada, la liberación definitiva... - -Un último sacudimiento de su conciencia la obligó á levantar los ojos; -en aquel momento sus pupilas, nidal de malos pensamientos, parecían más -negras, más duras... Carmen prosiguió acariciando el cuello de su amante -con una mirada fría y sutil como el filo de una daga. Era imposible -resistir la implacable tentación. A la borrachera del vino se aunaba la -del sol... Y el sol hablaba, empujándola al crimen. - -«¡Mátale!...--decía;--él te robó cuanto de más hermoso tenías, -regalándote, á cambio de tu sacrificio, una hija que habrá de -avergonzarse de ti eternamente. ¡Mátale antes de que despierte y te -vuelva á su cárcel! Recuerda aquella habitación obscura que jamás -mereció el beneficio de mis rayos; aquellas paredes que agrietó la -humedad, aquel lecho donde tiritas de frío... ¡Mata! Sé fuerte como yo, -inspirador de todos los heroísmos, afrodisíaco despertador de todas las -voluptuosidades, anda, no vaciles; sigue los consejos de tu padre el -Sol... ¡Mata á ese hombre!...» - -Carmen, estremeciéndose, miró á su alrededor: no había nadie; la -soledad, encubridora de los grandes crímenes, también la empujaba. ¿Por -qué no recobrar su hermosa libertad perdida?... A veces, una vena que se -corta es una cadena que se quiebra... - -Por entre la faja de Antonio asomaba tentador el mango de un cuchillo. -Carmen quiso apartar de él los ojos, y ya no pudo; miraba, alargando el -cuello, y su mano derecha se crispaba, calculando la violencia del -golpe... - -En aquel instante la niña, como instrumento elegido por el Destino para -precipitar la venganza de la madre, cogió el mango del cuchillo y la -hoja salió de la vaina, con relampagueo deslumbrador. Aquel zig-zag -trágico, arrancado al acero por el sol, cegó á Carmen, y el gitano rodó -por el suelo, pasando sin estremecimiento de un sueño á otro. Quedó -tumbado boca arriba, mirando al Sol que le había matado. La tierra, -sedienta, empapó su sangre... - - - - -IDOLOS CAIDOS - - -Era de noche. Nos hallábamos en una espaciosa habitación, con los altos -techos envigados según antigua costumbre provinciana, las ventanas -huérfanas de visillos, cortinajes y demás vistosos paramentos del buen -tono, y las paredes sin otro adorno que algunos clavos de donde pendían -varias viejas prendas de vestir con esa gravedad soñolienta de las cosas -inertes. - -Mi amigo estaba acostado en una cama, yo en otra, y ambos conversábamos -pausadamente esperando la sorpresa del sueño. Sobre un taburete -chisporroteaba la mortecina luz de una lamparilla de aceite; toda la -casa yacía en el silencio solemne que envuelve á los pueblos pequeños, y -únicamente revoltijeando en el ámbito del dormitorio vibraba el pertinaz -y amenazador zumbido de algunos mosquitos hambrientos. - ---Pues, mañana--dijo Joaquín,--antes de que el sol caliente, iremos á -_El Robledal_, que es de los mejores y más pintorescos cortijos que -posee mi cuñado por estas cercanías: luego visitaremos la iglesia, que -tiene una capillita gótica muy notable; y si estamos de humor y la -tarde da de sí para tanto, subiremos á Peña-Ramiro, cerro elevadísimo -desde cuya cumbre se abarca un grandioso panorama: al fondo del valle, -el pueblecito, con su centenar de casitas blancas parecidas á un rebaño -de ovejas; después el riachuelo de Guadelzar, en cuyo cauce blanquea un -chorrito de plata líquida, semejante al hilillo baboso que hubiera -dejado al pasar por allí un caracol gigantesco; y más allá, en los -brumosos confines del paisaje, un largo rosario de montañas, enderezando -al cielo sus panzas ciclópeas coronadas de nieve... - ---¿Y después, por la noche? - ---Por la noche--repuso,--iremos á casa de Higinio, un muchacho -comerciante que puntea la guitarra y con quien suelen reunirse algunas -mozas vecinas y tres ó cuatro de los chicos más galanes y mejor -templados del pueblo. - -Añadió interrumpiéndose para requerir la almohada y colocarse mejor: - ---¡Hombre!... A quien deseo presentarte es al tío Baltasar, el tipo más -notable de la provincia. Es un viejo muy corrido que en sus mocedades -fué pendenciero temible y sempiterno y afortunado cortejador de -doncellas; un don Juan rural, caballeresco y galán á su modo. Nació aquí -y de estos contornos nunca salió si no fué para el presidio de -Cartagena, á donde le llevaron por dar muerte á un marido que quiso -meterse á «médico de su honra»... - -Joaquín, vencido por el sueño, articulaba lenta y trabajosamente; yo, -empezanado por aquel inseguro balbuceo, cerré los ojos. Luego exclamé -haciendo esfuerzos para no dormirme: - ---¡Es raro que ese Baltasar haya llegado á viejo! - ---¿Por qué? - ---Porque... lo que el adagio enseña: el buen vino y los hombres guapos, -duran poco... - -Pronunciábamos las palabras lentamente y separando unas sílabas de -otras: era una conversación lánguida, incoherente, como un diálogo de -sonámbulos. - ---Pues, por esta vez, falló el refrán... porque Baltasar fué de los -majos que tosió más fuerte entre los barateros de mejor resuello. Una -noche, y esta anécdota te servirá para conocer la calidad y buen temple -de su ánimo... detuvo él solo, trabuco en mano y por apuesta, á la -diligencia de Almería. - -No dijo más, ó si continuó yo no le oí, rindiéndome al sopor que me -infundieron la tarda exposición de aquellos romancescos disparates y el -rítmico sonsonete de los mosquitos volanderos. - - * * * * * - -Al día siguiente me levanté tarde; y como Joaquín se hubiese marchado de -jira con varios amigos y yo no tuviera otro asunto de más bulto y -provecho en qué emplearme, salí á dar un paseo por el pueblo. - -En un villorrio tan incivil y menguado como aquel, la presencia de un -forastero es motivo poderoso de curiosidad y de fisgoneo; por todas -partes veía chiquillos que se quedaban embelesados y boquiabiertos -mirándome pasar, cual si yo fuese un ente raro oriundo de lejanos -planetas, y ojos femeninos que me avizoraban por entre las hendiduras de -las persianas; y tanto llegó á molestarme aquella impolítica curiosidad, -y tan feo me pareció el lugar con sus retorcidos callejones -desempedrados y su pobrísimo caserío, que renuncié al paseo. Di, pues, -media vuelta, y aventurándome por un angosto pasadizo abierto entre los -bardales de dos huertas, anduve un buen trecho y llegué á la plaza: -triste, polvorienta, rodeada de casuchas irregulares, con la iglesia á -un lado y una fuentecilla á la que prestaban sombra escasa algunos -arbolillos. Permanecí inmóvil largo rato, examinando el aspecto de aquel -paraje que reconcentraba las vidas comercial, religiosa y hasta elegante -de la población, puesto que allí concurrían á coquetear por las tardes -los muchachos y mocitas casaderas. - -Eran las doce; el sol caía perpendicularmente, y aquellos torrentes de -luz cenital, sumados á la intensa reverberación del suelo, producían una -especie de peplo luminoso que esfumaba el contorno de los objetos; un -remusgo cálido agitaba los toldos multicolores extendidos sobre la -puerta de algunas tiendas, y la torre de la iglesia, altiva y robusta -como el torreón aspillerado de un castillo medioeval, proyectaba sobre -el suelo polvoriento una sombra gigante. Sentado en un poyo junto á la -fuentecilla, había un viejo, al cual gritaban y silbaban hasta una -docena de deslenguados arrapiezos. - ---¡Que baile el tío Baltasar!--gritaban aquellos indígenas. - ---¡No!, que no baile...--decían otros,--es mejor que cante... - -Y entonces todos empezaron á pedir rítmicamente y con cierta cadencia: - ---¡Que cante el tío Baltasar, que cante, que cante!... - -Algunos individuos, sentados en el suelo y á la hila de las paredes, -atisbaban la escena sonriendo; el tío Baltasar, por su parte, únicamente -amenazaba á los chicuelos más atrevidos que se le acercaban demasiado y -con la poca caritativa intención de colgarle algún ahimelollevas. -Sofocado por el calor y deseando ver la capillita gótica de que Joaquín -me había hablado, crucé la plaza en derechura á la iglesia. Al pasar -junto á la fuentecilla, molestado por el griterío de los chicos, no pude -abstenerme de espantarles á voces y de repartir varios pescozones entre -los más indómitos. - ---¡Déjeles usted estar, señorito, pues no me incomodan!--exclamó el -viejo. - -Volvíme para mirar á quien tan mal agradecía mi protección y ayuda, y -era un hombre setentón, con grandes patillas cortadas según la usanza de -la clásica flamenquería y majeza andaluzas: los ojos nobles y fieros, la -boca desdeñosa, la nariz aguileña y enérgica, el busto de complexión -elegante y recia... y comprendí hallarme delante del célebre Baltasar, -de quien tantas lindezas refería mi amigo. - ---Celebro conocerle dije entonces;--aunque recién llegado aquí, ya me -han dicho mucho bien de usted. Si la fama no miente, usted fué, allá en -sus mocedades, un buen gallo... - ---Hombre... sí, señor--repuso con esa modesta mansedumbre de los héroes -encanecidos;--cuando lleva uno en las venas mucha sangre y muy caliente, -comete muchas tonterías. - ---¿Y ahora? - ---¿Ahora?... ¿Qué quiere usted que haga, más que tomar el sol ó la -sombra, según la estación? - -Los chicos se habían retirado y nos contemplaban desde lejos. Baltasar y -yo continuamos charlando, cautivándome él por sus espontáneas -caballerosidad y bizarría. - ---Ogaño estoy mandado retirar por inútil--decía;--pues los gallos sin -pico ni espolones no sirven para el reñidero ni para el corral... Pero -antes... ¡ja, ja!... antes no hubo en toda la provincia otro majo que -cantase más alto que yo... - -Según hablaba, los recuerdos iban exaltando las energías de su espíritu -y tenía frases y gestos autoritarios que recordaban sus ya lejanos -extremos de sultán dictador... Y había algo solemne en el ocaso de aquel -ídolo caído. - -Luego Baltasar, como quien va á decir un gran secreto, púsose de pie -acortando la distancia que nos separaba. - ---Yo, señorito--añadió bajando la voz,--he sido el cogollito y la espuma -de esta tierra... el esposo de todas las mujeres bonitas y el coco de -todos los maridos... A ellas las quiero, pobrecitas, por agradecimiento, -porque fueron buenas para mí; pero á ellos les desprecio, á todos, por -cobardes y por... ¿Comprende usted?... Los muy... cuando éramos jóvenes, -no tenían coraje para desafiarme y yo les afrentaba á mi antojo; si eran -solteros, les quitaba la novia; si casados, les robaba la mujer... Y -ellos, nada, tragando hieles... Ahora parecen vengarse de mí echándome -sus hijos para que me chillen y atormenten; no me enfado, no puedo -enfadarme, porque la voz de la sangre... ¿sabe usted, señorito?... Entre -esos niños ¡habrá tantos hijos míos, tantos!... - -Miré á Baltasar, el antiguo recluso de Cartagena, admirando aquella -frase tan obscena en la forma y que envolvía, no obstante, un dulce -sentimiento paternal. Aquella frase era para la humanidad una puñalada -terrible; ¡una puñalada de presidiario! - - - - -LA ABUELA - - -La abuela Francisca se quitó los gafas, restañó las lágrimas que arrancó -de sus ojos el penoso esfuerzo de una lectura demasiado larga, y el -periódico resbaló de sus rodillas al suelo. Aquel periódico relataba los -últimos momentos de _Pelo-Rojo_: una bailarina que había muerto en su -hotel de París debiendo trescientos mil francos, y por la que cierto -marqués millonario dejó, á sus hijos sin pan. - ---¡Para esas mujeres es el mundo!--pensó la abuela Francisca. - -Discurría así, melancólicamente, junto á la ventana, sobre cuyos -cristales la lluvia rimaba su canción, la dulce canción hermana del -sueño: la habitación estaba á obscuras, sin otra luz que el pobrísimo -resplandor crepuscular que caía del cielo; todo callaba en aquel -gabinete apercibido ya á los rigores del invierno; con su suelo -alfombrado y sus cortinajes de pesado terciopelo, cerrando el paso al -frío. Allá lejos, en las profundidades de la casa, resonaban el chirrido -alegre del aceite que hervía en las sartenes, y el ruido de platos y -voces infantiles... - -¿Quién hubiera creído que en el corazón de aquel confortable hogar -burgués y tras la santa y castísima frente de la abuela Francisca, la -muerte de _Pelo-Rojo_ despertaría un recuerdo tenaz?... - -Y, no obstante, así era: Francisca, ligando los datos biográficos que de -la bailarina aparecieron desperdigados por la prensa, durante aquellos -días, imaginaba conocer su historia exactamente: la veía saliendo de -España, llegando á París, donde las locuras de un sportman, que se mató -por ella la pusieron en moda; y luego en Londres, disputando á las -cortesanas inglesas el oro de sus amantes; después en Monte-Carlo y -Niza, donde corrió el Carnaval con una carroza cuajada de rosas -valencianas... Y más tarde, en París otra vez, siempre pródiga, -caprichosa, indócil, dejando las comodidades de su hotel por los -estudios de Montmartre. A _Pelo-Rojo_ la conocían en todas las -delegaciones: se embriagaba y reñía con otras mujeres; adoraba á los -hombres de arrestos que no saben amenazar sin herir; la gran pasión de -su juventud fué Luis, un pintor de mucho talento que la pegaba porpelo -todo y que una noche la castigó dejándola dormir en la escalera de su -taller. - ---¡Y que hombres ricos y de talento pierdan el seso por mujeres -así!--murmuró la anciana. - -En su honrado pensamiento, monstruosidad semejante no hallaba cabida y, -sin embargo, reconocía que en el viejo mundo pagano, como en el nuestro, -la juventud, la felicidad y el dinero, siempre fueron satélites de la -diosa Locura. Tan hermosa como _Pelo-Rojo_ fué ella, la abuela -Francisca, cuarenta años antes, y á querer... Pero no se atrevió; era -buena y el ejemplo de su madre, primero, y la educación de su hija, -después, apartaron de su voluntad todo deshonesto impulso. - -Tan cuerdo discurrir no impedía que la anciana sintiese un desvío -secreto, una especie de inexplicable envidia hacia la aventurera que -había fallecido, casi repentinamente, bajo una bata de encajes y en un -hotel suntuoso que el talento de algunos y el dinero de muchos, -convirtieron en museo... Porque á esas grandes perdidas, enemigas -adoradas de todo el mundo, se las solicita, se las aplaude, se las -adula; mientras que de las mujeres honradas, que vivieron para el hogar, -¿quién se acuerda?... - -Allá adentro, en los profundos de la casa, el aceite chirriaba -bullicioso sobre las cacerolas puestas al fuego, y las criadas -aderezaban la mesa, dejando chocar los platos unos contra otros; en los -cristales de la ventana, la lluvia repetía su serenata de ensueño; en el -piso inferior, acompañando los acordes de un piano, varias voces -infantiles cantaban: - - «Mambrú se fué á la guerra, - mire usted, mire usted qué pena...» - -Eran las niñas que habían vuelto del colegio y jugaban felices, -esperando la cena, con la despreocupación de la inocencia que ignora ser -el pan de cada día algo muy triste, porque se gana difícilmente... La -canción volvía, trepando hacía los cuartos superiores de la casa, -invadiéndola, alegre y pujante: - - «Mambrú se fué á la guerra, - no sé cuando vendrá...» - -Por la imaginación de la abuela Francisca, pasaron en incongruente -aquelarre las remembranzas de su juventud, ya muy lejana. Se vió niña, -yendo al colegio con un aya inglesa que la llamaba «señorita»; -levantándose en invierno muy tarde, corriendo feliz tras su aro en las -luminosas mañanas primaverales, bajo la bóveda esmeráldica que tejieron -las hojas tempranas de los árboles en flor... Luego recordó su primer -vestido largo, su primer novio, su matrimonio que, trayéndola una hija, -la llenó de cuidados; cuidados que alejaron su niñez, empujándola allá, -muy lejos... - -La vida de la abuela Francisca fué algo callado, perfectamente uniforme, -sin notas alegres ni brochazos de color, como esos paisajes -septentrionales dormidos y borrados bajo la niebla. Su matrimonio con -don Alejandro fué su primera decepción, porque aquellas relaciones no -trajeron luchas novelescas, ni lágrimas, ni traza alguna de esos -accidentes que, mortificando el ánimo, embellecen la vida; sino que todo -ello fué deslizándose suavemente, con la mansedumbre de las aguas que -corren bajo tierra. Después llegaron esos innúmeros quehaceres de la -existencia conyugal, donde la mujer, aunque pasiva, se asocia á todos -los combates del marido, y luego la educación de su hija, cada día mayor -y más hermosa, según la vida de la pobre madre iba retirándose. - -Sólo un hecho sencillo pintaba un oasis riente en el horrible desierto -de aquellos cuarenta años. - -Fué una tarde, después del almuerzo; su hija había ido al colegio, don -Alejandro á sus quehaceres; las criadas también habían salido. Francisca -cruzaba el recibimiento cuando llamaron á la puerta de la escalera; la -joven abrió: era Enrique, el amigo y consocio de don Alejandro. - ---Mi esposo no está--dijo Francisca. - ---Ya lo sabía--repuso Enrique. - ---¡Ah! - ---¡Sí, lo sabía; por eso he venido! - -Aquella contestación extraña desconcertó á Francisca, que adivinaba en -Enrique un enemigo. Este, tras un breve preámbulo, declaró á la joven su -amor loco, hincándose de rodillas ante ella, cubriendo de besos -ardientes sus lindas manos. - ---¡La adoro á usted!--repetía. - -Sus labios se cubrían de espuma; sus ojos llameaban; estaba hermoso y -repugnante á la vez. Pero Francisca permaneció impasible, y hubo tal -tristeza en sus palabras y tanta dignidad en su repulsa, que Enrique, -humillado y corrido, salió de la habitación á reculones y huyó, sin -atreverse á levantar los ojos. No pasó más. - -Esta aventura era el único recuerdo pintoresco, y, ¿cabe decirlo?... la -única alegría de la abuela Francisca. - -Durante muchos años recordó la escena: el salón cuadrangular, con su -piano y su sillería de yute obscuro; y á Enrique de rodillas, -devorándola con los ojos, mientras ella, orgullosa como una reina, le -indicaba la puerta con un gesto frío... Recordaba estos pormenores -porque aquella declaración fué la sola bocanada de pasión impetuosa, -desbordante, genuinamente criminal, que el vicio lanzó sobre ella; la -única vez que se reconoció hembra, hembra deseable, apetecible, con ese -apetito pujante que allana los hogares, que conduce al asesinato y á la -bancarrota y al suicidio... y que ha sido, una vez por lo menos, el -ideal de la mujer más santa. - -Recordando á Enrique, la abuela comprendía las salvajes pasiones que -_Pelo-Rojo_ encendió, y dolíase secretamente de que su destino hubiera -sido tan obscuro y diferente del de la célebre bailarina. Mas ¿á qué -evocar aquello tan distante, tan empujado por el tiempo hacia los -remotos linderos de lo irremediablemente perdido? - -En el piso de abajo, los niños cantaban á voz en cuello la epopeya del -guerrero Mambrú: - - «No sé cuando vendrá...» - -La abuela Francisca pensaba: - ---Para las perdidas del arroyo son las alegrías tumultuosas, las -aventuras, la popularidad, el lujo... para las honradas, la soledad -aburrida del hogar, la paz, el silencio... _Pelo-Rojo_ murió joven: ¿y -qué?... ¿Acaso hay en toda mi vida los placeres que ella amontonaba en -una siesta?... - -Las cenas en fondas y parajes de dudoso prestigio; los bailes de -máscaras, esos viajes improvisados que parecen fugas... todo cruzó su -cerebro en confusa visión cinematográfica; y por primera vez, después de -haber consagrado toda su vida al bien, creyó sentir que hay en los -hogares honrados y en la virtud algo seco que ahoga. - -Pasaban los minutos; la habitación, con sus cortinajes y su severo -mobiliario, naufragaba en la sombra; la lluvia repetía sobre el zinc de -la ventana su canción de ensueño. De pronto se abrió una puerta, -recortando en la alfombra del gabinete un rectángulo luminoso, y dos -niñas de ocho á diez años penetraron corriendo, dejando flotar sobre sus -hombros, llenos de gracia, sus cabellos rubios como el oro y limpios y -brillantes como el sol. - ---¡Abuela, abuela!--gritaron alegremente:--¡la cena está en la mesa! ¡A -cenar!... - ---Ya voy... ya voy--murmuró la anciana estremeciéndose. - -Hablaba sin abrir los párpados. - ---¿Tienes sueño, abuela?--preguntó una de las niñas. - -Y la otra añadió imperativa: - ---Corre, ven con nosotras; ¡anda!... ¡No te duermas, abuela!... Ven; -luego nos contarás un cuento. - -La abuela Francisca se dejó llevar; en el comedor la esperaban, como -siempre, su yerno, su hija, don Alejandro; todos tranquilos, sentados -alrededor de la mesa bajo la luz inmóvil y blanca del quinqué. La -anciana ocupó su asiento. Don Alejandro preguntó: - ---Tienes los ojos enrojecidos... - -Y su hija agregó, llena de interés: - ---¿Has llorado, mamá?... ¿Tienes pena? ¿Estás mala? Di, ¿qué te pasa? - -Hubo varios momentos de expectación, durante los cuales las cucharas -quedaron suspendidas entre el plato y la boca. Pero la abuela Francisca -hizo un gesto negativo y empezó á comer, venciendo valerosamente el -apretado nudo que el dolor la echaba al cuello. Prefirió callar; ¿cómo -explicar su pena? ¿Quién hubiera podido comprender la tragedia que -estaba desencadenándose bajo la nieve de sus cabellos?... - -Aquel incidente se olvidó; la sopa estaba muy buena, el vino llenaba las -copas, las niñas, de rodillas en sus asientos, reían. La abuela -Francisca pensaba, tragándose sus lágrimas: - ---¡No haber sido mala!... ¡Ni una vez!... - - - - -ENTRE ELLAS - - -=Mariana: treinta y cuatro años; viuda.--Luisa: dieciocho años; soltera. -Aparecen sentadas en dos cómodos silloncitos enanos y con los pies sobre -los morillos de la chimenea encendida.= - -MARIANA.--A todas las mujeres nos sucede lo mismo. Primero luchamos por -conquistar un novio, luego batallamos por enloquecerle y rendirle á -nuestro talante; las inquietudes que nos atormentaron durante el -noviazgo se recrudecen la semana anterior á la boda y después... - -(=Pausa.=) - -LUISA.--¿Después? - -M.--¡Qué sé yo!... Diríase que la misma intensidad de las emociones -relaja la tonicidad de los nervios y apenas comprendemos lo que sucede. - -L.--Pero, ¿es cierto que el matrimonio es la triaca del veneno del amor? - -M.--¡Oh! ¡Quién sabe!... A veces parece que queremos al marido más que -al novio: otras diríase que el cariño muere á manos de la costumbre. - -(=Pausa.=) - -L.--Dime; ¿qué secretos, qué misterios, qué locuras hay en la intimidad -del matrimonio? - -(=Mariana ríe burlona.=) - -L.--(=Amostazándose.=) ¡Bah! ¿Te ríes de mi pregunta? - -M.--Sí, me río... ¿Cómo no? - -L.--Ninguna de mis amigas casadas quiso decírmelo. - -M.--¡Naturalmente! La mujer, al contrario del hombre, es gran avara de -sensaciones; sin duda porque en los lances del amor desempeña un papel -pasivo, y esta pasividad implica caída, vencimiento, vergüenza... - -L.--No comprendo. - -M.--¿Cómo así?... Todo ello es bien claro. Daniel, por ejemplo, ¿no ha -intentado besarte la mano? - -L.--Sí. - -M.--Pues si él reclamó ese pequeño favor y tú se lo concediste, créeme; -la vencida fuiste tú. Conque imagina que muy pronto te unirás á él, esto -es, le pertenecerás completamente; no tendrás derecho á regatearle tus -caricias, ni á poner coto á sus exigencias; y el marido ya no querrá -besarte la punta de tus dedos enguantados, sino que te estrechará entre -sus brazos y dispondrá de ti á su antojo... y tú le dejarás hacer... -¿Quién será la vencida? No lo dudes. En el mundo sólo hay vencedores y -vencidos, y el Destino quiso que el último papel lo representásemos -nosotras. - -(=Nueva pausa, durante la cual la joven se frota las manos -nerviosamente.=) - -M.--¿En qué piensas? - -L.--En todo eso... ¡Es extraño! Voy á casarme y no experimento regocijo -intenso. - -M.--¿No quieres á Daniel? - -L.--Sí, pero... - -M.--¡Cómo! ¿Es posible que ese hombre ya tenga peros para ti? - -L.--Te diré... si acierto á explicar mi pensamiento. Le encuentro -tímido, demasiado respetuoso, comedido en demasía... - -M.--Ya... Te gustaría verle más animoso, hablándote con más calor, -propasándose, tal vez, á darte un abrazo sin pedirte consejo... - -L.--¡Mariana! - -M.--Fuera hipocresías... estamos solas. - -L.--Pues bien, sí... El dice que me quiere mucho, que me adora, que está -loco por mí... No le creo; quien está loco, hace locuras... y él, cuando -estuvo á solas conmigo, no las hizo... - -M.--(=Suspirando.=) Tampoco mi marido. - -L.--¿Sí? Y tal vez pensabas entonces como yo pienso ahora. - -M.--Lo mismo. (=Con tristeza.=) - -L.--(=Con arrebato.=) No comprendo que un hombre pueda respetar tanto á la -mujer á quien ama... ¡No lo comprendo! En nuestras largas -conversaciones, Daniel dice que mis ojos le emborrachan, que mi cariño -es sol de su alma, que soy su ilusión única... Pero advierto que está -más pendiente de quienes nos ven que de mi persona; la canción de su -amor me la recita demasiado bien, con ampulosidades gongorinas que -aburren, con atildamientos académicos que empachan... Habla, en fin, esa -oratoria fría y correcta de los salones; no el lenguaje atropellado, -incorrecto y ardiente que, á mi entender, debe hablarse en las alcobas. - -M.--¡Luisa! - -L.--¿Qué, te asusto? - -M.--Soy viuda y no puedo asustarme de nada, pero... sabes demasiado. - -L.--Nada sé, pues nada he aprendido: todo esto lo adivino, lo -presiento... Por eso me disgusta Daniel. - -M.--Haces mal: Daniel te respeta porque es hombre educado, incapaz de -abusar... - -L.--(=Interrumpiéndola y con despecho=.) ¡Malhaya la educación que hiela -el alma; malhaya el respeto que mata el cariño!... - -M:--¡Pobre soñadora! - -L.--Sí, dices bien, ¡pobre de mi!... Porque es muy difícil la felicidad -en brazos de un marido así. El hombre que yo imaginaba cuando empecé á -sentir los primeros cosquilleos del sentimiento, era muy distinto. Nunca -pensé en que fuese rubio, ni moreno, ni guapo, ni feo... me era -indiferente; sólo me preocupaba su carácter, su alma... Yo queria un -corazón de fuego; un hombre que se mirase en mis ojos, que bebiese la -vida en mis labios, que tuviese todos los desplantes y los brutales -arrebatos de los temperamentos ardientes, y que me amase mucho, mucho... -Me imaginaba hablando con él y le veía sumiso, sin atreverse, casi, á -poner sus deseos en mí... Y también me le representaba enloquecido, -atropellando miramientos, cogiéndome entre sus brazos y sin curarse de -nadie... - -M.--¡Luisa, Luisa... si te oyese Daniel!... - -L.--¿Y qué?... Entonces me conocería y tal vez cambiase... - -M.--(=Con hipocresía.=) Debemos hacernos respetar. - -L.--Convenido; pero concede también que los hombres no deben pujar su -respeto tan lejos; porque si ellos lo hacen todo, ¿qué haremos -nosotras?... Si ellos no suplican, ni atacan, ¿cómo podremos -defendernos? Dime, ¿es cierto que no hay nada tan aburrido, tan -estúpido, como un hombre siempre respetuoso? - -(=Daniel y el anciano vizconde de Marimón se acercan lentamente al salón -donde están Luisa y Mariana.=) - -DANIEL.--Luisa es una mujer excepcional. - -VIZCONDE.--Seguramente. - -D.--Cándida, sin la menor idea del amor... - -V.--No afirmaría yo tanto. - -D.--Usted es un escéptico sistemático. - -V.--Usted un niño sin experiencia... - -D.--¡Bah! tengo bastante mando para saber que Luisa me ama con frenesí. - -V.--¿En qué lo conoce usted? - -D.--En sus ojos, que no mienten. - -V.--¿Eso es todo? - -D.--En sus miradas. - -V.--¿Nada más? - -D.--¿Qué más puede conceder una mujer inocente? - -V.--Una mujer inocente... conforme; pero una mujer enamorada... suele -otorgar muchísimo más. - -(=Entran en el salón.=) - -D.--¡Hola, señoras mias! ¿De qué hablaban ustedes? - -M.--De música. - -L.--De perfumes de flores... Yo le decía á Mariana que la mejor esencia -es el Chipre... Ella prefiere la violeta de Parma. - -V.--(=Al paño.=) ¿Eh? ¿Qué tal? La música... los perfumes... las flores... -los enemigos capitales de la virtud. - -D.--(=Contestando al vizconde, pero dirigiéndose á las damas.=) ¿Con que -charlando de perfumes, de flores y de música? ¡Qué candor!... ¡No -hablarían de otra cosa los ángeles!... - - - - -GERMINAL - - -Los seminaristas llegaron al bosquecillo de cuatro en fondo, y -repentinamente, obedeciendo á una voz del ayo ó dómine que les conducía, -rompieron filas, dándose á correr como corzos, los unos en seguimiento -de los otros, ó improvisando divertimientos varios, según sus edades y -aficiones. Unos empezaron á jugar al toro y á piola; los más juiciosos -buscaron el brazo de un amigo con quien repasar las últimas lecciones ó -discutir algún punto difícil y obscuro de Teodicea. - -El día declinaba; era una tarde de Junio, hermosa y ardiente; sobre los -viciosos herbazales matizados de margaritas, amapolas y otras -florecillas silvestres, los rayos del sol poniente, filtrándose á través -del follaje, dibujaban círculos luminosos que temblequeaban con -indecisos aleteos de abeja; el aire era perfumado y tíbio; los insectos, -agazapados en las resquebrajaduras del suelo, entonaban la somnífera -cantinela de sus élitros; del cielo azul caía una catarata bochornosa de -calor; las plantas trepadoras parecían asirse voluptuosamente al tronco -de los árboles y por sus tallos flexibles la savia subía como una oleada -irrefrenable de vida... Todo era paz, contento y vigor en aquella -naturaleza á quien los lúbricos cosquilleos primaverales despertaban, y -había algo elocuente en el contraste ofrecido por aquel paisaje -desbordante de calor y de luz, y el fúnebre grupo de seminaristas -ensotanados, con sus rostros pálidos y sus lánguidos ojos de -convalecientes corriendo de un lado á otro, obedeciendo á la odiosa -ordenanza que lo mismo prescribía sus horas de aplicación que sus ratos -de divertimiento; blandengues, melancólicos, semejantes á pajarillos -enfermos que saltasen sobre la hierba... - -Echado en el suelo, Pedro meditaba con la _Imitación de Cristo_ sobre -las rodillas. Estaba triste, como avergonzado de su traje y de su -destino en medio de aquella naturaleza prepotente que se desbordaba con -sus perfumes, sus matices y sus entrañas rebosando zumos prolíficos. - -La semana anterior, yendo de pasea Pedro vió el rostro de una mujer que -le atisbaba por entre unas persianas, y desde entonces el seminarista no -pudo sustraerse al hechizo de aquel semblante expresivo, con su nariz -aguileña, sus labios burlones y sus ojos negros y tranquilos de hebrea: -en todas partes la veía, turbando el casto reposo de sus noches, -reflejándose en la superficie de los espejos, modelándose sobre las -figuras geométricas de sus libros de estudio... Y por eso el joven, -sintiendo rota la cristiana ecuanimidad de su espíritu, se dió con -redoblado ardor al estudio, al ayuno y á las meditaciones piadosas, -abstrayéndose en la lectura de Kempis, ese talentoso visionario que -tantas voluntades ha roto. - -Aquella tarde, mientras sus compañeros jugaban, Pedro, tumbado en el -suelo como un filósofo peripatético, leía y meditaba. Kempis decía: - -«El que busca algo fuera de Dios y la salvación de su alma, sólo hallará -tribulación y dolor. No puede vivir mucho tiempo en paz quien no procura -ser el menor y el más sujeto á todos...» - -¿Conque importa ser pequeño y sumiso y esclavo de las ajenas voluntades -si queremos ser acreedores á la redención perdurable?... ¿Conque nada -positivo hay fuera de Dios; y la gloria, el amor y los placeres que la -belleza y el dinero allegan son tentaciones nefandas, de las cuales, los -puros de corazón, deben apartar prestamente los no mancillados ojos... - -Bajo el soberbio manto azul del cielo, la tierra, flagelada por los -fecundantes abrazos del sol, entonaba un germinal glorioso; el viento -arrastraba los acres perfumes de las florecillas silvestres; las -enredaderas ceñían el tronco de los árboles con afición lúbrica; los -insectos encelados cantaban un epitalamio bajo la hierba; entre el -follaje, los pajarillos se picoteaban pensando en sus nidos... - -Pedro, inmóvil, permanecía con los ojos muy abiertos, viendo imaginarios -rostros femeninos que le guiñaban desde lejos, sintiendo que la brisa -escarabajeaba su piel, precipitando el curso de su sangre, musitando en -sus oídos las ardientes estrofas del eterno poema de los deseos... - ---¿Entonces, para qué nací?--pensaba el seminarista. - -Se reconocía humillado dentro de su sotana, que le condenaba á -esterilidad perpetua, y nunca le parecieron más tristes y más dignos de -lástima sus compañeros, corriendo entre el verde vestidos de negro... - -Maquinalmente tornó á coger el libro que sobre las rodillas tenía, lo -abrió por cualquiera parte, y leyó: - -«¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa lo -presente, sin cuidado de lo porvenir!..» - -Y más adelante: - -«Cuando fuese de mañana, piensa que no llegarás á la noche; y cuando -fuese de noche, no te oses prometer la mañana...» - ---¿Para qué nacimos?--decíase Pedro,--¿es posible que esta juventud y -esta sangre bullente que hormiguea por mis miembros, y todas estas -varoniles energías deben languidecer en el tedio y emplearse únicamente -en la contemplación de la muerte?... ¿Para que viajar, si el mundo es un -lugar de condenación que el espíritu infernal llenó de trampantojos y -asechanzas?... ¿Para qué anhelar la gloria, si todo es humo y de nuestro -paso por el mundo no quedará recuerdo? ¿Para qué amar, si nuestra carne -está maldita y Dios castiga por toda una eternidad en nuestros hijos la -falta imborrable de nuestros primeros padres?... - -El sol declinaba rápidamente y las sombras crepusculares iban invadiendo -los campos: la brisa susurraba entre el follaje, los insectos se -perseguían bajo la hierba; allá lejos, un ruiseñor entonaba la canción -de sus amores... - ---No--murmuró Pedro con voz sorda,--Kempis tiene razón; el mundo es -malo, pues siempre, á despecho de todas las ficciones, la muerte -concluye triunfando de la vida... - -A despecho de estas ascéticas reflexiones, Pedro continuaba absorto, -viendo un rostro pálido de mujer que le sonreía desde lejos... - -De pronto aparecieron, á corta distancia de allí, un hombre y una mujer -joven y muy bella; caminaban lentamente, cogidos del brazo y tan cosidos -el uno al otro, que casi se besaban hablando. Pedro se incorporó -bruscamente, avergonzado, sintiendo que toda su sangre afluía á sus -mejillas. Los amantes iban acercándose; ella hizo un esguince burlesco, -indefinible, señalando á los seminaristas; él dijo algo y ambos se -echaron á reir. Pedro bajó los ojos... - -En su imaginación continuó viendo á los dos amantes: él, joven, -caminando con la orgullosa petulancia de los mozalbetes que van -acompañados de una mujer guapa; ella vestida con un trajecillo claro, -bajo el cual se vislumbraban las curvas opulentas de su cuerpo, -nalgueando con impúdica majestad, mostrando una doble hilera de blancos -dientecillos entre dos labios rojos que la felicidad de vivir -entreabría... Luego oyó Pedro el ruido cadencioso de sus pies que -avanzaban resbalando sobre la menuda arenilla del camino... Y el -seminarista, sin saber por qué, bajó la cabeza con esa vergonzosa -tribulación que deben de sentir los eunucos ante las mujeres hermosas. -Al pasar junto á él, Pedro oyó que la joven murmuraba: - ---¡Qué triste está!... ¡Pobrecillo!... - -Y sintió que sus párpados se llenaban de lágrimas. Después levantó la -frente para verles marchar. Proseguían su camino indiferentes á cuanto -les rodeaba; ella, titubeando las caderas, feliz bajo la vigorosa -caricia del brazo varonil que la oprimía. Aquello era algo muy hermoso; -un poema pasional recitado á través de los campos; el prólogo de una -posesión, el amor omnipotente que pasaba empujando á sus elegidos hacia -los lugares secretos... - -Pedro continuaba persiguiéndoles con los ojos: la brisa soplaba -mansamente, los pajarillos se arrullaban entre el boscaje, de la tierra -ascendía un vaho afrodisíaco que excitaba los nervios. ¡No, Kempis, al -proclamar el triunfo de la muerte, no tuvo razón! - -De pronto, Pedro volvió en sí: el libro había resbalado de sus rodillas -y yacía en el suelo; con los ojos abiertos y los dientes apretados -convulsivamente, Pedro, inmóvil, yerto y pálido como la imagen del -dolor, se retorcía las manos con desesperación, renegando de su destino, -y lloraba... lloraba... - - - - -LA CADENA - - ---Soy fatalista--prosiguió Enrique,--y creo que cuanto el Destino -escribió en el libro que rige el porvenir de los hombres y de los -mundos, se cumple aquí abajo, sin que nada, ni aun la misma muerte, -pueda evitarlo... - ---¿Y qué?--preguntó Gabriela, clavando en los ojos del joven los suyos, -penetrantes como la punta de un bisturí. - ---Que nuestra separación estaba prevista desde há tiempo en el índice de -los destinos, y que la hora de la emancipación ha llegado. - ---¿Serás capaz de abandonarme? - ---Sí. - ---¿Sin dolor? - ---¡No!... Con gran dolor y quebranto gravísimo de mi alma. ¡Pero te -dejo!... - ---¿Para siempre? - -Le miraba fijamente, traspasándole con una de esas miradas desesperadas -con que los moribundos se despiden de la luz: él, al principio, sostuvo -aquel mudo escrutinio; luego, desconcertado, bajó los ojos. Después, -haciendo sobre sí mismo un gran esfuerzo, murmuró: - ---Sí, para siempre... - -Ella lanzó un grito estridente, cual si la arrancasen á túrdigas las -entrañas, y se desplomó en una silla, echándose de bruces sobre una -mesa, ocultando el rostro entre las manos. Escenas como aquella -ocurrieron muchas veces, pero nunca, hasta entonces, tuvo la visión -neta, desgarradora, de que la separación iba á cumplirse. El quedó en -pie, las manos metidas en los bolsillos, inmóvil y rígido dentro de su -gabán abrochado. Hubo un largo silencio. Hasta aquella pobre boardilla -suspendida en el espacio bajo el declive de un tejado, los ruidos de la -calle ascendían confusamente: el viento gemebundeaba en la chimenea; de -las paredes enjalbegadas pendían cromos y viejos retratos de parientes -muertos; sobre la cabeza despeinada de la mujer jadeante de dolor, un -quinqué vertía á raudales su luz fría... Todo ello hablaba á la -imaginación del amador, con la voz dulcemente conmovedora de los -recuerdos: la cómoda, en cuyos cajones las ropas de ella y las suyas -yacieron reunidas varios años, los retratos de todas aquellas personas -muertas, cuya sencilla historia de gente plebeya él conocía; el ramo de -flores secas suspendido en el ángulo de un espejo y que recordaba un día -feliz... Y revivió las dulces noches de invierno pasadas bajo la luz -serena del quinqué, leyendo el mismo libro de amor con las cabezas -juntas, enajenando sus almas en el mismo deseo... Entre las cuatro -paredes de aquella casa y á trueque del corazón que le dieron, Enrique -reconocía haber dejado el suyo en rehenes; sin embargo, urgía destruir -de una vez el vergonzoso pasado, crearse una posición respetable, echar -los cimientos de un porvenir tranquilo y decoroso: para lograr tanto, -iba á casarse con una linda joven, algo patricia, que le traía en dote -medio millón de pesetas. - ---Me voy--repitió Enrique;--hora es ya de romper la cadena que nos une: -devuélveme mi retrato y mis cartas. - -Gabriela levantó la cabeza mirándole con ojos brillantes, inyectados en -sangre, que la rabia y el dolor inmovilizaban. - ---Mañana te los daré. - ---¡No; ahora mismo!... Los necesito ahora, en el acto. - -Reclamaba lo suyo tan perentoriamente, comprendiendo que, si volvía, ya -no sabría marcharse: ella, sospechándolo así, procuró traerle de nuevo á -su casa, para aprisionarle en el hechizo de aquellas paredes y de -aquellos buenos muebles familiares, y vencerle. - ---¿Temes volver?--preguntó Gabriela. - ---¿Temor? ¿Y á qué?... Además, no pienso volver. Todo lo que pido puedes -enviarlo á mi casa. - -Ella comprendió que la cobardía de su amante le quitaba el último -refugio, la última esperanza, y sus ojos se anegaron en lágrimas. - ---Bien está--dijo:--todo se hará según tu deseo. - ---Pues... adiós. - ---Adiós. - -Sin sacar las manos de los bolsillos para despedirse, atravesó la -habitación con paso tácito, hundiéndose en la obscuridad de una puerta: -ella le siguió con los ojos asombrados del morfimano que asiste al mudo -desfile de un cortejo fantástico... Enrique llegó al recibimiento, abrió -la puerta y salió cerrando tras sí. Al ruido que hizo la puerta, -contestó la abandonada con un grito agudo... - -Ya en la calle, Enrique echó á andar camino de su casa: en su -atolondrado pensamiento sólo esta idea se agitaba: - -«Mi pasado ha muerto: ella no me llamará; yo tampoco puedo ir á verla. -¡Todo ha concluído!...» - -Y mientras andaba, aquella frase, horriblemente desoladora, volvía á sus -labios: - -«¡Todo ha concluído!...» - -Hay una memoria, que los psicólogos llaman sensitiva, en virtud de la -cual, los músculos, obedeciendo el impulso primero de la voluntad, nos -llevan adonde pensamos, aun cuando la cascabelera imaginación esté -preocupada y distraída con otras fantasías. En Enrique, la intensidad de -su preocupación y de su dolor, borraron hasta las últimas -manifestaciones de esta memoria orgánica, y concluyó por no saber adónde -iba ni por dónde andaba... - ---¿Qué barrios son estos?--pensó;--¿qué vengo á buscar aquí?... - -Y, sin embargo, andaba, andaba... con perfecta inconsciencia de tiempo y -de la distancia, arrastrando la cadena que creyó rota. - -Ya era muy tarde; los transeuntes escaseaban, los tranvías habían dejado -de circular; en los quicios de algunas puertas insinuábase la silueta -borrosa de un sereno dormido: al atravesar una plaza desconocida, -Enrique oyó la voz de una mujer que vendía café caliente. - ---Debe de estar amaneciendo--pensó. - -Prosiguió andando lentamente, á través de la inmensa ciudad dormida bajo -un manto de nieblas... El recuerdo de Gabriela llenaba su memoria, -enloqueciéndole: «Ella me quiere, yo la adoro... y no obstante... ¡todo -ha concluído entre nosotros!... ¡Todo!...» - -Empezaba á clarear. De pronto Enrique se halló en una calle que conocía -y delante de una casa que le era muy familiar y muy querida: la casa de -Gabriela: sus piernas, que le condujeron allí tantas veces, le habían -llevado una vez más. Era algo fatal, como el concierto de los astros... -El sereno acudió á abrirle la puerta. - ---Buena madrugada, señorito. Hoy se retira usted muy tarde... La -señorita estará impaciente. - -Enrique, sin responder, cruzó el zaguán, subió las escaleras y llegó al -cuarto de Gabriela. Ella, que había reconocido sus pasos, salió á abrir -sin darle tiempo á llamar: en su semblante la desesperación y la alegría -pintaban una máscara extraña. - ---¿A qué vienes?--preguntó. - -Rendido á la Fatalidad, poderosa como la muerte, Enrique, con la voz -velada de los sonámbulos, repuso: - ---¿No lo ves?... Como siempre... A dormir contigo... - - - - -POR UNA ERRATA - - -Desde muy joven su imaginación soñó amores difíciles: las novelas del -viejo Lamartine, los versos de _Otello_, las cartas de _Werther_, -deslizaron en la sangre de Julio Riego su ponzoña suicida; cualquiera -mujer le apasionaba con pasión loca que no hubiese dudado ante el -atropello ó violación de lo más santo; tenía el doble anhelo de lo -sublime y de lo raro y envidiaba á Safo más que á Paón; á Safo amante, -ganando la inmortalidad con la trágica elipse que describiera -arrojándose al mar desde el promontorio Léucades. - ---¡Morir!--pensaba Julio,--¿qué importa morir, si muriendo perpetuamos -nuestro recuerdo en la memoria del ser desdeñoso y adorado? - -Tal era su credo: los desaires de la fortuna robustecieron su opinión; -iba cruzando por el mundo como en éxtasis, el busto rígido, los ojos -esclavizados en la ilusión paradisíaca del supremo amor, alzándose -despreciativamente de hombros bajo la befa de la humanidad miserable que -puede olvidar. - -El no sabía hacer esto; por nada hubiese cambiado de ídolo ni de fe; -antes que destruir su altar, era preferible, acabar, como Sansón, entre -los escombros del templo: sólo así lograría la veneración de aquellos -escogidos que erigieron el amor y la fidelidad en religión. Fortalecido -por este criterio, miraba serenamente al tiempo que todo lo trueca y -desune: él no sería uno de tantos; él moriría antes que renegar de su -fe. ¿Qué queréis? El romanticismo ha matado más gente que el arsénico. -La figura de Julio Riego traducía su carácter fielmente: era un tipo -sentimental, delgado, alto y nervioso; el mirar reposado y penetrante, -la frente triste, aguileña la nariz; sus largos cabellos negros se -abullonaban sobre las orejas de su rostro pálido, con palidez mortuoria, -como anegado en la aureola de un martirio previsto: su voz calmosa, sin -timbre, como velada por un suspiro que tuviese atravesado en la -garganta, parecía venir de muy lejos ó de muy hondo. - -Pasados tres ó cuatro años de relaciones íntimas, Julio y Mariana -Paredes riñeron. Ella era tiple de zarzuela; un cuerpo hermoso informado -por un espíritu sano y fuerte, enamorado del mundo, que gustaba de reir -á carcajadas bajo el alegre Sol, padre de la Vida. Durante los primeros -meses, la melancolía de Riego interesó su imaginación; la nostalgia es -misterio, porque toda alma triste parece ocultar algo, y el misterio -atrae: después continuó tolerándole por miedo, temiendo que su desvío le -indujese al suicidio; más tarde, la callada presencia de aquel espíritu -tétrico mordido por todas las Furias de la desconfianza, la -desesperación y los celos, llegó á serla intolerable y decidió romper -con él. Aquella vez no ocurriría lo que otras; estaba resuelta á -recobrar su libertad antigua; reñirían para siempre: sus palabras -tendrían autoridad inapelable. - -Algo desusado hubo de sugerir á Julio Riego la certidumbre cruel de -quedar despedido irrevocablemente. Fué una mañana, poco antes del -almuerzo, tras una noche que ella pasó durmiendo tranquila de cara á la -pared, y él con un codo apoyado sobre las almohadas y los ojos, llenos -de lágrimas, de par en par abiertos ante las tinieblas de la alcoba; -alcoba triste como nido roto caído al pie del árbol... Se separarían; -Mariana lo acordó así en uso de su voluntad libérrima; ella necesitaba -nuevas impresiones, otra vida, otro hombre... En pie cerca de la puerta, -con el sombrero en la mano, dispuesto ya á marcharse, Julio repuso con -su voz enturbiada por la pena: - ---No lo tendrás; ese hombre que deseas no será nunca tuyo. Yo lo -impediré, matándome; no podrás olvidarme; entre él y tú dormirá todas -las noches mi recuerdo; ante tus ojos, el hilo sangriento que brote de -mi herida correrá eternamente. - -Mariana Paredes se encogió de hombros; sus vehementes anhelos de tornar -á ser libre endurecían su corazón. - ---Puedes hacer tu gusto--murmuró;--cada cual obra según su criterio. - - * * * * * - -Se despidieron: él iba resuelto á matarse; lo había prometido y los -hombres no deben renegar de su palabra: además, aquel era el único medio -de castigar á la ingrata, lanzando sobre su frívolo vivir la noche -ineluctable del remordimiento. Mariana quedó tranquila, segura de que -Julio Riego no cumpliría su amenaza. Aquella noche, sin embargo, la -joven leyó los diarios atentamente, buscando alguna noticia relacionada -con su amante. No halló nada. - ---¡Bien decía yo!--murmuró. - -Y de pronto sintióse un poco triste, humillada y como pesarosa de que -aquel hombre no la hubiese amado lo bastante para matarse por ella. - -Pasó otro día; Mariana Paredes iba adormeciéndose en la confianza de la -impunidad; aquella era una historia casi olvidada. Por la noche, de -vuelta del teatro, se acostó y cogió un periódico; el sueño comenzaba á -pesar sobre sus párpados; no obstante ojeó los telegramas, una Crónica -de bastidores, otra de política general... - -En la sección de noticias, vió la siguiente: - -«Ayer se suicidó, disparándose un tiro en el pecho, un joven -decentemente vestido, llamado Julio Pérez.» - -No pudo seguir leyendo; el cansancio cerraba sus ojos; el periódico -resbaló de la cama al suelo. - -No sucedió más. - -Por una errata deslizada en aquel apellido, el sacrificio del pobre -muerto no tendrá historia; las noches de Mariana Paredes no tendrán -pesadillas... - -¡Más vale así! - - - - -CREPÚSCULO - - -Cae la tarde; un vientecillo suave arrastra por el suelo húmedo las -primeras hojas secas; las lejanías del paisaje desaparecen tras el vaho -neblinoso que enceniza el cielo; los árboles, de donde huye la vida, -levantan sus ramas con desesperado ademán y su gesto simula responder á -la conciencia que tienen de que la muerte llegará fatalmente para ellos -con la paralización de la savia; los herbazales que visten los recuestos -también están tristes, amarilleando entre el lodo; á lo largo de las -tapias algunas enredaderas alargan sus ramas escuetas; bajo el espacio -triste la tierra toda se estremece en una convulsión agónica. - -PERSONAJES: _Ella_; treinta años. Avanza rápidamente, mirando á todas -partes con los hermosos ojos muy abiertos por la impaciencia de ver -pronto al amado, que la espera. Viste sombrero redondo de fieltro y un -gabán varonil, con cuello _Imperio_ y doble hilera de botones, que la -llega á los pies: es alta, elegante y lamida de formas como una amazona -inglesa. - -_El_: treinta y cuatro años; gallardo y simpático; su delicado -temperamento de sentimental lo reflejan la mirada distraída de sus ojos, -ensombrecidos por el insomnio; su frente, abrillantada por el nimbo -indefinible de los ensueños; la línea de sus labios que, habiendo -gustado los amargores de la vida, quedaron algo tristes. - -EULALIA.--(=Viendo, de pronto, al galán que entretiene su fastidio -leyendo un periódico.=) ¡Niño, ya estoy aquí...! - -FERNANDO.--(=Vivamente emocionado.=) ¡Ah, qué impaciencia tan cruel!... Si -yo estudiase metafísica, para representarme el concepto de eternidad -evocaría la duración de las horas que vivo sin ti. - -(=Se dan las manos.=) - -E.--(=Mirando á todas partes.=) No hay nadie. - -F.--(=Mirando también.=) Nadie. - -E.--Toma mis labios. - -(=Se besan y caminan silenciosos bajo los árboles del paseo. Van cogidos -del brazo, los hombros juntos; sus pies moviéndose acompasadamente, -imprimen á sus cuerpos enamorados el mismo ritmo.=) - -F.--(=Despertando bajo el recuerdo de la realidad, amenazadora siempre.=) -¿Y tu marido? - -E.--En la Audiencia. - -F.--¡Batallando, según costumbre, por enviar gente á presidio! - -E.--No sé. Damián es un hombre terrible que, como las cadenas, parece -fabricado exclusivamente para sujetar... para oprimir... Dominar es su -ley; el deber frío y anguloso, su Dios: por vencerlo todo, creo que ha -sofocado el natural amor á sí mismo; ¡no se ama!... (=Con volubilidad.=) -Después de almorzar me fingí enferma, para quedarme sola.--«Bien--replicó -él;--te acompañaré.» Fué morir; Pasaban las horas lentamente; yo pensaba -en ti, en nuestra cita de esta tarde, que iba á fracasar... ¡Qué -martirio! (=Fernando escucha acariciando entre sus manos una de las -enguantadas manecitas de la joven. Ella continúa.=) De pronto salí del -gabinete y momentos después reaparecí diciendo que hallándome mejor, -necesitaba salir.--¿Dónde?--preguntó mi tirano.--A hacer algunas -compras--repuse;--no hay manteles; además, á la doncella le prometí ayer -una blusa y debo cumplir lo ofrecido.--Mejor sería--contestó,--que te -vistieras bien y fueses á visitar á la vizcondesita Matilde, que está -enferma. ¡Debemos cumplir con todo el mundo!... Acepté la proposición -haciendo grandes esfuerzos para disimular mi alegría: aquel era un feliz -pretexto que me facilitaba una hora más de libertad que dedicarte, -mejor y más hermosa para mí, que un rayo de luz. En un santiamén -me puse mi mejor traje y volví al gabinete; Damián, al verme se -levantó.--«Vaya--dijo,--hoy, para mí, es día de asueto; te acompaño.» -¿Cómo rechazarle? Humillé la cabeza y eché á andar con la sombría -resignación del que camina hacia el patíbulo. Cuando llegábamos al -recibimiento, vibró el timbre de la escalera; abro la puerta... ¡Era un -ordenanza que traía... no sé qué papelotes de la Audiencia! Un asunto -urgentísimo. - -F.--La causa de algún desgraciado á quién el Código tendrá deseos de -apretar el cuello... - -E.--Probablemente. Mas... ¡en fin!... gracias á eso, sea lo que fuere, -estoy aquí. Es una entrevista que tal vez cueste una libertad, cuando no -una cabeza. - -(=Vuelven á besarse. Caminan pausadamente, cambiando saludos distraídos -con algunos obreros que vuelven del trabajo. En la línea sinuosa y más -distante del paisaje aparece Madrid, recortándose bajo el cielo -entristecido por los reflejos crepusculares.=) - -F.--Te quiero. - -E.--No más que yo á ti. - -F.--(=Enternecido.=) ¡Carne de mi alma! - -E.--(=Con arrebato.=) ¡Alma de mi cuerpo!... - -F.--Dame tus labios otra vez. - -E.--Tómalos. ¿No son tuyos?... ¿A qué me los pides?... - -F.--(=Rodeándola el talle con un brazo.=) ¡Oh!... ¡qué adormecedora, qué -dulce es la canción de los amores!... ¡Cómo pesa sobre los párpados, con -qué arpegios de ensueño roza los oídos!... Y simultáneamente penetra -hasta mis tuétanos y calofría mi espalda con la suave caricia del -terciopelo. - -E.--¡Fernando... (=Entorna los párpados y su cabeza mareada por la rara -espuma del contento, busca sobre el hombro del amante un punto de -apoyo.=) - -F.--Habla... necesito oirte... dí algo... arrúllame... - -E.--(=Sin abrir los ojos.=) ¿Qué quieres que diga? - - =Sus cuerpos, estrechamente unidos, tropiezan al andar, - produciéndoles una á modo de trepidación carnal que les calofría de - pies á cabeza. Caminan lánguidamente; diríase que la tierra - benévola les atrae, incitándoles á caer de rodillas; al llegar á - cierto paraje solitario, bajo un grupo de árboles, Eulalia y - Fernando se detienen.= - -F.--¿Quieres?... (=En voz muy baja.=) - -E.--¿Aquí? - -F.--Sí. Sentémonos. - -E.--¡Oh, es imposible! - -F.--¿Por qué?... Estamos solos. - -E.--Sí, pero... ¿y mi traje? - -F.--Extenderé sobre el suelo mi pañuelo para que no te manches. - -E.--No basta. Y, mira... el piso está enfangado. - -F.--(=Pensativo.=) Es cierto. - -E.--Seamos juiciosos. - -F.--¿Qué remedio?... - -(=Se contemplan mezclando sus alientos, mirándose á los ojos ávidamente, -con el vientre y las rodillas y los pies unidos.=) - -E.--(=Deseando tranquilizar á su amante.=) Mira, cómo vengo. - -(=Le enseña sus botas de tafilete, su magnífico traje de seda color -salmón, su largo gabán de finísimo paño.=) - -F.--(=Extasiado.=) ¡Como una reina! (=Pausa.=) Y, sin embargo... perder -estos instantes... es un crimen. - -E.--Ya lo sé, rey; pero, ¿qué quieres?... La fatalidad... - -F.--¿Me amas? - -E.--Más que á nadie. - -F.--¿Eres muy feliz entre mis brazos?... (=Empujándola.=) Entonces... ¿Qué -importa lo demás?... - -E.--(=Resistiendo.=) Pero... ¿no comprendes?... Estamos en un lodazal. - -F.--A tu marido le dices que te caiste; un accidente... un coche que -pasaba... cualquiera cosa. - -E.--Eso es lo de menos; un pretexto se busca fácilmente. - -F.--Entonces... - -E.--Es mi traje, mi sombrero, que representan un capital. - -F.--(=Alzándose de hombros.=) ¿Qué vale todo eso, comparado con lo -otro?... Un vestido que se mancha ó que se rompe, puede ser substituído; -¿pero quién recobrará el rato de felicidad que se pierde? - -E.--No me vuelvas loca. - -F.--Pronto nos separaremos y... ¿quién podrá consolarnos mañana de la -hora feliz que hoy desaprovechamos?... - -E.--(=Languideciendo.=) Déjame. - -F.--El peinado que se deshace, como el sombrero ó el traje que se -ensucian, constituyen pequeñas desgracias, fácilmente remediables; pero, -¿cuándo ni dónde rescataremos las dulzuras de un feliz momento -perdido?... Dime; ¿en qué bazar podrían los pobres viejos -desencantados, comprar los millares de horas negras en que no amaron?... -Ven, ven... el placer como la alegría, duran poco. - - * * * * * - -Han pasado treinta años; Fernando ha muerto. Eulalia que, como todos los -viejos, comprende mejor que antes el gran valimiento de la vida, -conserva entre sus más preciosos recuerdos la imagen de aquella tarde -otoñal, húmeda y callada, en que dió noventa duros por un rato de amor. -¡El amor!... Lo que no se compra... - - - - -LO HORRIBLE - - -Beltrán empujó la puerta suavemente y entró: era un mozo membrudo, con -las manos y el rostro atezados por el calor de la fragua; vestía blusa -azul y pantalón de pana; las botas eran de punta cuadrada, grandes y -sólidas; tenía la mandíbula inferior ancha, el cuello grueso; bajo las -cejas, sus ojos duros de perdonavidas miraban con insolencia y desvío. - -Al oirle Matilde, su hermana, que parecía meditar junto á la mesa, á la -luz de un quinqué, volvió la cabeza. Beltrán preguntó: - ---¿Quién ha venido? - ---Don José. - ---¡Don José!... ¿Qué quería? - ---Nada... saber cómo estaba padre: ni siquiera se sentó; no pasó de la -puerta. - -Beltrán clavó en la joven una larga mirada desconfiada y cruel; luego -dijo: - ---¿Y padre? - ---Peor; apenas puede respirar. - -El mozo levantó la cortinilla que cubría una puerta y quedóse inmóvil, -abismando sus ojos en un dormitorio estrecho y obscuro dentro del cual -resonaba rítmicamente el angustioso jadeo de un hombre que se ahogaba. - ---¿Qué dice el médico? ¿Tiene esperanzas? - ---No. Asegura que recurrimos á él demasiado tarde. - -Beltrán se mordía los labios; Matilde lloraba en silencio, sin -parpadear, como lloran las mujeres acostumbradas á sufrir: tenía el -rostro inteligente y pálido, el pelo y los ojos negrísimos: era uno de -esos nerviosos tipos meridionales, esclavos de la impresión y del -momento, en quienes los ángeles del bien y del mal parecen luchar á -brazo partido sobre un puente muy angosto. - ---¿Recetó algo?--preguntó el herrero. - ---Sí... mira. - -Sacó del bolsillo un papel sembrado de signos que Beltrán leyó y releyó -sin comprender. - ---¿Cuánto costarán estas medicinas? - ---Unas... cuatro pesetas. - ---¡Cuatro pesetas!... - ---¿De dónde sacarlas, hermano? - -Y Matilde miraba á su alrededor; las paredes y los suelos desnudos, la -casa toda, en fin, ahogándose de miseria y dolor bajo el declive rápido -de los techos aboardillados Beltrán miró también, murmurando: - ---No sé, no sé... - ---Esas medicinas, sin embargo, hay que comprarlas en seguida, á todo -trance. - -Aquella receta era para ellos algo santo y precioso, como una promesa. -Pero ¿dónde hallar dinero?... Matilde y Beltrán estaban sin trabajo y la -enfermedad de su padre agotó sus pequeños ahorros; en pocas semanas todo -fué saliendo camino de la prendería ó de la casa de préstamos; fué una -venta infamante, vergonzosa, triste, como la venta de huesos humanos. - -Beltrán alzóse de hombros; todas las puertas estaban bien cerradas; la -miseria había tomado todos los caminos. - ---¿Qué piensas?--exclamó Matilde;--¿se te ocurre algo? - ---No... nada... ¿y á ti? - ---Tampoco, pero es preciso discurrir... pronto... pronto... ¡padre se -muere! - ---Ya lo sé... ya lo sé... Espera. - -Por su memoria desfilaban precipitadamente nombres de vecinos y de -amigos: con ninguno debían contar; eran pobres, tan pobres como ellos, y -los mejores ya les habían socorrido en diferentes ocasiones. El único -que podía ampararles era don José, el propietario, quien, por amor á -Matilde, no les presentaba los recibos de inquilinato desde hacía dos -meses. Beltrán conocía aquella pasión; y la vergüenza de sus favores, -aceptados por él bajo la presión feroz de la miseria, enrojecían su -frente. Una idea negra, una especie de noche, nublaba el pensamiento de -los hermanos, que veían pasar por entre sombras el hambre y el crimen: -Beltrán y Matilde sabían que en los momentos de supremo desamparo los -hombres roban, las mujeres se venden... - -La joven, más franca que su hermano, preguntó: - ---Si recurriésemos á don José... - -Beltrán se acercó á ella temblando violentamente, como potro picado del -tábano. - ---¿Qué has dicho?--gritó;--¿recurrir á don José? ¿Qué es eso?... ¿Has -perdido el sentido ó perdiste el honor?... La sola idea de que le hayas -insinuado algo me vuelve loco... - -La había cogido por un brazo, apretándoselo entre sus dedos como en un -torno. - -Matilde bajó sus ojos anegados en lágrimas; en el silencio resonaba el -isócrono jadeo del moribundo; aquella respiración anhelante de viajero -que va muy cansado. Beltrán callaba, comprendiendo que era necesario -optar entre el presidio y la mancebía. De pronto se decidió. - ---¡Bien está!--dijo;--ya sé qué he de hacer; venga la receta... no -perdamos tiempo. - ---¿Tardarás?--preguntó Matilde. - ---No... volveré pronto... antes de una hora... - -Salió precipitadamente, palpándose debajo de la blusa, cerciorándose de -que la navaja estaba en su sitio. - - * * * * * - -Beltrán anduvo largo rato buscando las calles solitarias; ya no dudaba: -robaría, pues era preciso, y hasta se hallaba propicio á hacerlo sin -vergüenza ni empacho. - -El herrero, recatado en la sombra de una puerta, esperó... esperó... - -Los transeúntes eran escasos: todas las circunstancias parecían -favorecerle; la calle estaba desierta, los portales cerrados, el sereno -dormía en un punto distante. - -Al principio, Beltrán juzgaba la lucha inevitable; el asaltado se -defendería, pediría socorro y sería necesario taparle la boca, arrojarle -al suelo, matarle, tal vez... Luego, según iba apreciando el valimiento -y legitimidad de los móviles que le arrastraban á perpetrar aquel -despojo, llegó á creer que su conducta era irreprochable y que el primer -caballero á quien se dirigiese, no bien supiera de qué se trataba, se -apresuraría á favorecerle: todo aquello se le antojaba á Beltrán tan -natural, tan noble, tan conmovedor... - -De pronto apareció un individuo solo, bien vestido; llevaba botas de -charol, iba embozado y caminaba lentamente. Beltrán salió á su -encuentro, cruzando la calle: el desconocido se detuvo y miró al -herrero, desconfiando. - ---Caballero--dijo Beltrán, haciendo con la cabeza un leve -saludo;--perdone usted mi atrevimiento... pero... mi padre está -agonizando. - -El interpelado, ya repuesto, murmuró: - ---Dios le ampare, no llevo nada. - -Beltrán le miró confuso, y sus mejillas, coloreadas hasta entonces por -la vergüenza, palidecieron: había dicho lo más grave, lo más grande, lo -más terrible que puede confesar un hijo; que su padre se muere... y el -individuo que le oía, lejos de asociarse á su dolor, le escuchaba -impasible, encogiéndose de hombros... La ira cegó sus ojos. - ---No--gritó,--yo no pido limosna. - ---¿Entonces?... - ---Quiero que me de usted cinco pesetas que necesito para pagar una -receta... ¡Lo quiero... son para salvar á mi padre! - -Hablando así, zarandeaba á su interlocutor agarrándole por el embozo; el -agredido, irritado por una exigencia que juzgó intolerable, le rechazó -vigorosamente. - ---¡Ladrón!--murmuró. - -Entonces Beltrán se abalanzó sobre su enemigo, procurando derribarle; -mas el otro, que era mozo y valiente, le echó los brazos al cuello, -mientras procuraba sacar un revólver que sin duda llevaba en el bolsillo -trasero del pantalón. Espoleadas por el coraje, las fuerzas de Beltrán -se centuplicaron, y cogiendo al desconocido por la cintura, le arrastró -hacia un callejón vecino. - ---¡Miserable, miserable!--repetía. - -El asaltado, viéndose perdido, quiso gritar, pero Beltrán le tapó la -boca, y, asiéndole por el cuello, le derribó en tierra: cayó de bruces, -los brazos presos bajo los pliegues de la capa. En aquel momento Beltrán -oyó ruido de pasos; sin duda venían á prenderle... ¿Qué hacer?... Si -huía, su enemigo correría tras él pidiendo socorro... y se vió atado -codo con codo, y á su padre muerto, y á su hermana, bonita y en la -calle... Fuera de sí, requirió la navaja, y asestó un golpe á su víctima -en la nuca, después otro y otro... muchos... para que no hablase; luego -registró precipitadamente los bolsillos de su chaleco, cogió una moneda, -un duro... ¡uno solo!... y echó á correr desalado. - -En el fondo de la calle resonaban voces extrañas que repetían: - ---¡A ese... á ese!... - -Beltrán corrió mucho tiempo; cuando penetró en una botica llevaba los -labios lívidos y cubiertos de espuma; el terror y el cansancio de la -lucha y de la fuga, dilataban sus ojos. - ---A ver--murmuró;--despácheme usted, en seguida... en seguida... - -El boticario dejó el periódico que estaba leyendo y se acercó al -mostrador tranquilamente. - ---¿Qué es ello? - ---Tome usted. - -El farmacéutico cogió la receta y la leyó poco á poco, informándose bien -del nombre de las medicinas. - ---¿Tardará usted en despacharme?--preguntó Beltrán suplicante;--el caso -es gravísimo. - -Le aterraba la idea de que le prendiesen antes de ver á su padre. - -No--repuso el boticario,--estas medicinas están hechas. - -Marchóse y volvió trayendo dos frasquitos. - ---¿Qué valen?--preguntó Beltrán. - ---Cuatro pesetas con cincuenta céntimos. - ---Cóbrese. - -Y arrojó el duro sobre el mármol del mostrador. - -El boticario cogió la moneda, la miró atentamente, la hizo resbalar -entre sus dedos, volvió á sonarla... - ---Este duro--dijo--es falso... - - - - -MARCELA - - -Desde el quicio de su puerta, Juan Antonio avizoraba todas las tardes á -Marcela, que volvía de la fuente con el pesado cántaro sobre la cabeza, -erguido el talle, las manos en los cuadriles, aumentando con su corto y -menudo andar el picante titubeo de sus caderas poderosas. Juan Antonio -reía embelesado viéndola acercarse: ella pasaba indiferente, plegando -los rojos labios con un depresivo mohín desdeñoso, como si las sonrisas -y las ardientes miradas y todo el apasionado embobamiento del mozo no -fuesen otras tantas pruebas de amor quemadas, á guisa de incienso, en -honor de su perfecta gentileza y bizarría; y cuando se alejaba -orgullosa, inaccesible, pisando corto, y diciendo no, no... con las -caderas, los ojos de Juan Antonio chispeaban de rencor, un -estremecimiento doloroso mordía su carne, y el pliegue trágico de las -venganzas cortaba su frente. - -Una tarde, Juan Antonio, no pudiendo dominar las furiosas acometidas de -su pasión, salió del pueblo y fué á sentarse junto á unos bardales por -donde Marcela solía pasar de vuelta de la fuente. La conversación fué -breve, decisiva, como las conversaciones que preparan los duelos á -muerte. Ella empezó diciendo que no le quería y que jamás podría -traicionar á Fermín, su esposo, á quien estaba unida por los vínculos -del cariño y del deber; Fermín era su Dios, su rey; á él se lo debía -todo: la casa que habitaba, las ropas que cubrían su cuerpo... - -Y agregó: - ---¿Y ahora quiés deshacer el lecho que yo toas las mañanas tiendo y -mullo pa él? ¿Y quiés gozar del cuerpo que él viste y alimenta y agasaja -con tóo lo que tiene?... ¡Vamos, Juan Antonio, que no me conoces!... No -sólo no te quiero, sino que te odio... ¡ya ves!... Que eres mu chico, mu -ruin... ¿sabes?... y que tiés el alma mu fría, cuando no entiendes lo -que digo... - -Poco á poco, á tropezones, sofocado por la pasión que le extrangulaba, -Juan Antonio procuró explicar sus celos y los tormentos de aquellas -luchas íntimas que fueron enajenándole hasta obligarle á exigir de -Marcela una explicación definitiva. El no era malo, ni ruin, ni tenía -aquella frialdad de corazón que ella tan injustamente le reprochaba. - ---Mi única desgracia consiste--dijo--en haberte conocío mu tarde, cuando -tu libertad y tu corazón y tu cuerpo amadísimo, eran de otro... - -Ella le escuchaba impasible, frunciendo el sobrecejo con aire aburrido. -Luego repuso, dando media vuelta y poniéndose otra vez en jarras, -dispuesta á marchar. - ---Tóo es inútil, Juan Antonio; yo no quiero, y no hay poderes en el -mundo capaces de torcer mi voluntad... Y no me persigas, no me aburras; -porque si la gente advierte tu cariño y da en murmurar, soy capaz de -contárselo tóo á Fermín, pues antes que deshonrao, quieo verle andando -camino de la horca ó del presidio. No digo más. - - * * * * * - -Las primeras horas de aquella noche las pasó Juan Antonio entre los -matorrales de un altozano, desde donde se atalayaba un extenso paisaje. -La luna trepaba hacia el cenit anegando las silenciosas extensiones -siderales con los efluvios de su luz plateada: una paz augusta descendía -del cielo sobre los campos dormidos; en el valle blanqueaban las casas -del pueblo, con sus paredes irregulares y sus ventanas, por algunas de -las cuales se filtraba un hilillo de luz; varios caminos vecinales -seguían direcciones diversas, retorciéndose como sarmientos á través de -los campos de labranza, subiendo, bajando, según los altibajos del -terreno; y cerrando el horizonte, casi perdidos en las sombras de la -noche, ondulaba una larga serie de cerros, con sus panzas enormes y sus -altísimas crestas, semejantes á abortos monstruosos de una quimera -geológica. - -Juan Antonio, casi echado en el suelo, no apartaba los ojos de la casa -de Marcela, situada mucho más allá, junto al río. Un proyecto diabólico -le había conducido allí. Fermín, que era guardabosque, salía de ojeo -todas las noches entre doce y una de la madrugada, y aquella ocasión era -la por Juan Antonio espiada para deslizarse sin peligro hasta Marcela; -las consecuencias anexas al logro de sus propósitos, no le interesaban. -Durante largo rato permaneció inmóvil, mirando, mirando... con la mirada -angustiosa y fija de los que murieron ahogados. Luego se estremeció, -oyendo resonar en la serena extensión de los campos las doce campanadas -de un reloj lejano. - -Entretanto Fermín, sentado sobre un viejo taburete, se calzaba sus -recias botas de campo, disponiéndose á salir. - -Marcela le observaba desde el lecho con ojos que el sueño va cerrando. - ---¿Te vas?--preguntó. - ---Sí. - ---No tardes mucho... la noche está fría. - ---Ya lo sé. No haré más que llegar al cementerio y volver. - -Se había ceñido la cartuchera; después embozóse en una manta, se caló su -ancho sombrero de guardabosque y salió terciándose el fusil á la -bandolera. La llave de su hogar la dejó, según costumbre, junto al -quicio, debajo de la puerta, en previsión de que Marcela quisiera salir -hallándose él ausente; y esta circunstancia era la que había de -facilitar á Juan Antonio el triunfo de sus deseos. - -Marcela se había quedado profundamente dormida; de pronto sintió que -abrían la puerta y entre sueños supuso que era su marido quien volvía: -luego oyó unos pasos quedos que se acercaban y entreabrió los párpados; -la obscuridad era completa y tornó á cerrar los ojos. - ---Fermín... murmuró. - -El lecho crujía: Marcela, medio despierta, repitió balbuceando sin -miedo. - ---¿Eres... tú?... - -Al sentir que unos brazos la estrechaban por el talle, agregó. - ---¡Qué frío vienes!... - -El repetido contacto de unos labios que oprimían los suyos y la presión -de unas manos que la sobajeaban con ansia brutal, concluyeron de -despertarla. - ---¡Fermín, Fermín!... - -Entonces sintió que la dejaban; alguien saltó del lecho y resonaron los -pasos precipitados, inseguros, de un hombre que huía. Marcela se -incorporó en la cama, impulsada por un presentimiento horrible. - ---¡Juan Antonio!--gritó. - -Y se ratificó en esta creencia al oir que el fugitivo deslizaba -suavemente la llave bajo la puerta, como para borrar con aquella -precaución el rastro de su delito. - -Largo rato Marcela permaneció alelada, temblando de rabia y de miedo; -después sintió que abrían la puerta. - ---Fermín... ¿eres tú?--preguntó. - ---Sí, yo soy... - -Mientras él se desnudaba, ella añadió: - ---¿Has venido antes? - ---¿Cuándo? - ---Después de marcharte. - ---No. ¿Por qué lo preguntas? - ---Por nada; me había parecido... - -Al día siguiente, domingo, Marcela y Juan Antonio se encontraron en la -iglesia, junto á la pila del agua bendita: ella le miró de hito en hito, -los ojos retadores, como desafiándole á hablar; él se acercó con aire -insolente y satisfecho, murmurando: - ---¿Me encontraste frío anoche?... - -Marcela no pudo responderle y se marchó llorando. Aquel día y los -sucesivos los pasó acongojadísima, no sabiendo si devorar su humillación -ó pedir á su esposo el justo castigo de tamaña ofensa; unas veces -pensaba vengarse por sí misma, dando la muerte como ella había recibido -la deshonra, á traición; otras temía que lenguas extrañas enterasen de -lo ocurrido á Fermín, y que éste, interpretando mal el silencio de su -mujer, juzgase criminal complacencia lo que fué sorpresa y -forzamiento... - -Al fin optó por confesarse á su marido, refiriéndoselo todo... ¡todo!... -Pues como ella decía: «antes que en ridículo, quieo verle andando camino -de la horca ó del presidio...» - - * * * * * - -Aquella tarde Fermín y Juan Antonio se vieron en un claro del bosque. - ---Estaba esperándote--dijo Fermín. - ---¿Pa qué? - ---¿No lo presumes? ¿No está diciéndotelo ese corazón que quieo -arrancarte á mordiscos?... - -Fermín era ágil, fuerte y más alto que su enemigo, pero Juan Antonio era -recio de cuerpo y tenía hombros cuadrados y brazos membrudos. Los dos -hombres se miraron friamente, midiéndose con los ojos, buscando un sitio -en donde herir: luego, simultáneamente, sin detenerse á sobreexcitar su -enojo con vanas palabras, se arremetieron. Durante algunos momentos -lucharon rabiosamente, sin que las piernas de ninguno de ellos -flaqueasen; luego se separaron y antes de que Juan Antonio pudiese -hurtar el golpe, Fermín se abalanzaba sobre él, traspasándole el cuello -con una faca. El mozo giró sobre sí mismo, dió algunos pasos vacilantes, -y cayó al suelo de bruces, muerto... - -Fermín, fuera de sí, echó á correr hacia su casa: Marcela; al verle -entrar demudado y con las manos teñidas de sangre, lanzó un grito y -corrió á su encuentro, mirándole con ojos donde había una pregunta -desesperada. - ---Sí--repuso el guardabosque:--le he matao. - -Y añadió extendiendo el brazo con gesto trágico: - ---Allí está; allí le tienes, frío... ¡Más frío que nunca!... ¡Frío pa -siempre!... - - - - -EL BUEN PARECER - - -La noticia circuló rápidamente por los cafés y las tertulias que cómicos -y autores forman en los saloncillos de los teatros. - -A Felisa _la Loba_ la habían matado. Los testigos de la escena -aseguraban haber visto á Felisa bajar de un coche en la calle Peligros, -delante de Fornos; entonces brotó del hueco de una puerta la sombra de -un hombre que, sin duda, estuvo en acecho, esperándola, y que -instantáneamente se arrojó sobre ella; la joven lanzó un grito y cayó -hacia atrás, abriendo los brazos: el matador huyó velozmente, revelando -en la fuga la audacia y el vigor sobrehumanos que demostró en la -agresión, y segundos después los que le vieron herir sólo percibieron su -silueta cobarde esfumándose como un capricho antropomórfico en las -sombras de la noche bajo la rojiza luz incierta de los faroles... - -Desde luego se trataba de un crimen pasional. Al principio creyóse que -el asesino era un organillero; luego, por lo que varias amigas de -Felisa dijeron, se supo que era un estudiante... - -Enrique y _la Loba_ se conocieron en el arroyo una noche de invierno muy -cruda, muy triste, en que el aburrimiento de ella y la melancolía y -desamparo de él los sugirió, simultáneamente, el capricho de pernoctar -juntos; ella le quiso porque se parecía á un amante que la dejó por -otra: él porque estaba muy solo, muy pobre, y en las horas de -desvalimiento los temperamentos sentimentales padecen, más que el -hambre, la necesidad de la mujer que abriga, que consuela, hablando de -recuerdos dulces y frívolos... Ella era una chula, una verdadera hembra, -apasionada y bravía, enamorada de la fuerza y del valor masculino, de -los machos crudos que parecen ir por el mundo caminando siempre de cara -al presidio: él, mesurado en las palabras y firme en la acción, era -también un valiente persuadido de que cuando dos hombres riñen, uno de -ellos, el más débil, tiene pena la vida. - ---¿Tú serías capaz de pegarme en la cara?--solía preguntarle Felisa. - ---No--contestaba Enrique;--en la cara note pegaré nunca; si alguna vez -me engañases te rompería el corazón. A las mujeres, los hombres de honor -no deben pegarlas más que una vez... - -Pero Felisa no cuidó de tales amenazas y le engañó: y el estudiante, que -había puesto en aquella mujer toda su alma, cumplió lo ofrecido... - -Y allí quedó _la Loba_, tumbada en el arroyo, inmóvil. Los ojos -cerrados, mostrando entre sus labios entreabiertos los dientes menudos y -blancos que crispó la agonía, y por los pliegues de su pañuelo manchado -de sangre, aquella garganta blanca y mórbida que se había ofrecido al -deseo tantas veces... - -A última hora, en los corrillos del Casino de Madrid, La Peña y otros -Círculos aristocráticos, los padres de la patria, los generales -retirados, los príncipes de la banca, los valetudinarios representantes -de las familias más nobles, comentaban en voz baja, con aire indiferente -y cansado, la trágica muerte de Felisa. - -El intenso calor de las estufas de gas quedaba preso en los poros de las -alfombras; sobre la superficie inmóvil de los espejos, las lámparas -eléctricas vertían luz lechosa; alrededor de las mesas de tresillo, -junto á la chimenea adornada por un reloj de bronce, ó reclinados -perezosamente sobre los divanes, los concurrentes habituales del Círculo -comentaban el crimen; y lo hacían poco á poco, con lentitud hipócrita, -entre grandes bocanadas de humo. - ---¿Ha oído usted hablar, marqués, del crimen de esta noche?--preguntaba -el veterano general X. - ---No; los periódicos nada dicen. Además, no leo la crónica de sucesos; -es una sección repugnante. - ---Los periódicos no relatan el hecho porque éste ocurrió entre ocho y -nueve de la noche. - ---¡Ah!... ¿Se refiere usted al crimen de la calle de Peligros? - ---Sí. - ---Algo oí decir. Creo que la víctima fué una muchacha de vida airada... - ---Eso me contaron también... no sé donde--añadió el vizconde Z. - -Otros dos graves caballeros que ostentaban en el ojal de sus levitas una -cinta roja, hicieron un vago signo afirmativo, demostrando hallarse al -tanto de lo ocurrido. - -Bajo la luz fría de las lamparillas eléctricas, sobre el respaldo rojo -de los divanes, aquellas cinco cabezas envejecidas por el tiempo y las -luchas asoladoras de la ambición y del vicio, formaban un cenáculo -extraño de caretas fúnebres. - ---¿Y quién era esa desdichada?--preguntó K. al marqués. - ---Felisa. - ---¿Felisa?... ¡No recuerdo! - ---Sí... una moza alta, no mal parecida... á quien llamaban _la Loba_... - ---¿Pero usted la conocía, marqués?--interrogó el general. - -Y todos los circunstantes, sorprendidos, miraron al marqués, cuya vida -de orgías no era un misterio para nadie. - ---No--repuso el interpelado;--yo no la conocí; supondrán ustedes que mi -posición me prohibe tratar á cierta clase de mujeres... Pero he oído -hablar mucho de ella á mi primo Claudio, que fué un gran libertino. - ---Dicen que era muy guapa. - ---¡Mucho! - ---¿Morena? - ---Creo que sí; tenía los ojos expresivos, la boca un poquito grande, -pero de labios frescos y rojos. - ---¡Acierta usted!... Ahora recuerdo haberla visto varias veces. - ---Si es la que sospecho, también la conocía yo, así... de vista. - -Siguieron hablando, procurando recomponer entre todos la terrible -escena. Uno de ellos preguntó: - ---¿Y quién es el criminal? - ---Dicen que un organillero. - ---A mí me han asegurado que el matador fué un estudiante. - ---¿Le prendieron? - ---No. - -El vizconde de N., que pasaba por la calle de Peligros á tiempo que el -asesino huía, añadió á la información interesantes detalles. El matador -era un muchacho de regular estatura, decentemente vestido; representaba -tener veinticuatro años. - ---¡Pobre inocente!...--exclamaron varios;--¿á quién se le ocurre -perderse por una mujer así?... - -Hasta el saloncillo alfombrado, caldeado por las estufas de gas, el -recuerdo de aquel hombre huyendo á través de la noche y de la pobre -muerta con sus carnes yertas anegadas en sangre, penetró como una -corriente de aire frío... - - * * * * * - -Era una tarde de invierno; sobre las orillas del Manzanares la noche -derramaba tristeza infinita, los árboles enderezaban sus ramas escuetas -hacia el cielo gris; por una parte, cerrando el horizonte, aparecían la -Puerta de Toledo y Madrid, con sus millares de cúpulas y de tejados -perdidos bajo la niebla; en el silencio de los campos, como voz -misteriosa de aquella naturaleza agonizante, resonaban las vibraciones -lentas de una campana. - -A la izquierda del puente, junto á un camino húmedo por donde los -chirriones pasan dejando surcos profundos, está el Depósito de -cadáveres: una casita blanca muy triste, con paredes renegridas por el -polvo y la lluvia, que huelen á muerto. - -Aquella tarde, casi á la misma hora, llegaron al Depósito dos coches con -portezuelas blasonadas; después, otros dos, luego otro... Y de aquellos -vehículos bajaban caballeros graves, metidos en largas levitas -abrochadas: el general X., el vizconde Z. y el barón K... - ---¡Usted por aquí... don Juan! - ---¡Y usted, don Luis!... ¡Qué casualidad! - ---¡Hola, general! - ---¿Viene usted á ver á la pobre Felisa? - ---Sí... la curiosidad... - ---Pues, entremos. - ---Pase usted. - ---No, usted. - ---¡Oh, muchas gracias; es igual!... - -Y, con el sombrero en la mano, todos aquellos viejos libertinos, -hipócritas, iban entrando, andando de puntillas, alargando el cuello, -reconcentrando una mirada estúpida de terror sobre aquel cuerpo que -habían ungido con sus besos, recordando con cierta vergüenza que toda -aquella pobre carne había pasado bajo sus labios... - -Felisa, echada boca arriba sobre una mesa de mármol, mostrando su cuello -ensangrentado, parecía escucharles. La luz que caía de un alto ventanal, -bañaba su rostro lívido, proyectando sobre la pared húmeda, cubierta de -verdina, un perfil inmóvil... - - - - -REMORDIMIENTO - - ---¿Saldrás esta noche?--preguntó Matilde secamente. - ---Sí--repuso Adolfo Latorre con aire distraído;--debo ir al Círculo; -necesitamos elegir nuevo presidente y varios amigos presentarán mi -candidatura... - ---¿Y luego, dónde vas? - ---Al café. - ---¿Y después? - ---¡Qué sé yo! - -La conversación desmayaba. Matilde, despechada y celosa, miró á su -amante de hito en hito, queriendo ofenderle, deseando reñir; y Adolfo, -en virtud de misteriosos magnetismos, sentía la intención agresiva de -aquellas miradas. Él también experimentaba deseos de disputar, por pasar -el rato. Hay momentos en que los amantes antiguos no tienen nada nuevo -que decirse, y el mutismo y las miradas interrogadoras del uno, parecen -acusaciones dirigidas á la discreción y cariño del otro; entonces -conviene hablar para romper el encanto siniestro del silencio: en amor -hay silencios más ofensivos que una bofetada. - -Estaban concluyendo de cenar; la criada acababa de marcharse después de -servir el café; la lámpara suspendida en el comedio de la habitación -recortaba un círculo luminoso sobre la mesa, con sus botellas de vino á -medio vaciar, sus platos sucios y sus copas que los labios mancharon de -grasa. Adolfo y Matilde continuaron hablando, excitándose mutuamente á -la pelea, poniendo cada vez más acrimonia y torcida intención en sus -palabras: con la diferencia que ella disputaba de buena fe, y él -frívolamente, por decir algo y no aburrirse. - ---¿Por qué--preguntó Matilde,--cuando salgas del Círculo no vuelves -aquí? - ---Porque saldré muy tarde y á esas horas no hay tranvías. Supongo que no -querrás traerme á pie... - ---Hace dos años venías todas las noches, sin que la distancia, ni el -frío, ni la nieve, te importasen un ardite. - ---¡Tú lo has dicho!--exclamó Latorre riendo;--¡hace dos años! - -Ella levantó la cabeza bruscamente; sus mejillas palidecieron hasta la -lividez; en sus ojos grandes y negros chispeaba el rencor. Adolfo -Latorre sostuvo impasible aquella mirada, lancinante y fría como un -saetazo. De pronto la joven, obedeciendo á un indomable movimiento -impulsivo de todos sus nervios, se levantó, derribando su taza de café. - ---Según eso--gritó,--creo que debemos concluir. - -Estaba erguida, con una mano apoyada sobre la mesa y el ceño adusto, en -la actitud de una reina absoluta que da órdenes. Adolfo, molestado por -aquella acometividad, repuso fríamente: - ---Como gustes. - ---¿No te importa reñir conmigo? - ---Sí, me importa... y hasta lo siento. Pero no olvides que, cuando más, -lo siento tanto como tú. - ---¿Qué quieres decir? - ---Que si tienes valor para despedirme... ¿cómo han de faltarme bríos -para dejarte? - ---Acaso no tardes en arrepentirte de haber hablado así. - ---¡Oh!, si no retiras tus desdenes, yo... ¡créelo!... no retiro los -míos. - -Matilde sintió que el dolor y la ira arrasaban sus ojos en lágrimas y -dió media vuelta para marcharse. - ---Adiós--dijo. - ---Adiós--repuso Latorre;--¿hasta cuándo? - -Ella tuvo un momento de vacilación: luego murmuró: - ---Hasta nunca. - -Y se fué. - -Adolfo permaneció inmóvil, estrujando nerviosamente una servilleta entre -sus manos, reconociendo que las palabras de Matilde habían mortificado -bastante su amor propio de hombre que se cree muy querido. Después se -levantó, salió del comedor y fué al recibimiento en busca de su -sombrero. Al pasar por delante del dormitorio de Matilde, oyó llorar á -ésta. La puerta de la habitación estaba cerrada; Adolfo acercó los -labios á la cerradura. - ---Me voy...--dijo.--¿Quieres que hagamos las paces?... - -Ella replicó colérica, dando firmeza á su, voz: - ---No, hemos concluído. ¡Vete! - ---¿Para siempre? - ---Sí, para siempre... ¡Adiós!... - ---¡Tú lo quisiste!--repuso Latorre;--acaso no pueda vivir sin ti, pero, -no importa; adiós... ¡hasta nunca!... - -Después mientras bajaba la escalera encendiendo un cigarrillo con aire -tranquilo, pensó: - ---¡Bah, cosas de mujeres! Estoy seguro de que mañana viene á buscarme -para que almorcemos juntos... - -Aquella noche de Agosto la pasó Adolfo Latorre muy alegremente: primero -en los jardines del Buen Retiro, después en Fornos, cenando con amigos -de buen humor. Volvió á su casa á las tres de la madrugada. Entretanto -la pobre Matilde, transida de dolor, le había escrito una carta que -empezaba diciendo: - -«Perdona mis arrebatos; estoy loca, no puedo vivir sin ti...» - -Al llegar á su casa, Adolfo Latorre se puso en mangas de camisa y salió -al balcón: el calor era sofocante; bajo un cielo acribillado de -estrellas, Madrid dormía el sueño letárgico de las noches estivales: en -el fondo de la calle que avanzaba en zig-zag, algunos faroles -parpadeaban, ejerciendo sobre Latorre atracción siniestra. Era -inexplicable el hechizo que tenían las piedras del regajo, vistas desde -la altura de aquel piso tercero. Adolfo, algo mareado por los vapores de -la cena, permanecía acodado sobre la barandilla del balcón, é -inconscientemente iba adelantando el busto más y más... como atraído por -un imán diabólico. De pronto perdió el equilibrio y cayó al espacio, -haciendo una contorsión trágica. Su cuerpo fué á estrellarse sobre las -piedras de la acera con un ruido seco; el sereno y algunos transeúntes -que acudieron á socorrerle le hallaron inmóvil, con el cráneo -deshecho... - -Al día siguiente los periódicos publicaron el sangriento fin de Adolfo -Latorre bajo el epígrafe: El suicidio de anoche. Para el público aquella -noticia no tenía importancia y la olvidó pronto; Latorre era uno de -tantos desdichados que se suicidan sin decir por qué... - -La desesperación, en cambio, de Matilde, no tuvo limites. - ---«¡Yo le maté!...»--pensó. - -Un remordimiento sombrío embargó su alma; horrorizada de sí misma -renunció al mundo, vistió de luto y gastó su hacienda en obras -caritativas. - -Pasaron veinte años. - -Un día los guardas del cementerio la encontraron muerta, sobre la tumba -de Adolfo Latorre, con un ramito de flores en la mano... - - - - -NOCHE - - -La locomotora lanzó un silbido autoritario y el tren echó á rodar -cachazudamente, estremeciéndose con un sacudimiento lento y suave, como -un desperezo; luego aceleró su marcha, los coches pasaron veloces unos -tras otros, con sus ventanillas iluminadas, por las cuales se abocetaban -perfiles borrosos de viajeros, y al fin el expreso desapareció en su -vuelta del camino derramando esa tristeza indefinible que deja tras sí -todo lo que huye... - -Allá lejos, sepultada en la inmensidad tenebrosa de la noche, quedaba la -estación con sus cuatro paredes renegridas por el humo de las máquinas, -su flaca techumbre de pizarra y su miserable andén de apeadero -provinciano, iluminado por una linterna colgada junto á un reloj. - -Dentro, en el saloncillo destinado á la carga y descarga de los -equipajes, había un hombre y una mujer. Ella, acurrucada contra el muro, -entre un maletín de viaje y un lío de ropas, permanecía inmóvil, el -rostro inclinado sobre el pecho, procurando conciliar el sueño: él, -menos fatigado ó más impaciente, paseaba de un extremo á otro, con las -manos metidas en los bolsillos de un viejo gabán que casi le llegaba á -los talones. Al otro extremo del salón, un empleado dormitaba embozado -en su bufanda. Fuera resonaban los silbidos del viento y el murmujeo de -los árboles que agitaban en la sombra sus ramas escuetas. - -De pronto el individuo del gabán interrumpió sus paseos parándose -delante de la mujer que dormía. - ---¿Sabe usted--dijo--á qué hora pasa la diligencia para Almería? - -Ella levantó la cabeza: era una vieja con un semblante que acaso fué -hermoso, pero que los años estropearon, dejándolo marchito y enjuto como -un bagazo. - ---Creo--repuso--que sale de aquí á las cinco. La diligencia que yo he de -tomar parte á la misma hora. - -El no contestó y reanudó su paseo, andando á largas zancadas, pisando -recio para ahuyentar el frío que le atería los pies. Era un viejo de -mediana estatura, con rostro simpático y un continente imperativo y -desembarazado de gran señor, que parecían protestar de la horrible -estrechez que acusaban la raridad y el mal pelaje de sus vestidos. - -Pasaron algunos minutos y el desconocido tornó á prender la hebra con la -viajera. Hablaban lentamente, como á la fuerza, cual si de todos los -males que sufrían el de la conversación fuese el menor. El iba á -Lucainena de las Torres; ella á Lubrín. - ---¿De dónde viene usted?--preguntó la vieja. - ---De Buenos Aires. - ---Allí he vivido yo algunos años... Ahora vengo de Madrid... He viajado -mucho... - ---Yo, también. - -Hablando, hablando, vinieron en conocimiento de que la suerte les había -llevado casi por los mismos derroteros: los dos estuvieron en París, en -Londres y en América... y aquellas coincidencias provocaron entre ellos -una repentina corriente simpática. - ---En la fecha á que usted se refiere--decía él--yo trabajaba en el -teatro Español con don José Roldán. - -Ella lanzó un grito de sorpresa. - ---¡Cómo!--exclamó--¿usted conocía á Pepe? - ---Muchísimo; fué mi maestro. - ---¿Y á Rosario Molina? - ---También. ¡Pobrecita!... Murió estando yo en París... - -La viajera se había levantado y miraba á su interlocutor azorada. - ---Claro es--dijo tras una breve pausa,--que si conoció usted á Rosario, -conocería también á su íntimo amigo Daniel Santana, el pintor... - ---¿Cómo no?...--interrumpió el anciano admirado de que aquella vieja tan -mal traída por la suerte le hablase de tantas personalidades -ilustres;--Daniel y yo nos quisimos como hermanos... - -Contempláronse perplejos, agradeciéndose el inesperado bienestar y suave -contento que mútuamente se proporcionaban. - ---Indudablemente--exclamó ella,--nosotros nos conocemos; usted se -llama... - ---Mariano Guzmán. - ---¡Mariano Guzmán!--repitió la anciana cruzando las manos;--¡oh, sí!... -Hemos hablado muchas veces en el estudio de Daniel... Mas... ¿cómo -conocerle á usted después de tantos años? - -Le miraba maravillándose de encontrarle en aquel sitio y tan viejo, con -su gabán raído y salpicado de manchas, sus zapatos desgobernados y su -rostro de hombre muy vivido, macilento y triste... El la observaba -también adivinando sus pensamientos. - ---¿Y usted--preguntó--quién es?... - ---Elisa Marcial, la modelo que tuvo Daniel para sus cuadros _Safo_ y -_Venus dormida_, premiados con medalla de oro en la Exposición de -París... - -Poseído de verdadera emoción, Mariano Guzmán se aproximó á su -interlocutora para examinarla mejor. - ---¡Elisa, Elisa!--repetía;--¡ah, que cambiada está usted!... ¡Usted es -la mujer más hermosa que he conocido!... - -Hablando así la cogió familiarmente por los hombros, admirado de verla -tan vieja, con su frente rugosa, sus ojos hundidos y su semblante -alargado y marchito por el sufrimiento... - ---No hable usted, Mariano--repuso ella en voz baja,--de mi antigua -belleza, ya que ahora sólo soy la caricatura lamentable de lo que fuí: -los años crueles trocaron mi gentileza en fealdad, mis ilusiones en -desencantos, y en miseria mi fastuosa opulencia de otros tiempos. -¡Oh!... de Elisa Marcial ya no resta nada, nada... ¡Ni el recuerdo! - -El viejo actor alzó los hombros. - ---¡Ni un recuerdo!--murmuró;--dice usted bien... ¡Tampoco se acuerda -nadie de mí!... - -Continuaron hablando, repitiendo nombres de camaradas muertos y evocando -sus efímeros triunfos de viejos ídolos abandonados. - -Sin hogar, sin familia, sin otra esperanza que la de hallar en sus -pueblos algún pariente que les amparase hasta que viniese para su -desvalida vejez la hora del eterno descanso, olvidaban su porvenir -hambriento y desnudo para mejor evocar aquel pasado luminoso, tan fértil -en aventuras y en ilusiones, que llenaba su vida. - -Mariano Guzmán, cuyo nombre figuró en las páginas más brillantes de -nuestro teatro, era una especie de dios caído. Hubo un tiempo en que la -fortuna le acarició y encumbró como á hijo predilecto; los mejores -dramas fueron estrenados por él; los actores imitaban sus actitudes, su -voz, sus gestos, y rindió á muchas mujeres prendadas de su gallarda -apostura y altos merecimientos artísticos... Después, la estrella de sus -aventuras empezó á eclipsarse: vinieron los disgustos con compañeros -poderosos que le envidiaban, las malas contratas, las excursiones -provincianas que tanto gastan y achabacanan á los buenos artistas, los -viajes á América, los amores desgraciados que exprimen el alma... -Insensiblemente fué quedándose sin figura, sin memoria y sin voz; ya no -hallaba aquellas exaltaciones trágicas, aquellos gestos sublimes conque -antaño vencía la silenciosa hostilidad de las muchedumbres; su genio -declinaba. Cuando regresó á Madrid, el público no quiso reconocerle y -tuvo que marcharse. Desde entonces, la vida fué para Mariano Guzmán el -descenso humillante de un Calvario interminable; siempre rodando de un -lado á otro, siempre bajando; hoy un poquito, mañana un poco más... Y al -fin, cansado de tan largo combate, sin dinero, sin hijos, volvía al -miserable pueblecillo de donde cincuenta años antes le sacó su ambición, -con la vaga esperanza de hallar un hermano labrador á quien nunca había -escrito... - -Mientras el anciano hablaba, su interlocutora hacía con la cabeza signos -melancólicos de asentimiento. - -Ella también había luchado y contribuído eficazmente á la elaboración de -muchas preclaras reputaciones artísticas. - -Elisa Marcial fué una de las mujeres más hermosas de su época: la copia -de los cuadros que su guapeza inspiró se vendieron á millares, y no hubo -aficionado para quien el cuerpo de la célebre modelo tuviese secretos: -arrogante y esbelta como la Duval, de Gérome; voluptuosa y sensual como -aquella Adriana, que el genio de Rallí ha legado desnuda á la -posteridad: con sus hombros redondos, sus pechos duros de virgen -salvaje, su talle anillado y sus caderas amplias y mórbidas de mujer -ardiente... Elisa recorrió las principales ciudades europeas, luego fué -á América, en brazos de un millonario brasileño, y cuando regresó á -Madrid, muchos años después, comprendió que la brillante novela de sus -triunfos terminaba. - -Había menos luz en sus ojos cansados, menos frescura en sus labios, -menos gallardía en su cuerpo. Varios de sus amantes eran muertos; otros -la trataban con cierto aire de compasiva protección, como á una vieja -amiga con quien sólo puede hablarse de lo pasado; algunos, cuando la -encontraban en la calle, miraban á otra parte, esquivando el trabajo -inútil de saludar á una mujer fea... - ---El tiempo--agregó Elisa Marcial--había dispersado la alegre comparsa -de mis amigos y era inútil querer reconquistarles. En ese Madrid, -testigo de mis triunfos gloriosos, quise morir; pero la miseria no me -permite satisfacer este último capricho y regreso á mi pueblo, donde me -espera una sobrina de quien guardo algunas cartas... - -No dijo más y aquellos dos náufragos ilustres á quien el espantoso -vendaval de la vida arrojaba sobre la misma playa, se contemplaron en -silencio; un silencio elocuente, lleno de confesiones. Después, él -preguntó: - ---¿No tiene usted hijos? - ---No. - ---Yo tampoco... - -Sus amores, como sus triunfos artísticos, fueron estériles. Aquello -parecía una maldición. - ---No nos queda nada--agregó Guzmán;--nada... ¡Ni siquiera un hijo que -nos recuerde! - -Permanecieron mudos, pensando en aquel Madrid lejano que aplaudió sus -victorias y encumbramientos, y que al verles viejos les arrojaba lejos -de sí. Los escritores pueden holgarse de haber compuesto un libro que -perpetúe su nombre; pero, ¿qué resta de los actores muertos, y qué de -las modelos á quienes el tiempo privó de encantos? - ---Todo ha concluído para nosotros--murmuró Guzmán. - ---¡Todo--repitió Elisa! - -Hablando así, aquella mujer á quien un millonario brasileño sedujo en -París envolviéndola en pieles de marta, tiritaba bajo sus viejos -vestidos agujereados. De repente se oyó ruido de caballos y de coches -que se acercaban. - ---Ahí están las diligencias--dijo el actor,--vámonos. - -Y salieron. En la penumbra indecisa del amanecer aparecía la carretera -que se alejaba serpeando hacia el horizonte neblinoso. A la izquierda -quedaba la vía férrea sepultada entre dos ribazos, semejante al cauce de -un enorme torrente seco. Las diligencias sólo se detenían allí algunos -instantes, los indispensables para recoger las cartas que hubiese. Los -dos ancianos se contemplaron con angustia, deplorando separarse después -de haber reverdecido tantos recuerdos. Sin embargo, era preciso. - ---Adiós, Mariano--dijo ella,--hasta otra vez... - -Sus ojos brillaban cubiertos por un velo de lágrimas. El apretó -convulsivamente entre sus manos la mano flaca y yerta de su -interlocutora y se alejó sin responder, avergonzado de que le viesen -llorar. Cada uno parecía llevarse el pasado del otro. Cuando las -diligencias partieron en opuestas direcciones, los dos viejecitos, -asomados á las ventanillas de sus vehículos, agitaron sus pañuelos -dándose el último adiós, dejando tras sí esa melancolía inexplicable de -todo lo que huye... - - - - -LO INCONFESABLE - - -Fué una de esas conversaciones inolvidables, vibrantes, casi trágicas, -que la emoción parece grabar en la memoria á golpe de martillo y de -cincel. - -Hablaban de amor; de los que se casan por cariño ó por interés, de los -hombres que traicionan á sus mujeres, de las esposas que burlan á sus -maridos... Esta última variante del diálogo sugestionó la atención de -Luis; su turbulento corazón enamorado y celoso fué exaltándose, y tras -algunas pleguerías y circunloquios retóricos, que procuraron velar la -salvaje vehemencia de los sentimientos, exclamó: - ---Dime, ¿tú serías capaz de engañarme? - -Ella, riendo, le echó los brazos al cuello. - ---¡Yo! ¿Engañarte yo?...--exclamó;--¿has perdido el juicio?... - -Luis hizo un gesto vago de hombre experto á quien el mundo enseñó a -dudar de todo. - ---¡Oh, no te rías!--dijo--la vida ofrece miríadas de peligros que una -locuela como tú no puede prever, y lazos y añagazas sin número... No -creas que pongo puertas á tu virtud... Pero advierte que si -alambicásemos la historia íntima de los mejores matrimonios, acaso -hallásemos en todos algún secreto horrible; un capitulo inconfesable, -una de esas páginas que no pueden leerse sin rubor... No, Fernanda, todo -no se sabe... Hay muchos adulterios que se conocen, pero también hay -otros que quedan ignorados perpetuamente, crímenes fortuitos, sin poesía -y sin fecha, cuyo afrentoso secreto baja al sepulcro con los criminales. - -Y agregó, anhelando obtener un juramento, una promesa, algo, en fin, que -aquietase aquella roedora comezón de su espíritu. - ---Responde, Fernanda: si andando los años la fatalidad te colocase en -una de esas situaciones supremas en que el deber perece á manos de la -fuerza, ¿me lo dirías? ¿Tendrías valor para decírmelo?... - -Hubo una pausa; la joven, cuyo espíritu inocente se mecía muy lejos de -los siniestros linderos de lo inconfesable, murmuró con ese valor -temerario de los niños: - ---Sí, lo diré todo... ¿Por qué no?... Te lo juro. - - * * * * * - -Mucho tiempo después, Fernanda llegaba al apogeo de su vida y de su -belleza: alta, gruesa y majestuosa como una deidad pagana, con pomposas -caderas desarrolladas por la maternidad y grandes ojos ardientes. - -Hasta entonces Fernanda, tanto por cariño como por costumbre, no tuvo -secretos para su marido; había hecho de él su madre, su confesor, hasta -que una vez... conoció lo incomunicable, lo que no puede decirse. - -Felipa Godoy, la mejor amiga de Fernanda, tenía un amante á quien sólo -veía de tarde en tardo y á trueque de innúmeros peligros, y necesitaba -una compañera que la sirviese ante su familia de pretexto ó escudo de -salidas. Aquel asunto los dos amantes lo discutieron minuciosamente, y -convinieron en que Fernanda era la única mujer que, por su reserva y -varonil discreción, podía ayudarles. - ---Tú la confiesas nuestro secreto sin ambajes--dijo él,--y conmuévela -describiendo la inmensidad de nuestro cariño, los obstáculos que nos -separan, tus sufrimientos... Di también que lo único que solicitamos de -su amistad es que te acompañe alguna que otra vez... - -Prosiguió sonriendo con gesto burlón. - ---Más adelante y á fin de que estos paseos no la aburran, buscaré algún -muchacho que la acompañe. - -Felipa Godoy, que conocía la virtud austera y sin mácula de la joven, -protestó: - ---No digas tonterías, no la conoces; Fernanda es incapaz. - ---¡Oh, quién sabe!... - ---Quiere mucho á su marido. - -Pero él continuó refutando victoriosamente aquellas objeciones: era -preciso ser egoísta para triunfar: Fernanda podía cansarse de ayudarles -ó reñir con ellos, en cuyo caso quedaban á merced suya: convenía, por -tanto, tenderla un lazo; así las dos lucharían juntas, movidas por el -mismo interés y el cuerpo de la una garantizaría la salud de la otra. - -Felipa Godoy empezó á ejecutar hábilmente todo aquel plan: refirió á su -amiga los secretos pormenores de su pasión, se apoderó de su alma, la -conmovió, la hizo llorar.., y obtuvo cuanto guiso. Fernanda se ofreció -á protegerla: realmente, ella también deseaba estudiar por sí misma -aquel mundo de los amores criminales que sólo conocía de referencias. -Luego vió al amante de Felipa y le pareció simpático y muy galán... Y de -este modo, la inocente casada fué abandonándose por la pendiente -seductora de lo prohibido. - -Pocos meses bastaron para que los tres fuesen muy buenos compañeros, y -entre tanto Luis no sabía nada, porque Fernanda no quiso amargar -aquellas escapatorias rompiendo el hechizo del misterio. - -El desenlace de aquel enredo, preparado con tanta calma y tan -diestramente, llegó de pronto. - ---Mañana por la tarde--dijo Felipa Godoy á su amiga,--Claudio y yo -merendaremos en la Bombilla; probablemente nos acompañará un amigo suyo -y, como supondrás, me aburriré horrorosamente, ¿Quieres venir?... - -Fernanda vacilaba. - ---No seas perezosa--insistió Felipa;--reiremos mucho, bailaremos y -luego, al atardecer, á casita. ¿Qué te detiene? - -Aquello, en efecto, dicho así, no era grave; Fernanda prometió ir... Y -fué... - -Julián, el amigo de Claudio, era muy ladino, habilísimo conversador, -buen bailarín; hablaron mucho, bebieron copiosamente... Desde los -primeros momentos Fernanda sintió que algo invisible agarrotaba sus -manos y sus pies, y empezó á perder la confianza en sí misma... Se -ahogaba: en aquel gabinetito tan perversamente aparejado para el amor, -no había bastante aire respirable... A los postres Felipa y Claudio se -besaban sin reserva, y Julián, sentado junto á Fernanda, la hablaba de -amor apasionadamente. Esta, entontecida por los primeros vahos de la -borrachera, se arrojó entre los brazos de su amiga: - ---Por Dios--decía sollozando,--no me abandones, no me dejes sola, sácame -de aquí... - -Claudio la miró guiñando un ojo picarescamente. - ---¿Qué tienes?--preguntó besándola. - ---No sé... - ---¿Estás enferma? - ---No, pero me ahogo... tengo miedo, mucho miedo de quedarme sola... -Vámonos... - -Ella ignoraba que las mejores páginas de las novelas amorosas las -escribe el Destino así, muy deprisa. Luego Fernanda y Julián salieron al -patio, á bailar; el aire cálido de aquella tarde de Junio y los rayos -caliginosos del sol, concluyeron de trastornarla. El, entretanto, la -requebraba de amores; ella, con la enloquecida cabeza apoyada en su -hombro, le escuchaba sin comprender... - -Cuando volvieron al gabinete, la joven apenas podía moverse; estaba -idiotizada. - ---Quédense ustedes aquí--dijo Felipa;--Claudio y yo vamos á bailar... - -Fernanda hizo un gesto desesperado, llamando á su amiga; pero Julián -cerró violentamente la puerta y ella quedó á merced de aquella bestia -encelada, terrible, que hablaba de amor... - - * * * * * - -¡No, jamás tornó á ver al hombre que en un momento de embriaguez la robó -la honra y el sosiego! Pero aunque fué frágil, contra su deseo y la -fuerza disculpaba su caída, Fernanda, batallando á solas con su -remordimiento, no podía disculparse. - -¡Ya no era la misma! Había ocurrido algo enorme, lo ignorado, ¡lo -inconfesable!... Recordando la promesa que un día hizo de decírselo todo -á su marido, quiso revelarle también aquello para dar treguas á su -delirante obsesión, y no pudo; un frío mortal paralizaba su lengua: los -conceptos se cristalizaban en el cerebro... Estaba delante de lo -incomunicable, de lo que no puede decirse, de lo que nadie sabe decir... - -Y muchos años después, cuando las tres únicas personas poseedoras de -aquel secreto habían muerto, Fernanda, ya vieja, aun no estaba curada de -su remordimiento. La costumbre de fingir la tornó pusilánime, suspicaz y -recelosa; temía que algún accidente imprevisto revelase el criminal -misterio de su vida, y cuando su marido la miraba fijamente, ó cuando -veía á su hija engalanarse para ir al baile, la pobre madre, condenada -voluntariamente al obscuro papel de hembra pasiva, bajaba los ojos -confusa, avergonzada, murmurando: - ---¡Dios mío... si lo supieran!... - - - - -EL AMIGO - - -Norberto Brito fué paladín esforzado de la libertad: defendióla en la -prensa, desde la tribuna y, más de una vez, á mano armada, blandiendo un -garrote ó tremolando una bandera á la cabeza de los motines populares, y -por ella vió confiscados sus bienes y padeció injusticias, destierros, -persecuciones y otros fieros reveses y malandanzas. - -A consecuencia de un violentísimo artículo publicado en el tercer número -del semanario _El Terremoto_, Norberto Brito fué detenido y llevado en -una cuerda de presos, como salteador de caminos ó solapado hurtador de -relojes, á la Cárcel Celular de Madrid. Al día siguiente, Paulina, su -mujer, y los ocho amigos que con él fundaron y redactaron _El -Terremoto_, acudieron á verle. Brito ocupaba en el departamento de los -políticos la letra K. Era una celda rectangular, con las paredes -estucadas y un amplio portalón abierto sobre una galería bien soleada -por donde iban y venían, la cabeza baja y las manos cruzadas atrás, -otros dos reclusos; el mobiliario lo componían un lecho y un lavabo de -hierro, una mesita y un sólido butacón canongil de elevados brazos y -ancho respaldo. - -Allí estaba Brito, de pie, las manos metidas en los bolsillos del -pantalón: á través de la ventana abarrotada del locutorio, aparecía su -silueta elevada, triste y enjuta; rígido dentro de su largo _chaquet_ -como un signo admirativo: los negros cabellos cubrían la frente, -llorando sobre el rostro cetrino, aviejado por la desilusión. - -Norberto besó las mejillas de su mujer por entre dos barrotes; luego -estrechó las manos de sus compañeros, Daniel Bala, Pedro Rico, Jaime, -Antonio... todos estaban allí mirándole con ojos dilatados por el -interés y la curiosidad. Los más ingenuos quisieron consolarle, -exhortándole á tener resignación y buen ánimo. - -Brito, afectando cierta insensibilidad artística, que juzgó del mejor -tono, procuró demostrarles que jamás había estado _tan_ bien. Para el -hombre vulgar, la prisión es un martirio; para el inteligente, para el -pensador, es un refugio. Allí, en la paz del siniestro edificio donde -los reclusos viven como los microbios en los poros de los cuerpos -muertos, el espíritu puede reconcentrarse, el entendimiento y la -imaginación se exaltan, se trabaja mucho mejor, se lee con más -provecho... - ---En esta celda--añadió,--prometo escribir dos libros por lo menos. - -Aquellas afirmaciones que, á no ser falsas, acusaban un espíritu -varonil, inaccesible al dolor, fueron recibidas de distinto modo; -algunos admiraron la fortaleza de Norberto, otros sonreían incrédulos; -Paulina y Pedro Rico escuchaban amablemente, pues de algo necesitaban -hablar, pero sin emoción, sabiendo cuánto artificio había en el fondo de -todo aquello. - -A la tarde siguiente, ocurrió lo mismo; Brito habló del día de su -excarcelación como de algo problemático y remoto; los amigos le -embromaron delicadamente, recordándole su estado de forzosa viudez; -Pedro Rico miró á Paulina mordiéndose los labios: ella reía impávida: -era una mujer delgada y pequeña, con unos ojos glaucos y fríos, de una -frialdad cínica. Norberto, manteniendo su empeño de parecer raro y -fuerte, tornó á asegurar que jamás sospechara la cárcel tan hospitalaria -y agradable. Esta escena, con ligerísimas variantes, se repetía -diariamente: Brito siempre aparecía impasible, moviéndose tras los -barrotes de la ventana como un pájaro extraño; su cuerpo, sin embargo, -sufría la doble acción debilitante de la quietud y de la sombra, y sus -manos iban resfriándose: las manos, por el contrario, de sus compañeros, -que gozaban la vida de la libertad y del sol, estaban calientes. - -La cárcel ocupa en el plano de Madrid una situación excéntrica, y los -caminos que á ella conducen, no obstante ser hermosos y bien soleados, -padecen la huella ó impresión de algo triste. Lentamente, los amigos de -Norberto comenzaron á cansarse de visitarle todos los días: primero -faltó Antonio, quien achacaba su alejamiento á perentorios quehaceres; -luego Jaime... - -Ante aquella deserción, Brito, siempre estoico y magnánimo, se cruzaba -de brazos; la humanidad es ingrata. - ---Lo raro sería--agregaba parodiando á Heine,--que los amigos nos -acompañasen en la desgracia. - -Pasó el verano y el otoño iba ya de vencida; el viento era frío, las -nubes encharcaron las calles; la cárcel, vista desde arriba, con su -enorme mole obscura, debía de parecer un galápago gigantesco, muerto -sobre el barro. - -Los presos políticos pueden ser visitados todas las tardes hasta las -cuatro. Dos redactores de _El Terremoto_ que aun iban diariamente á -cambiar con Brito un apretón de manos, se aburrían de aquel dilatado -homenaje amistoso: la celda, con su locutorio atravesado por un largo -banco de vieja gutapercha, llegó á parecerles una oficina donde nada -inesperado ni agradable podía aguardarles. Siempre experimentaban -impresiones idénticas; sus pisadas resonaban bulliciosas bajo la altiva -rotonda de la escalera; los espesos muros trasudaban hielo y pesadumbre; -los empleados de la penitenciaría examinaban á los visitantes de extraño -modo como maravillándose de que aun tuvieran valor y constancia para ir -hasta allí, aconsejándoles también con aquella mirada, que no -sostuvieran tal empeño, pues todo sacrificio era inútil. - -Arriba, en el locutorio K, las conversaciones no variaban: Brito, -siempre recibía á sus compañeros del mismo modo: en pie, agarrado á los -barrotes de la ventana, aparentando una entereza de ánimo que la -flacidez y tristura de su rostro desmentían. A veces hablaban de los -amigos que ya no concurrían allí tildándoles de ingratos; pero todos, -íntimamente, les envidiaban, admirando su despreocupación para -emanciparse de aquel vano y enojoso deber social. - -Una tarde de Diciembre salían de la cárcel Paulina, Daniel y Pedro Rico. - ---¡Qué pocos vamos quedando!--exclamó Pedro;--el mal tiempo y la -distancia han reducido los amigos de Norberto á monos de la mitad. - ---Así es--repuso Daniel. - -Luego se despidió, subiendo precipitadamente á un tranvía que pasaba. -Paulina y Pedro Rico continuaron andando lentamente, callados, la vista -fija en el suelo, como se sigue á los muertos. Sobre las calles húmedas, -desde el cielo sembrado de nubecillas blancas, un sol de invierno vertía -su luz amarilla. - ---Estoy triste--dijo ella;--¿quiere usted acompañarme á dar un paseo? - -El repuso estremeciéndose: - ---Vamos por donde usted guste. - -La adoraba en silencio; con los ojos se lo dijo muchas veces; ella lo -sabía y también le amaba. Fué aquel un paseo muy dulce, lleno de -voluptuosidades exquisitas y nuevas. Paulina habló de Norberto: era un -hombre frío que la acarreó con su humillante despego disgustos -innúmeros; ella necesitaba cariño y reverdecer su juventud, procurándose -una pasión, una gran pasión que saciase las ambiciones del codicioso -pensamiento. Pedro asentía acercándose á ella, disfrutando la vecindad -de aquel cuerpo fácil. Tan agradable paseo lo repitieron en los días -sucesivos; las tardes eran tibias, el sol caía á plomo sobre los caminos -poblados de chiquillos y niñeras, con delantales blancos. Daniel Bala -había escrito á Norberto asegurándole hallarse enfermo de cuidado y -rogándole imputase á esto, que no á indiferencia ó censurable olvido, su -ausencia y eclipsamiento. - -Ella apretó más las ligaduras que ya unían á Pedro Rico con el preso: -Norberto reconocía que su compañero era un hombre de corazón y un -camarada excelente, ya que en el hospital y en la cárcel, según el -adagio, es donde se conocen los amigos buenos. De esto habló con su -mujer varias veces; la joven afirmaba levemente moviendo la cabeza, -pensando que si los otros se marcharon fué porque ella no les retuvo. - -Todos los días, al salir de la cárcel, Pedro y Paulina, seguros de su -impunidad, paseaban los campo de la Moncloa. Una tarde regresaron á -Madrid casi de noche, y él estaba muy pálido y ella muy roja... y con -los cabellos manchados de tierra. La primavera volvía; los árboles -comenzaban á cubrirse de brotes nuevos; de pronto, en la lejanía del -nebuloso horizonte, apareció la cárcel, imponente tras sus altos -murallones de ladrillo. - ---Allí está--murmuró la joven. - -Rico repuso: - ---No mires, déjale... - -Y siguieron adelante, oprimiéndose las manos. - -Aquel íntimo enredo de amor pasó; Norberto Brito nada supo, y cuando -habla de Pedro, la emoción más sincera nubla su voz. - ---Jamás olvidaré sus favores--dice;--cuando estuve preso, no dejó de ir -á verme ni un solo día. Es mi mejor amigo. - - - - -EN PRESIDIO - - -El acusado, sentado en el fatal banquillo por donde pasan los que un -arrebato de codicia ó de cólera puso fuera de la ley, escuchaba el -terrible informe acusatorio del fiscal con los ojos fijos en la tierra, -que le atraía como reclamando ya la inmediata posesión de aquella pobre -carne condenada al patíbulo. Era un mozo de veintiocho á treinta años, -moreno, con cejas fuertes y pupilas brillantes y sangrientas como -brasas; la cabeza cuadrada y terca, los hombros anchos, las manos cortas -y gruesas de matador que no tiembla al herir... - -El fiscal terminaba su discurso pidiendo para Gerardo López la pena -capital. El crimen del acusado era una de esas terribles hazañas que, de -cuando en cuando, rompen la uniformidad de la vida diaria, calofriando -la sociedad con un estremecimiento de horror. La tarde del crimen, -Gerardo llegó á su casa inopinadamente, cuando todos le creían en la -fábrica; la puerta estaba entornada; aquello le sorprendió... Dentro, en -la pequeña habitación que servía simultáneamente de gabinete y comedor, -resonaban las confusas voces de un hombre y una mujer. El marido avanzó -cautelosamente sobre la punta de los pies, conteniendo el aliento... Al -llegar al término del pasillo, reconoció á los que con tanta vehemencia -y misterio discutían: eran su mujer y don Cleto, el casero, á quien -adeudaban tres meses de alquiler: él, sofocado por el torvo deseo carnal -que le oprimía la garganta, jadeaba asegurando que todo aquello tendría -fácil arreglo si ella era complaciente... La esposa le rechazaba -enérgicamente, sintiendo que aquella innoble proposición flagelaba su -rostro como un látigo. Entonces don Cleto arremetió á la joven -empujándola hacia un sofá. Este fué el momento elegido por Gerardo López -para perpetrar su crimen: sin pensar que á la generosidad de su víctima -debía haber dormido bajo techado aquellos tres últimos meses, cayó sobre -ella derribándola al primer mazazo de sus manos hercúleas; luego le -cogió por el cuello, arrastrándole, magullando su ensangrentada cabeza -contra los muebles y, finalmente, le mató arrojándole á la calle desde -la altura de un cuarto piso... - -El fiscal allegaba y zurcía malévolamente cuantos puntos eran más ó -menos hostiles al acusado; pues Gerardo estaba seguro de la fidelidad de -su mujer, sus celos no tenían disculpa ni explicación legítima: López, -en vez de ceder á la ira, debió limitarse á despedir al casero y -presentar contra él la oportuna denuncia; para algo vivimos en una -sociedad civilizada y bajo el amparo de códigos sabiamente compuestos... - -El abogado defensor comenzó su discurso coronándolo con párrafos -brillantes y ampulosos enderezados á conmover la honrada sensibilidad -del Jurado. - -Gerardo López no era un criminal, sí un hombre de arrestos y de honor: -examinó sus antecedentes sin tacha y su existencia metódica, consagrada -al trabajo y al cariño de aquella mujer que era todo su bien, su -familia, su consuelo y su esperanza; y luego pintaba con frases cortadas -y duras, como golpes de escoplo, el trágico cuadro de la lucha: al -propietario, crapuloso y obsceno, invocando, para vencer la honrada -resistencia de la pobre obrera, sus títulos de acreedor, y cayendo -después bajo los puños de Gerardo López, que defendía lo suyo, la mujer -que era para él deleite y arrimo, compañera santa en sus fieros combates -por el pan, consoladora como un amigo, bondadosa como una madre... - -Al llegar cierto momento en que el abogado invocaba el derecho -indiscutible que su defendido tenía para hacer lo que hizo sin acordarse -del Código que, como todo lo reglamentado, es muerto y frío, Gerardo -López, fuera de sí, le interrumpió para exclamar: - ---¡Sobre todo, antes que hombres civilizados... somos... hombres! - -No supo decir otra cosa, pero él se entendía; su defensor también le -comprendió y aquella interrupción le sugirió una improvisación -elocuente. Gerardo, sin más luz que la de su buen instinto, había dado -en el hito: «antes que hombres civilizados... somos... hombres;» seres -que saben sentir intensamente, y querer hasta el sacrificio heroico y -odiar hasta el crimen; de poco sirven los códigos cuando la pasión se -revuelve y estalla. En los trances supremos, el instinto independiente y -dominador del macho primitivo despierta; ¿qué hombre, viendo amenazados -el honor ó la vida de su madre ó de su esposa, podría reprimir el -impulso vengativo de todos sus nervios para invocar fríamente el socorro -de la ley?... - -El fiscal se levantó á ratificar; su despiadada inspiración tuvo -párrafos de terrible y abrumadora elocuencia; el Jurado se declaraba en -su favor; Gerardo López fué condenado á cadena perpetua. - - * * * * * - -Pasaron muchos años; don Víctor, el fiscal que envió á Gerardo á -presidio, se había retirado del foro para casarse y dar á los últimos -años de su vida algún reposo. - -A pesar de sus cincuenta y cuatro años, don Víctor se conservaba fuerte -y erguido dentro de su levita negra, amplia y larga; vivía en un -hotelito, cerca del Hipódromo, en medio de su vasto jardín con callejas -enarenadas y frutales que la primavera cubría de flores; Joaquina, su -mujer, que apenas contaba veinte mayos, parecía adorarle y su temprana -juventud le prometía herederos robustos que, por ciertos indicios -inequívocos, no tardarían en llegar. - -Muchas noches don Víctor, sentado ante su mesa de trabajo y rodeado de -estantes atiborrados de libros, recordaba aquel pasado de luchas que iba -alejándose, como algo que se hunde en una noche sin fin; á veces -Joaquina le acompañaba, leyendo una novela bajo la luz del quinqué. Don -Víctor, sumido en delicioso emperezamiento, comparaba su existencia -actual, tranquila y feliz, con las luchas de otros días. A su alrededor, -dormidos en la penumbra de los estantes, reposaban los centenares de -volúmenes que guardaban cuanto acerca de las injusticias y derechos -humanos se ha escrito, y en los cuales él aprendió el ingrato arte de -mandar gente á presidio ó al patíbulo: á ratos, evocando los bizarros -extremos de su verbo brillante y frío como la cuchilla de una -guillotina, le asaltaba el temor de haber sido cruel, y reconstituía -escenas: el reo sentado en el banquillo, con la cabeza caída sobre el -pecho, cual si la oratoria implacable del fiscal le patease el cráneo; y -él en pie, empujando sañudamente hacia el castigo la conciencia de los -jueces. Pero no; él siempre fué justo; él nada legisló; se había -circunscripto á ser el representante de la legalidad, la encarnación del -Código, la voz temerosa de aquellos libros cerrados. Sí; él fué justo y -bueno: sin esto no se concebía que el Destino recompensase sus afanes -pretéritos rodeándole ogaño de tantos agasajos: aquella mujer joven, -dulce y bonita, aquel hotel que en las noches estivales dormía bajo la -luz blanca de la luna, entre un bosque de frutales y sobre un odorante -tapiz de flores era el condigno premio á sus esfuerzos en pro de la -humanidad honrada. - -Y don Víctor creía que su felicidad sería eterna, como el suplicio de -los condenados á cadena perpetua. - -Transcurrieron doce años; el anciano fiscal, embebecido en el cariño de -su mujer y la crianza de su hijo único, no visitaba á sus viejos -compañeros, que también le habían olvidado; su antiguo prestigio era -agua pasada. - -Un día, al regresar á su hotel á hora desusada, le impresionó -dolorosarnente oir en su gabinete un murmullo indefinible de -conversaciones y de risas: don Víctor subió las escaleras de puntillas; -Joaquina hablaba con un hombre á quien el fiscal procuró inútilmente -reconocer por la voz: don Víctor se deslizaba lo largo del pasillo, y al -llegar á la puerta de su despacho se detuvo y aplicó el oído... Oyó una -frase amor, luego otra... y sus mejillas ardieron con el incendio de la -vergüenza y de la ira. Fuera de si allanó la habitación, babeando, -agitando los brazos, como un oso herido que zarpea. El amante cobarde -huyó, saltando por la ventana, Joaquina, abnegada y heroica, protegió su -fuga, colocándose tras él, defendiéndole con su cuerpo. Don Víctor, se -arrojó sobre ella, la derribó al suelo, pateó su vientre, sus entrañas -traidoras, oprimió su garganta hasta estrangularla. Después se levantó -aturdido, pero satisfecho de sí mismo, pareciéndole respirar mejor, y -paseó en torno suyo una mirada estúpida, sin comprender el mudo lenguaje -de aquellos centenares de volúmenes que le acusaban recordándole que la -venganza de todas las afrentas, como él tantas veces había dicho, no -estaba nunca entre las manos del ofendido, sino en los tribunales de -justicia... Pero, pasados algunos minutos, don Víctor creyó oir aquella -voz que llenaba su juventud, y por primera vez el anciano fiscal tembló, -reconociéndose injusto y frió y cruel... - -Don Víctor fué preso; sus antiguas relaciones no le favorecieron; el día -de la sentencia el representante de la ley le atacó furiosamente y la -defensa fué mala. Don Víctor fué condenado á tres años de presidio. - -La noche en que el viejo fiscal llegó á la penitenciaría, le impresionó -un semblante moreno, de ojos ardientes y grandes y poderosas cejas, al -que estaba seguro de haber visto otra vez... - ---¿Es usted Gerardo López?--preguntó. - ---Sí, señor. - -El antiguo recluso, á su vez, reconoció en aquel viejecillo á quien la -fatalidad parecía haber encorvado repentinamente, al fiscal que le -condenó. - ---Y usted--dijo,--¿es don Víctor?... - -Don Víctor comprendía entonces lo que jamás pudo entender; y las -palabras con que el obscuro presidiario había querido defenderse -volvieron á su memoria. - ---Aquí estamos los dos--exclamó el viejo magistrado;--tenía usted razón -al decir que, antes que hombres civilizados... somos... hombres. Sí, fuí -injusto con usted; no me guarde por ello rencor. Deme usted la mano... - - - - -LA CARTA - - -La anciana penetró en el despacho caminando ágilmente, con paso -infantil, alocado y ligero. - ---Esta era la habitación favorita de mi pobre esposo--dijo;--todo está -según él lo dejó: la mesa de escribir, los estantes cargados de libros -que nadie ha vuelto á manosear desde entonces, la chimenea ante la cual -solía sentarse cuando ya estaba enfermo, á calentarse los pies; el -sillón Voltaire donde dormía las siestas, y la panoplia con las espadas -y los floretes que el generoso Ricardo descolgó tantas veces para -defender propios y ajenos errores. ¡Oh, no puedo recordar sin pánico -aquellas mañanas en que, tras una noche de ausencia, le veía llegar muy -pálido y con los puños de la camisa salpicados de sangre!... - -En el testero principal de la habitación, y sobre un diván, había un -retrato al óleo de Ricardo Valdés. La pátina del tiempo había -obscurecido la pintura, y la cabeza, de color terroso, surgía del fondo -negro, con su frente ancha, su nariz aguileña, su bigote donjuanesco, -retorcido y largo, como los que cortan el rostro de los guerreros de -Velázquez; los ojos grandes, desencantados y burlones... Aquel retrato -recordaba al turbulento aventurero de antaño, procaz, enamorado, -vagabundo, que después de casarse huyó de Madrid poniendo el porvenir de -sus hijos y la felicidad de su mujer á los pies de una bailarina... -Rápidamente pasó por mi memoria la silueta de aquel hombre cuya historia -fué unida á la mía durante muchos años, y luego imaginé sus últimos -momentos terribles de cardíaco, pasados allí, bajo el rayo de sol que -ahora calentaba inútilmente el sillón vacío, junto á la esposa que -presenciaba la catástrofe desesperada, jadeante de dolor, después de -perdonarle todas sus culpas. - ---Sí, fué bueno--dijo Teresa, que sin duda iba leyendo en mis ojos mis -pensamientos;--¡pobre mío!... Nunca podré absolverme de los -remordimientos que, bien involuntariamente, le causé... Ricardo, con sus -locuras, me atormentó mucho, pero también mis penas le herían de -soslayo, y estos sufrimientos que al fin le restituyeron á mis brazos, -aceleraron su muerte... - -Después añadió con el atolondrado regocijo del niño que va á enseñarnos -una caja de juguetes nuevos: - ---Venga usted: aquí, en esta gaveta, conservo varios recuerdos suyos: -retratos, pañuelos y una carta... carta deliciosa, que me escribió desde -París, poco antes de volver á España, herido ya mortalmente por la -enfermedad que había de robármele. Nadie sería capaz de quitarme este -papel; en sus renglones vive el alma de Ricardo, á veces impetuosa, -sentimental á ratos, siempre generosa y noble. ¿Quiere usted leer?... - -Y me alargaba un pliego de papel escrito con una tinta que ya pardeaba: -carta dulce y triste, de arrepentimiento y de amor, que había recibido -muchos besos y sobre la cual se derramaron muchas lágrimas... - -Decía así: - - París, Mayo 18... - -«Pronto hará cinco años que nos separamos, y durante este largo espacio -de tiempo, apenas si se han cruzado entre nosotros una docena de cartas. - -«¡Oh mía, mía!... ¿Crees que te he olvidado?... - -¡No!... En medio de mis viajes y del abominable catálogo de mis locuras, -tu recuerdo vivía en mí inspirándome la dulce confianza de que hay entre -nosotros algo muy grande, indestructible, que nada, ni aun el mismo -Destino, puede romper. ¡Ah!... ¿Por qué no decírtelo, cuando estas -verdades crueles pueden servirte de infinita consolación?... ¡Sí, quiero -que lo sepas!... Siempre había en la voz de mis queridas una inflexión -que recordaba la tuya: ésta tenía tus ojos, ardientes y melancólicos de -abandonada; aquélla tus cabellos negrísimos, estotra tus labios y tus -dientes; y por las noches, cuando me hallaba á solas en mi lecho después -de gozar una alegría que siempre tuvo algo de postizo, tu imagen -amadísima volvía á mi memoria poco á poco, acariciándome con el suave -perfume de tiempos lejanos, como una de esas sencillas oraciones que -aprendímos siendo niños y que nunca se olvidan... Y aquella oración -decía que tú me amabas también, que tus labios y tus brazos siempre -estaban abiertos para mí... - -»¿Me engañaré? ¿Será posible que el recuerdo de las horas felices que -disfrutamos juntos haya muerto en tu alma? Estoy enfermo, mía; el -corazón me duele mucho; me ahogo... ¡Déjame volver á ti!... - -»Te escribo desde un café del boulevard; son las diez de la mañana y -estoy solo; por la puerta entornada penetran ráfagas de aire tibio, -bocanadas alegres, vigorizadoras, de la primavera que vuelve; el sol de -Mayo ha disipado las nubes, convirtiendo el suelo en un charco de añil. - -»¡Te quiero, mía!... Este último invierno, con sus días de nieve y sus -bacanales nocturnas, pasadas en los comedores reservados de las fondas, -dejó en mi memoria una impresión tristísima: recuerdo las mesas, con sus -manteles salpicados de vino, la silueta de los camareros silenciosos, -que salían llevándose los platos sucios y cerrando la puerta con el pie, -y las figuras de mis amigos: ellas tumbadas sobre los divanes, con los -corpiños entreabiertos y los cabellos desrizados, caídos sobre la -frente; ellos muy blancos, muy pálidos, con esa palidez cadavérica que -agranda los ojos, levantando en alto sus copas de _champagne_, brindando -y riendo, con alegría fúnebre de Pierrot... todo ello moviéndose en el -nimbo gris de las pesadillas. - -»Pero aquéllo pasó, la primavera está ahí, y con la nueva sangre torna á -circular por mis venas el ardiente deseo de volver á ti: deseo tu alma, -hermana gemela de la mía, y codicio tu cuerpo, que á través de los años -y de la distancia, surge otra vez ofreciéndome el hechizo de las -ilusiones insaciables. - -»¡Mía... deja que te llame así!... Necesito acariciar la esperanza de -volver á retratarme en tus ojos y que éstos sabrán mirarme sin tristeza -ni reproches; que tus manos jugarán con mis cabellos, que tus labios -húmedos espantarán de mi frente los malos pensamientos, que sentiré -sobre mi rodilla el peso y el dulce calor de tu cuerpo amadísimo; ¡oh, -la muerte no me asustará si, cuando llegue, me encuentra dormido entre -tus brazos! - -»Adiós, mía; perdona el mal que te hice y ámame. Tengo sed de ti.» - -Cerré la carta doblándola por los mismos antiguos dobleces que ya tenía, -y se la devolví á Teresa. Ella dijo: - ---Separada de mis hijos por la distancia y de mi marido por la muerte, -esta carta constituye mi única consolación, la flor de mi juventud, la -voz adormecedora del ayer, el amuleto con que Ricardo borró todo el daño -que me hizo... - -Mientras hablaba, los ojos de la pobre anciana brillaban en el fondo de -sus cuencas iluminados por un regocijo extraño; y yo la veía animarse, -sonreir desde el desamparado invierno de su vejez á la lozana juventud -perdida. - ---¿No es cierto--añadió,--que esta carta es muy hermosa? - ---Sí--repuse,--muy hermosa; consérvela usted... - - * * * * * - -Sólo yo conozco el secreto de aquella carta que quince años antes -Ricardo Valdés había escrito delante de mí. - -Aquella mañana Ricardo redactó dos cartas; una cariñosa y ardiente, para -la bailarina amada de su alma; y otra correcta, fría, plagada de lugares -comunes, para su esposa. Luego incurrió en la distracción, harto -frecuente, de cambiar los sobres. Yo, que había sorprendido el engaño, -se lo advertí. - ---De todos modos--contestó Ricardo sonriendo,--ninguna de las -interesadas hubiese podido sospechar mi equivocación, pues acostumbro á -no llamarlas nunca por sus nombres... - ---En tal caso--exclamé--no deshagas el engaño; deja que la casualidad -realice sus planes. De todo esto puede resultar un gran bien. - -Hubo una pausa. - ---¡Quién sabe!--murmuró Ricardo pensativo;--¡acaso tengas razón!... - -Y el trueque quedó hecho. - -¡Pobre Teresa! Si ella hubiese sabido... - - - - -DECLARACION - - -Noche primaveral. Sobre el velador hay un elegante quinqué de mármol, -vestido por amplia pantalla de muselina azul; de las paredes cuelgan -tapices estilo Watteau, con pastores y emperifolladas princesitas que se -enamoran sobre un fondo gris: los muebles son de felpa, bajos y muelles; -sutil esterilla de junco cubre el suelo; en el comedio de la habitación, -suspendidos del techo por invisibles cabellos rubios, varios pájaros -disecados parecen sostenerse sobre sus alas extendidas; desde el balcón -abierto se abarca un ancho trozo de mar, mar calmoso cuyas olas -fosforean con vago y melancólico cabrilleo bajo la luz lunar. Del -horizonte asciende el gemido inmenso de la marea; suspiro doloroso que -llena el espacio remontándose hasta la región inaccesible de las -estrellas inmóviles. - -_Personajes_: - -ELISA.--Treinta años, viuda. Regular estatura, pelo y ojos negrísimos, -labios tristes, frente distraída, más que reflexiva. Ocupa una mecedora -junto al balcón. - -CLAUDIO.--Cuarenta años; elevada estatura, semblante de Greco, largo y -seco; uno de esos rostros ascéticos que las ideas fijas empalidecen. Sus -miradas curiosean el espacio. - -ELISA.--¿En qué piensa usted? - -CLAUDIO.--No sé... oía... - -E.--¿Qué? - -C.--Al mar. - -E.--Las olas hablan, ¿no es cierto? - -C.--A ratos; esos diálogos que el hombre sostiene con la Naturaleza -dependen del observador, de sus nervios, del momento psicológico que -atraviese... A veces los pajarillos, el viento, las nubes, dicen cosas -agradables, sin trascendencia, que hacen amable la vida; otras, de noche -especialmente, el mar y los cielos parecen revelarse á nosotros cual si, -temerosos de quedar eternamente ignorados, pretendiesen descubrirnos el -secreto de lo incognoscible, de lo que nunca podrá saberse... - -E.--¿Y ahora?... ¿Qué dicen las olas?... - -C.--¡Oh!... ¿Cómo quiere usted que yo reduzca á palabras lo que apenas -cabe en la amplitud de mi pensamiento? El mar y los astros que sobre él -se reflejan, son para mí imagen ó fiel trasunto del amor, ideal supremo -del espíritu. Todos los hombres de imaginación llevamos un prototipo -femenino que provoca y presido la germinación de nuestros amores; cada -cual tiene su Julieta, su Beatriz... ¿De dónde surgió esa mujer, -arquetipo fantástico de toda belleza y de toda virtud?... ¡Quién sabe! -Probablemente nació con nosotros, y luego adquirió forma con la lectura -del libro de versos que hojeamos una noche de fiebre, ó con el retrato -de la diosa desnuda que vimos en la biblioteca de nuestro padre siendo -niños... Más tarde, el recuerdo de ese ideal nos acosa, nos sigue á -todas partes y creemos verlo en cuantas mujeres tropezamos, porque á -todas ellas alcanza su luz. «¡Esta es!»... Decimos llenos de júbilo y no -sosegamos hasta obtener su amor; y después, desvanecida la ofuscación -del primer momento, el alma desolada murmura: «¡No, no era ella!... -¿Comprende usted? La pasión siempre es única; sólo varia la forma ó el -objeto en que dicha pasión se complace, así vemos brillar en todas las -olas la luz del mismo astro; mas como no hay en ellas nada estable ni -sólido, su mentiroso cristal varía y la ilusión huye, y con ella la -serena luz robada á los cielos. - -E.--De modo que las mujeres son para usted... olas... - -C.--Esto es, olas del mar humano; olas poderosas que acarician, que -suelen llevarnos muy lejos y que, como las del Océano, pueden darnos ó -quitarnos la vida. - -E.--Olas que pasan... - -C.--Que pasan llenándonos de amargura el alma, pues sólo reflejan -fugitivamente la luz del astro que nuestra generosa imaginación colgó -muy alto, en la serena región donde los huracanes pasionales no llegan. -(=Pausa.=) - -E.--¡Pobre Claudio! ¡Usted es un náufrago! (=El la mira sorprendido, ella -prosigue.=) Un náufrago que bracea desesperadamente contra el turbión que -le arrastra. - -C.--(=Con tristeza.=) ¡Tal vez! - -E.--¿Qué edad tiene usted? - -C.--Más de cuarenta años. - -E.--¡Cuarenta años!... A esa edad todavía el corazón y los músculos -conservan su vigor, pero la ilusión y la fe, brújulas ó divinos orientes -del espíritu ya se han apagado, y el horizonte obscuro es una amenaza, -una promesa siniestra. ¡Si usted hallase un leño, un salvavidas á que -unirse!... - -C.--(=Mirándola sorprendido, como despertando de un sueño.=) Ya le he -hallado. - -E.--(=Con súbita alegría.=) ¿Es posible? - -C.--Sí. - -E.--¿Quién? - -C.--¡Oh!... (=La mira de modo singular, y luego baja los ojos -avergonzado.=) - -E.--(=Tristemente.=) ¡Bah! ¿Para qué saberlo? Esa mujer... será una de -tantas; reflejo que se extingue, ola que pasa... - -C.--No, Elisa; se engaña usted; á mi edad la fantasía, domada por los -desengaños, no forja ilusiones. La mujer de que hablo... es la soñada, -el ideal, la estrella que yo coloqué muy alto, allá arriba... en el -cielo, donde nos esperan todos los seres queridos que ya han callado... -(=Pausa.=) - -E.--¿Y ella, le quiere á usted?... - -C.--(=Vacilando.=) No sé. - -E.--¿Nunca la descubrió usted su pasión? - -C.--Nunca. - -E.--¿Y ella, sabe que usted la ama? - -C.--(=Con firmeza.=) Sí. - -E.--¡Es raro!... - -(=Le mira de hito en hito; él desvía los ojos, confuso.=) - -E.--¿Hace mucho tiempo que la trata usted? - -C.--Dos años. - -E.--¡Lo mismo que á mí! - -C.--(=Ruborizándose, temiendo haber dicho demasiado.=) Precisamente. - -E.--(=Sondeándole astutamente.=) Pues... pasión que tanto se oculta y -recata, no puede ser firme. - -C.--Al contrario. - -E.--¿Cómo? - -C.--Porque ese amor es una esperanza... ¡mi última esperanza!... y el -temor de perderla me aterra. Soy como jugador que malgastó un capital, -como padre que perdió muchos hijos: la desgracia me acobarda, el recelo -de que esa ilusión se convierta en desengaño y no en realidad, refrena -mi impaciencia: ella es mi último duro, el último hijo que puedo -perder... - -E.--(=Pensativa.=) Comprendo su pensamiento. No obstante, yo, en su caso, -no sabría esperar; ¡es tan cruel la incertidumbre!... - -(=Pausa. En el silencio el rugido del mar llena los horizontes como eco -apocalíptico de una voz lejana.=) - -E.--Hable usted, Claudio, sea franco conmigo. - -C.--¿Qué más puedo decir? - -E.--¿Conozco yo á esa mujer? - -C.--(=Titubeando.=) Sí. - -E.--¡Ah!... ¿Quién es? - -C.--Elisa, perdóneme usted, no puedo decirlo... - -E.--Basta. ¿Cómo es? ¿Se parece á mi? - -C.--Sí... (=Con arrebato.=) ¡Oh sí!... ¡Mucho! - -E.--¿Tiene mi estatura? - -C.--Sí. - -E.--¿Y el pelo? - -C.--Como usted. - -E.--¿Y los ojos? - -C.--Como usted. - -E.--(=Fingiendo admirarse.=) ¡Es extraño!... ¡Dijérase que soy yo misma. -(=Pausa. Las mejillas de Claudio echan fuego.=) ¿Y en el carácter también -se parece á mí? - -C.--También. - -E.--¿Su nombre?... (=El la mira suplicante.=) ¡Tiene usted razón!... Había -olvidado que debo saberlo. - -C.--(=Tragando saliva.=) Por ahora no; mañana... - -E.--¿Mañana, sí? - -C.--Sí. - -E.--(=Riendo.=) ¡Es usted un hombre original! - -C.--No se burle usted de mi cortedad; es que así, de sopetón... no -podría... no sabría decírselo... - -E.--¿Y mañana? - -C.--Mañana... le enviaré á usted su retrato. - -E.--¡Ah!... (=Sorprendida.=) ¿Tiene usted su retrato? - -C.--No. - -E.--Entonces... - -C.--Es decir... (=Tartamudeando.=) Es... ¿cómo explicarme?... es un -retrato que... sólo usted puede ver. - -E.--No comprendo. - -C.--Ni yo acierto á expresarme mejor. (=Levantándose.=) Adiós. Elisa. - -E.--¿Quedamos, pues, en que mañana quedará despejada la incógnita? - -C.--(=Con firmeza.=) Sí. - -E.--¿Palabra de honor? - -C.--Palabra de honor. - -(=Se despiden estrechándose las manos largamente.)= - -Al día siguiente Elisa recibió el retrato prometido. Venía dentro de un -estuche. Era un espejito de mano. - - - - -UN CUENTO RARO - - -Yo dirigía, por aquella fecha, un periódico diario de gran circulación. -Era una madrugada de Enero: me hallaba en mi despacho, escribiendo á -vuela pluma la _última hora_. Los suelos estaban alfombrados, los -cortinajes de las ventanas corridos; en el hogar ardía un buen fuego de -tuero y encina; el quinqué con pantalla verde puesto sobre mi mesa de -trabajo, proyectaba á su alrededor un cono luminoso: las manecillas de -un grave reloj de bronce colocado en la chimenea, bajo un almanaque de -pared, marcaban las tres de la madrugada. - -La puerta del despacho abrióse lentamente y un ordenanza anunció la -llegada de un caballero que deseaba hablar conmigo. - ---¿Quién es?--pregunté. - ---No sé; no quiso decir su nombre. Asegura que necesita verle á usted -para un asunto urgentísimo y de mucha importancia... - ---Está bien; que pase. - -Permanecí mirando impaciente á la puerta, irritándome contra el -desconocido importuno que venía á interrumpir mi trabajo. Luego mi mal -humor cesó, trocándose en un sentimiento de curiosidad que había de ir -en aumento. El recién llegado era un hombre alto, extraordinariamente -delgado, preso en un gabán azul. Representaba cuarenta años: tenía la -frente grande, el rostro enjuto, la barba canosa y mal cuidada, la nariz -aguileña, los labios desencantados y finos; sus ojos miraban con esa -expresión penetrante y fría de los marinos viejos acostumbrados á -interrogar el horizonte... - -Saludóme con una leve inclinación de cabeza, y sin más ambages se acercó -presentándome una docena de cuartillas. - ---Tome usted--dijo,--es un cuento, acaso una historia... que acabo de -escribir. - ---¡Un cuento!--repetí admirado de que viniesen á ofrecerme á tales horas -un retazo de amena literatura. - ---Sí--añadió mi interlocutor sin inmutarse,--un cuento precioso, -originalísimo, que debe publicarse en el número de mañana. - ---¡Usted está loco!--exclamé riendo, más sorprendido que irritado de -aquella exigencia;--á hora tan avanzada de la noche los periódicos -diarios sólo pueden admitir telegramas y noticias de gran actualidad é -interés general. - ---Es que mi cuento tiene actualidad... - ---En ese caso... - -Alargué la mano y cogí las cuartillas que el desconocido continuaba -ofreciéndome. Le dí aquella contestación ambigua que á nada me -comprometía, para que se fuese y quedarme tranquilo. El así lo -comprendió, porque repuso: - ---¿Cumplirá usted su palabra?... - -Y me miraba, registrándome con los ojos el pensamiento. Yo, creyendo -realmente habérmelas con un loco, contesté: - ---Sí. - ---¿Lo promete usted por su fe de caballero? - ---Lo prometo... siempre que el artículo sea bueno. - ---Entonces me voy tranquilo; el artículo es bueno; se publicará... - -Dió algunos pasos para marcharse; de pronto se detuvo dándose una -palmada en la frente, recordando algo muy importante: - ---Mi cuento--dijo,--no está concluído, pero no importa... voy á -terminarlo dentro de un momento; falta sólo una cuartilla, la última. -Cuartilla que traerán, caso de que yo no pudiese volver, antes de media -hora. - -Y sin darme tiempo á contestar, saludó y salió del despacho como una -sombra, sin ruido. - ---Decididamente--pensé--ese hombre está loco. - -No obstante, cogí su artículo y empecé á leer. Era un cuento -autobiográfico muy raro, escrito con estilo enérgico y fácil, salpicado -de incongruencias deslumbrantes, que esclavizaron mi atención. Lo leí -rápidamente, de un tirón. Se trataba de un viejo libertino que, la noche -del último día de Diciembre, había querido epilogar la larga historia de -sus azarosos amores y romper definitivamente con todo su pasado. Para -ello colocó sobre la mesa de su despacho el baulito donde desde hacía -muchos años, venía guardando los trofeos que de sus diferentes mujeres -iba conquistando; retratos, pelo, guantes, cintas; flores marchitas, -restos melancólicos de primaveras remotas, zapatitos de seda que -recordaban algún baile de máscaras... El desengañado burlador quería -conservar cuanto perteneció á la amada muerta, á la inolvidable, y -romper el resto. De pronto, su mano febril tropezó con la arquilla, ésta -cayó al suelo y los recuerdos de aquellos viejos amores quedaron -confundidos y revueltos en galimatías inexplicable. ¿Cómo descubrir -entre los numerosos rizos de diferentes cabelleras morenas y rubias los -que pertenecieron á la muy amada? ¿Cómo guardar el pelo de una mujer que -no quiso? ¿Cómo tirar al arroyo los cabellos de la que amó?... Y el -burlador sentía la desesperación trágica, desgarradora como un zarpazo, -del fanático que ve caer á sus pies y saltar en pedazos una imagen -bendita. - -«Desde hace tres días--añadía el autor del cuento--vivo en una -incertidumbre cruelísima que trastorna el concierto de mis ideas. ¿Dónde -estarán los cabellos de la muerta?... La silueta macabra del suicidio -bailotea ante mis ojos y sonríe, mostrándome sobre su semblante de ébano -unos dientes muy blancos y unos labios muy rojos, que convidan con el -último beso...» - -No pude seguir; el regente de la imprenta llegaba pidiendo original. - ---¿Cuántas columnas faltan para completar el número?--pregunté. - ---Tres. - ---Toma ese cuento y que vayan componiéndolo; falta una cuartilla que irá -en seguida... - -Permanecí solo, el ceño fruncido bajo la impresión poderosa de aquellas -cuartillas extrañas, recordando el semblante lívido y enjuto de su -autor, y sus ojos inmóviles que parecían inspeccionar lo definitivo... -Después volví á la realidad, abismándome en el examen prosaico de los -telegramas que iban llegando. Eran las cuatro de la madrugada. Pasó otra -media hora. El regente reapareció pidiendo la última cuartilla del -cuento... Me quedé perplejo, no sabiendo qué hacer; el desconocido no -había vuelto; la tirada del periódico iba á retrasarse por una -tontería... - -En aquel momento llegó el _reporter_, que venía del Juzgado de guardia -con las últimas noticias. - ---¿Qué hay?--pregunté. - ---Poca cosa; un incendio en la calle de... y el suicidio de un -caballero. - ---¿Un hombre de cuarenta años, alto, delgado, vestido con un gabán -azul?... - ---Sí; ¿cómo sabe usted?... - -Entonces lo comprendí todo; yo mismo redacté la noticia; aquella -cuartilla era la que faltaba. El hombre raro no me había engañado: su -cuento estaba hecho. - - - - -LA COMEDIANTA - - -Echado afanosamente sobre la barandilla del palco, con los ojos muy -abiertos y la mirada inmóvil del desdichado que siente la angustiosa -atracción de los abismos, Claudio Roldán espiaba las movimientos de -Matilde, la actriz prodigiosa en quien hallaban eco todas las notas de -la gama sentimental: el cariño y el odio, la duda y la fe, los arrebatos -del deseo y el amor reservado y discreto de las vírgenes.... - -Matilde estaba en la plenitud de sus facultades y en el apogeo de su -belleza. Su voz, clara y dulce, resonaba en el teatro con inflexiones -suaves, resbalando cariciosa sobre la cabeza de los espectadores -atentos; luego, en los recitados, la tiple se metamorfoseaba en -verdadera actriz; el genio hermoseaba sus ojos; una sonrisa dulce, como -promesa de amor, embellecía sus labios; su rostro brillaba bajo el casco -de sus cabellos rizosos y sus ademanes adquirían elegancia y desenfado -encantadores... Y mientras Matilde representaba, Claudio Roldán, -fascinado, iba acercándose á la barandilla del palco, adelantando el -busto, alargando el cuello con un embeleso en que había algo fatal. - -Aquella pasión fué creciendo, ponzoñosa y devoradora como un cáncer, y -Claudio ya no pudo resistir la tentación de conocer personalmente á -Matilde. Un actor amigo suyo se ofreció á presentarle, y aquella misma -noche, durante un entreacto, Roldán fué al cuarto de la actriz. Era un -gabinete monísimo, tapizado de azul, sobre cuyas paredes la luz de una -lamparilla eléctrica vertía suave resplandor nimbado. - -La presentación fué breve y expresiva: - ---Aquí tiene usted á Claudio Roldán, escritor de gran corazón, buen -amigo y buen artista... - -Claudio encomió la hermosura y el talento de la actriz; ella respondía -sonriendo, halagada, entornando los párpados modestamente; y estaba -seductora con sus ojos perversos de mujer muy vivida, que todo lo sabe, -su entrecejo pensativo, su traviesa naricilla de artista y sus labios -finos, alegres y dulces, como un epitalamio... - -Aquella primera entrevista sirvió de prólogo á otras muchas, y lo que en -un principio fué afición discreta y suave, trocóse bien pronto en -furioso deseo. Claudio amó á Matilde con pasión frenética: amó sus ojos -negrísimos, sus labios que, á pesar del fuego calcinante de las -pasiones, se mantenían purpurinos y frescos como los de una virgen que -nunca ha besado; la dulce expresión de su rostro, siempre propicio á la -risa; su cuello oculto bajo la brillante cascada de sus cabellos negros; -su cuerpo prodigioso, ramillete de femeniles hechizos... Claudio amó -todo esto en Matilde, y contribuyó á fortalecer su pasión la perfecta -identidad moral y física que halló entre la actriz y la mujer que -inspiró sus primeros amores y que murió llevándose á la tumba la dorada -primera juventud de Claudio Roldán. La presencia de Matilde retrotraía á -la memoria del escritor los años pasados; volvió á sentirse mozo y á -reconocerse capaz de vencer la corriente fatal de las cosas, tornando á -vivir lo ya vivido, si, como suponía, Matilde se prestaba á ayudarle. - -Durante varias noches consecutivas, Claudio Roldán fué al cuarto de la -actriz resuelto á descubrir el misterio de su cariño; pero nunca se -atrevió, acobardado bajo la mirada zahorí de aquella mujer en cuya -historia no se insinuaba el recuerdo de ninguna pasión, y que siempre -parecía recibirle con cierto agasajo desdeñoso y burlón. Al fin, -convencido de que no sabía hablarla, resolvió escribirla: fué una carta -admirable que compendiaba todo un drama de amor. En ella se advertían -contradicciones encantadoras. Temiendo la posibilidad de que la actriz -contestase á su declaración con una negativa rotunda, el tímido amante -disimulaba el verdadero alcance de sus deseos con una modesta petición. - -«Yo, pobre y obscuro, ¿cómo he de abandonarme á la ilusión de llegar á -usted, rica, feliz y envuelta en el nimbo glorioso de sus triunfos -artísticos?... No, Matilde, yo no aspiro á tanto: mis ambiciones se -reducen á conversar con usted algunas horas; no en su cuarto, donde -nunca faltan visitantes importunos que me molestan, sino por ahí, á -solas, donde pueda yo dar libre curso al flujo tempestuoso de mis -pensamientos. - -»No desoiga usted mi ruego, Matilde; usted es artista y los artistas se -deben al público; y, pues usted procura agradar y divertir á los -espectadores que acuden al teatro, ¿por qué no había usted de resignarse -á divertirme á mí solo algunos momentos?... Aparte de que usted no será -para mí necio divertimiento ni pasatiempo vano, sino preciosísimo rayo -de luz, de cuyo benéfico calor quedarán en las yertas lobregueces de mi -vida imperecedero recuerdo...» - -Continuaba hablando de su melancólica existencia de artista pobre, de -sus ambiciosos ensueños, no realizados aún, y agregaba: - -«Necesito que pasemos una tarde juntos, como si fuésemos amantes: yo la -esperaré en un coche de alquiler que nos llevará á un café de los -arrabales. Ya sé que tiene usted coche propio, mas no puedo subir á él; -porque ese coche lo compró usted con el dinero que ganó divertiendo al -público, y estoy celoso de esas ráfagas de deseo que palpitan en el -aplauso de las multitudes: creo que en ese vehiculo, sobre cuyos muelles -asientos usted se adormece cuando sale del teatro, yo me ahogaría... -Durante esas tres ó cuatro horas que su bondad me otorgue, hablaré -libremente... es decir, hablaremos; porque también necesito que usted me -trate como á un viejo amigo, y nos tutearemos, si su condescendencia -para conmigo llega á tanto... Y si durante esta conversación soy tan -menguado que no acierte á decir á usted nada que la interese, tiene -usted derecho para despedirme...» - -Cuando aquella noche Claudio Roldán se presentó en el cuarto de Matilde, -ésta le recibió sonriendo: - ---He leído su carta--dijo;--es usted un hombre original. - ---¿Y accede usted á mi deseo? - ---Sí... ¿por qué no?... Los artistas, como usted advierte muy -discretamente, nos debemos al público. - -Roldán no supo qué responder, estremeciéndose de cabeza á pies con un -sacudimiento delicioso, cual si acabase de recibir en la espalda una -ducha de felicidad. Luego, queriendo cerciorarse de que sus oídos no le -habían engañado, preguntó: - ---¿Cuándo nos vemos? - -Ella frunció el lindo entrecejo, dudando. - ---Espere usted... Mañana, no tengo ensayo; pues... mañana mismo. - ---¿Dónde? - ---En la plaza del Rey, á las dos de la tarde. - -Lo dijo con afabilidad desdeñosa, como quien no da importancia á lo que -dice. - -Al día siguiente, en efecto, se vieron. El esperaba desde hacía largo -rato cuando ella llegó; iba ataviada con elegancia y sencillez, como una -burguesita de buen gusto. - ---Esto--dijo, estrechando cordialmente la mano que Claudio le -ofrecía,--viene á ser algo así como una función de tarde. - -El la miró receloso y feliz: después subieron al coche. Durante el -paseo, Claudio estuvo conversador, apasionado, elocuente... - ---Tú eres--decía,--el ideal que yo perseguí tantos años, y si tuve -relaciones con otras mujeres, fué porque en ellas creía hallarte. Todas -tenían algo tuyo: unas, tus ojos, brillantes y agudos; otras, tu ingenio -picante, de variados recursos, ó tu frente pequeña, bombeada, -embellecida por el arco pensativo de tus cejas; ó tu boca de rojos y -cariñosos labios, llenos de piedad, ó tus manos, entre cuyos dedos -infantiles algún hechicero puso el difícil secreto de todas las -voluptuosidades... Por eso te quiero tanto, Matilde, porque tú sola, con -ser tan pequeña, comprendías cuanto de hermoso y adorable mi experiencia -fué hallando en las demás mujeres. - -Ella le escuchaba sonriendo, y en la penumbra del coche sus ojos -parpadeaban con expresión indescifrable, desesperante... De pronto -Claudio creyó que la actriz le engañaba, y exclamó: - ---Pero... ¿oyes lo que digo? ¿Es cierto que me quieres? - ---Sí. - ---¿Es cierto que mis palabras despiertan en tu alma un eco simpático? - ---Sí. - -La miró de hito en hito, temiendo haberse franqueado tanto con aquella -mujer que nunca había querido. En el café, Claudio Roldán estuvo más -sereno y su conversación fué menos arrebatada, más íntima. Hablaba en -voz baja, oprimiendo entre sus manos las manos de la actriz; luego -intentó una caricia algo más atrevida: la joven le contuvo suavemente: - ---¡Ambicioso!--dijo,--¿no estás contento aún? - -Claudio la miró con ojos bañados en lágrimas de agradecimiento infinito. - ---¡Tienes razón!--murmuró;--me has hecho muy feliz; el recuerdo de esta -cita durará lo que dure mi vida... - -Quedó silencioso, la cabeza caída sobre el respaldo del diván, mirando -al techo. - ---Hablemos--dijo Matilde. - ---No--repuso Claudio,--mejor estamos así; hay estados de alma -intraducibles, estados que se sienten, pero que no se oyen... Déjame... - -Ella le miró sonriendo, con risa compasiva. Luego dijo: - ---¿Vámonos? - -Roldán levantó la cabeza bruscamente, atónito, como quien despierta de -un sueño profundo. - ---¿Ya?--dijo. - ---Sí, son las siete. - -El se encogió de hombros. - ---Bien--murmuró;--como quieras... - -Tornaron á subir en el coche, que les esperaba á la puerta del café, y -Matilde dió al cochero las señas de su casa. - ---¿Cuándo volveremos á vernos?--preguntó Claudio. - -El rostro de la actriz expresó una sorpresa perfectamente estudiada. - ---¡Cómo!--dijo;--¿vernos, como hoy, á solas? - ---Sí. - ---¡Ah, eso... nunca!... - -Claudio la miró con ojos inmóviles, brillantes; ojos de loco que no -pestañea; sus labios lívidos temblaban. Matilde continuó: - ---Yo me he limitado á complacerle en todo cuanto usted ha solicitado de -mí... - ---De suerte que esto ha sido... - ---Una comedia. - ---¡Una... comedia! - ---Sí. - -Claudio Roldán, anonadado, no supo qué responder. La joven agregó: - ---Usted me decía en su carta que «los artistas nos debemos al -público...» y yo, como actriz, accedí á su deseo. Usted era para mí... -un espectador; un espectador á quien aprecio mucho, y para cuyo recreo -he representado la comedia del amor durante algunas horas. - -Y añadió tras una breve pausa: - ---Separémonos, Claudio. El telón ha bajado ya; la representación ha -concluído. - -Barcelona.--Noviembre, 1899. - - FIN - - - - -INDICE - - - Págs. - -Introducción 5 - -Odio mortal 7 - -Agonía 13 - -Aguafuerte 19 - -La muerta 25 - -Discreteos 31 - -Gluck, el inimitable 35 - -La herencia de un gran hombre 41 - -A obscuras 47 - -La ocasión 55 - -La hija del Sol 65 - -Idolos caídos 73 - -La abuela 79 - -Entre ellas 87 - -Germinal 93 - -La cadena 99 - -Por una errata 105 - -Crepúsculo 109 - -Lo horrible 115 - -Marcela 123 - -El buen parecer 131 - -Remordimiento 137 - -Noche 143 - -Lo inconfesable 151 - -El amigo 157 - -En presidio 163 - -La carta 171 - -Declaración 177 - -Un cuento raro 183 - -La comedianta 189 - - - - - -End of Project Gutenberg's De carne y hueso; cuentos, by Eduardo Zamacois - -*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE CARNE Y HUESO; CUENTOS *** - -***** This file should be named 51721-8.txt or 51721-8.zip ***** -This and all associated files of various formats will be found in: - http://www.gutenberg.org/5/1/7/2/51721/ - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - -Updated editions will replace the previous one--the old editions -will be renamed. - -Creating the works from public domain print editions means that no -one owns a United States copyright in these works, so the Foundation -(and you!) can copy and distribute it in the United States without -permission and without paying copyright royalties. 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You may copy it, give it away or -re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included -with this eBook or online at www.gutenberg.org/license - - -Title: De carne y hueso; cuentos - -Author: Eduardo Zamacois - -Release Date: April 10, 2016 [EBook #51721] -[Last updated: May 7, 2016] - -Language: Spanish - -Character set encoding: ISO-8859-1 - -*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE CARNE Y HUESO; CUENTOS *** - - - - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - - - - - -</pre> - -<hr class="full" /> - -<p class="cb">DE CARNE Y HUESO</p> - -<div class="figcenter"> -<img src="images/cover.jpg" width="287" height="475" alt="" title="" /> -</div> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_001" id="page_001"></a>{1}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_002" id="page_002"></a>{2}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_003" id="page_003"></a>{3}</span></p> - -<p class="cb"> -<br /> -EDUARDO ZAMACOIS<br /> -———</p> - -<h1>DE CARNE Y HUESO<br /> -<br /> -(CUENTOS)</h1> - -<p class="c"> <br /> -<img src="images/colofon.png" width="80" height="80" alt="colofón" title="" /> -<br /> -<br /> -BARCELONA<br /> - -CASA EDITORIAL SOPENA<br /> - -Provenza, 95<span class="pagenum"><a name="page_004" id="page_004"></a>{4}</span><br /> -<br /><br /> -Imp. y estereotípia de la casa editorial Sopena.—BARCELONA</p> - -<table border="1" cellpadding="10" cellspacing="0" summary=""> -<tr><td align="center"><a href="#INDICE"><b>AL INDICE</b></a></td></tr> -</table> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_005" id="page_005"></a>{5}</span></p> - -<h2><a name="INTRODUCCION" id="INTRODUCCION"></a>INTRODUCCIÓN<br /> -———</h2> - -<p>Los astrónomos, al lanzar una mirada escrutadora á las profundidades del -espacio, vieron que la Divinidad se empequeñecía y reculaba -indefinidamente ante el poderoso objetivo de los telescopios, como los -histólogos, analizando los elementos atómicos de los tejidos, -desesperaron de poner jamás al alcance de sus escalpelos el espíritu -humano: los astrónomos dudaron de Dios cuando el telescopio fracasó en -el cielo, y los médicos dudaron del alma cuando el microscopio -descompuso el nervio sin descubrir la X devorante de la vida; y es que -el alma es la eterna quimera del individuo, como Dios es la quimera -irresoluble del Cosmos.</p> - -<p>Si es verdad, como dice Moleschott, que la inteligencia es un movimiento -de la materia y que el hombre, como ser pensante, es producto de sus -sentidos; y si es cierto, como afirma Taine, que «el pensamiento y la -virtud son productos como el vitriolo y el azúcar,» ¿qué resta del -espíritu, esa inmortal mariposuela voladora que la consoladora filosofía -mística supone aleteando á través de las inmensidades siderales, en -busca de su castigo ó de su salvación perdurable, después del último -convulsivo estertor de la carne agonizante?...</p> - -<p>Nada...</p> - -<p>El alma no está en el vientre, como suponían los<span class="pagenum"><a name="page_006" id="page_006"></a>{6}</span> cartesianos, ni en la -sangre, ni en el cerebro, y los que antiguamente se denominaron -fenómenos psíquicos, son manifestaciones de la materia; vibraciones -magnéticas de la carne omnipotente que ama, que desea, que sufre...</p> - -<p>Eso es lo que la ciencia halló en el hombre: huesos que se mueven -obedeciendo á órdenes musculares, y músculos que se contraen bajo el -imperio de los nervios, que vibran sensaciones... ¡Materia, en fin, por -todas partes! Materia que impresiona, materia que vibra, que se contrae -y que obedece con la pasividad de lo inerte...</p> - -<p>Y eso son los hombres: figurillas de barro; tristes polichinelas de -carne y hueso, galvanizados unas veces por el amor, que les une; otras -por el odio, que les separa; ó por la codicia, que les consume, ó por -sus ilusiones ó sus desesperanzas... pero rindiendo siempre pleito -vasallaje á la sensación, el inexplicable resorte propulsor de la vida.</p> - -<p>Por eso titulo esta colección de artículos, así: De carne y hueso.</p> - -<p>En estos cuentos, escritos al correr de la pluma en noches de trabajo -mortal, he procurado describir matices diversos del complicado ramillete -de las pasiones, y siempre, aun en el fondo de lo más metafísico y -conceptuoso, encontré la huella de la sensación omnipotente, uniendo al -espíritu y á la materia con cadena de eslabones inrompibles. Por todas -partes ví lo mismo: huesos, sangre, carne y nervios... Pero el alma, la -feliz mariposuela de la inmortalidad, no la he visto nunca...</p> - -<p>¡Ah!... ¡Y si yo pudiese expresar cuánto he sufrido al convencerme de -que sólo hay en nosotros carne y huesos...<span class="pagenum"><a name="page_007" id="page_007"></a>{7}</span></p> - -<h2><a name="ODIO_MORTAL" id="ODIO_MORTAL"></a>ODIO MORTAL<br /> -———</h2> - -<p>—No seas testaruda, Julia, y satisface mi curiosidad sin ambajes ni -pleguerías retóricas importunas. ¿Por qué tus cartas las secas con -ceniza y no con arenilla azul ó roja, que es el color emblemático de las -pasiones ardientes?...</p> - -<p>Ella se encogió de hombros.</p> - -<p>—Es un capricho.</p> - -<p>—Capricho del cual debes corregirte—repuso Daniel Montoro entre -seriote y risueño;—porque yo hago con tus cartas lo que Werther con las -de Carlota; besarlas... y me hace poquísima gracia mancharme los labios -de ceniza. ¿Por qué ensucias con esa basura los pliegues de tus -billetitos perfumados?...</p> - -<p>Hubo un momento de silencio; Julia, apoltronada en su butaca, miraba al -amado sin responder.</p> - -<p>—No sé cómo explicar ese humorismo de tu temperamento artístico—añadió -él:—á veces creo que con esa ceniza quieres expresar el fuego devorador -de tu cariño, que todo lo calcina; otras, que te mofas de tus propios -juramentos espolvoreando ceniza sobre ellos, como significándome, con -ese recato delicioso de las mujeres ladinas, que tu pasión es antojo -vano, fingimiento... humo y cenizas...<span class="pagenum"><a name="page_008" id="page_008"></a>{8}</span></p> - -<p>—Te engañas; ese capricho mío no obedece á los enrevesados intríngulis -psicológicos que supones; es... una venganza. ¿Tú has odiado alguna -vez?...</p> - -<p>—Nunca—contestó Daniel Montoro, admirado;—imagino que es mucho más -fácil amar que odiar.</p> - -<p>—Tan difícil y tan exquisitamente agradable es lo uno como lo otro. -Amar es vivir en el ser amado, discurriendo con su cerebro, sintiendo -con su carne; en él hallamos lo mejor: las zarzas nos parecen flores, -fausto la miseria y, bajo los mayores rigores de la suerte, nuestra alma -goza paz y quietud dulcísimas... ¡Pero odiar!... Es no poder soportar la -presencia ni el recuerdo torcedor del ser odiado, que nos roba el aire y -empozoña el agua que bebemos... Créeme; ¡hay venganzas crueles que -regocijan hasta los tuétanos como si fuesen un deleite!...</p> - -<p>Movida por la exaltación de su discurso, se había incorporado mirando á -su amante con ojos grandes y negros de apasionada; luego añadió, un poco -más serena:</p> - -<p>—No maldigas de esas cenizas con que seco mis cartas, pues envuelven un -amuleto misterioso que asegura la firmeza de mi amor hacia ti...</p> - -<p>—No comprendo, habla...</p> - -<p>—¿Y si después de saber este secreto trágico no me quieres? Me has -sorprendido en uno de esos instantes de femenil debilidad en que no -puedo rehusarte nada. Pero temo hablar y que me desprecies; los que -odian como yo se exponen á ser odiados de igual manera. Mi secreto es -algo satánico, inaudito, casi repugnante... Daniel, amado de mi alma, no -me arranques esta confesión sin antes jurar que me quieres mucho, que me -querrás siempre...</p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>Estaban sentados junto á la ventana: ella en una butaca<span class="pagenum"><a name="page_009" id="page_009"></a>{9}</span> de elevado -respaldar; él á sus pies, sobre una silla baja, medio arrodillado, -acariciando y besando las blancas manos de la adorada.</p> - -<p>Era una tarde lluviosa de invierno; por el cielo gris pasaban grandes -masas de nubes exprimiendo una llovizna compacta y menudita que caía sin -ruido; los faroles de la calle, agitados por el viento, lanzaban haces -de luz rojiza que penetraban por la ventana tiñendo los objetos de la -habitación con reflejos sanguinolentos. Las puertas de aquel gabinete -espacioso y bien alfombrado estaban cubiertas por opulentos cortinajes -de terciopelo negro; sobre el fondo obscuro de las paredes rielaban los -cristales de algunos armarios y perfiles marmóreos de estatuas que se -bocetaban tímidamente en la penumbra, como espíritus livianos de -personas muertas; los clavos dorados de la sillería salpicaban la -obscuridad de puntos metalescentes; sobre la mesa colocada en medio de -la habitación, un magnífico estuche de oro cincelado, terso y pulido, -parecía brillar con luz propia.</p> - -<p>Los cuerpos de Julia y de Daniel Montoro, colocados delante de la luz, -se recortaban sobre el techo con perfiles monstruosos, deformados según -las leyes de la óptica; cabezas puntiagudas, narices gigantescas, brazos -largos terminados en manos que huían moviendo los dedos, cual si fuesen -arañas enormes.</p> - -<p>En el comedio de la habitación, silenciosa y anegada en tinieblas, el -soberbio estuche de oro cincelado brillaba con reflejos glaucos de sol -poniente...</p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>—Las cenizas con que seco mis cartas—dijo Julia,—las tengo encerradas -ahí, en ese estuche de oro...</p> - -<p>Una ráfaga misteriosa de viento atravesó el gabinete lanzando un quejido -agónico semejante al aleteo de un pájaro nocturno. Julia continuó:<span class="pagenum"><a name="page_010" id="page_010"></a>{10}</span></p> - -<p>—Voy á confesártelo todo, concisamente y de plano, porque estos -secretos tan íntimos se dicen pronto ó no se dicen nunca. Ya sabes que -me casé á los veinte años, y que á los veintisiete enviudé; pero ignoras -cuán funesto fué aquel hombre para mí. Eso no lo sabe nadie, pues la -sociedad condena á la mujer á honrar el apellido del esposo que la vejó -y afrentó, como exige al condenado á muerte bese la mano del verdugo que -va á ejecutarle.</p> - -<p>Su voz temblaba de emoción y por su semblante pálido de hembra nerviosa, -rodaron dos lágrimas.</p> - -<p>—¡Oh, Daniel—añadió, he sufrido tanto... tanto!... Yo, cuando le -conocí, era una niña sin mancilla, con el corazón abierto á todos los -seductores mirajes de la pasión... Él ajó mi juventud, desvaneció mis -ensueños de opio y secó los fecundos raudales afectivos de mi alma con -sus intransigencias y sus celos de macho brutal; yo servía de dócil -recreo á sus caprichos; siempre me tenía encerrada creyendo que iba á -traicionarle; me obligaba á jurar todas las noches que le amaba, que no -le engañaría nunca, y como mi carácter altanero se rebela contra -semejantes complacencias, el miserable me maltrataba...</p> - -<p>Creo que me quería, pero á su modo; con pasión rabiosa de fiera que me -hizo sufrir infinitamente. El ruido de sus pasos me daba frío de -cuartana: en cuanto llegaba me cogía por las muñecas para interrogarme: -«¿Quién ha venido? ¿Por qué estás tan peinada?...» Miraba debajo de las -camas, detrás de las puertas: me olfateaba los labios, creyendo que -olían á tabaco; examinaba mis dedos para ver si los tenía manchados de -tinta... Como recuerdo haberte referido en otras ocasiones, él padecía -ataques epilépticos que le dejaban exánime durante dos y tres días... El -temor de ser enterrado vivo le obligó á recomendarme que, después<span class="pagenum"><a name="page_011" id="page_011"></a>{11}</span> de -muerto, le incinerasen... y yo satisfice su deseo...</p> - -<p>Daniel Montoro tembló violentamente; acababa de comprender.</p> - -<p>—Luego esas cenizas...—murmuró.</p> - -<p>—Sí, acertaste, son las suyas... las guardo en ese estuche de oro...</p> - -<p>Hubo otra pausa: la cabeza de la joven se dibujaba en el techo de la -habitación con un perfil quimérico, y otra vez murmuró por la estancia -el quejido del viento, tenue como el aleteo de un pájaro herido.</p> - -<p>—Por eso le odio tanto—añadió ella incorporándose,—y me vengo del -muerto, ya que mi débil constitución de mujer me impidió vengarme del -vivo. Yo le odiaba con ardor sin límites; no sólo aborrecí aquellas -manos y aquellos labios groseros que me insultaron, sino que cifré en -cada uno de los miembros de su cuerpo un odio particular: odié sus ojos, -su frente... ¡odié sus cabellos, uno por uno!... Artemisa amó tanto á -Mausoleo que se bebió sus cenizas; yo, en cambio, gozo secando con las -cenizas de aquella vil armazón de materia las cartas que te escribo, y -con que tú las insultes también llevándotelas á los labios...</p> - -<p>Luego prosiguió:</p> - -<p>—Es una venganza cruelísima, superior á cuantas ejecutan los ángeles -precitos en los círculos del infierno dantesco. Si es cierto que tras -esta vida efimera hay otra y que los muertos tienen la capacidad de -espiar á los vivos... la venganza que ahora tomo de él, es digna secuela -del martirio que de él recibí. Gozo imaginando que su alma vaga en torno -mío, que se asoma por encima de mi hombro para leer las cartas que te -escribo, que llora entre los pliegues del mosquitero que abriga el lecho -donde me entrego á ti... Sí, odié todo su cuerpo, miembro por miembro, -átomo por átomo... y ahora el polvo de sus huesos calcinados lo empleo -en<span class="pagenum"><a name="page_012" id="page_012"></a>{12}</span> secar las cartas donde te cito, llamándote «luz de mis ojos... -sangre de mi sangre...»</p> - -<p>Calló,..</p> - -<p>Daniel Montoro se puso de pie, horrorizado; ella también se levantó y -sus dos cuerpos abrazados se recortaron sobre el fondo iluminado de la -ventana.</p> - -<p>—No me odies por eso—murmuró Julia muy quedo y cubriendo á su amante -bajo una mirada de inextinguible pasión;—la mujer que odia como yo, -también sabe amar infinitamente.<span class="pagenum"><a name="page_013" id="page_013"></a>{13}</span></p> - -<h2><a name="AGONIA" id="AGONIA"></a>AGONIA<br /> -———</h2> - -<p>Les había visto juntos muchas veces y siempre me inspiraron esta -curiosidad que enciende la intuición de los grandes secretos.</p> - -<p><i>El</i>, blandengue y ahilado, con los débiles hombros muy altos, el tórax -deprimido, la mirada cobarde de los enfermos de la médula y la frente -angosta de los tontos sobre quienes la imbecilidad descargó su primer -mazazo. Su mirada era fría; sus ademanes desmañados, sus piernas -caminaban con paso incierto, cual si avanzasen por un terreno húmedo...</p> - -<p><i>Ella</i>, su mujer, era alta y hermosa, con esa hermosura mate de los -temperamentos ardientes; el talle largo y esbelto, el semblante -vivificado por la expresión inolvidable de sus ojos: ojos de -calenturienta, con mucho negro y mucha luz en la pupila...</p> - -<p>Al principio parecióme inverosímil que aquel macho débil fuese dueño de -hembra tan poderosa: después fuí muy amigo de los dos: él logró -conmoverme con su melancólico empaque de niño enfermo; ella, por el -contrario, me sugestionó con sus apasionamientos y sus criminales -ardores de hermosa bestia encelada; terrible como Pandora y, como ésta, -fuerte y adorable.<span class="pagenum"><a name="page_014" id="page_014"></a>{14}</span></p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>—No, no le quiero—me dijo con voz vibrante de rencor;—pocos días -después de casarnos, ya no le quería. Es insignificante, es débil, es -vulgar... y mi temperamento salvaje de artista odia lo pequeño. Yo -anhelaba un esposo como Nana-Saib, no un habitante del Liliput...</p> - -<p>Me había recibido en el despacho, para que mi presencia no fuese -sospechosa á la servidumbre, y desde el sitio donde me hallaba veía -claramente su rostro pálido iluminado por la luz del quinqué colocado -sobre la mesa.</p> - -<p>Yo estaba sentado en un sillón; ella delante de mí, devorándome con sus -rasgados ojazos negros en los que bullía el turbulento silabario de los -amores ardientes.</p> - -<p>—Le odio—continuó;—á su lado siento frío, ese frío repulsivo que -inspiran los anfibios; y cuando sus labios me besan ó sus manos yertas -me acarician, mi cuerpo vibra como si sobre él se deslizase un -caracol...</p> - -<p>Tras un momento de silencio, agregó:</p> - -<p>—Di, ¿me crees?</p> - -<p>Había tanta ansiedad en su interrogación, que depuse toda reserva.</p> - -<p>—Sí, te creo—dije—porque necesito creerte para vivir. Necesito saber -que eres mía en cuerpo y alma, que vives para mí, que te engalanas -tanto, para gustarme más, que soy el amante de tus pesadillas...</p> - -<p>Sugestionada por las zozobras que en mi corazón producían los tormentos -del suyo, manifestóse tal cual era, revelándome el gran secreto, el -misterio criminal de su existencia de mujer casada; y lo dijo deprisa y -con extraños barboteos, cual si una mano invisible la apretase -fuertemente el cuello.<span class="pagenum"><a name="page_015" id="page_015"></a>{15}</span></p> - -<p>—Quiero ser tuya completamente—prosiguió;—para ello necesito -enviudar... y, créeme... enviudaré muy pronto...</p> - -<p>Y como yo hiciese un gesto de horror, exclamó sonriendo con su espantosa -risa adorable de sirena:</p> - -<p>—No te figures que soy una de esas criminales adocenadas que emplean el -cuchillo ó el veneno. ¡Nunca! ¡yo no soy vulgo!... El beleño por mí -empleado no cabe en ninguna fórmula química; es intangente. <i>El</i> morirá -y morirá entre mis brazos, sus yertos labios apoyados sobre los míos, -bendiciéndome... ¡Morirá de amor!... Todas las noches, aunque no quiera, -le sirvo una buena dosis de dulce veneno. La muerte viene á pequeñas -jornadas, pero viene... y ten por cierto que del tremendo drama no -quedarán rastros...</p> - -<p>Así habló ella, la adorable fiera sobre cuyo seno iba quedando exangüe -aquel horriblemente bufo polichinela del matrimonio...</p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>Otro día conversé con él...</p> - -<p>Tan débil, tan lacio, con sus labios anémicos, su mirada incierta y su -cráneo desdibujado de idiota. Me habló de ella.</p> - -<p>—Me quiere mucho—dijo;—durante el día, no bien estamos solos, acude á -sentarse sobre mis rodillas, me estrecha la cabeza entre sus manos, me -adormece con las palabras más suaves, me besuquea en los labios..... -¡Oh, unos besos muy fuertes, muy duraderos, que si bien me hacen muy -feliz, también me causan infinito daño!...</p> - -<p>Calló para destoser con esa tosecilla seca, entrecortada, de los -tísicos; luego continuó:</p> - -<p>—Por las noches su cariño se exacerba más aún.<span class="pagenum"><a name="page_016" id="page_016"></a>{16}</span> Ahora, como estoy tan -delicado, no voy al teatro casi nunca; además, si alguna vez me acomete -el antojo de ir al café, ella me lo quita de la cabeza. Pues bien; ella -es quien me da el brazo para ir desde el comedor al dormitorio, quien me -desnuda, quien me tibia el lecho acostándose antes que yo... Y ya -ensabanados, ¡con qué esmero me abriga y sube el embozo, echándome los -brazos al cuello y cosiéndose á mi como niña miedosa!... ¡Ay! ¿Qué -quieres? Reconozco que estos excesos de cariño me son fatales, pero ella -me quiere tanto que no sabe reprimirse... y yo tampoco acierto á -regatearla mi amor.</p> - -<p>La voz doliente de aquella pobre víctima explicando y disculpando las -crueldades de su verdugo, era altamente conmovedora.</p> - -<p>—Y tú, ¿la quieres?—pregunté.</p> - -<p>—¿Yo? ¡Con toda mi alma! No tengo padres, ni hijos; mi único bien es -ella. Si ella me faltase, me moriría...</p> - -<p>Habló de sus proyectos, de sus ambiciones. En cuanto llegase el verano -iría á baños; luego, si lograba restablecer un poco los descalabros de -su salud, emprendería algún negocio.</p> - -<p>—Y esas expediciones, ¿las harás con ella?</p> - -<p>—¿Cómo no—repuso,—si ella es mi cielo y mi tierra... todo?...</p> - -<p>Aquellos diálogos no pueden borrarse de mi memoria. La temible -catástrofe no ha ocurrido aún, pero puede suceder hoy, mañana... -cualquier día. <i>El</i> decae visiblemente; sus piernas se arrastran por el -suelo; sus ojos se cierran, la fiebre estremece sus labios -descoloridos... <i>Ella</i>, en cambio, es la hembra alta y poderosa de -siempre, con su rostro marfileño y sus ojos fulgurantes de loca: nunca -le deja y á todas partes le lleva trabado del brazo.</p> - -<p>¡Oh, la quiero mucho, mucho!... Con una de esas pasiones<span class="pagenum"><a name="page_017" id="page_017"></a>{17}</span> bravías que -sólo saben inspirar los malos; mas, no obstante, me repugnan su crimen y -la estúpida candidez del mártir, y me acometen tentaciones de descubrir -á éste el peligro que corre.</p> - -<p>Pero, ¿para qué? Es inútil; la sentencia que le condena á morir es -irrevocable: sin ella, le mataría la pesadumbre; con ella, le matará el -deleite...</p> - -<p>Que siga, pues, así.</p> - -<p>¡Es tan dulce morir soñando!</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_018" id="page_018"></a>{18}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_019" id="page_019"></a>{19}</span></p> - -<h2><a name="AGUAFUERTE" id="AGUAFUERTE"></a>AGUAFUERTE<br /> -———</h2> - -<p>La embarcación rompía suavemente el agua dejando tras sí una estela -brillante como reguero de menudos cristales; las primeras sombras -crepusculares invadían el espacio; sobre el mar inmenso, el lucero -vespertino derramaba su resplandor frío; las olas, que encrespó la -caricia del viento, se hundían al llegar junto al frágil esquife que -pasaba sobre ellas como una caricia, amasándolas; las gaviotas huían -enderezando hacia la playa el vuelo.</p> - -<p>Federico y Daniel, sentados el uno delante del otro, remaban á compás; -se habían quitado la camisa, y bajo sus elegantes camisetas de seda -temblaban los músculos pectorales, los biceps vigorosos y ágiles, y toda -su enérgica complexión de aristócratas aficionados á los duros -ejercicios de la gimnasia y de la esgrima.</p> - -<p>Desde popa, donde iba llevando las cuerdas del timón, Elisa Dantín -envolvía á los dos hombres en una mirada extraña. Representaba veinte -años: tenía el rostro pálido y un dejo de vaga pesadumbre embellecía sus -labios; sus ojos negros eran crueles y fríos; bajo el talle esbelto, sus -caderas amplias de mujer sensual dibujaban una doble curva firme y -armoniosa.</p> - -<p>—¿Quieres que emprendamos el regreso?—preguntó Federico.<span class="pagenum"><a name="page_020" id="page_020"></a>{20}</span></p> - -<p>—No—repuso ella,—sigamos; el tiempo es muy hermoso.</p> - -<p>El bote continuó avanzando hacia alta mar, moviendo sus remos que -hendían las olas sin ruído, como un gigantesco insecto de cuatro patas. -Las costas, ya distantes, recortaban bajo el cielo una silueta negra y -borrosa; las luces palidecían en la niebla rodeadas de un nimbo glauco; -allá, los mástiles de los buques anclados formaban una especie de bosque -escueto y triste; las estrellas iban encendiéndose poco á poco, y su luz -bruñía la blanca cresta de las olas. Elisa Dantín miraba á los remeros.</p> - -<p>Aborrecía á Federico, su marido, que la adoraba. Elisa no era -responsable de aquel odio que vanamente procuró domeñar; que los cariños -y los desvíos son como plantas parásitas que nacen donde quiera, sin -necesidad de que la mano cuidadosa del jardinero las siembre ni agasaje. -¡Y qué tormento aquel de vivir unida á un hombre cuyo trato iba siéndola -insoportable de día en día! Fingiéndole amor, complaciendo sus deseos, -ofreciendo sus labios á sus besos, acariciando lo que hubiese querido -herir... Y así siempre, una noche y otra, para luego, á la mañana -siguiente, volver á representar ante el mundo el papel, tristemente -cómico, de una felicidad perfecta.</p> - -<p>—¿Hay nada más horrible—pensaba Elisa—que ser amada por un hombre -odiado?</p> - -<p>Y hubo, en el callado curso de sus meditaciones, una pausa que parecía -responder al silencio augusto del mar y de los cielos en calma. Daniel -preguntó:</p> - -<p>—Elisa... ¿quiere usted que volvamos á tierra?</p> - -<p>Ella le miró duramente, con rencor; después, hablando en voz muy baja, -como soñando, repuso:</p> - -<p>—No, no... sigamos, sigamos...</p> - -<p>La embarcación continuó en línea recta, rompiendo<span class="pagenum"><a name="page_021" id="page_021"></a>{21}</span> las olas. A la -izquierda se erguía el faro, con su luz triste, bienhechora como la -sombra de los eucaliptos; más allá estaba el Océano, negro, -impenetrable, reposando sobre abismos donde nunca penetró el sol. Elisa -Dantín reanudó su soliloquio.</p> - -<p>Sí, hay algo peor que ser amada por quien se aborrece—pensó,—y es -querer á un ingrato...</p> - -<p>Miró á Daniel, tan joven, tan apuesto, tan falaz, que parecía esquivar -el relampagueo de sus ojos mirando á otra parte... Daniel y Federico se -querían como hermanos; le conoció poco después de su matrimonio; él -regresaba de una larga excursión por Oriente; volvía alegre, sediento de -emociones, codicioso de referir las aventuras que corrió por aquellos -lejanos países del sol. Daniel fué enamorándola con atenciones y -palabras: después la declaró su pasión, que ella rechazó indignada; pero -su protesta era tardía; cuando quiso olvidarle ya no pudo y fué suya... -Meses después Daniel la olvidaba por otra mujer.</p> - -<p>Bajo el calor bochornoso de aquella tarde de Junio, Elisa Dantín sentía -que todas sus malas pasiones se exasperaban. Veía á Daniel decidor, -impúdico, riendo feliz entre los brazos de sus nuevas queridas, y el -odio que encienden los celos nublaba el pensamiento de la desdeñada. Por -él traicionó á su marido, y burlándose supo aborrecerle; por él aprendió -el camino del adulterio y de la mancebía. ¿Y para qué?...</p> - -<p>—Le odio tanto como á Federico, acaso más... pues me quitó el consuelo -de ser honrada...</p> - -<p>Elisa comprendía que su pobre espíritu estaba sometido á las dos grandes -torturas, límite de todos los sufrimientos pasionales: querer al que -desprecia, odiar al que nos ama... Ella, por tanto, padecía toda suerte -de sufrimientos: el amor que negaba á Federico, nadie lo quería; su -honor era como rosa marchita, caída en<span class="pagenum"><a name="page_022" id="page_022"></a>{22}</span> un camino; ¿qué podría disculpar -su adulterio?... Una idea que hasta allí anduvo vagando por los más -ocultos escondrijos y desvanes de su pensamiento, surgió de pronto -aterradora, fría, centelleante, como el zig-zag de una arma blanca.</p> - -<p>—¿Y si yo me deshiciese de los dos?</p> - -<p>Tembló y procuró pensar en otra cosa; pero la idea terrible resurgía -tentadora, irresistible... Aquellos hombres estaban á merced suya; en -ella convergieron los voraces apetitos de los dos; aquel deseo podía -convertirse instantáneamente en odio; bastaba un gesto... una sola -palabra de sus labios... para precipitar al uno sobre el otro y -obligarles á reñir hasta despedazarse, ¿Para qué sufrir? ¿Acaso no valía -la muerte del amante la vida del marido?... Muertos ambos, ella quedaba -libre: la destrucción es santa; no se puede edificar donde hay ruínas; -la piqueta debe preparar el campo á la paleta y á la plomada... ¡Y tanto -bien, podría alcanzarlo con sólo querer!...</p> - -<p>Elisa Dantín sonrió satisfecha, como reirían los viejos tiranos. -Federico preguntó:</p> - -<p>—¿Volvemos?</p> - -<p>Ella repuso distraída:</p> - -<p>—Me es indiferente; como queráis...</p> - -<p>Ellos viraron la embarcación; Elisa Dantín volvió á pensar:</p> - -<p>—¡Si yo hablase!...</p> - -<p>Pronto, antes de una hora, llegarían á tierra; la tierra era para ella -la esclavitud, el disimulo, el secreto martirio de todas sus horas... -¿Por qué no hablar?</p> - -<p>—Una frase... menos aún, una palabra... una sola palabra mía... -bastaba...—repitió Elisa.</p> - -<p>Miraba á Federico y á Daniel para aumentar el caudal de su odio; evocó -recuerdos crueles: su caída, sus remordimientos, sus celos, su abandono; -recompuso<span class="pagenum"><a name="page_023" id="page_023"></a>{23}</span> escenas repugnantes... La medida estaba bien colmada; aun -tuvo vagos titubeos; luego habló; fué como una basca...</p> - -<p>—Daniel—dijo,—¿me quieres?...</p> - -<p>Y sus ojos soportaron impasibles el choque de las miradas atónitas que -sobre ella lanzaron los dos hombres: los remos quedaron suspendidos en -el aire, goteando.</p> - -<p>—¿Qué decía usted?—preguntó Daniel.</p> - -<p>—¡Oh, no disimules!—repuso la joven, cuyo cuerpo parecía haber -adquirido súbitamente la rigidez de las estatuas; estoy cansada de -fingir; te quiero... y tenía ganas de decirlo así... en voz alta.</p> - -<p>Federico lanzó un grito y se puso de pie.</p> - -<p>—¡Elisa... Elisa!... ¿Qué... qué has dicho?...</p> - -<p>Ella, siempre inmóvil, replicó lentamente, como presa de un vértigo -tranquilo:</p> - -<p>—¡Bah!... Dije... lo que saben muchos; que Daniel es mi amante...</p> - -<p>Este, fuera de sí, se había levantado, murmurando:</p> - -<p>—¡Ah, miserables!... Sin duda urdisteis este plan para asesinarme...</p> - -<p>Bajo los nerviosos pies de los dos hombres, la lancha comenzó á oscilar -violentamente. Aquel inesperado desbordamiento de cólera fué como uno de -esos rayos que durante los calurosos crepúsculos estivales rasgan la -extensión del espacio azul.</p> - -<p>Federico vacilaba, pasándose por la frente sus manos de remero, morenas -y duras. De pronto exclamó, cual si la luz hubiese brotado -repentinamente en su cerebro:</p> - -<p>—¡No, yo no!... ¡Vosotros!... ¡Miserables, vosotros, que me -engañábais!...</p> - -<p>Abrió los brazos precipitándose sobre Daniel, que le esperaba con los -suyos abiertos, y se estrecharon frenéticamente, magullándose, con las -caras y los pechos<span class="pagenum"><a name="page_024" id="page_024"></a>{24}</span> juntos. Elisa Dantín, sin dejar su asiento, les -contemplaba con la mirada impasible de las esfinges. Federico, más bajo -que su enemigo, tras una finta hábil logró afianzarle por la cintura y -levantarle en alto, pero Daniel le cogió fuertemente el cuello entre los -dientes y pudo desasirse, cayendo de pie: el bote retembló y un golpe de -mar lo salpicó de agua.</p> - -<p>Súbitamente Elisa tuvo miedo, miedo á que uno de los dos sobreviviese á -la lucha; ella anhelaba la libertad, la dulce libertad absoluta; ni amar -ni ser amada...</p> - -<p>Casi ahogado, como en un rugido, Daniel murmuró:</p> - -<p>—Ven.</p> - -<p>Asió á su rival por las piernas y quiso lanzarle por la proa; Federico, -ya en el aire, puso un pie sobre una borda, la embarcación osciló y -Daniel, perdiendo el equilibrio, cayó hacia atrás, en el mar, -arrastrando á Federico. Sobre aquellos dos cuerpos las aguas se cerraron -formando grandes círculos concéntricos; un turbión de burbujas ascendió -á la superficie. Elisa Dantín, aterrada de su obra, se había levantado, -mirando al abismo: transcurrieron pocos segundos... Los dos luchadores -reaparecieron abrazados, mordiéndose, queriendo arrancarse algunos -instantes de vida que ya no merecían el trabajo de ser defendidos: sus -cabellos mojados colgaban sobre sus frentes; tornaron á hundirse... La -joven esperó; las olas seguían pasando unas tras otras, enarcando sus -lomos sobre la tumba recién abierta...</p> - -<p>Transcurría el tiempo; la luna ya iba muy alta; Elisa miró á su -alrededor: las barcas pescadoras se hallaban lejos y sus tripulantes -nada podían haber visto; el faro, luciendo en la serenidad de los -cielos, mostraba el camino de la salvación y de la paz; el pasado, el -horrible ayer, quedaba sepultado allí, bajo el misterio impenetrable de -las olas. Satisfecha de sí misma y del porvenir, Elisa cogió los remos y -bogó lentamente.<span class="pagenum"><a name="page_025" id="page_025"></a>{25}</span></p> - -<h2><a name="LA_MUERTA" id="LA_MUERTA"></a>LA MUERTA<br /> -———</h2> - -<p>Aquella caseta de peones camineros fué puesta por orden de la Compañía -al borde de un torrente seco, especie de cicatriz negra y profunda, -abierta por una convulsión geológica entre dos cerros graníticos muy -altos. En verano las agrias laderas de los montes colindantes se cubrían -de verdura, y en el fondo de la cañada, bajo los jarales, los grillos -cantaban: arriba, en la región azul, bañada por el sol, las águilas -volaban pausadamente sumergiendo su mirada zahorí en las -resquebrajaduras del planeta; pero el invierno desnudaba los cerros de -molleja y apagaba el canto de los grillos, y la nieve caía -silenciosamente sobre el cauce del torrente; cauce demasiado profundo, -adonde las sonoras embestidas del viento no llegaban...</p> - -<p>Allí vivía Martina, la mujer de Juan, el maquinista, llevando siempre en -la mano el banderín verde que da á los trenes paso franco, y los ojos -fijos en los túneles abiertos en las vertientes de los dos cerros -fronteros...</p> - -<p>Por aquellos agujeros, que en invierno aparecían sobre el fondo blanco -del paisaje nevado como las cuencas orbitarias de un enorme esqueleto -soterrado, entraba y salía continuamente, y como á borbotones, un flujo -inagotable de vida que las locomotoras, en su eterno pasar y repasar, -traían y llevaban de hora en hora.<span class="pagenum"><a name="page_026" id="page_026"></a>{26}</span></p> - -<p>Desde muy lejos, rompiendo el silencio de la angosta cañada dormida como -una serpiente bajo la nieve, se oía el afanoso trepidar de los trenes -que atravesaban los túneles. Entonces Martina dejaba su labor, cogía el -banderín de señales y acudía á colocarse junto á los rieles. El cerro -vibraba con un estremecimiento sordo, íntimo, como un hervor: era un -gemido gigante de dolor que crecía, anunciando un parto monstruoso; -hasta que del fondo del negro agujero, de aquella cuenca orbitaria -perteneciente á un esqueleto ciclópeo perdido, aparecía el tren, -avanzando en desaforada carrera: la locomotora, incontrastable y fatal -como el Destino, se acercaba jadeando, arrastrando un largo rosario de -vagones, paseando su panza ardiente sobre las llanuras heladas; y un -minuto después desaparecía por el túnel del lado opuesto, con un -estertor que menguaba, como algo moribundo que se despide hundiéndose...</p> - -<p>La uniformidad de estas impresiones machacaban el espíritu de Martina: -los trenes mixtos, con sus series interminables de vagones cerrados, no -la emocionaban; eran coches mudos, sin alma, cargados de objetos -muertos: en cambio, los expresos la impresionaban fuertemente, -entristeciéndola: por las ventanillas de los coches veía cabezas que la -miraban con curiosidad; cabezas siempre diferentes, que formaban legión -y dejaban en su ánimo el recuerdo mareante de las multitudes. Otras -veces, de noche, las ventanillas solían estar vacías; pero en cambio -veía sombras fantásticas que se recortaban sobre los techos iluminados -de los vagones. Una voz estaba segura de haber sorprendido las siluetas -de una mujer y un hombre abrazados.</p> - -<p>El tren que Juan conducía, Martina lo esperaba con más impaciencia. En -cuanto la locomotora salía del túnel, el maquinista echaba el busto -fuera de la plataforma para ver á su esposa desde lejos, y ella reía -feliz.<span class="pagenum"><a name="page_027" id="page_027"></a>{27}</span> Era una ilusión fantástica, inapresable, de aquelarre.</p> - -<p>—¡Adiós!</p> - -<p>—¡Adiós!</p> - -<p>La velocidad del tren no permitía otro saludo más expresivo, y Juan -llegaba y se iba como una sombra: al principio parecía ser él quien -arrastraba y regía la marcha de los vagones; luego diríase que el tren -le empujaba... Y Martina, alta, fuerte, con su rostro moreno y sus -grandes ojos pensativos de murciana, le veía alejarse permaneciendo -inmóvil como una estatua de bronce, en medio de la nieve.</p> - -<p>Aquel sempiterno tragín de trenes en marcha, aquel ir y venir de -individuos avanzando siempre, más allá, más allá, hacia el horizonte, -aquellas siluetas de amantes que se abrazaban sobre los blandos asientos -de los vagones reservados, despertaron en la guardavía el deseo de lo -desconocido, de lo lejano, del misterio que las leyes castigan... Y -pensó que ella no merecía vivir así, sepultada en el fondo de aquel -torrente, siguiendo en verano el vuelo sereno de las águilas bañadas por -el sol, recibiendo sobre sus hombros en invierno los copos de nieve -desprendidos del cielo gris.</p> - -<p>Y por eso, una noche de soledad y de supremo aburrimiento, Martina oyó -embelesada las palabras de Pedro, el fogonero que acompañaba á Juan en -sus viajes, y que siempre, al pasar, la arrojaba desde el <i>tamdem</i> una -mirada de hambriento deseo. Pedro la ponderó su amor, aquel amor -criminal que había de hallar satisfacción cumplida cuando ella se -determinara á fugarse, siguiéndole á una ciudad lejana... Y Martina le -creyó y le quiso...</p> - -<p>Desdo aquel día el exprés tuvo para ella un doble encanto: cuando Juan -la saludaba, Pedro saludaba también, y su alma se estremecía con -inquieto gozo viendo sobre el atezado semblante del fogonero, sus -dientes<span class="pagenum"><a name="page_028" id="page_028"></a>{28}</span> que desnudaba la risa; aquellos dientes agudos y blancos que la -habían mordido...</p> - -<p>Pasaron muchos meses, y el ansiado día de la emancipación y de la fuga -no llegaba; Pedro, aburrido de la guardavía, dejaba de verla alegando -motivos y ocupaciones que nunca tuvo, y tan evidentes fueron las pruebas -de su ingratitud, que Martina llegó á comprender...</p> - -<p>Un remordimiento íntimo, creciente, devorador, como la carrera -trepidante de los trenes bajo el túnel, se apoderó de la abandonada. -Hasta allí la había servido de consuelo la conciencia de su virtud; pero -al saberse burlada se apreció más sola, más triste, más insignificante -que nunca, como bagazo humano despreciable arrojado junto á la vía por -aquellas multitudes honradas que llevan los trenes.</p> - -<p>Con la llegada del exprés siempre venía el saludo de Juan, que la miraba -echando el cuerpo fuera del tandem:</p> - -<p>—¡Adiós!</p> - -<p>—¡Adiós!...</p> - -<p>Pedro ya no saludaba, sonreía... con esa sonrisilla burlona con que -suelen corresponder los hombres al saludo de las mujeres que engañaron.</p> - -<p>Viéndose sola, completamente sola, con la soledad de los astros muertos -que ruedan por el vacío, reconociéndose despreciada del amante é indigna -del esposo, atormentada por la voz de su conciencia que murmuraba á -todas horas en sus oídos un reproche interminable, atraída -siniestramente por la perspectiva de los trenes que se acercaban -ofreciéndola un medio instantáneo de liberación y de descanso, Martina -pensó morir.</p> - -<p>Y lo hizo como lo pensó.</p> - -<p>Fué una tarde, á la puesta del sol. De pie, junto á la<span class="pagenum"><a name="page_029" id="page_029"></a>{29}</span> vía, con el -banderín verde en la mano, la joven escuchaba el lejano fragor de trueno -del exprés. Ella, que conocía muy bien todos los ruidos, sabía que el -tren iba pasando un puente, situado más allá del cerro; luego comprendió -que había entrado en la montaña; el estrépito, que al principio tornóse -sordo y como opaco, fué creciendo, más, más... hasta convertirse en -alarido formidable. La guardavía, inmóvil, inconsciente como una -sonámbula, esperaba, los ojos fijos en el túnel, que mostraba su bocaza -negra sobre el fondo blanco del monte nevado. De pronto apareció la -locomotora. Juan, según costumbre, asomaba la cabeza para saludar. -Martina le miró y miró al cielo, despidiéndose; luego, instantáneamente, -se arrojó de bruces sobre los rieles, tapándose los oídos para no oir... -y el tren pasó...</p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>Una cruz de piedra indica el sitio donde murió la guardavía. Alguien -dijo que se había suicidado por celos y que su marido fué un mal hombre. -Los maquinistas, cuando pasan por aquel sitio, se descubren siempre.</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_030" id="page_030"></a>{30}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_031" id="page_031"></a>{31}</span></p> - -<h2><a name="DISCRETEOS" id="DISCRETEOS"></a>DISCRETEOS<br /> -———</h2> - -<p><span class="smcap">Jacinta</span>.—Te aseguro que Enrique me gusta. Es bueno, es rico... es -amable...</p> - -<p><span class="smcap">Adriana</span>.—¡Oh, gustarte, gustarte!... Eso es muy vago, porque no hay -hombre que sea absolutamente antipático.</p> - -<p>J.—Es verdad.</p> - -<p>A.—Te gusta Enrique como á mí me agrada Luis: un poco.</p> - -<p>J.—No, mucho.</p> - -<p>A.—Ea, pues mucho. Pero entre querer mucho y querer locamente, hay un -pantano, donde naufragan las mejores ilusiones de la juventud soñadora. -Antes de resolvernos á vivir con un hombre toda la vida, debíamos -cerciorarnos de si le amamos con toda el alma.</p> - -<p>J.—Dices bien.</p> - -<p>A.—¡Mira que renunciar á la humanidad masculina por un esposo que, dos -ó tres años después de la boda, puede parecernos el más insignificante -de los hombres!...</p> - -<p>J.—Es absurdo.</p> - -<p>A.—Es horrible entregar toda nuestra hermosura á un feo sin talento.</p> - -<p>J.—Sí, horrible y ridículo. No obstante, importa casarse. El mundo es -vulgar, hipócrita... y conviene sacrificarse<span class="pagenum"><a name="page_032" id="page_032"></a>{32}</span> al buen parecer y -satisfacernos con una modesta medianía.</p> - -<p>A.—¿Luego, no quieres á Enrique?</p> - -<p>J.—¡Oh!... Sí le quiero.</p> - -<p>A.—¿Un poco?</p> - -<p>J.-Como tú á Luis.</p> - -<p>A.—Y como quieren á sus novios las tres cuartas partes de las mujeres -que se casan. Porque ya conocerás algunos hombres mejores que tu futuro -esposo...</p> - -<p>J.—¡Conozco muchos!</p> - -<p>A.—Yo, también: casi estaba por decir que mi novio es de los muchachos -menos simpáticos que me han cortejado. Pero, en fin; urge decidirse y -nosotras somos dos mujercitas discretas que saben poner los puntos sobre -las íes y arreglar su porvenir. Enrique y Luis tienen sobre los demás -hombres la inmensa ventaja de ser galanes propicios al casorio. ¡Cuán -lejos están ellos de presumir que al otorgarles nuestra mano consumamos -una venta! Porque, fíjate: la inacabable comedia del amor convierte á la -sociedad en un gran mercado: los hombres compran; las mujeres se venden. -Todas nos vendemos, todas... Las meretrices, por dinero; las honradas, -por una bendición...</p> - -<p>J.—Eres muy mordaz.</p> - -<p>A.—No, soy muy justa. Nosotras, que dada nuestra posición social no -osaríamos tener un amante, nos entregamos sin protesta á cualquier -advenedizo que se case, cediéndole cuanto poseemos á trueque de su -apellido. ¿Comprendes?... El matrimonio es el mercado donde se tasan y -se venden las mujeres honradas.</p> - -<p>J.—<i>(Con tristeza)</i> Es cierto.</p> - -<p>A.—Y lo más famoso es que nosotras somos las principales autoras de -nuestra desgracia: nacimos cobardes, tenemos demasiada prisa en -casarnos, temiendo<span class="pagenum"><a name="page_033" id="page_033"></a>{33}</span> quedar solteras, y en vez de luchar por rendir la -voluntad de esos calaveras contumaces que tanto gustan, nos abandonamos -fríamente entre los brazos de cualquier individuo adocenado que se case. -Queremos ser felices en seguida, sin combate, sin afanes, y la felicidad -que no cuesta trabajos y lágrimas, no puede ser larga ni valedera. -Pongamos un ejemplo. ¿Tú serías dichosa con Juanito Pantoja?</p> - -<p>J.—¡Oh! ya lo creo.</p> - -<p>A.—Lo reune todo: la gentileza, la donosura de entendimiento, la -verbosidad apasionada de los hombres ardientes. Podrá mentir cuando -habla de amor, seguramente miente... pero, ¡qué bien lo hace!... Es el -suyo un embuste bellísimo que vale una realidad.</p> - -<p>J.—<i>(Reflexiva.)</i> Cierta noche me dijo que se moría por mí.</p> - -<p>A.—También á mí me juró algo igual. Es un hombre encantador, que se -muere por todas. Confieso que me agrada infinitamente más que Luis.</p> - -<p>J.—¡Toma!... Y también vale mucho más que Enrique.</p> - -<p>A.—Ahí tienes. Comprendo que una mujer resbale y caiga con hombres como -Juanito Pantoja; pero no concibo que ninguna se pierda ni por Enrique ni -por Luis.</p> - -<p>J.—Yo tampoco.</p> - -<p>A.—¿Cualquier novio sirve para marido?</p> - -<p>J.—Cualquiera.</p> - -<p>A.—Pero ¡qué pocos novios merecen ascender á la categoría de amantes!</p> - -<p><i>(Pausa)</i>.</p> - -<p>J.—Pantoja es un conversador irresistible.</p> - -<p>A.—Sí: ¡cuánto habla y qué bien lo dice todo!</p> - -<p>J.—La mujer que logre rendirle será feliz.<span class="pagenum"><a name="page_034" id="page_034"></a>{34}</span></p> - -<p>A.—¡Oh, sí!... ¡Muy dichosa!...</p> - -<p>J.—Debo de ser altamente halagador eso de poder decir: mi marido es el -más gentil, el más valiente, el más ingenioso, el más seductor de los -hombres... Y en sus mocedades fué una mala cabeza, un gran perdido, que -burló á muchas incautas y que yo sólo pude rendir...</p> - -<p>A. <i>(Suspirando)</i>.—Sí... la fábula de doña Inés inocente, rindiendo al -Tenorio libertino, es el bello ideal de todas nosotras. ¡Y pensar que -dentro de algunos meses nos casaremos con Enrique y con Luis!...</p> - -<p><i>(Las dos amigas permanecen pensativas, acariciando mentalmente la dulce -quimera de su felicidad fugitiva.) </i> J.—Aunque estoy cierta de que -Pantoja es un botarate, creo que siempre me saluda con especial cariño.</p> - -<p>A.—Y á mí.</p> - -<p>J.—Recuerdo que su declaración la formuló en términos tan apasionados, -tan vehementes...</p> - -<p>A.—A mí también me dijo algo que no he olvidado... <i>(Pensativa.)</i></p> - -<p><i>(Pausa)</i>.</p> - -<p>J.—<i>(De pronto.)</i> Vaya, vaya... Juanito es un hombre diabólico que sólo -sirve para amante.</p> - -<p>A.—Y en esos galanes tan seductores, tan apuestos, que sólo sirven para -amantes...</p> - -<p>J.—No hay que pensar.</p> - -<p>A.—Es lo mejor.</p> - -<p>J.—<i>(Riendo.)</i> Hasta después que estemos casadas.<span class="pagenum"><a name="page_035" id="page_035"></a>{35}</span></p> - -<h2><a name="GLUCK_EL_INIMITABLE" id="GLUCK_EL_INIMITABLE"></a>GLUCK, EL INIMITABLE<br /> -———</h2> - -<p>—Desengáñate, pobre Gluck, yo no puedo deslumbrarme con las -hiperbólicas ofertas de un hombre vulgar... La mujer que, como yo, -levanta nueve arrobas con los dientes, no se apasiona por ningún -calzafraque sin corazón. El dueño y señor de mi albedrío será más fuerte -que yo, más valiente que yo.</p> - -<p>—¡Adriana!—murmuró el payaso ruborizándose.</p> - -<p>—No me supliques... tus súplicas me exasperan rebajándote á mis ojos, -porque toda súplica reboza una debilidad. De los tres menguados que más -decididos parecéis á molestarme con vuestras serenatas de amor, no -quiero á ninguno. Nemo, el domador de leones, es valiente, pero tiene -menos fuerza que yo y su apocamiento me disgusta... Parece un niño -atrevido á quien podemos vapulear á telón alzado, si nos molesta. Los -brazos de Alsini, el rey del trapecio, reconozco que son más vigorosos -que los míos, pero Alsini es una bestia de carga, sumisa y cobarde. Le -desprecio... En cuanto á ti, que pasaste la vida diciendo chistes, y que -no tienes la fuerza del uno, ni diste muestras de atesorar la bravura -del otro... A ti, mi pobre Gluck no quiero juzgarte... Adiós.</p> - -<p>Así habló Adriana Carmezza, la orgullosa italiana que recibía sobre las -espaldas una bala de cañón de<span class="pagenum"><a name="page_036" id="page_036"></a>{36}</span> treinta kilos arrojada desde una gran -altura, y levantaba nueve arrobas entre sus dientecillos de osezno, -pequeñines y blancos. Y Gluck, <i>el Inimitable</i>, permaneció de pie, los -brazos cruzados sobre su robusto pechazo de atleta y los ojos muy -abiertos, para no llorar.</p> - -<p>Hasta los cuartos de los artistas llegaban los murmullos amenazadores -del público que iba invadiendo las galerías: aquella noche Adriana -Carmezza celebraba su beneficio y, como en obsequio á la beneficiada la -empresa organizó un programa magnífico, la concurrencia era enorme. -Cuando resonaron los primeros acordes de la orquesta, los artistas -refluyeron hasta el callejón que conducía á la pista: la representación -iba á empezar...</p> - -<p>El único que, abstraído en sus imaginaciones, permanecía ajeno á todo -aquel movimiento, era el payaso Gluck; Gluck el Inimitable... Estaba -disfrazado de salvaje, la cabeza adornada por un vistoso penacho de -plumas, las caderas ceñidas con un faldellín salpicado de relucientes -lentejuelas, y las piernas y los brazos embadurnados de negro y -adornados con sendos anillos de oro... Inmóvil, fuerte y mudo, como un -picacho basáltico.</p> - -<p>Casi todos los artistas que por allí pasaban, maravillados de su -actitud, le dirigían alguna burleta ó le daban en el hombro un amistoso -golpecito.</p> - -<p>—¿En qué piensas, Gluck?... Gluck, ¿qué tienes?</p> - -<p>Y Gluck, el Inimitable, les miraba sin responder. Luego, cuando vió -pasar al atlético Alsini balanceándose sobre sus membrudas piernas de -jayán, y á Nemo, aquel héroe que había puesto el pie sobre el lomo de -tantos leones amansados, el payaso sintió que los celos le mordían el -corazón y que sus mejillas echaban fuego. Después pasó Adriana.</p> - -<p>—Adiós, Gluck—dijo.<span class="pagenum"><a name="page_037" id="page_037"></a>{37}</span></p> - -<p>En aquel momento el público aplaudía un ejercicio y todos los acróbatas -se agolparon en un extremo del corredor, junto á la pista. Gluck y -Adriana se hallaban en la sombra, tras unos bastidores. Ella vestía de -negro: sobre el escote del corpiño se insinuaba el seno opulento y de -marmóreas dureza y blancura; el cuello era grueso, el rostro expresivo, -con una belleza varonil de amazona espartana; los ojos alegres y -dominadores. El payaso se acercó á ella y cogiéndola fuertemente por una -muñeca, la atrajo hacia sí.</p> - -<p>—Adriana—repitió,—Adriana... ¡quiéreme!...</p> - -<p>Lo dijo de golpe, sin preámbulos, con ese laconismo brutal de las -pasiones supremas; laconismo que daba severidad y valimiento á su -sencillo disfraz de salvaje. Ella sonrió desdeñosa.</p> - -<p>—¿Otra vez?</p> - -<p>—¡Cómo no... si eres mi vida, si cuando te alejas de mí parece que me -arrancan el alma!... ¡Adriana, dame una esperanza y no consigas con esos -desvíos que sea célebre esta noche de tu beneficio!... ¡Adriana, que me -pierdes!...</p> - -<p>Ella, irritada por la orden que envolvía aquella súplica, le rechazó -vigorosamente.</p> - -<p>—¡No!—dijo.</p> - -<p>El payaso exhaló un grito agónico y llevóse ambas manos á la cabeza con -ademán de trágica desesperación; pero Adriana, furiosa, no satisfecha -con desesperanzarle, le insultaba.</p> - -<p>—¡No me satisfaces!... Eres cobarde, eres débil. Los fuertes no -mendigan lo que pueden obtener por sus puños, y tú suplicas... ¿Lo -comprendes ahora? Me repugnas; me repugnas y te odio. Vete, vete, que no -me sirves...</p> - -<p>Sus palabras caían como mazos de batán sobre la cabeza de Gluck, que -gemía sordamente. Después, cuando<span class="pagenum"><a name="page_038" id="page_038"></a>{38}</span> ya le juzgó bastante castigado y -maltrecho, dió media vuelta y se alejó titubeando aquellas caderas -amplias y firmes que parecían destinadas á engendrar una raza superior; -Gluck, el Inimitable, quedó apoyado contra la pared, la cabeza sobre el -pecho y flaqueándole las piernas, en la actitud de un salvaje herido.</p> - -<p>Momentos después, cuando Adriana Carmezza salía á la pista pagando con -sonrisas amables los aplausos del público, Nemo y Alsini reaparecieron, -trayendo cada uno de ellos un gran ramo de flores. Al verles, volvió á -resonar en los oídos de Gluck el apóstrofe de Adriana: «Vete, que no me -sirves...» y, enloquecido, les cerró el paso.</p> - -<p>—¿Para quién son esas flores?—exclamó con voz que el coraje tremolaba -siniestramente:</p> - -<p>—Para Adriana—repuso Nemo sin inmutarse.</p> - -<p>Los tres hombres se miraron sañudamente: todos se odiaban desde que el -Destino permitió que una misma mujer sirviese de norte á sus deseos, y -en aquel momento casi se holgaron de tener un pretexto á qué asirse para -dar vado á su antiguo rencor. Estaban en un carrejo obscuro abierto -entre dos bastidores altos....</p> - -<p>—A esa mujer—dijo Gluck,—nadie la obsequia más que yo.</p> - -<p>—Quita, payaso—contestó Nemo subrayando la frase con dañina intención.</p> - -<p>Pero Gluck, el Inimitable, se precipitó sobre él y arrebatándole el ramo -de flores lo arrojó al suelo, despedazado.</p> - -<p>—¡¡Al que dé un paso—gritó,—le parto el alma!!</p> - -<p>Ni Nemo, el domador de leones, ni Alsini, podían luchar con Gluck, -porque al primero le faltaba la fuerza y al segundo el valor; mas en -aquel momento la furiosa acometividad del payaso les indujo á unirse en -formidable alianza.<span class="pagenum"><a name="page_039" id="page_039"></a>{39}</span></p> - -<p>—Retírate, bruto—dijo Nemo.</p> - -<p>—¡Atrás!—agregó Alsini á quien vigorizaba el esfuerzo temerario del -domador.</p> - -<p>Pero Gluck, fuera de sí, arremetióles sin contestar; su primer golpe fué -para Nemo, el segundo para Alsini; dos puñetazos de titán celoso que -resonaron con un sordo crujido de huesos. Entonces comenzó una lucha -terrible: Nemo había caído al suelo, pero levantóse enseguida y -arremetió al payaso; éste ladeó el cuerpo hurtando un golpe de su rival, -contestó con otro y Nemo volvió á caer... Mientras, Alsini descargaba -sobre la cabeza de Gluck su brazo de hierro. Era una lucha de colosos; -la lucha formidable por la <i>posesión de la hembra</i>, de que habló Darwin.</p> - -<p>Y entretanto, sofocando el seco estallido de aquellos golpes furibundos, -llegaban hasta los combatientes, como ráfagas huracanadas de entusiasmo, -los aplausos con que el público premiaba los ejercicios de Adriana -Carmezza.</p> - -<p>En momentos tales, Gluck el Inimitable, se revolvía con la agilidad y el -denuedo del jabalí que hace frente á la jauría. Unas veces se agachaba -prestamente para coger á su enemigo por la cintura y voltearle; ó se -recrecía para herir desde arriba, ó brincaba para evitar un golpe, -mientras su brazo, aquel brazo vengativo, negro y musculoso como el de -un cíclope, giraba infatigable, machacando cráneos. Enardecido hasta el -paroxismo por el furor de la pelea, Gluck el Inimitable valía por -ciento: según los casos, ciaba, se cubría, se retrepaba, defendiéndose ó -atacando, pero siempre incansable y terco, magullando á sus enemigos con -recios golpes, y exasperándoles y aturdiéndoles con denuestos. Cada -puñada, era un tiro; cada insulto, un salivazo.</p> - -<p>De pronto Alsini y Nemo coincidieron en sus ataques<span class="pagenum"><a name="page_040" id="page_040"></a>{40}</span> y Gluck vaciló: por -la nariz y por los oídos derramaba borbotones de sangre. En aquel -momento Alsini cogió un martillo; Nemo un puñal; Gluck un formón.</p> - -<p>Entonces la lucha fué breve: al primer choque Alsini rodó por tierra, -moribundo, y Nemo y Gluck quedaron solos, retándose con la mirada:</p> - -<p>—¡Sobra uno de los dos!—murmuraba el payaso;—¡uno, uno!...</p> - -<p>—¡Tú!—repuso Nemo.</p> - -<p>Y se acometieron: Gluck paró la cuchillada de su rival con el brazo; -Nemo la paró con el corazón, y cayó muerto.</p> - -<p>Horrorizado de sí mismo, Gluck el Inimitable, echó á correr; iba con los -ojos fuera de las órbitas, anhelante de fatiga, chorreando sangre, y -aquellos hilillos rojizos se coagulaban formando sobre su pecho y sus -hombros desnudos, extraños arabescos. Al llegar al corredor, todos los -artistas que por allí andaban retrocedieron espantados, mientras Gluck -les miraba estúpidamente, buscando un rostro que no hallaba. En aquel -momento reapareció Adriana, que volvía de la pista sonriente y cargada -de flores: Gluck, al verla, corrió hacia ella lanzando un grito de macho -vencedor. Adriana palideció hasta la lividez, y bajo la acróbata viril -que levantaba nueve arrobas con los dientes, reapareció la hembra, dulce -y tímida.</p> - -<p>—¡Sólo mía!...—exclamo Gluck;—¡más valiente que Nemo, más fuerte que -Alsini!...</p> - -<p>Y repitió varias veces:</p> - -<p>—¡Sólo mía!...</p> - -<p>Después, sujetando á Adriana fuertemente por las muñecas, murmuró con -ese acento de rencorosa satisfacción del hombre que puede vengarse -devolviendo ojo por ojo.</p> - -<p>—Ahora, dime; ¿sirvo?...<span class="pagenum"><a name="page_041" id="page_041"></a>{41}</span></p> - -<h2><a name="LA_HERENCIA" id="LA_HERENCIA"></a>La herencia de un gran hombre<br /> -———</h2> - -<p>Ella le amaba mucho, locamente, con ese cariño sumiso, idolátrico, que -las mujeres sencillas profesan á los hombres de genio.</p> - -<p>El matrimonio fué para Luisa una negación de sí misma; Pablo la -empequeñecía y eclipsaba como el sol obscurece el brillo de los planetas -que de él reciben luz y calor: cuantas personas visitaban su casa -preguntaban por él... de ella nadie se acordaba: ella sólo era la mujer -del gran hombre, una cifra sin valor, una compañera fiel que, después de -introducir á los visitantes en el despacho de su marido, se retiraba -discretamente cerrando la puerta. Y, sin embargo, aquella negación, -aquel olvido, constituían, sus mayores orgullos, pareciéndola que su -infinitesimal pequeñez era lo que mejor acreditaba la pasmosa altitud y -endiosamiento del esposo.</p> - -<p>Tan idolátrico fué aquel amor, que Luisa nunca sintió su pobreza; pues -conviene advertir que su marido era muy pobre, con pobreza tan supina, -tan solemne, como su mismo genio. Pablo tenía humorismos de loco: á -veces el dinero que guardaba para gastos indispensables lo invertía en -comprar un cuadro ó cualquier otro objeto artístico, pero inútil; ó bien -regalaba á su mujer un traje de seda, sin acordarse de que no<span class="pagenum"><a name="page_042" id="page_042"></a>{42}</span> tenía -zapatos. Mas á pesar de estos desequilibrios que solían ponerles en -extremados aprietos, Luisa era feliz, con esa felicidad rotunda de los -espíritus cándidos.</p> - -<p>Así vivieron hasta que Pablo publicó un artículo violentísimo contra -cierto crítico que le había censurado rudamente: aquel artículo provocó -otros varios, y todos un desafío en el que Pablo recibió una estocada -mortal.</p> - -<p>Luisa, de pronto, se encontró viuda y sin otro cariño que el de un hijo -pequeño. La muerte de Pablo fué tan repentina que ni siquiera tuvo el -consuelo de poder llorarle; su pena no la arrancó ni un solo grito y sus -lágrimas corrieron por dentro mientras sus ojos permanecían tristes y -enjutos: fué un dolor mudo como el de los pajarillos á quienes el -vendaval dejó sin nido en la época mejor de sus amores.</p> - -<p>Al principio la joven fué lanzada en el torbellino de una existencia -febril que no daba espacio á la reflexión: en pocos días recibió -centenares de telegramas que había de contestar inmediatamente, y -hallóse solicitada y perseguida por individuos que acudían á darla el -pésame, y por periodistas que deseaban publicar el retrato y la -biografía del ilustre finado: los actores la hablaban del último drama -que estaban ensayando; los editores de la última novela: todos querían -algo, todos pedían algo... y Luisa les veía pasar creyendo que aquella -grave y ceremoniosa procesión de sombras enlutadas, no concluiría nunca.</p> - -<p>Esta solicitud, no obstante, fué disminuyendo, la casa del gran artista -iba sumiéndose en el silencio tétrico de las cosas olvidadas, y al fin -Luisa se encontró sola en un hogar pobrísimo cuya frialdad y desnudez no -había reparado hasta entonces.</p> - -<p>Así permaneció varios meses: por la mañana le enseñaba á leer á su hijo -en una novela de su padre, y leyendo<span class="pagenum"><a name="page_043" id="page_043"></a>{43}</span> aquellas páginas que ella vió -escribir, lloraba copiosamente; por las tardes permanecía brazo sobre -brazo, no sabiendo cómo emplearse ni qué hacer para conjurar la miseria.</p> - -<p>Ella había vivido tan ajena á toda suerte de negocios y Pablo dejó sus -asuntos tan embrollados, que la joven no pudo cobrar nada de los libros -ni de los dramas de su marido: los editores decían que ninguna de -aquellas obras estaba registrada y el abogado que se ofreció á poner en -claro todo aquel laberinto, empezó exigiendo algunos centenares de -pesetas para sufragio de los primeros gastos.</p> - -<p>Luisa, acobardada, renunció á todo y vendió algunos manuscritos de Pablo -para seguir viviendo; y entretanto, el prestigio del gran hombre muerto -menguaba mucho más de lo que Luisa creía.</p> - -<p>Llegó momento en que la pobre viuda, vendidos todos sus muebles y -empeñadas todas sus alhajas, cayó en una situación precaria. En la -cajita donde guardaba sus secretillos de esposa feliz, conservaba -todavía un artículo de Pablo: ¡el último artículo!</p> - -<p>Luisa dudó mucho antes de resolverse á vender aquel manojito de queridas -cuartillas: era un cuento muy bonito, muy tierno, que había leído muchas -veces. Pero era preciso decidirse y se decidió, constreñida por el -apremio brutal de la necesidad.</p> - -<p>Aquella misma noche, vestida con un modesto trajecillo negro y llevando -á su hijo de la mano, la viuda se encaminó á la redacción del periódico -que su marido dirigió algunos años y, durante el trayecto, pensaba en -aquellas cuartillas que oprimía nerviosamente contra su seno dolorido, -dándolas un romántico adiós, apasionado y mudo. Cuando subía las -escaleras de la redacción, un ordenanza le salió al encuentro.</p> - -<p>—¿El señor director?—preguntó Luisa.<span class="pagenum"><a name="page_044" id="page_044"></a>{44}</span></p> - -<p>Está ocupado.</p> - -<p>—Dígale que la viuda de don Pablo de Tal..... desea verle.</p> - -<p>El ordenanza se fué y luego reapareció murmurando:</p> - -<p>—Pase usted.</p> - -<p>Luisa penetró en un despacho decorado con elegante sobriedad: la -sillería era de cuero, el piso estaba alfombrado y los huecos de las -ventanas disimulados por densos cortinajes de color obscuro. Ante una -mesa había un individuo que escribía febrilmente, con el pálido -semblante bañado en la penumbra melancólica de un quinqué con pantalla -verde. Al ver á Luisa, aquel caballero se levantó con afectada solicitud -y la ofreció una silla. Después hablaron un poco del ilustre muerto; los -ojos de Luisa se humedecieron; su interlocutor también pareció muy -conmovido; luego la invitó á que explicara el objeto de su visita...</p> - -<p>—Le traigo á usted un artículo.</p> - -<p>—¿Un artículo?</p> - -<p>—Sí, señor; de Pablo...</p> - -<p>—¿Para qué?</p> - -<p>Luisa se detuvo dolorosamente, sorprendida por la pregunta del que fué -antiguo compañero de su marido.</p> - -<p>—Por si lo quiere usted—repuso tras una breve pausa;—no puedo cobrar -nada de lo que empresarios y editores me deben, y ahora tengo -compromisos...</p> - -<p>Sus mejillas echaban fuego; no podía hablar.</p> - -<p>—¡Oh!... Comprendo; pero, ahora, un artículo de Pablo... no tiene -oportunidad... ¡Si hubiera sido cuando él murió!...</p> - -<p>Luisa rompió á llorar.</p> - -<p>—Tiene usted razón—murmuró;—pero éste es su último artículo, el -último... y yo no quería venderlo.<span class="pagenum"><a name="page_045" id="page_045"></a>{45}</span></p> - -<p>—Vaya, no se aflija usted, aquello pasó... Siento que el periódico no -pueda pagar lo mucho que valdrán esas cuartillas; pero, en fin, ¿cuánto -quiere usted?</p> - -<p>Lo que ella deseaba era concluir pronto y escapar de allí; el precio ya -no la importaba.</p> - -<p>—¿Pondremos... cuarenta pesetas?</p> - -<p>—Bien, bien...</p> - -<p>Aquello era un suplicio inacabable; una especie de limosna que la -ofrecían bajo recibo... Después, mientras salía de la redacción, -escuchando el argentino tintineo de las monedas que llevaba en el -bolsillo, pensaba en la bancarrota suprema de todas sus ilusiones. ¿Qué -quedaba de los ruidosos triunfos de Pablo? De tantos aplausos, de tantas -brillantes polémicas, de tantos ensueños ambiciosos, ¿qué quedó?... Sus -amigos le habían olvidado; sus discípulos ya no le respetaban: era un -maestro enterrado, un ídolo caído...</p> - -<p>—¿Dónde fué aquel mundo de doradas quimeras?—pensaba Luisa;—¿qué -resta de todo aquel glorioso poderío que me deslumbró?...</p> - -<p>Y las monedas recién cobradas, tintineando en su faltriquera, parecían -responder:</p> - -<p>—«Cuarenta pesetas; la herencia de un gran hombre...»</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_046" id="page_046"></a>{46}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_047" id="page_047"></a>{47}</span></p> - -<h2><a name="A_OBSCURAS" id="A_OBSCURAS"></a>A OBSCURAS<br /> -———</h2> - -<p>Mercedes, una amiga que ignoraba los lazos de cariño habidos, desde muy -antiguo, entre la hermosa cortesana y el célebre poeta, les presentó -mutuamente.</p> - -<p>—Don Pedro Equis... Antonia, mi mejor amiga.</p> - -<p>Ella y él se inclinaron ceremoniosos, aparentando no conocerse, -sintiendo que aquella inocente superchería les hermanaba en la penumbra -del disimulo.</p> - -<p>Sentáronse en el mismo sofá, cuidando inconscientemente de que sus -rodillas no tropezasen, distrayendo sus miradas con los cuadros de -alegres y pujantes colorines, las plantas y los disecados pajarillos que -adornaban las paredes y ángulos del saloncito. Mercedes dijo -jovialmente:</p> - -<p>—Pues, sí: aquí tienes á mi amigo don Pedro, el gran cantor de los -amores, cuyos versos no hay hombre, medianamente ilustrado que, en los -momentos de borrachera sentimental, no sepa repetir de memoria.</p> - -<p>—Así es.</p> - -<p>—Bien recuerdo—prosiguió Mercedes riendo por la franqueza de la mujer -que sabe tener la boca bonita—que cierto actor, conocido de todos, me -sedujo recitándome versos de nuestro poeta.</p> - -<p>...Y el poeta, escuchando la evocación de aquellas deliciosas locuras, -sonreía melancólico, reconociendo que la misión de los pobres artistas -que de nada disfrutan<span class="pagenum"><a name="page_048" id="page_048"></a>{48}</span> y que todo lo cantan, es triste como la de los -sacerdotes, obligados á bendecir los placeres de un amor vedado á ellos -eternamente. Mercedes, que salió un instante, volvió mostrando un -telegrama que acababan de traer y la forzaba á marchar á la calle.</p> - -<p>—Quedan ustedes en su casa—dijo;—empero no dudo sabrán ser juiciosos -y tratarse con respeto.</p> - -<p>Al verse solos, Antonia y el poeta volvieron los ojos al pasado.</p> - -<p>—¿Te acuerdas?</p> - -<p>—¡Cómo no!—repuso ella;—¿y quién pensara que íbamos á tropezamos -aquí, después de tanto tiempo?...</p> - -<p>Más de quince años fueron pasados desde entonces, y, en la neblina de la -distancia, el recuerdo de aquellos amores castos, nacidos en edad -demasiado temprana, pintaba un ramalazo de alegre y suave color.</p> - -<p>—¿He cambiado mucho?—preguntó él.</p> - -<p>Ella no hubiese querido disgustarle, pero la realidad se imponía con tal -fuerza, que su generoso sentimiento quedó vencido.</p> - -<p>—Bastante—murmuró.</p> - -<p>Aunque colocada en los linderos últimos de la segunda juventud, se -conservaba hermosa y por todo extremo fresca y deseable, habiendo pasado -la vida por ella como la brisa sobre las flores, sin marchitarla; para -él, en cambio, la exístencia fué huracán fortísimo que apagó la lumbre -de sus ojos y aró su frente y quebrantó los resortes de la ya -desgobernada voluntad. Y aquel desvalimiento lo revelaban el arco -desilusionado de sus labios y su mirada fría, como la de los viejos que -presenciaron la desaparición de todo lo amado.</p> - -<p>—Aquellos tiempos—exclamó Pedro cerrando los ojos para mejor rendir su -espíritu al dulce columpio del recuerdo,—forman en mi memoria una -acuarela de sencilla composición y regocijados tonos.<span class="pagenum"><a name="page_049" id="page_049"></a>{49}</span></p> - -<p>Antonia suspiró.</p> - -<p>—A pesar de los años transcurridos—dijo,—no he podido olvidarte y, -siempre que leía tu nombre, el ayer renacía...</p> - -<p>Le contemplaba atentamente, doliéndose de hallarle tan viejo, tan caído, -tan feo... con su calvo cráneo limado por el insomnio, su semblante que -marchitó el hastío, sus labios cansados de besar y de mentir pasiones...</p> - -<p>Dos días después, en la misma casa, tornaron á verse; y tras aquel -encuentro vino una cita, y luego otra... Citas honestas de amigos, de -verdaderos amigos, que hallan, charlando juntos, sabroso pasatiempo.</p> - -<p>—¿Cómo estoy?—preguntaba ella.</p> - -<p>—Mejor que antes, más mujer, más hecha: diríase que los años te -perfeccionaron, trazando curvas, puliendo angulosidades, corrigiendo, en -fin, gallardamente, lo que la impaciente juventud dejó mal concluído.</p> - -<p>Mientras el poeta hablaba, la gentil cortesana se estremecía mordida por -un capricho; raro capricho que iba definiéndose, sojuzgando su ánimo -bajo una fuerza invasora incontestable. Sin saberlo, adoraba á Pedro; le -admiraba, hubiese querido pasar la vida pendiente de sus labios -elocuentes... y pertenecerle, para ahuyentar sus penas.</p> - -<p>—Su alma es hermosa—pensaba Antonia, exaltándose.</p> - -<p>Mas inmediatamente después, la voz implacable de su buen sentido, -respondía:</p> - -<p>—¡Pero es tan feo!... ¡Tan feo!...</p> - -<p>Y para escucharle, miraba al suelo, hallando grato aquel apartamiento de -la realidad desconsoladora.</p> - -<p>...Fué otra tarde en aquel mismo coquetón saloncillo. Pedro callaba, -considerando imposible la reconquista de su antigua amada, que -languidecía en el silencio;<span class="pagenum"><a name="page_050" id="page_050"></a>{50}</span> silencio augusto, cargado de recuerdos que -desbordaban su amor. Mercedes había salido.</p> - -<p>—¿Por qué ese mutismo?—preguntó Antonia.</p> - -<p>—¿Qué puedo decir?... ¡Estás tan lejos de mí! ¡Tan lejos!...</p> - -<p>—¡Oh!... No lo creas. Vivo muy cerca de ti, tan cerca como antes, acaso -más vecina que nunca... Porque mi espíritu, instruído por la -experiencia, comprende mejor los raros méritos del tuyo. ¡Háblame... -háblame!</p> - -<p>—¿De qué?</p> - -<p>—¡Ah, no sé!... No sabría decírtelo... Pero, habla... la corrección de -tu discurso y tu voz, que nubló la tristeza, aturden mi razón -dulcemente, como el vaho aromoso de los pebeteros. Sí, por lo más -santo... no me niegues el favor de escucharte. Háblame de amor... evoca -lo pretérito; jura, como sólo tú sabes hacerlo, que no me has olvidado -todavía... ¡Habla!</p> - -<p>Y él habló... friamente al principio, como viejo actor que representa; -después con fuego, sintiendo caldearse sus nervios bajo la viril -sacudida de su propia inspiración.</p> - -<p>—Antonia... ¿te acuerdas?...</p> - -<p>Hablaba cogiéndola las manos, envolviéndola en una mirada ardiente, -dejando que su aliento acariciase la frente de la amada. Y -reconociéndose elocuente, se entregaba contento á este juego de gestos y -de palabras, con la doble alegría del amante y del artista que espera -ser aplaudido. Y proseguía:</p> - -<p>—En vano intentas sustraerte á ti misma; me quieres, lo sé, me -consta... Si así no fuese, ¿á qué esa turbación? ¿A qué ese humillar la -cabeza y bajar los ojos?... Oyeme, soy yo... tu Pedro... quien te llama; -soy tu pasado, tu juventud primera, que vuelven conmigo.</p> - -<p>Ella balbuceaba, entregándose al hechizo de la ficción.<span class="pagenum"><a name="page_051" id="page_051"></a>{51}</span></p> - -<p>—¡Pedro mío!... ¡Pedro!...</p> - -<p>—Antonia, mi Antonia... adorada de mi alma... ¿Es posible que después -de separación tan dilatada, volvamos á estar juntos?... Hace mucho -tiempo, juré amarte, y mi fe cumplió lo jurado sin que ni la distancia -ni los frívolos placeres mundanos quebrantasen el hierro fortísimo de mi -juramento. Te conocí siendo niña, nos amamos: yo entonces ganaba lo -suficiente para no morir, pero estudiaba sin desmayos, sabiendo que el -estudio y el trabajo son las únicas carabelas que pueden conducirnos -derechamente á las playas de la dicha, y en aquellas playas remotas tú -esperabas.</p> - -<p>Trastornada por el fuego de esta romántica peroración, la joven abrió -los ojos que hasta allí tuvo cerrados, queriendo gustar la contemplación -del hombre que tantas y tan lindas cosas decía, y no pudo; vió su frente -sombría que arrugaron los años, su boca triste, su tez marchita, su -cuerpo encorvado, sus ojos sin luz... ¡Y no pudo!... El beso se heló en -sus labios y volvió á cerrar los ojos. ¡Era tan feo!...</p> - -<p>—Lo pasado ha vuelto... ¡oh, Antonia!... No dejes que esta felicidad -torne al pasado otra vez.</p> - -<p>Ella, sintiendo que en la obscuridad su ilusión renacía, contestaba, sin -abrir los párpados, meciéndose nuevamente en la música de aquel -fingimiento adormecedor:</p> - -<p>—Pedro mío, yo te amo, pero mi historia, sembrada de errores, -imposibilita nuestra unión; yo soy una desgraciada; tú, en cambio, -puedes ser feliz aún.</p> - -<p>—¡Yo! ¡Yo dichoso!... ¿Sin tí?... Nunca. Ahora mi nombre llena tu -memoria y esa convicción, acaso presuntuosa, me consuela. Pero más -adelante, cuando nos separemos, cuando no te vea, cuando la casualidad -que acaba de unirnos no exista... y mi recuerdo vaya empequeñeciéndose -en tu espíritu con el tiempo, como<span class="pagenum"><a name="page_052" id="page_052"></a>{52}</span> la imagen de todo lo que pasa, de -todo lo que huye... Entonces, ¿quién se acordará de mí... del -vencido?...</p> - -<p>—Me sofocas como sofocan las pesadillas.</p> - -<p>Contestó sin abrir los ojos, pareciéndola que en aquella obscuridad la -voz cariñosa del poeta venía de muy lejos. Pedro prosiguió:</p> - -<p>—Es el ayer, que te ahoga. Tú pasarás también, Antonia, y tu ocaso será -muy triste...</p> - -<p>—¡Sigue, sigue!...</p> - -<p>—Será muy triste; y entonces, ¿quién te amparará? ¿Quién podrá -consolarte del bien perdido?... Mientras que, viviendo juntos, no -padecerías el tormento de la soledad, y tus últimos años serían dulces y -tibios como los crepúsculos estivales...</p> - -<p>Hubo otra pausa. Antonia, con la cabeza caída hacia atrás y los hermosos -ojos cerrados, preguntó:</p> - -<p>—¿Quieres apagar la luz?</p> - -<p>—¿Para qué?...—repuso el poeta.</p> - -<p>Y sin sospechar la triste razón que justificaba el capricho de su amiga, -dijo:</p> - -<p>—Estamos mejor así.</p> - -<p>Luego continuó:</p> - -<p>—Nos veo viejecitos, examinando juntos y sin pena el panorama de lo -vivido, confortando con mi aliento tus manos trémulas, espantando con -mis besos los pesares de tu vieja frente... ¡Antonia, mi Antonia!...</p> - -<p>La emoción ahogó la voz de su garganta. Ella murmuró:</p> - -<p>—Apaga la luz.</p> - -<p>—No... necesito verte... déjame...</p> - -<p>—Pedro...</p> - -<p>—¡Eres tan hermosa!... Ven, más cerca, así... tus manos en mis manos... -nuestros pechos muy juntos, más...</p> - -<p>—¡Oh, adorado mío!... ¡Qué dulzura, qué persuación la de tus -palabras!...<span class="pagenum"><a name="page_053" id="page_053"></a>{53}</span></p> - -<p>Iba á abrir los párpados, pero recordó con miedo las trazas lamentables -de su amador, y volvió á cerrarlos.</p> - -<p>—Antonia—el poeta repetía,—¿me quieres?</p> - -<p>Como eco de la callada habitación, la joven contestó:</p> - -<p>—Mucho.</p> - -<p>—¿Con toda tu alma?</p> - -<p>—Sí... con toda mi alma.</p> - -<p>—¡Oh, placer!... Dilo, dilo otra vez para consuelo mio... ¡Repítelo muy -alto!...</p> - -<p>—Te quiero... te quiero... ¡Y nada me consolará de los años que viví -sin amarte!</p> - -<p>Otra vez sus ojos se abrian, poseídos del ansia de mirar, pero se -contuvo. Pedro, murmuraba:</p> - -<p>—Ven...</p> - -<p>Ella sintió sobre la fresa de sus labios, los labios calenturientos del -poeta, y su aliento, cálido como el jadeo de las fieras. Entonces se -levantó y sin entreabrir los cerrados párpados, se dirigió á tientas -hacia la mesa y apagó el quinqué; la habitación quedó á obscuras, en las -tinieblas los objetos perdieron su forma; el hechizo de la conversación -estaba salvado.</p> - -<p>—¿Qué haces?—preguntó Pedro sorprendido.</p> - -<p>Ella repuso:</p> - -<p>—Acercarme á tí...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_054" id="page_054"></a>{54}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_055" id="page_055"></a>{55}</span></p> - -<h2><a name="LA_OCASION" id="LA_OCASION"></a>LA OCASIÓN<br /><br /> -<span class="sans">(Cuento representable)</span><br /> -———</h2> - -<h3>ESCENA PRIMERA</h3> - -<p>(<small>Gabinete bien amueblado, con diván, marquesitas, etc. Al fondo, la -puerta del dormitorio. A la izquierda del actor, otra puerta. A la -derecha, una ventana. Es de noche.</small>)</p> - -<p><span class="smcap">Casta</span>.—(<small>En traje de calle y asomando la cabeza por la puerta de la -izquierda, que estará entornada</small>). ¡Granuja, granuja!... ¡Poca -vergüenza!... (<small>Pausa, como si alguien contestase á sus palabras desde -dentro.</small>) ¿Qué dices? (<small>Pausa.</small>) ¡Me tiene sin cuidado! (<small>Gritando furiosa.</small>) -Puedes venir cuando gustes, ó no venir... me es indiferente. Si quieres, -pasa la noche donde pasaste la de ayer, y la otra... ¡y la otra!... -(<small>Cerrando la puerta, como temiendo que su amenaza llegue á oídos del -esposo, que se va.</small>) Pero no te admires, si, en llegando <i>la ocasión</i>... -hago lo que tenga por conveniente. Eso es, ni más ni menos: lo que me dé -la gana, mi real gana; aquello que ordene mi gusto... (<small>se quita el -sombrero y va y vuelve por el escenario, dando señales de agitación y<span class="pagenum"><a name="page_056" id="page_056"></a>{56}</span> -despecho vivisimos.)</small> ¡Linda conducta la de mi esposo!... Está cincuenta -y tantas horas sin venir por aquí, metido... ¡sabe Dios dónde!... Y hoy -reaparece, después de almorzar, con las manos y los dientes muy limpios -y su cara de Pascua, repitiéndome la viejísima historia del amigo que, -saliendo del teatro, enfermó repentinamente, y á quien fué necesario -subir á un coche, llevarle á su casa, meterle entre colchas, darle -tisanas... etcétera. Yo fingí dar crédito á todo aquel hilvanamiento de -burdas mentiras, y repuse:—Bueno, ¿quieres llevarme esta noche al -teatro?—¿Por qué no?—dijo. Mi señor marido es un caballero que no -tiene palabra mala ni hecho bueno. Como le conozco, insistí.—Conque, -¿me llevarás?—Sí, mujer.—¿De verdad?—De verdad.—¿No vendrás á última -hora con alguna de las tuyas?... ¡Cómo se puso el muy hipócrita! ¡Qué -protestas, qué extremos de cariño!... Era preciso creerle. Total: me -dejó convencida y se marchó. ¡Es que las mujeres nacimos tontas!... -(<small>Pausa.</small>) Por eso, mucho antes de cenar ya estaba yo vestida. Y dan las -siete de la tarde, y las ocho... ¡y Mariano sin venir! (<small>Pausa.</small>) Cené -sola, con el alma dada á todos los diablos, comprendiendo que, al fin, -me quedaría compuesta y en casa. ¡Así fué!... A los postres reapareció -mi señor; volvía para buscar dinero y decirme que tenía un asunto -urgente... un negocio de minas... ¡No quiero recordarlo! (<small>Furiosa.</small>) -¡Pillo, granujón!... ¡Si supiera que otros adoran lo que él -desprecia!... Su amigo Ricardo, por ejemplo, me corteja desde que empezó -el verano: ¡y es tan dulce, tan insinuante, tan delicado... tan -guapo!... (<small>Suena un timbre.</small>) ¡Cómo! ¿Gente á estas horas? (<small>Pausa.</small>) -¿Quién será?...<span class="pagenum"><a name="page_057" id="page_057"></a>{57}</span></p> - -<h3>ESCENA II</h3> - -<p class="c"><span class="smcap">Casta, luego Susana</span></p> - -<p><span class="smcap">Susana.</span>—(<small>Desde fuera.</small>) ¿Se puede?</p> - -<p><span class="smcap">Casta.</span>—Adelante.</p> - -<p>S.—¿Cómo?... ¿Estás sola?</p> - -<p>C.—Sí.</p> - -<p>S.—¡Yo que no me atrevía á entrar, temiendo hallarte!...</p> - -<p>C.—¿Dónde?</p> - -<p>S.—En brazos del esposo.</p> - -<p>C.—No me hables de Mariano.</p> - -<p>S.—¿Está en casa?</p> - -<p>C.—No.</p> - -<p>S.—¡Me alegro! ¿Cuándo vendrá?</p> - -<p>C.—Ni el diablo lo sabe. Mañana... pasado... ¡Ni me importa!...</p> - -<p>S.—Mejor. Entonces...</p> - -<p>C.—¿Qué?</p> - -<p>S.—Vente conmigo.</p> - -<p>C.—¡Chiquilla!</p> - -<p>S.—Vente.</p> - -<p>C.—¿Dónde?</p> - -<p>S.—A la Bombilla.<span class="pagenum"><a name="page_058" id="page_058"></a>{58}</span></p> - -<p>C.—¡A la Bombilla! (<small>Horrorizada.</small>)</p> - -<p>S.—Sí.</p> - -<p>C.—¿Solas?</p> - -<p>S.—¡Quiá!</p> - -<p>C.—¿Con quién?</p> - -<p>S.—Con mi amigo; ya le conoces... Federico...</p> - -<p>C.—¿Estás loca?</p> - -<p>S.—Sí, loca; loca y borracha, ¡pero no de vino, sino de alegría, de -ilusión, de juventud!...</p> - -<p>C.—¿Y tu marido?</p> - -<p>S.—En Puente-Viesco, desde ayer, curándose el reúma. Vamos, ¿qué -piensas?... Federico aguarda en la esquina.</p> - -<p>C.—Imposible, no voy.</p> - -<p>S.—¿Por qué? ¿Quién iba á enterarse?</p> - -<p>C.—(<small>Pensativa y dudosa.</small>) Nadie...</p> - -<p>S.—Entonces....</p> - -<p>O.—Dudo, tengo miedo.</p> - -<p>S.—¿A quién?</p> - -<p>C.—No sé.</p> - -<p>S.—¿No estás vestida?</p> - -<p>C.—Sí.</p> - -<p>S.—Pues, necia... sígueme. ¿A qué esperas?</p> - -<p>C.—Sin embargo...</p> - -<p>S.—¿Qué?</p> - -<p>C.—¡Bonito papel representaría yo en vuestro dúo de amor!</p> - -<p>S.—¡Psch!... Regular... (<small>Ríe.</small>)</p> - -<p>C.—Si yo tuviese...</p> - -<p>S.—¿Un amigo?</p> - -<p>C.—Eso es...</p> - -<p>S.—¡Naturalmente; un amigo! ¡Lo que tantas veces te aconsejé que debes -procurarte!... Porque, mira: con los hombres debe hacerse lo que con los -trajes: hay uno nuevo, para salir de día, ir al teatro, exhibirse en<span class="pagenum"><a name="page_059" id="page_059"></a>{59}</span> -público... este es el marido. El amante es el traje modesto conque -salimos de noche, por calles solitarias... ó al campo, para tendernos -libremente sobre la hierba..!</p> - -<p>C.—(<small>pensativa.</small>) ¡Si Ricardito supiera!...</p> - -<p>S.—(<small>con gran interés.</small>) Oye, á propósito: ¿qué hay de eso?</p> - -<p>C.—Nada nuevo.</p> - -<p>S.—¿Te escribe?</p> - -<p>C.—Todos los días... y me sigue... y no me deja á sol ni á sombra.</p> - -<p>S.-¿Y tú?</p> - -<p>C.—Desdeñándole.</p> - -<p>S.—¿Y tu marido?</p> - -<p>C.—Como los maridos de Bocaccio: en la higuera.</p> - -<p>S.—¡Pobre Ricardo!</p> - -<p>C.—Si leyeses su última carta...</p> - -<p>S.—(<small>Con alegría.</small>) ¡A ver, á ver!...</p> - -<p>C.—(<small>Sacando un papel del seno.</small>) Lee; me llama su cielo...</p> - -<p>S.—(<small>leyendo, pero sin coger la carta.</small>) Y... su vida... Y te pide una -cita...</p> - -<p>C.—Sí.</p> - -<p>S.—¡Pobrecillo!</p> - -<p>C.—Mira, cómo se despide: «Te beso en los labios...»</p> - -<p>S.—(<small>Leyendo.</small>) «En la nuca...»</p> - -<p>C.—(<small>Leyendo.</small>) «Donde tú quieras..»</p> - -<p>S.—¡Excelente muchacho!</p> - -<p>C.—¿Te parece?</p> - -<p>S.—Yo le protegeré.</p> - -<p><small>Pausa. Las dos interlocutores meditan.</small></p> - -<p>S.—Conque, ¿vienes?</p> - -<p>C.—No me atrevo.</p> - -<p>S.—Cobarde.<span class="pagenum"><a name="page_060" id="page_060"></a>{60}</span></p> - -<p>C.—No, no soy cobarde... pero, reconoce que la caída de las mujeres -depende, más que del deseo...</p> - -<p>S.—Sí, de la ocasión.</p> - -<p>C.—Tú lo digiste.</p> - -<p>S.—Del cuarto de hora...</p> - -<p>C.—Y esa ocasión, ese cuarto de hora, faltan... faltando Ricardo.</p> - -<p>S.—(<small>Resignándose.</small>) Bien; entonces, adiós, no quiero perder más tiempo.</p> - -<p>C.—(<small>Besándola.</small>) Adiós, que seas muy feliz.</p> - -<p>S.—Lo seré; no lo dudes.</p> - -<p>C.—Yo en cambio...</p> - -<p>S.—Encerrada y sola... y condenada á marido perpetuo. Adiós, feísima, -adiós... (<small>Váse: Casta la acompaña. La escena queda un instante sola.</small>)</p> - -<h3>ESCENA III</h3> - -<p class="c"><span class="smcap">Casta</span></p> - -<p class="c">(<small>Cerrando la puerta con llave.</small>)</p> - -<p>Cuando la ocasión no llega todo falta. Mi esposo me abandona, mi amiga -se marcha también tras su alegría... ¡Bueno va!... Me acostaré; ¿qué -remedio? (<small>Empieza á desnudarse poco á poco y hasta donde las buenas -costumbres consientan.</small>) Hace calor, el ambiente perfumado de este -gabinete es asfixiante... asfixiante como un abrazo muy<span class="pagenum"><a name="page_061" id="page_061"></a>{61}</span> estrecho. ¡Uf, -me ahogo!... Todo me habla de amor: el silencio... los muebles... el -lecho mullido donde dormiré sola... Abriré la ventana (<small>Pausa.</small>) ¡Oh, qué -noche tan hermosa! ¡Cuánta paz en la tierra! En los cielos... ¡cuánta -electricidad y cuánta luz!... Desfallezco; algo misterioso me besa sobre -los labios. (<small>Asomándose á la ventana.</small>) ¿Qué es eso?... Una orquesta -ambulante; ¡sólo faltaba la música para concluir de trastornarme!... -(<small>Dentro algunos violines ejecutan un vals.</small>) ¡Ah, ese vals!... (<small>En -éxtasis.</small>) Lo he bailado tantas veces siendo soltera, cuando era -inocente... cuando soñaba... Me veo girando por los salones, la cabeza -caída hacia atrás y sintiendo sobre los riñones la presión de un brazo -enamorado... ¡Oh, aquellos tiempos! (<small>Continúa desnudándose.</small>) La música, -llamando á mis recuerdos, trastorna mi espíritu; el calor muerde mis -nervios y mi carne. ¡Amado!... ¿Dónde está?... ¡Estas noches húmedas de -Septiembre roban al cielo tantas vírgenes!... (<small>Pausa.</small>) Hace pocos -momentos decía que faltaba la ocasión y, no obstante, el cuarto de hora -de los supremos vencimientos, está aquí; la hora azul del pecado, es -ésta. (<small>Pausa. Cesa la música. Luego suena un timbre; llaman á la puerta. -Casta despertando de su embelesamiento.</small>) ¿Quién va? ¿Quién es?...</p> - -<p>Voz.—(<small>Desde fuera.</small>) Abra usted, señora.</p> - -<p>C.—(<small>Aterrada.</small>) ¡Voy!... (<small>Aparte.</small>) ¿Qué es esto?... ¡Voy!... (<i>Siempre -aparte.</i>) ¿Qué pasa por mí?... ¡Voy, voy!...</p> - -<p>(<small>Se viste apresuradamente una bata y abre.</small>)<span class="pagenum"><a name="page_062" id="page_062"></a>{62}</span></p> - -<h3>ESCENA IV</h3> - -<p class="c"><span class="smcap">Casta y su Doncella</span></p> - -<p><span class="smcap">Doncella.</span>—El señorito Ricardo... está ahí.</p> - -<p><span class="smcap">Casta.</span>—¡Ricardo! (<small>Retrocede asustada.</small>)</p> - -<p>D.—Sí.</p> - -<p>C.—¿Cómo?</p> - -<p>D.—Quiere hablar con usted.</p> - -<p>C.—¡A estas horas!</p> - -<p>D.—Los hombres enamorados son terribles, está loco por usted... y como -yo le dije que el señor no vendría hasta mañana... (<small>Ríe mirando al -público.</small>)</p> - -<p>C.—¡Ah, está bien!... Te vendiste al ladrón...</p> - -<p>D.—(<small>Humilde.</small>) Señora...</p> - -<p>C.—Desde este momento quedas despedida.</p> - -<p>D.—(<small>Sonriendo.</small>) Creo que la señora cambiará de opinión hablando con el -señorito Ricardo.</p> - -<p>C.—¡Miserable! (<small>Exaltándose.</small>)</p> - -<p>D.—Lo dije sin intención... (<small>Humilde y burlona.</small>)</p> - -<p>C.—(<small>Cayendo desfallecida sobre el diván.</small>) ¡Todo se conjura contra -mí!... El desprecio de mi marido, los consejos de Susana... mi -desnudez... la música, el calor húmedo de esta noche diabólica...</p> - -<p>D.—El señorito Ricardo espera.</p> - -<p>C.—¡Ay de mí!... ¿Qué me sucede?... ¿Qué siento?</p> - -<p>D.—¿Qué le digo?<span class="pagenum"><a name="page_063" id="page_063"></a>{63}</span></p> - -<p>C.—El destino le trae y yo no puedo luchar contra lo invencible.</p> - -<p>D.—¿Señora?</p> - -<p>C.—Aguarda. (<small>Pausa.</small>)</p> - -<p>D.—Es que...</p> - -<p>C.—¡Un momento!... (<small>Suplicante.</small>)</p> - -<p>D.—(<i>Mirando hacia la puerta.</i>) ¿El señorito Ricardo...?</p> - -<p>C.—Espera...</p> - -<p>D.—¿Qué le digo? (<small>Apremiante.</small>)</p> - -<p>(<small>Pausa.</small>)</p> - -<p>C.—(<small>Como desvanecida.</small>) Me muero...</p> - -<p>D.—¿Qué le digo?</p> - -<p>(<small>Pausa.</small>)</p> - -<p>C.—(<small>Suspirando.</small>) Que pase...</p> - -<p class="c"><span class="smcap">Telón</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_064" id="page_064"></a>{64}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_065" id="page_065"></a>{65}</span></p> - -<h2><a name="LA_HIJA_DEL_SOL" id="LA_HIJA_DEL_SOL"></a>LA HIJA DEL SOL<br /> -———</h2> - -<p>Lo mismo la alborotada juventud, tan fácil á la hipérbole, como las -envidiosas mujeres, inclinadas á discutir y morder el ajeno mérito, -coincidían en proclamar á Carmen, la gitana, como el tipo femenino más -perfecto de la pujante flamenquería sevillana.</p> - -<p>Carmen nació en el campo: era hija de segadores y su madre la dió á luz -una tarde de Agosto, tumbada entre los altos trigales, bajo el ancho -espacio azul, abrasador y deslumbrador como la entrada de una fragua: de -pronto resonó en los ámbitos de la planicie adormecida por el bochorno -de la siesta, un grito, el grito selvático que lanzan las hembras cuando -el último desgarro las convierte en madres; y nació Carmen... El viento -de aquella tarde, un viento cálido como un bostezo del desierto, agitó -los negros cabellos de la niña y la luz que caía á raudales tostó sus -mejillas y su frente... Desde entonces, á Carmen la llamaron la <i>Hija -del Sol</i>.</p> - -<p>Todo en ella, efectivamente, concurría á mantener la exactitud y -legitimidad de aquel apodo: su talle esbelto y ágil, su cuello grueso, -su tez cobriza, su cabeza algo grande, su boca de carnosos y encendidos -labios,<span class="pagenum"><a name="page_066" id="page_066"></a>{66}</span> amargados por el gesto, casi doloroso, de sed, que contrae la -boca insaciable de los libertinos; y luego su carácter... su carácter -reconcentrado, á veces sumiso, con sumisiones de esclava, indomable y -fiero á ratos, pero siempre taciturno y perezoso, de mujer oriental; -mujeres supersticiosas y ardientes que adoran al Sol.</p> - -<p>Carmen profesaba al astro magnífico un culto idolátrico, casi sensual, -de fetiquista. En la germinación y desarrollo de esta pasión debió de -influir, amén de su idiosincrasia andaluza, la novela de su nacimiento, -aquel nacer pintoresco, consumado durante las abrasadas horas de una -tarde estival, en medio de la vasta planicie, convertida, bajo los rayos -del sol, en inmensa charca de fuego y de luz... Las primeras sombras -crepusculares ponían en su ánimo nostalgia y miedo inexplicables: se -acostaba temprano para no ver la luna, la eterna muerta, tan triste, tan -pálida, velando con su resplandor frío el reposo inquietante de las -tumbas y de las ruinas; y madrugaba con el sol, que iba á sorprenderla -en su lecho, espantando sus malos ensueños, derramando por sus venas una -briosa corriente de vida. Los días de verano iba con sus padres á la -siega, y allí, echada al pie de un árbol ó á la sombra de un bardal, -abismaba sus ojos en el paisaje. Los pajarillos habían enmudecido, las -cigarras, borrachas de calor, callaban bajo el rastrojo; la atmósfera -ardía, el suelo exhalaba por sus poros un vaho abrasador, irrespirable, -las golondrinas que intentaron atravesar volando la planicie, cayeron -asfixiadas; en los confines del horizonte, tierra y cielo, borrados en -la misma catarata luminosa, simulaban un incendio con oleadas de oro y -nubes de púrpura; perdidos entre el trigo, con las recias espaldas y las -frentes cubiertos de sudor, los segadores, estimulados por el orgulloso -prurito de no quedarse retrasados en la faena, trabajaban sin descanso.<span class="pagenum"><a name="page_067" id="page_067"></a>{67}</span></p> - -<p>Carmen, sumida en un emperezamiento invencible, miraba al cielo, -cegándose bajo aquella intensísima reverberación solar. El mismo sol, -que tanto excitaba con sus ardores la carne de la virgen gitana, -reprimía con su luz la explosión de sus pasiones: Carmen, que sentía en -la obscuridad los vergonzosos bostezos del pecado, hubiera tenido -empacho de desnudarse ante una ventana abierta: el sol, brillando -majestuoso en el cenit de los espacios, represaba sus malos deseos y -fortalecía su voluntad y su virtud, y á él volvía los entornados ojos en -las horas azules de dulce y peligroso quebranto, como las vírgenes -frágiles, al ir á perderse, miran el retrato de su padre colgado á la -cabecera del lecho fatal, como pidiéndole ayuda ó perdón. ¡No, ella no -sería mala, mientras hubiese Sol!...</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Antoñico el gitano, un mercader de potros que gozaba de gran fortuna y -prestigio en las ferias de Sevilla y Mairena, había puesto estrecho -cerco á la virtud de Carmen; persiguiéndola en la iglesia los domingos -por la mañana, durante la misa; por las noches, rondando su reja, al pie -de la cual su musa triste de amador desdeñado entonaba sentidos -cantares; y en la siega, sentándose junto á Carmen, que le oía -distraída, mirando á los segadores cuyas cabezas oscilaban entre las -doradas mieses como puntos negros.</p> - -<p>Según el mozo extremaba sus agasajos, la joven fortalecía su -resistencia, y hubo entre ambos disputas y luchas terribles, de las -cuales la virtud de Carmen libró incólume. El, porfiaba, sin darse por -vencido.</p> - -<p>—¿Por qué me desprecias?—decía.</p> - -<p>—Déjame—replicaba Carmen,—me aburres y te cansas en vano. Yo no puedo -amarte; había de querer... ¡y<span class="pagenum"><a name="page_068" id="page_068"></a>{68}</span> no podría!... Hay algo en mí que te -rechaza, que no transige contigo, aunque fueses el mejor de los -hombres... Una especie de hipo, que te echa fuera de mi alma...</p> - -<p>El, herido en su pasión y en su orgullo, replicaba:</p> - -<p>—Tú caerás. Esto, al fin, ha de ser como yo quiera...</p> - -<p>Ella, segura de si misma, reía provocándole al combate. ¿Para qué -temerle?... De noche, la defendían los mismos hierros de su reja; de -día, la guardaba su padre, el Sol...</p> - -<p>Una tarde, Carmen y Antonio se encontraron en uno de los callejones más -solitarios y excéntricos del barrio, delante de una tiendecilla de -vinos.</p> - -<p>—Oye—dijo él,—¿aceptas una cañita de manzanilla?</p> - -<p>—No—repuso ella,—déjame en paz.</p> - -<p>Entonces él la cogió por los sobacos y en volandas la metió en la -taberna y luego en una habitación interior, donde un lecho, con -sobrecama roja, parecía esperar... El ambiente del dormitorio era frío; -las paredes, resquebrajadas por la humedad, ofrecían grandes manchas -verduzcas; por la ventana penetraban los últimos reflejos crepusculares.</p> - -<p>—Ya estamos solos—exclamó Antonio cerrando la puerta;—¡por fin!...</p> - -<p>En sus labios vagaba la risa petulante y procaz de los triunfadores; su -manos ardían; sus ojos voraces de gitano llameaban en la sombra... -Carmen no supo defenderse; un frío mortal helaba su sangre; no podía -respirar; la obscuridad de aquel cuarto siniestro gravitaba sobre sus -párpados obligándola á cerrarlos; sus brazos permanecieron inactivos, -sus piernas flaquearon y echó la cabeza hacia atrás, entregando su -garganta al deseo... Fué una caída inconsciente en cuyo lamentable -desenlace la noche ejerció poderosa y decisiva tercería.<span class="pagenum"><a name="page_069" id="page_069"></a>{69}</span></p> - -<p>De aquella casa salió Carmen como de un letargo, y cuando más tarde supo -que iba á ser madre, se rindió á su suerte, aceptando al hombre que -hasta allí nunca había logrado poseerla pacíficamente, sino por sorpresa -y á zarpazos, como se aman las fieras. Obligada á vivir en un cuarto -interior con su hija y sin otro recreo que el cuidado de las flores que -adornaban los hierros de su ventana, la joven tornóse más huraña, más -triste, según el odio hacia su amante aumentaba. Aquel hombre se lo -había quitado todo: el cariño de sus padres, la estimación de sí misma, -su belleza sin mácula, su libertad; y además la había robado el Sol, -aquel dios resplandeciente que abrasaba su sangre y anegaba sus pupilas -en luz, enseñándola el culto á la Naturaleza y á la vida... Pensando en -esto y comparando su salvaje independencia de antaño con su monótona -existencia actual, Carmen, la gitana, lloraba hilo á hilo lágrimas -ardientes que agrandaron sus ojos. ¡Sí, odiaba á Antonio, funesto para -ella como la sombra del manzanillo; y le aborrecía con ese -aborrecimiento intenso que no retrocede ante el crimen!...</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Fué otra tarde: una tarde de Agosto.</p> - -<p>Carmen y Antonio habían merendado en el campo; su hija les acompañaba. -El almuerzo fué alegre; los tres comieron mucho y bebieron copiosamente; -luego Antonio, mareado por los vapores de la digestión y del vino, -tumbóse en el suelo y con la cabesa apoyada sobre el regazo de la joven -se quedó dormido. Carmen, inmóvil, contemplaba el horizonte con ojos -pensativos: el aire quemaba, la tierra ardía, del cielo azul caían sobre -los campos oleadas mareantes de fuego; á un lado<span class="pagenum"><a name="page_070" id="page_070"></a>{70}</span> aparecían altos -ribazos coronados de chumberas, luego una carretera que se alejaba -blanqueando como un reguero de ceniza, y más allá planicies inacabables -sembradas de trigo, con sus gavillas de segadores que avanzaban -desplegados en ala, cual náufragos perdidos en un lago de oro líquido... -En medio del campo, dominada por el silencio augusto de la siesta y -mordida por los besos ardientes del Sol, Carmen sentía renacer sus -orgullosas energías de antaño; su sangre hervía, crispando sus dedos, y -una borrachera extraña, borrachera orientalesca de calor y de luz, -turbaba su cerebro. Instintivamente miró á Antonio, el hombre que la -había arrebatado tanto bien y que yacía dormido sobre sus rodillas, á -merced suya, y sus miradas repararon con criminal ensañamiento en su -cuello grueso y sanguíneo, de violador.</p> - -<p>Aquello pasó y Carmen tornó á fijarse en los pintorescos ribazos ceñidos -de chumberas siempre verdes, y en los campos de trigo, con sus gavillas -de segadores... Pero la tentación homicida volvía, cada vez más terrible -y pujante... Antonio roncaba tranquilo; el calor había congestionado sus -mejillas; bajo la piel se acentuaban las venas repletas de sangre... -¡Oh, aquel hombre las había causado, á ella y á su hija, un daño -infinito!... ¡Por él estaban así, alejadas del mundo, sin cariño de -madre, sin blanduras de abuela, condenadas á vivir perpetuamente en la -sombra... Y Carmen pensó que la muerte de Antonio sería la felicidad -recobrada, la liberación definitiva...</p> - -<p>Un último sacudimiento de su conciencia la obligó á levantar los ojos; -en aquel momento sus pupilas, nidal de malos pensamientos, parecían más -negras, más duras... Carmen prosiguió acariciando el cuello de su amante -con una mirada fría y sutil como el filo de una daga. Era imposible -resistir la implacable tentación. A<span class="pagenum"><a name="page_071" id="page_071"></a>{71}</span> la borrachera del vino se aunaba la -del sol... Y el sol hablaba, empujándola al crimen.</p> - -<p>«¡Mátale!...—decía;—él te robó cuanto de más hermoso tenías, -regalándote, á cambio de tu sacrificio, una hija que habrá de -avergonzarse de ti eternamente. ¡Mátale antes de que despierte y te -vuelva á su cárcel! Recuerda aquella habitación obscura que jamás -mereció el beneficio de mis rayos; aquellas paredes que agrietó la -humedad, aquel lecho donde tiritas de frío... ¡Mata! Sé fuerte como yo, -inspirador de todos los heroísmos, afrodisíaco despertador de todas las -voluptuosidades, anda, no vaciles; sigue los consejos de tu padre el -Sol... ¡Mata á ese hombre!...»</p> - -<p>Carmen, estremeciéndose, miró á su alrededor: no había nadie; la -soledad, encubridora de los grandes crímenes, también la empujaba. ¿Por -qué no recobrar su hermosa libertad perdida?... A veces, una vena que se -corta es una cadena que se quiebra...</p> - -<p>Por entre la faja de Antonio asomaba tentador el mango de un cuchillo. -Carmen quiso apartar de él los ojos, y ya no pudo; miraba, alargando el -cuello, y su mano derecha se crispaba, calculando la violencia del -golpe...</p> - -<p>En aquel instante la niña, como instrumento elegido por el Destino para -precipitar la venganza de la madre, cogió el mango del cuchillo y la -hoja salió de la vaina, con relampagueo deslumbrador. Aquel zig-zag -trágico, arrancado al acero por el sol, cegó á Carmen, y el gitano rodó -por el suelo, pasando sin estremecimiento de un sueño á otro. Quedó -tumbado boca arriba, mirando al Sol que le había matado. La tierra, -sedienta, empapó su sangre...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_072" id="page_072"></a>{72}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_073" id="page_073"></a>{73}</span></p> - -<h2><a name="IDOLOS_CAIDOS" id="IDOLOS_CAIDOS"></a>IDOLOS CAIDOS<br /> -———</h2> - -<p>Era de noche. Nos hallábamos en una espaciosa habitación, con los altos -techos envigados según antigua costumbre provinciana, las ventanas -huérfanas de visillos, cortinajes y demás vistosos paramentos del buen -tono, y las paredes sin otro adorno que algunos clavos de donde pendían -varias viejas prendas de vestir con esa gravedad soñolienta de las cosas -inertes.</p> - -<p>Mi amigo estaba acostado en una cama, yo en otra, y ambos conversábamos -pausadamente esperando la sorpresa del sueño. Sobre un taburete -chisporroteaba la mortecina luz de una lamparilla de aceite; toda la -casa yacía en el silencio solemne que envuelve á los pueblos pequeños, y -únicamente revoltijeando en el ámbito del dormitorio vibraba el pertinaz -y amenazador zumbido de algunos mosquitos hambrientos.</p> - -<p>—Pues, mañana—dijo Joaquín,—antes de que el sol caliente, iremos á -<i>El Robledal</i>, que es de los mejores y más pintorescos cortijos que -posee mi cuñado por estas cercanías: luego visitaremos la iglesia, que -tiene<span class="pagenum"><a name="page_074" id="page_074"></a>{74}</span> una capillita gótica muy notable; y si estamos de humor y la -tarde da de sí para tanto, subiremos á Peña-Ramiro, cerro elevadísimo -desde cuya cumbre se abarca un grandioso panorama: al fondo del valle, -el pueblecito, con su centenar de casitas blancas parecidas á un rebaño -de ovejas; después el riachuelo de Guadelzar, en cuyo cauce blanquea un -chorrito de plata líquida, semejante al hilillo baboso que hubiera -dejado al pasar por allí un caracol gigantesco; y más allá, en los -brumosos confines del paisaje, un largo rosario de montañas, enderezando -al cielo sus panzas ciclópeas coronadas de nieve...</p> - -<p>—¿Y después, por la noche?</p> - -<p>—Por la noche—repuso,—iremos á casa de Higinio, un muchacho -comerciante que puntea la guitarra y con quien suelen reunirse algunas -mozas vecinas y tres ó cuatro de los chicos más galanes y mejor -templados del pueblo.</p> - -<p>Añadió interrumpiéndose para requerir la almohada y colocarse mejor:</p> - -<p>—¡Hombre!... A quien deseo presentarte es al tío Baltasar, el tipo más -notable de la provincia. Es un viejo muy corrido que en sus mocedades -fué pendenciero temible y sempiterno y afortunado cortejador de -doncellas; un don Juan rural, caballeresco y galán á su modo. Nació aquí -y de estos contornos nunca salió si no fué para el presidio de -Cartagena, á donde le llevaron por dar muerte á un marido que quiso -meterse á «médico de su honra»...</p> - -<p>Joaquín, vencido por el sueño, articulaba lenta y trabajosamente; yo, -empezanado por aquel inseguro balbuceo, cerré los ojos. Luego exclamé -haciendo esfuerzos para no dormirme:</p> - -<p>—¡Es raro que ese Baltasar haya llegado á viejo!</p> - -<p>—¿Por qué?<span class="pagenum"><a name="page_075" id="page_075"></a>{75}</span></p> - -<p>—Porque... lo que el adagio enseña: el buen vino y los hombres guapos, -duran poco...</p> - -<p>Pronunciábamos las palabras lentamente y separando unas sílabas de -otras: era una conversación lánguida, incoherente, como un diálogo de -sonámbulos.</p> - -<p>—Pues, por esta vez, falló el refrán... porque Baltasar fué de los -majos que tosió más fuerte entre los barateros de mejor resuello. Una -noche, y esta anécdota te servirá para conocer la calidad y buen temple -de su ánimo... detuvo él solo, trabuco en mano y por apuesta, á la -diligencia de Almería.</p> - -<p>No dijo más, ó si continuó yo no le oí, rindiéndome al sopor que me -infundieron la tarda exposición de aquellos romancescos disparates y el -rítmico sonsonete de los mosquitos volanderos.</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Al día siguiente me levanté tarde; y como Joaquín se hubiese marchado de -jira con varios amigos y yo no tuviera otro asunto de más bulto y -provecho en qué emplearme, salí á dar un paseo por el pueblo.</p> - -<p>En un villorrio tan incivil y menguado como aquel, la presencia de un -forastero es motivo poderoso de curiosidad y de fisgoneo; por todas -partes veía chiquillos que se quedaban embelesados y boquiabiertos -mirándome pasar, cual si yo fuese un ente raro oriundo de lejanos -planetas, y ojos femeninos que me avizoraban por entre las hendiduras de -las persianas; y tanto llegó á molestarme aquella impolítica curiosidad, -y tan feo me pareció el lugar con sus retorcidos callejones -desempedrados y su pobrísimo caserío, que renuncié al paseo. Di, pues, -media vuelta, y aventurándome por un<span class="pagenum"><a name="page_076" id="page_076"></a>{76}</span> angosto pasadizo abierto entre los -bardales de dos huertas, anduve un buen trecho y llegué á la plaza: -triste, polvorienta, rodeada de casuchas irregulares, con la iglesia á -un lado y una fuentecilla á la que prestaban sombra escasa algunos -arbolillos. Permanecí inmóvil largo rato, examinando el aspecto de aquel -paraje que reconcentraba las vidas comercial, religiosa y hasta elegante -de la población, puesto que allí concurrían á coquetear por las tardes -los muchachos y mocitas casaderas.</p> - -<p>Eran las doce; el sol caía perpendicularmente, y aquellos torrentes de -luz cenital, sumados á la intensa reverberación del suelo, producían una -especie de peplo luminoso que esfumaba el contorno de los objetos; un -remusgo cálido agitaba los toldos multicolores extendidos sobre la -puerta de algunas tiendas, y la torre de la iglesia, altiva y robusta -como el torreón aspillerado de un castillo medioeval, proyectaba sobre -el suelo polvoriento una sombra gigante. Sentado en un poyo junto á la -fuentecilla, había un viejo, al cual gritaban y silbaban hasta una -docena de deslenguados arrapiezos.</p> - -<p>—¡Que baile el tío Baltasar!—gritaban aquellos indígenas.</p> - -<p>—¡No!, que no baile...—decían otros,—es mejor que cante...</p> - -<p>Y entonces todos empezaron á pedir rítmicamente y con cierta cadencia:</p> - -<p>—¡Que cante el tío Baltasar, que cante, que cante!...</p> - -<p>Algunos individuos, sentados en el suelo y á la hila de las paredes, -atisbaban la escena sonriendo; el tío Baltasar, por su parte, únicamente -amenazaba á los chicuelos más atrevidos que se le acercaban demasiado y -con la poca caritativa intención de colgarle algún ahimelollevas. -Sofocado por el calor y deseando ver la<span class="pagenum"><a name="page_077" id="page_077"></a>{77}</span> capillita gótica de que Joaquín -me había hablado, crucé la plaza en derechura á la iglesia. Al pasar -junto á la fuentecilla, molestado por el griterío de los chicos, no pude -abstenerme de espantarles á voces y de repartir varios pescozones entre -los más indómitos.</p> - -<p>—¡Déjeles usted estar, señorito, pues no me incomodan!—exclamó el -viejo.</p> - -<p>Volvíme para mirar á quien tan mal agradecía mi protección y ayuda, y -era un hombre setentón, con grandes patillas cortadas según la usanza de -la clásica flamenquería y majeza andaluzas: los ojos nobles y fieros, la -boca desdeñosa, la nariz aguileña y enérgica, el busto de complexión -elegante y recia... y comprendí hallarme delante del célebre Baltasar, -de quien tantas lindezas refería mi amigo.</p> - -<p>—Celebro conocerle dije entonces;—aunque recién llegado aquí, ya me -han dicho mucho bien de usted. Si la fama no miente, usted fué, allá en -sus mocedades, un buen gallo...</p> - -<p>—Hombre... sí, señor—repuso con esa modesta mansedumbre de los héroes -encanecidos;—cuando lleva uno en las venas mucha sangre y muy caliente, -comete muchas tonterías.</p> - -<p>—¿Y ahora?</p> - -<p>—¿Ahora?... ¿Qué quiere usted que haga, más que tomar el sol ó la -sombra, según la estación?</p> - -<p>Los chicos se habían retirado y nos contemplaban desde lejos. Baltasar y -yo continuamos charlando, cautivándome él por sus espontáneas -caballerosidad y bizarría.</p> - -<p>—Ogaño estoy mandado retirar por inútil—decía;—pues los gallos sin -pico ni espolones no sirven para el reñidero ni para el corral... Pero -antes... ¡ja, ja!... antes no hubo en toda la provincia otro majo que -cantase más alto que yo...<span class="pagenum"><a name="page_078" id="page_078"></a>{78}</span></p> - -<p>Según hablaba, los recuerdos iban exaltando las energías de su espíritu -y tenía frases y gestos autoritarios que recordaban sus ya lejanos -extremos de sultán dictador... Y había algo solemne en el ocaso de aquel -ídolo caído.</p> - -<p>Luego Baltasar, como quien va á decir un gran secreto, púsose de pie -acortando la distancia que nos separaba.</p> - -<p>—Yo, señorito—añadió bajando la voz,—he sido el cogollito y la espuma -de esta tierra... el esposo de todas las mujeres bonitas y el coco de -todos los maridos... A ellas las quiero, pobrecitas, por agradecimiento, -porque fueron buenas para mí; pero á ellos les desprecio, á todos, por -cobardes y por... ¿Comprende usted?... Los muy... cuando éramos jóvenes, -no tenían coraje para desafiarme y yo les afrentaba á mi antojo; si eran -solteros, les quitaba la novia; si casados, les robaba la mujer... Y -ellos, nada, tragando hieles... Ahora parecen vengarse de mí echándome -sus hijos para que me chillen y atormenten; no me enfado, no puedo -enfadarme, porque la voz de la sangre... ¿sabe usted, señorito?... Entre -esos niños ¡habrá tantos hijos míos, tantos!...</p> - -<p>Miré á Baltasar, el antiguo recluso de Cartagena, admirando aquella -frase tan obscena en la forma y que envolvía, no obstante, un dulce -sentimiento paternal. Aquella frase era para la humanidad una puñalada -terrible; ¡una puñalada de presidiario!<span class="pagenum"><a name="page_079" id="page_079"></a>{79}</span></p> - -<h2><a name="LA_ABUELA" id="LA_ABUELA"></a>LA ABUELA<br /> -———</h2> - -<p>La abuela Francisca se quitó los gafas, restañó las lágrimas que arrancó -de sus ojos el penoso esfuerzo de una lectura demasiado larga, y el -periódico resbaló de sus rodillas al suelo. Aquel periódico relataba los -últimos momentos de <i>Pelo-Rojo</i>: una bailarina que había muerto en su -hotel de París debiendo trescientos mil francos, y por la que cierto -marqués millonario dejó, á sus hijos sin pan.</p> - -<p>—¡Para esas mujeres es el mundo!—pensó la abuela Francisca.</p> - -<p>Discurría así, melancólicamente, junto á la ventana, sobre cuyos -cristales la lluvia rimaba su canción, la dulce canción hermana del -sueño: la habitación estaba á obscuras, sin otra luz que el pobrísimo -resplandor crepuscular que caía del cielo; todo callaba en aquel -gabinete apercibido ya á los rigores del invierno; con su suelo -alfombrado y sus cortinajes de pesado terciopelo, cerrando el paso al -frío. Allá lejos, en las profundidades de la casa, resonaban el chirrido -alegre del aceite que hervía en las sartenes, y el ruido de platos y -voces infantiles...</p> - -<p>¿Quién hubiera creído que en el corazón de aquel<span class="pagenum"><a name="page_080" id="page_080"></a>{80}</span> confortable hogar -burgués y tras la santa y castísima frente de la abuela Francisca, la -muerte de <i>Pelo-Rojo</i> despertaría un recuerdo tenaz?...</p> - -<p>Y, no obstante, así era: Francisca, ligando los datos biográficos que de -la bailarina aparecieron desperdigados por la prensa, durante aquellos -días, imaginaba conocer su historia exactamente: la veía saliendo de -España, llegando á París, donde las locuras de un sportman, que se mató -por ella la pusieron en moda; y luego en Londres, disputando á las -cortesanas inglesas el oro de sus amantes; después en Monte-Carlo y -Niza, donde corrió el Carnaval con una carroza cuajada de rosas -valencianas... Y más tarde, en París otra vez, siempre pródiga, -caprichosa, indócil, dejando las comodidades de su hotel por los -estudios de Montmartre. A <i>Pelo-Rojo</i> la conocían en todas las -delegaciones: se embriagaba y reñía con otras mujeres; adoraba á los -hombres de arrestos que no saben amenazar sin herir; la gran pasión de -su juventud fué Luis, un pintor de mucho talento que la pegaba porpelo -todo y que una noche la castigó dejándola dormir en la escalera de su -taller.</p> - -<p>—¡Y que hombres ricos y de talento pierdan el seso por mujeres -así!—murmuró la anciana.</p> - -<p>En su honrado pensamiento, monstruosidad semejante no hallaba cabida y, -sin embargo, reconocía que en el viejo mundo pagano, como en el nuestro, -la juventud, la felicidad y el dinero, siempre fueron satélites de la -diosa Locura. Tan hermosa como <i>Pelo-Rojo</i> fué ella, la abuela -Francisca, cuarenta años antes, y á querer... Pero no se atrevió; era -buena y el ejemplo de su madre, primero, y la educación de su hija, -después, apartaron de su voluntad todo deshonesto impulso.</p> - -<p>Tan cuerdo discurrir no impedía que la anciana sintiese un desvío -secreto, una especie de inexplicable envidia hacia la aventurera que -había fallecido, casi<span class="pagenum"><a name="page_081" id="page_081"></a>{81}</span> repentinamente, bajo una bata de encajes y en un -hotel suntuoso que el talento de algunos y el dinero de muchos, -convirtieron en museo... Porque á esas grandes perdidas, enemigas -adoradas de todo el mundo, se las solicita, se las aplaude, se las -adula; mientras que de las mujeres honradas, que vivieron para el hogar, -¿quién se acuerda?...</p> - -<p>Allá adentro, en los profundos de la casa, el aceite chirriaba -bullicioso sobre las cacerolas puestas al fuego, y las criadas -aderezaban la mesa, dejando chocar los platos unos contra otros; en los -cristales de la ventana, la lluvia repetía su serenata de ensueño; en el -piso inferior, acompañando los acordes de un piano, varias voces -infantiles cantaban:</p> - -<div class="poetry"> -<div class="poem"><div class="stanza"> -<span class="i1">«Mambrú se fué á la guerra,<br /></span> -<span class="i0">mire usted, mire usted qué pena...»<br /></span> -</div></div> -</div> - -<p>Eran las niñas que habían vuelto del colegio y jugaban felices, -esperando la cena, con la despreocupación de la inocencia que ignora ser -el pan de cada día algo muy triste, porque se gana difícilmente... La -canción volvía, trepando hacía los cuartos superiores de la casa, -invadiéndola, alegre y pujante:</p> - -<div class="poetry"> -<div class="poem"><div class="stanza"> -<span class="i1">«Mambrú se fué á la guerra,<br /></span> -<span class="i0">no sé cuando vendrá...»<br /></span> -</div></div> -</div> - -<p>Por la imaginación de la abuela Francisca, pasaron en incongruente -aquelarre las remembranzas de su juventud, ya muy lejana. Se vió niña, -yendo al colegio con un aya inglesa que la llamaba «señorita»; -levantándose<span class="pagenum"><a name="page_082" id="page_082"></a>{82}</span> en invierno muy tarde, corriendo feliz tras su aro en las -luminosas mañanas primaverales, bajo la bóveda esmeráldica que tejieron -las hojas tempranas de los árboles en flor... Luego recordó su primer -vestido largo, su primer novio, su matrimonio que, trayéndola una hija, -la llenó de cuidados; cuidados que alejaron su niñez, empujándola allá, -muy lejos...</p> - -<p>La vida de la abuela Francisca fué algo callado, perfectamente uniforme, -sin notas alegres ni brochazos de color, como esos paisajes -septentrionales dormidos y borrados bajo la niebla. Su matrimonio con -don Alejandro fué su primera decepción, porque aquellas relaciones no -trajeron luchas novelescas, ni lágrimas, ni traza alguna de esos -accidentes que, mortificando el ánimo, embellecen la vida; sino que todo -ello fué deslizándose suavemente, con la mansedumbre de las aguas que -corren bajo tierra. Después llegaron esos innúmeros quehaceres de la -existencia conyugal, donde la mujer, aunque pasiva, se asocia á todos -los combates del marido, y luego la educación de su hija, cada día mayor -y más hermosa, según la vida de la pobre madre iba retirándose.</p> - -<p>Sólo un hecho sencillo pintaba un oasis riente en el horrible desierto -de aquellos cuarenta años.</p> - -<p>Fué una tarde, después del almuerzo; su hija había ido al colegio, don -Alejandro á sus quehaceres; las criadas también habían salido. Francisca -cruzaba el recibimiento cuando llamaron á la puerta de la escalera; la -joven abrió: era Enrique, el amigo y consocio de don Alejandro.</p> - -<p>—Mi esposo no está—dijo Francisca.</p> - -<p>—Ya lo sabía—repuso Enrique.</p> - -<p>—¡Ah!</p> - -<p>—¡Sí, lo sabía; por eso he venido!</p> - -<p>Aquella contestación extraña desconcertó á Francisca,<span class="pagenum"><a name="page_083" id="page_083"></a>{83}</span> que adivinaba en -Enrique un enemigo. Este, tras un breve preámbulo, declaró á la joven su -amor loco, hincándose de rodillas ante ella, cubriendo de besos -ardientes sus lindas manos.</p> - -<p>—¡La adoro á usted!—repetía.</p> - -<p>Sus labios se cubrían de espuma; sus ojos llameaban; estaba hermoso y -repugnante á la vez. Pero Francisca permaneció impasible, y hubo tal -tristeza en sus palabras y tanta dignidad en su repulsa, que Enrique, -humillado y corrido, salió de la habitación á reculones y huyó, sin -atreverse á levantar los ojos. No pasó más.</p> - -<p>Esta aventura era el único recuerdo pintoresco, y, ¿cabe decirlo?... la -única alegría de la abuela Francisca.</p> - -<p>Durante muchos años recordó la escena: el salón cuadrangular, con su -piano y su sillería de yute obscuro; y á Enrique de rodillas, -devorándola con los ojos, mientras ella, orgullosa como una reina, le -indicaba la puerta con un gesto frío... Recordaba estos pormenores -porque aquella declaración fué la sola bocanada de pasión impetuosa, -desbordante, genuinamente criminal, que el vicio lanzó sobre ella; la -única vez que se reconoció hembra, hembra deseable, apetecible, con ese -apetito pujante que allana los hogares, que conduce al asesinato y á la -bancarrota y al suicidio... y que ha sido, una vez por lo menos, el -ideal de la mujer más santa.</p> - -<p>Recordando á Enrique, la abuela comprendía las salvajes pasiones que -<i>Pelo-Rojo</i> encendió, y dolíase secretamente de que su destino hubiera -sido tan obscuro y diferente del de la célebre bailarina. Mas ¿á qué -evocar aquello tan distante, tan empujado por el tiempo hacia los -remotos linderos de lo irremediablemente perdido?<span class="pagenum"><a name="page_084" id="page_084"></a>{84}</span></p> - -<p>En el piso de abajo, los niños cantaban á voz en cuello la epopeya del -guerrero Mambrú:</p> - -<div class="poetry"> -<div class="poem"><div class="stanza"> -<span class="i0">«No sé cuando vendrá...»<br /></span> -</div></div> -</div> - -<p>La abuela Francisca pensaba:</p> - -<p>—Para las perdidas del arroyo son las alegrías tumultuosas, las -aventuras, la popularidad, el lujo... para las honradas, la soledad -aburrida del hogar, la paz, el silencio... <i>Pelo-Rojo</i> murió joven: ¿y -qué?... ¿Acaso hay en toda mi vida los placeres que ella amontonaba en -una siesta?...</p> - -<p>Las cenas en fondas y parajes de dudoso prestigio; los bailes de -máscaras, esos viajes improvisados que parecen fugas... todo cruzó su -cerebro en confusa visión cinematográfica; y por primera vez, después de -haber consagrado toda su vida al bien, creyó sentir que hay en los -hogares honrados y en la virtud algo seco que ahoga.</p> - -<p>Pasaban los minutos; la habitación, con sus cortinajes y su severo -mobiliario, naufragaba en la sombra; la lluvia repetía sobre el zinc de -la ventana su canción de ensueño. De pronto se abrió una puerta, -recortando en la alfombra del gabinete un rectángulo luminoso, y dos -niñas de ocho á diez años penetraron corriendo, dejando flotar sobre sus -hombros, llenos de gracia, sus cabellos rubios como el oro y limpios y -brillantes como el sol.</p> - -<p>—¡Abuela, abuela!—gritaron alegremente:—¡la cena está en la mesa! ¡A -cenar!...</p> - -<p>—Ya voy... ya voy—murmuró la anciana estremeciéndose.</p> - -<p>Hablaba sin abrir los párpados.</p> - -<p>—¿Tienes sueño, abuela?—preguntó una de las niñas.<span class="pagenum"><a name="page_085" id="page_085"></a>{85}</span></p> - -<p>Y la otra añadió imperativa:</p> - -<p>—Corre, ven con nosotras; ¡anda!... ¡No te duermas, abuela!... Ven; -luego nos contarás un cuento.</p> - -<p>La abuela Francisca se dejó llevar; en el comedor la esperaban, como -siempre, su yerno, su hija, don Alejandro; todos tranquilos, sentados -alrededor de la mesa bajo la luz inmóvil y blanca del quinqué. La -anciana ocupó su asiento. Don Alejandro preguntó:</p> - -<p>—Tienes los ojos enrojecidos...</p> - -<p>Y su hija agregó, llena de interés:</p> - -<p>—¿Has llorado, mamá?... ¿Tienes pena? ¿Estás mala? Di, ¿qué te pasa?</p> - -<p>Hubo varios momentos de expectación, durante los cuales las cucharas -quedaron suspendidas entre el plato y la boca. Pero la abuela Francisca -hizo un gesto negativo y empezó á comer, venciendo valerosamente el -apretado nudo que el dolor la echaba al cuello. Prefirió callar; ¿cómo -explicar su pena? ¿Quién hubiera podido comprender la tragedia que -estaba desencadenándose bajo la nieve de sus cabellos?...</p> - -<p>Aquel incidente se olvidó; la sopa estaba muy buena, el vino llenaba las -copas, las niñas, de rodillas en sus asientos, reían. La abuela -Francisca pensaba, tragándose sus lágrimas:</p> - -<p>—¡No haber sido mala!... ¡Ni una vez!...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_086" id="page_086"></a>{86}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_087" id="page_087"></a>{87}</span></p> - -<h2><a name="ENTRE_ELLAS" id="ENTRE_ELLAS"></a>ENTRE ELLAS<br /> -———</h2> - -<div class="blockquot"> -<p><small>Mariana: treinta y cuatro años; viuda.—Luisa: dieciocho años; soltera. -Aparecen sentadas en dos cómodos silloncitos enanos y con los pies sobre -los morillos de la chimenea encendida.</small></p> -</div> - -<p><span class="smcap">Mariana</span>.—A todas las mujeres nos sucede lo mismo. Primero luchamos por -conquistar un novio, luego batallamos por enloquecerle y rendirle á -nuestro talante; las inquietudes que nos atormentaron durante el -noviazgo se recrudecen la semana anterior á la boda y después...</p> - -<p>(<small>Pausa.</small>)</p> - -<p><span class="smcap">Luisa</span>.—¿Después?</p> - -<p>M.—¡Qué sé yo!... Diríase que la misma intensidad de las emociones -relaja la tonicidad de los nervios y apenas comprendemos lo que sucede.</p> - -<p>L.—Pero, ¿es cierto que el matrimonio es la triaca del veneno del amor?</p> - -<p>M.—¡Oh! ¡Quién sabe!... A veces parece que queremos al marido más que -al novio: otras diríase que el cariño muere á manos de la costumbre.</p> - -<p>(<small>Pausa.</small>)<span class="pagenum"><a name="page_088" id="page_088"></a>{88}</span></p> - -<p>L.—Dime; ¿qué secretos, qué misterios, qué locuras hay en la intimidad -del matrimonio?</p> - -<p>(<small>Mariana ríe burlona.</small>)</p> - -<p>L.—(<small>Amostazándose.</small>) ¡Bah! ¿Te ríes de mi pregunta?</p> - -<p>M.—Sí, me río... ¿Cómo no?</p> - -<p>L.—Ninguna de mis amigas casadas quiso decírmelo.</p> - -<p>M.—¡Naturalmente! La mujer, al contrario del hombre, es gran avara de -sensaciones; sin duda porque en los lances del amor desempeña un papel -pasivo, y esta pasividad implica caída, vencimiento, vergüenza...</p> - -<p>L.—No comprendo.</p> - -<p>M.—¿Cómo así?... Todo ello es bien claro. Daniel, por ejemplo, ¿no ha -intentado besarte la mano?</p> - -<p>L.—Sí.</p> - -<p>M.—Pues si él reclamó ese pequeño favor y tú se lo concediste, créeme; -la vencida fuiste tú. Conque imagina que muy pronto te unirás á él, esto -es, le pertenecerás completamente; no tendrás derecho á regatearle tus -caricias, ni á poner coto á sus exigencias; y el marido ya no querrá -besarte la punta de tus dedos enguantados, sino que te estrechará entre -sus brazos y dispondrá de ti á su antojo... y tú le dejarás hacer... -¿Quién será la vencida? No lo dudes. En el mundo sólo hay vencedores y -vencidos, y el Destino quiso que el último papel lo representásemos -nosotras.</p> - -<p>(<small>Nueva pausa, durante la cual la joven se frota las manos -nerviosamente.</small>)</p> - -<p>M.—¿En qué piensas?</p> - -<p>L.—En todo eso... ¡Es extraño! Voy á casarme y no experimento regocijo -intenso.</p> - -<p>M.—¿No quieres á Daniel?</p> - -<p>L.—Sí, pero...</p> - -<p>M.—¡Cómo! ¿Es posible que ese hombre ya tenga peros para ti?<span class="pagenum"><a name="page_089" id="page_089"></a>{89}</span></p> - -<p>L.—Te diré... si acierto á explicar mi pensamiento. Le encuentro -tímido, demasiado respetuoso, comedido en demasía...</p> - -<p>M.—Ya... Te gustaría verle más animoso, hablándote con más calor, -propasándose, tal vez, á darte un abrazo sin pedirte consejo...</p> - -<p>L.—¡Mariana!</p> - -<p>M.—Fuera hipocresías... estamos solas.</p> - -<p>L.—Pues bien, sí... El dice que me quiere mucho, que me adora, que está -loco por mí... No le creo; quien está loco, hace locuras... y él, cuando -estuvo á solas conmigo, no las hizo...</p> - -<p>M.—(<small>Suspirando.</small>) Tampoco mi marido.</p> - -<p>L.—¿Sí? Y tal vez pensabas entonces como yo pienso ahora.</p> - -<p>M.—Lo mismo. (<small>Con tristeza.</small>)</p> - -<p>L.—(<small>Con arrebato.</small>) No comprendo que un hombre pueda respetar tanto á la -mujer á quien ama... ¡No lo comprendo! En nuestras largas -conversaciones, Daniel dice que mis ojos le emborrachan, que mi cariño -es sol de su alma, que soy su ilusión única... Pero advierto que está -más pendiente de quienes nos ven que de mi persona; la canción de su -amor me la recita demasiado bien, con ampulosidades gongorinas que -aburren, con atildamientos académicos que empachan... Habla, en fin, esa -oratoria fría y correcta de los salones; no el lenguaje atropellado, -incorrecto y ardiente que, á mi entender, debe hablarse en las alcobas.</p> - -<p>M.—¡Luisa!</p> - -<p>L.—¿Qué, te asusto?</p> - -<p>M.—Soy viuda y no puedo asustarme de nada, pero... sabes demasiado.</p> - -<p>L.—Nada sé, pues nada he aprendido: todo esto lo adivino, lo -presiento... Por eso me disgusta Daniel.<span class="pagenum"><a name="page_090" id="page_090"></a>{90}</span></p> - -<p>M.—Haces mal: Daniel te respeta porque es hombre educado, incapaz de -abusar...</p> - -<p>L.—(<small>Interrumpiéndola y con despecho</small>.) ¡Malhaya la educación que hiela -el alma; malhaya el respeto que mata el cariño!...</p> - -<p>M:—¡Pobre soñadora!</p> - -<p>L.—Sí, dices bien, ¡pobre de mi!... Porque es muy difícil la felicidad -en brazos de un marido así. El hombre que yo imaginaba cuando empecé á -sentir los primeros cosquilleos del sentimiento, era muy distinto. Nunca -pensé en que fuese rubio, ni moreno, ni guapo, ni feo... me era -indiferente; sólo me preocupaba su carácter, su alma... Yo queria un -corazón de fuego; un hombre que se mirase en mis ojos, que bebiese la -vida en mis labios, que tuviese todos los desplantes y los brutales -arrebatos de los temperamentos ardientes, y que me amase mucho, mucho... -Me imaginaba hablando con él y le veía sumiso, sin atreverse, casi, á -poner sus deseos en mí... Y también me le representaba enloquecido, -atropellando miramientos, cogiéndome entre sus brazos y sin curarse de -nadie...</p> - -<p>M.—¡Luisa, Luisa... si te oyese Daniel!...</p> - -<p>L.—¿Y qué?... Entonces me conocería y tal vez cambiase...</p> - -<p>M.—(<small>Con hipocresía.</small>) Debemos hacernos respetar.</p> - -<p>L.—Convenido; pero concede también que los hombres no deben pujar su -respeto tan lejos; porque si ellos lo hacen todo, ¿qué haremos -nosotras?... Si ellos no suplican, ni atacan, ¿cómo podremos -defendernos? Dime, ¿es cierto que no hay nada tan aburrido, tan -estúpido, como un hombre siempre respetuoso?</p> - -<div class="blockquot"> -<p>(<small>Daniel y el anciano vizconde de Marimón se acercan lentamente al salón -donde están Luisa y Mariana.</small>)</p> -</div> - -<p><span class="smcap">Daniel</span>.—Luisa es una mujer excepcional.<span class="pagenum"><a name="page_091" id="page_091"></a>{91}</span></p> - -<p><span class="smcap">Vizconde</span>.—Seguramente.</p> - -<p>D.—Cándida, sin la menor idea del amor...</p> - -<p>V.—No afirmaría yo tanto.</p> - -<p>D.—Usted es un escéptico sistemático.</p> - -<p>V.—Usted un niño sin experiencia...</p> - -<p>D.—¡Bah! tengo bastante mando para saber que Luisa me ama con frenesí.</p> - -<p>V.—¿En qué lo conoce usted?</p> - -<p>D.—En sus ojos, que no mienten.</p> - -<p>V.—¿Eso es todo?</p> - -<p>D.—En sus miradas.</p> - -<p>V.—¿Nada más?</p> - -<p>D.—¿Qué más puede conceder una mujer inocente?</p> - -<p>V.—Una mujer inocente... conforme; pero una mujer enamorada... suele -otorgar muchísimo más.</p> - -<p>(<small>Entran en el salón.</small>)</p> - -<p>D.—¡Hola, señoras mias! ¿De qué hablaban ustedes?</p> - -<p>M.—De música.</p> - -<p>L.—De perfumes de flores... Yo le decía á Mariana que la mejor esencia -es el Chipre... Ella prefiere la violeta de Parma.</p> - -<p>V.—(<small>Al paño.</small>) ¿Eh? ¿Qué tal? La música... los perfumes... las flores... -los enemigos capitales de la virtud.</p> - -<p>D.—(<small>Contestando al vizconde, pero dirigiéndose á las damas.</small>) ¿Con que -charlando de perfumes, de flores y de música? ¡Qué candor!... ¡No -hablarían de otra cosa los ángeles!...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_092" id="page_092"></a>{92}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_093" id="page_093"></a>{93}</span></p> - -<h2><a name="GERMINAL" id="GERMINAL"></a>GERMINAL<br /> -———</h2> - -<p>Los seminaristas llegaron al bosquecillo de cuatro en fondo, y -repentinamente, obedeciendo á una voz del ayo ó dómine que les conducía, -rompieron filas, dándose á correr como corzos, los unos en seguimiento -de los otros, ó improvisando divertimientos varios, según sus edades y -aficiones. Unos empezaron á jugar al toro y á piola; los más juiciosos -buscaron el brazo de un amigo con quien repasar las últimas lecciones ó -discutir algún punto difícil y obscuro de Teodicea.</p> - -<p>El día declinaba; era una tarde de Junio, hermosa y ardiente; sobre los -viciosos herbazales matizados de margaritas, amapolas y otras -florecillas silvestres, los rayos del sol poniente, filtrándose á través -del follaje, dibujaban círculos luminosos que temblequeaban con -indecisos aleteos de abeja; el aire era perfumado y tíbio; los insectos, -agazapados en las resquebrajaduras del suelo, entonaban la somnífera -cantinela de sus élitros; del cielo azul caía una catarata bochornosa de -calor; las plantas trepadoras parecían asirse voluptuosamente<span class="pagenum"><a name="page_094" id="page_094"></a>{94}</span> al tronco -de los árboles y por sus tallos flexibles la savia subía como una oleada -irrefrenable de vida... Todo era paz, contento y vigor en aquella -naturaleza á quien los lúbricos cosquilleos primaverales despertaban, y -había algo elocuente en el contraste ofrecido por aquel paisaje -desbordante de calor y de luz, y el fúnebre grupo de seminaristas -ensotanados, con sus rostros pálidos y sus lánguidos ojos de -convalecientes corriendo de un lado á otro, obedeciendo á la odiosa -ordenanza que lo mismo prescribía sus horas de aplicación que sus ratos -de divertimiento; blandengues, melancólicos, semejantes á pajarillos -enfermos que saltasen sobre la hierba...</p> - -<p>Echado en el suelo, Pedro meditaba con la <i>Imitación de Cristo</i> sobre -las rodillas. Estaba triste, como avergonzado de su traje y de su -destino en medio de aquella naturaleza prepotente que se desbordaba con -sus perfumes, sus matices y sus entrañas rebosando zumos prolíficos.</p> - -<p>La semana anterior, yendo de pasea Pedro vió el rostro de una mujer que -le atisbaba por entre unas persianas, y desde entonces el seminarista no -pudo sustraerse al hechizo de aquel semblante expresivo, con su nariz -aguileña, sus labios burlones y sus ojos negros y tranquilos de hebrea: -en todas partes la veía, turbando el casto reposo de sus noches, -reflejándose en la superficie de los espejos, modelándose sobre las -figuras geométricas de sus libros de estudio... Y por eso el joven, -sintiendo rota la cristiana ecuanimidad de su espíritu, se dió con -redoblado ardor al estudio, al ayuno y á las meditaciones piadosas, -abstrayéndose en la lectura de Kempis, ese talentoso visionario que -tantas voluntades ha roto.</p> - -<p>Aquella tarde, mientras sus compañeros jugaban, Pedro, tumbado en el -suelo como un filósofo peripatético, leía y meditaba. Kempis decía:<span class="pagenum"><a name="page_095" id="page_095"></a>{95}</span></p> - -<p>«El que busca algo fuera de Dios y la salvación de su alma, sólo hallará -tribulación y dolor. No puede vivir mucho tiempo en paz quien no procura -ser el menor y el más sujeto á todos...»</p> - -<p>¿Conque importa ser pequeño y sumiso y esclavo de las ajenas voluntades -si queremos ser acreedores á la redención perdurable?... ¿Conque nada -positivo hay fuera de Dios; y la gloria, el amor y los placeres que la -belleza y el dinero allegan son tentaciones nefandas, de las cuales, los -puros de corazón, deben apartar prestamente los no mancillados ojos...</p> - -<p>Bajo el soberbio manto azul del cielo, la tierra, flagelada por los -fecundantes abrazos del sol, entonaba un germinal glorioso; el viento -arrastraba los acres perfumes de las florecillas silvestres; las -enredaderas ceñían el tronco de los árboles con afición lúbrica; los -insectos encelados cantaban un epitalamio bajo la hierba; entre el -follaje, los pajarillos se picoteaban pensando en sus nidos...</p> - -<p>Pedro, inmóvil, permanecía con los ojos muy abiertos, viendo imaginarios -rostros femeninos que le guiñaban desde lejos, sintiendo que la brisa -escarabajeaba su piel, precipitando el curso de su sangre, musitando en -sus oídos las ardientes estrofas del eterno poema de los deseos...</p> - -<p>—¿Entonces, para qué nací?—pensaba el seminarista.</p> - -<p>Se reconocía humillado dentro de su sotana, que le condenaba á -esterilidad perpetua, y nunca le parecieron más tristes y más dignos de -lástima sus compañeros, corriendo entre el verde vestidos de negro...</p> - -<p>Maquinalmente tornó á coger el libro que sobre las rodillas tenía, lo -abrió por cualquiera parte, y leyó:</p> - -<p>«¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa lo -presente, sin cuidado de lo porvenir!..»</p> - -<p>Y más adelante:<span class="pagenum"><a name="page_096" id="page_096"></a>{96}</span></p> - -<p>«Cuando fuese de mañana, piensa que no llegarás á la noche; y cuando -fuese de noche, no te oses prometer la mañana...»</p> - -<p>—¿Para qué nacimos?—decíase Pedro,—¿es posible que esta juventud y -esta sangre bullente que hormiguea por mis miembros, y todas estas -varoniles energías deben languidecer en el tedio y emplearse únicamente -en la contemplación de la muerte?... ¿Para que viajar, si el mundo es un -lugar de condenación que el espíritu infernal llenó de trampantojos y -asechanzas?... ¿Para qué anhelar la gloria, si todo es humo y de nuestro -paso por el mundo no quedará recuerdo? ¿Para qué amar, si nuestra carne -está maldita y Dios castiga por toda una eternidad en nuestros hijos la -falta imborrable de nuestros primeros padres?...</p> - -<p>El sol declinaba rápidamente y las sombras crepusculares iban invadiendo -los campos: la brisa susurraba entre el follaje, los insectos se -perseguían bajo la hierba; allá lejos, un ruiseñor entonaba la canción -de sus amores...</p> - -<p>—No—murmuró Pedro con voz sorda,—Kempis tiene razón; el mundo es -malo, pues siempre, á despecho de todas las ficciones, la muerte -concluye triunfando de la vida...</p> - -<p>A despecho de estas ascéticas reflexiones, Pedro continuaba absorto, -viendo un rostro pálido de mujer que le sonreía desde lejos...</p> - -<p>De pronto aparecieron, á corta distancia de allí, un hombre y una mujer -joven y muy bella; caminaban lentamente, cogidos del brazo y tan cosidos -el uno al otro, que casi se besaban hablando. Pedro se incorporó -bruscamente, avergonzado, sintiendo que toda su sangre afluía á sus -mejillas. Los amantes iban acercándose; ella hizo un esguince burlesco, -indefinible, señalando á los seminaristas; él dijo algo y ambos se -echaron á reir. Pedro bajó los ojos...<span class="pagenum"><a name="page_097" id="page_097"></a>{97}</span></p> - -<p>En su imaginación continuó viendo á los dos amantes: él, joven, -caminando con la orgullosa petulancia de los mozalbetes que van -acompañados de una mujer guapa; ella vestida con un trajecillo claro, -bajo el cual se vislumbraban las curvas opulentas de su cuerpo, -nalgueando con impúdica majestad, mostrando una doble hilera de blancos -dientecillos entre dos labios rojos que la felicidad de vivir -entreabría... Luego oyó Pedro el ruido cadencioso de sus pies que -avanzaban resbalando sobre la menuda arenilla del camino... Y el -seminarista, sin saber por qué, bajó la cabeza con esa vergonzosa -tribulación que deben de sentir los eunucos ante las mujeres hermosas. -Al pasar junto á él, Pedro oyó que la joven murmuraba:</p> - -<p>—¡Qué triste está!... ¡Pobrecillo!...</p> - -<p>Y sintió que sus párpados se llenaban de lágrimas. Después levantó la -frente para verles marchar. Proseguían su camino indiferentes á cuanto -les rodeaba; ella, titubeando las caderas, feliz bajo la vigorosa -caricia del brazo varonil que la oprimía. Aquello era algo muy hermoso; -un poema pasional recitado á través de los campos; el prólogo de una -posesión, el amor omnipotente que pasaba empujando á sus elegidos hacia -los lugares secretos...</p> - -<p>Pedro continuaba persiguiéndoles con los ojos: la brisa soplaba -mansamente, los pajarillos se arrullaban entre el boscaje, de la tierra -ascendía un vaho afrodisíaco que excitaba los nervios. ¡No, Kempis, al -proclamar el triunfo de la muerte, no tuvo razón!</p> - -<p>De pronto, Pedro volvió en sí: el libro había resbalado de sus rodillas -y yacía en el suelo; con los ojos abiertos y los dientes apretados -convulsivamente, Pedro, inmóvil, yerto y pálido como la imagen del -dolor, se retorcía las manos con desesperación, renegando de su destino, -y lloraba... lloraba...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_098" id="page_098"></a>{98}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_099" id="page_099"></a>{99}</span></p> - -<h2><a name="LA_CADENA" id="LA_CADENA"></a>LA CADENA<br /> -———</h2> - -<p>—Soy fatalista—prosiguió Enrique,—y creo que cuanto el Destino -escribió en el libro que rige el porvenir de los hombres y de los -mundos, se cumple aquí abajo, sin que nada, ni aun la misma muerte, -pueda evitarlo...</p> - -<p>—¿Y qué?—preguntó Gabriela, clavando en los ojos del joven los suyos, -penetrantes como la punta de un bisturí.</p> - -<p>—Que nuestra separación estaba prevista desde há tiempo en el índice de -los destinos, y que la hora de la emancipación ha llegado.</p> - -<p>—¿Serás capaz de abandonarme?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¿Sin dolor?</p> - -<p>—¡No!... Con gran dolor y quebranto gravísimo de mi alma. ¡Pero te -dejo!...</p> - -<p>—¿Para siempre?</p> - -<p>Le miraba fijamente, traspasándole con una de esas miradas desesperadas -con que los moribundos se despiden<span class="pagenum"><a name="page_100" id="page_100"></a>{100}</span> de la luz: él, al principio, sostuvo -aquel mudo escrutinio; luego, desconcertado, bajó los ojos. Después, -haciendo sobre sí mismo un gran esfuerzo, murmuró:</p> - -<p>—Sí, para siempre...</p> - -<p>Ella lanzó un grito estridente, cual si la arrancasen á túrdigas las -entrañas, y se desplomó en una silla, echándose de bruces sobre una -mesa, ocultando el rostro entre las manos. Escenas como aquella -ocurrieron muchas veces, pero nunca, hasta entonces, tuvo la visión -neta, desgarradora, de que la separación iba á cumplirse. El quedó en -pie, las manos metidas en los bolsillos, inmóvil y rígido dentro de su -gabán abrochado. Hubo un largo silencio. Hasta aquella pobre boardilla -suspendida en el espacio bajo el declive de un tejado, los ruidos de la -calle ascendían confusamente: el viento gemebundeaba en la chimenea; de -las paredes enjalbegadas pendían cromos y viejos retratos de parientes -muertos; sobre la cabeza despeinada de la mujer jadeante de dolor, un -quinqué vertía á raudales su luz fría... Todo ello hablaba á la -imaginación del amador, con la voz dulcemente conmovedora de los -recuerdos: la cómoda, en cuyos cajones las ropas de ella y las suyas -yacieron reunidas varios años, los retratos de todas aquellas personas -muertas, cuya sencilla historia de gente plebeya él conocía; el ramo de -flores secas suspendido en el ángulo de un espejo y que recordaba un día -feliz... Y revivió las dulces noches de invierno pasadas bajo la luz -serena del quinqué, leyendo el mismo libro de amor con las cabezas -juntas, enajenando sus almas en el mismo deseo... Entre las cuatro -paredes de aquella casa y á trueque del corazón que le dieron, Enrique -reconocía haber dejado el suyo en rehenes; sin embargo, urgía destruir -de una vez el vergonzoso pasado, crearse una posición respetable, echar -los cimientos<span class="pagenum"><a name="page_101" id="page_101"></a>{101}</span> de un porvenir tranquilo y decoroso: para lograr tanto, -iba á casarse con una linda joven, algo patricia, que le traía en dote -medio millón de pesetas.</p> - -<p>—Me voy—repitió Enrique;—hora es ya de romper la cadena que nos une: -devuélveme mi retrato y mis cartas.</p> - -<p>Gabriela levantó la cabeza mirándole con ojos brillantes, inyectados en -sangre, que la rabia y el dolor inmovilizaban.</p> - -<p>—Mañana te los daré.</p> - -<p>—¡No; ahora mismo!... Los necesito ahora, en el acto.</p> - -<p>Reclamaba lo suyo tan perentoriamente, comprendiendo que, si volvía, ya -no sabría marcharse: ella, sospechándolo así, procuró traerle de nuevo á -su casa, para aprisionarle en el hechizo de aquellas paredes y de -aquellos buenos muebles familiares, y vencerle.</p> - -<p>—¿Temes volver?—preguntó Gabriela.</p> - -<p>—¿Temor? ¿Y á qué?... Además, no pienso volver. Todo lo que pido puedes -enviarlo á mi casa.</p> - -<p>Ella comprendió que la cobardía de su amante le quitaba el último -refugio, la última esperanza, y sus ojos se anegaron en lágrimas.</p> - -<p>—Bien está—dijo:—todo se hará según tu deseo.</p> - -<p>—Pues... adiós.</p> - -<p>—Adiós.</p> - -<p>Sin sacar las manos de los bolsillos para despedirse, atravesó la -habitación con paso tácito, hundiéndose en la obscuridad de una puerta: -ella le siguió con los ojos asombrados del morfimano que asiste al mudo -desfile de un cortejo fantástico... Enrique llegó al recibimiento, abrió -la puerta y salió cerrando tras sí. Al ruido que hizo la puerta, -contestó la abandonada con un grito agudo...</p> - -<p>Ya en la calle, Enrique echó á andar camino de su casa: en su -atolondrado pensamiento sólo esta idea se agitaba:<span class="pagenum"><a name="page_102" id="page_102"></a>{102}</span></p> - -<p>«Mi pasado ha muerto: ella no me llamará; yo tampoco puedo ir á verla. -¡Todo ha concluído!...»</p> - -<p>Y mientras andaba, aquella frase, horriblemente desoladora, volvía á sus -labios:</p> - -<p>«¡Todo ha concluído!...»</p> - -<p>Hay una memoria, que los psicólogos llaman sensitiva, en virtud de la -cual, los músculos, obedeciendo el impulso primero de la voluntad, nos -llevan adonde pensamos, aun cuando la cascabelera imaginación esté -preocupada y distraída con otras fantasías. En Enrique, la intensidad de -su preocupación y de su dolor, borraron hasta las últimas -manifestaciones de esta memoria orgánica, y concluyó por no saber adónde -iba ni por dónde andaba...</p> - -<p>—¿Qué barrios son estos?—pensó;—¿qué vengo á buscar aquí?...</p> - -<p>Y, sin embargo, andaba, andaba... con perfecta inconsciencia de tiempo y -de la distancia, arrastrando la cadena que creyó rota.</p> - -<p>Ya era muy tarde; los transeuntes escaseaban, los tranvías habían dejado -de circular; en los quicios de algunas puertas insinuábase la silueta -borrosa de un sereno dormido: al atravesar una plaza desconocida, -Enrique oyó la voz de una mujer que vendía café caliente.</p> - -<p>—Debe de estar amaneciendo—pensó.</p> - -<p>Prosiguió andando lentamente, á través de la inmensa ciudad dormida bajo -un manto de nieblas... El recuerdo de Gabriela llenaba su memoria, -enloqueciéndole: «Ella me quiere, yo la adoro... y no obstante... ¡todo -ha concluído entre nosotros!... ¡Todo!...»</p> - -<p>Empezaba á clarear. De pronto Enrique se halló en una calle que conocía -y delante de una casa que le era muy familiar y muy querida: la casa de -Gabriela: sus piernas, que le condujeron allí tantas veces, le habían<span class="pagenum"><a name="page_103" id="page_103"></a>{103}</span> -llevado una vez más. Era algo fatal, como el concierto de los astros... -El sereno acudió á abrirle la puerta.</p> - -<p>—Buena madrugada, señorito. Hoy se retira usted muy tarde... La -señorita estará impaciente.</p> - -<p>Enrique, sin responder, cruzó el zaguán, subió las escaleras y llegó al -cuarto de Gabriela. Ella, que había reconocido sus pasos, salió á abrir -sin darle tiempo á llamar: en su semblante la desesperación y la alegría -pintaban una máscara extraña.</p> - -<p>—¿A qué vienes?—preguntó.</p> - -<p>Rendido á la Fatalidad, poderosa como la muerte, Enrique, con la voz -velada de los sonámbulos, repuso:</p> - -<p>—¿No lo ves?... Como siempre... A dormir contigo...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_104" id="page_104"></a>{104}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_105" id="page_105"></a>{105}</span></p> - -<h2><a name="POR_UNA_ERRATA" id="POR_UNA_ERRATA"></a>POR UNA ERRATA<br /> -———</h2> - -<p>Desde muy joven su imaginación soñó amores difíciles: las novelas del -viejo Lamartine, los versos de <i>Otello</i>, las cartas de <i>Werther</i>, -deslizaron en la sangre de Julio Riego su ponzoña suicida; cualquiera -mujer le apasionaba con pasión loca que no hubiese dudado ante el -atropello ó violación de lo más santo; tenía el doble anhelo de lo -sublime y de lo raro y envidiaba á Safo más que á Paón; á Safo amante, -ganando la inmortalidad con la trágica elipse que describiera -arrojándose al mar desde el promontorio Léucades.</p> - -<p>—¡Morir!—pensaba Julio,—¿qué importa morir, si muriendo perpetuamos -nuestro recuerdo en la memoria del ser desdeñoso y adorado?</p> - -<p>Tal era su credo: los desaires de la fortuna robustecieron su opinión; -iba cruzando por el mundo como en éxtasis, el busto rígido, los ojos -esclavizados en la ilusión paradisíaca del supremo amor, alzándose -despreciativamente de hombros bajo la befa de la humanidad miserable que -puede olvidar.<span class="pagenum"><a name="page_106" id="page_106"></a>{106}</span></p> - -<p>El no sabía hacer esto; por nada hubiese cambiado de ídolo ni de fe; -antes que destruir su altar, era preferible, acabar, como Sansón, entre -los escombros del templo: sólo así lograría la veneración de aquellos -escogidos que erigieron el amor y la fidelidad en religión. Fortalecido -por este criterio, miraba serenamente al tiempo que todo lo trueca y -desune: él no sería uno de tantos; él moriría antes que renegar de su -fe. ¿Qué queréis? El romanticismo ha matado más gente que el arsénico. -La figura de Julio Riego traducía su carácter fielmente: era un tipo -sentimental, delgado, alto y nervioso; el mirar reposado y penetrante, -la frente triste, aguileña la nariz; sus largos cabellos negros se -abullonaban sobre las orejas de su rostro pálido, con palidez mortuoria, -como anegado en la aureola de un martirio previsto: su voz calmosa, sin -timbre, como velada por un suspiro que tuviese atravesado en la -garganta, parecía venir de muy lejos ó de muy hondo.</p> - -<p>Pasados tres ó cuatro años de relaciones íntimas, Julio y Mariana -Paredes riñeron. Ella era tiple de zarzuela; un cuerpo hermoso informado -por un espíritu sano y fuerte, enamorado del mundo, que gustaba de reir -á carcajadas bajo el alegre Sol, padre de la Vida. Durante los primeros -meses, la melancolía de Riego interesó su imaginación; la nostalgia es -misterio, porque toda alma triste parece ocultar algo, y el misterio -atrae: después continuó tolerándole por miedo, temiendo que su desvío le -indujese al suicidio; más tarde, la callada presencia de aquel espíritu -tétrico mordido por todas las Furias de la desconfianza, la -desesperación y los celos, llegó á serla intolerable y decidió romper -con él. Aquella vez no ocurriría lo que otras; estaba resuelta á -recobrar su libertad antigua; reñirían para siempre: sus palabras -tendrían autoridad inapelable.</p> - -<p>Algo desusado hubo de sugerir á Julio Riego la certidumbre<span class="pagenum"><a name="page_107" id="page_107"></a>{107}</span> cruel de -quedar despedido irrevocablemente. Fué una mañana, poco antes del -almuerzo, tras una noche que ella pasó durmiendo tranquila de cara á la -pared, y él con un codo apoyado sobre las almohadas y los ojos, llenos -de lágrimas, de par en par abiertos ante las tinieblas de la alcoba; -alcoba triste como nido roto caído al pie del árbol... Se separarían; -Mariana lo acordó así en uso de su voluntad libérrima; ella necesitaba -nuevas impresiones, otra vida, otro hombre... En pie cerca de la puerta, -con el sombrero en la mano, dispuesto ya á marcharse, Julio repuso con -su voz enturbiada por la pena:</p> - -<p>—No lo tendrás; ese hombre que deseas no será nunca tuyo. Yo lo -impediré, matándome; no podrás olvidarme; entre él y tú dormirá todas -las noches mi recuerdo; ante tus ojos, el hilo sangriento que brote de -mi herida correrá eternamente.</p> - -<p>Mariana Paredes se encogió de hombros; sus vehementes anhelos de tornar -á ser libre endurecían su corazón.</p> - -<p>—Puedes hacer tu gusto—murmuró;—cada cual obra según su criterio.</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Se despidieron: él iba resuelto á matarse; lo había prometido y los -hombres no deben renegar de su palabra: además, aquel era el único medio -de castigar á la ingrata, lanzando sobre su frívolo vivir la noche -ineluctable del remordimiento. Mariana quedó tranquila, segura de que -Julio Riego no cumpliría su amenaza. Aquella noche, sin embargo, la -joven leyó los diarios atentamente, buscando alguna noticia relacionada -con su amante. No halló nada.<span class="pagenum"><a name="page_108" id="page_108"></a>{108}</span></p> - -<p>—¡Bien decía yo!—murmuró.</p> - -<p>Y de pronto sintióse un poco triste, humillada y como pesarosa de que -aquel hombre no la hubiese amado lo bastante para matarse por ella.</p> - -<p>Pasó otro día; Mariana Paredes iba adormeciéndose en la confianza de la -impunidad; aquella era una historia casi olvidada. Por la noche, de -vuelta del teatro, se acostó y cogió un periódico; el sueño comenzaba á -pesar sobre sus párpados; no obstante ojeó los telegramas, una Crónica -de bastidores, otra de política general...</p> - -<p>En la sección de noticias, vió la siguiente:</p> - -<p>«Ayer se suicidó, disparándose un tiro en el pecho, un joven -decentemente vestido, llamado Julio Pérez.»</p> - -<p>No pudo seguir leyendo; el cansancio cerraba sus ojos; el periódico -resbaló de la cama al suelo.</p> - -<p>No sucedió más.</p> - -<p>Por una errata deslizada en aquel apellido, el sacrificio del pobre -muerto no tendrá historia; las noches de Mariana Paredes no tendrán -pesadillas...</p> - -<p>¡Más vale así!<span class="pagenum"><a name="page_109" id="page_109"></a>{109}</span></p> - -<h2><a name="CREPUSCULO" id="CREPUSCULO"></a>CREPÚSCULO<br /> -———</h2> - -<p>Cae la tarde; un vientecillo suave arrastra por el suelo húmedo las -primeras hojas secas; las lejanías del paisaje desaparecen tras el vaho -neblinoso que enceniza el cielo; los árboles, de donde huye la vida, -levantan sus ramas con desesperado ademán y su gesto simula responder á -la conciencia que tienen de que la muerte llegará fatalmente para ellos -con la paralización de la savia; los herbazales que visten los recuestos -también están tristes, amarilleando entre el lodo; á lo largo de las -tapias algunas enredaderas alargan sus ramas escuetas; bajo el espacio -triste la tierra toda se estremece en una convulsión agónica.</p> - -<p><span class="smcap">Personajes</span>: <i>Ella</i>; treinta años. Avanza rápidamente, mirando á todas -partes con los hermosos ojos muy abiertos por la impaciencia de ver -pronto al amado, que la espera. Viste sombrero redondo de fieltro y un -gabán varonil, con cuello <i>Imperio</i> y doble hilera de botones, que la -llega á los pies: es alta, elegante y lamida de formas como una amazona -inglesa.</p> - -<p><i>El</i>: treinta y cuatro años; gallardo y simpático; su<span class="pagenum"><a name="page_110" id="page_110"></a>{110}</span> delicado -temperamento de sentimental lo reflejan la mirada distraída de sus ojos, -ensombrecidos por el insomnio; su frente, abrillantada por el nimbo -indefinible de los ensueños; la línea de sus labios que, habiendo -gustado los amargores de la vida, quedaron algo tristes.</p> - -<p><span class="smcap">Eulalia</span>.—(<small>Viendo, de pronto, al galán que entretiene su fastidio -leyendo un periódico.</small>) ¡Niño, ya estoy aquí...!</p> - -<p><span class="smcap">Fernando</span>.—(<small>Vivamente emocionado.</small>) ¡Ah, qué impaciencia tan cruel!... Si -yo estudiase metafísica, para representarme el concepto de eternidad -evocaría la duración de las horas que vivo sin ti.</p> - -<p>(<small>Se dan las manos.</small>)</p> - -<p>E.—(<small>Mirando á todas partes.</small>) No hay nadie.</p> - -<p>F.—(<small>Mirando también.</small>) Nadie.</p> - -<p>E.—Toma mis labios.</p> - -<div class="blockquot"> -<p>(<small>Se besan y caminan silenciosos bajo los árboles del paseo. Van cogidos -del brazo, los hombros juntos; sus pies moviéndose acompasadamente, -imprimen á sus cuerpos enamorados el mismo ritmo.</small>)</p> -</div> - -<p>F.—(<small>Despertando bajo el recuerdo de la realidad, amenazadora siempre.</small>) -¿Y tu marido?</p> - -<p>E.—En la Audiencia.</p> - -<p>F.—¡Batallando, según costumbre, por enviar gente á presidio!</p> - -<p>E.—No sé. Damián es un hombre terrible que, como las cadenas, parece -fabricado exclusivamente para sujetar... para oprimir... Dominar es su -ley; el deber frío y anguloso, su Dios: por vencerlo todo, creo que ha -sofocado el natural amor á sí mismo; ¡no se ama!... (<small>Con volubilidad.</small>) -Después de almorzar me fingí enferma, para quedarme -sola.—«Bien—replicó él;—te acompañaré.» Fué morir; Pasaban las horas -lentamente; yo pensaba en ti, en nuestra cita de esta tarde, que iba á -fracasar... ¡Qué martirio! (<small>Fernando escucha acariciando entre<span class="pagenum"><a name="page_111" id="page_111"></a>{111}</span> sus -manos una de las enguantadas manecitas de la joven. Ella continúa.</small>) De -pronto salí del gabinete y momentos después reaparecí diciendo que -hallándome mejor, necesitaba salir.—¿Dónde?—preguntó mi tirano.—A -hacer algunas compras—repuse;—no hay manteles; además, á la doncella -le prometí ayer una blusa y debo cumplir lo ofrecido.—Mejor -sería—contestó,—que te vistieras bien y fueses á visitar á la -vizcondesita Matilde, que está enferma. ¡Debemos cumplir con todo el -mundo!... Acepté la proposición haciendo grandes esfuerzos para -disimular mi alegría: aquel era un feliz pretexto que me facilitaba una -hora más de libertad que dedicarte, mejor y más hermosa para mí, que un -rayo de luz. En un santiamén me puse mi mejor traje y volví al gabinete; -Damián, al verme se levantó.—«Vaya—dijo,—hoy, para mí, es día de -asueto; te acompaño.» ¿Cómo rechazarle? Humillé la cabeza y eché á andar -con la sombría resignación del que camina hacia el patíbulo. Cuando -llegábamos al recibimiento, vibró el timbre de la escalera; abro la -puerta... ¡Era un ordenanza que traía... no sé qué papelotes de la -Audiencia! Un asunto urgentísimo.</p> - -<p>F.—La causa de algún desgraciado á quién el Código tendrá deseos de -apretar el cuello...</p> - -<p>E.—Probablemente. Mas... ¡en fin!... gracias á eso, sea lo que fuere, -estoy aquí. Es una entrevista que tal vez cueste una libertad, cuando no -una cabeza.</p> - -<div class="blockquot"> -<p>(<small>Vuelven á besarse. Caminan pausadamente, cambiando saludos distraídos -con algunos obreros que vuelven del trabajo. En la línea sinuosa y más -distante del paisaje aparece Madrid, recortándose bajo el cielo -entristecido por los reflejos crepusculares.</small>)</p> -</div> - -<p>F.—Te quiero.</p> - -<p>E.—No más que yo á ti.</p> - -<p>F.—(<small>Enternecido.</small>) ¡Carne de mi alma!</p> - -<p>E.—(<small>Con arrebato.</small>) ¡Alma de mi cuerpo!...<span class="pagenum"><a name="page_112" id="page_112"></a>{112}</span></p> - -<p>F.—Dame tus labios otra vez.</p> - -<p>E.—Tómalos. ¿No son tuyos?... ¿A qué me los pides?...</p> - -<p>F.—(<small>Rodeándola el talle con un brazo.</small>) ¡Oh!... ¡qué adormecedora, qué -dulce es la canción de los amores!... ¡Cómo pesa sobre los párpados, con -qué arpegios de ensueño roza los oídos!... Y simultáneamente penetra -hasta mis tuétanos y calofría mi espalda con la suave caricia del -terciopelo.</p> - -<p>E.—¡Fernando... (<small>Entorna los párpados y su cabeza mareada por la rara -espuma del contento, busca sobre el hombro del amante un punto de -apoyo.</small>)</p> - -<p>F.—Habla... necesito oirte... dí algo... arrúllame...</p> - -<p>E.—(<small>Sin abrir los ojos.</small>) ¿Qué quieres que diga?</p> - -<div class="blockquot"><p><small>Sus cuerpos, estrechamente unidos, tropiezan al andar, -produciéndoles una á modo de trepidación carnal que les calofría de -pies á cabeza. Caminan lánguidamente; diríase que la tierra -benévola les atrae, incitándoles á caer de rodillas; al llegar á -cierto paraje solitario, bajo un grupo de árboles, Eulalia y -Fernando se detienen.</small></p></div> - -<p>F.—¿Quieres?... (<small>En voz muy baja.</small>)</p> - -<p>E.—¿Aquí?</p> - -<p>F.—Sí. Sentémonos.</p> - -<p>E.—¡Oh, es imposible!</p> - -<p>F.—¿Por qué?... Estamos solos.</p> - -<p>E.—Sí, pero... ¿y mi traje?</p> - -<p>F.—Extenderé sobre el suelo mi pañuelo para que no te manches.</p> - -<p>E.—No basta. Y, mira... el piso está enfangado.</p> - -<p>F.—(<small>Pensativo.</small>) Es cierto.</p> - -<p>E.—Seamos juiciosos.</p> - -<p>F.—¿Qué remedio?...</p> - -<p>(<small>Se contemplan mezclando sus alientos, mirándose á los ojos ávidamente, -con el vientre y las rodillas y los pies unidos.</small>)</p> - -<p>E.—(<small>Deseando tranquilizar á su amante.</small>) Mira, cómo vengo.<span class="pagenum"><a name="page_113" id="page_113"></a>{113}</span></p> - -<p>(<small>Le enseña sus botas de tafilete, su magnífico traje de seda color -salmón, su largo gabán de finísimo paño.</small>)</p> - -<p>F.—(<small>Extasiado.</small>) ¡Como una reina! (<small>Pausa.</small>) Y, sin embargo... perder -estos instantes... es un crimen.</p> - -<p>E.—Ya lo sé, rey; pero, ¿qué quieres?... La fatalidad...</p> - -<p>F.—¿Me amas?</p> - -<p>E.—Más que á nadie.</p> - -<p>F.—¿Eres muy feliz entre mis brazos?... (<small>Empujándola.</small>) Entonces... ¿Qué -importa lo demás?...</p> - -<p>E.—(<small>Resistiendo.</small>) Pero... ¿no comprendes?... Estamos en un lodazal.</p> - -<p>F.—A tu marido le dices que te caiste; un accidente... un coche que -pasaba... cualquiera cosa.</p> - -<p>E.—Eso es lo de menos; un pretexto se busca fácilmente.</p> - -<p>F.—Entonces...</p> - -<p>E.—Es mi traje, mi sombrero, que representan un capital.</p> - -<p>F.—(<small>Alzándose de hombros.</small>) ¿Qué vale todo eso, comparado con lo -otro?... Un vestido que se mancha ó que se rompe, puede ser substituído; -¿pero quién recobrará el rato de felicidad que se pierde?</p> - -<p>E.—No me vuelvas loca.</p> - -<p>F.—Pronto nos separaremos y... ¿quién podrá consolarnos mañana de la -hora feliz que hoy desaprovechamos?...</p> - -<p>E.—(<small>Languideciendo.</small>) Déjame.</p> - -<p>F.—El peinado que se deshace, como el sombrero ó el traje que se -ensucian, constituyen pequeñas desgracias, fácilmente remediables; pero, -¿cuándo ni dónde rescataremos las dulzuras de un feliz momento -perdido?... Dime; ¿en qué bazar podrían los pobres viejos<span class="pagenum"><a name="page_114" id="page_114"></a>{114}</span> -desencantados, comprar los millares de horas negras en que no amaron?... -Ven, ven... el placer como la alegría, duran poco.</p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>Han pasado treinta años; Fernando ha muerto. Eulalia que, como todos los -viejos, comprende mejor que antes el gran valimiento de la vida, -conserva entre sus más preciosos recuerdos la imagen de aquella tarde -otoñal, húmeda y callada, en que dió noventa duros por un rato de amor. -¡El amor!... Lo que no se compra...<span class="pagenum"><a name="page_115" id="page_115"></a>{115}</span></p> - -<h2><a name="LO_HORRIBLE" id="LO_HORRIBLE"></a>LO HORRIBLE<br /> -———</h2> - -<p>Beltrán empujó la puerta suavemente y entró: era un mozo membrudo, con -las manos y el rostro atezados por el calor de la fragua; vestía blusa -azul y pantalón de pana; las botas eran de punta cuadrada, grandes y -sólidas; tenía la mandíbula inferior ancha, el cuello grueso; bajo las -cejas, sus ojos duros de perdonavidas miraban con insolencia y desvío.</p> - -<p>Al oirle Matilde, su hermana, que parecía meditar junto á la mesa, á la -luz de un quinqué, volvió la cabeza. Beltrán preguntó:</p> - -<p>—¿Quién ha venido?</p> - -<p>—Don José.</p> - -<p>—¡Don José!... ¿Qué quería?</p> - -<p>—Nada... saber cómo estaba padre: ni siquiera se sentó; no pasó de la -puerta.</p> - -<p>Beltrán clavó en la joven una larga mirada desconfiada y cruel; luego -dijo:</p> - -<p>—¿Y padre?</p> - -<p>—Peor; apenas puede respirar.<span class="pagenum"><a name="page_116" id="page_116"></a>{116}</span></p> - -<p>El mozo levantó la cortinilla que cubría una puerta y quedóse inmóvil, -abismando sus ojos en un dormitorio estrecho y obscuro dentro del cual -resonaba rítmicamente el angustioso jadeo de un hombre que se ahogaba.</p> - -<p>—¿Qué dice el médico? ¿Tiene esperanzas?</p> - -<p>—No. Asegura que recurrimos á él demasiado tarde.</p> - -<p>Beltrán se mordía los labios; Matilde lloraba en silencio, sin -parpadear, como lloran las mujeres acostumbradas á sufrir: tenía el -rostro inteligente y pálido, el pelo y los ojos negrísimos: era uno de -esos nerviosos tipos meridionales, esclavos de la impresión y del -momento, en quienes los ángeles del bien y del mal parecen luchar á -brazo partido sobre un puente muy angosto.</p> - -<p>—¿Recetó algo?—preguntó el herrero.</p> - -<p>—Sí... mira.</p> - -<p>Sacó del bolsillo un papel sembrado de signos que Beltrán leyó y releyó -sin comprender.</p> - -<p>—¿Cuánto costarán estas medicinas?</p> - -<p>—Unas... cuatro pesetas.</p> - -<p>—¡Cuatro pesetas!...</p> - -<p>—¿De dónde sacarlas, hermano?</p> - -<p>Y Matilde miraba á su alrededor; las paredes y los suelos desnudos, la -casa toda, en fin, ahogándose de miseria y dolor bajo el declive rápido -de los techos aboardillados Beltrán miró también, murmurando:</p> - -<p>—No sé, no sé...</p> - -<p>—Esas medicinas, sin embargo, hay que comprarlas en seguida, á todo -trance.</p> - -<p>Aquella receta era para ellos algo santo y precioso, como una promesa. -Pero ¿dónde hallar dinero?... Matilde y Beltrán estaban sin trabajo y la -enfermedad de su padre agotó sus pequeños ahorros; en pocas semanas todo -fué saliendo camino de la prendería ó de la<span class="pagenum"><a name="page_117" id="page_117"></a>{117}</span> casa de préstamos; fué una -venta infamante, vergonzosa, triste, como la venta de huesos humanos.</p> - -<p>Beltrán alzóse de hombros; todas las puertas estaban bien cerradas; la -miseria había tomado todos los caminos.</p> - -<p>—¿Qué piensas?—exclamó Matilde;—¿se te ocurre algo?</p> - -<p>—No... nada... ¿y á ti?</p> - -<p>—Tampoco, pero es preciso discurrir... pronto... pronto... ¡padre se -muere!</p> - -<p>—Ya lo sé... ya lo sé... Espera.</p> - -<p>Por su memoria desfilaban precipitadamente nombres de vecinos y de -amigos: con ninguno debían contar; eran pobres, tan pobres como ellos, y -los mejores ya les habían socorrido en diferentes ocasiones. El único -que podía ampararles era don José, el propietario, quien, por amor á -Matilde, no les presentaba los recibos de inquilinato desde hacía dos -meses. Beltrán conocía aquella pasión; y la vergüenza de sus favores, -aceptados por él bajo la presión feroz de la miseria, enrojecían su -frente. Una idea negra, una especie de noche, nublaba el pensamiento de -los hermanos, que veían pasar por entre sombras el hambre y el crimen: -Beltrán y Matilde sabían que en los momentos de supremo desamparo los -hombres roban, las mujeres se venden...</p> - -<p>La joven, más franca que su hermano, preguntó:</p> - -<p>—Si recurriésemos á don José...</p> - -<p>Beltrán se acercó á ella temblando violentamente, como potro picado del -tábano.</p> - -<p>—¿Qué has dicho?—gritó;—¿recurrir á don José? ¿Qué es eso?... ¿Has -perdido el sentido ó perdiste el honor?... La sola idea de que le hayas -insinuado algo me vuelve loco...<span class="pagenum"><a name="page_118" id="page_118"></a>{118}</span></p> - -<p>La había cogido por un brazo, apretándoselo entre sus dedos como en un -torno.</p> - -<p>Matilde bajó sus ojos anegados en lágrimas; en el silencio resonaba el -isócrono jadeo del moribundo; aquella respiración anhelante de viajero -que va muy cansado. Beltrán callaba, comprendiendo que era necesario -optar entre el presidio y la mancebía. De pronto se decidió.</p> - -<p>—¡Bien está!—dijo;—ya sé qué he de hacer; venga la receta... no -perdamos tiempo.</p> - -<p>—¿Tardarás?—preguntó Matilde.</p> - -<p>—No... volveré pronto... antes de una hora...</p> - -<p>Salió precipitadamente, palpándose debajo de la blusa, cerciorándose de -que la navaja estaba en su sitio.</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Beltrán anduvo largo rato buscando las calles solitarias; ya no dudaba: -robaría, pues era preciso, y hasta se hallaba propicio á hacerlo sin -vergüenza ni empacho.</p> - -<p>El herrero, recatado en la sombra de una puerta, esperó... esperó...</p> - -<p>Los transeúntes eran escasos: todas las circunstancias parecían -favorecerle; la calle estaba desierta, los portales cerrados, el sereno -dormía en un punto distante.</p> - -<p>Al principio, Beltrán juzgaba la lucha inevitable; el asaltado se -defendería, pediría socorro y sería necesario taparle la boca, arrojarle -al suelo, matarle, tal vez... Luego, según iba apreciando el valimiento -y legitimidad<span class="pagenum"><a name="page_119" id="page_119"></a>{119}</span> de los móviles que le arrastraban á perpetrar aquel -despojo, llegó á creer que su conducta era irreprochable y que el primer -caballero á quien se dirigiese, no bien supiera de qué se trataba, se -apresuraría á favorecerle: todo aquello se le antojaba á Beltrán tan -natural, tan noble, tan conmovedor...</p> - -<p>De pronto apareció un individuo solo, bien vestido; llevaba botas de -charol, iba embozado y caminaba lentamente. Beltrán salió á su -encuentro, cruzando la calle: el desconocido se detuvo y miró al -herrero, desconfiando.</p> - -<p>—Caballero—dijo Beltrán, haciendo con la cabeza un leve -saludo;—perdone usted mi atrevimiento... pero... mi padre está -agonizando.</p> - -<p>El interpelado, ya repuesto, murmuró:</p> - -<p>—Dios le ampare, no llevo nada.</p> - -<p>Beltrán le miró confuso, y sus mejillas, coloreadas hasta entonces por -la vergüenza, palidecieron: había dicho lo más grave, lo más grande, lo -más terrible que puede confesar un hijo; que su padre se muere... y el -individuo que le oía, lejos de asociarse á su dolor, le escuchaba -impasible, encogiéndose de hombros... La ira cegó sus ojos.</p> - -<p>—No—gritó,—yo no pido limosna.</p> - -<p>—¿Entonces?...</p> - -<p>—Quiero que me de usted cinco pesetas que necesito para pagar una -receta... ¡Lo quiero... son para salvar á mi padre!</p> - -<p>Hablando así, zarandeaba á su interlocutor agarrándole por el embozo; el -agredido, irritado por una exigencia que juzgó intolerable, le rechazó -vigorosamente.</p> - -<p>—¡Ladrón!—murmuró.</p> - -<p>Entonces Beltrán se abalanzó sobre su enemigo, procurando derribarle; -mas el otro, que era mozo y valiente,<span class="pagenum"><a name="page_120" id="page_120"></a>{120}</span> le echó los brazos al cuello, -mientras procuraba sacar un revólver que sin duda llevaba en el bolsillo -trasero del pantalón. Espoleadas por el coraje, las fuerzas de Beltrán -se centuplicaron, y cogiendo al desconocido por la cintura, le arrastró -hacia un callejón vecino.</p> - -<p>—¡Miserable, miserable!—repetía.</p> - -<p>El asaltado, viéndose perdido, quiso gritar, pero Beltrán le tapó la -boca, y, asiéndole por el cuello, le derribó en tierra: cayó de bruces, -los brazos presos bajo los pliegues de la capa. En aquel momento Beltrán -oyó ruido de pasos; sin duda venían á prenderle... ¿Qué hacer?... Si -huía, su enemigo correría tras él pidiendo socorro... y se vió atado -codo con codo, y á su padre muerto, y á su hermana, bonita y en la -calle... Fuera de sí, requirió la navaja, y asestó un golpe á su víctima -en la nuca, después otro y otro... muchos... para que no hablase; luego -registró precipitadamente los bolsillos de su chaleco, cogió una moneda, -un duro... ¡uno solo!... y echó á correr desalado.</p> - -<p>En el fondo de la calle resonaban voces extrañas que repetían:</p> - -<p>—¡A ese... á ese!...</p> - -<p>Beltrán corrió mucho tiempo; cuando penetró en una botica llevaba los -labios lívidos y cubiertos de espuma; el terror y el cansancio de la -lucha y de la fuga, dilataban sus ojos.</p> - -<p>—A ver—murmuró;—despácheme usted, en seguida... en seguida...</p> - -<p>El boticario dejó el periódico que estaba leyendo y se acercó al -mostrador tranquilamente.</p> - -<p>—¿Qué es ello?</p> - -<p>—Tome usted.</p> - -<p>El farmacéutico cogió la receta y la leyó poco á poco, informándose bien -del nombre de las medicinas.<span class="pagenum"><a name="page_121" id="page_121"></a>{121}</span></p> - -<p>—¿Tardará usted en despacharme?—preguntó Beltrán suplicante;—el caso -es gravísimo.</p> - -<p>Le aterraba la idea de que le prendiesen antes de ver á su padre.</p> - -<p>No—repuso el boticario,—estas medicinas están hechas.</p> - -<p>Marchóse y volvió trayendo dos frasquitos.</p> - -<p>—¿Qué valen?—preguntó Beltrán.</p> - -<p>—Cuatro pesetas con cincuenta céntimos.</p> - -<p>—Cóbrese.</p> - -<p>Y arrojó el duro sobre el mármol del mostrador.</p> - -<p>El boticario cogió la moneda, la miró atentamente, la hizo resbalar -entre sus dedos, volvió á sonarla...</p> - -<p>—Este duro—dijo—es falso...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_122" id="page_122"></a>{122}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_123" id="page_123"></a>{123}</span></p> - -<h2><a name="MARCELA" id="MARCELA"></a>MARCELA<br /> -———</h2> - -<p>Desde el quicio de su puerta, Juan Antonio avizoraba todas las tardes á -Marcela, que volvía de la fuente con el pesado cántaro sobre la cabeza, -erguido el talle, las manos en los cuadriles, aumentando con su corto y -menudo andar el picante titubeo de sus caderas poderosas. Juan Antonio -reía embelesado viéndola acercarse: ella pasaba indiferente, plegando -los rojos labios con un depresivo mohín desdeñoso, como si las sonrisas -y las ardientes miradas y todo el apasionado embobamiento del mozo no -fuesen otras tantas pruebas de amor quemadas, á guisa de incienso, en -honor de su perfecta gentileza y bizarría; y cuando se alejaba -orgullosa, inaccesible, pisando corto, y diciendo no, no... con las -caderas, los ojos de Juan Antonio chispeaban de rencor, un -estremecimiento doloroso mordía su carne, y el pliegue trágico de las -venganzas cortaba su frente.</p> - -<p>Una tarde, Juan Antonio, no pudiendo dominar las furiosas acometidas de -su pasión, salió del pueblo y fué á sentarse junto á unos bardales por -donde Marcela solía pasar de vuelta de la fuente. La conversación fué -breve, decisiva, como las conversaciones que preparan<span class="pagenum"><a name="page_124" id="page_124"></a>{124}</span> los duelos á -muerte. Ella empezó diciendo que no le quería y que jamás podría -traicionar á Fermín, su esposo, á quien estaba unida por los vínculos -del cariño y del deber; Fermín era su Dios, su rey; á él se lo debía -todo: la casa que habitaba, las ropas que cubrían su cuerpo...</p> - -<p>Y agregó:</p> - -<p>—¿Y ahora quiés deshacer el lecho que yo toas las mañanas tiendo y -mullo pa él? ¿Y quiés gozar del cuerpo que él viste y alimenta y agasaja -con tóo lo que tiene?... ¡Vamos, Juan Antonio, que no me conoces!... No -sólo no te quiero, sino que te odio... ¡ya ves!... Que eres mu chico, mu -ruin... ¿sabes?... y que tiés el alma mu fría, cuando no entiendes lo -que digo...</p> - -<p>Poco á poco, á tropezones, sofocado por la pasión que le extrangulaba, -Juan Antonio procuró explicar sus celos y los tormentos de aquellas -luchas íntimas que fueron enajenándole hasta obligarle á exigir de -Marcela una explicación definitiva. El no era malo, ni ruin, ni tenía -aquella frialdad de corazón que ella tan injustamente le reprochaba.</p> - -<p>—Mi única desgracia consiste—dijo—en haberte conocío mu tarde, cuando -tu libertad y tu corazón y tu cuerpo amadísimo, eran de otro...</p> - -<p>Ella le escuchaba impasible, frunciendo el sobrecejo con aire aburrido. -Luego repuso, dando media vuelta y poniéndose otra vez en jarras, -dispuesta á marchar.</p> - -<p>—Tóo es inútil, Juan Antonio; yo no quiero, y no hay poderes en el -mundo capaces de torcer mi voluntad... Y no me persigas, no me aburras; -porque si la gente advierte tu cariño y da en murmurar, soy capaz de -contárselo tóo á Fermín, pues antes que deshonrao, quieo verle andando -camino de la horca ó del presidio. No digo más.<span class="pagenum"><a name="page_125" id="page_125"></a>{125}</span></p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>Las primeras horas de aquella noche las pasó Juan Antonio entre los -matorrales de un altozano, desde donde se atalayaba un extenso paisaje. -La luna trepaba hacia el cenit anegando las silenciosas extensiones -siderales con los efluvios de su luz plateada: una paz augusta descendía -del cielo sobre los campos dormidos; en el valle blanqueaban las casas -del pueblo, con sus paredes irregulares y sus ventanas, por algunas de -las cuales se filtraba un hilillo de luz; varios caminos vecinales -seguían direcciones diversas, retorciéndose como sarmientos á través de -los campos de labranza, subiendo, bajando, según los altibajos del -terreno; y cerrando el horizonte, casi perdidos en las sombras de la -noche, ondulaba una larga serie de cerros, con sus panzas enormes y sus -altísimas crestas, semejantes á abortos monstruosos de una quimera -geológica.</p> - -<p>Juan Antonio, casi echado en el suelo, no apartaba los ojos de la casa -de Marcela, situada mucho más allá, junto al río. Un proyecto diabólico -le había conducido allí. Fermín, que era guardabosque, salía de ojeo -todas las noches entre doce y una de la madrugada, y aquella ocasión era -la por Juan Antonio espiada para deslizarse sin peligro hasta Marcela; -las consecuencias anexas al logro de sus propósitos, no le interesaban. -Durante largo rato permaneció inmóvil, mirando, mirando... con la mirada -angustiosa y fija de los que murieron ahogados. Luego se estremeció, -oyendo resonar en<span class="pagenum"><a name="page_126" id="page_126"></a>{126}</span> la serena extensión de los campos las doce campanadas -de un reloj lejano.</p> - -<p>Entretanto Fermín, sentado sobre un viejo taburete, se calzaba sus -recias botas de campo, disponiéndose á salir.</p> - -<p>Marcela le observaba desde el lecho con ojos que el sueño va cerrando.</p> - -<p>—¿Te vas?—preguntó.</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—No tardes mucho... la noche está fría.</p> - -<p>—Ya lo sé. No haré más que llegar al cementerio y volver.</p> - -<p>Se había ceñido la cartuchera; después embozóse en una manta, se caló su -ancho sombrero de guardabosque y salió terciándose el fusil á la -bandolera. La llave de su hogar la dejó, según costumbre, junto al -quicio, debajo de la puerta, en previsión de que Marcela quisiera salir -hallándose él ausente; y esta circunstancia era la que había de -facilitar á Juan Antonio el triunfo de sus deseos.</p> - -<p>Marcela se había quedado profundamente dormida; de pronto sintió que -abrían la puerta y entre sueños supuso que era su marido quien volvía: -luego oyó unos pasos quedos que se acercaban y entreabrió los párpados; -la obscuridad era completa y tornó á cerrar los ojos.</p> - -<p>—Fermín... murmuró.</p> - -<p>El lecho crujía: Marcela, medio despierta, repitió balbuceando sin -miedo.</p> - -<p>—¿Eres... tú?...</p> - -<p>Al sentir que unos brazos la estrechaban por el talle, agregó.</p> - -<p>—¡Qué frío vienes!...</p> - -<p>El repetido contacto de unos labios que oprimían los<span class="pagenum"><a name="page_127" id="page_127"></a>{127}</span> suyos y la presión -de unas manos que la sobajeaban con ansia brutal, concluyeron de -despertarla.</p> - -<p>—¡Fermín, Fermín!...</p> - -<p>Entonces sintió que la dejaban; alguien saltó del lecho y resonaron los -pasos precipitados, inseguros, de un hombre que huía. Marcela se -incorporó en la cama, impulsada por un presentimiento horrible.</p> - -<p>—¡Juan Antonio!—gritó.</p> - -<p>Y se ratificó en esta creencia al oir que el fugitivo deslizaba -suavemente la llave bajo la puerta, como para borrar con aquella -precaución el rastro de su delito.</p> - -<p>Largo rato Marcela permaneció alelada, temblando de rabia y de miedo; -después sintió que abrían la puerta.</p> - -<p>—Fermín... ¿eres tú?—preguntó.</p> - -<p>—Sí, yo soy...</p> - -<p>Mientras él se desnudaba, ella añadió:</p> - -<p>—¿Has venido antes?</p> - -<p>—¿Cuándo?</p> - -<p>—Después de marcharte.</p> - -<p>—No. ¿Por qué lo preguntas?</p> - -<p>—Por nada; me había parecido...</p> - -<p>Al día siguiente, domingo, Marcela y Juan Antonio se encontraron en la -iglesia, junto á la pila del agua bendita: ella le miró de hito en hito, -los ojos retadores, como desafiándole á hablar; él se acercó con aire -insolente y satisfecho, murmurando:</p> - -<p>—¿Me encontraste frío anoche?...</p> - -<p>Marcela no pudo responderle y se marchó llorando. Aquel día y los -sucesivos los pasó acongojadísima, no sabiendo si devorar su humillación -ó pedir á su esposo el justo castigo de tamaña ofensa; unas veces -pensaba vengarse por sí misma, dando la muerte como ella había recibido -la deshonra, á traición; otras temía que<span class="pagenum"><a name="page_128" id="page_128"></a>{128}</span> lenguas extrañas enterasen de -lo ocurrido á Fermín, y que éste, interpretando mal el silencio de su -mujer, juzgase criminal complacencia lo que fué sorpresa y -forzamiento...</p> - -<p>Al fin optó por confesarse á su marido, refiriéndoselo todo... ¡todo!... -Pues como ella decía: «antes que en ridículo, quieo verle andando camino -de la horca ó del presidio...»</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Aquella tarde Fermín y Juan Antonio se vieron en un claro del bosque.</p> - -<p>—Estaba esperándote—dijo Fermín.</p> - -<p>—¿Pa qué?</p> - -<p>—¿No lo presumes? ¿No está diciéndotelo ese corazón que quieo -arrancarte á mordiscos?...</p> - -<p>Fermín era ágil, fuerte y más alto que su enemigo, pero Juan Antonio era -recio de cuerpo y tenía hombros cuadrados y brazos membrudos. Los dos -hombres se miraron friamente, midiéndose con los ojos, buscando un sitio -en donde herir: luego, simultáneamente, sin detenerse á sobreexcitar su -enojo con vanas palabras, se arremetieron. Durante algunos momentos -lucharon rabiosamente, sin que las piernas de ninguno de ellos -flaqueasen; luego se separaron y antes de que Juan Antonio pudiese -hurtar el golpe, Fermín se abalanzaba sobre él, traspasándole el cuello -con una faca. El mozo giró sobre sí mismo, dió algunos pasos vacilantes, -y cayó al suelo de bruces, muerto...<span class="pagenum"><a name="page_129" id="page_129"></a>{129}</span></p> - -<p>Fermín, fuera de sí, echó á correr hacia su casa: Marcela; al verle -entrar demudado y con las manos teñidas de sangre, lanzó un grito y -corrió á su encuentro, mirándole con ojos donde había una pregunta -desesperada.</p> - -<p>—Sí—repuso el guardabosque:—le he matao.</p> - -<p>Y añadió extendiendo el brazo con gesto trágico:</p> - -<p>—Allí está; allí le tienes, frío... ¡Más frío que nunca!... ¡Frío pa -siempre!...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_130" id="page_130"></a>{130}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_131" id="page_131"></a>{131}</span></p> - -<h2><a name="EL_BUEN_PARECER" id="EL_BUEN_PARECER"></a>EL BUEN PARECER<br /> -———</h2> - -<p>La noticia circuló rápidamente por los cafés y las tertulias que cómicos -y autores forman en los saloncillos de los teatros.</p> - -<p>A Felisa <i>la Loba</i> la habían matado. Los testigos de la escena -aseguraban haber visto á Felisa bajar de un coche en la calle Peligros, -delante de Fornos; entonces brotó del hueco de una puerta la sombra de -un hombre que, sin duda, estuvo en acecho, esperándola, y que -instantáneamente se arrojó sobre ella; la joven lanzó un grito y cayó -hacia atrás, abriendo los brazos: el matador huyó velozmente, revelando -en la fuga la audacia y el vigor sobrehumanos que demostró en la -agresión, y segundos después los que le vieron herir sólo percibieron su -silueta cobarde esfumándose como un capricho antropomórfico en las -sombras de la noche bajo la rojiza luz incierta de los faroles...</p> - -<p>Desde luego se trataba de un crimen pasional. Al principio creyóse que -el asesino era un organillero;<span class="pagenum"><a name="page_132" id="page_132"></a>{132}</span> luego, por lo que varias amigas de -Felisa dijeron, se supo que era un estudiante...</p> - -<p>Enrique y <i>la Loba</i> se conocieron en el arroyo una noche de invierno muy -cruda, muy triste, en que el aburrimiento de ella y la melancolía y -desamparo de él los sugirió, simultáneamente, el capricho de pernoctar -juntos; ella le quiso porque se parecía á un amante que la dejó por -otra: él porque estaba muy solo, muy pobre, y en las horas de -desvalimiento los temperamentos sentimentales padecen, más que el -hambre, la necesidad de la mujer que abriga, que consuela, hablando de -recuerdos dulces y frívolos... Ella era una chula, una verdadera hembra, -apasionada y bravía, enamorada de la fuerza y del valor masculino, de -los machos crudos que parecen ir por el mundo caminando siempre de cara -al presidio: él, mesurado en las palabras y firme en la acción, era -también un valiente persuadido de que cuando dos hombres riñen, uno de -ellos, el más débil, tiene pena la vida.</p> - -<p>—¿Tú serías capaz de pegarme en la cara?—solía preguntarle Felisa.</p> - -<p>—No—contestaba Enrique;—en la cara note pegaré nunca; si alguna vez -me engañases te rompería el corazón. A las mujeres, los hombres de honor -no deben pegarlas más que una vez...</p> - -<p>Pero Felisa no cuidó de tales amenazas y le engañó: y el estudiante, que -había puesto en aquella mujer toda su alma, cumplió lo ofrecido...</p> - -<p>Y allí quedó <i>la Loba</i>, tumbada en el arroyo, inmóvil. Los ojos -cerrados, mostrando entre sus labios entreabiertos los dientes menudos y -blancos que crispó la agonía, y por los pliegues de su pañuelo manchado -de sangre, aquella garganta blanca y mórbida que se había ofrecido al -deseo tantas veces...</p> - -<p>A última hora, en los corrillos del Casino de Madrid,<span class="pagenum"><a name="page_133" id="page_133"></a>{133}</span> La Peña y otros -Círculos aristocráticos, los padres de la patria, los generales -retirados, los príncipes de la banca, los valetudinarios representantes -de las familias más nobles, comentaban en voz baja, con aire indiferente -y cansado, la trágica muerte de Felisa.</p> - -<p>El intenso calor de las estufas de gas quedaba preso en los poros de las -alfombras; sobre la superficie inmóvil de los espejos, las lámparas -eléctricas vertían luz lechosa; alrededor de las mesas de tresillo, -junto á la chimenea adornada por un reloj de bronce, ó reclinados -perezosamente sobre los divanes, los concurrentes habituales del Círculo -comentaban el crimen; y lo hacían poco á poco, con lentitud hipócrita, -entre grandes bocanadas de humo.</p> - -<p>—¿Ha oído usted hablar, marqués, del crimen de esta noche?—preguntaba -el veterano general X.</p> - -<p>—No; los periódicos nada dicen. Además, no leo la crónica de sucesos; -es una sección repugnante.</p> - -<p>—Los periódicos no relatan el hecho porque éste ocurrió entre ocho y -nueve de la noche.</p> - -<p>—¡Ah!... ¿Se refiere usted al crimen de la calle de Peligros?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—Algo oí decir. Creo que la víctima fué una muchacha de vida airada...</p> - -<p>—Eso me contaron también... no sé donde—añadió el vizconde Z.</p> - -<p>Otros dos graves caballeros que ostentaban en el ojal de sus levitas una -cinta roja, hicieron un vago signo afirmativo, demostrando hallarse al -tanto de lo ocurrido.</p> - -<p>Bajo la luz fría de las lamparillas eléctricas, sobre el respaldo rojo -de los divanes, aquellas cinco cabezas envejecidas por el tiempo y las -luchas asoladoras de la<span class="pagenum"><a name="page_134" id="page_134"></a>{134}</span> ambición y del vicio, formaban un cenáculo -extraño de caretas fúnebres.</p> - -<p>—¿Y quién era esa desdichada?—preguntó K. al marqués.</p> - -<p>—Felisa.</p> - -<p>—¿Felisa?... ¡No recuerdo!</p> - -<p>—Sí... una moza alta, no mal parecida... á quien llamaban <i>la Loba</i>...</p> - -<p>—¿Pero usted la conocía, marqués?—interrogó el general.</p> - -<p>Y todos los circunstantes, sorprendidos, miraron al marqués, cuya vida -de orgías no era un misterio para nadie.</p> - -<p>—No—repuso el interpelado;—yo no la conocí; supondrán ustedes que mi -posición me prohibe tratar á cierta clase de mujeres... Pero he oído -hablar mucho de ella á mi primo Claudio, que fué un gran libertino.</p> - -<p>—Dicen que era muy guapa.</p> - -<p>—¡Mucho!</p> - -<p>—¿Morena?</p> - -<p>—Creo que sí; tenía los ojos expresivos, la boca un poquito grande, -pero de labios frescos y rojos.</p> - -<p>—¡Acierta usted!... Ahora recuerdo haberla visto varias veces.</p> - -<p>—Si es la que sospecho, también la conocía yo, así... de vista.</p> - -<p>Siguieron hablando, procurando recomponer entre todos la terrible -escena. Uno de ellos preguntó:</p> - -<p>—¿Y quién es el criminal?</p> - -<p>—Dicen que un organillero.</p> - -<p>—A mí me han asegurado que el matador fué un estudiante.</p> - -<p>—¿Le prendieron?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>El vizconde de N., que pasaba por la calle de Peligros<span class="pagenum"><a name="page_135" id="page_135"></a>{135}</span> á tiempo que el -asesino huía, añadió á la información interesantes detalles. El matador -era un muchacho de regular estatura, decentemente vestido; representaba -tener veinticuatro años.</p> - -<p>—¡Pobre inocente!...—exclamaron varios;—¿á quién se le ocurre -perderse por una mujer así?...</p> - -<p>Hasta el saloncillo alfombrado, caldeado por las estufas de gas, el -recuerdo de aquel hombre huyendo á través de la noche y de la pobre -muerta con sus carnes yertas anegadas en sangre, penetró como una -corriente de aire frío...</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Era una tarde de invierno; sobre las orillas del Manzanares la noche -derramaba tristeza infinita, los árboles enderezaban sus ramas escuetas -hacia el cielo gris; por una parte, cerrando el horizonte, aparecían la -Puerta de Toledo y Madrid, con sus millares de cúpulas y de tejados -perdidos bajo la niebla; en el silencio de los campos, como voz -misteriosa de aquella naturaleza agonizante, resonaban las vibraciones -lentas de una campana.</p> - -<p>A la izquierda del puente, junto á un camino húmedo por donde los -chirriones pasan dejando surcos profundos, está el Depósito de -cadáveres: una casita blanca muy triste, con paredes renegridas por el -polvo y la lluvia, que huelen á muerto.</p> - -<p>Aquella tarde, casi á la misma hora, llegaron al Depósito dos coches con -portezuelas blasonadas; después, otros dos, luego otro... Y de aquellos -vehículos bajaban<span class="pagenum"><a name="page_136" id="page_136"></a>{136}</span> caballeros graves, metidos en largas levitas -abrochadas: el general X., el vizconde Z. y el barón K...</p> - -<p>—¡Usted por aquí... don Juan!</p> - -<p>—¡Y usted, don Luis!... ¡Qué casualidad!</p> - -<p>—¡Hola, general!</p> - -<p>—¿Viene usted á ver á la pobre Felisa?</p> - -<p>—Sí... la curiosidad...</p> - -<p>—Pues, entremos.</p> - -<p>—Pase usted.</p> - -<p>—No, usted.</p> - -<p>—¡Oh, muchas gracias; es igual!...</p> - -<p>Y, con el sombrero en la mano, todos aquellos viejos libertinos, -hipócritas, iban entrando, andando de puntillas, alargando el cuello, -reconcentrando una mirada estúpida de terror sobre aquel cuerpo que -habían ungido con sus besos, recordando con cierta vergüenza que toda -aquella pobre carne había pasado bajo sus labios...</p> - -<p>Felisa, echada boca arriba sobre una mesa de mármol, mostrando su cuello -ensangrentado, parecía escucharles. La luz que caía de un alto ventanal, -bañaba su rostro lívido, proyectando sobre la pared húmeda, cubierta de -verdina, un perfil inmóvil...<span class="pagenum"><a name="page_137" id="page_137"></a>{137}</span></p> - -<h2><a name="REMORDIMIENTO" id="REMORDIMIENTO"></a>REMORDIMIENTO<br /> -———</h2> - -<p>—¿Saldrás esta noche?—preguntó Matilde secamente.</p> - -<p>—Sí—repuso Adolfo Latorre con aire distraído;—debo ir al Círculo; -necesitamos elegir nuevo presidente y varios amigos presentarán mi -candidatura...</p> - -<p>—¿Y luego, dónde vas?</p> - -<p>—Al café.</p> - -<p>—¿Y después?</p> - -<p>—¡Qué sé yo!</p> - -<p>La conversación desmayaba. Matilde, despechada y celosa, miró á su -amante de hito en hito, queriendo ofenderle, deseando reñir; y Adolfo, -en virtud de misteriosos magnetismos, sentía la intención agresiva de -aquellas miradas. Él también experimentaba deseos de disputar, por pasar -el rato. Hay momentos en que los amantes antiguos no tienen nada nuevo -que decirse, y el mutismo y las miradas interrogadoras del uno, parecen -acusaciones dirigidas á la discreción y cariño del otro; entonces -conviene hablar para romper el encanto siniestro del silencio: en amor -hay silencios más ofensivos que una bofetada.<span class="pagenum"><a name="page_138" id="page_138"></a>{138}</span></p> - -<p>Estaban concluyendo de cenar; la criada acababa de marcharse después de -servir el café; la lámpara suspendida en el comedio de la habitación -recortaba un círculo luminoso sobre la mesa, con sus botellas de vino á -medio vaciar, sus platos sucios y sus copas que los labios mancharon de -grasa. Adolfo y Matilde continuaron hablando, excitándose mutuamente á -la pelea, poniendo cada vez más acrimonia y torcida intención en sus -palabras: con la diferencia que ella disputaba de buena fe, y él -frívolamente, por decir algo y no aburrirse.</p> - -<p>—¿Por qué—preguntó Matilde,—cuando salgas del Círculo no vuelves -aquí?</p> - -<p>—Porque saldré muy tarde y á esas horas no hay tranvías. Supongo que no -querrás traerme á pie...</p> - -<p>—Hace dos años venías todas las noches, sin que la distancia, ni el -frío, ni la nieve, te importasen un ardite.</p> - -<p>—¡Tú lo has dicho!—exclamó Latorre riendo;—¡hace dos años!</p> - -<p>Ella levantó la cabeza bruscamente; sus mejillas palidecieron hasta la -lividez; en sus ojos grandes y negros chispeaba el rencor. Adolfo -Latorre sostuvo impasible aquella mirada, lancinante y fría como un -saetazo. De pronto la joven, obedeciendo á un indomable movimiento -impulsivo de todos sus nervios, se levantó, derribando su taza de café.</p> - -<p>—Según eso—gritó,—creo que debemos concluir.</p> - -<p>Estaba erguida, con una mano apoyada sobre la mesa y el ceño adusto, en -la actitud de una reina absoluta que da órdenes. Adolfo, molestado por -aquella acometividad, repuso fríamente:</p> - -<p>—Como gustes.</p> - -<p>—¿No te importa reñir conmigo?<span class="pagenum"><a name="page_139" id="page_139"></a>{139}</span></p> - -<p>—Sí, me importa... y hasta lo siento. Pero no olvides que, cuando más, -lo siento tanto como tú.</p> - -<p>—¿Qué quieres decir?</p> - -<p>—Que si tienes valor para despedirme... ¿cómo han de faltarme bríos -para dejarte?</p> - -<p>—Acaso no tardes en arrepentirte de haber hablado así.</p> - -<p>—¡Oh!, si no retiras tus desdenes, yo... ¡créelo!... no retiro los -míos.</p> - -<p>Matilde sintió que el dolor y la ira arrasaban sus ojos en lágrimas y -dió media vuelta para marcharse.</p> - -<p>—Adiós—dijo.</p> - -<p>—Adiós—repuso Latorre;—¿hasta cuándo?</p> - -<p>Ella tuvo un momento de vacilación: luego murmuró:</p> - -<p>—Hasta nunca.</p> - -<p>Y se fué.</p> - -<p>Adolfo permaneció inmóvil, estrujando nerviosamente una servilleta entre -sus manos, reconociendo que las palabras de Matilde habían mortificado -bastante su amor propio de hombre que se cree muy querido. Después se -levantó, salió del comedor y fué al recibimiento en busca de su -sombrero. Al pasar por delante del dormitorio de Matilde, oyó llorar á -ésta. La puerta de la habitación estaba cerrada; Adolfo acercó los -labios á la cerradura.</p> - -<p>—Me voy...—dijo.—¿Quieres que hagamos las paces?...</p> - -<p>Ella replicó colérica, dando firmeza á su, voz:</p> - -<p>—No, hemos concluído. ¡Vete!</p> - -<p>—¿Para siempre?</p> - -<p>—Sí, para siempre... ¡Adiós!...</p> - -<p>—¡Tú lo quisiste!—repuso Latorre;—acaso no pueda vivir sin ti, pero, -no importa; adiós... ¡hasta nunca!...</p> - -<p>Después mientras bajaba la escalera encendiendo un cigarrillo con aire -tranquilo, pensó:<span class="pagenum"><a name="page_140" id="page_140"></a>{140}</span></p> - -<p>—¡Bah, cosas de mujeres! Estoy seguro de que mañana viene á buscarme -para que almorcemos juntos...</p> - -<p>Aquella noche de Agosto la pasó Adolfo Latorre muy alegremente: primero -en los jardines del Buen Retiro, después en Fornos, cenando con amigos -de buen humor. Volvió á su casa á las tres de la madrugada. Entretanto -la pobre Matilde, transida de dolor, le había escrito una carta que -empezaba diciendo:</p> - -<p>«Perdona mis arrebatos; estoy loca, no puedo vivir sin ti...»</p> - -<p>Al llegar á su casa, Adolfo Latorre se puso en mangas de camisa y salió -al balcón: el calor era sofocante; bajo un cielo acribillado de -estrellas, Madrid dormía el sueño letárgico de las noches estivales: en -el fondo de la calle que avanzaba en zig-zag, algunos faroles -parpadeaban, ejerciendo sobre Latorre atracción siniestra. Era -inexplicable el hechizo que tenían las piedras del regajo, vistas desde -la altura de aquel piso tercero. Adolfo, algo mareado por los vapores de -la cena, permanecía acodado sobre la barandilla del balcón, é -inconscientemente iba adelantando el busto más y más... como atraído por -un imán diabólico. De pronto perdió el equilibrio y cayó al espacio, -haciendo una contorsión trágica. Su cuerpo fué á estrellarse sobre las -piedras de la acera con un ruido seco; el sereno y algunos transeúntes -que acudieron á socorrerle le hallaron inmóvil, con el cráneo -deshecho...</p> - -<p>Al día siguiente los periódicos publicaron el sangriento fin de Adolfo -Latorre bajo el epígrafe: El suicidio de anoche. Para el público aquella -noticia no tenía importancia y la olvidó pronto; Latorre era uno de -tantos desdichados que se suicidan sin decir por qué...</p> - -<p>La desesperación, en cambio, de Matilde, no tuvo limites.</p> - -<p>—«¡Yo le maté!...»—pensó.<span class="pagenum"><a name="page_141" id="page_141"></a>{141}</span></p> - -<p>Un remordimiento sombrío embargó su alma; horrorizada de sí misma -renunció al mundo, vistió de luto y gastó su hacienda en obras -caritativas.</p> - -<p>Pasaron veinte años.</p> - -<p>Un día los guardas del cementerio la encontraron muerta, sobre la tumba -de Adolfo Latorre, con un ramito de flores en la mano...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_142" id="page_142"></a>{142}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_143" id="page_143"></a>{143}</span></p> - -<h2><a name="NOCHE" id="NOCHE"></a>NOCHE<br /> -———</h2> - -<p>La locomotora lanzó un silbido autoritario y el tren echó á rodar -cachazudamente, estremeciéndose con un sacudimiento lento y suave, como -un desperezo; luego aceleró su marcha, los coches pasaron veloces unos -tras otros, con sus ventanillas iluminadas, por las cuales se abocetaban -perfiles borrosos de viajeros, y al fin el expreso desapareció en su -vuelta del camino derramando esa tristeza indefinible que deja tras sí -todo lo que huye...</p> - -<p>Allá lejos, sepultada en la inmensidad tenebrosa de la noche, quedaba la -estación con sus cuatro paredes renegridas por el humo de las máquinas, -su flaca techumbre de pizarra y su miserable andén de apeadero -provinciano, iluminado por una linterna colgada junto á un reloj.</p> - -<p>Dentro, en el saloncillo destinado á la carga y descarga de los -equipajes, había un hombre y una mujer. Ella, acurrucada contra el muro, -entre un maletín de viaje y un lío de ropas, permanecía inmóvil, el -rostro<span class="pagenum"><a name="page_144" id="page_144"></a>{144}</span> inclinado sobre el pecho, procurando conciliar el sueño: él, -menos fatigado ó más impaciente, paseaba de un extremo á otro, con las -manos metidas en los bolsillos de un viejo gabán que casi le llegaba á -los talones. Al otro extremo del salón, un empleado dormitaba embozado -en su bufanda. Fuera resonaban los silbidos del viento y el murmujeo de -los árboles que agitaban en la sombra sus ramas escuetas.</p> - -<p>De pronto el individuo del gabán interrumpió sus paseos parándose -delante de la mujer que dormía.</p> - -<p>—¿Sabe usted—dijo—á qué hora pasa la diligencia para Almería?</p> - -<p>Ella levantó la cabeza: era una vieja con un semblante que acaso fué -hermoso, pero que los años estropearon, dejándolo marchito y enjuto como -un bagazo.</p> - -<p>—Creo—repuso—que sale de aquí á las cinco. La diligencia que yo he de -tomar parte á la misma hora.</p> - -<p>El no contestó y reanudó su paseo, andando á largas zancadas, pisando -recio para ahuyentar el frío que le atería los pies. Era un viejo de -mediana estatura, con rostro simpático y un continente imperativo y -desembarazado de gran señor, que parecían protestar de la horrible -estrechez que acusaban la raridad y el mal pelaje de sus vestidos.</p> - -<p>Pasaron algunos minutos y el desconocido tornó á prender la hebra con la -viajera. Hablaban lentamente, como á la fuerza, cual si de todos los -males que sufrían el de la conversación fuese el menor. El iba á -Lucainena de las Torres; ella á Lubrín.</p> - -<p>—¿De dónde viene usted?—preguntó la vieja.</p> - -<p>—De Buenos Aires.</p> - -<p>—Allí he vivido yo algunos años... Ahora vengo de Madrid... He viajado -mucho...</p> - -<p>—Yo, también.</p> - -<p>Hablando, hablando, vinieron en conocimiento de<span class="pagenum"><a name="page_145" id="page_145"></a>{145}</span> que la suerte les había -llevado casi por los mismos derroteros: los dos estuvieron en París, en -Londres y en América... y aquellas coincidencias provocaron entre ellos -una repentina corriente simpática.</p> - -<p>—En la fecha á que usted se refiere—decía él—yo trabajaba en el -teatro Español con don José Roldán.</p> - -<p>Ella lanzó un grito de sorpresa.</p> - -<p>—¡Cómo!—exclamó—¿usted conocía á Pepe?</p> - -<p>—Muchísimo; fué mi maestro.</p> - -<p>—¿Y á Rosario Molina?</p> - -<p>—También. ¡Pobrecita!... Murió estando yo en París...</p> - -<p>La viajera se había levantado y miraba á su interlocutor azorada.</p> - -<p>—Claro es—dijo tras una breve pausa,—que si conoció usted á Rosario, -conocería también á su íntimo amigo Daniel Santana, el pintor...</p> - -<p>—¿Cómo no?...—interrumpió el anciano admirado de que aquella vieja tan -mal traída por la suerte le hablase de tantas personalidades -ilustres;—Daniel y yo nos quisimos como hermanos...</p> - -<p>Contempláronse perplejos, agradeciéndose el inesperado bienestar y suave -contento que mútuamente se proporcionaban.</p> - -<p>—Indudablemente—exclamó ella,—nosotros nos conocemos; usted se -llama...</p> - -<p>—Mariano Guzmán.</p> - -<p>—¡Mariano Guzmán!—repitió la anciana cruzando las manos;—¡oh, sí!... -Hemos hablado muchas veces en el estudio de Daniel... Mas... ¿cómo -conocerle á usted después de tantos años?</p> - -<p>Le miraba maravillándose de encontrarle en aquel sitio y tan viejo, con -su gabán raído y salpicado de manchas, sus zapatos desgobernados y su -rostro de<span class="pagenum"><a name="page_146" id="page_146"></a>{146}</span> hombre muy vivido, macilento y triste... El la observaba -también adivinando sus pensamientos.</p> - -<p>—¿Y usted—preguntó—quién es?...</p> - -<p>—Elisa Marcial, la modelo que tuvo Daniel para sus cuadros <i>Safo</i> y -<i>Venus dormida</i>, premiados con medalla de oro en la Exposición de -París...</p> - -<p>Poseído de verdadera emoción, Mariano Guzmán se aproximó á su -interlocutora para examinarla mejor.</p> - -<p>—¡Elisa, Elisa!—repetía;—¡ah, que cambiada está usted!... ¡Usted es -la mujer más hermosa que he conocido!...</p> - -<p>Hablando así la cogió familiarmente por los hombros, admirado de verla -tan vieja, con su frente rugosa, sus ojos hundidos y su semblante -alargado y marchito por el sufrimiento...</p> - -<p>—No hable usted, Mariano—repuso ella en voz baja,—de mi antigua -belleza, ya que ahora sólo soy la caricatura lamentable de lo que fuí: -los años crueles trocaron mi gentileza en fealdad, mis ilusiones en -desencantos, y en miseria mi fastuosa opulencia de otros tiempos. -¡Oh!... de Elisa Marcial ya no resta nada, nada... ¡Ni el recuerdo!</p> - -<p>El viejo actor alzó los hombros.</p> - -<p>—¡Ni un recuerdo!—murmuró;—dice usted bien... ¡Tampoco se acuerda -nadie de mí!...</p> - -<p>Continuaron hablando, repitiendo nombres de camaradas muertos y evocando -sus efímeros triunfos de viejos ídolos abandonados.</p> - -<p>Sin hogar, sin familia, sin otra esperanza que la de hallar en sus -pueblos algún pariente que les amparase hasta que viniese para su -desvalida vejez la hora del eterno descanso, olvidaban su porvenir -hambriento y desnudo para mejor evocar aquel pasado luminoso, tan fértil -en aventuras y en ilusiones, que llenaba su vida.<span class="pagenum"><a name="page_147" id="page_147"></a>{147}</span></p> - -<p>Mariano Guzmán, cuyo nombre figuró en las páginas más brillantes de -nuestro teatro, era una especie de dios caído. Hubo un tiempo en que la -fortuna le acarició y encumbró como á hijo predilecto; los mejores -dramas fueron estrenados por él; los actores imitaban sus actitudes, su -voz, sus gestos, y rindió á muchas mujeres prendadas de su gallarda -apostura y altos merecimientos artísticos... Después, la estrella de sus -aventuras empezó á eclipsarse: vinieron los disgustos con compañeros -poderosos que le envidiaban, las malas contratas, las excursiones -provincianas que tanto gastan y achabacanan á los buenos artistas, los -viajes á América, los amores desgraciados que exprimen el alma... -Insensiblemente fué quedándose sin figura, sin memoria y sin voz; ya no -hallaba aquellas exaltaciones trágicas, aquellos gestos sublimes conque -antaño vencía la silenciosa hostilidad de las muchedumbres; su genio -declinaba. Cuando regresó á Madrid, el público no quiso reconocerle y -tuvo que marcharse. Desde entonces, la vida fué para Mariano Guzmán el -descenso humillante de un Calvario interminable; siempre rodando de un -lado á otro, siempre bajando; hoy un poquito, mañana un poco más... Y al -fin, cansado de tan largo combate, sin dinero, sin hijos, volvía al -miserable pueblecillo de donde cincuenta años antes le sacó su ambición, -con la vaga esperanza de hallar un hermano labrador á quien nunca había -escrito...</p> - -<p>Mientras el anciano hablaba, su interlocutora hacía con la cabeza signos -melancólicos de asentimiento.</p> - -<p>Ella también había luchado y contribuído eficazmente á la elaboración de -muchas preclaras reputaciones artísticas.</p> - -<p>Elisa Marcial fué una de las mujeres más hermosas de su época: la copia -de los cuadros que su guapeza inspiró se vendieron á millares, y no hubo -aficionado<span class="pagenum"><a name="page_148" id="page_148"></a>{148}</span> para quien el cuerpo de la célebre modelo tuviese secretos: -arrogante y esbelta como la Duval, de Gérome; voluptuosa y sensual como -aquella Adriana, que el genio de Rallí ha legado desnuda á la -posteridad: con sus hombros redondos, sus pechos duros de virgen -salvaje, su talle anillado y sus caderas amplias y mórbidas de mujer -ardiente... Elisa recorrió las principales ciudades europeas, luego fué -á América, en brazos de un millonario brasileño, y cuando regresó á -Madrid, muchos años después, comprendió que la brillante novela de sus -triunfos terminaba.</p> - -<p>Había menos luz en sus ojos cansados, menos frescura en sus labios, -menos gallardía en su cuerpo. Varios de sus amantes eran muertos; otros -la trataban con cierto aire de compasiva protección, como á una vieja -amiga con quien sólo puede hablarse de lo pasado; algunos, cuando la -encontraban en la calle, miraban á otra parte, esquivando el trabajo -inútil de saludar á una mujer fea...</p> - -<p>—El tiempo—agregó Elisa Marcial—había dispersado la alegre comparsa -de mis amigos y era inútil querer reconquistarles. En ese Madrid, -testigo de mis triunfos gloriosos, quise morir; pero la miseria no me -permite satisfacer este último capricho y regreso á mi pueblo, donde me -espera una sobrina de quien guardo algunas cartas...</p> - -<p>No dijo más y aquellos dos náufragos ilustres á quien el espantoso -vendaval de la vida arrojaba sobre la misma playa, se contemplaron en -silencio; un silencio elocuente, lleno de confesiones. Después, él -preguntó:</p> - -<p>—¿No tiene usted hijos?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—Yo tampoco...</p> - -<p>Sus amores, como sus triunfos artísticos, fueron estériles. Aquello -parecía una maldición.<span class="pagenum"><a name="page_149" id="page_149"></a>{149}</span></p> - -<p>—No nos queda nada—agregó Guzmán;—nada... ¡Ni siquiera un hijo que -nos recuerde!</p> - -<p>Permanecieron mudos, pensando en aquel Madrid lejano que aplaudió sus -victorias y encumbramientos, y que al verles viejos les arrojaba lejos -de sí. Los escritores pueden holgarse de haber compuesto un libro que -perpetúe su nombre; pero, ¿qué resta de los actores muertos, y qué de -las modelos á quienes el tiempo privó de encantos?</p> - -<p>—Todo ha concluído para nosotros—murmuró Guzmán.</p> - -<p>—¡Todo—repitió Elisa!</p> - -<p>Hablando así, aquella mujer á quien un millonario brasileño sedujo en -París envolviéndola en pieles de marta, tiritaba bajo sus viejos -vestidos agujereados. De repente se oyó ruido de caballos y de coches -que se acercaban.</p> - -<p>—Ahí están las diligencias—dijo el actor,—vámonos.</p> - -<p>Y salieron. En la penumbra indecisa del amanecer aparecía la carretera -que se alejaba serpeando hacia el horizonte neblinoso. A la izquierda -quedaba la vía férrea sepultada entre dos ribazos, semejante al cauce de -un enorme torrente seco. Las diligencias sólo se detenían allí algunos -instantes, los indispensables para recoger las cartas que hubiese. Los -dos ancianos se contemplaron con angustia, deplorando separarse después -de haber reverdecido tantos recuerdos. Sin embargo, era preciso.</p> - -<p>—Adiós, Mariano—dijo ella,—hasta otra vez...</p> - -<p>Sus ojos brillaban cubiertos por un velo de lágrimas. El apretó -convulsivamente entre sus manos la mano flaca y yerta de su -interlocutora y se alejó sin responder, avergonzado de que le viesen -llorar. Cada uno parecía llevarse el pasado del otro. Cuando las -diligencias<span class="pagenum"><a name="page_150" id="page_150"></a>{150}</span> partieron en opuestas direcciones, los dos viejecitos, -asomados á las ventanillas de sus vehículos, agitaron sus pañuelos -dándose el último adiós, dejando tras sí esa melancolía inexplicable de -todo lo que huye...<span class="pagenum"><a name="page_151" id="page_151"></a>{151}</span></p> - -<h2><a name="LO_INCONFESABLE" id="LO_INCONFESABLE"></a>LO INCONFESABLE<br /> -———</h2> - -<p>Fué una de esas conversaciones inolvidables, vibrantes, casi trágicas, -que la emoción parece grabar en la memoria á golpe de martillo y de -cincel.</p> - -<p>Hablaban de amor; de los que se casan por cariño ó por interés, de los -hombres que traicionan á sus mujeres, de las esposas que burlan á sus -maridos... Esta última variante del diálogo sugestionó la atención de -Luis; su turbulento corazón enamorado y celoso fué exaltándose, y tras -algunas pleguerías y circunloquios retóricos, que procuraron velar la -salvaje vehemencia de los sentimientos, exclamó:</p> - -<p>—Dime, ¿tú serías capaz de engañarme?</p> - -<p>Ella, riendo, le echó los brazos al cuello.</p> - -<p>—¡Yo! ¿Engañarte yo?...—exclamó;—¿has perdido el juicio?...</p> - -<p>Luis hizo un gesto vago de hombre experto á quien el mundo enseñó a -dudar de todo.</p> - -<p>—¡Oh, no te rías!—dijo—la vida ofrece miríadas de peligros que una -locuela como tú no puede prever, y<span class="pagenum"><a name="page_152" id="page_152"></a>{152}</span> lazos y añagazas sin número... No -creas que pongo puertas á tu virtud... Pero advierte que si -alambicásemos la historia íntima de los mejores matrimonios, acaso -hallásemos en todos algún secreto horrible; un capitulo inconfesable, -una de esas páginas que no pueden leerse sin rubor... No, Fernanda, todo -no se sabe... Hay muchos adulterios que se conocen, pero también hay -otros que quedan ignorados perpetuamente, crímenes fortuitos, sin poesía -y sin fecha, cuyo afrentoso secreto baja al sepulcro con los criminales.</p> - -<p>Y agregó, anhelando obtener un juramento, una promesa, algo, en fin, que -aquietase aquella roedora comezón de su espíritu.</p> - -<p>—Responde, Fernanda: si andando los años la fatalidad te colocase en -una de esas situaciones supremas en que el deber perece á manos de la -fuerza, ¿me lo dirías? ¿Tendrías valor para decírmelo?...</p> - -<p>Hubo una pausa; la joven, cuyo espíritu inocente se mecía muy lejos de -los siniestros linderos de lo inconfesable, murmuró con ese valor -temerario de los niños:</p> - -<p>—Sí, lo diré todo... ¿Por qué no?... Te lo juro.</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Mucho tiempo después, Fernanda llegaba al apogeo de su vida y de su -belleza: alta, gruesa y majestuosa como una deidad pagana, con pomposas -caderas desarrolladas por la maternidad y grandes ojos ardientes.</p> - -<p>Hasta entonces Fernanda, tanto por cariño como por costumbre, no tuvo -secretos para su marido; había hecho<span class="pagenum"><a name="page_153" id="page_153"></a>{153}</span> de él su madre, su confesor, hasta -que una vez... conoció lo incomunicable, lo que no puede decirse.</p> - -<p>Felipa Godoy, la mejor amiga de Fernanda, tenía un amante á quien sólo -veía de tarde en tardo y á trueque de innúmeros peligros, y necesitaba -una compañera que la sirviese ante su familia de pretexto ó escudo de -salidas. Aquel asunto los dos amantes lo discutieron minuciosamente, y -convinieron en que Fernanda era la única mujer que, por su reserva y -varonil discreción, podía ayudarles.</p> - -<p>—Tú la confiesas nuestro secreto sin ambajes—dijo él,—y conmuévela -describiendo la inmensidad de nuestro cariño, los obstáculos que nos -separan, tus sufrimientos... Di también que lo único que solicitamos de -su amistad es que te acompañe alguna que otra vez...</p> - -<p>Prosiguió sonriendo con gesto burlón.</p> - -<p>—Más adelante y á fin de que estos paseos no la aburran, buscaré algún -muchacho que la acompañe.</p> - -<p>Felipa Godoy, que conocía la virtud austera y sin mácula de la joven, -protestó:</p> - -<p>—No digas tonterías, no la conoces; Fernanda es incapaz.</p> - -<p>—¡Oh, quién sabe!...</p> - -<p>—Quiere mucho á su marido.</p> - -<p>Pero él continuó refutando victoriosamente aquellas objeciones: era -preciso ser egoísta para triunfar: Fernanda podía cansarse de ayudarles -ó reñir con ellos, en cuyo caso quedaban á merced suya: convenía, por -tanto, tenderla un lazo; así las dos lucharían juntas, movidas por el -mismo interés y el cuerpo de la una garantizaría la salud de la otra.</p> - -<p>Felipa Godoy empezó á ejecutar hábilmente todo aquel plan: refirió á su -amiga los secretos pormenores de su pasión, se apoderó de su alma, la -conmovió, la hizo llorar.., y obtuvo cuanto guiso. Fernanda se ofreció<span class="pagenum"><a name="page_154" id="page_154"></a>{154}</span> -á protegerla: realmente, ella también deseaba estudiar por sí misma -aquel mundo de los amores criminales que sólo conocía de referencias. -Luego vió al amante de Felipa y le pareció simpático y muy galán... Y de -este modo, la inocente casada fué abandonándose por la pendiente -seductora de lo prohibido.</p> - -<p>Pocos meses bastaron para que los tres fuesen muy buenos compañeros, y -entre tanto Luis no sabía nada, porque Fernanda no quiso amargar -aquellas escapatorias rompiendo el hechizo del misterio.</p> - -<p>El desenlace de aquel enredo, preparado con tanta calma y tan -diestramente, llegó de pronto.</p> - -<p>—Mañana por la tarde—dijo Felipa Godoy á su amiga,—Claudio y yo -merendaremos en la Bombilla; probablemente nos acompañará un amigo suyo -y, como supondrás, me aburriré horrorosamente, ¿Quieres venir?...</p> - -<p>Fernanda vacilaba.</p> - -<p>—No seas perezosa—insistió Felipa;—reiremos mucho, bailaremos y -luego, al atardecer, á casita. ¿Qué te detiene?</p> - -<p>Aquello, en efecto, dicho así, no era grave; Fernanda prometió ir... Y -fué...</p> - -<p>Julián, el amigo de Claudio, era muy ladino, habilísimo conversador, -buen bailarín; hablaron mucho, bebieron copiosamente... Desde los -primeros momentos Fernanda sintió que algo invisible agarrotaba sus -manos y sus pies, y empezó á perder la confianza en sí misma... Se -ahogaba: en aquel gabinetito tan perversamente aparejado para el amor, -no había bastante aire respirable... A los postres Felipa y Claudio se -besaban sin reserva, y Julián, sentado junto á Fernanda, la hablaba de -amor apasionadamente. Esta, entontecida por los primeros vahos de la -borrachera, se arrojó entre los brazos de su amiga:<span class="pagenum"><a name="page_155" id="page_155"></a>{155}</span></p> - -<p>—Por Dios—decía sollozando,—no me abandones, no me dejes sola, sácame -de aquí...</p> - -<p>Claudio la miró guiñando un ojo picarescamente.</p> - -<p>—¿Qué tienes?—preguntó besándola.</p> - -<p>—No sé...</p> - -<p>—¿Estás enferma?</p> - -<p>—No, pero me ahogo... tengo miedo, mucho miedo de quedarme sola... -Vámonos...</p> - -<p>Ella ignoraba que las mejores páginas de las novelas amorosas las -escribe el Destino así, muy deprisa. Luego Fernanda y Julián salieron al -patio, á bailar; el aire cálido de aquella tarde de Junio y los rayos -caliginosos del sol, concluyeron de trastornarla. El, entretanto, la -requebraba de amores; ella, con la enloquecida cabeza apoyada en su -hombro, le escuchaba sin comprender...</p> - -<p>Cuando volvieron al gabinete, la joven apenas podía moverse; estaba -idiotizada.</p> - -<p>—Quédense ustedes aquí—dijo Felipa;—Claudio y yo vamos á bailar...</p> - -<p>Fernanda hizo un gesto desesperado, llamando á su amiga; pero Julián -cerró violentamente la puerta y ella quedó á merced de aquella bestia -encelada, terrible, que hablaba de amor...</p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>¡No, jamás tornó á ver al hombre que en un momento de embriaguez la robó -la honra y el sosiego! Pero aunque fué frágil, contra su deseo y la -fuerza disculpaba su caída, Fernanda, batallando á solas con su -remordimiento, no podía disculparse.<span class="pagenum"><a name="page_156" id="page_156"></a>{156}</span></p> - -<p>¡Ya no era la misma! Había ocurrido algo enorme, lo ignorado, ¡lo -inconfesable!... Recordando la promesa que un día hizo de decírselo todo -á su marido, quiso revelarle también aquello para dar treguas á su -delirante obsesión, y no pudo; un frío mortal paralizaba su lengua: los -conceptos se cristalizaban en el cerebro... Estaba delante de lo -incomunicable, de lo que no puede decirse, de lo que nadie sabe decir...</p> - -<p>Y muchos años después, cuando las tres únicas personas poseedoras de -aquel secreto habían muerto, Fernanda, ya vieja, aun no estaba curada de -su remordimiento. La costumbre de fingir la tornó pusilánime, suspicaz y -recelosa; temía que algún accidente imprevisto revelase el criminal -misterio de su vida, y cuando su marido la miraba fijamente, ó cuando -veía á su hija engalanarse para ir al baile, la pobre madre, condenada -voluntariamente al obscuro papel de hembra pasiva, bajaba los ojos -confusa, avergonzada, murmurando:</p> - -<p>—¡Dios mío... si lo supieran!...<span class="pagenum"><a name="page_157" id="page_157"></a>{157}</span></p> - -<h2><a name="EL_AMIGO" id="EL_AMIGO"></a>EL AMIGO<br /> -———</h2> - -<p>Norberto Brito fué paladín esforzado de la libertad: defendióla en la -prensa, desde la tribuna y, más de una vez, á mano armada, blandiendo un -garrote ó tremolando una bandera á la cabeza de los motines populares, y -por ella vió confiscados sus bienes y padeció injusticias, destierros, -persecuciones y otros fieros reveses y malandanzas.</p> - -<p>A consecuencia de un violentísimo artículo publicado en el tercer número -del semanario <i>El Terremoto</i>, Norberto Brito fué detenido y llevado en -una cuerda de presos, como salteador de caminos ó solapado hurtador de -relojes, á la Cárcel Celular de Madrid. Al día siguiente, Paulina, su -mujer, y los ocho amigos que con él fundaron y redactaron <i>El -Terremoto</i>, acudieron á verle. Brito ocupaba en el departamento de los -políticos la letra K. Era una celda rectangular, con las paredes -estucadas y un amplio portalón abierto sobre una galería bien soleada -por donde iban y venían, la cabeza baja y las manos cruzadas atrás, -otros dos reclusos; el<span class="pagenum"><a name="page_158" id="page_158"></a>{158}</span> mobiliario lo componían un lecho y un lavabo de -hierro, una mesita y un sólido butacón canongil de elevados brazos y -ancho respaldo.</p> - -<p>Allí estaba Brito, de pie, las manos metidas en los bolsillos del -pantalón: á través de la ventana abarrotada del locutorio, aparecía su -silueta elevada, triste y enjuta; rígido dentro de su largo <i>chaquet</i> -como un signo admirativo: los negros cabellos cubrían la frente, -llorando sobre el rostro cetrino, aviejado por la desilusión.</p> - -<p>Norberto besó las mejillas de su mujer por entre dos barrotes; luego -estrechó las manos de sus compañeros, Daniel Bala, Pedro Rico, Jaime, -Antonio... todos estaban allí mirándole con ojos dilatados por el -interés y la curiosidad. Los más ingenuos quisieron consolarle, -exhortándole á tener resignación y buen ánimo.</p> - -<p>Brito, afectando cierta insensibilidad artística, que juzgó del mejor -tono, procuró demostrarles que jamás había estado <i>tan</i> bien. Para el -hombre vulgar, la prisión es un martirio; para el inteligente, para el -pensador, es un refugio. Allí, en la paz del siniestro edificio donde -los reclusos viven como los microbios en los poros de los cuerpos -muertos, el espíritu puede reconcentrarse, el entendimiento y la -imaginación se exaltan, se trabaja mucho mejor, se lee con más -provecho...</p> - -<p>—En esta celda—añadió,—prometo escribir dos libros por lo menos.</p> - -<p>Aquellas afirmaciones que, á no ser falsas, acusaban un espíritu -varonil, inaccesible al dolor, fueron recibidas de distinto modo; -algunos admiraron la fortaleza de Norberto, otros sonreían incrédulos; -Paulina y Pedro Rico escuchaban amablemente, pues de algo necesitaban -hablar, pero sin emoción, sabiendo cuánto artificio había en el fondo de -todo aquello.</p> - -<p>A la tarde siguiente, ocurrió lo mismo; Brito habló<span class="pagenum"><a name="page_159" id="page_159"></a>{159}</span> del día de su -excarcelación como de algo problemático y remoto; los amigos le -embromaron delicadamente, recordándole su estado de forzosa viudez; -Pedro Rico miró á Paulina mordiéndose los labios: ella reía impávida: -era una mujer delgada y pequeña, con unos ojos glaucos y fríos, de una -frialdad cínica. Norberto, manteniendo su empeño de parecer raro y -fuerte, tornó á asegurar que jamás sospechara la cárcel tan hospitalaria -y agradable. Esta escena, con ligerísimas variantes, se repetía -diariamente: Brito siempre aparecía impasible, moviéndose tras los -barrotes de la ventana como un pájaro extraño; su cuerpo, sin embargo, -sufría la doble acción debilitante de la quietud y de la sombra, y sus -manos iban resfriándose: las manos, por el contrario, de sus compañeros, -que gozaban la vida de la libertad y del sol, estaban calientes.</p> - -<p>La cárcel ocupa en el plano de Madrid una situación excéntrica, y los -caminos que á ella conducen, no obstante ser hermosos y bien soleados, -padecen la huella ó impresión de algo triste. Lentamente, los amigos de -Norberto comenzaron á cansarse de visitarle todos los días: primero -faltó Antonio, quien achacaba su alejamiento á perentorios quehaceres; -luego Jaime...</p> - -<p>Ante aquella deserción, Brito, siempre estoico y magnánimo, se cruzaba -de brazos; la humanidad es ingrata.</p> - -<p>—Lo raro sería—agregaba parodiando á Heine,—que los amigos nos -acompañasen en la desgracia.</p> - -<p>Pasó el verano y el otoño iba ya de vencida; el viento era frío, las -nubes encharcaron las calles; la cárcel, vista desde arriba, con su -enorme mole obscura, debía de parecer un galápago gigantesco, muerto -sobre el barro.</p> - -<p>Los presos políticos pueden ser visitados todas las tardes hasta las -cuatro. Dos redactores de <i>El Terremoto</i><span class="pagenum"><a name="page_160" id="page_160"></a>{160}</span> que aun iban diariamente á -cambiar con Brito un apretón de manos, se aburrían de aquel dilatado -homenaje amistoso: la celda, con su locutorio atravesado por un largo -banco de vieja gutapercha, llegó á parecerles una oficina donde nada -inesperado ni agradable podía aguardarles. Siempre experimentaban -impresiones idénticas; sus pisadas resonaban bulliciosas bajo la altiva -rotonda de la escalera; los espesos muros trasudaban hielo y pesadumbre; -los empleados de la penitenciaría examinaban á los visitantes de extraño -modo como maravillándose de que aun tuvieran valor y constancia para ir -hasta allí, aconsejándoles también con aquella mirada, que no -sostuvieran tal empeño, pues todo sacrificio era inútil.</p> - -<p>Arriba, en el locutorio K, las conversaciones no variaban: Brito, -siempre recibía á sus compañeros del mismo modo: en pie, agarrado á los -barrotes de la ventana, aparentando una entereza de ánimo que la -flacidez y tristura de su rostro desmentían. A veces hablaban de los -amigos que ya no concurrían allí tildándoles de ingratos; pero todos, -íntimamente, les envidiaban, admirando su despreocupación para -emanciparse de aquel vano y enojoso deber social.</p> - -<p>Una tarde de Diciembre salían de la cárcel Paulina, Daniel y Pedro Rico.</p> - -<p>—¡Qué pocos vamos quedando!—exclamó Pedro;—el mal tiempo y la -distancia han reducido los amigos de Norberto á monos de la mitad.</p> - -<p>—Así es—repuso Daniel.</p> - -<p>Luego se despidió, subiendo precipitadamente á un tranvía que pasaba. -Paulina y Pedro Rico continuaron andando lentamente, callados, la vista -fija en el suelo, como se sigue á los muertos. Sobre las calles húmedas, -desde el cielo sembrado de nubecillas blancas, un sol de invierno vertía -su luz amarilla.<span class="pagenum"><a name="page_161" id="page_161"></a>{161}</span></p> - -<p>—Estoy triste—dijo ella;—¿quiere usted acompañarme á dar un paseo?</p> - -<p>El repuso estremeciéndose:</p> - -<p>—Vamos por donde usted guste.</p> - -<p>La adoraba en silencio; con los ojos se lo dijo muchas veces; ella lo -sabía y también le amaba. Fué aquel un paseo muy dulce, lleno de -voluptuosidades exquisitas y nuevas. Paulina habló de Norberto: era un -hombre frío que la acarreó con su humillante despego disgustos -innúmeros; ella necesitaba cariño y reverdecer su juventud, procurándose -una pasión, una gran pasión que saciase las ambiciones del codicioso -pensamiento. Pedro asentía acercándose á ella, disfrutando la vecindad -de aquel cuerpo fácil. Tan agradable paseo lo repitieron en los días -sucesivos; las tardes eran tibias, el sol caía á plomo sobre los caminos -poblados de chiquillos y niñeras, con delantales blancos. Daniel Bala -había escrito á Norberto asegurándole hallarse enfermo de cuidado y -rogándole imputase á esto, que no á indiferencia ó censurable olvido, su -ausencia y eclipsamiento.</p> - -<p>Ella apretó más las ligaduras que ya unían á Pedro Rico con el preso: -Norberto reconocía que su compañero era un hombre de corazón y un -camarada excelente, ya que en el hospital y en la cárcel, según el -adagio, es donde se conocen los amigos buenos. De esto habló con su -mujer varias veces; la joven afirmaba levemente moviendo la cabeza, -pensando que si los otros se marcharon fué porque ella no les retuvo.</p> - -<p>Todos los días, al salir de la cárcel, Pedro y Paulina, seguros de su -impunidad, paseaban los campo de la Moncloa. Una tarde regresaron á -Madrid casi de noche, y él estaba muy pálido y ella muy roja... y con -los cabellos manchados de tierra. La primavera volvía; los<span class="pagenum"><a name="page_162" id="page_162"></a>{162}</span> árboles -comenzaban á cubrirse de brotes nuevos; de pronto, en la lejanía del -nebuloso horizonte, apareció la cárcel, imponente tras sus altos -murallones de ladrillo.</p> - -<p>—Allí está—murmuró la joven.</p> - -<p>Rico repuso:</p> - -<p>—No mires, déjale...</p> - -<p>Y siguieron adelante, oprimiéndose las manos.</p> - -<p>Aquel íntimo enredo de amor pasó; Norberto Brito nada supo, y cuando -habla de Pedro, la emoción más sincera nubla su voz.</p> - -<p>—Jamás olvidaré sus favores—dice;—cuando estuve preso, no dejó de ir -á verme ni un solo día. Es mi mejor amigo.<span class="pagenum"><a name="page_163" id="page_163"></a>{163}</span></p> - -<h2><a name="EN_PRESIDIO" id="EN_PRESIDIO"></a>EN PRESIDIO<br /> -———</h2> - -<p>El acusado, sentado en el fatal banquillo por donde pasan los que un -arrebato de codicia ó de cólera puso fuera de la ley, escuchaba el -terrible informe acusatorio del fiscal con los ojos fijos en la tierra, -que le atraía como reclamando ya la inmediata posesión de aquella pobre -carne condenada al patíbulo. Era un mozo de veintiocho á treinta años, -moreno, con cejas fuertes y pupilas brillantes y sangrientas como -brasas; la cabeza cuadrada y terca, los hombros anchos, las manos cortas -y gruesas de matador que no tiembla al herir...</p> - -<p>El fiscal terminaba su discurso pidiendo para Gerardo López la pena -capital. El crimen del acusado era una de esas terribles hazañas que, de -cuando en cuando, rompen la uniformidad de la vida diaria, calofriando -la sociedad con un estremecimiento de horror. La tarde del crimen, -Gerardo llegó á su casa inopinadamente, cuando todos le creían en la -fábrica; la puerta estaba entornada; aquello le sorprendió... Dentro, en -la pequeña habitación que servía simultáneamente de<span class="pagenum"><a name="page_164" id="page_164"></a>{164}</span> gabinete y comedor, -resonaban las confusas voces de un hombre y una mujer. El marido avanzó -cautelosamente sobre la punta de los pies, conteniendo el aliento... Al -llegar al término del pasillo, reconoció á los que con tanta vehemencia -y misterio discutían: eran su mujer y don Cleto, el casero, á quien -adeudaban tres meses de alquiler: él, sofocado por el torvo deseo carnal -que le oprimía la garganta, jadeaba asegurando que todo aquello tendría -fácil arreglo si ella era complaciente... La esposa le rechazaba -enérgicamente, sintiendo que aquella innoble proposición flagelaba su -rostro como un látigo. Entonces don Cleto arremetió á la joven -empujándola hacia un sofá. Este fué el momento elegido por Gerardo López -para perpetrar su crimen: sin pensar que á la generosidad de su víctima -debía haber dormido bajo techado aquellos tres últimos meses, cayó sobre -ella derribándola al primer mazazo de sus manos hercúleas; luego le -cogió por el cuello, arrastrándole, magullando su ensangrentada cabeza -contra los muebles y, finalmente, le mató arrojándole á la calle desde -la altura de un cuarto piso...</p> - -<p>El fiscal allegaba y zurcía malévolamente cuantos puntos eran más ó -menos hostiles al acusado; pues Gerardo estaba seguro de la fidelidad de -su mujer, sus celos no tenían disculpa ni explicación legítima: López, -en vez de ceder á la ira, debió limitarse á despedir al casero y -presentar contra él la oportuna denuncia; para algo vivimos en una -sociedad civilizada y bajo el amparo de códigos sabiamente compuestos...</p> - -<p>El abogado defensor comenzó su discurso coronándolo con párrafos -brillantes y ampulosos enderezados á conmover la honrada sensibilidad -del Jurado.</p> - -<p>Gerardo López no era un criminal, sí un hombre de arrestos y de honor: -examinó sus antecedentes sin tacha y su existencia metódica, consagrada -al trabajo y<span class="pagenum"><a name="page_165" id="page_165"></a>{165}</span> al cariño de aquella mujer que era todo su bien, su -familia, su consuelo y su esperanza; y luego pintaba con frases cortadas -y duras, como golpes de escoplo, el trágico cuadro de la lucha: al -propietario, crapuloso y obsceno, invocando, para vencer la honrada -resistencia de la pobre obrera, sus títulos de acreedor, y cayendo -después bajo los puños de Gerardo López, que defendía lo suyo, la mujer -que era para él deleite y arrimo, compañera santa en sus fieros combates -por el pan, consoladora como un amigo, bondadosa como una madre...</p> - -<p>Al llegar cierto momento en que el abogado invocaba el derecho -indiscutible que su defendido tenía para hacer lo que hizo sin acordarse -del Código que, como todo lo reglamentado, es muerto y frío, Gerardo -López, fuera de sí, le interrumpió para exclamar:</p> - -<p>—¡Sobre todo, antes que hombres civilizados... somos... hombres!</p> - -<p>No supo decir otra cosa, pero él se entendía; su defensor también le -comprendió y aquella interrupción le sugirió una improvisación -elocuente. Gerardo, sin más luz que la de su buen instinto, había dado -en el hito: «antes que hombres civilizados... somos... hombres;» seres -que saben sentir intensamente, y querer hasta el sacrificio heroico y -odiar hasta el crimen; de poco sirven los códigos cuando la pasión se -revuelve y estalla. En los trances supremos, el instinto independiente y -dominador del macho primitivo despierta; ¿qué hombre, viendo amenazados -el honor ó la vida de su madre ó de su esposa, podría reprimir el -impulso vengativo de todos sus nervios para invocar fríamente el socorro -de la ley?...</p> - -<p>El fiscal se levantó á ratificar; su despiadada inspiración tuvo -párrafos de terrible y abrumadora elocuencia; el Jurado se declaraba en -su favor; Gerardo López fué condenado á cadena perpetua.<span class="pagenum"><a name="page_166" id="page_166"></a>{166}</span></p> - -<p class="c">*<br /> - * * </p> - -<p>Pasaron muchos años; don Víctor, el fiscal que envió á Gerardo á -presidio, se había retirado del foro para casarse y dar á los últimos -años de su vida algún reposo.</p> - -<p>A pesar de sus cincuenta y cuatro años, don Víctor se conservaba fuerte -y erguido dentro de su levita negra, amplia y larga; vivía en un -hotelito, cerca del Hipódromo, en medio de su vasto jardín con callejas -enarenadas y frutales que la primavera cubría de flores; Joaquina, su -mujer, que apenas contaba veinte mayos, parecía adorarle y su temprana -juventud le prometía herederos robustos que, por ciertos indicios -inequívocos, no tardarían en llegar.</p> - -<p>Muchas noches don Víctor, sentado ante su mesa de trabajo y rodeado de -estantes atiborrados de libros, recordaba aquel pasado de luchas que iba -alejándose, como algo que se hunde en una noche sin fin; á veces -Joaquina le acompañaba, leyendo una novela bajo la luz del quinqué. Don -Víctor, sumido en delicioso emperezamiento, comparaba su existencia -actual, tranquila y feliz, con las luchas de otros días. A su alrededor, -dormidos en la penumbra de los estantes, reposaban los centenares de -volúmenes que guardaban cuanto acerca de las injusticias y derechos -humanos se ha escrito, y en los cuales él aprendió el ingrato arte de -mandar gente á presidio ó al patíbulo: á ratos, evocando los bizarros -extremos de su verbo brillante y<span class="pagenum"><a name="page_167" id="page_167"></a>{167}</span> frío como la cuchilla de una -guillotina, le asaltaba el temor de haber sido cruel, y reconstituía -escenas: el reo sentado en el banquillo, con la cabeza caída sobre el -pecho, cual si la oratoria implacable del fiscal le patease el cráneo; y -él en pie, empujando sañudamente hacia el castigo la conciencia de los -jueces. Pero no; él siempre fué justo; él nada legisló; se había -circunscripto á ser el representante de la legalidad, la encarnación del -Código, la voz temerosa de aquellos libros cerrados. Sí; él fué justo y -bueno: sin esto no se concebía que el Destino recompensase sus afanes -pretéritos rodeándole ogaño de tantos agasajos: aquella mujer joven, -dulce y bonita, aquel hotel que en las noches estivales dormía bajo la -luz blanca de la luna, entre un bosque de frutales y sobre un odorante -tapiz de flores era el condigno premio á sus esfuerzos en pro de la -humanidad honrada.</p> - -<p>Y don Víctor creía que su felicidad sería eterna, como el suplicio de -los condenados á cadena perpetua.</p> - -<p>Transcurrieron doce años; el anciano fiscal, embebecido en el cariño de -su mujer y la crianza de su hijo único, no visitaba á sus viejos -compañeros, que también le habían olvidado; su antiguo prestigio era -agua pasada.</p> - -<p>Un día, al regresar á su hotel á hora desusada, le impresionó -dolorosarnente oir en su gabinete un murmullo indefinible de -conversaciones y de risas: don Víctor subió las escaleras de puntillas; -Joaquina hablaba con un hombre á quien el fiscal procuró inútilmente -reconocer por la voz: don Víctor se deslizaba lo largo del pasillo, y al -llegar á la puerta de su despacho se detuvo y aplicó el oído... Oyó una -frase amor, luego otra... y sus mejillas ardieron con el incendio de la -vergüenza y de la ira. Fuera de si allanó<span class="pagenum"><a name="page_168" id="page_168"></a>{168}</span> la habitación, babeando, -agitando los brazos, como un oso herido que zarpea. El amante cobarde -huyó, saltando por la ventana, Joaquina, abnegada y heroica, protegió su -fuga, colocándose tras él, defendiéndole con su cuerpo. Don Víctor, se -arrojó sobre ella, la derribó al suelo, pateó su vientre, sus entrañas -traidoras, oprimió su garganta hasta estrangularla. Después se levantó -aturdido, pero satisfecho de sí mismo, pareciéndole respirar mejor, y -paseó en torno suyo una mirada estúpida, sin comprender el mudo lenguaje -de aquellos centenares de volúmenes que le acusaban recordándole que la -venganza de todas las afrentas, como él tantas veces había dicho, no -estaba nunca entre las manos del ofendido, sino en los tribunales de -justicia... Pero, pasados algunos minutos, don Víctor creyó oir aquella -voz que llenaba su juventud, y por primera vez el anciano fiscal tembló, -reconociéndose injusto y frió y cruel...</p> - -<p>Don Víctor fué preso; sus antiguas relaciones no le favorecieron; el día -de la sentencia el representante de la ley le atacó furiosamente y la -defensa fué mala. Don Víctor fué condenado á tres años de presidio.</p> - -<p>La noche en que el viejo fiscal llegó á la penitenciaría, le impresionó -un semblante moreno, de ojos ardientes y grandes y poderosas cejas, al -que estaba seguro de haber visto otra vez...</p> - -<p>—¿Es usted Gerardo López?—preguntó.</p> - -<p>—Sí, señor.</p> - -<p>El antiguo recluso, á su vez, reconoció en aquel viejecillo á quien la -fatalidad parecía haber encorvado repentinamente, al fiscal que le -condenó.</p> - -<p>—Y usted—dijo,—¿es don Víctor?...</p> - -<p>Don Víctor comprendía entonces lo que jamás pudo entender; y las -palabras con que el obscuro presidiario había querido defenderse -volvieron á su memoria.<span class="pagenum"><a name="page_169" id="page_169"></a>{169}</span></p> - -<p>—Aquí estamos los dos—exclamó el viejo magistrado;—tenía usted razón -al decir que, antes que hombres civilizados... somos... hombres. Sí, fuí -injusto con usted; no me guarde por ello rencor. Deme usted la mano...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_170" id="page_170"></a>{170}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_171" id="page_171"></a>{171}</span></p> - -<h2><a name="LA_CARTA" id="LA_CARTA"></a>LA CARTA<br /> -———</h2> - -<p>La anciana penetró en el despacho caminando ágilmente, con paso -infantil, alocado y ligero.</p> - -<p>—Esta era la habitación favorita de mi pobre esposo—dijo;—todo está -según él lo dejó: la mesa de escribir, los estantes cargados de libros -que nadie ha vuelto á manosear desde entonces, la chimenea ante la cual -solía sentarse cuando ya estaba enfermo, á calentarse los pies; el -sillón Voltaire donde dormía las siestas, y la panoplia con las espadas -y los floretes que el generoso Ricardo descolgó tantas veces para -defender propios y ajenos errores. ¡Oh, no puedo recordar sin pánico -aquellas mañanas en que, tras una noche de ausencia, le veía llegar muy -pálido y con los puños de la camisa salpicados de sangre!...</p> - -<p>En el testero principal de la habitación, y sobre un diván, había un -retrato al óleo de Ricardo Valdés. La pátina del tiempo había -obscurecido la pintura, y la cabeza, de color terroso, surgía del fondo -negro, con su frente ancha, su nariz aguileña, su bigote donjuanesco,<span class="pagenum"><a name="page_172" id="page_172"></a>{172}</span> -retorcido y largo, como los que cortan el rostro de los guerreros de -Velázquez; los ojos grandes, desencantados y burlones... Aquel retrato -recordaba al turbulento aventurero de antaño, procaz, enamorado, -vagabundo, que después de casarse huyó de Madrid poniendo el porvenir de -sus hijos y la felicidad de su mujer á los pies de una bailarina... -Rápidamente pasó por mi memoria la silueta de aquel hombre cuya historia -fué unida á la mía durante muchos años, y luego imaginé sus últimos -momentos terribles de cardíaco, pasados allí, bajo el rayo de sol que -ahora calentaba inútilmente el sillón vacío, junto á la esposa que -presenciaba la catástrofe desesperada, jadeante de dolor, después de -perdonarle todas sus culpas.</p> - -<p>—Sí, fué bueno—dijo Teresa, que sin duda iba leyendo en mis ojos mis -pensamientos;—¡pobre mío!... Nunca podré absolverme de los -remordimientos que, bien involuntariamente, le causé... Ricardo, con sus -locuras, me atormentó mucho, pero también mis penas le herían de -soslayo, y estos sufrimientos que al fin le restituyeron á mis brazos, -aceleraron su muerte...</p> - -<p>Después añadió con el atolondrado regocijo del niño que va á enseñarnos -una caja de juguetes nuevos:</p> - -<p>—Venga usted: aquí, en esta gaveta, conservo varios recuerdos suyos: -retratos, pañuelos y una carta... carta deliciosa, que me escribió desde -París, poco antes de volver á España, herido ya mortalmente por la -enfermedad que había de robármele. Nadie sería capaz de quitarme este -papel; en sus renglones vive el alma de Ricardo, á veces impetuosa, -sentimental á ratos, siempre generosa y noble. ¿Quiere usted leer?...</p> - -<p>Y me alargaba un pliego de papel escrito con una tinta que ya pardeaba: -carta dulce y triste, de arrepentimiento y de amor, que había recibido -muchos besos y sobre la cual se derramaron muchas lágrimas...<span class="pagenum"><a name="page_173" id="page_173"></a>{173}</span></p> - -<p>Decía así:</p> - -<p class="r"> -París, Mayo 18...<br /> -</p> - -<p>«Pronto hará cinco años que nos separamos, y durante este largo espacio -de tiempo, apenas si se han cruzado entre nosotros una docena de cartas.</p> - -<p>«¡Oh mía, mía!... ¿Crees que te he olvidado?...</p> - -<p>¡No!... En medio de mis viajes y del abominable catálogo de mis locuras, -tu recuerdo vivía en mí inspirándome la dulce confianza de que hay entre -nosotros algo muy grande, indestructible, que nada, ni aun el mismo -Destino, puede romper. ¡Ah!... ¿Por qué no decírtelo, cuando estas -verdades crueles pueden servirte de infinita consolación?... ¡Sí, quiero -que lo sepas!... Siempre había en la voz de mis queridas una inflexión -que recordaba la tuya: ésta tenía tus ojos, ardientes y melancólicos de -abandonada; aquélla tus cabellos negrísimos, estotra tus labios y tus -dientes; y por las noches, cuando me hallaba á solas en mi lecho después -de gozar una alegría que siempre tuvo algo de postizo, tu imagen -amadísima volvía á mi memoria poco á poco, acariciándome con el suave -perfume de tiempos lejanos, como una de esas sencillas oraciones que -aprendímos siendo niños y que nunca se olvidan... Y aquella oración -decía que tú me amabas también, que tus labios y tus brazos siempre -estaban abiertos para mí...</p> - -<p>»¿Me engañaré? ¿Será posible que el recuerdo de las horas felices que -disfrutamos juntos haya muerto en tu alma? Estoy enfermo, mía; el -corazón me duele mucho; me ahogo... ¡Déjame volver á ti!...</p> - -<p>»Te escribo desde un café del boulevard; son las diez de la mañana y -estoy solo; por la puerta entornada penetran ráfagas de aire tibio, -bocanadas alegres, vigorizadoras, de la primavera que vuelve; el sol de -Mayo ha<span class="pagenum"><a name="page_174" id="page_174"></a>{174}</span> disipado las nubes, convirtiendo el suelo en un charco de añil.</p> - -<p>»¡Te quiero, mía!... Este último invierno, con sus días de nieve y sus -bacanales nocturnas, pasadas en los comedores reservados de las fondas, -dejó en mi memoria una impresión tristísima: recuerdo las mesas, con sus -manteles salpicados de vino, la silueta de los camareros silenciosos, -que salían llevándose los platos sucios y cerrando la puerta con el pie, -y las figuras de mis amigos: ellas tumbadas sobre los divanes, con los -corpiños entreabiertos y los cabellos desrizados, caídos sobre la -frente; ellos muy blancos, muy pálidos, con esa palidez cadavérica que -agranda los ojos, levantando en alto sus copas de <i>champagne</i>, brindando -y riendo, con alegría fúnebre de Pierrot... todo ello moviéndose en el -nimbo gris de las pesadillas.</p> - -<p>»Pero aquéllo pasó, la primavera está ahí, y con la nueva sangre torna á -circular por mis venas el ardiente deseo de volver á ti: deseo tu alma, -hermana gemela de la mía, y codicio tu cuerpo, que á través de los años -y de la distancia, surge otra vez ofreciéndome el hechizo de las -ilusiones insaciables.</p> - -<p>»¡Mía... deja que te llame así!... Necesito acariciar la esperanza de -volver á retratarme en tus ojos y que éstos sabrán mirarme sin tristeza -ni reproches; que tus manos jugarán con mis cabellos, que tus labios -húmedos espantarán de mi frente los malos pensamientos, que sentiré -sobre mi rodilla el peso y el dulce calor de tu cuerpo amadísimo; ¡oh, -la muerte no me asustará si, cuando llegue, me encuentra dormido entre -tus brazos!</p> - -<p>»Adiós, mía; perdona el mal que te hice y ámame. Tengo sed de ti.»</p> - -<p>Cerré la carta doblándola por los mismos antiguos dobleces que ya tenía, -y se la devolví á Teresa. Ella dijo:<span class="pagenum"><a name="page_175" id="page_175"></a>{175}</span></p> - -<p>—Separada de mis hijos por la distancia y de mi marido por la muerte, -esta carta constituye mi única consolación, la flor de mi juventud, la -voz adormecedora del ayer, el amuleto con que Ricardo borró todo el daño -que me hizo...</p> - -<p>Mientras hablaba, los ojos de la pobre anciana brillaban en el fondo de -sus cuencas iluminados por un regocijo extraño; y yo la veía animarse, -sonreir desde el desamparado invierno de su vejez á la lozana juventud -perdida.</p> - -<p>—¿No es cierto—añadió,—que esta carta es muy hermosa?</p> - -<p>—Sí—repuse,—muy hermosa; consérvela usted...</p> - -<p class="cb">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</p> - -<p>Sólo yo conozco el secreto de aquella carta que quince años antes -Ricardo Valdés había escrito delante de mí.</p> - -<p>Aquella mañana Ricardo redactó dos cartas; una cariñosa y ardiente, para -la bailarina amada de su alma; y otra correcta, fría, plagada de lugares -comunes, para su esposa. Luego incurrió en la distracción, harto -frecuente, de cambiar los sobres. Yo, que había sorprendido el engaño, -se lo advertí.</p> - -<p>—De todos modos—contestó Ricardo sonriendo,—ninguna de las -interesadas hubiese podido sospechar mi equivocación, pues acostumbro á -no llamarlas nunca por sus nombres...</p> - -<p>—En tal caso—exclamé—no deshagas el engaño; deja que la casualidad -realice sus planes. De todo esto puede resultar un gran bien.</p> - -<p>Hubo una pausa.</p> - -<p>—¡Quién sabe!—murmuró Ricardo pensativo;—¡acaso tengas razón!...</p> - -<p>Y el trueque quedó hecho.</p> - -<p>¡Pobre Teresa! Si ella hubiese sabido...</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_176" id="page_176"></a>{176}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_177" id="page_177"></a>{177}</span></p> - -<h2><a name="DECLARACION" id="DECLARACION"></a>DECLARACION<br /> -———</h2> - -<p>Noche primaveral. Sobre el velador hay un elegante quinqué de mármol, -vestido por amplia pantalla de muselina azul; de las paredes cuelgan -tapices estilo Watteau, con pastores y emperifolladas princesitas que se -enamoran sobre un fondo gris: los muebles son de felpa, bajos y muelles; -sutil esterilla de junco cubre el suelo; en el comedio de la habitación, -suspendidos del techo por invisibles cabellos rubios, varios pájaros -disecados parecen sostenerse sobre sus alas extendidas; desde el balcón -abierto se abarca un ancho trozo de mar, mar calmoso cuyas olas -fosforean con vago y melancólico cabrilleo bajo la luz lunar. Del -horizonte asciende el gemido inmenso de la marea; suspiro doloroso que -llena el espacio remontándose hasta la región inaccesible de las -estrellas inmóviles.</p> - -<p><i>Personajes</i>:</p> - -<p><span class="smcap">Elisa</span>.—Treinta años, viuda. Regular estatura, pelo y ojos negrísimos, -labios tristes, frente distraída, más que reflexiva. Ocupa una mecedora -junto al balcón.</p> - -<p><span class="smcap">Claudio</span>.—Cuarenta años; elevada estatura, semblante de Greco, largo y -seco; uno de esos rostros ascéticos que las ideas fijas empalidecen. Sus -miradas curiosean el espacio.</p> - -<p><span class="smcap">Elisa</span>.—¿En qué piensa usted?</p> - -<p><span class="smcap">Claudio</span>.—No sé... oía...</p> - -<p>E.—¿Qué?</p> - -<p>C.—Al mar.<span class="pagenum"><a name="page_178" id="page_178"></a>{178}</span></p> - -<p>E.—Las olas hablan, ¿no es cierto?</p> - -<p>C.—A ratos; esos diálogos que el hombre sostiene con la Naturaleza -dependen del observador, de sus nervios, del momento psicológico que -atraviese... A veces los pajarillos, el viento, las nubes, dicen cosas -agradables, sin trascendencia, que hacen amable la vida; otras, de noche -especialmente, el mar y los cielos parecen revelarse á nosotros cual si, -temerosos de quedar eternamente ignorados, pretendiesen descubrirnos el -secreto de lo incognoscible, de lo que nunca podrá saberse...</p> - -<p>E.—¿Y ahora?... ¿Qué dicen las olas?...</p> - -<p>C.—¡Oh!... ¿Cómo quiere usted que yo reduzca á palabras lo que apenas -cabe en la amplitud de mi pensamiento? El mar y los astros que sobre él -se reflejan, son para mí imagen ó fiel trasunto del amor, ideal supremo -del espíritu. Todos los hombres de imaginación llevamos un prototipo -femenino que provoca y presido la germinación de nuestros amores; cada -cual tiene su Julieta, su Beatriz... ¿De dónde surgió esa mujer, -arquetipo fantástico de toda belleza y de toda virtud?... ¡Quién sabe! -Probablemente nació con nosotros, y luego adquirió forma con la lectura -del libro de versos que hojeamos una noche de fiebre, ó con el retrato -de la diosa desnuda que vimos en la biblioteca de nuestro padre siendo -niños... Más tarde, el recuerdo de ese ideal nos acosa, nos sigue á -todas partes y creemos verlo en cuantas mujeres tropezamos, porque á -todas ellas alcanza su luz. «¡Esta es!»... Decimos llenos de júbilo y no -sosegamos hasta obtener su amor; y después, desvanecida la ofuscación -del primer momento, el alma desolada murmura: «¡No, no era ella!... -¿Comprende usted? La pasión siempre es única; sólo varia la forma ó el -objeto en que dicha pasión se complace, así vemos brillar en todas las -olas la luz del mismo astro; mas como no hay en ellas nada estable ni -sólido, su mentiroso cristal<span class="pagenum"><a name="page_179" id="page_179"></a>{179}</span> varía y la ilusión huye, y con ella la -serena luz robada á los cielos.</p> - -<p>E.—De modo que las mujeres son para usted... olas...</p> - -<p>C.—Esto es, olas del mar humano; olas poderosas que acarician, que -suelen llevarnos muy lejos y que, como las del Océano, pueden darnos ó -quitarnos la vida.</p> - -<p>E.—Olas que pasan...</p> - -<p>C.—Que pasan llenándonos de amargura el alma, pues sólo reflejan -fugitivamente la luz del astro que nuestra generosa imaginación colgó -muy alto, en la serena región donde los huracanes pasionales no llegan. -(<small>Pausa.</small>)</p> - -<p>E.—¡Pobre Claudio! ¡Usted es un náufrago! (<small>El la mira sorprendido, ella -prosigue.</small>) Un náufrago que bracea desesperadamente contra el turbión que -le arrastra.</p> - -<p>C.—(<small>Con tristeza.</small>) ¡Tal vez!</p> - -<p>E.—¿Qué edad tiene usted?</p> - -<p>C.—Más de cuarenta años.</p> - -<p>E.—¡Cuarenta años!... A esa edad todavía el corazón y los músculos -conservan su vigor, pero la ilusión y la fe, brújulas ó divinos orientes -del espíritu ya se han apagado, y el horizonte obscuro es una amenaza, -una promesa siniestra. ¡Si usted hallase un leño, un salvavidas á que -unirse!...</p> - -<p>C.—(<small>Mirándola sorprendido, como despertando de un sueño.</small>) Ya le he -hallado.</p> - -<p>E.—(<small>Con súbita alegría.</small>) ¿Es posible?</p> - -<p>C.—Sí.</p> - -<p>E.—¿Quién?</p> - -<p>C.—¡Oh!... (<small>La mira de modo singular, y luego baja los ojos -avergonzado.</small>)</p> - -<p>E.—(<small>Tristemente.</small>) ¡Bah! ¿Para qué saberlo? Esa mujer... será una de -tantas; reflejo que se extingue, ola que pasa...</p> - -<p>C.—No, Elisa; se engaña usted; á mi edad la fantasía,<span class="pagenum"><a name="page_180" id="page_180"></a>{180}</span> domada por los -desengaños, no forja ilusiones. La mujer de que hablo... es la soñada, -el ideal, la estrella que yo coloqué muy alto, allá arriba... en el -cielo, donde nos esperan todos los seres queridos que ya han callado... -(<small>Pausa.</small>)</p> - -<p>E.—¿Y ella, le quiere á usted?...</p> - -<p>C.—(<small>Vacilando.</small>) No sé.</p> - -<p>E.—¿Nunca la descubrió usted su pasión?</p> - -<p>C.—Nunca.</p> - -<p>E.—¿Y ella, sabe que usted la ama?</p> - -<p>C.—(<small>Con firmeza.</small>) Sí.</p> - -<p>E.—¡Es raro!...</p> - -<p>(<small>Le mira de hito en hito; él desvía los ojos, confuso.</small>)</p> - -<p>E.—¿Hace mucho tiempo que la trata usted?</p> - -<p>C.—Dos años.</p> - -<p>E.—¡Lo mismo que á mí!</p> - -<p>C.—(<small>Ruborizándose, temiendo haber dicho demasiado.</small>) Precisamente.</p> - -<p>E.—(<small>Sondeándole astutamente.</small>) Pues... pasión que tanto se oculta y -recata, no puede ser firme.</p> - -<p>C.—Al contrario.</p> - -<p>E.—¿Cómo?</p> - -<p>C.—Porque ese amor es una esperanza... ¡mi última esperanza!... y el -temor de perderla me aterra. Soy como jugador que malgastó un capital, -como padre que perdió muchos hijos: la desgracia me acobarda, el recelo -de que esa ilusión se convierta en desengaño y no en realidad, refrena -mi impaciencia: ella es mi último duro, el último hijo que puedo -perder...</p> - -<p>E.—(<small>Pensativa.</small>) Comprendo su pensamiento. No obstante, yo, en su caso, -no sabría esperar; ¡es tan cruel la incertidumbre!...</p> - -<p>(<small>Pausa. En el silencio el rugido del mar llena los horizontes como eco -apocalíptico de una voz lejana.</small>)</p> - -<p>E.—Hable usted, Claudio, sea franco conmigo.<span class="pagenum"><a name="page_181" id="page_181"></a>{181}</span></p> - -<p>C.—¿Qué más puedo decir?</p> - -<p>E.—¿Conozco yo á esa mujer?</p> - -<p>C.—(<small>Titubeando.</small>) Sí.</p> - -<p>E.—¡Ah!... ¿Quién es?</p> - -<p>C.—Elisa, perdóneme usted, no puedo decirlo...</p> - -<p>E.—Basta. ¿Cómo es? ¿Se parece á mi?</p> - -<p>C.—Sí... (<small>Con arrebato.</small>) ¡Oh sí!... ¡Mucho!</p> - -<p>E.—¿Tiene mi estatura?</p> - -<p>C.—Sí.</p> - -<p>E.—¿Y el pelo?</p> - -<p>C.—Como usted.</p> - -<p>E.—¿Y los ojos?</p> - -<p>C.—Como usted.</p> - -<p>E.—(<small>Fingiendo admirarse.</small>) ¡Es extraño!... ¡Dijérase que soy yo misma. -(<small>Pausa. Las mejillas de Claudio echan fuego.</small>) ¿Y en el carácter también -se parece á mí?</p> - -<p>C.—También.</p> - -<p>E.—¿Su nombre?... (<small>El la mira suplicante.</small>) ¡Tiene usted razón!... Había -olvidado que debo saberlo.</p> - -<p>C.—(<small>Tragando saliva.</small>) Por ahora no; mañana...</p> - -<p>E.—¿Mañana, sí?</p> - -<p>C.—Sí.</p> - -<p>E.—(<small>Riendo.</small>) ¡Es usted un hombre original!</p> - -<p>C.—No se burle usted de mi cortedad; es que así, de sopetón... no -podría... no sabría decírselo...</p> - -<p>E.—¿Y mañana?</p> - -<p>C.—Mañana... le enviaré á usted su retrato.</p> - -<p>E.—¡Ah!... (<small>Sorprendida.</small>) ¿Tiene usted su retrato?</p> - -<p>C.—No.</p> - -<p>E.—Entonces...</p> - -<p>C.—Es decir... (<small>Tartamudeando.</small>) Es... ¿cómo explicarme?... es un -retrato que... sólo usted puede ver.</p> - -<p>E.—No comprendo.</p> - -<p>C.—Ni yo acierto á expresarme mejor. (<small>Levantándose.</small>) Adiós. Elisa.<span class="pagenum"><a name="page_182" id="page_182"></a>{182}</span></p> - -<p>E.—¿Quedamos, pues, en que mañana quedará despejada la incógnita?</p> - -<p>C.—(<small>Con firmeza.</small>) Sí.</p> - -<p>E.—¿Palabra de honor?</p> - -<p>C.—Palabra de honor.</p> - -<p>(<small>Se despiden estrechándose las manos largamente.)</small></p> - -<p>Al día siguiente Elisa recibió el retrato prometido. Venía dentro de un -estuche. Era un espejito de mano.<span class="pagenum"><a name="page_183" id="page_183"></a>{183}</span></p> - -<h2><a name="UN_CUENTO_RARO" id="UN_CUENTO_RARO"></a>UN CUENTO RARO<br /> -———</h2> - -<p>Yo dirigía, por aquella fecha, un periódico diario de gran circulación. -Era una madrugada de Enero: me hallaba en mi despacho, escribiendo á -vuela pluma la <i>última hora</i>. Los suelos estaban alfombrados, los -cortinajes de las ventanas corridos; en el hogar ardía un buen fuego de -tuero y encina; el quinqué con pantalla verde puesto sobre mi mesa de -trabajo, proyectaba á su alrededor un cono luminoso: las manecillas de -un grave reloj de bronce colocado en la chimenea, bajo un almanaque de -pared, marcaban las tres de la madrugada.</p> - -<p>La puerta del despacho abrióse lentamente y un ordenanza anunció la -llegada de un caballero que deseaba hablar conmigo.</p> - -<p>—¿Quién es?—pregunté.</p> - -<p>—No sé; no quiso decir su nombre. Asegura que necesita verle á usted -para un asunto urgentísimo y de mucha importancia...</p> - -<p>—Está bien; que pase.<span class="pagenum"><a name="page_184" id="page_184"></a>{184}</span></p> - -<p>Permanecí mirando impaciente á la puerta, irritándome contra el -desconocido importuno que venía á interrumpir mi trabajo. Luego mi mal -humor cesó, trocándose en un sentimiento de curiosidad que había de ir -en aumento. El recién llegado era un hombre alto, extraordinariamente -delgado, preso en un gabán azul. Representaba cuarenta años: tenía la -frente grande, el rostro enjuto, la barba canosa y mal cuidada, la nariz -aguileña, los labios desencantados y finos; sus ojos miraban con esa -expresión penetrante y fría de los marinos viejos acostumbrados á -interrogar el horizonte...</p> - -<p>Saludóme con una leve inclinación de cabeza, y sin más ambages se acercó -presentándome una docena de cuartillas.</p> - -<p>—Tome usted—dijo,—es un cuento, acaso una historia... que acabo de -escribir.</p> - -<p>—¡Un cuento!—repetí admirado de que viniesen á ofrecerme á tales horas -un retazo de amena literatura.</p> - -<p>—Sí—añadió mi interlocutor sin inmutarse,—un cuento precioso, -originalísimo, que debe publicarse en el número de mañana.</p> - -<p>—¡Usted está loco!—exclamé riendo, más sorprendido que irritado de -aquella exigencia;—á hora tan avanzada de la noche los periódicos -diarios sólo pueden admitir telegramas y noticias de gran actualidad é -interés general.</p> - -<p>—Es que mi cuento tiene actualidad...</p> - -<p>—En ese caso...</p> - -<p>Alargué la mano y cogí las cuartillas que el desconocido continuaba -ofreciéndome. Le dí aquella contestación ambigua que á nada me -comprometía, para que se fuese y quedarme tranquilo. El así lo -comprendió, porque repuso:</p> - -<p>—¿Cumplirá usted su palabra?...</p> - -<p>Y me miraba, registrándome con los ojos el pensamiento.<span class="pagenum"><a name="page_185" id="page_185"></a>{185}</span> Yo, creyendo -realmente habérmelas con un loco, contesté:</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¿Lo promete usted por su fe de caballero?</p> - -<p>—Lo prometo... siempre que el artículo sea bueno.</p> - -<p>—Entonces me voy tranquilo; el artículo es bueno; se publicará...</p> - -<p>Dió algunos pasos para marcharse; de pronto se detuvo dándose una -palmada en la frente, recordando algo muy importante:</p> - -<p>—Mi cuento—dijo,—no está concluído, pero no importa... voy á -terminarlo dentro de un momento; falta sólo una cuartilla, la última. -Cuartilla que traerán, caso de que yo no pudiese volver, antes de media -hora.</p> - -<p>Y sin darme tiempo á contestar, saludó y salió del despacho como una -sombra, sin ruido.</p> - -<p>—Decididamente—pensé—ese hombre está loco.</p> - -<p>No obstante, cogí su artículo y empecé á leer. Era un cuento -autobiográfico muy raro, escrito con estilo enérgico y fácil, salpicado -de incongruencias deslumbrantes, que esclavizaron mi atención. Lo leí -rápidamente, de un tirón. Se trataba de un viejo libertino que, la noche -del último día de Diciembre, había querido epilogar la larga historia de -sus azarosos amores y romper definitivamente con todo su pasado. Para -ello colocó sobre la mesa de su despacho el baulito donde desde hacía -muchos años, venía guardando los trofeos que de sus diferentes mujeres -iba conquistando; retratos, pelo, guantes, cintas; flores marchitas, -restos melancólicos de primaveras remotas, zapatitos de seda que -recordaban algún baile de máscaras... El desengañado burlador quería -conservar cuanto perteneció á la amada muerta, á la inolvidable, y -romper el resto. De pronto, su mano febril tropezó con la arquilla, ésta -cayó al suelo y los recuerdos de aquellos viejos amores<span class="pagenum"><a name="page_186" id="page_186"></a>{186}</span> quedaron -confundidos y revueltos en galimatías inexplicable. ¿Cómo descubrir -entre los numerosos rizos de diferentes cabelleras morenas y rubias los -que pertenecieron á la muy amada? ¿Cómo guardar el pelo de una mujer que -no quiso? ¿Cómo tirar al arroyo los cabellos de la que amó?... Y el -burlador sentía la desesperación trágica, desgarradora como un zarpazo, -del fanático que ve caer á sus pies y saltar en pedazos una imagen -bendita.</p> - -<p>«Desde hace tres días—añadía el autor del cuento—vivo en una -incertidumbre cruelísima que trastorna el concierto de mis ideas. ¿Dónde -estarán los cabellos de la muerta?... La silueta macabra del suicidio -bailotea ante mis ojos y sonríe, mostrándome sobre su semblante de ébano -unos dientes muy blancos y unos labios muy rojos, que convidan con el -último beso...»</p> - -<p>No pude seguir; el regente de la imprenta llegaba pidiendo original.</p> - -<p>—¿Cuántas columnas faltan para completar el número?—pregunté.</p> - -<p>—Tres.</p> - -<p>—Toma ese cuento y que vayan componiéndolo; falta una cuartilla que irá -en seguida...</p> - -<p>Permanecí solo, el ceño fruncido bajo la impresión poderosa de aquellas -cuartillas extrañas, recordando el semblante lívido y enjuto de su -autor, y sus ojos inmóviles que parecían inspeccionar lo definitivo... -Después volví á la realidad, abismándome en el examen prosaico de los -telegramas que iban llegando. Eran las cuatro de la madrugada. Pasó otra -media hora. El regente reapareció pidiendo la última cuartilla del -cuento... Me quedé perplejo, no sabiendo qué hacer; el desconocido no -había vuelto; la tirada del periódico iba á retrasarse por una -tontería...<span class="pagenum"><a name="page_187" id="page_187"></a>{187}</span></p> - -<p>En aquel momento llegó el <i>reporter</i>, que venía del Juzgado de guardia -con las últimas noticias.</p> - -<p>—¿Qué hay?—pregunté.</p> - -<p>—Poca cosa; un incendio en la calle de... y el suicidio de un -caballero.</p> - -<p>—¿Un hombre de cuarenta años, alto, delgado, vestido con un gabán -azul?...</p> - -<p>—Sí; ¿cómo sabe usted?...</p> - -<p>Entonces lo comprendí todo; yo mismo redacté la noticia; aquella -cuartilla era la que faltaba. El hombre raro no me había engañado: su -cuento estaba hecho.</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_188" id="page_188"></a>{188}</span></p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_189" id="page_189"></a>{189}</span></p> - -<h2><a name="LA_COMEDIANTA" id="LA_COMEDIANTA"></a>LA COMEDIANTA<br /> -———</h2> - -<p>Echado afanosamente sobre la barandilla del palco, con los ojos muy -abiertos y la mirada inmóvil del desdichado que siente la angustiosa -atracción de los abismos, Claudio Roldán espiaba las movimientos de -Matilde, la actriz prodigiosa en quien hallaban eco todas las notas de -la gama sentimental: el cariño y el odio, la duda y la fe, los arrebatos -del deseo y el amor reservado y discreto de las vírgenes....</p> - -<p>Matilde estaba en la plenitud de sus facultades y en el apogeo de su -belleza. Su voz, clara y dulce, resonaba en el teatro con inflexiones -suaves, resbalando cariciosa sobre la cabeza de los espectadores -atentos; luego, en los recitados, la tiple se metamorfoseaba en -verdadera actriz; el genio hermoseaba sus ojos; una sonrisa dulce, como -promesa de amor, embellecía sus labios; su rostro brillaba bajo el casco -de sus cabellos rizosos y sus ademanes adquirían elegancia y desenfado -encantadores... Y mientras Matilde representaba, Claudio<span class="pagenum"><a name="page_190" id="page_190"></a>{190}</span> Roldán, -fascinado, iba acercándose á la barandilla del palco, adelantando el -busto, alargando el cuello con un embeleso en que había algo fatal.</p> - -<p>Aquella pasión fué creciendo, ponzoñosa y devoradora como un cáncer, y -Claudio ya no pudo resistir la tentación de conocer personalmente á -Matilde. Un actor amigo suyo se ofreció á presentarle, y aquella misma -noche, durante un entreacto, Roldán fué al cuarto de la actriz. Era un -gabinete monísimo, tapizado de azul, sobre cuyas paredes la luz de una -lamparilla eléctrica vertía suave resplandor nimbado.</p> - -<p>La presentación fué breve y expresiva:</p> - -<p>—Aquí tiene usted á Claudio Roldán, escritor de gran corazón, buen -amigo y buen artista...</p> - -<p>Claudio encomió la hermosura y el talento de la actriz; ella respondía -sonriendo, halagada, entornando los párpados modestamente; y estaba -seductora con sus ojos perversos de mujer muy vivida, que todo lo sabe, -su entrecejo pensativo, su traviesa naricilla de artista y sus labios -finos, alegres y dulces, como un epitalamio...</p> - -<p>Aquella primera entrevista sirvió de prólogo á otras muchas, y lo que en -un principio fué afición discreta y suave, trocóse bien pronto en -furioso deseo. Claudio amó á Matilde con pasión frenética: amó sus ojos -negrísimos, sus labios que, á pesar del fuego calcinante de las -pasiones, se mantenían purpurinos y frescos como los de una virgen que -nunca ha besado; la dulce expresión de su rostro, siempre propicio á la -risa; su cuello oculto bajo la brillante cascada de sus cabellos negros; -su cuerpo prodigioso, ramillete de femeniles hechizos... Claudio amó -todo esto en Matilde, y contribuyó á fortalecer su pasión la perfecta -identidad moral y física que halló entre la actriz y la mujer que -inspiró sus primeros amores y que<span class="pagenum"><a name="page_191" id="page_191"></a>{191}</span> murió llevándose á la tumba la dorada -primera juventud de Claudio Roldán. La presencia de Matilde retrotraía á -la memoria del escritor los años pasados; volvió á sentirse mozo y á -reconocerse capaz de vencer la corriente fatal de las cosas, tornando á -vivir lo ya vivido, si, como suponía, Matilde se prestaba á ayudarle.</p> - -<p>Durante varias noches consecutivas, Claudio Roldán fué al cuarto de la -actriz resuelto á descubrir el misterio de su cariño; pero nunca se -atrevió, acobardado bajo la mirada zahorí de aquella mujer en cuya -historia no se insinuaba el recuerdo de ninguna pasión, y que siempre -parecía recibirle con cierto agasajo desdeñoso y burlón. Al fin, -convencido de que no sabía hablarla, resolvió escribirla: fué una carta -admirable que compendiaba todo un drama de amor. En ella se advertían -contradicciones encantadoras. Temiendo la posibilidad de que la actriz -contestase á su declaración con una negativa rotunda, el tímido amante -disimulaba el verdadero alcance de sus deseos con una modesta petición.</p> - -<p>«Yo, pobre y obscuro, ¿cómo he de abandonarme á la ilusión de llegar á -usted, rica, feliz y envuelta en el nimbo glorioso de sus triunfos -artísticos?... No, Matilde, yo no aspiro á tanto: mis ambiciones se -reducen á conversar con usted algunas horas; no en su cuarto, donde -nunca faltan visitantes importunos que me molestan, sino por ahí, á -solas, donde pueda yo dar libre curso al flujo tempestuoso de mis -pensamientos.</p> - -<p>»No desoiga usted mi ruego, Matilde; usted es artista y los artistas se -deben al público; y, pues usted procura agradar y divertir á los -espectadores que acuden al teatro, ¿por qué no había usted de resignarse -á divertirme á mí solo algunos momentos?... Aparte de que usted no será -para mí necio divertimiento ni pasatiempo vano, sino preciosísimo rayo -de luz, de cuyo benéfico<span class="pagenum"><a name="page_192" id="page_192"></a>{192}</span> calor quedarán en las yertas lobregueces de mi -vida imperecedero recuerdo...»</p> - -<p>Continuaba hablando de su melancólica existencia de artista pobre, de -sus ambiciosos ensueños, no realizados aún, y agregaba:</p> - -<p>«Necesito que pasemos una tarde juntos, como si fuésemos amantes: yo la -esperaré en un coche de alquiler que nos llevará á un café de los -arrabales. Ya sé que tiene usted coche propio, mas no puedo subir á él; -porque ese coche lo compró usted con el dinero que ganó divertiendo al -público, y estoy celoso de esas ráfagas de deseo que palpitan en el -aplauso de las multitudes: creo que en ese vehiculo, sobre cuyos muelles -asientos usted se adormece cuando sale del teatro, yo me ahogaría... -Durante esas tres ó cuatro horas que su bondad me otorgue, hablaré -libremente... es decir, hablaremos; porque también necesito que usted me -trate como á un viejo amigo, y nos tutearemos, si su condescendencia -para conmigo llega á tanto... Y si durante esta conversación soy tan -menguado que no acierte á decir á usted nada que la interese, tiene -usted derecho para despedirme...»</p> - -<p>Cuando aquella noche Claudio Roldán se presentó en el cuarto de Matilde, -ésta le recibió sonriendo:</p> - -<p>—He leído su carta—dijo;—es usted un hombre original.</p> - -<p>—¿Y accede usted á mi deseo?</p> - -<p>—Sí... ¿por qué no?... Los artistas, como usted advierte muy -discretamente, nos debemos al público.</p> - -<p>Roldán no supo qué responder, estremeciéndose de cabeza á pies con un -sacudimiento delicioso, cual si acabase de recibir en la espalda una -ducha de felicidad. Luego, queriendo cerciorarse de que sus oídos no le -habían engañado, preguntó:</p> - -<p>—¿Cuándo nos vemos?<span class="pagenum"><a name="page_193" id="page_193"></a>{193}</span></p> - -<p>Ella frunció el lindo entrecejo, dudando.</p> - -<p>—Espere usted... Mañana, no tengo ensayo; pues... mañana mismo.</p> - -<p>—¿Dónde?</p> - -<p>—En la plaza del Rey, á las dos de la tarde.</p> - -<p>Lo dijo con afabilidad desdeñosa, como quien no da importancia á lo que -dice.</p> - -<p>Al día siguiente, en efecto, se vieron. El esperaba desde hacía largo -rato cuando ella llegó; iba ataviada con elegancia y sencillez, como una -burguesita de buen gusto.</p> - -<p>—Esto—dijo, estrechando cordialmente la mano que Claudio le -ofrecía,—viene á ser algo así como una función de tarde.</p> - -<p>El la miró receloso y feliz: después subieron al coche. Durante el -paseo, Claudio estuvo conversador, apasionado, elocuente...</p> - -<p>—Tú eres—decía,—el ideal que yo perseguí tantos años, y si tuve -relaciones con otras mujeres, fué porque en ellas creía hallarte. Todas -tenían algo tuyo: unas, tus ojos, brillantes y agudos; otras, tu ingenio -picante, de variados recursos, ó tu frente pequeña, bombeada, -embellecida por el arco pensativo de tus cejas; ó tu boca de rojos y -cariñosos labios, llenos de piedad, ó tus manos, entre cuyos dedos -infantiles algún hechicero puso el difícil secreto de todas las -voluptuosidades... Por eso te quiero tanto, Matilde, porque tú sola, con -ser tan pequeña, comprendías cuanto de hermoso y adorable mi experiencia -fué hallando en las demás mujeres.</p> - -<p>Ella le escuchaba sonriendo, y en la penumbra del coche sus ojos -parpadeaban con expresión indescifrable, desesperante... De pronto -Claudio creyó que la actriz le engañaba, y exclamó:<span class="pagenum"><a name="page_194" id="page_194"></a>{194}</span></p> - -<p>—Pero... ¿oyes lo que digo? ¿Es cierto que me quieres?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¿Es cierto que mis palabras despiertan en tu alma un eco simpático?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>La miró de hito en hito, temiendo haberse franqueado tanto con aquella -mujer que nunca había querido. En el café, Claudio Roldán estuvo más -sereno y su conversación fué menos arrebatada, más íntima. Hablaba en -voz baja, oprimiendo entre sus manos las manos de la actriz; luego -intentó una caricia algo más atrevida: la joven le contuvo suavemente:</p> - -<p>—¡Ambicioso!—dijo,—¿no estás contento aún?</p> - -<p>Claudio la miró con ojos bañados en lágrimas de agradecimiento infinito.</p> - -<p>—¡Tienes razón!—murmuró;—me has hecho muy feliz; el recuerdo de esta -cita durará lo que dure mi vida...</p> - -<p>Quedó silencioso, la cabeza caída sobre el respaldo del diván, mirando -al techo.</p> - -<p>—Hablemos—dijo Matilde.</p> - -<p>—No—repuso Claudio,—mejor estamos así; hay estados de alma -intraducibles, estados que se sienten, pero que no se oyen... Déjame...</p> - -<p>Ella le miró sonriendo, con risa compasiva. Luego dijo:</p> - -<p>—¿Vámonos?</p> - -<p>Roldán levantó la cabeza bruscamente, atónito, como quien despierta de -un sueño profundo.</p> - -<p>—¿Ya?—dijo.</p> - -<p>—Sí, son las siete.</p> - -<p>El se encogió de hombros.</p> - -<p>—Bien—murmuró;—como quieras...</p> - -<p>Tornaron á subir en el coche, que les esperaba á la<span class="pagenum"><a name="page_195" id="page_195"></a>{195}</span> puerta del café, y -Matilde dió al cochero las señas de su casa.</p> - -<p>—¿Cuándo volveremos á vernos?—preguntó Claudio.</p> - -<p>El rostro de la actriz expresó una sorpresa perfectamente estudiada.</p> - -<p>—¡Cómo!—dijo;—¿vernos, como hoy, á solas?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¡Ah, eso... nunca!...</p> - -<p>Claudio la miró con ojos inmóviles, brillantes; ojos de loco que no -pestañea; sus labios lívidos temblaban. Matilde continuó:</p> - -<p>—Yo me he limitado á complacerle en todo cuanto usted ha solicitado de -mí...</p> - -<p>—De suerte que esto ha sido...</p> - -<p>—Una comedia.</p> - -<p>—¡Una... comedia!</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>Claudio Roldán, anonadado, no supo qué responder. La joven agregó:</p> - -<p>—Usted me decía en su carta que «los artistas nos debemos al -público...» y yo, como actriz, accedí á su deseo. Usted era para mí... -un espectador; un espectador á quien aprecio mucho, y para cuyo recreo -he representado la comedia del amor durante algunas horas.</p> - -<p>Y añadió tras una breve pausa:</p> - -<p>—Separémonos, Claudio. El telón ha bajado ya; la representación ha -concluído.</p> - -<p> </p> - -<p>Barcelona.—Noviembre, 1899.</p> - -<p> </p> - -<p class="c"> -FIN<span class="pagenum"><a name="page_196" id="page_196"></a>{196}</span><br /> -</p> - -<h2><a name="INDICE" id="INDICE"></a>INDICE<br /> -———</h2> - -<table border="0" cellpadding="1" cellspacing="0" summary=""> - -<tr><td> </td><td valign="top" class="rt">Págs.</td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#INTRODUCCION">Introduccion</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_005">5</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#ODIO_MORTAL">Odio mortal</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_007">7</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#AGONIA">Agonía</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_013">13</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#AGUAFUERTE">Aguafuerte</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_019">19</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_MUERTA">La muerta</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_025">25</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#DISCRETEOS">Discreteos</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_031">31</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#GLUCK_EL_INIMITABLE">Gluck, el inimitable</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_035">35</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_HERENCIA">La herencia de un gran hombre</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_041">41</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#A_OBSCURAS">A obscuras</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_047">47</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_OCASION">La ocasión</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_055">55</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_HIJA_DEL_SOL">La hija del Sol</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_065">65</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#IDOLOS_CAIDOS">Idolos caídos</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_073">73</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_ABUELA">La abuela</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_079">79</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#ENTRE_ELLAS">Entre ellas</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_087">87</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#GERMINAL">Germinal</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_093">93</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_CADENA">La cadena</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_099">99</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#POR_UNA_ERRATA">Por una errata</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_105">105</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#CREPUSCULO">Crepúsculo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_109">109</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LO_HORRIBLE">Lo horrible</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_115">115</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#MARCELA">Marcela</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_123">123</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#EL_BUEN_PARECER">El buen parecer</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_131">131</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#REMORDIMIENTO">Remordimiento</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_137">137</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#NOCHE">Noche</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_143">143</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LO_INCONFESABLE">Lo inconfesable</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_151">151</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#EL_AMIGO">El amigo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_157">157</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#EN_PRESIDIO">En presidio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_163">163</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_CARTA">La carta</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_171">171</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#DECLARACION">Declaración</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_177">177</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#UN_CUENTO_RARO">Un cuento raro</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_183">183</a></td></tr> - -<tr><td valign="top"><a href="#LA_COMEDIANTA">La comedianta</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_189">189</a></td></tr> -</table> - -<hr class="full" /> - - - - - - - -<pre> - - - - - -End of Project Gutenberg's De carne y hueso; cuentos, by Eduardo Zamacois - -*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE CARNE Y HUESO; CUENTOS *** - -***** This file should be named 51721-h.htm or 51721-h.zip ***** -This and all associated files of various formats will be found in: - http://www.gutenberg.org/5/1/7/2/51721/ - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - -Updated editions will replace the previous one--the old editions -will be renamed. - -Creating the works from public domain print editions means that no -one owns a United States copyright in these works, so the Foundation -(and you!) can copy and distribute it in the United States without -permission and without paying copyright royalties. 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Redistribution is -subject to the trademark license, especially commercial -redistribution. - - - -*** START: FULL LICENSE *** - -THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE -PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK - -To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free -distribution of electronic works, by using or distributing this work -(or any other work associated in any way with the phrase "Project -Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project -Gutenberg-tm License (available with this file or online at -http://gutenberg.org/license). - - -Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm -electronic works - -1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm -electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to -and accept all the terms of this license and intellectual property -(trademark/copyright) agreement. 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It exists -because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from -people in all walks of life. - -Volunteers and financial support to provide volunteers with the -assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's -goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will -remain freely available for generations to come. In 2001, the Project -Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure -and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. -To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation -and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 -and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. - - -Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive -Foundation - -The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit -501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the -state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal -Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification -number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at -http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg -Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent -permitted by U.S. federal laws and your state's laws. - -The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. -Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered -throughout numerous locations. Its business office is located at -809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email -business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact -information can be found at the Foundation's web site and official -page at http://pglaf.org - -For additional contact information: - Dr. Gregory B. Newby - Chief Executive and Director - gbnewby@pglaf.org - - -Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg -Literary Archive Foundation - -Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide -spread public support and donations to carry out its mission of -increasing the number of public domain and licensed works that can be -freely distributed in machine readable form accessible by the widest -array of equipment including outdated equipment. Many small donations -($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt -status with the IRS. - -The Foundation is committed to complying with the laws regulating -charities and charitable donations in all 50 states of the United -States. Compliance requirements are not uniform and it takes a -considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up -with these requirements. We do not solicit donations in locations -where we have not received written confirmation of compliance. To -SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any -particular state visit http://pglaf.org - -While we cannot and do not solicit contributions from states where we -have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition -against accepting unsolicited donations from donors in such states who -approach us with offers to donate. - -International donations are gratefully accepted, but we cannot make -any statements concerning tax treatment of donations received from -outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. - -Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation -methods and addresses. Donations are accepted in a number of other -ways including checks, online payments and credit card donations. -To donate, please visit: http://pglaf.org/donate - - -Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic -works. - -Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm -concept of a library of electronic works that could be freely shared -with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project -Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. - - -Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed -editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. -unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily -keep eBooks in compliance with any particular paper edition. - - -Most people start at our Web site which has the main PG search facility: - - http://www.gutenberg.org - -This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, -including how to make donations to the Project Gutenberg Literary -Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to -subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks. - - -</pre> - -</body> -</html> diff --git a/old/51721-h/images/colofon.png b/old/51721-h/images/colofon.png Binary files differdeleted file mode 100644 index 48f8c4a..0000000 --- a/old/51721-h/images/colofon.png +++ /dev/null diff --git a/old/51721-h/images/cover.jpg b/old/51721-h/images/cover.jpg Binary files differdeleted file mode 100644 index ee1a66b..0000000 --- a/old/51721-h/images/cover.jpg +++ /dev/null |
