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You may copy it, give it away or -re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included -with this eBook or online at www.gutenberg.org/license - - -Title: La cita - -Author: Eduardo Zamacois - -Release Date: December 23, 2015 [EBook #50757] - -Language: Spanish - -Character set encoding: ISO-8859-1 - -*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA *** - - - - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was -produced from images generously made available by The -Internet Archive) - - - - - - - - LA CITA - - - - - DEL MISMO AUTOR - - (PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL) - - NOVELAS - - EL OTRO (2.ª edición) 3,50 - - LA OPINIÓN AJENA 3,50 - - - - - EDUARDO ZAMACOIS - - LA CITA - - NOVELAS - - [Illustration: colofón--RENACIMIENTO] - - MADRID - - RENACIMIENTO - - _Pontejos, 3._ - - 1913 - - ES PROPIEDAD - - ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.--PONTEJOS, 3. - - - - - LA CITA - - - - -I - - -Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la -actriz añadió: - ---¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar -alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á -más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y -desdén?... - -Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado -anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué -suplicante como el gesto de una mano mendiga. - -Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una -actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon -sentimentales bajo la frente descollada y alta. - ---¿Qué quieres?--dijo--, uno es... como nació. En medio de nuestras -inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de -nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes precisas; la existencia -más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos -altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los -horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre -Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la -explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos. -Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el -Destino es un tratado de lógica... - ---¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte? - ---Completamente; soy un incurable. - -Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose -distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su -bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios -descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una -intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida -prematuramente por el trabajo. - -Era un hombre de treinta y cinco años, membrudo y alto, cuyos cabellos -rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las líneas -de una cabeza grande, de ángulo facial muy abierto, terca, cual -predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y -raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, tenía un alentar -poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de -las mejillas; un espeso vello bermejo cubría las muñecas robustas y las -manos; manos atávicas, de largos y temerarios dedos. Hallábase Ricardo -Villarroya en pleno apogeo artístico: sus últimos libros habían merecido -éxito codiciable; sus artículos de crítica jugosa y violenta erigiéronle -en campeón de la joven grey literaria; la única comedia que estrenó -suscitó polémicas ardientes. Además, era un poco orador; la extrema -izquierda de la opinión adoraba en él; su nombre, que servía de lábaro á -las mayores osadías de la forma y del pensamiento, resonaba como un -alerta bélico en la atmósfera febril de las asambleas. Todo en él era -impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambición bruñía sus ojos claros; -sus labios viciosos reían mal; en el continuo vibrar de su cuerpo -saludable y recio, pleno de apetitos moceros, había como una voz de la -especie. - -Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoción triste, mientras -acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del -novelista. - ---Te quiero--dijo--, te quiero muchísimo... cual mi usado corazón no -esperaba tornar á querer. ¿Por qué me correspondes en mala moneda? ¿Por -qué no eres bueno para mí? ¿Cómo no procuras serme fiel? - -Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella -continuó: - ---Posible es que tropieces con mujeres más hermosas que yo ó más -inteligentes, más elegantes, más agradables... Pero dificilísimo te será -hallar una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien -concertadas proporciones, en que yo las reuno y acoplo. No soy -bellísima, ni discreta en demasía, ni gallarda y cautivadora con exceso, -pero de todo hay algo en mí, y esta conjunción de amables virtudes es mi -orgullo. - -El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distraídos de -asentimiento. - ---Y si ello es así--prosiguió Fuensanta--, ¿por qué me olvidas y -pospones á otras mujeres? ¿Por qué, conociendo mis celos, suspendes -sobre mi cabeza la amenaza de que hoy, mañana, cuando más dichosa esté y -menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien, -quizá, la complexión de tu alma: tú perteneces á la raza maldita de los -que sólo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ¿Cómo no -aplicas tu espíritu indómito al examen de sus recuerdos? ¿Por qué -desprecias lo pretérito? ¿Acaso ese ayer que hoy miras desdeñosamente, -no sirvió de riente mañana á otros hombres que bulleron y amaron antes -que tú?... Escucha, Ricardo, y obedéceme, porque aún podemos ser -felices. ¿No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar legítimo, el -consagrado, te fastidie, ¿no me tienes á mí? ¿Qué más rebuscas? ¿Qué -imposibles novedades pides á la casualidad? - -Argumentaba poco á poco, blandamente, como se habla á los enfermos, y -sus palabras, dichas á media voz, traían arrullos de infancia. En las -contiendas implacables del arte, lo más hacedero es derrotar -obstáculos, encumbrarse, llegar del éxito á los dorados fastigios, pues -los viejos maestros á quienes la juventud hostiliza están agotados y se -defienden mal: lo difícil es guardar las posiciones conquistadas, -resistir el fiero ataque de los bisoños que van llegando á la batalla, -afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de -enemigos brazos que rodean al dictador. Según Fuensanta Godoy, para -vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias -de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambición, un orgullo -sin límites ó un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin, -hondo, fanático, que baste por sí solo á reparar cuantas brechas las -estocadas de la desilusión y los consejos sigilosos de la fatiga van -abriendo en el entusiasmo. - ---Pero si únicamente adoras lo que no tienes--continuaba--, ¿qué podrá -sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando estés deshecho y próximo á -caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer -asalto; pero ¿no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse -en olvido? ¡Ah, Ricardo! Tú ignoras eso; tú desconoces el sufrimiento -del artista que sobrevive á su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las -reputaciones que van improvisándose á su alrededor, dice: «Hace años yo -era algo, tenía un nombre...» Créeme, Ricardo, eso es horrible; te lo -asegura la experiencia que me dieron veinte años de teatro... - -Su voz se apagó en un suspiro, y por su rostro pasó como una sombra el -luto de su alma. - -Contaba Fuensanta Godoy poco más de treinta años, y sus vestidos negros, -lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de líneas -ondulantes y largas. Hondos surcos de melancolía cortaban su frente -guarnecida de rizosos cabellos castaños; la nariz, de perfil impecable, -afilada parecía por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo, -las risas y el llanto tegían una dolora; bajo las cejas rafaélicas, los -ojos negrísimos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las -japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresión -dulce que embellece, con poesía de enigma, el rostro de las mujeres de -la Ciudad sin Noche. - -Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura -de Fuensanta, la mejor y más alta, la que antes sorprendía era su -tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele -ser también origen y alimento de bellezas extrañas. Esta desviación ó -capricho del sentimiento estético no tiene explicación fácil. ¿Por qué -amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano -contentamiento? ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo -disculpa nuestra propia flaqueza, ó es que el dolor diviniza á la mujer -porque de ella precisamente emana, y así quien dijo dolor dijo también -arte y sexo?... A Fuensanta Godoy su expresión de inconsolable -pesadumbre hacíala infinitamente interesante. Cinco años antes la Godoy -fué una primera tiple cómica de gran boga. Al comenzar las temporadas -teatrales, su nombre aparecía en los carteles con llamativos caracteres -rojos, los periódicos publicaban su retrato, la crítica celebraba su -labor, y el correo traíala diariamente rumores de amorosos caprichos. La -corte de admiradores que invadían su cuarto del teatro, los aplausos del -público y la humillación y ásperas envidias de otras actrices por ella -vencidas en artísticas justas, parecían poner á su joven figura un nimbo -diamantino. Fuensanta Godoy amó y fué adorada; la neurastenia exacerbaba -sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada -de sus nervios padecía torsiones dolorosas; la sensación llegó á ser -para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el -recuerdo de libros piadosos que leyó cuando niña, experimentaba accesos -frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos -playeros la atraían; adoró la morfina; perdió el ritmo interior; dos -veces fué procesada y obligada á pagar indemnizaciones costosas por -abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo -con un amante pobre. - -La carrera artística de Fuensanta Godoy duró poco; en pleno éxito y -cuando su juventud interesante, un poco rara, de _bibelote_ japonés, -brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis -torpemente curada la dejó afónica. Varios médicos aseguraron que para -aquel daño no había remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en -que, desoyendo cautos y leales consejos reapareció ante el público, -sufrió una decepción horrible; su voz, al concluir cierto momento -musical difícil, se nubló bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y -no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy -sintió á su alrededor un gran frío, una desgarradora emoción de -aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse á -obscuras; vióse preterida, pobre, aherrojada en esa fosa común donde la -multitud ingrata sepulta á los artistas que ya no la divierten, y -aniquilada por su desgracia rompió á llorar y perdió los sentidos. - -Ricardo Villarroya la conoció años después. Fuensanta vivía en una casa -de huéspedes cuya dueña también había sido del teatro. Ocupaba la Godoy -dos habitaciones pequeñas, sin otra luz que la de una ventana abierta -sobre un patizuelo malsano y profundo; pulmón infecto, jamás visitado -por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los -cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba. -Componían el mobiliario del gabinete una vieja cómoda que de noche, en -el silencio, tenía crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron -elegantes y á la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria -armazón bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes -amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados, -y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de las juventudes, -ya lejanas, que allí se reflejaron, parecían haber dejado una indecible -melancolía. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban -desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz -desmoronamiento de las glorias humanas. Cubría el suelo una alfombra -raída, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los -colores. - -En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de -tantos objetos provectos, Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes. - -Al principio sentíase plácidamente cautivado por la soledad de la -actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada -pobreza. Un momento halagó á Villarroya la idea de que la Godoy fuese su -última pasión, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad -conquistadora. La quietud del medio coadyuvó no poco á enfielar sus -sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginación -errante comprendió la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivinó -la alegría de no moverse, de serenarse en la dominación tranquila de lo -ganado. Para sus ojos de novelista, los capítulos de olvido y de miseria -que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrecían pasmoso interés. -Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; á él -también una anemia ó una congestión, podían precipitarle á los horrores -vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del éxito. Por -eso la compadecía y hallábase propicio á consolarla. Pero en los -artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatría se impone en -ellos á lo más grave; su personalidad lo abarca todo; así, en el fondo -de aquella conmiseración ostentosa, sólo había un depurado egoísmo. - -No tardó Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hastío: -su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoción pasajera; -acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de -sensaciones, derrotaba al hombre desengañado, necesitado de descanso. -Villarroya se aburría; los viejos muebles de aquella húmeda habitación -pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehementísimo deseo de -libertad le enajenó. ¿Por qué las penas de la Godoy habían de -preocuparle, ni qué altruístas sofismas pretendían inducirle á ligar su -porvenir al de ella y servirla, á todo evento, de consejero y -defensor?... - -A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por -el cristianismo, es una claudicación ó cobardía del animo, sólo pensó en -huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le -sujetaban la distinción señoril y virtuoso recogimiento de Fuensanta. -Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendió -inmediatamente que su alegría peligraba, y adivinó su derrota. Los -hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste á convencerles de que -todos los placeres son iguales: la pasión es por antonomasia -inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendrá sobre la -mujer hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia -indiscutible, de «ser otra»... - -Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el -novelista se reconocía aniquilado, deshecho ante el brío dialéctico de -su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquelóse tras una -afirmación vertical inexpugnable: - ---Nací así y no podré ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu -empeño en demostrarme que hago mal. - -Ella prosiguió atacándole, unas veces con impetuosidades celosas, otras -con maternales ternuras. - ---¡Cuán poco me quieres, Ricardo! - ---Te engañas; yo te quiero... te quiero bastante... mucho. - ---Y, sin embargo, hablas de dejarme... - ---Muy cierto. - ---Entonces, ¿qué amor es ese? ¡Maldito el cariño que olvida y ve sin -dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fué -suyo! - -¿Otra vez la misma cantinela? ¿Hasta cuándo iban á seguir así?... - -Ricardo Villarroya alzóse de hombros despectivamente y encendió un -cigarro. Eran las cinco; la lluvia repetía su salmodia amodorrante sobre -el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invadían el aposento. -Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se iluminó y sobre -la extensión turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas -vestidas de gris; la cómoda vetusta, llena de rumores inquietantes; los -retratos pálidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes -como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ángulo, sobre la -alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin -intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin párpados. - -La joven continuó modulando sus palabras en un largo suspiro: - ---¡Qué cruel eres, Ricardo!... - ---Quizá... - ---Muy cruel, muy egoísta; créelo: de piedra es tu corazón... - ---¿Y el tuyo? - ---Cuando de ti se trata, de cera y de miel. - -Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron irónicos. - ---Tú--dijo--, tratando de imponerme tus gustos, eres tan egoísta como yo -defendiendo los míos. ¿Por qué avergonzarnos de nuestros sentimientos y -no llamarlos por su nombre? ¿Por qué estimar virtud la compasión, que -antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del egoísmo, -fundamento precioso de la personalidad? ¡Basta ya de rancios -enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aquí la única verdad positiva. -Además, que siendo egoístas ejercitamos un aspecto de la filantropía: el -egoísmo es la caridad aplicada á nosotros... - -Discutieron, preconizando él la alegría de moverse, de explorar -corazones, de ser ingrato. - ---El espíritu--decía--tiene paisajes, como la Naturaleza. Esta los -compone con árboles y montañas y aquél con ilusiones y recuerdos. Hay -caracteres claros y fáciles, semejantes á llanuras, y otros ariscos cual -despeñaderos. También conozco sentimientos que ocultan todo un panorama -de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el -altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que á los -paisajes y á los hombres conviene examinarles «desde cierto punto de -vista». Cada espíritu, querida mía, tiene el misterio de un hogar -cerrado. ¿No sentiste nunca, yendo por el campo, deseos de penetrar en -una casuca solitaria, abrir sus persianas, violar el enigma de aquellas -habitaciones donde otras vidas obscuras se deslizaron, y sentir tus -pasos resonar bajo aquellos techos que jamás, seguramente, tornarás á -ver?... Parecida curiosidad alumbran en mí las almas; hallo en mi camino -una interesante y me gusta estudiarla, averiguar sus perversidades, sus -excelencias, y cuando todo fué bien escrutado... dejarla para que otros -la examinen. - -Y agregó, con un gran borbollón cínico de risa: - ---¡Oh! La vida nos abrumaría sin la ingratitud. Yo bendigo la -ingratitud. ¿Qué sería, por ejemplo, de tí y de mí, si todas las -pasiones ó amoríos que hemos inspirado hubiesen sido eternos? - -Oyéndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga -laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos -readquirían aquella impetuosidad libre y boyante de antaño; pero, -generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, débil, y entre sus -labios cansados, las afirmaciones más rotundas vibraban con la tímida -inflexión del consejo. - ---Eres un histérico--exclamó--, un pobre loco que busca vanamente fuera -de sí mismo lo que lleva dentro. - -Permaneció indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre -las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la -reflexión fruncía. - ---Eres--prosiguió--uno de los hombres más complejos y extraños que he -conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte cómo las -sensaciones que husmeas no existen; que la alegría es algo -fantasmagórico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo -la sombra, y que quien, cual tú, ganó esposa, hijos, gloria, crédito, -amigos... ¡todo!, no tiene derecho á pedir más. - -Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy decía -verdad. Ella prosiguió: - ---Dejaste á tus padres por casarte; luego olvidaste á tu mujer por tus -hijos, pues diríase que en tu aturdido corazón sólo cabe un afecto; más -tarde descuidaste á tus hijos para seguir tu necia historia de amoríos -mercenarios. Cuando me conociste renunciaste á todo; ahora el mundo te -llama nuevamente y quieres dejarme. ¿Qué pretendes? ¿Qué persigues? -¿Dónde hallarás más de lo que te dió mi cariño? - -Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos á -nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo -musitó pensativo: - ---Ya te lo dije; soy así... como me hicieron... - -Fuensanta le interrumpió vehemente: - ---Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu -carácter voltario, únicamente lo adjetivo ó accidental tiene -substantividad. Un tirano te gobierna: la impresión; por eso corres -ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto -juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ¡Eso te -ocurre conmigo! ¿Por qué, si no, yo misma, en quien hace un año -adorabas, ahora te doy sueño?... ¡Qué pena! ¡Ah!... Yo quisiera darte -una lección, escarmentarte de esa vana manía que te lleva á buscar fuera -de ti lo que va contigo y es obra ó reflejo de tu fantasía andariega. -¿No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras inútiles, aplicado -á tu arte te levantaría á cimas y victorias mayores aún que las -ganadas?... - -Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el diálogo. -Fuensanta preguntó: - ---¿Quién? - -Una voz humilde repuso desde fuera: - ---Cuando usted guste cenar... - ---¿Están todos en la mesa? - ---Sí, señora. - ---Voy en seguida. - -Villarroya consultó su reloj. Eran las ocho. - ---Me marcho--dijo. - -Levantóse precipitadamente, abrochándose el gabán, recogiendo su -sombrero, que, al entrar, dejó sobre una silla. Fuensanta se acercó á él -lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, á la vez grácil y ampuloso, -onduló con ritmo sensual. - ---¿Volverás luego? - -Ricardo no pudo disimular un guiño de disgusto; el ambiente de aquel -gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprimía. - ---No sé... no sé; necesito escribir... - -Ella replicó, sonriendo triste: - ---Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja á mi lado. Ven -á verme, te lo ruego; ¡Estoy tan sola!... - -Como otras veces, la compasión le rindió. - ---Bien--dijo--, espérame; antes de las once estaré aquí. - -Fuensanta le acompañó hasta la puerta; ya allí, sus manos, ágiles y -blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despojó de -sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los -cabellos. - ---Hasta muy pronto--balbuceó--, hasta muy pronto... no tardes... - -Al quedar sola, la actriz tuvo un ademán desesperado. - ---¡No me quiere!--sollozó--. ¡Ya no me quiere!... ¿Cómo reconquistarle? - -Quedóse quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del -cual el novelista había escrito: «Estas dedicatorias siempre son -tristes. Todas ellas parecen decir: «Cuando ya no me veas...» - - - - -II - - -Pasaron varios días, durante los cuales creció en Villarroya aquella -laxitud melancólica que la sociedad de Fuensanta le producía. ¿De dónde -emanaba tal despego? El novelista trató de escudriñarse, de oirse, de -sorprender ese trajín subconsciente con que los deseos nuevos y las -pasiones que se apagan van y vienen por el espíritu. - -Empero sus esfuerzos analíticos no lograron llevarle á una solución -transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto -ingrato de su carácter inseguro, siempre displicente, refractario á la -grandeza de la inmovilidad; otras creía que era Fuensanta Godoy quien le -había engañado, prometiéndole con su franca hermosura y su discreto -hablar sensaciones y alegrías que luego no le dió. Poco á poco esta -última idea prevaleció. Las mujeres que no sirven para heteras, ni -tienen la pasividad de ceñirse á las prietas leyes de la ética -tradicional, se parecen á esos individuos fracasados del arte, que -habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en -belleza. Nada consigue aquietar su obstinación suicida: el hombre -normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos á -la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado -y visionario, plantío de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y -de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de él y muy alto. - -Así esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud -burguesa, ni tuvieron la valentía de sus pecados; la orgía franca las -avergüenza y la paz de lo legal las aburre; cuando están recluídas -sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean á su albedrío -experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al -barro de desdenes que la sociedad tira á los que se rebelaron contra -ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son -almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar -encalmado bostezan de hastío, y momentos después, en la bacanal, ponen -sobre la sinfonía brillante de sus desenfrenos un treno de -arrepentimiento; espíritus abúlicos, sometidos á todas las furias del no -querer y del recuerdo. - -Fuensanta Godoy era así; la desdichada, después de perder cuantas -batallas libró con el amor y con el arte, sintió correr por su semblante -y su cuerpo la vejez sutil de la melancolía: bruscamente sus ojos se -apagaron, su boca perdió la línea graciosa de la dicha, sus ademanes -fueron más lentos, la negra noche de sus cabellos palideció, sobre su -frente el dolor trazó las líneas de ese pentagrama siniestro donde cada -desengaño deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya -reconocíase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era -indiscutible: lo que él rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad -únicamente, sí algo positivo, un tesoro de sana alegría, que ella, -envenenada por las murrias de su hundimiento, no podía darle. Además, el -recelo de parecerse á la actriz, acabó de preocuparle; la tristeza y la -vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infección es más lenta, -el remedio, en cambio, es mucho más difícil. Villarroya tuvo miedo. ¿Qué -sería de él, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo -sigiloso, pero seguro, de la imitación, llegara á sentirse lacio y -triste? - -Y entonces el novelista decidió cerrar su blando corazón á todos los -musiteos de la piedad y abrir entre él y la abandonada un azarbe -inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que -imposibilitase toda reconciliación. ¡Bueno que se sufra en las horas de -trabajo! Pero era imbécil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento -emborronase también la luz radiante de las horas dichosas. Tomaría la -ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan á los hombres, porque les -esclavizan al quitarles la ocasión de reñir con ellas. - ---Una querida honrada, juiciosa, metódica, que ni siquiera se tome la -molestia de engañarnos--pensaba irónicamente Villarroya--, es lo único -que hace imperdonable el adulterio... - -Entretanto continuaba visitando á Fuensanta, preso en el hechizo de -aquella mujer inteligente, inmensamente triste. - -Cierta noche, después de cenar, y hallándose ya metido en su despacho, -dispuesto á escribir, Ricardo Villarroya recibió una carta: la traía un -mozalbete de diez y seis á diez y ocho años, vestido de negro: un -lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo. - -Ricardo rasgó pausadamente la nema del sobre, donde la penetración -zahorí del novelista acababa de ventear un lance amoroso. - ---¿Quién te envía?--preguntó clavando en el muchacho sus ojos firmes. - ---Una señora. - -Villarroya desdobló el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de -vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La -carta decía: - -«Una casualidad me ha permitido saber quién es el hombre que casi todas -las tardes pasa bajo mis balcones, y el ilustre prestigio de su apellido -ha exaltado los vehementes deseos que ya tenía de conocerle. ¿Cuándo y -dónde podría acercarme á usted?» - -El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta, -envolvente como un abrazo, lo anónimo prendía el hechizo excelso de la -obscuridad y del silencio. Villarroya palideció; luego se puso rojo; un -segundo su alborotadizo corazón cesó de latir; temblaron sus músculos. -¿Por qué lo ignorado ha de producirnos siempre una impresión de frío? -¿Será porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida -son reflejos ó partículas del supremo enigma de donde salen y adonde -vuelven todas las cosas? - -Ricardo meditó unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las -nueve. En seguida, febrilmente, escribió al dorso de una tarjeta suya: - -«Pasado un rato, á las once, espero á usted en la calle de Valverde, -esquina á Desengaño. Beso á usted los pies.» - -Mucho tiempo hacía que el mensajero se fué, y Villarroya aun estábase -inmóvil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de -trabajo. Una emoción flageladora, absorbente como la succión de una -vorágine, había limpiado de ideas su espíritu. A la luz que ardía -serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las -paredes largas sombras inmóviles. La familia de Villarroya dormía. En el -silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes -afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percibía vagamente el -rítmico latir de un reloj; vaivén simbólico, decidor de hondos y graves -misterios, elocuente como el caminar de un corazón. - -Al cabo, Ricardo volvió á la realidad; eran las diez y media. Entonces -se levantó, mató la luz, vistióse rápidamente el gabán, calóse el -sombrero y sin despedirse de nadie salió de puntillas, con el andar, á -la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber. - -Cuando llegó á la esquina de las calles Desengaño y Valverde se detuvo -inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen, -especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los -transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras -humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes -iban apagándose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sueño; -al fondo, bajo la lívida claridad estelar, la iglesia de San Martín -levantaba sus torres achaparradas y macizas. - -Habían sonado las once: poco á poco un gran silencio invadía la urbe, -cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fláccidas, -semejantes á brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban -lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una línea de puntos -negros. - -Villarroya comenzaba á impacientarse. Aquella noche había cenado mejor -que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las -buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban -diafanizándose. Hubo momentos en que creyó despertar: el peregrino -incidente que allí le había llevado reapareció ante sus ojos con -proporciones más modestas. Tuvo un ademán de cólera; luego sintió -vergüenza de sí mismo. Era imperdonable en él, hombre de mundo, la -precipitación con que citó á su admiradora, quien seguramente no -esperaba verle hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se había -comportado como esos barbilindos fatuos, recién llegados á la vida, á -quienes vuelven locos las impresiones. - ---¡Soy un majadero!--exclamó. - -Continuó paseándose, mientras se atusaba bruscamente su áspero bigote -rojizo, mojado por la niebla. Le enfurecía la idea de aparecer ridículo -ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constituía lo -más alquitarado de la sensación. Reconocíase vencido, aplastado, bajo la -vulgaridad de su impaciencia; nada podía disculparle; puesto en su lugar -un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor. - -Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya -campana preocupa de noche á los enfermos. Una pareja de enamorados pasó -junto á Villarroya y desapareció por la retorcida escalerilla que sube á -los comedores íntimos del antiguo café Habanero. Iban muy amartelados; -ella vestía un elegante gabán de color gris. El novelista, que recordaba -haberles tropezado días antes en la Moncloa, les acompañó con los ojos, -y luego vió, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de -iluminarse, la conjunción feliz de dos sombras. Un instante la despierta -curiosidad de Villarroya avizoró un coche que se acercaba lentamente; -pero aquel vehículo, cuyo caballo fatigado apenas podía andar, iba -vacío, arrastrando á lo largo de la calle una tristeza penetrante de -habitación desalquilada. A las doce, convencido de la inutilidad de su -espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de sí mismo, regresó á -su casa. - ---¡Soy un imbécil!--repetía--¡he frustrado una aventura preciosa por una -tontería!... - -Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto tenía -el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: así iba él, -vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusión muerta arrastras. - -Para consuelo suyo, al día siguiente recibió por correo otra carta, -también anónima, de su desconocida. La epístola, que era muy breve, -empezaba así: - -«Un quehacer repentino me impidió acudir anoche á su cita. Al pronto, si -he de ser franca, diré que lo sentí; pero muy luego me consolé, y ahora -me alegro de continuar siendo para usted un misterio. Es usted vehemente -y curioso con exceso. Por eso temo que nos acerquemos; la experiencia me -ha demostrado que los hombres así olvidan pronto. - -»Más calma, amigo querido, mucha más calma; es un pequeño consejo que mi -criterio modesto da al escritor eminentísimo. No olvide usted aquella -ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, según la cual, cuanto más -tardemos ahora en unirnos, más tardaremos luego en separarnos...» - -Y concluía: - -«Si quiere usted responderme, hágalo á Lista de Correos, cédula antigua, -número.....» - -Por la tarde, según costumbre, Villarroya fué á casa de Fuensanta. La -actriz se hallaba repasando junto á la ventana uno de esos viejos -sotanís que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de -teatro y de amores. Llovía. Invadía la habitación un claror plomizo que -exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el frío -de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las -antiguas imágenes se descomponen como en la humedad de la tierra se -borra el contorno de los cadáveres. - -Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su -incipiente aventura, el galán mostróse locuaz y gaitero. Pronto, sin -embargo, su inquietud se aplacó y el pensamiento dióse á voltigear en -torno de lo que más le complacía. Fuensanta advirtió su preocupación. - ---¿Qué tienes? Te hallo triste ó inquieto... ¿Quizás algún disgusto? - -Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada buída de -la actriz, emoción ninguna. - ---Nada me sucede--repuso--; lo que notas en mí es cansancio. Anoche -trabajé mucho; hoy también necesito escribir. - -Suavemente, observándole de hito en hito, mientras por sus labios -divagaba una sonrisa de tristura y de ironía, Fuensanta replicó: - ---¿Estás cierto de haber trabajado mucho anoche? - ---Segurísimo. - -Ella no contestó y siguió cosiendo. - -El exclamó con cínica osadía: - ---¿A qué viene eso? ¿Qué recelos tapa tu pregunta? ¡Desconfías de mí! - ---No. - -Y añadió, suspirando con una inspiración larga y entrecortada: - ---¡Pobre Ricardo! - ---¿Me compadeces? - ---Mucho. - -Villarroya se encogió de hombros. - ---Te compadezco--agregó Fuensanta--porque eres un iluso, un gran -desdichado, un présbita de la vida, que, para gozar de las cosas, -necesita tenerlas muy lejos. - -Esta vez no se defendió; los reproches de su amiga no le mordían, al -contrario; la esperanza de burlar la custodia celosa de aquella mujer á -quien nunca había engañado, producíale ese alboroto agridulce, flor de -pubertad, que la juventud experimenta ante la perspectiva de la primera -falta. Un regocijo indefinible le poseía; su voluntad, enmohecida por el -quietismo sentimental de aquellos meses, se desperezaba alegre en la -esperanza de una aventura nueva; sobre su corazón, el billetito anónimo -que oculto llevaba en un bolsillo secreto, parecía nimbarle con la luz -radiosa de un amanecer. - -Aquella noche el novelista no vió á Fuensanta, y á última hora, cuando -salió del teatro, fué á refugiarse en un café solitario; uno de esos -cafés excéntricos adonde los misántropos y los enamorados concurren, en -la dulce seguridad de no tropezarse con ningún amigo. - -Villarroya quería responder á la desconocida, interesarla, mortificar su -curiosidad, precipitar el desenlace de la aventura lo más posible. El -café por Ricardo elegido se hallaba á la sazón completamente vacío; la -madrugada iba llegando; faltaban minutos para las dos; la luz de las -lamparillas eléctricas resbalaba yerta sobre las paredes estucadas y -bruñía el dorso lapidario de las mesas, que, vistas á distancia, -parecían arrugas de una enorme sábana de mármol. Junto al mostrador, -varios camareros, cuyos cráneos calvos también brillaban á la luz, -escuchaban atentos lo que uno de ellos leía en un periódico. - -Ricardo pidió recado de escribir; mas antes de poner la pluma sobre el -papel creyó prudente releer aquel anónimo, ingenuo y burlón á la vez, -donde simultáneamente se sentía admirado y compadecido. Por la cálida -imaginación del novelista las más disparejas ideas se atropellaban. -Recordaba el aspecto del mozalbete que le llevó la primera misiva, quien -por su traje y respetuoso comedimiento bien podía servir de espolique en -alguna casa principal; y luego atisbaba la calidad y fino perfume del -papel donde aquellas dos cartas fueron escritas y el desaliño de la -escritura, buscando en todo pruebas de la condición, patricia ó plebeya, -de su autora. ¿Quién sería?... Acaso una hetera conquistada -pasajeramente por el renombre del artista en boga, ó una virgen -exploradora de sensaciones, ó alguna de esas viudas que, después de -vivir muchos años en la virtud, se asustan repentinamente de llegar á -viejas sin satisfacer el capricho, latente en todas las mujeres, de -haber sido livianas... - -Sea como fuere, juzgó que lo que con más ventaja podía oponer á las -misivas malévolas y breves de su admiradora era una carta larga, -quemante, apasionada; pues, al cabo, en la vida, como en el teatro, la -fuerza triunfa siempre de los amaños retóricos que fraguan la discreción -y la ironía. - -Dominado por esta idea, comenzó á escribir: - -«Señora: No la conozco y ya adoro en usted; la adoro porque es usted -rara, refinadamente extraña y única, en medio de esta sociedad donde -todos se parecen á todos...» - -Continuó escribiendo velozmente, sin detenerse á corregir, como -enajenado por una ráfaga de elocuencia, hasta llenar las cuatro carillas -del pliego de nerviosos renglones dictados por el estilo más frondoso y -plateresco. - -Noches después escribió otra carta; pero esta vez su verbo era -sentimental, ligero, meramente, descriptivo, pues recelaba mostrarse á -los ojos lectores de su dulce enemiga declamador y grandilocuente en -demasía. - -«Me dirijo á usted--decía--desde un modestísimo cafetín de la plaza de -la Cebada. Estoy solo, estoy triste, y en estas horas de quietud y de -melancolía, mi pensamiento andariego hacia usted se vuelve. El aspecto -del escenario que me rodea coadyuva á fortalecer esta grata evocación. - -»¿No ha pensado usted nunca (usted que, como yo, conoce «el lenguaje -delicado de las cosas») en lo que podríamos llamar «el alma del café»? - -»Los cafés concurridos me son odiosos; su alma es vulgar; alma -canallesca que ríe groseramente y discute á gritos, y se apasiona sin -motivo y huele á tabaco. Al penetrar en ellos, una ráfaga de aire -caliente nos golpea el rostro; ojos curiosos nos salen al encuentro, -adivinan nuestra profesión, nos preguntan «qué buscamos allí». Greguería -de plazuela invade su ambiente humoso; sobre el fondo bermejo de los -divanes, y á la luz perlina de las lamparillas eléctricas, vibra una -multitud de sombreros de copa, de hongos, de blandos y artísticos -chambergos abollados por la distracción de un ademán. Y aquella -atmósfera de horno sofoca, y aquel recio murmullo de conversaciones -irrita los sentidos y predispone efermizamente los nervios al impulso. - -»Mejores son los cafés solitarios y mudos de los arrabales. Esos -establecimientos tienen un espíritu bueno; entre sus muros de colores -suaves las pisadas resuenan tranquilas y las conciencias «se sienten» -pulcramente; algo familiar late en ellos; su alma sencilla es de amor y -de paz. - -»De noche los llena una gran luz blanca; los suelos están limpios; al -hilo de las paredes, y bajo los altos espejos de dorado marco, el -respaldo de los divanes pinta un zócalo rojo: aquí y allá, en los -rincones, hay parejas cuchicheantes de enamorados, señores graves que -leen un periódico, individuos distraídos ó atormentados quizá por -preocupaciones hondas, que miran al espacio. Junto á una columna surge -el perfil vigilante de algún mozo, silueta amable, inmovilizada por el -hábito servil de la espera; y como su delantal blanco le oculta la parte -inferior del cuerpo, su cabeza y sus hombros parecen los de un busto -puesto sobre un pedestal. - -»Muchas veces he meditado ante el enigma de esas figuras, calladas y -quietas, que encanecen en el silencio de los pequeños cafés excéntricos: -son tipos que tropezamos casualmente un día en que la lluvia ó la -necesidad de escribir una carta, como la presente, nos condujo allí, y -que más tarde, al regresar de un viaje que acaso duró varios años, -tornamos á ver en el mismo sitio. Entonces su recuerdo renace en nuestra -memoria obsesionándonos. Su traje probablemente será nuevo, pero tiene -idéntico color, el mismo corte que el que vestía cuando les conocimos; -la expresión de su actitud resignada también es igual. Algo fuerte emana -de ellos: es el poder de lo inmóvil, de cuanto envejece sin temblar, de -lo que aguarda. Al mirarnos parecen decirnos: «Ya sabíamos que habías de -volver...» - -»¿Quiénes son?--pensamos. - -»Uno de ellos se llama don Juan, el otro puede llamarse don José ó don -Pedro; mas de su vida íntima nadie sabe. Una mecánica inexorable rige -sus actos. Tienen «un modo» de penetrar en el café, de quitarse el -gabán, de sentarse, de desdoblar su periódico; luego, siempre á la misma -hora, llaman al camarero sin ruido, con una leve inclinación de cabeza, -pagan y se van, lentamente, cual si midiendo fuesen el espacio que les -separa de la puerta. Acaso sean solterones que no quisieron componerse -una familia, ó viudos cuyos dormitorios enfrió la muerte, ó casados para -quienes no existe esa voz de amor que apaga sigilosamente en los hombres -el deseo de salir á la calle de noche... Y por eso van allí; porque el -alma bondadosa del café, tibio y señero, tiene para sus voluntades -tristes blanduras de hogar. - -»Algo extraño flota en el aire de esos salones de «todo el mundo»: es la -melancolía que esparcen á su alrededor los viejos solitarios, el rastro -de ingratitud que dejaron tras sí aquellos amantes que vimos allí -durante un invierno, y de pronto desaparecieron, separados por la misma -enfermedad de olvido que arrancó de nuestra mano tantas manos blancas. - -»Ah! Si los espejos de los cafés, esos buenos espejos sobre los cuales -todas las mujeres, al marcharse, lanzan una mirada, pudiesen hablar, -sabríamos por qué es tan triste el rostro de los viejos... - -»Y ahora, dígame usted, señora: ¿Será posible que más adelante, alguna -noche como ésta en que haga frío y llueva, la cabeza de usted y la mía -se reflejen juntas sobre el mismo cristal?...» - -Varios días transcurrieron sin que las cartas de Villarroya obtuviesen -contestación. El espíritu receloso y alambicador del novelista comenzó á -impacientarse. ¿Por qué aquel silencio? Repasó espaciosamente todo lo -hecho y dicho por él durante aquella última semana y no halló nada que -reprenderse. Examinó la posibilidad de que sus misivas se hubiesen -perdido, y esto, lejos de mortificarle, dió á su amor propio dulce -contentamiento: mas luego, reflexionándolo mejor, reconoció que un tal -accidente, por demasiado casual, no debía admitirse ni menos erigirlo en -norte ó guión de sus actos, y que, de consiguiente, en aquel mutismo -torturador, como preparado por un hábil folletinista, sólo había una -coquetería de mujer. A pesar de tales reflexiones, el burlado galán no -podía reducir su sobresalto. Fuensanta, que le observaba implacable, lo -conoció, y su rostro, siempre triste, pareció cubrirse de una melancolía -nueva. Ricardo confesó su inquietud, que él achacaba hipócritamente al -desequilibrio que en sus nervios dejó el excesivo trabajo de aquellos -días. Este malestar forzábale á moverse, á sentirse aburrido en todas -partes, á huir de sí mismo. Apenas llegaba al lado de la actriz, una -murria inexplicable trastornaba sus pensamientos; su carne se quejaba de -la dureza de la silla; el aire de la angosta habitación oprimía sus -sienes; los muebles, los viejos retratos, la luz de pozo de la ventana, -le sugerían evocaciones dolorosas; bruscamente, sin saber por qué, -dejaba de hablar ó interrumpía grosero á Fuensanta Godoy con ademanes -de fastidio, ó cambiaba de asiento, pareciéndole que estas mutaciones de -actitud, al mismo tiempo que trocaban á sus ojos la perspectiva de los -objetos, recababan para su espíritu cierta paz momentánea. Cuando salía -de allí, también hallaba cierto alivio en caminar de prisa; iba al -teatro, al Ateneo ó al café, buscando ávidamente personas, fuesen ó no -de su intimidad, con quienes charlar. En pocos días esta neurosis creció -velozmente; el aislamiento y el reposo llegaron á darle la alucinación -angustiosa del ahogo; se desesperaba; su voluntad iba de un deseo á otro -buscando inútilmente una posición cómoda; su tormento era el tormento de -esas almas vagabundas para quienes cada hora trae un problema; el -problema, jamás resuelto, de lo que han de hacer. - -Una carta de la Ignorada, una divina carta que venía del misterio, calmó -esta inquietud. Escrita con firme pulso, decía así: - -«Aquellos párrafos que describen lo que usted llama «el alma del café», -son muy bonitos; pero advierto sorprendida, que usted, como la mayor -parte de los señores novelistas, en cuanto salen del mundo de sus -imaginaciones cometen los errores más vulgares. - -»Sí, admirado amigo: el retrato que su pluma, tan hábil cuando inventa, -ha hecho de mi espíritu, es completamente falso. Yo no soy rara, lo -confieso llanamente, aunque mi confesión lastime un poco la más linda -esperanza de usted. Repito que lo extravagante no me saludó nunca. Soy -una mujer rica y libre que procura distraerse dando satisfacción á todos -sus antojos. Los artistas, los «profesores de belleza», merecieron -siempre mis simpatías; hoy me interesa usted, como ayer me interesaron -otros hombres, como es probable que mañana un nuevo ideal alcance en mi -corazón el puesto que usted ahora, por el mérito de su talento, ocupa. -En esto, como usted ve, sólo hay egoísmo. ¿Qué quiere usted? ¡Soy así! -El menor de mis caprichos me infunde veneración mística. Respételos -usted también; es un consejo que me permito darle: los caprichos son -flores sagradas de ilusión, lujos de juventud, coronas de lirios y de -rosas que deshojan los años. - -»Sin embargo, como deseo complacerle y sé que adora usted lo raro, -quiero que nos conozcamos «raramente». ¿Cómo? Muy sencillo: - -»Cíteme usted de noche y en una habitación donde podamos estar á -obscuras. Hablaremos. Del sesgo de nuestra conversación dependerá que -usted dé luz y yo me quede, ó que usted no dé luz y yo me vaya; mas, -antes de acceder á esto, necesito recibir la seguridad de que el -caballero á quien tan notablemente me confío sabrá respetarme.» - -A pesar de lo mucho que Ricardo Villarroya había vivido, la soberana -novedad del lance le deslumbró. Otro hombre, en su lugar, hubiese -desconfiado de aquella cita inverosímil; pero él no vaciló; y como á -fuerza de perseguir lo raro, lo estrambótico era su elemento, apresuróse -á estrechar aquella mano blanca que le buscaba en la sombra. - -Las circunstancias, sin embargo, no le ayudaban. Unas malas horas de -juego pasadas en el Casino habíanle dejado sin blanca; además, su pobre -mujer estaba encamada, inmovilizada por un violento ataque de reuma. Era -indispensable, de consiguiente, hallar dinero y buscar un pretexto -fuerte, lógico, que justificase su ausencia del domicilio conyugal -durante una noche. - -Sin otras reflexiones ni más cautelosos atisbos, Villarroya llegóse al -dormitorio de la paciente. Eran las seis de la tarde; una lamparilla -eléctrica ardía junto á la cabecera del lecho dentro de una piña de -cristal azul, y su luz esparcía por el estuco un suave verdor -amarillento. - -Ricardo se aproximó á la enferma, frotándose las manos con esa ufanía -característica de los hombres saludables. - ---Hola, «Chulita», ¿cómo estás? - -Levantó ella pausadamente la cabeza y su dolor y la alegría de verle -dieron á sus ojos una expresión húmeda. El día lo había pasado bastante -mal; á ratos imaginaba que sus fémures se partían, y bien echaba de ver -que la Naturaleza es peritísima hechicera en el arte de torturar y que -nadie como ella sabe oprimir los tornillos del suplicio, y dar duración -á las ansias. Agregó: - ---Pasado un ratito me aplicaré una inyección de morfina; de otro modo -no podría dormir. - -Villarroya escuchaba haciendo gestos de disgusto y conmiseración. - ---¿Por lo visto, no has experimentado mejoría ninguna? - ---No. - ---¡Voto á...! - -Se detuvo, rascándose la barba nerviosamente. - ---Y estas contrariedades ocurren--prosiguió--cuando más hay que hacer y -más tranquilidad de espíritu necesito. - ---¿Tienes algún asunto pendiente? - ---¡Figúrate!... Venía á decirte que mañana, probablemente, no dormiré -aquí... ni aquí ni en ninguna parte... - ---¿Cómo? - -Por el semblante de la joven pasó un gran susto; era el temor de que á -su marido le amenazase algún peligro; un desafío, tal vez... Hubo en su -carilla carnosa, enmarcada por un abundante desbordamiento de negros -cabellos, una emoción de perplegidad. - -El novelista repuso: - ---Tengo ensayo general después de la función... - ---¿Cómo? ¿Pero vas á estrenar? - -Villarroya sintió flaquear su aplomo. - ---¡Bah! Es una obrilla sin importancia, una quisicosa que he hilvanado, -por compromiso, en tres ó cuatro horas... - -Hubo un corto silencio. La esposa preguntó: - ---¿Cómo se titula? - -Su acento fué irónico. Luego, viendo que Villarroya tardaba en -responder, sonrió. Ricardo lanzó una carcajada y, repentinamente, lleno -de ternura y de amor hacia su compañera, la abrazó. Ella exclamó sin -enfadarse, con esa grandeza maternal de espíritu que las mujeres -vulgares y celosas--celosas porque son vulgares--no comprenden: - ---Para decirme que deseabas pasar una noche fuera de casa no necesitabas -mentir... - -Cuando Villarroya salió á la calle iba incomodado consigo mismo; -realmente, lo que acababa de hacer era una infamia; su pobre «Chulita», -tan resignada, tan indulgente, no merecía ser tratada así. Después pensó -en Fuensanta. Pero, poco á poco, estos remordimientos fueron disipándose -según el porvenir tornaba á convencerle de que lo desconocido es lo -mejor... - -Desde su casa corrió Ricardo á la de su editor, á quien halló en uno de -esos momentos de pesimismo que hacen inabordables á los mercaderes. -Villarroya le pidió mil pesetas á cuenta de su último libro; su acento -era de angustia. El editor lo comprendió así; por otra parte, conocía el -desequilibrado vivir del novelista, y aprovechó la ocasión que se le -ofrecía de realizar, á cambio de un pequeño anticipo, un buen negocio. -Sus astutas negativas triunfaron; Villarroya vendió la propiedad -absoluta de su obra por ochocientas pesetas. - -Los dos hombres se despidieron sonrientes y alegres. Inmediatamente -Villarroya penetró en un estanco, pidió recado de escribir y á vuela -pluma trazó estos renglones concisos, expresivos, de letras violentas, -como escritos por una mano de veinte años: - -«La espero á usted mañana en la calle de..., número..., á las diez y -media de la noche. Vaya usted tranquila.» - - - - -III - - -El refugio elegido por el novelista para la cita era una de esas casas -tolerantes, misteriosas como capillas consagradas á algún rito exótico, -sobre las cuales las mujeres que viven en virtud lanzan furtivas miradas -de curiosidad. Algo silencioso las rodea, y su fachada dice recuerdos á -la experiencia de los hombres, y promesas de fuertes y procelosas -alegrías al candor de las vírgenes. Bajo su techo, los amantes, los -adúlteros, todos cuantos el vicio, la miseria ó la pasión, ponen fuera -de la ley, se encuentran, y el murmullo feliz de sus risas sube al -espacio como una evaporación de carne rosada. De día, esos asilos, con -sus ventanas entornadas, á donde nadie se asoma, parecen muertos; pero -por las noches, en la obscuridad de la calle y junto á los portales -virtuosos, honradamente impasibles al frío de los desheredados sin -albergue, su zaguán hospitalario, siempre abierto, pinta un rectángulo -blanco, ante el cual la moral ceñuda pasa sin mirar. - -Ricardo Villarroya había retenido dos habitaciones, ricamente -decoradas, que pondrían á su aventura marco digno. Cuando llegó, todavía -faltaban minutos para las diez y media. Una mujer huesuda y alta salió á -recibirle; una de esas viejas dueñas en cuyos ademanes la costumbre que -tuvieron cuando jóvenes de agradar dejó un ritmo elegante. El novelista -saludó: - ---Buenas noches, Concha. - -Ella correspondió al saludo con una sonrisa y se estrecharon las manos -apretadamente, largamente, con la efusión de la complicidad. - ---¿Ha venido?--dijo él. - ---No. - -Y añadió maquinalmente, por el hábito que tenía de serenar las -impaciencias de los hombres: - ---Aun es temprano. - -Le condujo á las habitaciones que Villarroya había elegido. Allí se -sentaron. El miraba á todas partes atentamente, fijando en su memoria la -situación de los muebles y de las puertas, para luego no tropezar en la -obscuridad. También buscó el botoncillo de la luz. Ella comprendió: - ---Lo tienes ahí--dijo--, á la derecha de ese espejo. - -Ricardo hizo un signo afirmativo. Hubo un silencio. Concha exclamó: - ---Cuenta, cuenta... ¿Qué haces ahora? ¿Cuál es tu vida después de tanto -tiempo?... Ya vi tu última comedia; muy hermosa... - -Animada por un movimiento de sincero interés amistoso, preguntóle por -sus hijos, sin advertir que estos recuerdos le producían cierto -malestar. La conversación giró hacia el asunto que les había reunido. - ---Ahora puedes explicármelo bien--dijo Concha--, porque esta tarde, como -viniste tan de prisa, apenas me enteré. - -Ricardo leyó en alta voz la última carta de su admiradora. Ella le -inspeccionaba atentamente, con sus ojos astutos habituados á las -emboscadas de la vida y capaces de reflejar todas las emociones menos la -del asombro. - -Poseído de pueril ufanía, Villarroya exclamó: - ---Dí, Concha, tú que tantas cosas viste; ¿no es cierto que mi aventura -es extraordinaria? - ---Efectivamente. - ---¿Y no crees también que tengo motivos para dar brincos de alegría? - -Ella no respondió, y su silencio puso en los oídos del galán la frialdad -de una negativa. Ricardo consultó su reloj; faltaban veinte minutos para -las once; la repentina sospecha de que la tan Esperada no viniese -extendió por sus nervios un sacudimiento de dolor. Recordó que ella no -acudió á la primera cita y que esta desilusión podía repetirse. - -Concha había encendido un cigarrillo y miraba al suelo pensativa. De -pronto, exclamó: - ---¿Tú no sospechas quién pueda ser la autora de esas cartas? - ---No. - ---¿Conociste durante estos últimos meses alguna mujer que, más ó menos -explícitamente, se haya manifestado enamorada de ti? - ---No recuerdo... De ella sólo sé que habita en una calle por donde yo -paso con frecuencia, pues en su primera carta lo declara así. Mas eso -poco ó nada explica; ¡recorre uno tantas calles al cabo del día!... - -Se detuvo, rebuscando aún entre sus recuerdos. Concha lanzó una -carcajada malévola. - ---¿Y estás seguro de que todo ello no sea una broma? - ---Las mejillas de Ricardo Villarroya, de coloradas que estaban, se -tornaron lívidas; un momento su corazón impresionable cesó de latir; al -través de la multitud de ideas que le agitaban, su espíritu realizó una -cabriola funambulesca, enorme. - ---¡Una broma!--repitió--; ¡imposible! ¿Quién iba á hacerse eso?... - ---¡Toma, cualquiera!... Un amigo que ha querido reir á costa tuya y que -á estas horas quizá esté refiriéndolo en la mesa del café. - -Como Villarroya no respondiese, agregó: - ---Sí, hombre, eso debe de ser, porque lo otro raya en lo novelesco, no -lo dudes; ¡lo que parece imposible es que un hombre como tú, corrido, no -adivine ciertas cosas! - -Ricardo permaneció callado, no sabiendo qué razones oponer á las de -aquella trujamán desilusionada que hacía del «mal pensar» un criterio -infalible. En su interior voces proféticas le aseguraban que la -desconocida existía, que se acercaba pensando en él... - -Tornó á ojear su reloj; eran las once menos cinco; silencio absoluto -llenaba la casa adonde nadie, por coincidencia rarísima, había llegado -pidiendo alojamiento. Villarroya tembló; acababa de sentir pasar por la -habitación ese gran frío magnético de las citas frustradas. Temores -infantiles agitaron su conciencia; recordó que durante aquellos meses -últimos su buen humor, contristado tal vez por la presencia umbrosa de -la actriz, había declinado, y que la víspera Fuensanta Godoy, mística y -supersticiosa, le dijo al despedirle: «Yo he rogado á Dios que nadie te -quiera...» ¿Qué virtualidad podían tener aquellas palabras? ¿Sería -cierta esa terrible «influencia á distancia» de que los hechiceros -medioevales se decían investidos?... El novelista creyóse juguete de -alguna mujer irónica ó coqueta, que le citaba para desesperarle y -aumentar con aquellas fintas sus ya furiosos deseos de conocerla, y tuvo -miedo; miedo de hallarse solo otra vez consigo mismo, expuesto á las -torturas de una nueva carta, que ignoraba si tardaría muchos días en -llegar á él, ó si no vendría nunca... - -Sus ojos interrogaron automáticamente el viejo reloj de bronce que -adornaba la chimenea; uno de esos relojes inútiles y vistosos que -parecen presidir la vida de los dormitorios, y están siempre parados, -como temerosos de separar á los que se quieren. Concha observó aquel -movimiento. - ---Son--dijo--más de las once. - -Fuera, en el vano rumoroso de un patio, resonaba la canción de la -lluvia. Concha, que sentía frío y sueño, arrebujóse mejor en su mantón y -encendió otro cigarrillo. La voluntad de Ricardo experimentó una -depresión: acababa de reconocerse un tanto ridículo rindiéndose así, tan -prematuramente, al contento de una cita en la que no tenía motivos para -confiar, y comprendió que el ruido del aguacero le consolaba, porque -parecía dar á su chasco cierta disculpa. Lentamente, las ilusiones -voraces que allí le arrastraron iban declinando; una modorra invasora y -sutil le penetraba; sus labios, cansados, bostezaron entre el rojo -bosque de la barba. Todavía, sin embargo, su esperanza impuso á su -impaciencia un nuevo plazo. Esperaría otro cuarto de hora, nada más que -un cuarto de hora, y después... Aguardó, sin embargo, veinticinco -minutos. A las once y cuarenta se levantó, sin cuidarse de enmascarar su -rabioso humor. - ---Me voy--dijo. - -Se dirigió hacia la puerta. Concha caminó tras él, murmurando: - ---¿Por qué no aguardas un poco más? - ---Lo considero inútil; esto va picando en juego de chiquillos. - -Aún tuvo un momento de flaqueza. - ---Si ella, por una casualidad, viniese--dijo--, convéncela de que no -deje transcurrir el día de mañana sin escribirme. - -Cuando llegaron al recibimiento, se detuvieron mirándose sorprendidos y -alegres; acababan de llamar; al otro lado de la puerta se percibía un -_frufruteo_ liviano de faldas. Concha hizo á Villarroya un guiño -expresivo para que se ocultase; rápidamente el novelista desapareció -tras una cortina. Sin prisa, la vieja dueña abrió la puerta. Desde fuera -una voz femenina preguntó: - ---¿Don Ricardo Villarroya? - ---Sí, señora; aquí es. - -En la penumbra del recibimiento que Concha acababa de dejar á obscuras, -perfilóse vagamente el cuerpo de una mujer, alta y garrida, vestida de -negro, el rostro cubierto por un antifaz. Concha añadió, cogiéndola -suavemente por una mano: - ---Venga usted... - -Guióla algunos pasos por entre las tinieblas del corredor; en seguida -retrocedió; Ricardo Villarroya había salido de su escondite y preguntaba -con gestos el sitio donde la desconocida esperaba. Concha bulbuceó: - ---Ahí la tienes, en el pasillo. Yo me voy al piso de arriba. - -Marchóse, cerrando la puerta. La obscuridad del recibimiento fué -impenetrable. San Román avanzó mesuradamente, los brazos extendidos, -hasta que sus dedos, abiertos por la ansiedad de la rebusca, tropezaron -con una mano pequeña y enguantada. Allí estaba la desconocida -aguardándole, inmóvil. Ricardo preguntó: - ---¿Es usted, verdad? - -Ella repuso suspirando, más que articulando, las palabras: - ---Sí; yo soy... - ---Sígame usted. - -Caminaron sin soltar él aquella manecita, un poco temblorosa, que -difundía por su brazo calor febril, y penetraron en una habitación cuya -puerta el galán cerró cuidadoso. Un tintineo casi imperceptible de -pulseras y el sérico crujir de la falda decían que la tapada temblaba -bajo sus vestidos. - ---No tenga usted miedo--observó Ricardo--; estamos completamente solos. - -La condujo sin tropezar por entre los muebles que invadían el perímetro -de la estancia, y cuya disposición veía con los ojos de la memoria, y -fué á sentarla en un sillón, de espaldas al dormitorio: él colocóse á su -lado, sobre un diván. Hallábase agitadísimo, tanto, que apenas sabía -empezar el diálogo. Por decir algo exclamó: - ---¿Está usted ya más tranquila? - -Ella murmuró, con acento andaluz muy marcado: - ---Hable usted bajo. - ---¿Por qué?... Nadie nos oye; la casa nos pertenece, al menos, durante -el espacio de esta noche. - -Hubo una pausa; la desconocida parecía meditar su respuesta. - ---No importa--dijo--; yo, que quiero satisfacer abundantemente su -afición á lo raro, echaré sobre esta primera cita toda clase de -secretos: el enigma de la obscuridad que nos aisla, y también el -misterio de las conversaciones musitadas, que nublan el verdadero timbre -de la voz que nos habla y parecen venir de muy lejos. - -Contestación tan peregrina enardeció á Villarroya. - ---Es usted admirable--exclamó--; yo sabré escribir libros y comedias, -pero usted me enseña el arte supremo de embellecer y refinar la vida; es -usted, por consiguiente, más artista que yo. - -Emprendieron una conversación movida, heterogénea, llena de preguntas, -como si en aquel seguido hablar de asuntos diversos mutuamente quisieran -arrancarse algún secreto. - ---Cuando usted llegó--decía Villarroya--iba yo á marcharme. - ---¿Se aburría usted? - ---Muchísimo; estaba desesperado; creí que usted no vendría. - ---No pude llegar antes. - ---Yo, en cambio, estoy aquí desde la diez. - ---No le creía á usted tan libre, ¿Acaso no tiene usted, fuera de su -casa, ninguna mujer que le aguarde? - -La imagen pálida, enlutada, trágicamente triste, de Fuensanta Godoy, -extremeció la memoria del novelista; recordó su nariz afilada por el -dolor, sus labios sin sangre, sus ojos de ébano hinchados de llorar... -Pero espantó bravamente aquella visión acusadora, y repuso: - ---Yo no quiero á nadie, á pesar de los esfuerzos que una vez y otra hice -para sentir amor. ¡Créame usted; no puedo! De los seres buenos, pero -uniformes y borrosos, que me circundan, se desprende un vaho odioso, -sedante y enervador de vulgaridad. - -Ella tardó segundos en responder: - ---Y yo, ¿cómo soy? - ---A mis ojos, sublime: había usted de ser fea y perversa, y yo la -adoraría. ¡Ah! Usted no se parece á las demás mujeres; usted es -divina... - ---¿Divina?... ¿Por qué? - ---Porque es usted rara. Ser rara es tener personalidad; ¿y sabe usted lo -difícil, lo imposible casi, que es en esta sociedad, donde la -imbecilidad ambiente nos reduce y penetra, quedarnos en nosotros mismos, -no parecernos á los demás? - -Continuó hablando, siempre en voz baja para complacerla, y gradualmente -su imaginación iba exaltándose y readquiriendo aquel verbo seductor y -ardiente tantas veces aplaudido en las asambleas. Oleadas de sangre -invadían su cabeza. - ---Para arrostrar sin flaqueza los rudos combates del arte--decía--, -necesitamos sentir á nuestro lado la presencia confortadora de un ideal -muy alto. Lo de menos son las ganancias y los elogios, pocas veces -leales, de la crítica. Lo más puro, lo exquisito, es tener un rincón, -sea cual fuere, donde una mujer inteligente, enamorada de nosotros, -exclame al echarnos los brazos al cuello: «¡Qué bonito es tu artículo de -anoche!» Entonces una alegría indescriptible nos invade, nuestras -fuerzas se duplican y sufrimos el mordiente anhelo de escribir mejor, -¡siempre mejor!, para que ella nos lea. Nuestro espíritu, que su imagen -mejora, á ella vuelve: queremos distraerla, agasajarla, protegerla -contra los feos recuerdos, y si de noche sonríe dormida, pensamos que -sobre su frente revuela nuestra última canción. - -Peroraba aupado al cenit radiante del más fogoso lirismo por una -exaltación á cuyo génesis su carne y su espíritu cooperaban -indistintamente. Aquel continuo hablar á media voz y la obscuridad que -le envolvía, llegaron á producirle cierto malestar físico. Dos ó tres -veces se detuvo, pareciéndole que soñaba y que sus palabras caían al -vacío. Para dominar su turbación á cada momento preguntaba: - ---¿Me oye usted? - -Ella respondía brevemente: - ---Sí. - -Y el silencio volvía á rodearles. Hubo momentos en que Ricardo -Villarroya sintió su cabeza enloquecida por la presión de las tinieblas. -Además, lo impersonal de aquel diálogo, semejante á un monólogo, ya que -su interlocutora apenas le respondía lo preciso para comprometerle á -seguir hablando, contribuyó á aturdirle. - ---¡Todavía nada sé de usted--exclamó--; ni siquiera su nombre! ¡Dígamelo -usted! - -Su acento fué de angustia y de súplica. Ella contestó: - ---Llámeme usted como guste; por ahora estamos así mejor; mi nombre lo -sabrá usted luego. - -Mas por mucho cuidado que Ricardo puso en dominarse, la atolondrada -exaltación de sus nervios volvía. - -Siempre es molesto hablar á obscuras, pues falta la visión directa del -sujeto á quien nos dirigimos; la fantasía, sin embargo, suele cumplir -gallardamente su misión evocadora y ofrecérnosle pulcramente reflejado -sobre los espejos misteriosos del recuerdo, de modo que su imagen -rivalice en nitidez y precisión con la sensación misma. Mas ni siquiera -á este postrer recurso podía encomendarse el enamorado Villarroya; él -ignoraba las facciones de su interlocutora. ¿Era joven? ¿Era bonita? -¿Qué color tenían sus ojos y sus cabellos? Y lo que le parecía más -alarmante: mientras él hablaba, ¿cuál era la expresión de su rostro? Le -escucharía con atención recogida? ¿Se burlaría de él?... Al principio, -estas preguntas deambularon por su cerebro sin concretarse; le bastaba -saber que á su lado alguien le escuchaba. Después, según su magín fué -inflamándose, las ideas se embrollaron hasta adquirir monstruosos -perfiles; unas veces pensaba que sus palabras caían en la nada; otras -imaginaba que su interlocutora era algo quimérico, una bruja, tal vez, -de semblante aciago, con boca canallesca y ojos nunca vistos y -horribles. - -Para recobrarse de aquel naciente laberinto oprimió fuertemente un brazo -de la desconocida, y su mano gozó el contacto de una carne dura y -vibrante. Luego, según fue adelantando sus pesquisas, recibió la -impresión bondadosa de unos hombros redondos y de un talle esbelto y -mimbreante erguido sobre la ampulosidad de las caderas. -Instantáneamente Villarroya hallóse serenado; el tacto suplía á la -vista; el hilo de relaciones entre el sujeto y el objeto, que rompió la -obscuridad, se había anudado. - ---Al fin te tengo--exclamó presa de enternecimiento repentino--; ya no -nos separaremos nunca, ¿verdad?... ¡Nunca!... Viviré para ti, escribiré -para ti, tuyos serán mis triunfos... Tú... tú eres la mujer que perseguí -en tantas mujeres; tu espíritu, aquel que yo atisbaba bajo tantos -cuerpos como la casualidad ó el capricho hizo míos. Alma siniestra, alma -extravagante, alma de enigma, ¿por qué tardaste tanto en venir á mí? - -Acercóse á ella y aspiró el peligro de un perfume exótico y violento; -sus dedos resbalaron suavemente por la cabeza de la Deseada, apreciando -el contorno gracioso de la nuca, las orejas menudas y sin pendientes, el -terciopelo del antifaz... - -Y Ricardo volvió á estremecerse, pensando en aquellos ojos vigilantes -que le buscaban por entre la doble noche de las tinieblas y de la -máscara. - -El seductor tuvo un arrebato de impaciencia. - ---¿Quieres luz? - -Iba á levantarse; ella le detuvo. - ---No. - ---¿Por qué? - ---Porque... no es preciso. - -Y agregó filosófica: - ---Imitemos el ejemplo que nos da la vida. Por ella nunca vamos mejor -que cuando caminamos á obscuras. - -Ricardo no contestó; sus dientes se apretaron; la sangre hormigueó -caliente en sus dedos abiertos por el ansia de dominación; en la -obscuridad, su cabeza bermeja y rapada adquirió la expresión de los -antiguos conquistadores, violadores y sanguinarios, cuando entraban á -saco. Rápidamente rememoró la disposición de los muebles, la situación -exacta de la puerta que conducía al dormitorio... - ---Te amo--murmuró--, te adoro... ¡Daría por ti la vida!... - -Ella no se defendía, ni siquiera hablaba; él la besó la frente y los -cabellos; sus brazos avaros rodearon su cintura; levantóla del suelo y á -través de la tiniebla sus dos sombras caminaron enlazadas... - -De pronto resonó la voz de Fuensanta Godoy; aquella voz imperiosa, -vibrante, orquestal, con que la actriz tiranizó en otro tiempo á las -muchedumbres. - ---¡Eres un miserable!--decía--. ¡Me repugnas; déjame!... - -Villarroya lanzó un grito; sudor frío y copioso inundó su frente. La -joven repitió, poniéndole ambas manos sobre el pecho y rechazándole: - ---¡Eres un miserable!... - -Ella misma buscó por la pared, junto á la mesilla de noche, el botón de -la luz eléctrica; la habitación se iluminó. Los amantes aparecieron de -pie, el uno enfrente del otro; su actitud era hostil; los dos estaban -lívidos. - -Fuensanta habló primero; sus palabras, más que de violento reproche, -fueron de inacabable tristeza y abatimiento. - ---Me has roto el alma--dijo--; ya no puedo quererte; vamos á dejarnos. -¡Es horrible, horrible!... Después de lo ocurrido, todo entre nosotros -debe concluir. - -El callaba; se había dejado caer sobre una silla; tenía deseos de llorar -y recatábase el rostro entre las manos. Ella continuó: - ---Nunca me hablaste con la elocuencia ardiente que te inspiraba esa -mujer á quien creías rendir esta noche por primera vez. ¡Ah, Ricardo! -¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué misterio inexplicable hay en ti y cómo -pudiste dedicar tanta ilusión á lo que no conocías? - -Suspiró y hubo en su lamento un latido secreto de mujer humillada y -celosa. Villarroya, reconociéndose completamente derrotado y ridículo, -no contestó. - ---He querido descender al fondo de tu carácter--prosiguió Fuensanta--, y -vi que en tu alma, componedora de comedias y de libros, sólo hay -traición, antojo y superchería. No eres un hombre, Ricardo, eres un -artista... ¡nada más que un artista!... y quien dijo artista dijo -absurdo, egoísmo y quimera. Paso á paso, durante estos diez ó doce días -últimos, fui observándote y ninguno de tus sentimientos quedó para mí -inadvertido. Como te conozco muy bien, quise exacerbar tu ilusión para -traerte á esta cita completamente ciego, de modo que imposible te fuera -adivinarme. Por eso no acudí á tu primer llamamiento, por eso tardé -tanto en responder á tus cartas... y las angustias de la espera fueron -para ti como polvo que la impaciencia te echaba á los ojos. Te he visto -caer. Hoy mismo tuve miedo de oir lo que habías de decir aquí, y me -fingí enferma y llorando te rogué que pasases esta noche á mi lado. -¡Imposible! El impulso que mis anónimos levantaron en ti era demasiado -grande; nada podría contenerte, ¡nada! Segura estoy de que la vida de -tus propios hijos la habrías arriesgado por acudir á esta cita maldita. - -Maltratado en su amor propio, no sabiendo cómo defenderse y quebrantado -por tantas contradictorias emociones, Ricardo Villaroya rompió á llorar. - -La actriz continuó: - ---¿Por qué una carta sin firma ejerce sobre tu voluntad esa fascinación -inexorable, y en virtud de qué miraje has de imaginar joven y discreta, -y no vieja y ridícula, á la mujer que te propone una cita extravagante? -¡Ah! Tú no sabes qué quieres... ni lo que tienes... Tú eres un pobre -hombre vano, inconsciente, desposeído de criterio, que todo cuanto -rechaza ó apetece lo lleva dentro de sí mismo. - -Él permanecía callado; no obstante, las lágrimas, fatigándole, habíanle -producido alivio bienhechor; laxitud suave iba poseyéndole. - -Fuensanta Godoy concluyó de abrocharse su abrigo. - ---Adiós--dijo--. Ya sé que siempre cualquiera mujer desconocida ha de -inspirarte más cariño que yo. ¡Pobre Ricardo! Andar... andar... tu -maldición es esa. - -Contemplóle breves instantes y salió de la alcoba; transcurrió un -momento; una puerta se cerró con estrépito. Luego, en el silencio, -vibraron las pisadas de la actriz, que bajaba la escalera; y el eco -aquel, cada vez más mortecino, tenía el ritmo solemne y conciso de lo -que se va... - -Ricardo Villaroya no se movió; estaba fatigadísimo; á las inquietudes -febriles de la víspera había sucedido una gran calma. Dentro de su -espíritu, perdido en ese enorme silencio que sigue á las grandes -catástrofes, una voz herida musitaba: «No quieras, no busques, porque -todo es igual á todo, y lo pasado, como lo futuro, son aspectos del -mismo Desengaño...» Y la conciencia desolada comprendía que aquella voz -cobarde tenía razón. ¿Para qué desear? La ilusión es una mala hembra -indócil que, bajo el techo de los artistas, sólo duerme una noche... - -Madrid.--Noviembre, 1906. - - - - -RICK - - «Si te cuentan que han visto - volar un caballo y que era - alazán, créelo.»--_(Proverbio - árabe.)_ - - - - -I - - -Todo el mundo aristocrático que frecuenta las tribunas de los grandes -hipódromos europeos, conocía la pasión idolátrica que el jockey Juan -Thom profesaba á su caballo _Rick_. Durante cuatro años consecutivos, -_Rick_ fué invencible: su agilidad y su vigor derrotaron las -reputaciones más sólidas; los laureles tan codiciados que se adjudican -en los _turf_ de París y de Londres, fueron para él; ningún corredor -igualó su ímpetu; era infatigable y enorme como _Eclipse_, y ardiente en -la primera acometida como _Vermouth_. Muchos veterinarios curiosos le -examinaron creyendo que sus clavículas ofrecerían una disposición -especial. - -El pasado de Juan Francisco era obscuro y sencillo. No conoció á sus -padres, y salió del Hospicio á los doce años para colocarse en el -picadero de un viejo, antiguo desbravador de las caballerizas reales, -que tenía coches y caballos de alquiler. - -En el amplio picadero que poseía cerca del Hipódromo aquel hombre grueso -y bajito, á quien Juan Francisco recordaba haber visto en el Hospicio -muchas tardes, fué donde el niño cobró inclinación hacia el arte que -luego había de ocupar su vida; pues el medio es algo que modifica y se -pega al carácter, como se agarran á los vestidos los perfumes. Así, -lentamente, el aspecto de las cuadras, grandes, claras, con su olor á -estiércol, sus suelos asfaltados, sus arrendaderos brillando al sol y -sus frisos de blancos azulejos, iban conquistando la voluntad del futuro -jockey y produciéndole íntimo y fresco contentamiento. Todas las -mañanas, al despertar, el pequeño boy tenía un pensamiento que se -resolvía en una sonrisa. - ---Seré jockey...--decía. - -Y esta ambición era confortadora, porque daba á su vida, á su pobre vida -naciente, un impulso, un rumbo y un fin. - -Desde muy temprano Juan trabajaba activamente barriendo lo sucio, -abrillantando los arneses, quitando el barro á los coches, transportando -cubos de agua de un lado á otro. Era menudito de cuerpo, descolorido y -flacucho de rostro, con ojos pequeñines y azules, rodeados de pestañas -bermejas. Caminaba lentamente y abriendo mucho las piernas, como jinete -que acaba de recorrer una jornada larga y está muy fatigado. El ruido -de sus zuecos, rellenos de paja, inquietaba á los caballos, que volvían -la cabeza para mirarle, amusgaban las orejas y fijaban en él sus ojos -brillantes. Unos resoplaban impacientes, otros atabaleaban el suelo, y -el estrépito metálico de sus herraduras llenaba la soleada quietud de la -cuadra. Al principio aquella curiosidad un poco hostil asustaba al -_boy_; pero luego, con la costumbre, sus temores se disiparon: los -caballos, á su vez, reconociéndole ya como á bienhechor, relinchaban de -gozo al verle, y él concluyó por abordarles sin miedo, dándoles -terroncitos de azúcar y bulliciosas palmadas sobre las ancas, lucias, -brillantes y redondas. - -Todas las mañanas, alrededor de las diez, el amo del picadero aparecía. -Se llamaba don Pedro del Real, y los que le conocieron mozo le atribuían -una historia amorosa larga y pintoresca. Pero si don Pedro fué, como -decían, caballista infatigable, derribador temerario de toros y -conquistador dichoso de voluntades femeninas, de aquel pasado galante ya -nada, ó casi nada, quedaba en él. El tiempo artero habíale mudado la -condición, sin duda, quitándole la alegría según fué robándole la -guapeza. Don Pedro hablaba poco; era un espíritu reconcentrado, -hermético, sobre cuyo entrecejo la vida había dejado un pliegue vertical -de dolor. A pesar de esto, Juan Francisco le amaba; nunca le tuvo miedo; -apenas le columbraba acudía á recibirle, y el regocijo del saludo le -arrebolaba las mejillas; era como un grito de su sangre. Fué aquella -una emoción en la que Juan Francisco, ya hombre, meditó muchas veces y -que siempre, sin saber por qué, le dejaba triste... - -Cierta mañana don Pedro, contra su costumbre, mostróse comunicativo y de -buen humor. Aquel día nada tuvo que decir de la siempre discutida -calidad de los piensos, ni de la limpieza bruñida de las pesebreras; -todo, según lo examinaba, iba hallándolo bien: los arreos espejeaban al -sol, como debe ser; los coches, recién lavados, trozos enormes parecían -de pulido azabache; el rojo barniz de las ruedas ardía gayamente en la -vastísima amplitud blanca de la cuadra. - -Juan Francisco, en mangas de camisa y con un chaleco colorado de hombre -que le llegaba á la altura de las rodillas, seguía á don Pedro, -sorprendido de verle tan contento. El amo, de pronto, pareció reparar en -él; miróle de hito en hito, y como las mejillas escuálidas del muchacho -enrojeciesen de alegría, don Pedro del Real sonrió paternal; después le -trabó por los sobacos, levantóle en alto, bajándole y subiéndole varias -veces y con rapidez, como para apreciar bien su peso, y luego le soltó. -Juan Francisco cayó de pie, y sus zuecos chocaron contra el suelo -crepitando en el vacío sonante del salón. Varios cocheros y mozos de -cuadra contemplaban la escena sonriendo. Don Pedro examinaba al _boy_; -sus piernecillas flacuchas y estevadas, su tórax angosto, la delgadez -esquelética, pero vigorosa, de sus brazos, el prognatismo de su -mandíbula, la nerviosidad de su pestorejo acanalado... y toda aquella -fealdad simiesca, parecían encantarle. - ---¿Te gustan los caballos?--preguntó. - ---Sí, señor, mucho--contestó Juan Francisco. - ---¿Y ya no te dan miedo? - ---No, señor. - ---Bueno, pues entonces... - -Y el antiguo caballista, que sin duda amaba apasionadamente su oficio, -se interrumpía para observar al muchacho, que acaso realizaba el tipo -soñado por él del perfecto jockey, ingrave y fibroso. Continuó: - ---¿Tú quieres ser jockey? - -Por la bocaza faunesca de Juan Francisco resbaló una sonrisa blanca, -idiota, con esa idiotez del estupor que produce en los hombres la -felicidad. Tardó en responder: - ---Sí, señor... ¡Ya lo creo que quiero! - ---Conformes; pues yo te enseñaré á montar. - -Aquella misma mañana recibió Juan Francisco la primera lección de -equitación, y á partir de tal momento, todos los domingos y días -disantos, maestro y discípulo salían á galopar por la carretera de El -Pardo. Eran excursiones terribles, de las que Juan Francisco, encogido y -raquítico sobre el lomo sudoroso de su cabalgadura, regresaba lívido -como un muerto. - -Rápidamente el muchacho iba agilizándose, robusteciéndose, dentro de su -delgadez caricaturesca, y adquiriendo esa complexión, á la vez ligera y -hercúlea, de los buenos jinetes. Poseía además, y esto echólo de ver en -seguida don Pedro, lo que no se aprende, lo que puede llamarse «el -instinto» del oficio: un _tic_ especial, inexplicable, personalísimo, -que convierte la profesión, vulgar al parecer, de caballista, en un -verdadero arte. Reglas hay para lo que, en la jerga de los picaderos, se -dice «apurar al caballo»: para afirmarle la cabeza, para asegurarle la -boca, para abrirle y darle vistosidad y gallardía, para tenerse bien -sobre la silla... Todo ello constituye lo adjetivo, lo que puede -imitarse de un buen maestro. Pero ninguna de estas habilidades -adquiridas bastó á hacer verdaderamente famoso el nombre de un jockey. -Los grandes jockeys de prestigio mundial tuvieron, además de esa sangre -fría que les permitió aprovecharse de todos los descuidos de sus -rivales, la «intuición» del caballo, una especie de adivinación ó de -doble vista que les indicaba cómo necesitaban llevar las riendas y -cuanto, en un determinado momento, debían hacer. Apropósito de esta -parte esencial ó substantiva de su oficio, nada puede reglamentarse, -como nada, en cuestiones de amor, debe prescribirse acerca del modo de -interesar el corazón de una mujer. ¿Quién sabría decir cuál será la -mirada, el gesto, la inflexión de voz, que en el «cuarto de hora» -nupcial de la conquista han de darle á «Don Juan» la victoria? Así el -jockey, para quien un espolazo oportuno ó un simple temblor de rodillas -pueden constituir su triunfo ó su derrota en el último desesperado -arranque de la carrera. Como «Tenorio», Fordham no se forma: nace. - -Juan Francisco poseía este don maravilloso en grado tal, que sorprendió -al mismo don Pedro. Sin saber por qué, pues su experiencia en asuntos -hípicos era nula, bastábale un simple ojeo para conocer la condición del -caballo que iba á montar. Pocas veces se equivocó. Diríase que desde el -primer momento surgía entre él y su cabalgadura una corriente magnética -que les apretaba y unía en el milagro de una sola voluntad. - -Al mismo tiempo que Juan Francisco aprendía á tenerse bien sobre la -silla y á ser un sagacísimo, cabal y esforzado jinete, capaz de gobernar -á los potros de más torcida y alborotada condición con sólo el imperio -de las rodillas, don Pedro iba enseñándole á corroborar y seleccionar -sus preexcelentes disposiciones físicas de jockey. - ---Un buen jockey--afirmaba el viejo caballista--debe reunir, á una gran -fuerza muscular, el menor peso y el menor volumen posibles. Quiero -decir: que necesita ser una especie de hércules enano. - -Para conseguir lo primero, Juan iba dos ó tres horas diarias al -gimnasio; para lo segundo, su maestro le trazó un plan alimenticio, le -impuso masajes especiales y le obligó á dar largos paseos á pie y á -tomar baños de sudor. Estos tratamientos durísimos, que ni aun los -mismos jockeys ingleses pueden soportar, Juan Francisco los resistía -perfectamente y sin mengua de su vigor muscular. De mes en mes el -diminuto _boy_ iba quedándose más descolorido y enjuto, y hasta diríase -que su estatura había menguado: no obstante, ni su agilidad ni su fuerza -decrecían. Pronto su peso disminuyó á cincuenta kilogramos. Don Pedro -del Real le examinaba, le pulsaba, y un guiño admirativo iluminaba su -grueso rostro, habitualmente impasible. - ---Has nacido para jockey, muchacho--decía--, y te aseguro que harás -carrera; yo entiendo mucho de eso; yo no me engaño. - -No se equivocó, en efecto. Cuatro años después Juan Francisco se -presentaba por primera vez como jockey ante el público de Madrid y -obtenía un segundo premio. - - - - -II - - -Cuando don Pedro del Real murió, Juan Francisco entró al servicio del -conde Narciso, que tenía caballerizas en París y era dueño de la yegua -_Turia_, que el año anterior ganó los cien mil francos del -«Jockey-Club». - -El conde Narciso gozaba fama de ser uno de los más inteligentes y -expertos caballistas de Europa. En sus cuadras poseía yeguas magníficas -del Irak y sementales soberbios procedentes de las antiguas y gloriosas -caballerizas del conde de Lagrange, el primer francés que arrancó á los -ingleses el codiciado premio Derby. De estos cruces, sabiamente -calculados, había nacido una raza de caballos admirables por su tamaño, -su acabada traza y su ardimiento, con los cuales su dueño había ganado -en los _turf_ de Londres y de París muchos millares de francos. Sobre -los caballos del conde, que pagaba las montas con extraordinaria -largueza, habían pasado los mejores jockeys de Europa, pero muy pocos -lograron merecer su simpatía y menos su confianza. - -Era el conde Narciso un hombre como de cincuenta años, elegante y -correcto, un poco frío, que siempre vestía trajes de color gris hechos -en Londres, y estrenaba diariamente un par de guantes blancos. A los -jockeys les recibía de pie, les examinaba rápidamente y luego les -despedía con un gesto desdeñoso, inapelable, de rey. - ---Por ahora--decía--no me conviene usted... - -Y les volvía la espalda. Así, el favor del conde Narciso fue considerado -en la profesión de jockey como un doctorado. - -Juan Francisco fue á visitarle provisto de buenas cartas de -recomendación; no obstante, iba medroso y balbuciente, como estudiante -que va á examinarse de una asignatura mal aprendida. Acababa de cumplir -veinte años: era un hombrecillo minúsculo, cenceño, flexible y vibrante, -cual si su carne acerada careciese de armazón ósea. Con el tiempo, aquel -raquitismo caricaturesco que tanto entusiasmaba al veterano don Pedro -del Real, habíase exagerado hasta lo inverosímil. Un copioso plantel de -cabellos rojos cortados á rape cubría su cráneo dolicocéfalo, chato y -largo; tenía la frente breve y deprimida, cortada transversalmente por -dos hondas arrugas paralelas; los ojos pequeños, redondos y azules; la -corva nariz avanzaba, atrevida y tajante, como una arista; el -prognatismo enfermizo de su mandíbula inferior hundía las mejillas y -afilaba el semblante exangüe y pecoso: era una verdadera mandíbula de -jockey, que salía al tropiezo del horizonte y parecía hecha para cortar -el aire. - -Un criado condujo á Juan Francisco al despacho del conde. - ---Tenga usted la bondad de esperar--le dijo--; el señor conde está -bañándose. - -El joven jockey permaneció de pie, inmóvil sobre sus piernecillas -abiertas, lleno de zozobra dentro de su amplio gabán color café. La -habitación donde se hallaba tenía dos ventanas á un jardín, y era -espaciosa y clara. Cubrían las paredes largos armarios repletos de -libros lindamente encuadernados, sobre cuyos tejuelos de diversos -colores la luz se reflejaba alegre. Aquí y allá, en estudiado desorden, -aparecían escenas hípicas y retratos de jockeys y de caballos famosos. -Sobre la chimenea, y como en lugar preferente, estaba la fotografía de -Grimshaw, que ganó montando al caballo francés _Gladiateur_ el premio -Derby; y á su lado la del jockey Fordham, campeón invencible de las -carreras largas. En artísticos marcos forrados de felpa, cuyo lozano -color verde traía el recuerdo de los hipódromos, aparecían varias -cabezas de corredores célebres: la de _Monarque_, padre de _Gladiateur_ -y de toda una generación de terribles corredores; la de _Liouba_, su -yegua favorita; la de _Vermouth_; la de _Eclipse_, el mejor caballo del -siglo XVIII, vencedor de _Bucéfalo_, y uno de cuyos cascos, metido en un -hermoso objeto de arte, fue regalado como premio en una carrera de la -«Copa de Ascot». En la entreventana, ocupando también lugar ostentoso y -preferente, había un retrato del famoso Baucher... - -Contemplando aquella exposición de celebridades hípicas, Juan Francisco -pensaba: - ---¡Si yo mereciese algún día el honor de figurar aquí!... - -La puerta del despacho acababa de ser abierta lentamente, y bajo los -pesados cortinajes de color musgo que la cubrían apareció la figura -correcta y simpática del conde Narciso. Su calva noble y tranquila de -hombre mundano brillaba á la luz; cubría sus mejillas, bronceadas -ligeramente por el aire libre y el sol, una bien cuidada barba, corta y -blanca. Vestía, según costumbre, un traje gris claro; el ancho pantalón -caía aplomo, conforme á los severos cánones de la elegancia inglesa, -sobre las botas de charol reluciente. - -Juan Francisco se inclinó respetuoso, los pies juntos, los brazos -rígidos á lo largo del busto. Ante aquel hombrecillo grotesco que volvía -á la memoria el recuerdo de las teorías darwinianas, el conde pareció -satisfecho. El jockey esperaba que su interlocutor le dirigiese algunas -preguntas, pero se equivocó: el conde Narciso limitóse á observarle, -desnudándole y sospesándole cuidadosamente con la mirada: vió su frente -estrecha, su barbilla tajante, llena de voluntad, su tórax angosto que -apenas opondría resistencia al aire; y al mismo tiempo sus ojos -inteligentes apreciaron la terrible fuerza nerviosa de aquel cuerpecillo -enano. - ---¿Cuánto pesa usted?--preguntó. - ---Cuarenta y ocho kilogramos. - ---Está bien. - ---Pero aún espero llegar á los cuarenta y cinco. - -Por las cejas, poco inclinadas á la sorpresa, del conde Narciso, pasó un -ligero temblor admirativo. Parecía encantado. Juan Francisco acababa de -conquistarle, más que con su aspecto, por aquellas contestaciones breves -y seguras donde latía, como un fanatismo, ese «amor al caballo» que -llena el alma de los jockeys de raza. - ---¿Cuánto deseaba usted ganar?--preguntó el conde. - ---¡Oh!... de eso, si al señor le parece, hablaremos más adelante, cuando -el señor vea de cerca lo que yo valgo. - ---Perfectamente. Entonces, á partir de este momento, queda usted á mi -servicio, y mañana mismo saldrá usted para París. - ---Como el señor disponga. - ---Pero necesito, y esto es indispensable, que antes cambie usted de -nombre: procúrese usted un apellido exótico y monosilábico, que -impresione fácilmente el oído. - -Juan se inclinó ceremoniosamente y salió. Desde aquel día, el obscuro -hospiciano que siempre había firmado Juan Francisco, comenzó á llamarse -«Juan Thom». - -El triunfo que el joven jockey lograba poco después sobre la pista de -Longchamps, le valía un puesto de honor entre los corredores más -famosos de allende el Estrecho. - -Juan montaba aquella tarde el caballo _Abril_, un alazán de cinco años, -nuevo en los hipódromos, y del cual, no obstante, los inteligentes -hablaban mucho; lo que los ingleses llaman un _dark-horse_. - -La víspera, el conde Narciso había cambiado algunas palabras con Juan -Thom; él no quería decirle nada acerca de cómo debía llevar á _Abril_; -prefería dejarle todas las iniciativas y con ello adjudicarle todas las -responsabilidades. Como si hablase de un viejo amigo, el jockey repuso -tranquilo: - ---No pase zozobra el señor conde; _Abril_ y yo nos llevamos muy bien. - -Iba á empezar la carrera; el juez de salida dió la señal y los caballos -partieron. Durante los primeros momentos todos los concurrentes -avanzaron en grupo; pero muy pronto _Abril_ dirigió la carrera y -alcanzaba una ventaja de varios metros. Junto á él corría _Prometeo II_, -vencedor del premio Oaks y campeón de los hipódromos británicos, con -quien los ingleses esperaban llevarse aquel año los cien mil francos del -«Gran Premio». Un instante las manos de _Abril_ flaquearon, y _Prometeo -II_, brincando elástico bajo la fusta de su jinete, ocupó el primer -puesto. Fué aquel un momento de indescriptible emoción. El actual rey de -Inglaterra, entonces príncipe de Gales, que estaba en las tribunas, -tremoló sobre su cabeza un pañuelo en señal de victoria, y un _¡hurra!_ -gutural y áspero, lanzado por millares de gargantas sajonas, cruzó el -espacio. - -Pero Juan Thom no aceptaba aún la derrota. Su alma latina, invencible en -el impulso temerario de la primera impresión, tuvo una resolución -heroica, y desviando con lentitud hábil á su caballo de la línea recta, -lo echó disimuladamente sobre el competidor que le arrancaba el triunfo. -Las rodillas de Thom y del otro jockey chocaron, permaneciendo algunos -segundos estrechamente cosidas y superpuestas; crujieron los huesos; de -pronto Juan Thom, que no perdía la serenidad, sintió en su corva la -presión de la rodilla enemiga; aquella ventaja de tres ó cuatro pulgadas -que acababa de obtener, decidió la lucha en su favor. _Prometeo II_, -desconcertado por la maniobra artera de su rival, que le cortaba el -camino, perdió terreno, y _Abril_ llegaba el primero ante las tribunas, -bajo una lluvia crepitante de aplausos. - -Sin familia, sin amigos y dotado de un carácter callado y juicioso, Juan -Thom no tenía, fuera de su oficio, nada que le sobresaltase ni -distrajese. Pasaba las tardes en las cuadras del conde Narciso, -examinando los arreos, modificando la forma de las sillas para -aligerarlas, estudiando la calidad de los piensos, preocupado siempre -por el temor de que los caballos engordasen. Y él mismo andaba sometido -á masajes crueles y á ejercicios gimnásticos que daban á su enjuta -musculatura la sequedad y la dureza del hierro. Refinando mucho sus -alimentos, llegó á comer muy poco: uno de sus grandes empeños estaba -cifrado en tener la cintura de un niño; según Juan Thom, el jockey ideal -debe carecer de estómago. - -Así, la confianza que el conde Narciso tenía en la pericia de su primer -jockey era ilimitada. Thom ordenaba los cruces que debían mejorar la -raza de los corredores, y maravillaba la penetración suprema con que -buscaba en los padres las condiciones de agilidad, de voluntad y de -fortaleza, que más tarde habían de resplandecer en el hijo. - -Del cruce de la yegua _Rocío_ con un garañón inglés, por el que dió el -conde Narciso ochocientos mil francos, nació _Rick_; aquel terrible -_Rick_, jamás vencido bajo las rodillas de Thom, que varios veterinarios -reconocieron buscando en la anatomía de sus clavículas una complexión -especial. - - - - -III - - -Juan Thom, que ya llegaba á los cuarenta años, adoró en _Rick_, en quien -su asotilado instinto de viejo jockey adivinaba cualidades -extraordinarias de agilidad, vigor y coraje. - -En cierto modo, esta pasión fué la resultante del ambiente que le -circundaba. El buen Thom, raquítico y feo hasta lo bufo, con sus -piernecillas estevadas, sus brazos largos y nudosos y su cabeza de -simio, no había sabido formarse una familia. Además, le asustaba vivir -siempre bajo los cielos, un poco tristes, de París ó de Londres. -Realmente, Juan Thom, que guardaba algunos ahorros y empezaba á saberse -viejo, sentía recónditos y callados deseos de volver á España. Aquella -desilusión de su vida actual era en él como un atavismo; la necesidad -melancólica que todos los hombres que habitaron constantemente en -grandes urbes experimentan de regresar al campo, cual si repentinamente -vibrase en sus entrañas el amor á la Naturaleza, á los arroyos -murmurantes, á las selvas umbrosas, á la tierra madre, bienhechora y -munífica, que adoraron con culto panteísta sus progenitores, los remotos -aborígenes, salvajes y desnudos. Juan Thom soñaba con su vieja Castilla, -seca y llana: se establecería en un pueblo, compraría una casita, -cuidaría una huerta y luego, cuando la casualidad le deparase una mujer -buena y guardadora de su hacienda, se casaría y tendría hijos, y moriría -olvidado y tranquilo, lejos del estruendo fragoroso de los hipódromos. - -La aparición de _Rick_ vino á quebrar momentáneamente estos cristianos -propósitos de serenidad y alejamiento. Juan Thom lo vió nacer, él -presidió su vida, él, á fuerza de tesón, quitóle toda mala estirpe de -resabios y defensas, ejercitó su inteligencia, infundió á su condición -voluntariosa arrestos temerarios, nutrió sus músculos, dió á sus -miembros, con ayuda de sabios ejercicios, aquellas proporciones -agigantadas que ningún otro caballo había de igualar después, y puso en -su instinto ese ramalazo de fiero orgullo que decide de la victoria en -todos los combates. - -A los cinco años _Rick_ tenía nueve dedos sobre la marca. Era alazán, de -un alazán tostado y brillante. El sangriento color del ollar y la mirada -ardiente de los ojos negrísimos, daban á la cabeza expresión poderosa y -temible. Era muy abierto de pecho, redondo de grupa y acopado de cascos; -el dorso ondulante, la boca asegurada y fresca. Sus remos, flacos y -largos, ignoraban el cansancio y abarcaban un tranco enorme; al caminar, -todo su cuerpo vibrante temblaba, siguiendo al cuello erguido y -robusto, que parecía arrastrarlo tras sí, hacia el horizonte. Era -gigantesco como _Eclipse_, ágil como _Vermouth_, voluntarioso y -arrebatado como _Monarque_. Celoso de su poder, no consentía la vecindad -de ninguna sombra; el menor ruido le sobresaltaba; sus orejas -levantadas, más que pasmo, revelaban cólera; siempre parecía fugitivo, y -sin cesar sus ojos iban de una parte á otra, mirándose las ancas, como -asustado de sí mismo. Su figura imponente amedrentaba á sus -competidores; en las cuadras del conde Narciso había un caballo que -cuando se hallaba en algún _canter_ con _Rick_ se abocinaba y cubría de -sudor. - -Los días de carrera, por la mañana, Juan Thom entraba en la caballeriza -á saludar á _Rick_. - ---Hoy hay lucha, _Rick_--decía--; es preciso portarse bien. - -El noble animal miraba al jockey, luego resoplaba, y su belfo descubría -los dientes descarnados y amarillentos, ensayando una sonrisa ufana. -Thom, entonces, le daba nalgadas sonoras, le acariciaba la crín, le -besaba el ollar y le decía al oído palabras de amor. El bruto, -agradecido, amorraba la cabeza y entornaba los ojos... - -Sobre la pista del hipódromo, Juan Thom y _Rick_, al formar un cuerpo -gobernado por una sola y omnipotente voluntad, resucitaban la fábula del -centauro. Impetuoso en la acometida, é infatigable y tenacísimo en la -carrera, _Rick_ tenía algo del poder de los elementos cósmicos. Su -arranque era terrible siempre, casi decisivo; pero en la lucha, su -voluntad ardiente y dura, como hecha de fuego y de diamante, no -encontraba rival. Su impulso, además, era consciente: Thom podía dejarle -las riendas sobre el cuello, seguro de que _Rick_ no desaprovecharía -ninguna ocasión para vencer. - -No satisfecho con esta perfecta alianza, Juan Thom había enseñado á su -caballo un grito gutural que, á modo de conjuro, poseía la virtud de -enajenarle y desbocarle. - ---¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!... - -Era un alarido ronco, breve, de una modulación suigéneris, clarineante y -salvaje, que el astuto jockey sólo lanzaba en los trances de peligro -extremado; una voz cabalística que acaso hería los centros cerebrales -del animal y le trastornaba. Este recurso nadie, ni aun el mismo conde -Narciso, lo conocía; pero, aunque alguien lo hubiese sabido, no hubiera -podido utilizarlo. La virtud de esas palabras que penetran hasta el -fondo de ciertas almas, depende, más que de su significación escueta, -del modo como son pronunciadas y de la simpatía que medie entre quien -habla y quien escucha. Una mujer oye decir: «te amo», á un hombre que la -es indiferente, y permanece fría; pero se lo dice el galán que ella -quiere, y se vuelve loca. - -Juan Thom sabía esto, y la fuerza de fascinación que tenía sobre su -caballo dábale la seguridad de ser invencible. Varias veces probó la -capacidad empujadora del grito aquel. - ---¡Gruiiii!... - -Y siempre llegó el primero á la meta. Al oirlo, _Rick_ poníase fuera de -sí: instantáneamente bebíase la brida, estiraba el cuello, sus cuatro -remos formaban con su vientre una línea horizontal, y botaba, cual si -algo eléctrico estallase en su interior. Piedra disparada por honda -parecía; su velocidad era la velocidad silbante de la flecha. Volaba. -Las multitudes, atónitas, saludaban con un rumor de pasmo aquel correr -inaudito. - -Montado sobre el lomo temblequeante y enorme de _Rick_, el diminuto Juan -Thom, cuyas espuelas apenas alcanzaban al vientre de su cabalgadura, -parecía un mono con dolor de estómago. Y, no obstante, para Thom, el -vencedor de todas las carreras, eran los aplausos y los apretones de -manos y las sonrisas, á veces voluptuosamente prometedoras, de las -mujeres elegantes que llenaban las tribunas. Con su gorrilla de visera, -su chaquetilla de seda roja, su ceñido pantalón blanco y sus chambergas -de charol, Juan Thom era, sobre el verde tapete de los hipódromos, -grande como un rey. Su busto exiguo permanecía rígido, insensible al -incienso; su boca fina, desdeñosa, casi imperceptible como la herida de -un bisturí, no sonreía; sus ojos pequeños y buídos miraban al espacio -inquietos, devorando la distancia. A lomos de _Rick_, Thom era la -encarnación del dios Exito: las victorias del célebre caballo, haciendo -oscilar millones de francos, tenían la importancia de una gran jugada de -Bolsa. Un crítico, refiriendo el último triunfo de Juan Thom, dijo que -con los billetes de Banco que _Rick_ había ganado podría alfombrarse el -Campo de Marte. - -Los cuidados idolátricos de que Thom rodeaba á su caballo, el ahinco -suicida que ponía en afilarse y disminuir para pesar sobre _Rick_ lo -menos posible, las zozobras de vanidad y de interés que nublaban su -ánimo, la semana de inquietudes febriles que precedía á los grandes -torneos hípicos, los peligros de la lucha, y, más tarde, los aplausos -cobrados en aquella incesante y apretada colaboración, habían -robustecido los vínculos del amor casi paternal que el jockey profesaba -á su caballo. - -Repasando sus recuerdos volvía con frecuencia á la memoria de Juan la -impresión del despacho donde, muchos años antes, vió por primera vez al -conde Narciso. El aspecto de aquella habitación persistía en su espíritu -con detalles minuciosos: los muebles de gutapercha, los armarios -abarrotados de volúmenes, sobre cuyos tejuelos rielaba la luz mañanera, -los retratos de jockeys y de caballos célebres diseminados por la -uniformidad gris de los muros. Y también revivía el anhelo ambicioso que -la severidad del despacho aquel suscitó en su ánimo: «¡Si yo llegase á -ser un jockey de prestigio mundial! Si yo alcanzase la fortuna de tener -un caballo que pasase á la posteridad como _Eclipse_ y _Monarque_!...» -Ahora reconocía que la vida no fué mala para él: había triunfado, todos -sus deseos estaban cumplidos, y ello le producía una ecuanimidad dulce y -honda. - -Al revés de lo que suele ocurrir en el teatro, donde no es raro que el -primer galán, aunque esté enamorado de la primera actriz, se muestre -mortificado y celoso de los aplausos tributados á su compañera, la -celebridad cosmopolita de _Rick_ no era mas que la corroboración ó -complemento de la celebridad de Juan Thom. La popularidad les acariciaba -igualmente: el color de las blusas sedeñas del pequeño Thom dirigía la -moda en las temporadas de primavera y de otoño; un zapatero parisino -puso á la venta unas botas chambergas idénticas á las usadas por él y -que llevaban su nombre; las cabezas del jockey invencible y de _Rick_ -aparecieron juntas muchas veces sobre la primera página de las revistas -ilustradas. - -Juan iba hacia la inmortalidad, y le llevaba _Rick_, que era su obra -maestra, casi su hijo. Así, jamás con mayor razón que entonces pudo -decirse de ningún artista que caminaba hacia el triunfo montado sobre su -historia. - - - - -IV - - -Todas las tardes en que había carreras, al salir de Longchamps, Juan -Thom vaciaba una botella de vino en la taberna de un bordelés que había -viajado mucho por España, y cuya conversación pintoresca era para el -jockey desterrado como un rayo del alegre sol de la patria. - -Cuando el señor Gustavo trajinaba en el comedor sirviendo á los -parroquianos que llegaban boquisecos y con ganas de cerveza y de broma, -el pequeño Thom iba á sentarse en la _terrasse_ del establecimiento, -ante el cual el bosque de Bolonia dilataba su inmensidad verde. Los -crepúsculos de aquellas tibias tardes primaverales eran muy dulces: el -cielo azul, donde la luz solar iba amortiguándose en una gama de -palideces incontables, se cubría lentamente de nubecillas blancas y de -cirrus rosáceos de una delicadísima transparencia ambarina; la -muchedumbre que regresaba á París dejaba tras sí un silencio, un gran -silencio hierático, que se oía; á lo largo de las Avenidas, el ruido de -los coches y el alarido crepitante de las bocinas de los automóviles -disminuía, se emborronaba, en la distancia; la nube de polvo, semejante -á un halo de muchos kilómetros, que levantó la multitud al pasar, -descendía de nuevo á la tierra y la atmósfera recobraba su limpidez, y -en la diafanidad luminosa del espacio, las frondas del bosque recortaban -una línea ondulante y cerúlea. Y según el estrépito efímero de los -hombres cesaba, la Naturaleza reaparecía solemne, avasallante, en su -doble gesto magnífico de silencio absoluto y de eternal quietud. - -De la lejanía llegaban piar de pajarillos adormilados y murmurios de -arroyos, que hasta entonces parecieron callados, y que traían deseos de -paz al alma de Juan Thom. Horas antes, los pulmones del pequeño jockey -se habían congestionado en la angustia de la carrera, y cuando, como -siempre, llegó el primero á la meta, sus mejillas tenían la palidez de -la carne muerta. Ahora descansaba; sus labios exangües se abrían con -deleite á las brisas, y en el círculo bermejo de las pestañas, los -ojillos azules que hundió la fatiga recobraban su vivacidad. Su alma -sencilla se desperezaba en este bienestar físico. - ---¿Hasta cuándo viviré así?--pensaba--; esto no puede durar siempre; es -preciso concluir... - -Y sin ser filósofo ni entender un ápice de problemas trascendentes, el -diminuto Thom, que era un hombrecillo perfectamente vulgar, se -interrogaba con desaliento: - ---¿Para qué defiendo tanto una vida en la que no he conseguido ser -dichoso?... - -El hilo de estas meditaciones melancólicas solía romperlo el señor -Gustavo, siempre con delantal y en mangas de camisa, rojo, hercúleo, -lleno de salud y de risas sobre sus zapatones claveteados y sonantes. - ---¡Hola, señor Thom!--gritaba el bordelés--; ¿en qué se piensa? - -El jockey se estremecía, aturdido por la pregunta inesperada, y tardaba -un poco en contestar. Luego decía: - ---¡Qué sé yo!... estaba aburrido... - ---¿Cuándo volvemos por España? - ---No sé; pero crea usted que cualquier día me voy. - ---Es natural. ¡Qué diablos! Yo también tengo ganas de marcharme á -Burdeos. ¡Aquel cielo... no hay otro!... Además, yo creo que los -hombres, después de correr el mundo, deben irse á morir al sitio en -donde nacieron. - -Se sentaba y, familiarmente, con liberalidad meridional, de la botella -que había pedido el jockey, se servía un generoso vaso de vino. - ---¡A su salud!--exclamaba. - -Y, levantándolo en alto, lo vaciaba de un trago, Juan Thom le -contemplaba sonriendo, y se reconocía más insignificante y desmedrado -que nunca, ante la mole atlética del tabernero carcajeante y sanguíneo -que olvidaba su viudez abrazando estrechamente á las criadas de la -vecindad, y que al hablar descargaba puñetazos terribles sobre las -mesas. - -El señor Gustavo tenía una hija, Marta, con quien Juan Thom echaba -largos párrafos. Era una muchacha morena, un poco triste, de ojos -juiciosos y honrados, que sugerían dulcemente la idea de formarse un -hogar. El jockey solía hablarla de España, y aunque sus relatos eran -verídicos y nada extraordinario ponía en ellos, la joven le escuchaba -atentamente, atraída por esa leyenda de amores y de sangre que rodea á -los países favoritos del sol. Un día en que su conversación fué más -íntima, Marta le interrogó: - ---¿Tiene usted padre? - ---No. - ---¿Y madre? - ---Tampoco. - ---¿Y hermanos? - ---Tampoco tengo hermanos. Soy solo en el mundo. En España nadie me -espera. No conservo allí ni siquiera un amigo... - ---¡Es raro! - ---Sí... ¡muy raro!... Es decir... - -Y ella, sin saber por qué, quedóse triste, y por primera vez advirtió -que Juan Thom era muy feo y que tenía los cabellos grises. Sorprendido -de verla tan callada, el jockey preguntó: - ---¿En qué piensa usted? - ---En nada; en eso... - -Thom cerró los ojos y su memoria buceó inútilmente en las tinieblas del -Hospicio. Allí estaba su niñez, sus recuerdos arrancaban de allí... -Pero, ¿y antes?... Y de pronto tuvo deseos de llorar, porque sintió que -la vida no había tenido besos para él. - -A la tarde siguiente, Juan Thom no pudo hablar con Marta. Era domingo y -la taberna estaba llena de parroquianos sedientos, que reían y charlaban -á gritos; las luces palidecían en el humo de las pipas. Thom, desde la -_terrasse_, miraba al interior del establecimiento. El señor Gustavo, en -pie, detrás del mostrador, al aire los antebrazos, peludos como los de -un fauno, parecía presidir la reunión. Marta iba de una mesa á otra, -solícita y grave á la vez, y al inclinarse hacia adelante para servir un -bock de cerveza ó recoger unos vasos, sus pechos vibrantes y eréctiles -se dibujaban audaces bajo la fina tela del corpiño. - -Thom observaba á la joven, y una melancolía, que era casi una angustia, -iba apoderándose de él; también advirtió que varios bebedores, que ya -empezaban á mostrarse borrachos, la miraban con avidez. - -¿Por qué de todas las perfecciones femeninas el seno es lo que más -despierta y alborota la lascivia del hombre; y por qué á las mujeres, -especialmente á las muy predispuestas á la maternidad, es allí, -justamente, donde más gustan de ser acariciadas? ¿No hay en todo ese -poderío lujuriante de los senos, que alimentan la vida del recién -nacido, como «una voz de la especie»...? - -En esto pensaba Juan Thom, y al mismo tiempo sentía un desasosiego -extraño y doloroso, que era como una amenaza, como el presentimiento de -un peligro que iba acercándose. Empezó á monologuear: - -«Si Marta fuese novia mía y cualquiera de estos barbarotes la faltase al -respeto de obra ó de palabra, ¿qué iba á hacer yo?...» - -Y al sentirse obligado á responder á esta pregunta, la idea de que era -pequeñuco, raquítico y débil, le hirió en su dignidad de hombre y de -amante como un cuchillo. - -El jockey acababa de vaciar su botella, cuando el peligro esperado -llegó. Un parroquiano, que había pedido un bock de cerveza, trabó -conversación con Marta: era un individuo barbirrubio, vestido con traje -de pana, que reía groseramente. La joven quiso marcharse, pero su -interlocutor la retenía por el delantal, y los ojos de los amigachos que -trasegaban con él ardían en deseos. De pronto, aprovechando un momento -en que el señor Gustavo se hallaba vuelto de espaldas al salón, el -individuo del traje de pana extendió un brazo y su mano torpe, -hambrienta cual una garra, se crispó gozosa sobre el seno de Marta. La -moza dió un grito, y Juan Thom, fuera de sí, penetró en la taberna. Con -la agilidad de un gato se lanzó sobre el insolente. - ---¡Canalla!--gritó. - -Al sentirse agredido, el borracho se puso de pie, esperó á que el jockey -repitiese su acometida y luego, de un solo puñetazo, le tiró al suelo, -hecho un ovillo, á los pies de Marta. Afortunadamente para Thom, el -señor Gustavo acudía á su defensa: adivinaba lo ocurrido. - ---¡Trueno de Dios!... - -Las sílabas del juramento favorito del buen pueblo francés pasaron -silbando por entre sus dientes, que crispaba la cólera. El borracho -trató de defenderse, pero su resistencia fué vana: el tabernero le cogió -por las solapas con una mano, para asegurar bien el golpe que iba á -darle con la otra, y en seguida, de un puñetazo recto y seguro le lanzó -hasta la _terrasse_ con la cara rota y bañada en sangre. - -Aquella noche Juan Thom cenó con el señor Gustavo; Marta comía con -ellos, pero á cada momento se levantaba para servirles. Los dos hombres -comentaron el lance, machacando pesadamente sobre los mismos detalles: -Juan Thom acababa de vaciar su botella y se hallaba en la _terrasse_, de -cara á la taberna y mirando á Marta; el señor Gustavo estaba detrás del -mostrador y dando la espalda al salón; en aquel momento... - ---Pues si no acude usted tan á tiempo--declaró el jockey con llaneza -simpática--, ese tagarote da fin de mí. - ---¡Vaya!... Pero conmigo la criada le salió respondona. ¿Eh?... ¡Tengo -los puños muy sólidos! Al que yo le trabe por el cuello, ya puede -despedirse de su familia... - -Hablando así, el tabernero reía á carcajadas, con una violencia tonante -que hacía vibrar la cristalería de los armarios. Bruscamente, -reconociendo al jockey humillado, se interrumpió para decir: - ---¡Caramba! ¡Pero usted es valiente! - -Juan Thom, modestamente, bajó los ojos. El señor Gustavo repitió: - ---¡Ya lo creo! Es usted un bravo... Porque hay que considerar que usted -no tiene fuerza... que á usted, de un estornudo, se le tira al suelo... - -Y como el jockey no contestase, Marta repuso: - ---Sí; el pobre no ha podido hacer más... ¡Pero, como es tan pequeño!... - -Thom miró á la joven y su mirada fué una lágrima. Marta, que era más -alta que él, le compadecía. Nunca se sintió el infeliz más -insignificante que entonces. - -Después entraron dos parroquianos, y el señor Gustavo, que ya había -cenado, fué á servirles. Juan Thom bebió solo su café. De cuando en -cuando suspiraba y miraba al espacio fumando su pipa. De pronto -experimentó cierto dulce alivio. Acababa de sorprender á Marta -observándole desde detrás del mostrador, por encima del periódico que -aparentaba leer atentamente. - - - - -V - - -Una mañana, al despertar, Juan Thom se preguntó: - ---¿Por qué estoy tan triste? - -Era, efectivamente, la suya una melancolía antigua y de honda raigambre -que le había mordido reiteradas veces, pero sin que él supiese que -aquello tan profundo, tan frío, que le robaba todo voluntario impulso y -le explicaba la voluptuosidad de morir, se llamaba así: tristeza. - -Mientras se vestía, el pequeño Thom volvió á interrogar á su conciencia -á propósito de aquel malestar que iba invadiéndole poco á poco como una -ola amarga; y al hacerlo fué en alta voz, cual si alguien que no fuera -él mismo hubiese de responder á su pregunta: - ---¿Por qué estoy tan triste? - -No era la nostalgia de hallarse expatriado, ni la de ser feo, ni la de -vivir pobremente, á pesar de lo mucho que llevaba trabajado: era algo -más, otra cosa... ¿Qué podría ser?... Hasta que su desasosiego -innominado tuvo un semblante y un nombre. Aquella revelación fue -inesperada y deslumbrante, como obra de embaucamiento ó de hechizo. - ---Estoy enamorado de Marta...--pensó con estupor Juan Thom. - -Y era así: en las almas los movimientos se generan y hállanse sometidos -á las leyes mecánicas que gobiernan el dinamismo de las máquinas. En -éstas, por ejemplo, el impulso que hace resbalar unos sobre otros los -engranajes de tres ó cuatro ruedas pequeñas, se comunica á lo largo de -las correas de transmisión á otros engranajes más grandes, y de éstos á -otros mayores aún, y al cabo á un volante gigantesco y de tremendo vigor -que, al alimentar con su trabajo la vida de la fábrica, reasume y -expresa las energías que todas las ruedas, árboles, émbolos, engranajes, -distributores y correas, desarrollaron antes que él. Lo mismo ocurre en -las almas, donde no es raro que todo cuanto en ellas dejó la herencia, -el temperamento, la educación, el ejemplo y demás factores que cooperan -á la formación de los caracteres, bruscamente se aúne, y los -sentimientos que antes parecían antagónicos, luego se fundan para correr -por el mismo cauce y componer una solitaria y todopoderosa corriente. - -Esta transformación sorprendente y maravillosa como mutación de comedia -de magia fué la que, en el curso rapidísimo de una noche, varió el alma -sencilla de Juan Thom. El, poco acostumbrado á la meditación, había -vivido ignorante de sí mismo y alejado de su propia conciencia: él, que -nació inclusero, experimentaba, por atavismo sin duda y sin saberlo, la -nostalgia de la madre y del padre que no conoció; él, inadvertidamente, -acaso padecía también la melancolía de envejecer lejos de su patria, la -ausencia total de afectos entrañables, la inanidad desesperante de la -gloria, el aterido cansancio de una existencia que ya declinaba y aún no -tenía rumbo, el espanto de tumba de las almas que caminan solas. Y -repentinamente, estas desilusiones secretas, que correspondían á otros -tantos deseos, se fundieron en un brusco anhelo; impulso único, -despótico, rectilíneo. - -Según las arterias recogen toda la sangre de los vasos capilares, ó como -un río cosecha las aguas todas de la cuenca hidrográfica donde nace, así -las ilusiones, las desesperanzas, los arrebatos, los recuerdos, cuanto -el espíritu de Juan Thom había vivido y esperaba vivir aún, se sintetizó -y mezcló en un gesto que tenía un nombre de mujer: Marta. Y ya no pensó -mas que en aquello: era indispensable acercarse á ella, conquistarla: -allí estaba el norte seguro de sus alegrías, el remedio inefable de -todos sus despechos. - -Y Juan Thom, mientras terminaba de anudarse la corbata delante del -espejo, afirmó decidido: - ---Sí, por eso estoy triste; porque estoy enamorado de Marta y yo no lo -sabía... - -La tarde en que el jockey se resolvió á declarar su cariño á la joven, -ésta le oyó sin inmutarse, con esa frialdad que inspiran las -confesiones poco deseadas y que se han visto llegar lentamente. - ---Por mí--dijo--no hay inconveniente; usted me parece un hombre bueno... -eso es lo principal. Pero necesito saber la opinión de mi padre: yo no -hago nada sin su consentimiento. - ---En tal caso--repuso Juan--, hablaré con él... - ---Como usted guste. - -La conversación de Juan Thom con el señor Gustavo se redujo á una -cuestión de números: la dote de Marta no llegaba á quince mil francos. -Juan, por lo visto, no tenía mucho más, y con treinta mil francos nadie -se establece decorosamente. Tímidamente Juan insinuó sus deseos, cada -día más notorios, de retirarse al campo. El tabernero le interrumpió: -Marta, acostumbrada al bullicio alegre de París, no querría vivir en un -pueblo, y menos separada de su padre. - ---Yo no la he interrogado acerca de esto--terminó--; pero la conozco y -creo que no accederá... - -Ante el señor Gustavo, saludable, hercúleo, casi rico, con el crédito -que le daba un negocio boyante y la obediencia de la mujer amada, el -pequeño Thom se sentía anonadado y minúsculo, ¡Y si él hubiera podido -oponer á las exigencias, un tanto impertinentes, de su presunto suegro, -la afirmación de que Marta le quería!... Pero la joven se lo había dicho -bien claramente: «Yo no hago nada sin consentimiento de mi padre». No -tenía, por tanto, armas con qué luchar y debía someterse á lo que la -parte enemiga decidiera. - ---Y, más tarde--prosiguió el tabernero triunfante--, cuando vengan los -hijos, ¿qué harían ustedes? - -El jockey, sin levantar los ojos del suelo, movía la cabeza reconociendo -con aquel signo afirmativo que el señor Gustavo tenía razón. - ---Trabaje usted algunos años más--concluyó el tabernero--, y ya veremos. -Mi hija todavía no necesita casarse. ¿Sabe usted qué edad tiene?... - ---Tendrá... ¿veinte años? - ---Diez y nueve nada más. Es demasiado joven. - ---Sí, ella es joven--repuso Thom suspirando--; ella puede esperar... ¡ya -lo creo!... Pero yo, no; yo voy siendo viejo... - -A pesar del resultado negativo de aquella primera gestión, Juan Thom -continuó yendo á la taberna casi todas las tardes. Una veces cenaba allí -y luego, mientras bebía su café y fumaba dos ó tres pipas, se abismaba -en la lectura de un periódico; otras, en que tenía prisa, tomaba un bock -y se iba. Marta, en pie delante de él, las manos metidas en los -bolsillos de su delantalito blanco festoneado de encajes, le despedía -con una sonrisita amable. - ---Buenas noches, señorita Marta. - ---Buenas noches, señor Thom; hasta mañana. - -Esta despedida trivial en que había como un deseo de volver á verle, -consolaba al jockey. - ---Si no volviese--se decía--creerían que me consideraba ofendido y -hablarían mal de mí. - -Los lunes, que eran días de poco trabajo, el señor Gustavo y su hija -cenaban con él. El tabernero era muy aficionado á las carreras de -caballos, en las que todos los domingos arriesgaba tres ó cuatro luises. -La amistad del pequeño Thom le había sido muy útil; gracias á él llevaba -ganados en aquellos dos últimos meses más de seiscientos francos, y esto -le inspiraba un fuerte agradecimiento hacia el jockey. - ---¿Cómo se las arregla usted--decía--para conocer tan perfectamente la -condición de cada caballo? Si yo poseyese tal habilidad, le aseguro á -usted que, antes de llegar á viejo, era millonario. - -Inmóvil y pálido como una figura de cera, Juan Thom replicaba guiñando -los ojillos. - ---Ese es un don que no se adquiere en ninguna parte. Yo no «estudio» al -caballo que voy á montar: yo lo «adivino»... - -Hablaba de _Rick_, que era su pasión, su orgullo: describía su -complexión, su color, la expresión de su mirar, su aliento soberano. - -Para distraer á sus interlocutores y convencerles de que los mejores -caballos son los alazanes obscuros ó tostados, refirió una historia que -oyó contar, siendo niño, á su amo y maestro don Pedro del Real. - -Decía la leyenda que cierto _cheik_ ciego iba guiado por su hijo, -huyendo de un tropel de furiosos enemigos. «--Hijo--preguntó el -_cheik_--, ¿qué caballos montan nuestros perseguidores?--Caballos -blancos, padre.--Entonces, llevémosles por donde haya sol, porque bajo -el sol se derretirán como si fuesen de nieve...» Transcurrieron así -varias horas, pasadas las cuales tornó á preguntar el _cheik_: «--Hijo, -¿cómo son los caballos que oigo galopar detrás de nosotros?--Son negros, -padre.--Pues procura llevarlos por terreno áspero, porque á fuer de -casquiblandos se romperán los cascos en el suelo...» Pero luego, como -sintiese el anciano jefe que el estrépito de sus acosadores resonaba más -cerca, volvió á informarse con inquietud del color de los caballos que -montaban, y al saber que eran alazanes exclamó: «En tal caso, lo mejor -es ocultarnos y dejarles pasar. De lo contrario, somos muertos». - ---Y así es _Rick_--concluyó Juan Thom--como esos caballos árabes que -corren sin sudar, durante todo un día, bajo el sol del desierto. - -Proseguían charlando hasta las nueve y media ó las diez de la noche, -hora en que el jockey, que necesitaba madrugar, se retiraba. Al -marcharse, el tabernero, más afectuoso que antes, le acompañaba hasta la -puerta, mirándole con ojos de enternecimiento y simpatía que parecían -decirle: «No crea usted que he olvidado la conversación que tuvimos una -tarde: mi hija y yo pensamos en usted». - -Una noche el señor Gustavo y Marta invitaron á Juan Thom á cenar; los -dos parecían preocupados y hablaron poco. A los postres el bordelés -preguntó: - ---Diga usted, amigo Juan: ¿usted tiene mucha confianza en _Rick_? - ---Tengo más confianza en él--repuso gravemente el jockey--que en mí -mismo. - -Hubo un largo silencio que desconcertó á Thom. Aquella pregunta -inesperada acababa de precipitarle en un abismo de dudas. Los dos -hombres se miraban, fumando sus pipas: Marta leía un periódico. El señor -Gustavo fue quien habló primero: - ---¿_Rick_ no ha sido vencido nunca? - ---Jamás--repuso Thom, cuyos ojuelos llamearon de soberbia. - ---Es que el mejor caballo, en un momento cualquiera puede flaquear... -despistarse... - ---¡Pero éste no!--interrumpió Thom orgulloso y magnífico--: yo respondo -de él. ¡_Rick_, bajo mis rodillas, es invencible! - -En aquel instante el pequeño jockey aparecía transfigurado y mejorado: -su perfil simiesco temblaba de emoción colérica. Marta había dejado de -leer y fijaba en él una mirada rectilínea de curiosidad y de sorpresa. - -El señor Gustavo descargó un formidable puñetazo sobre la mesa, y -levantando mucho la voz, en una sincera explosión de generosidad: - ---Pues, si es así--dijo--, Marta juega los quince mil francos de su dote -á _Rick_... ¡Y se casan ustedes! - -Un livor cadavérico cubrió las mejillas pecosas y enjutas del jockey, y -mortal temblor sacudió su pobre cuerpo enano. - ---¿Es verdad, Marta?--balbuceó--¿es verdad lo que dice el señor -Gustavo? - -Y la joven, sonriendo apenas, repuso: - ---Sí, señor Thom: mi padre lo ha dicho... Juan Thom sintió que la -emoción le ahogaba: el agradecimiento y la alegría arrasaron sus ojos en -lágrimas y rompió á llorar. - ---Gracias--tartamudeaba--, muchas gracias... Ya soy feliz... ya no -dudo... ¡Marta será mía!... - -Calló y, sin saber qué hacía, se puso de pie; pero en seguida tuvo que -sentarse. Estaba deslumbrado: ante sus ojos acababa de pasar una gran -luz. - - - - -VI - - -Las carreras del «Gran Premio», que se disputa sobre el _turf_ de -Longchamps, despertaban aquel año extraordinario interés. Se hablaba de -una apuesta de quinientos mil francos pendiente entre el conde Narciso y -un _sportsman_ inglés dueño del _Cromwell_, que había ganado el premio -«Diana» y era tenido por el corredor más fuerte de los hipódromos -británicos. Los periódicos de sports aseguraban que la lucha entre -_Cromwell_ y _Rick_ sería emocionante: era la primera vez que aquellos -dos corredores, hasta entonces invencibles, iban á medir sus fuerzas. -Muchos inteligentes votaban por _Rick_; otros, en cambio, decían que las -facultades del llamado, por antonomasia, «el primer caballo de Francia», -iban declinando, mientras _Cromwell_, más joven que su glorioso enemigo, -alcanzaba la plenitud de su vigor. - -Juan Thom, por su parte, no dudaba de la victoria, y á solas en la -caballeriza con _Rick_ le abrazaba y besuqueaba hablándole de su próximo -combate, donde era necesario vencer, porque de ello dependía su boda -con Marta. - ---¡Si supieses cuánto la quiero!... Esa mujer puede hacerme dichoso, -_Rick_; ayúdame á lograrla. ¿No te gustaría á ti verme contento? - -Enternecido por sus propias palabras, el jockey sentía que su amor hacia -_Rick_ desbordaba, trocándose en gratitud honda y jugosa; _Rick_ le -escuchaba derribando las orejas hacia atrás, bajando la cabeza para que -su jinete le rascase la frente; y luego alzaba el cuello poderoso, con -un resoplido de ufanía. - -De repente y como por ensalmo, la adversidad vino á destruir los planes -de Juan Thom. A principios de Abril, mes y medio antes de verificarse -las carreras del «Gran Premio», falleció el conde Narciso, y su hijo y -heredero, con quien meses atrás el pequeño Thom había tenido un -disgusto, despidió al jockey. - -Aquella noche, Juan refirió llorando al señor Gustavo la desgracia que -le abrumaba. Estaba fuera de sí. La pérdida de _Rick_ le enloquecía, no -porque el pan fuese á faltarle, pues el amo de _Cromwell_, apenas supo -lo ocurrido, le mandó llamar, sino porque él amaba á _Rick_ y parecíale -que con éste le quitaban la historia de todos sus triunfos. En aquellos -primeros momentos de pesadumbre desgarradora, el jockey no hablaba de su -porvenir ni de su amor hacia Marta: sólo hablaba de _Rick_, que era su -pasado; pasado magnífico, glorioso como una selva de laureles. - ---Yo lo he visto nacer--decía llorando--, yo lo he amaestrado como -ningún otro caballo lo fué... ¡es el fruto de todos mis estudios!... Sin -él mi fama se derrumbará, porque ya he perdido las ganas de trabajar, y -seré uno de tantos... - -Era ya tarde, y el señor Gustavo, apenas se marcharon los últimos -parroquianos, cerró la taberna. Después puso sobre la mesa del jockey -tres «dobles» de cerveza, encendió con aire preocupado su pipa, y -sentado á horcajadas en una silla, esperó. Marta observaba á Thom sin -comprenderle, hallando un poco ridícula aquella pasión de artista. Pero -las lágrimas del jockey habían emocionado el corazón meridional del -tabernero. - ---No hay que desesperarse--dijo--. ¡Trueno de Dios!... Usted, por lo -visto, es de los hombres que naufragan en un buche de agua. - ---¿Yo? ¿Porqué?... ¿Acaso no tengo motivos para desesperarme? ¿No -comprende usted que este accidente destruye todos mis planes?... - ---A eso voy. Yo le prometí á usted jugar á Rick los quince mil francos -de la dote de Marta... - ---Sí, señor. - ---Pues yo no me arrepiento jamás de lo que ofrezco; de modo que si no -los juego á _Rick_, los jugaré á _Cromwell_... Vaya... ¿está usted -contento?... - -Juan miraba al suelo sin contestar. Las palabras generosas del tabernero -no parecían haberle alegrado. El señor Gustavo continuó: - ---Yo tengo en usted confianza inmensa y me parece que no perderemos la -apuesta, ¿eh?... Diga usted, creo que no la perderemos... - -Hubo un silencio, durante el cual Marta miró ahincadamente al jockey, -como subrayando con los ojos lo que acababa de decir su padre. Juan Thom -permanecía inmóvil y callado; estaba muy colorado, su respiración era un -jadeo, sus ojuelos azules se dilataban en el círculo de sus pestañas -rojizas. Temblaban sus mejillas pecosas. Aquel silencio, que parecía -disimular una duda, alarmó al tabernero. - ---¿Usted ha visto á _Cromwell_? - -Maquinalmente el jockey replicó: - ---Lo he visto. - ---¿Qué edad tiene? - ---Siete años. - ---¿Y es realmente un animal magnífico? - ---Soberbio. - ---¿Lo montará usted á gusto? ¿Se siente usted capaz de vencer con él? - -Hubo otra pausa. El pequeño Thom se oprimía las manos una contra otra, -haciendo crujir los dedos. - -El tabernero se impacientó. Una nube de desconfianza sombreó su frente. - ---Porque, debemos hablar clarito--exclamó--; si usted no está seguro de -ganar... ¡qué diablos!... ¡no hay nada de lo dicho! - -Y Marta, que sin duda pensaba con zozobra en que los quince mil francos -de su dote podían perderse, agregó suavemente: - ---Yo también soy partidaria de esperar; ¿no le parece á usted, señor -Thom? Tendremos paciencia. - -Estas palabras cautelosas de prudencia y desamor sacudieron el -cuerpecillo del jockey, que miró á Marta fieramente. La joven parecía -resignada, y la serenidad de su actitud ratificaba la decisión de su -padre. Juan Thom sintió que aquel último baluarte de su felicidad se le -escapaba también, y su orgullo de jinete y su cariño hacia Marta le -devolvieron su vigor derrotado. - ---Pueden ustedes apostar por mí--exclamó--; y no hablemos más de esto. -¡_Cromwell_ vencerá! - -Vacilante, el tabernero se atrevió á objetar: - ---¿Y si se equivoca usted? - ---No, señor. - ---Sería horrible que usted, llevado de su buen deseo... - -El jockey le interrumpió con un gesto vertical y magnífico de emperador. - ---Repito que no me equivoco--dijo--; yo sé lo que prometo. _Cromwell_ -vencerá. - -Durante los cuarenta días que faltaban aún para la celebración del -famoso concurso hípico que marca la dispersión de la aristocracia -parisina hacia las estaciones balnearias, Juan Thom dedicó todos sus -afanes á la educación física y moral de _Cromwell_. Era un caballo -negrísimo y de alzada gigantesca, fino de extremidades y de cuello; su -cabeza, fea y grande, tenía un extraordinario poder; al andar había en -todo su cuerpo un vaivén de agilidad suprema. El pequeño Thom pasaba -los días junto á él, estudiando su condición, acostumbrándole á sus -mañas, adiestrándole en aquellos esforzados ejercicios que mayor -elasticidad y entereza podían dar á sus músculos, corrigiendo -cuidadosamente la calidad de sus piensos. De noche, antes de acostarse, -también iba á verle, mimándole, hablándole, procurando voluntariamente -dedicarle aquel gran cariño paternal que sintió por _Rick_. Y había en -este esfuerzo algo del empeño inútil que ponen las madres en consolarse, -con el hijo que les queda, del hijo que se fué. - -También trató de enseñarle aquel grito de guerra que hizo á Rick -invencible: - ---¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!... - -Pero este avatar misterioso no despertaba en _Cromwell_ ninguna emoción. -El jockey que desbravó á _Cromwell_, y pasaba por ser uno de los mejores -caballistas de Inglaterra, ¿poseería también algún golpe ó palabra que -tuviese la capacidad de desbocarle?... Esto era imposible averiguarlo, -pues tales secretos los jockeys no se los dicen nunca, y Juan Thom se -alivió considerando que el grito que trastornaba á _Rick_ nadie lo sabía -tampoco. - -No satisfecho con perfeccionar las excelencias físicas y morales de su -nuevo caballo, el veterano jockey, aprovechando cuantos detalles -pudiesen cooperar al buen éxito de su empresa, construyó una fusta -especial, á la vez ingrave y durísima, y mandó fabricar una silla que -apenas pesaba dos libras y cuyas acciones de lana y seda tejió él -mismo: y, finalmente, sometióse á nuevos masajes y á severísimos ayunos. -Bien pronto apareció más pequeño, más flaco; su busto se encorvó; -acentuóse la canal de su nuca; sus mejillas terrosas, maculadas de -pecas, tenían la palidez de los cadáveres; su cabeza chata y puntiaguda -de simio llegó á ser repugnante. Una tarde Juan Thom comprobó -alegremente que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos. - -En la taberna del señor Gustavo no se hablaba mas que del «Gran Premio». -La misma Marta parecía emocionada, como si aquello fuese más que un -asunto de interés, una cuestión de amor propio. Todas las noches, -después de cenar Thom, los novios hablaban un ratito. El señor Gustavo, -para no estorbarles, cogía un periódico y se sentaba al otro extremo del -establecimiento. - ---¡Trueno de Dios!--pensaba--, bueno es que los muchachos vayan -acostumbrándose el uno al otro. - -Pocos días antes de las carreras, Marta se mostró más efusiva, «más -mujer» que nunca. - ---Mi padre--dijo--ha visto á _Cromwell_ y está entusiasmado; le gusta -más que _Rick_. - -Y añadió confidencial, bajando la voz: - ---Creo que, en lugar de quince mil francos, va á jugar veinte mil; todo -lo que tiene. Si él llegase á decirle á usted algo, yo ruego á usted que -no se dé por enterado. - -El jockey hizo un ademán de asentimiento; estaba embelesado; aquella -súplica inocente le había parecido dulce como una caricia. El, por su -parte, vació en Marta su corazón. - ---Yo también apostaré á _Cromwell_ todas mis economías: treinta mil -francos. No es mucho... pero... ¡no tengo más!... - -Ella, cariñosamente, le llamó «ambicioso». Con cincuenta mil francos y -un poco de orden podían abrir una taberna, ó una tiendecita de sombreros -para señoras, y vivir tranquilos. - ---Yo--concluyó--aprendí cuando niña el oficio de sombrerera y me gusta -mucho. - -Oyéndola Juan Thom entornaba los párpados, sintiendo que á la felicidad -se la ve mejor con los ojos cerrados. - -Luego, tímidamente: - ---¿Por qué no nos vamos á España, á un pueblo...? ¡Oh! Tengo tantos -deseos de vivir en el campo... - -Marta le interrumpió, y hubo en la seca displicencia de su gesto una -gran crueldad. - ---No, eso, no. A mí no me gusta el campo, no piense usted en el campo. -Yo no quiero salir de París. - -Cuando Juan Thom se fué, la joven le acompañó hasta la puerta. - ---Adiós, Marta; mañana vendré temprano. - ---Adiós, señor Thom. - -El se alejaba, volviendo á cada dos ó tres pasos la cabeza, y ella le -saludaba con la mano. Al fondo de la calle había un farol, traspuesto el -cual ya se perdía de vista la taberna. El jockey lo sabía y allí se -detuvo. La luz caía aplomo sobre él, poniendo un nimbo lechoso á su -figurilla mezquina y ridícula. Marta sonreía. Nunca el pequeño Thom la -había parecido tan feo. - - - - -VII - - -Juan Thom consultó su reloj; las ocho; hora de cenar. Sin perder momento -cerró cuidadosamente el armario de luna y miró á su alrededor, -cerciorándose de que todo, dentro de su pulcro gabinete de soltero, -quedaba limpio y ordenado. En el recibimiento recogió su sombrero, que -acostumbraba á encajárselo bien sobre el occipital, como hacía en los -hipódromos con su liviana gorrilla de jockey, y salió. Comenzó á bajar -la escalera; sus pies calzados con botas de charol, pies enjutos, -pequeños como los de un niño, rozaban delicadamente los peldaños -alfombrados. - -Al llegar al portal le entregaron una tarjeta roja con filetes dorados, -que olía á heliotropo. En el fondo bermejo y satinado del cartoncillo -aparecía en caracteres blancos, de la más fina escritura inglesa, un -nombre de mujer: _Ana María_. - ---Esta tarjeta--dijo la portera--debe de haberla traído la misma -interesada. ¿La conoce usted? - -El jockey alzóse de hombros, ingenuo y desdeñoso. - ---No recuerdo. - ---Vamos, señor Thom, no sea usted hipócrita... - -A la insinuación maliciosa de la portera, sonriente, el diminuto Thom -opuso un gesto escéptico y triste. - ---Demasiado sabe usted que las mujercitas no me preocupan. - ---Ya lo sé, señor Thom... - -Y al reconocerlo así, la buena mujer, que había tenido varios hijos, -suspiró y miró á su inquilino con esa sincera piedad que inspiran á las -madres de familia los hombres que llegaron á viejos sin haber sido -amados. Agregó: - ---Si quiere usted esperar á esa señora... dijo que volvía en seguida, -que tuviese usted la bondad de aguardar un poco... - -Juan Thom examinaba la tarjeta perplejo, con ese aire idiota que -adquiere el semblante del hombre á quien le dan á leer un libro escrito -en un idioma que no comprende. - ---No sé...--murmuró suspirando--no sé... ¿Y si tarda? - -En aquel momento penetró en el portal, llenándolo con el frufruteo -perfumado y alegre de sus faldas, una mujer alta y rubia, hermosa, con -hermosura imponente y llamativa, bajo las alas ondulantes, -artísticamente complicadas, de un enorme sombrero blanco. Una blusa -color salmón, con mangas transparentes de encaje, ceñía apretadamente -su busto magnífico, á la vez flexible y pomposo. Tenía los ojos azules y -grandes, la nariz corta; en el óvalo del rostro carnoso, «maquillado» -como el de una actriz, los labios retocados exageradamente de carmín, -pintaban un clavel sangriento. Avanzó resuelta, segura de agradar. - ---¿El señor Thom?... - ---Servidor de usted. - ---Esta tarde tuve el honor de dejarle mi tarjeta... deseaba hablar con -usted. - ---Estoy á sus órdenes, señora; si quiere usted molestarse en subir á mi -cuarto... - -Ella le examinaba curiosamente, sorprendida de que aquel hombrecillo, -que en los hipódromos parecía llevar á la Fortuna bajo las rodillas, -fuera, visto de cerca, tan mezquino y tan feo. - ---No--dijo--, podemos dar un paseo: mi automóvil nos llevará adonde -usted guste. - -Salieron. En la esquina más próxima esperaba el automóvil de Ana María; -un soberbio «Renault» pintado de amarillo, trepidante, amenazador en el -nimbo rojizo de sus focos encendidos. La joven subió la primera, y al -apoyar su pie sobre el estribo, todo su cuerpo espléndido tuvo una larga -oscilación voluptuosa. Cerca de ella se acomodó Juan Thom; sus pies -apenas tocaban al suelo; en la amplitud del vehículo, el pequeño jockey, -con su rostro anémico y flaco y su sombrero metido hasta el cogote, daba -la impresión de un niño enfermo. - -El «Renault» de Ana María rodaba silencioso y pausado sobre los densos -pneumáticos de sus ruedas. - ---¿Hacia dónde quiere usted ir?--preguntó la joven. - ---Me es igual--repuso Thom cortésmente--; dirija usted. - ---No... porque no querría turbar el plan que se hubiese usted trazado -para esta noche. ¿Usted no ha cenado todavía? - ---No, señora. - ---¿Quiere usted cenar conmigo? - -El jockey iba á responder afirmativamente, pero la imagen de Marta, con -sus ojos grandes y honrados, revivió de súbito en su memoria y aquel -recuerdo le intimidó y turbó como una acusación. Empezó á balbucear: - ---Con mucho gusto... sí... pero... me había comprometido... una familia, -con la que no tengo confianza, me espera, y... - -La aventurera comprendió; lo único que puede separar á un hombre de una -mujer, es otra mujer... y sonrió, hallando muy cómico que el pequeño -Thom estuviese enamorado. - ---Es igual--dijo--; otra noche será. ¿Dónde le aguardan á usted? - ---En la calle de... Es muy lejos; más allá de Neuilly... - ---No importa; para los automóviles no hay distancias. - -Sus dedos finos y blancos, ricamente enjoyados, repicaron frívolos -sobre los cristales delanteros del vehículo. El _chauffeur_ volvió la -cabeza, y sus ojos negros, llenos de vehemencia moza, miraron á la joven -osadamente, cual si en ellos persistiese aún la impresión de haberla -visto desnuda alguna vez... en una noche de aburrimiento quizás... - -Ana María gritó: - ---¡Hacia la puerta Maillot! - -Después, volviéndose confidencial hacia el jockey, agregó: - ---Lo que necesito comunicarle se dice pronto; yo creo que llegaremos á -entendernos... - -Rápidamente demostró conocer la historia artística de su interlocutor -durante aquellos dos últimos años. Juan Thom sonreía, asombrado y -contento. Ella le citó nombres de caballos célebres, le habló de _Rick_ -y de sus éxitos más notables; su conversación fácil, en la que barajaba -familiarmente nombres de jockeys y de _sportsmans_ célebres, probaba que -Ana María conocía perfectamente la vida íntima de los hipódromos. Las -carreras de caballos la exasperaban, y en ellas había disipado y rehecho -su fortuna varias veces. Aquella pasión insensata la arrebató sus -amantes más generosos, que la dejaron, cansados de malgastar dinero. El -año anterior había perdido cerca de medio millón de francos. También -habló de _Cromwell_. - ---El objeto principal de mi visita--añadió--es saber, pero con fijeza -absoluta, si usted está seguro de triunfar con _Cromwell_ en las -próximas carreras del «Gran Premio». - -El rostro de Juan Thom adquirió bruscamente una expresión cerrada, -impenetrable. - ---No puedo--dijo--dar á su pregunta ninguna contestación concreta. Todos -los jockeys peleamos sobre el _turf_ con absoluta buena fe; usted lo -sabe... Hacemos cuanto podemos, cuanto sabemos... pero no es lo mismo -tener «la esperanza» de vencer, que «la seguridad» de vencer... - -Ana María le interrumpió con una sonrisa callada, suave, acariciadora -como el roce de un terciopelo. - ---Todas esas son «palabras...», señor Thom, y yo no me doy por -satisfecha con tan poco. Necesito y merezco saber más. Sea usted franco; -no tema usted. Yo soy la querida del marqués de Laverie... el -propietario de _Cromwell_. - -La sorpresa agudísima que crispó las facciones del jockey dibujó sobre -los labios acarminados, lascivamente prometedores, de Ana María, una -nueva sonrisa. - ---Ya ve usted--concluyó--que no está usted tratando con una persona -extraña. - -Prosiguió hablando con aquella voz persuasiva y blanda--voz de -alcoba--rica en desmayos y cadencias de amor, que tan alto y penetrante -merecimiento daba á sus palabras. Ella estaba resuelta á jugarse en las -próximas carreras todas sus economías: ciento cincuenta mil francos. -¿Pero, á cuál de los dos principales corredores? ¿A _Cromwell_... á -_Rick_?... - -Había cogido entre sus manecitas hadadas la diestra flaca y dura del -jockey. - ---Prescinda usted por un momento--murmuró--de su orgullo de jinete. Ya -sé que pido mucho... Los artistas, y usted lo es, antes que hombres son -artistas... Pero no olvide usted que, si es usted bueno para mí, yo -sabré ser muy indulgente y muy generosa con usted... - -Calló para mirarle de frente, y en sus largas pupilas azules había un -infinito de amor. El pequeño Thom tembló y sus mejillas pecosas se -colorearon ligeramente, Balbuceó: - ---Siga usted... - ---Yo necesito saber--continuó Ana María--si _Rick_ ha sido invencible -porque usted lo montaba, ó si, por el contrario, usted ha sido -invencible porque montaba á _Rick_. Si lo primero, yo apuesto por -_Cromwell_; si lo segundo, apuesto por Rick. - -Había rodeado con uno de sus brazos semidesnudos el cuello delgado de -Thom, y le atraía hacia sí, ofreciéndole apoyo y generoso descanso en la -ampulosidad de su seno odorante y magnífico. Transtornado Juan Thom, iba -á condenar á Rick, pero se contuvo. - ---_Rick_--dijo--vale mucho. - ---¿Y vencerá? - ---No, señorita. Vencerá _Cromwell_. - ---¿Por qué? - ---¿Y para qué quiere usted saber la razón?... Conténtese usted con -estar segura de que la victoria será mía... nuestra... - -Y repentinamente, como si tuviese prisa en quebrar aquel hechizo sensual -en que la joven iba envolviéndole, añadió: - ---Yo tengo novia, señorita... y mi novia, con quien pienso casarme este -verano, juega toda su dote á _Cromwell_. - -Esta confesión varió el rumbo del diálogo, cual si á partir de aquel -instante la imagen de Marta se hubiese instalado entre ambos -interlocutores separándoles. Fué la conversación leal, íntima, sin -asomos sensuales, de dos amigos que se unen para realizar un buen -negocio. - ---¿Ganaremos, señor Thom? - ---Ganaremos, señorita; no lo dude usted. El automóvil se detuvo. Ella -preguntó: - ---¿Hemos llegado? - -El jockey miró al través de los cristales y reconoció aquel farol desde -donde se perdía de vista la taberna de Marta. - ---Sí--repuso--, hemos llegado. - -Apeóse del vehículo, y sus manos esqueléticas estrecharon cordialmente -las manecitas cariñosas de Ana María. - -La joven exclamó: - ---Después del «Gran Premio» búsqueme usted. Quiero que su mejor regalo -de boda sea el mío. - - - - -VIII - - -Llegó la tarde en que los mejores caballos de Europa iban á disputarse -los cien mil francos del «Gran Premio». Una muchedumbre cosmopolita y -aristocrática llenaba el perímetro enorme de Longchamps: las avenidas -que conducen al hipódromo retemblaban bajo las ruedas fugitivas de -millares de coches; los automóviles y los vehículos á _la Dumont_ -atronaban el Bosque con el agrio clamoreo de sus trompetas; los trajes -claros de las mujeres endomingadas pintaban alegres manchas rojas y -blancas sobre el fondo verde de los árboles; un murmurio inmenso de -voces invadía el espacio; la luz cegaba; en el cielo azul las banderas -tricolores flameaban brillando jubilosas bajo la caricia fulgurante del -sol. - -La prensa de aquella mañana había soliviantado el ánimo de la multitud -que frecuenta los hipódromos. Varios periódicos, entre ellos _Le -Journal_, apostaban por _Rick_ y recordaban su historia; aquella -historia sin derrotas por la que mereció ser llamado «el primer caballo -de Francia». En cambio, el diario _Les Sports_ votaba por _Cromwell_ y -publicaba su retrato. Esto enardecía al público, y sobre el _turf_ de -Longchamps las apuestas se multiplicaban, equilibrándose. - -Ante el palco del presidente de la República, y bajo el ávido mirar del -mundo elegante de las tribunas, los caballos iban y venían inquietos, -mirándose con ojos recelosos y ardientes, esperando entre azorados y -coléricos el momento del combate. - -A lo largo de la cuerda la multitud se apiñaba impaciente, codeándose, -levantándose curiosa sobre las puntas de los pies. En lo alto de los -coches que ocupaban el centro del _turf_ oscilaba una muchedumbre de -sombrillas blancas y bermejas; la brisa, al ceñir al cuerpo de las -mujeres los finos trajes vernales, dibujaba indiscreta ampulosidades -llamativas. - -La aparición de _Cromwell_ fué saludada con nutridos aplausos por un -grupo de ingleses. Juan Thom, impávido bajo su gorrilla roja, paseó -sobre aquellos millares de cabezas una mirada de indiferencia y desdén, -y apenas correspondió á la sonrisa confortante que Marta y su padre le -dirigieron desde una tribuna. Sus piernecillas, metidas en prietos -calzones blancos de punto, oprimían como en un crispamiento el lomo -soberbio del caballo; el busto blandengue se encorvaba dentro del -prestigio de la blusa sangrienta, cuyo arrebatado color exageraba la -demacración amarillenta del rostro. - -Juan Thom estaba triste. En aquellos últimos días, y bien á despecho -suyo, había pensado mucho en _Rick_: él recordaba que su querido -caballo, la víspera de las grandes carreras, se mostraba impaciente, -sobresaltado, como si le mordiese un presentimiento. Entonces era cuando -él le acariciaba, le decía palabras amistosas, le explicaba que estaba -enamorado de Marta y que necesitaba á todo trance casarse con ella. Pero -aquella unión rara y dulce pasó, y los que fueron como hermanos, ahora, -por un vaivén clownesco de la suerte, eran enemigos. - -Un problema terrible atenaceaba en tales momentos el alma del jockey. - ---Si gano la carrera--pensaba--me caso con Marta y aseguro mi porvenir, -mi felicidad. Pero si _Cromwell_ vence, _Rick_, que es mi pasado, mi -historia y también mi presente, pues lo que soy no es más que el reflejo -de lo que fuí, queda deshonrado... y ya no será tenido por «el mejor -caballo del mundo...» - -Y, por primera vez, dentro del alma genial de Juan Thom, el artista y el -hombre se encontraron frente á frente. - -Los franceses, á quienes disgustaba tener á su jockey favorito -combatiendo á Francia sobre un caballo inglés, le dirigieron algunos -denuestos; y el pequeño Thom, impasible y pálido como un muñeco de cera, -consideraba que quienes le inculpaban tenían razón y que la lucha que -iba á emprender bajo los auspicios del pabellón británico era una falta -de patriotismo. Desde la tribuna primera, Ana María, espléndida, -vistosísima entre la nieve de su sombrero y de sus encajes, le saludaba -recordándole lo prometido. - -Un grupo de corredores se acercaba. Tras ellos iba Rick, solitario, -inquieto, aislado de todos por su poderosa personalidad. Al ver á su -antiguo jinete, el noble caballo relinchó, y su relincho extraño parecía -decir que aquella tarde la historia gloriosa de uno de los dos quedaría -rota. Los ojos de Juan Thom se llenaron de lágrimas. - -Ya los jockeys habían sido pesados. La carrera iba á empezar. El juez de -salida, el de campo y el de llegada, ocupaban sus puestos. Los -espectadores se estrechaban á lo largo de la pista, poniéndose sobre las -puntas de los pies, estirando el cuello, no queriendo perder ningún -detalle de aquel instante, breve y magnífico, del «arranque». En la -amplitud verde del hipódromo la muchedumbre osciló como una ola inmensa. - -El momento había llegado. Los jockeys, vestidos unos de amarillo, otros -de azul, ó de verde ó de rojo, procuraban domeñar la impaciencia -fugitiva de sus cabalgaduras para colocarlas en la misma línea. Pero la -operación era difícil, porque los ardientes animales no sabían estarse -quietos. Poco á poco, sin embargo, iban reduciéndolos á la obediencia. -Hubo, al fin, un momento en que el juez de salida creyó que estaban bien -formados. Entonces vibró una campana: los caballos partieron... - -Al principio, todos avanzaron juntos, formando una masa palpitante y -terrible. Corrían con el vientre cerca del suelo, los ollares hinchados -por la cólera, los cuerpos alargados y como dislocados en una contorsión -tetánica de todos sus músculos. Los jockeys, en pie sobre los estribos -para pesar menos, les estimulaban atacándoles sañudamente con las -espuelas y golpeándoles con sus fustas rellenas de plomo. - -Pero en seguida comenzaron á distanciarse: uno de ellos, al arrancar, se -amorró demasiado y rodó por el césped; otro, cuyo jinete trató de -«hacerle el juego» á un compañero, se despistó y quedó fuera de combate. -Los demás continuaron. - -Bien pronto _Rick_, que había tomado la cuerda, ocupó la delantera, -huyendo con aquel correr suyo poderoso y tranquilo, como el vuelo de las -águilas. Junto á él iba _Cromwell_, menos corpulento que su enemigo, -pero corajoso y ardiente como _Al-Borak_, la yegua hadada que llevó á -Mahoma, en el espacio de una noche, desde la Meca á Medina... - -La lucha entre ambos animales, verdaderos modelos de energía y de -voluntad, era asombrosa. En el segundo tercio de la carrera, Juan Thom, -que se había limitado á impedir que _Rick_ se le adelantase, alzóse -sobre los estribos y comenzó á fustigar furiosamente las ancas de su -cabalgadura; sus espuelas cruzaron los hijares palpitantes del animal de -líneas rojas. _Cromwell_, enardecido por la cólera del dolor, -aventajándose á sí mismo, adelantó más... más... - -Durante algunos segundos, _Cromwell_ y _Rick_ pelearon sin sacarse -ventaja, y sus jockeys sentían el calor magnético de los millares de -miradas que les perseguían acosadoras. Momento magnífico. Iban pálidos, -sudorosos, jadeantes, medio ahogados en la velocidad asfixiante de la -carrera. Al fin, y bajo la fusta incansable de Thom, _Cromwell_ -avanzó... avanzó lentamente... semejante á un águila que volase á ras de -tierra... - -Un grito formidable atronó el espacio. - ---¡Pierde _Rick_!--exclamaron millares de voces--¡_Rick_ pierde!... - -Francia iba á quedar vencida; los ingleses aplaudían. Juan Thom miró de -reojo y vió junto á su rodilla la querida cabeza de su caballo, que -parecía llorar despidiéndose de él para siempre, en la vergüenza -irremediable de la derrota. Aquella mirada inteligente y desesperada -traspasó el alma del jockey; Juan Thom pensó lo que hacía estaba mal -hecho, porque iba á destrozar la larga historia triunfal de _Rick_, y -_Rick_ no era responsable de que Ana María quisiera rehacer su fortuna, -ni de que él se hubiese enamorado de Marta, ni de que la dote de Marta -fuese tan pequeña... - -Una vez más el artista vencía al hombre, y entonces Juan se olvidó de sí -mismo, de su amor, de sus treinta mil francos... y echando el cuerpo -fuera de la silla lanzó aquel alarido extraño, gutural que hacía á -_Rick_ invencible. - -Los dos corredores enfilaban el jalón de distancia plantado cien metros -antes de llegar á la meta. - ---¡Gruiiii!--gritó el jockey--¡gruiiii!... - -Y _Rick_, fuera de sí, bebióse la brida y brincó, dejando atrás á -_Cromwell_, arrastrando así sañudamente por el suelo, como si fuese un -cuerpo muerto, todo el porvenir de Juan Thom. - -No obstante, aquella tarde, al volver de Longchamps entre la curiosidad -de la muchedumbre que le miraba con un poco de lástima, la frente triste -del pequeño Thom era noble y altiva como la de un rey. - -Madrid.--Mayo, 1909. - - - - -EL COLLAR - - - - -I - - -Había terminado el primer acto, y Enrique Darlés, llevado de su -curiosidad provinciana, descendió al _foyer_. Quería asimilarse pronto -el alma grande y abigarrada de la urbe, ver muchas cosas, afirmar su -personalidad ante la renovación de tantas emociones nuevas, sentir cómo -todo Madrid iba pasando bajo la suela de sus zapatos andariegos. - -Momentos antes, desde su vulgar asiento de «paraíso», el teatro Real, -con su amplio patio de butacas y sus palcos anegados en la llovizna -fulgurante de centenares de lámparas eléctricas, habíasele ofrecido cual -un raro jardín; especie de ramillete enorme donde los cintillos -diamantinos que adornaban las femeniles gargantas, gotas de rocío -parecían detenidas sobre pétalos monstruosos de sedas, de terciopelos -joyantes y de epidermis desnudas. La intensidad de este espectáculo fué -tan cautivadora, que apenas si logró percatarse de lo que la orquesta y -los artistas iban diciendo. Las impresiones visuales derrotaban en su -ánimo toda otra emoción, y miraba sin saciarse nunca. Aquel pensil -humano exhalaba una fragancia extraña, un vaho adormecedor y sensual á -esencias de heno, de jazmines, de musgo y de violetas parmesanas, á -carnes bien lavadas, á finas ropas interiores. Y en el fondo del cuadro -luminoso, resplandeciente como una apoteosis de opereta, las mujeres, -con sus talles mimbreantes, sus hombros impúdicos expuestos á la -voracidad analítica de los gemelos, sus semblantes risueños, -embellecidos por esa placidez de expresiones que da la riqueza, sus -cabecitas cuidadosamente peinadas, sus manos enjoyadas, que movían -abanicos de plumas ante las gasas de los escotes... - -Ganoso de examinar de cerca este mundo, Enrique Darlés descendió al -_foyer_. Allí se detuvo, un poco avergonzado de sí mismo. Por primera -vez hallaba ridículos su sombrero hongo pasado de moda, su trajecillo -negro que le daba aspectos de seminarista, sus brodequines viejos y mal -lustrados. Su corbata flotante, anudada con negligencia estudiantil, -también era fea. A su alrededor pasaban hombres correctamente vestidos, -con elegantes fracs de floridas solapas y levitas de impecable -severidad, y damas que arrastraban majestuosamente la albura de sus -faldas de moaré y de gro por la alfombra mullida y bermeja. Era aquella -una sinfonía magistral de sedas, de brocados, de pieles fastuosas, de -finos tarsos vislumbrados tras el misterio perverso de las medias -caladas, de aderezos esplendorosos y de pulseras tintineantes, cuyos -dijes repetían la canción de su oro sobre la morbidez armiñada de los -antebrazos. - -Aturdido, sin saber justificar su presencia allí, Darlés adelantóse á -examinar un busto de Gayarre; busto broncíneo, de cabellos cortos y -revueltos y enérgica actitud, que recuerda la figura de Otello. Una mano -se apoyó familiarmente en su hombro. El joven volvió la cara. - ---¡Don Manuel! ¡Qué sorpresa! - -Era un caballero de mediana estatura, recio y un poco calvo. -Representaba cincuenta años. Una crespa y abundante barba rubia cubría -sus mejillas abultadas y felices, llenas de sangre. Vestía de levita. -Sobre su nariz epicúrea, ancha y corta, temblaban unas gafas de oro. - ---¡Muchacho!--exclamó--; ¿tú por aquí? - -Muy colorado, sin saber por qué, Enrique repuso: - ---He venido á ver esto... - -Inconscientemente, con ese respeto que cuando niños aprendimos á tener á -los amigos de nuestros padres, se había quitado el sombrero, que -sujetaba con ambas manos á la altura del pecho. Además, don Manuel era -diputado. Pero el prohombre le obligó á cubrirse. - ---¿Y qué haces en Madrid? - ---Estudiar. - ---¿Derecho? - ---No, señor: Medicina. - ---¡Buena carrera! ¿Qué año cursas? - ---El preparatorio. - -Sonrió avergonzado. Comprendía que sus respuestas eran demasiado -lacónicas y que no sabía hablar; y experimentó con más fuerza que antes -la vejatoria sensación de hallarse mal vestido. Don Manuel miraba á su -alrededor y había en su gesto impertinencia y desenfado. A cada momento -murmuraba: «Estoy esperando á uno...» Luego reanudó su vaneo con el -estudiante, interrogándole por su padre y por el cacique del pueblo. -Invariablemente, á cada nueva interrogación, Enrique Darlés contestaba: -«Todo está igual, todos siguen bien...» Y el diálogo volvía á -interrumpirse. - -Don Manuel preguntó: - ---¿Vives en casa de huéspedes, verdad? - ---No, señor. - ---¿Cómo? - ---He alquilado, en la calle de la Ballesta, un pisito tercero interior, -que me renta trece pesetas mensuales, y como en una taberna de la misma -calle. - ---Veo que sabes vivir; así te ahorras el lidiar con patronas. Cuando -conozcas bien Madrid, no habrá quien te haga volver al pueblo. Madrid es -muy hermoso. Aquí, teniendo dinero, un hombre listo se divierte mucho. - -Con ese tono confidencial que los necios y soplados adoptan para admirar -á los individuos que estiman inferiores, don Manuel añadió: - ---Mira: tú no eres un niño; yo, ¡qué diablos!... tampoco he llegado á -viejo; por tanto, y ya que ese amigo á quien esperaba no viene, podemos -hablar libremente. Yo... ¿comprendes?... tengo... un quebradero de -cabeza... - -Enrique hizo un signo afirmativo. - ---Alicia Pardo, ¿la conoces? - ---No, señor. - ---Es muy popular entre la aristocracia de buen humor. Una hermosura -espléndida. En el Casino la llamamos «Tacita de oro». - -Repentinamente la expresión de sus facciones cambió: los ojos brillaron -glotones y alegres; acentuóse el color congestivo de las mejillas y dió -media vuelta sobre sí mismo, acariciándose la barba y ajustándose bien -sobre la frente el sombrero de copa, con la petulancia del fatuo que se -supone admirado. - -El agudo y sostenido repiqueteo de unos timbres anunciaron que el -segundo acto iba á empezar. Los espectadores refluían hacia el salón, y -en la soledad del _foyer_, bajo la claridad blanca de los focos -eléctricos, el busto de Gayarre parecía más alto. Don Manuel exclamó: - ---Sígueme; te presentaré á mi amiga. - -Y, refiriéndose á una mirada despavorida del estudiante, agregó: - ---No importa que tu traje no sea de etiqueta. Te quedas en el antepalco. - -Echó á andar con paso firme, preocupado en dar á sus movimientos soltura -y flexibilidad juveniles. Sin responder palabra, Enrique Darlés le -siguió, á un mismo tiempo gozoso y turbado. - -Penetraron en una platea. Don Manuel murmuró: - ---Bien, ¿eh?, hasta luego; desde aquí puedes oirlo todo. - -Enrique no contestó; la representación había comenzado, y en el silencio -hierático de la sala triunfaba el coro de una de esas dulces óperas -italianas, cargadas, para todos nosotros, de recuerdos de infancia. -Darlés levantó ligeramente uno de los pesados cortinajes que defendían -el antepalco. De espaldas á él, y acodada sobre la barandilla de la -platea, había una mujer joven, vestida de blanco. Las firmes caderas -ondulaban lascivas bajo la brevedad pueril de la cintura; los hombros -eran redondos y de armoniosa anatomía; sobre la nieve de la nuca -desnuda, los cabellos rubios, casi rojos, fingían tonalidades leoninas; -dos esmeraldas enormes temblaban, como gotas de ajenjo, en el rosado -lóbulo de las orejas diminutas. Enrique Darlés advirtió que don Manuel y -Alicia cambiaban algunas palabras. Seguidamente, ella volvió la cabeza -con un movimiento curioso, lleno de gracia, y el estudiante recibió en -los ojos el choque de dos pupilas grandes, verdes y luminosas, como -animadas esmeraldas. Fué una mirada breve, pero inquisitiva y -penetrante, que se resolvió en una expresión de desdén. - -Tembloroso y con las mejillas abrasadas en rubor, Darlés dejó caer la -cortina y fué á refugiarse al fondo del antepalco. Al principio quiso -huir de allí, mas luego cambió de opinión, pareciéndole que marcharse -sin despedirse era poco correcto. El creía que se fastidiaba, pero, en -realidad, lo que tenía era miedo. No obstante, esperó. Lentamente el -hechizo musical de la ópera fué invadiéndole, librándole de su propia -conciencia. Desarrollábase uno de esos poemas románticos, completamente -líricos, donde las figuras lo son todo: el ambiente, el marco que rodea -á los personajes, lo objetivo, no existían allí. Temblaban sobre el -suave y acordado plañir de los violoncelos gemidos de quebranto; -apuntaban los violines agudos gritos de rebelión y arpegios de ufanía, y -sobre el poema orquestal, rico, proteico, multiforme, como una alma, -alzábase la voz del tenor, persuasiva y caliente, desgarrándose en un -lamento inconsolable. - -Enrique tornó á levantarse y á separar tímidamente los cortinones del -antepalco. Su movimiento quedó inadvertido. Alicia estaba de espaldas á -él, suspensa en el hechizo hadado de la representación, y su emoción -fingía deslizar por entre sus omoplatos un estremecimiento de carne -rosa. Alrededor de los cabellos, la intensa reverberación blanca de la -sala prendía un nimbo tornasol. Repentinamente Enrique Darlés tembló; -antes los ojos de la joven habíanle parecido dos esmeraldas, y ahora las -esmeraldas que brillaban bajo la hoguera de sus cabellos creyó que le -miraban como dos pupilas. Pero esta idea absurda duró poco; la orquesta -languidecía en un «ritornelo» doloroso, y á lo largo del «motivo» -capital las frases musicales se desgranaban abundantes, resbalando en -escalas cromáticas, desde los tonos tiples á los más graves, -alcanzándose, flagelándose, confundiéndose luego todas en un acorde de -angustia inmensa. Y en aquel treno grandioso había abatimientos de -desilusión y zozobras de esperanza, cansancios y anhelos, muecas y -risas; la vida, en fin, trágica y filante, que se retorcía en la -amargura de todo cuanto fué y ha de ser. - -Enrique volvió á sentarse; una pena sin nombre oprimíale la garganta y -sintió deseos punzantes de llorar. Su pasado y su presente desfilaron -por su espíritu en velocísima visión cinematográfica. Su padre era viejo -y tenía una botica que apenas le redituaba para mal vivir; y él, -terminada su carrera de médico, debería regresar al pueblo, monótono y -odioso. Allí, trabajando para devolver á sus progenitores cuanto de -ellos recibió, marchitaría sus años mozos; ilusiones de amor, -curiosidades de artista, lo más excelente de su alma allí quedaría -enterrado. Luego se casaría y tendría hijos; después... su existencia -trazaba un larguísimo camino recto, sin ondulaciones ni altibajos, -perdido en la monotonía de un desierto. Saber lo que será de nosotros -dentro de diez, de veinte, de treinta años, ¿hay algo más horrible? - -El pobre estudiante se mesó los cabellos, y sus ojos se arrasaron en -lágrimas. El hubiera querido ser rico, no tener familia y hallarse -expuesto á los zarpazos, generosos en poesía, de lo imprevisto. Sin duda -por sus venas corría sangre de conquistadores, de aventureros esforzados -que realizaron hazañas preclaras y murieron en lejanos climas, y aquella -estirpe belicosa dejó en él, con la afición al peligro, la melancolía -infinita de acercarse á la vejez sin haber hecho nada diferente de lo -que todos los hombres hacen todos los días. Terminar una carrera -costosa, aburrida y difícil, para más tarde ganar un jornal, una mujer y -un rincón: una casa pobre donde hay tantos palacios, un amor donde laten -tantas pasiones, un jornal miserable al lado de tantas fortunas... - -Y, excitado por la música, la pena absurda de Enrique Darlés estalló en -sollozos. - -Acabó el segundo acto y don Manuel y Alicia Pardo entraron en el -antepalco. Al ver á Darlés, los habladores ojazos verdes de la joven -llenáronse de sorpresa. - ---¿Cómo? ¿Estaba usted llorando? - -Antes de que el estudiante pudiera contestar, repitió, dirigiéndose á su -amigo: - ---¿No te parece? ¡Estaba llorando! - -Enrique, avergonzadísimo, dijo: - ---No sé... me hallaba distraído. Pero, sí... es posible... - -Ella repuso sonriendo: - ---Tiene usted novia, ¿verdad? - ---No... no, señorita. - ---¿Y entonces? - ---Es que siempre... ¡tonterías!... sin saber por qué, como á las mujeres -histéricas, la música, aunque sea mala, me pone triste. - ---¡Es raro!... A mí, no. - -Don Manuel, sanguíneo y macizo, significó con un alzamiento de sus -hombros cuadrados que aquello carecía de importancia, y les presentó; y -Enrique sintió en su diestra ardorosa la mano fría y suave--nieve y -terciopelo--de «Tacita de oro». Después los tres se instalaron sobre el -mismo diván. Alicia quedó colocada entre los dos hombres. Don Manuel -sacó su petaca. - ---¿Quieres?--dijo. - ---Muchas gracias. - ---¡Buen chico!--exclamó el diputado--; no tiene vicios. - -Alicia interrogó: - ---¿Qué, no fuma usted? - ---No, señorita... - ---¡Sí que es usted raro!... Pues yo, fumo. - -Enrique Darlés bajó los ojos, ruborizándose de nuevo. Comprendió que -aquel detalle agravaba la ridiculez de su traje; las mujeres, -generalmente, gustan de los hombres que fuman; para ellas el tabaco -suele ser el perfume mejor. Tuvo hacia sí mismo un movimiento de rabia; -de buena gana, para recobrarse ante Alicia, hubiese apurado, uno tras -otro, cuantos cigarrillos, egipcios ó turcos, llevaba don Manuel en la -petaca; pero ya era tarde; la oportunidad, esa gran hechicera que da -mérito y gracia á todas las cosas, había pasado. - -La joven, con desenfado perfectamente inglés, había cruzado una pierna -sobre otra y fumaba tranquilamente, apoyada contra el respaldo obscuro -del diván. Esta vez, alrededor de sus cabellos diabólicos, el humo del -cigarrillo, subiendo parsimonioso en la quietud del ambiente, tejía un -halo azulino. Darlés la observaba, aunque de reojo. Tenía aguileño el -semblante, la nariz respingueña, la boquirrita sangrienta y cruel; bajo -la frente pequeña, dura, llena de instintos egoístas, los largos ojos -verdes miraban con imperio y fastidio: era una expresión fría, -taladrante, sondeadora, que no revelaba piedad. Un hilo de menudas -perlas ceñía su garganta mórbida y rosada; ardían sus dedos, de uñas -puntiagudas, bajo el incendio de las sortijas. En la euritmia de su -escultura, en el acordado ritmo de sus actitudes, en todos los -pormenores y perfiles de aquella adorable muñeca, Enrique Darlés, á -pesar de su inocencia provinciana, adivinó un alma ególatra, una de esas -voluntades sin emoción, reconcentradas en sí mismas, que jamás sintieron -la melancolía. - -Don Manuel, con ese buen humor petulante de los hombres sanos y ricos, -poseedores de una mujer bonita, exclamó: - ---Conque, dí, Enrique: ¿qué te parece mi «Tacita de oro»? ¿A que no -viste en nuestro pueblo cara igual? - -Y agregó triunfante: - ---Además, no me cuesta mucho. Cuando nos conocimos, la pregunté:--«¿Qué -quieres de mí?» Y me contestó:--«Que me abones á una platea del Real» -¡Casi nada! Mil trescientas y pico de pesetas por catorce funciones. Y -aquí nos tienes. La pobrecilla no es exigente. - -A las palabras del diputado, Darles no contestó; se lo impedían la -emoción, la novedad de aquel mundo, que ni aun de referencias conocía; -mundo descarrilado y amoral en que, como en arte, sólo la belleza tiene -precio, y donde hay mujeres calculadoras que se dan por un palco. - -Alicia Pardo, entretanto, observaba á Enrique, y la franqueza rectilínea -de su mirada tenía desenfado azorante. Habíanla interesado su mucha -juventud, la ingenuidad de sus respuestas, la corrección apolina de sus -facciones, las tonalidades obsidiánicas de su rizosa cabellera -meridional, la bravura negra de los ojos ardientes y curiosos en la -tersura efeba del rostro, fácil al rubor; y más que todo esto, la -emotividad de aquel espíritu artista á quien la música arrancaba -lágrimas. Alicia, que sólo vió á los hombres llorar por celos, ó por -motivos aún más bajos y ruines, encontraba en el llanto de Enrique -Darles algo exquisito y estupendo. Y por su cabecita, llena de -curiosidades, pasó la idea de que sería muy raro y muy dulce dejarse -amar por un muchacho así. - -De repente exclamó: - ---Y usted, ¿qué hace en Madrid? - ---Estudiar... - ---¡Ah, ya!... Estudiante... El protagonista de una novela que leí ha -tiempo, y que me gustó mucho, era estudiante también. ¿Qué coincidencia, -verdad? - -Darlés, vencido por la sencillez pueril de la observación, hizo un -ademán afirmativo. «Tacita de oro» continuó: - ---¿Qué edad tiene usted? - ---Veinte años. - ---¿Sin mentir? - ---Sin mentir. ¿Por qué?... ¿Acaso represento más? - ---Al contrario. Representa usted menos. Yo voy á cumplir diez y nueve y -parezco más vieja. - -Don Manuel había desdoblado un periódico y leía la sección de Bolsa. -Alicia Pardo quiso saber cómo se llamaba Darlés. - ---¡Enrique!--repitió--; ¡es muy bonito nombre!... - -Quedóse absorta, recordando que todos los Enriques que había conocido, y -eran muchos, la fueron simpáticos. Y así, retrocediendo en su historia, -llegó á los años de su infancia; años serenos, pasados en la quietud -virgiliana de un pueblo, y creyó ver en Darlés, sano, inocente y tostado -por el sol de la provincia, algo de lo que ella misma había sido. Fuera -de sí, arrobado y boquiabierto, el estudiante la contemplaba también, -como quien examina una muy excelente obra de arte. - -En los pasillos resonaba un estrépito insólito de pisadas; vibraban -varios timbres; una ola de espectadores invadía el patio de butacas. El -tercer acto iba á empezar. Alicia y don Manuel se levantaron. - ---¿Te quedas?--preguntó el diputado á Darlés. - ---No; muchas gracias. - ---¿Por qué? - ---Porque... necesito acostarme temprano. Mañana he de madrugar. - -Estaba tan cierto de que Alicia podía amarle, y era tal el empacho de -ventura que esta certidumbre le producía, que necesitaba hallarse solo -para disfrutarla mejor. Don Manuel añadió: - ---Como gustes. Cuando quieras verme, mejor que á mi casa, donde no estoy -nunca, ve á la de Alicia. Allí me encontrarás por las tardes, de seis á -ocho. - -Se despidieron. Al salir del palco Enrique Darlés volvió la cabeza, y -sus ojos y los de Alicia Pardo se tropezaron, acariciándose mutuamente, -como dándose un beso y una cita. Fué una de esas miradas terribles, -trastornadoras de existencias, que los hombres suelen recibir en su -juventud y luego les acompañan toda la vida. - - - - -II - - -Alicia pasó la tarde en su casa leyendo un libro ante el fuego de la -chimenea. Don Manuel había ido á verla; disputaron y ella le despidió. -Estaba nerviosísima; tenía ganas de llorar, de bostezar, de mesarse los -cabellos y emprenderla á puntapiés con los jugueteros, desde cuyos -frágiles entrepaños de cristal las muñecas, las figulinas de porcelana y -los «bibelotes», de formas extravagantes, mostrábanle sus rostros -picarescos. - -Es indispensable haberse aburrido alguna vez para comprender toda la -negrura, todo el silencio, todo el horror de abismo sin fondo ó de túnel -sin salida, que guarda el hastío. Y, sin embargo, como la muerte es -origen de vida, así el fastidio suele ser principio de acción. A veces -un gran fastidio tiene el vigor de una gran voluntad. Por aburrimiento, -muchos hombres de juventud libertina fueron en sus años maduros espejo -de esposos, y aplicándose luego á los negocios murieron millonarios. El -fastidio produce también obras de arte; Byron y Heine, de no aburrirse -enormemente, no hubiesen llegado jamás á las excelsitudes de la poesía. - -Aunque muy joven, Alicia Pardo sufría ya ese mal; mal de quietud que -borra los linderos y apaga los contrastes. Nunca estuvo enamorada, y el -egoísmo de sus amantes acabó de dar á su alma, poco inclinada á la -ternura, durezas diamantinas. «Yo ya no puedo querer á nadie--decía--; -me hice hombre...» Entonces, como el espíritu no sabe estar ocioso, amó -el lujo; no era codiciosa ni ahorrativa, pero sí gustaba de los vestidos -costosos, de los sombreros llamativos, de las piedras finas donde los -rayos solares se hicieron cristal. Vivir, á su juicio, era comprar -buenos muebles, estrenar trajes, exhibirse, gastar sin tasa; entre sus -lindas manos, alternativamente pedigüeñas y dispendiosas, el dinero se -deshacía. Tenía mucho y necesitaba más, y como pronto se aburría de lo -adquirido, su caudal no aumentaba. - -Aquella tarde la joven hallábase furiosa; no sabía qué hacer; tenía poco -dinero y por la mañana había visto en un bazar muchas frivolidades -bonitas. Había cogido un libro para distraerse, y no lo consiguió; su -desasosiego persistía. ¿Por qué no ser infinitamente rica? Y hallaba -clownesca esta pobre vida, donde los hombres se creen dichosos con -poseer la diezmillonésima parte de lo que quieren. - -Cuando Enrique Darlés llegó iban á dar las siete. Al ver al estudiante, -Alicia lanzó un suspiro de satisfacción y tiró el volumen al fuego. - ---¿Qué hace usted?--gritó Darlés, para quien cualquier libro era algo -sagrado. - -Ella repuso: - ---Casi nada. Es una novela estúpida; con todo lo que nos aburre debíamos -hacer otro tanto. - -Enrique tomó asiento. - ---¿Y don Manuel? - ---Estuvo aquí un rato y se fué. O, mejor dicho, le despedí. Le aseguro á -usted que estoy insoportable; quisiera reñir con todo el mundo; daría no -sé qué por experimentar una emoción fuerte. Me desespero. Son los -nervios, los nervios malditos, que revuelven cuanto de malo y de -canallesco duerme en nosotros. Hoy es uno de esos días negros en que el -bienestar de nuestros amigos nos hace desgraciados. - -Interrumpióse para examinar á Darlés, quien, con su semblante -barbilindo, sus ojos meridionales y sus rizados cabellos negros, -mostrábase interesante y dulce como un paje. - ---Soy rara--continuó--, voluble, ingrata, incapaz de poner pasión -duradera en nada. Por eso, desde el primer momento llamó usted mi -atención: por apasionado. Buenos ó malos, me gustan los caracteres -radicales, las voluntades de hierro. En cuanto á esos temperamentos -tibios y equilibrados que á todo saben amoldarse, comparados les tengo á -los trajes de entretiempo, con los cuales siempre estamos mal, pues si -en verano nos abrigan más de lo justo, en invierno nos resguardan -bastante menos de lo necesario. - -Tímidamente, Enrique Darlés se atrevió á decir: - ---¿Y de dónde proviene su disgusto? - ---No lo sé. - ---¿Cómo? - ---Lo que usted oye. A menos que... - -Se detuvo, escudriñándose, y prosiguió: - ---Mis palabras le sorprenden, porque es usted muy joven. Cuando tenga -usted más años y con ellos más mundo, comprenderá que el origen de -cualquiera de estas minúsculas contrariedades que amargan nuestra -existencia no puede referirse á hechos concretos, sino que debemos -reconocerlas como suma ó corolario de nuestra historia, de todo cuanto -hemos vivido. Ahora, por ejemplo, nos sentimos tristes, porque antes -estuvimos tristes ó estuvimos alegres. Hay, pues, en nuestras lágrimas -presentes acíbares de lágrimas antiguas y también cansancio de risas -pasadas. ¿Comprende usted?... No le extrañe, pues, que yo no sepa -concretamente por qué me hallo hoy de tan pésimo humor. - -Calló, abismándose en una reflexión que abrió sobre su gracioso -entrecejo un pliegue vertical. Luego dijo: - ---¿Suele usted pasar por la calle Mayor? - ---Muchas veces. - ---¿Recuerda usted una joyería que hay á la derecha, en la acera de los -números pares, cerca de la Puerta del Sol? - -El estudiante hizo un signo afirmativo. - ---Pues si le gustan á usted las joyas--continuó Alicia--, fíjese en el -collar de esmeraldas que ocupa el centro del escaparate. Hoy, -casualmente, lo vi, y tan gran impresión me ha causado, que no puedo -olvidarlo. Es magnífico, no sólo por el tamaño y clarísimo oriente de -las piedras, sino por su engarce. - ---Valdrá mucho... - ---Quince mil pesetas. - -Darlés no contestó, y sus cejas se arquearon con expresión admirativa. -En su sencillez provinciana, esas cifras, enormes para la ruin poquedad -de su bolsa, le inspiraban aturdimiento y pánico. «Tacita de oro» -continuó: - ---Se lo he dicho á Manolo...; pero Manolo es un zorro astuto, un -miserablón, á quien no hay modo de comprometer en gastos -extraordinarios. Ello contribuyó también á que riñésemos... Crea usted -que los hombres tienen la culpa de que nosotras no seamos más fieles. - -Aunque inocente en cuestiones de psicología femenina, Enrique comprendió -que el torcido humor de Alicia debía de referirse á aquel tan admirado y -querido collar de esmeraldas. Un deseo no satisfecho es como un alimento -no digerido: al principio nos produce un vago malestar, que luego va en -aumento, hasta que la indigestión estalla. Con arreglo á este símil, -podría decirse que una pena es «la mala digestión» de un capricho. -Ingenuamente, sin calcular que no es discreto prometer nada ni á las -mujeres ni á los niños, Enrique exclamó: - ---¡Si yo fuese rico!... - -Hubo una pausa novelesca, uno de esos silencios durante los cuales las -mujeres se deciden á todo. Bruscamente, con aquel mismo gesto de -aburrimiento con que momentos antes arrojó el libro que leía á la -lumbre, Alicia abandonó una de sus manecitas entre las manos huesudas, -trémulas de emoción, del estudiante. - ---¿Le gustan á usted mis manos?--preguntó. - ---Extraordinariamente. - ---Dicen que las tengo grandes. - ---Al contrario, son pequeñísimas. - -Examinó con arrobo la mórbida finura del carpo; las líneas caprichosas -que las venas azules trazaban bajo la blancura de la piel; los hoyuelos -que embellecían la primera falange de los dedos; dedos de bailarina, -alhajados ostentosamente, y que concluían en uñas triangulares y -rosadas. Alicia se miraba sus sortijas; en las lanzaderas los zafiros, -los rubíes sanguinarios, los topacios, los diamantes hechos de luz, -componían ramilletes de minúsculas florecillas inmarcesibles. - ---Cuando pase usted por la calle Mayor--insistió la joven--examine bien -el collar de que le he hablado. Dos collares hay en el escaparate: uno -de perlas negras, y otro de esmeraldas. Me refiero al segundo; lo verá -usted un poco á la izquierda, sobre un medio busto de terciopelo blanco. - -La visión de las preciosas piedras verdes revivía en su memoria con -tenacidad obsesionante y, al llenar su espíritu, ejercitaba sobre todas -sus ideas una peligrosa tiranía centrípeta. - -Eran las ocho, y Enrique Darlés se levantó. - ---¿Se marcha usted?--preguntó Alicia. - ---Sí; me voy á cenar. - -Ella le miró de pies á cabeza y le halló esbelto, con hermosura casi -infantil, dentro de su modesto trajecillo negro. Después pensó que -aquella noche, en que no tenía nada que hacer, iba á fastidiarse -horrorosamente. - ---¿Por qué no cena usted conmigo?--dijo. - ---¿Para qué? - ---¡Vaya una pregunta! Para no separarnos tan pronto. - ---Yo..., en fin, como usted quiera...; pero sentiría molestar... - ---¡Qué tonto! Al contrario. Su conversación me distraerá. Verá usted qué -pronto recobro el buen humor. - -Levantóse con un movimiento rápido y elástico que hizo crujir sus faldas -y extendió á su alrededor intenso olor á violetas. Apoyó un timbre. Una -camarera se presentó. - ---Díle á Leonor--exclamó Alicia--que tengo un convidado. El señorito -Enrique cena conmigo. - -Acercóse á un espejo para arreglarse los cabellos. Parecía contenta, -transfigurada. - ---¿Ha visto usted--dijo--el drama que estrenaron anoche en la Princesa? - ---No. - ---Me han asegurado que es muy hermoso. ¿Quiere usted que vayamos á -verlo? Aún hay tiempo; cenaremos en seguida... - -Un poco desconcertado, Enrique Darlés palpóse disimuladamente los -bolsillos de su chaleco cerciorándose del dinero que llevaba, y contó -mentalmente: «cinco pesetas, diez, quince...» Había lo necesario para -comprar dos butacas y, á la salida del teatro, tomar un coche. - ---Como usted guste--repuso, ya más tranquilo. - ---Entonces, voy á mudarme de traje. Salgo al momento. - -Desapareció tras el cortinaje carmesí que cubría la puerta de su -dormitorio, y luego el estudiante oyó un alegre murmullo de ropas -interiores que caían al suelo, de ballenas de corsé que crujían sobre un -busto mimbreante, de lazos sedeños zafados apresuradamente, de armarios -abiertos y cerrados con ímpetu. - -Enrique Darlés hallábase sobresaltado y contento. Hacía más de un mes -que conocía á Alicia. Durante este tiempo, y so pretexto siempre de ver -á don Manuel, visitó á la joven varias veces y nunca, á despecho de la -intimidad de estas entrevistas, se atrevió á dejar traslucir su amor; en -su inocencia no acertaba á planear tan difícil conversión; y cuando -Alicia, que adivinaba su inquietud, quería ayudarle dando al diálogo un -rumbo confidencial, él esquivaba toda declaración, receloso de -formularla torpemente y de parecer ridículo. Pero ahora sentíase más -tranquilo, más dueño de sí. Sin saber por qué, sospechaba que el mal -humor de Alicia le beneficiaba. Ella le retenía á su lado porque se -fastidiaba, porque temía pasar la noche á solas con la imagen mordedora -de aquel collar de esmeraldas que, probablemente, nunca sería suyo; y -Enrique pensó que aquel collar, hecho para ceñir gargantas, podía ser el -símbolo de un yugo de amor que empezaba. Después halló algo íntimo y -dulce en la confianza con que Alicia se vestía á pocos pasos de él, y en -la complacencia que la camarera demostró al saber que «el señorito -Enrique» cenaba allí. Eran detalles nimios que alentaban su decaído -ánimo y dábanle á comprender que todo aquello, si su torpeza no era -mucha, podía trocarse para él en algo más recatado y exquisito que una -casta y cordial amistad. - -Perdido en estas amables imaginaciones, Enrique Darlés recordaba que la -mayor parte de los jarifos y elocuentes protagonistas de las novelas que -había leído, conocieron situaciones análogas á la que él, mísero -provinciano, afrontaba en tales momentos. La luna biselada de un armario -le devolvía la imágen de su cuerpo, alto y esbelto, vestido de negro, y -su rostro de romántico perfil, pálido y lampiño. ¿Qué sorpresas tendría -reservadas el Destino á su gran juventud?... Para distraerse comenzó á -examinar los muñequillos de porcelana ó de bronce de que los jugueteros -estaban abarrotados: gnomos encapuchados, perros, gatos que se miraban -con una mueca de asombro en un espejo diminuto; y luego inspeccionó el -reloj de mármol y los jarrones que decoraban la chimenea, y los retratos -y los cuadritos de bazar, de escaso mérito pero de vistosos marcos, que -cubrían hasta cerca del techo el papel verde claro de las paredes. Y -Enrique pensó juiciosamente que aquellos retratos, aquellas tablitas al -óleo, aquellos muebles bonitos y frívolos, eran la estela de todos los -amores mercenarios que habían pasado por allí. - -Llamó también su atención una rica colección de postales prendidas en un -biombo japonés: representaban bailarinas, paisajes, escenas galantes; en -casi todas ellas había una firma de hombre y una dedicatoria expresiva. -Muchas estaban fechadas en París, la Ciudad-Sol, querida de los -aventureros, otras en América, ó en El Cairo. Aquellas targetas eran -como un incienso ofrecido á la belleza de la misma mujer; entre las -añoranzas del destierro y bajo todos los climas, hubo para ella un -recuerdo; diríase que el calor de su carne había dejado en aquellos -hombres vagabundos una huella inmortal. - -Alicia Pardo reapareció envuelta en una bocanada de esencia de violetas. - ---¿Le he hecho esperar á usted mucho?... Creo que no. ¡Ea, pues; vamos -al comedor!... Si queremos llegar al teatro á buena hora, no perdamos -minuto. - -La cena fué agradable y ligera: una sopa á las hierbas, dos perdices á -la inglesa, unos langostinos; y de postre, tocino de cielo, mermelada de -naranja y dorados plátanos. - -En el teatro, Alicia y su acompañante ocuparon dos butacas de la segunda -fila. Cuando llegaron, la función ya había comenzado. No obstante, la -presencia de «Tacita de oro» excitó curiosidad entre el elemento -masculino de los palcos. Varios gemelos convergieron hacia ella; desde -el escenario, un actor aprovechó un mutis para dirigirla una sonrisa, -casi imperceptible, á la que ella respondió con una inclinación de -cabeza. - -Estas muestras de simpatía, que suelen ser para los hombres mundanos -motivo de satisfacción y vanidad, desasosiegan á los galanes jóvenes, -produciéndoles, según su temperamento, emociones de vergüenza ó de -celos. Por su parte, Enrique Darlés se sintió cohibido y desencentrado, -y una gran ola de sangre caliente invadió sus mejillas. Ni un momento -pensó en que aquellos graves caballeros, ricos y viejos, que jamás -llegan á la intimidad de las cortesanas por el florido camino de la -simpatía, pudiesen envidiarle viéndole bello y joven. - -En el silencio del estudiante adivinó Alicia el empacho que le dominaba. - ---¿Qué le sucede? ¿Tiene usted vergüenza de que le vean conmigo? - -Enrique fingióse sorprendido. - ---¿Vergüenza?--repitió--; ¿y de qué? Al contrario... - -Y sus dedos oprimieron los de ella con ardor inefable. - -Al terminar el acto el público comenzó á aplaudir; muchas voces -entusiastas llamaban al autor. Alicia Pardo palmoteaba también. - ---Quiero conocerle--decía. - -Enrique, por complacerla, aplaudía ruidosamente. En medio de aquella -crepitante tempestad de apoteosis volvió á levantarse el telón y -apareció el autor. Era un hombre de aguileño perfil, á quien sus éxitos -teatrales y sueltas costumbres ponían un nimbo prestigioso de talento y -de escándalo. Representaba poco más de cuarenta años; pero su cuerpo -flexible conservaba toda la movilidad traviesa de la juventud. Las luces -de la batería le iluminaban muy bien; sonreía; tenía el gesto petulante -de los vencedores. Sin dejar de aplaudir, Alicia Pardo exclamó -dirigiéndose á Enrique: - ---Es muy simpático, ¿verdad?... He de hacer que me le presenten. Mi -amiga Candelas le conoce mucho... - -Y sus largos ojos verdes se dilataban de emoción, y sobre su frente -caprichosa sus cabello crespos y rojos temblequearon como una melena -leonina. En aquel momento Enrique Darlés tornó á sentirse pequeño y -obscuro. Nada significaba su amor en la vida voluble de Alicia. Minutos -antes, mientras acariciaba sus dedos mimosos, la creyó rendida, -enamorada de él; y de sopetón la veía transfigurada, fuera de sí, la -loca cabeza echada hacia atrás en un gesto de donación que ofrecía al -dramaturgo triunfador su garganta de nieve. Por razones étnicas, las -mujeres adoran todo lo fuerte, lo que brilla, lo que arrastra... - -«Si yo no estuviese aquí--pensó Darlés melancólico--, seguramente ella -iría á buscarle...» - -En el transcurso del acto segundo el estudiante recobró su alegría. -Alicia se estrechaba contra él, soboncita y nerviosa, y sus alborotados -rizos producíanle en las sienes cosquilleos eléctricos. - -A la conclusión de la obra repitióse la ovación, y el autor reapareció. -Enrique aplaudía tibiamente; hubo un instante en que creyó que las -miradas del dramaturgo se detenían sobre Alicia con avidez. Bajo esta -impresión penosa, el estudiante salió á la calle. La joven iba cogida de -su brazo y temblaba de frío dentro de su elegante capa gris. La noche -era desapacible; había llovido. Alicia preguntó: - ---¿Dónde vamos? - -Sorprendido, él repuso: - ---A tu casa; tomaremos un coche... - ---No, á mi casa no. - ---¿Cómo? - ---Vámonos por ahí. Te regalo esta noche. - -Le miró sonriente, con una sonrisa prometedora y fascinante, que valía -un paraíso. El recordó angustiado que apenas le quedaban diez pesetas. -Para evitar los tropezones y miradas de los transeuntes, Alicia -refugióse en el quicio de una puerta; tenía yertos los pies; la humedad -del piso traspasaba la suela sutil de sus zapatos. - ---Resuelve pronto--balbuceó--; me muero de frío. - -Enrique, con una resolución que creyó muy de hombre de mundo, exclamó de -pronto: - ---Si quieres cenar, vámonos á Fornos. - -Ella hizo una mueca de espanto. - ---¡Qué horror! En Fornos me conoce todo el mundo. - ---Entonces, vamos á casa de Morán. - ---Menos; allí también puede haber algún amigo mío. - ---A la Viña P. - ---Tampoco; no me atrevo... - -Y agregó, con ingenuidad cruel: - ---No me atrevo porque... ¿sabes?... las mujeres nos desprestigiamos. Si -mis amigos, que son hombres serios, me viesen contigo por ahí, dirían -que tengo caprichos, me llamarían loca... - -Enrique Darlés apenas comprendía, pero sospechaba vagamente que todo -aquello envolvía una humillación para él. De repente, como quien se -agarra á una idea salvadora, Alicia exclamó: - ---¿Qué hora es? - ---La una y cuarto. - ---Pues, mira: vámonos á las Ventas ó á la Bombilla. El mismo coche que -nos lleve puede traernos. - ---Es... es que... - -Vacilaba; no sabía cómo decir su ridiculez, la enorme, la imperdonable -ridiculez, de ser pobre. Al fin decidióse á hablar, hostigado por las -preguntas de Alicia, que no comprendía sus incertidumbres. - ---Es que... perdóname... no traigo dinero bastante. - -Ella repuso: - ---¡Qué niño!... Pero si no hace falta casi nada... ¿No llevas -siquiera... doscientas pesetas? - ---¡Doscientas pesetas!--balbuceó Enrique Darlés aterrado--; no... no... - ---¿Y cien? - ---Tampoco. - ---Bueno, acabemos: ¿cuánto tienes? - -Enrique hubiese querido morir. Desesperado, mordiéndose los labios, -replicó: - ---Si apenas me quedan dos duros... - -Ella lanzó una carcajada; una de aquellas grandes risas, leales y rudas, -que quizá no había vuelto á tener desde que un hombre rico, al -encumbrarla en el camino del pecado, la quitó la suave alegría de ser -pobre. - ---¿Y con diez pesetas--dijo--me proponías ir á Fornos? - -Avergonzado, Enrique contestó: - ---No te merezco, no soy digno de ti. Te llevaré á tu casa. - -Alicia repuso, seducida por la novedad bohemia de la aventura: - ---No importa; quiero que cenemos juntos; llévame á una taberna, á un -cafetín económico. Me es igual... - -El vacilaba; ella insistió. El temor de quedar mal contenía á Enrique. - ---¿Y si la cena te disgusta? - ---¡Tonto! Ahora yo no trato de «conocer», trato de «recordar». ¿Crees -que siempre fuí rica? - ---En tal caso... - ---Sí, llévame... méteme en tu vida... - -Cogidos del brazo siguieron calle abajo; sus pies caminaban al compás. -El repetía febril: - ---Alicia, mi Alicia... - -Y al hundir sus labios blancos y trémulos entre los cabellos de la muy -Deseada, parecíale que todo Madrid olía á violetas. - - - - -III - - -Después de aquella noche memorable transcurrieron varios días sin que -Enrique Darlés hallase ocasión de ver á Alicia. Fué á su casa muchas -tardes, de dos y media á tres, hora en que don Manuel nunca estaba allí. -Pero Teodora no le permitía pasar del recibimiento. Unas veces «la -señorita» había salido, otras estaba durmiendo ó enferma de jaqueca y no -podía recibirle. El acento de la camarera era seco, desconcertante; -porque si en algo conocemos el concepto malo ó bueno que una persona -tiene de nosotros, es en el modo con que nos reciben sus criados. El -estudiante tartamudeaba: - ---¿No le ha dejado á usted ningún encargo para mí? - ---No, señor; ninguno. - -Y ante el semblante picaresco y reidero de la joven, Enrique sentía que -su rostro se alargaba de melancolía y que sus ojos se anegaban en dolor -y humildad, como los de un criado despedido. Después, como no quisiese -renunciar completamente á la ilusión que allí le había llevado, -murmuraba: - ---Bueno; ¡cómo ha de ser! Dígale usted que he estado aquí y que vendré -mañana. - -Cuando bajaba las escaleras iba muy triste; aquella noción de su -inferioridad que le hirió la noche en que fué presentado á Alicia Pardo, -volvía á acometerle. Sí, era un vencido, un inepto, que no aportaba allí -nada positivo: ni dinero, puesto que no era rico; ni gloria, pues que no -era artista aplaudido; ni tampoco alegría, ya que la poca que hubo en su -corazón reflexivo y sentimental se la robaban los desvíos de Alicia. - -Muchos días, á la hora del crepúsculo, acudía á estacionarse en la calle -Mayor delante de la vidriera donde centelleaba aquel soberbio collar de -esmeraldas de que Alicia le había hablado; y unas veces iba y venía por -la acera, embozado en su capa con cierto aplomo mundano, y otras -parábase á contemplar la joyería, cuyos focos eléctricos envolvían á los -transeuntes bajo un derramamiento gigante de luz. Allí permanecía largo -rato, preso en el sortilegio de los rubíes sanguinarios, de los topacios -ardientes como heridas, de las turquesas color de cielo, de las cadenas -y de las sortijas, que trazaban vibraciones de oro sobre el terciopelo -negro, artísticamente arrugado, que á modo de alcatifa cubría el amplio -perímetro del escaparate; y en esta atracción vagarosa que las joyas le -causaban, había como un presentimiento. - -Entre tanto, su alma infantil pensaba: - ---Si Alicia pasase, se holgaría de verme aquí. - -Durante aquellos primeros días, el recuerdo de la adorada persistió en -la memoria del estudiante bajo la rara sensación de un perfume á -violetas. De los anchos ojos verdes de Alicia, de su boquirrita -epigramática y cruel, de su cuerpo blanco y carnoso, ó no recordaba, ó -creía no acordarse bien. En cambio, aquel olor á violetas invadía su -espíritu, y de él parecían hallarse impregnados sus vestidos, sus manos, -sus libros de texto, su lecho mezquino. Esta dulce ilusión, sin embargo, -fué decayendo; el tiempo se la llevaba, borrándola, como había borrado -su recuerdo en Alicia. Darlés lloró mucho. Aquella noche escribió á la -joven una postal desesperada, un poco enigmática. - -«Mañana iré á verte--decía--; si no me recibes, me muero. Sé compasiva. -Mi cuartito ya no huele á ti.» - -La misiva del estudiante enojó á Alicia. ¿A qué venían estos -hiperbólicos alardes de pasión? ¿Acaso lo acaecido entre ambos no era -algo baladí y perfectamente vulgar?... Y tan segura estaba de ello, que -su emoción, más que de disgusto, fué de asombro. Al principio, su -sorpresa la inspiró cierto regocijo. - ---Sería interesante--pensaba--que ese muchacho se prendase de mí como un -héroe de drama. - -Pero la alegría de tal curiosidad duró un momento apenas. Inmediatamente -la voluntad fría, el espíritu rectilíneo y ególatra, que no toleraban -ser molestados, reaccionaron contra aquella posibilidad novelesca. Ella -no quería amar ni ser amada; que por referencias de amigas íntimas sabía -que el amor, con sus zozobras y sus celos, tan funesto y agrio es para -el que lo siente como para quien lo inspira. - -El capricho que la llevó á los brazos de Enrique carecía á sus ojos de -importancia. La tarde que antecedió á su primera y única noche de -intimidad, Darlés acertó á sorprenderla en una de esas horas de -fastidio, de laxitud y de eclecticismo, que en la voluble moral femenina -divagan equidistantes del bien y del mal. Fué liviana como pudo ser -casta, arbitrariamente, sin razón ni motivo precisos. Quizá, á tener el -estudiante los ojos más hermosos, le hubiera dicho que «sí»; acaso -también, si aquel collar de esmeraldas, por el que momentos antes ella y -Manolo riñeron, la hubiese gustado algo menos, le habría dicho que -«no»... Lo único cierto es que aceptó la compañía de Darlés porque -supuso, bondadosamente, que la conversación de un hombre, aunque éste -sea muy pobre, vale y entretiene más que el recuerdo de un collar. Y -cuando, á la mañana siguiente, regresó á su casa, hallóse un poquito -sorprendida de su conducta. Aquello fué una genialidad, una humorada -semejante á la que hubiese podido llevar á un crítico como Sarcey, -después de cuarenta años de teatro serio, á una barraca de fantoches. El -lance, por tanto, no volvería á repetirse; era absurdo. - -Al otro día, Alicia supo por Teodora que Darlés había ido á visitarla -hallándose ella ausente. En tardes sucesivas ocurrió lo mismo. La joven -acabó por sentirse molestada ante la imagen deplorable y testaruda de -aquel muchacho, mendigo de amor, que inopinadamente venía á turbar el -fácil curso de su despreocupado vivir. Cada vez que Teodora la informaba -de que el estudiante había vuelto, Alicia Pardo se revolvía colérica. - ---Pero ¿qué quiere?--exclamaba--; porque yo no lo sé... - -Y era sincera, no lo sabía; en la frivolidad egoísta de su carácter, no -comprendía cómo un hombre que lo obtuvo todo de una mujer no se canse de -ella. Su disgusto arreció con la postal, donde el estudiante dolíase de -su abandono. Era indispensable desenlazar aquel enredo de una vez, y -para conseguirlo nada mejor que recibir al importuno y hablarle -impasible, cual si no mediase entre ellos nada secreto. - -Al día siguiente, y á la hora de costumbre, Enrique Darlés llegó á casa -de Alicia. Teodora le dejó pasar al comedor. - ---Voy á informar á la señorita de que está usted aquí. - -El estudiante quedóse de pie, en actitud meditabunda, un codo apoyado -sobre el alféizar de la ventana. Antes, cuando no era allí mas que «el -amigo de don Manuel», le recibían sin etiqueta, nadie le anunciaba. -Ahora se hallaba aislado, oprimido por esa amabilidad hostil con que -acogemos á los visitantes que nos son molestos. - -Teodora reapareció. - ---Dice la señorita que puede usted pasar. - -Alicia Pardo se hallaba en su gabinete acompañada de una joven alta y -pelinegra, vestida de gris. Completaban la elegante expresión masculina -de su traje inglés el lacito de una corbata roja y la albura de su -cuello y de sus puños almidonados. Al ver á Enrique, Alicia, sin moverse -de su asiento ni alargarle la mano, exclamó: - ---¡Hola! ¿Es usted?... - -Y hubo en la cordialidad, un poco desdeñosa, de su saludo algo que -humillaba infinitamente. El estudiante palideció. Hacia su corazón toda -su sangre había refluído, hecha hielo. Siempre displicente, Alicia le -presentó. - ---El señor Darlés; mi amiga Candelas... - -Esta fijó en el recién llegado sus ojos fulgurantes y astutos, y luego -miró á Alicia, como preguntándola si aquella visita no ocultaba un -secreto de amor. La joven comprendió, y para la ladina interrogación de -su amiga tuvo una respuesta vertical: - ---No--dijo--, te equivocas. Enrique viene aquí porque es amigo de -Manolo. - -El estudiante hizo un ademán de asentimiento, y por los labios de -Candelas resbaló una sonrisa fría. Después las dos jóvenes reanudaron el -diálogo que interrumpió la llegada del estudiante, con lo que Darlés se -sintió repentinamente aislado y despedido. Transcurrieron cinco, diez, -quince minutos... sin que aquel animado charloteo declinase; en la -conversación citábanse nombres de amigos, y Candelas reía mucho al -describir los pormenores de una cena, á la que ella y Alicia Pardo -concurrieron. Quizás lo hacía con propósito dañino, para persuadirse de -que Enrique no era allí, en efecto, mas que «un amigo de don Manuel». - -Después llegó una visita. Era una jamona que comerciaba en ropas y -alhajas. Traía un pesado envoltorio, que depositó en el suelo. Alicia -preguntó: - ---¿Qué novedades hay, Clotilde? - -La interpelada pareció esponjarse de gozo dentro de su mantón -alfombrado. - ---Llevo--dijo--las mejores faldas de barro y las mejores medias del -mundo. - ---¿Muy caras? - ---Y muy baratas. No sé por qué me figuro que hoy tiene usted ganas de -gastar dinero. - -En un momento los muebles del gabinete desaparecieron bajo una oleada -multicolor de sedas joyantes, verdes, moradas y azules, que, al ser -extendidas, esparcían un agradable olor á limpieza. Como por ensalmo, -Alicia y Candelas mostráronse devoradas por ese prurito adquisitivo que -atormenta á las mujeres ante el mostrador de las tiendas de modas. A -porfía las dos se informaban del valor de cada prenda. - ---¿Cuánto cuesta esta falda? - ---Por ser para usted, cien pesetas. - ---¿Y ésa, la heliotropo? - ---Setenta y cinco. Fíjese usted bien. ¡Es magnífica! - -Enrique observaba con asombro aquella evaporación de elegancia y de -lujo. Jamás había soñado que la civilización rodease al amor de tantos -refinamientos, y al hundir sus miradas candorosas en las faldas llenas -de suaves murmurios y en los lazos y opulentos encajes de aquellas -camisas de dormir, amplias y majestuosas como togas senatorias, -recordaba tristemente las pobres camisitas blancas y los refajos -groseros, sin voluptuosidad, que las mujeres de su pueblo ponían á secar -sobre el alféizar de sus azoteas. - -Un nuevo detalle acrecentó su angustia. La vendedora y Alicia discutían -empeñadamente el precio de la falda heliotropo. Clotilde pedía setenta y -cinco pesetas y la joven aseguraba que no podía dar más de diez duros. -La vendedora insistía: - ---Anímese usted, porque no hallará en ninguna parte otra más barata. La -vendo en ese precio por complacerla á usted; pero no gano en el trato -medio maravedí. - -Y agregó, dirigiéndose á Enrique: - ---Vamos, este caballero se la regalará á usted. - -Darlés enrojeció y no supo contestar. Los hombres sin dinero son -despreciables, y como Alicia ni siquiera levantase la cabeza para -mirarle, el estudiante comprendió que la había perdido. ¡Oh! Si hubiera -una banca diabólica donde los amantes pudiesen cambiar por dinero los -años que han de vivir, su existencia, toda su existencia, la habría dado -á cambio de aquellos quince duros malditos... - -Cansada de discutir, la vendedora rehizo su paquete; la conversación -cambió de rumbo; se habló de alhajas. Candelas enseñó una lanzadera que -la habían regalado. Clotilde ofreció á las jóvenes un collar. - ---Si quieren ustedes verlo, lo traeré; lo tengo en casa. - -Alicia suspiró y aquel suspirón largo, entrecortado como los de los -niños, fué de inmensa pena. - ---Estoy enamorada de un collar que venden en la calle Mayor y no quiero -ningún otro. Sueño con él. No he visto maravilla igual. Os aseguro que -el hombre que me lo regale me conquista. - ---¿Cuánto vale? - ---Quince mil pesetas. - -Y agregó, clavando en Darlés una mirada indefinible: - ---Creo que aquí, este señor, piensa comprármelo... ¿Verdad, Enrique?... - -Candelas iba á reir, pero se detuvo; en el rostro congestionado del -estudiante, sus ojos zahorís acababan de sorprender un drama espantoso. -Sin poder contenerse, Darlés se había levantado para marcharse, y sus -ojos revelaban una vergüenza y una desesperación tales, que Alicia tuvo -piedad de él. - ---Le despediré á usted--dijo. - -Salieron del gabinete. Al llegar al recibimiento, el estudiante, fuera -de sí, empezó á cubrir de besos las manos de la joven; sus lágrimas se -desataron. - ---¡Alicia, Alicia!--balbuceaba--, ¿por qué eres tan cruel? Me muero por -ti... Alicia... ¡oh!... ¿por qué no me quieres?... - -Ella, ya repuesta de su pasajera emoción, procuró desasirse. - ---Vaya, vaya... ¡qué tonto eres!... - ---Te adoro... Alicia... ¡alma de mi alma!... - ---Ea, sé juicioso... adiós. Esto me compromete. - ---Necesito verte... verte... ¡verte!... - ---Bueno... calla, y adiós... calla... Candela podría sospechar y no -quiero que se ría de nosotros. - -Hablaba en voz baja, al mismo tiempo que, suavemente, empujaba á Darlés -hacia la puerta. Él murmuró: - ---¿Me despides? - ---No. - ---¡Sí; me despides! - ---No, no... anda... - ---Sí; me echas... me echas porque soy pobre, porque no he sabido -conquistarte... pero ¿cómo conquistarte, si no he tenido tiempo?... - -Ella se impacientaba; su entrecejo se endurecía. Él prosiguió juntando -las manos: - ---Y haces mal en despedirme... - ---Bueno. - ---Haces mal, porque el hombre que ama mucho puede mucho, y yo, que soy -pobre, sería rico; y yo, que soy obscuro, sería artista famoso si tú -quisieses. Por ti yo mataría, yo robaría... - ---Calla, calla... y vete... - ---Sí, lo que tú me ordenases; eso,., héroe ó ladrón,., todo; pero á tu -lado, contigo, para ti... Alicia, mi Alicia... lo que tú quieras... ¡Si -tengo veinte años!... - -Sin sospecharlo, el inocente había dicho una frase, una gran frase, al -poner á los pies de la ingrata el tesoro de esa edad, por la que Fausto -se condenó. - -Alicia había abierto la puerta. - ---Adiós--susurró--, márchate; Manolo puede venir... - ---¿Cuándo nos veremos? - ---Otro día. - ---¿Cuándo? - ---No sé... déjame... - ---¿Mañana?... - ---No. - ---Díme, señálame una fecha... yo tendré paciencia... aguardaré... -¿Cuándo? - -Ella vaciló. Él insistía, calenturiento. - ---¿Cuándo? - ---Me mareas. - ---¡Oh! ¡Acaba de una vez!... ¿Cuándo? - -Por los ojos verdes, verdes como esmeraldas, de la pecadora, pasó una -mirada de perdición, de locura, que luego pareció resbalar por sus -mejillas hasta trocarse en sonrisa sobre la línea tiránica de sus -labios. - ---¿Cuándo?--repitió. - -Inconscientemente el estudiante tuvo miedo, pero se rehizo pronto. - ---Sí, habla; ¿cuándo? - ---No sé. - ---Dílo, dílo. - ---Es un disparate. - ---No importa; dí, ¿cuándo? - -Suavemente, ella repuso: - ---Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido. - -Él la miró aterrado, pareciéndole que Alicia hablaba en serio. Ella -repitió: - ---Entonces... - -Y cerró la puerta. Enrique Darlés bajó las escaleras llorando. - - - - -IV - - -A la mañana siguiente Darles salió á la calle muy temprano; estaba -rendido; había pasado una noche de insomnio y de espanto, y al clarear -el día y hallarse en su habitación pobrísima, sin otro mobiliario que -una cómoda cargada de periódicos y de libros, una mala mesita de pino y -algunas sillas de enea, todo mezquino y viejo, recibió con la violencia -de un golpe la emoción de su soledad y experimentó esa inquietud que los -psicólogos denominan claustrofobia ó «terror á los espacios cerrados». - -Largo rato caminó absorto en vacilaciones sin nombre ni dibujo. No se -reconocía. En pocas horas de dolor su conciencia habíase retorcido -cruelmente, y de esta convulsión fiera emergían ahora desdoblamientos -insólitos, panoramas morales enormes constelados de perplejidades -aterradoras. Contra el baluarte de los principios éticos que le -inculcaron cuando niño, su desesperación desencadenaba una recia -avalancha de preguntas. Y cada interrogación constituía un enigma -terrible. ¿Dónde termina el bien? ¿Dónde comienza el mal? ¿Por qué, si -todos nuestros esfuerzos deben ir enderezados á procurar nuestra -felicidad, hay deseos que la moral instituída juzga depravados y -deshonestos? ¿Por qué no será lícito todo lo agradable?... - -Al llegar á la calle de Atocha, Darlés tropezóse con un amigo suyo, -estudiante de medicina también, llamado Pascual Cañamares. Los dos -jóvenes se saludaron. Cañamares iba á San Carlos. - ---¿Quieres venir?--dijo--. Te enseñaré la sala de disección. - -Darlés siguió á su condiscípulo. A éste le impresionó la palidez de -Enrique. - ---Tienes muy mala cara. - ---Es que no he dormido. - ---¿Habrás pasado la noche de fiesta? - ---Al contrario. La he pasado llorando. - -Y hubo en su respuesta un dolor tan varonil, que su interlocutor no se -atrevió á indagar. - -La sala de disección, fría y blanca, emocionó á Darlés vivamente. Desde -los altos ventanales el sol caía á raudales, pintando una ancha franja -de oro sobre los zócalos de azulejos. En las mesas de mármol, y -cubiertos por sábanas manchadas de sangre, había varios cadáveres, con -las cabezas afeitadas y los labios abiertos. Sus pies desnudos y juntos -daban una macabra sensación de quietud. Flotaba en el aire un olorcillo -indefinible, nauseabundo, á carne muerta. Darlés experimentó un ligero -vahido que le obligó á cerrar los ojos, y huyó de la sala. Más de una -hora anduvo por los claustros espaciosos, siniestramente sonoros, de San -Carlos. Una rara tristeza gravitaba sobre el edificio, caserón viejo y -húmedo que antes de ser escuela fué convento, y donde á la honda -melancolía de una religión que sólo piensa en la muerte, parece añadirse -el gran desengaño de una ciencia que no sabe librar del dolor á la vida. - -Cuando Pascual Cañamares salió de clase, quiso que Darlés le acompañase -á almorzar. Enrique accedió. Eran las doce. Cañamares almorzaba en una -taberna de la plaza de Antón Martín: era un establecimiento alegre, con -altos zócalos de madera pintados de rojo. Los dos estudiantes se -instalaron ante un velador, sobre el cual la tabernera había extendido -un pequeño mantel. Cañamares exclamó: - ---¿Qué quieres comer? - ---Me es indiferente. Lo que tú comas. - ---¿Sopa y cocido? - ---Bueno... - -Cañamares ordenó, campechano: - ---¡Patrona! ¡Un cocido! - -Era un muchachón de veinte años, sanguíneo y rollizo, lleno de esa -jovialidad sana y turbulenta que se desprende, á modo de perfume, de las -grandes energías vitales. Hablaba mucho, y había en su conversación -pintoresca y frívola un buen humor contagioso. Enrique Darlés le -respondía distraídamente y con monosílabos, atento sólo á lo que varios -cocheros, instalados en una mesa próxima, referían de cierto crimen -cometido aquella mañana. Dos hombres, enamorados de la misma mujer, -habían reñido á navajazos y uno de ellos mató al otro. El vencedor -estaba preso. Era un lance vulgar, pero intenso, de una belleza bárbara -y, á su modo, caballeresca, ya que en la lucha no hubo traición. Y el -estudiante admiró y aun envidió á aquellos dos bravos que, por amor, -afrontaron la solemnidad de ese momento donde coinciden la herida que -produce la muerte y la puñalada que lleva á presidio. - -Al salir de la taberna, Pascual se despidió bruscamente. - ---Me marcho, porque no me divierto contigo. No sé qué te sucede. ¡Ni -siquiera escuchas!... - -Y se fué. Enrique Darlés le vió alejarse impasible, y luego experimentó -una dolorosa sensación de vacío. Estaba solo porque había tenido la -franqueza de no disimular su negro humor, porque dejó que toda la -melancolía de su alma se asomara libremente á sus ojos; y entonces -comprendió que ser muy sincero equivale á ser muy generoso, ya que -cualquiera sinceridad, aun la más inocente, siempre cuesta mucho. - -Por la noche cenó frugalmente y se acostó temprano. Largo rato estuvo -despierto, atormentado por una marea de recuerdos inconexos. Su padre, -que era su pasado, y Alicia Pardo, que simbolizaba su presente, le -solicitaban. Al cabo, la imagen de la joven prevaleció. - -Poco á poco dióse á examinar el alma tornadiza y burlona de aquella -mujer que, al despertarse de una noche de amor, le había mirado -encogiéndose de hombros. ¿Qué había sucedido? ¿En cuál de los dos estuvo -la falta? ¿Acaso ella era una ingrata incapaz de sentimientos levantados -y duraderos, ó es que él, encogido y pacato, no había sabido -corresponder á la ilusión de Alicia?... - -Bajo la tiranía torturante de su voluntad, la memoria evocó momentos, -recompuso frases, dió actualidad nueva á los pormenores de aquella noche -hadada en que creyó que todo Madrid olía á violetas... Y como siempre -tendemos al perdón del ser amado, tras mucho discurrir, Enrique Darlés -llegó á convencerse de que Alicia Pardo era inocente. Ella, desde el -primer momento, había sido buena; ella le animó á emprender su -conquista, y después, llanamente, sin otro propósito que el de verle -feliz, le abrió sus brazos; brazos venusinos que pusieron alrededor de -su cuello un lazo de dulzura y misericordia. Y él, á cambio de tan -subida ventura, ¿qué había dado?... - -En la conciencia del estudiante alzábase acusadora una voz implacable. - -Alicia, habituada al roce del gran mundo, era una mujer de gustos -exigentes y refinados, que adoraba el lujo y entendía á Beethoven. -Varios aristócratas la amaron, poniendo su belleza en boga, y más de un -tenor de ópera cantó para ella sola y en la intimidad de su dormitorio, -su _racconto_ favorito. - -Y la voz inexorable continuaba: - -«¿Qué hiciste tú, pobre Darlés, para merecer ese tesoro? ¿Qué méritos -son los tuyos? Las mujeres que son todo belleza quieren lo que brilla, -la fuerza, belleza suprema del hombre: la fuerza, que es gloria en el -artista, dinero en el millonario, elegancia y aplomo en el hombre de -mundo, desesperación en el suicida, valor y rebeldía en el ladrón que, -audazmente, se pone enfrente de la ley. Pero tú, que no eres nada, ¿de -qué te dueles ni á qué aspiras?...» - -El estudiante lanzó un gran suspiro y sus párpados se llenaron de -lágrimas. Era un necio, un zagalón menguado y cobarde. De una mujer -puede quejarse el hombre que se arruinó por ella, ó quien, por -conservarla, mató y fué á presidio. El, en cambio... - -De pronto Darlés se estremeció tan violentamente, que la descarga -eléctrica de sus nervios le arrancó un grito. Incorporóse en el lecho; -estaba lívido. Si no podía ofrecer á Alicia ni una gloria de artista, ni -una fortuna, debía brindarla su honor: debía robar... Fué una revelación -terrible que sonaba á infierno. Entonces comprendió aquella expresión -enigmática que inflamó los ojos y resbaló luego por los labios de Alicia -la última vez que hablaron. El la había dicho: «¿Cuándo te veré?» Y ella -contestó: «Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido». Ahora -estas palabras cabalísticas resonaban en su espíritu claramente: ahora -las entendía. Alicia estaba enamorada de una joya que no podía comprar, -y más de una vez, pensando en ella, se puso triste; su dolor era -sincero; él lo había visto. Acaso la joven, al despedirle y recordarle -aquel collar, habló en broma; quizás habló en serio. ¡Quién sabe!... De -todos modos, al afirmar que «nunca» se verían, expresó veladamente su -convicción de que él era un cobarde que jamás llegaría á perderse por -ella. Los ojos febriles de Enrique Darlés brillaban como carbunclos. ¿Y -por qué no robar? ¿Por qué no mostrarse valiente y capaz de todo? Hay en -el fondo de los grandes sacrificios algo superhumano que ofusca y -arrastra. Si él fuese ladrón; si pagase con su audacia lo que no le era -dable adquirir por dinero; si, por complacerla, perdiese su carrera, -arrostrase la maldición de su padre y el rigor de las leyes, Alicia le -amaría ciegamente, con aquel frenesí que Vautrin, el héroe balzaciano, -inspiraba á las mujeres. - -La voz que antes tronó acusadora en la borrascosa conciencia del -estudiante, ahora musitaba lagotera y suave: - -«Alicia, tu Alicia, sería feliz con las esmeraldas de ese collar. Si no -tienes medios de comprarlo, róbalo. Eres un miserable si no robas para -ella. ¿Qué te importa la opinión del vulgo? ¡Egoista! El hombre que no -es capaz de ser ladrón por una mujer, puede quererla mucho, pero no la -quiere ciegamente. Lo que tu Alicia desee, tú debes dárselo. No dudes, y -roba; roba para ella ese collar y cíñeselo después á su cuello, cuya -nieve tantas veces, en el espacio de una noche, dió frescura á tus -labios...» - -Estas ideas acudieron á corroborar sus impresiones más recientes: la de -su visita á la sala de disección, donde vió otra vez que todo es nada, y -la de aquel crimen por celos que oyó referir en la taberna. Y, -repentinamente, Enrique Darlés se sintió calmado. Su porvenir acababa de -decidirse: robaría. La Fatalidad, hecha carne en el cuerpo de Alicia -Pardo, acababa de decretarle un camino. - -Todas las tardes, al tramontar del sol, en esa hora de misterio en que -los faroles comienzan á encenderse y las mujeres parecen más lindas, el -estudiante salía de su casa y, por las calles de Mesonero Romanos y -Carmen, dirigíase hacia la Puerta del Sol, siempre llena de una multitud -desocupada y abúlica que no sabe andar. En la calle Mayor se detenía, -hundiendo una mirada ávida y medrosa en la joyería, cuyo escaparate -refulgente parecía una brasa. - -La contemplación diaria y reposada de aquellos tesoros producía en -Enrique Darlés un trastorno moral, cuya gravedad él no sospechaba. La -idea de robar iba incubándose en su ánimo, obsesionándole, trocándose en -resolución irreductible y desapoderada. - -Para tormento suyo, aquel collar de esmeraldas que servía de reclamo á -la tienda no hallaba comprador. Era demasiado caro. - -Con la nariz aplastada sobre el cristal del escaparate, Enrique sufría -largos minutos de angustia sin poder disuadir sus ojos de aquel abismo, -precipicio de oro y terciopelo en cuyo fondo los brillantes, los -topacios, las esmeraldas, las perlas, los rubíes, las amatistas, -parecían las pupilas de una extraña multitud. Su imaginación, -entretanto, devanaba una historia de locura. El, con su presa oculta en -su bolsillo más secreto, iría á ver á Alicia, y la diría: «Toma, aquí -tienes tu collar; el collar que ni don Manuel, ni esos aristócratas -millonarios que conoces, han querido comprarte, te lo he ganado yo -jugándome la vida. ¿Qué dices ahora?...» Y discurriendo así cerraba los -ojos, creyendo que á su alrededor el aire olía á violetas. Después, -cuando abría los párpados, las esmeraldas del collar, verdes y duras -como las pupilas de Alicia, parecían decirle: «Todo eso, tan bonito, -sucederá cuando tú quieras». Era la voz sigilosa de la tentación: voz -hecha luz... - -Una tarde, al recobrarse de uno de estos duraderos y profundos -ensimismamientos, vió que Alicia Pardo y su amiga Candelas se acercaban. -Ellas también le habían visto. Turbado, casi sin voz, el estudiante las -saludó. Alicia le estrechó la mano afectuosamente, y él aspiró esta vez -con más fuerza, aquel perfume á violetas que aromaba sus sueños de -ladrón. La joven preguntó: - ---¿Qué hace usted aquí? - ---Nada... pasar el rato... - -Alicia inspeccionó el escaparate. - ---¡Ah, sí! ¿Miraba usted mi collar? - ---Sí, precisamente... - -Y al decir esto enrojeció, porque equivalía á confesar que estaba -acordándose de ella. Candelas examinó al estudiante risueña. Alicia -Pardo agregó cruel: - ---Ya sabe usted que se lo he pedido. - ---Lo sé, me acuerdo. - -Habló tristemente y ella se echó á reir. - ---Y bien, qué, ¿piensa usted regalármelo? - ---¡Quién sabe!... - -Una cólera repentina había dado á sus facciones tirantez viril y -agresiva. Palidecieron su frente y sus labios. Candelas, que era -bondadosa, trató de aliviar su tormento. - ---Déjese usted de mujeres--exclamó--; somos muy malas. Créame usted á -mí: la mejor, la más santa de nosotras, no vale un sacrificio. - -Alicia interrumpió á su amiga. - ---¡Qué bobita eres! Estamos hablando en broma. ¿Tú piensas que Enrique -puede hacer una locura por mí?... ¡Qué disparate! - -Fieramente el estudiante repitió: - ---¡Quién sabe! - -Y luego, tras una pausa: - ---Ignoro por qué habla usted así. Usted no me ha tratado. Usted no sabe -quién soy yo. - -Dos meses antes, las frases un poco burlescas y las sonrisas de las dos -jóvenes le hubiesen desconcertado. Pero ahora hallábase transfigurado y -poseído de un nuevo y vigoroso ardimiento. Ya no dudaba; invadíale un -extraordinario y avasallador concepto de sí mismo, y esta convicción de -su juventud y de su audacia, de su fuerza, en fin le enajenaba como una -ola de alcohol. Un instante había bastado para que el niño creciera y -fuese hombre. - -Alicia le observó de hito en hito; sus labios tornáronse graves; bajo la -doble crencha de sus cabellos rojos, partidos simétricamente sobre la -frente, los ojos tuvieron una expresión pensativa. Ella ignoraba cómo -los hombres primitivos cazaban el reno, pero sabía de conocer caracteres -y de atizar pasiones, y si ojeó pocos libros, leyó de corrido en muchas -conciencias, lo que es mejor. Su instinto agudo, que no solía -equivocarse, adivinó en el gesto y la voz del estudiante algo dominador -y desesperado. Prefirió cortar la conversación. - ---Adiós, Enrique. ¡Ah! Manolo ha preguntado por usted varias veces. - ---Muchas gracias. Dele usted mis recuerdos. - ---¿Cuándo irá usted por casa? - -Siempre sombrío, Darlés repuso: - ---No lo sé, Alicia; pero esté usted cierta de que iré tan pronto como -deba ir. - -Y hubo en esta alusión á lo que él llamaba «su deber» un trémolo -indefinible de soberbia y de amargura. - -Al quedarse solo el estudiante tuvo una explosión de cólera que, á falta -de palabras, se deshizo en lágrimas. Tenía la convicción de que sus -respuestas, un poco misteriosas, impresionaron á Alicia; habían sido -bellas. Ahora, y para no perder lo ganado, necesitaba que su conducta -corroborase lo dicho. Embozadamente habíase comprometido á algo muy -grave. De no cumplir lo ofrecido, quedaría en ridículo. Era, pues, -indispensable llegar al fin. - ---Seré ladrón--pensó. - -Después dirigióse á su taberna, donde cenó tranquilamente y se acostó -temprano. Durmió bien, con esa paz profunda que dejan en los espíritus -largo tiempo agitados las resoluciones irrevocables. Era mediodía cuando -despertó. Inmediatamente se levantó, vistióse de limpio y escribió á su -padre una carta tranquila, en la que sólo hablaba de sus estudios. Luego -metió en un pañuelo todos sus libros de texto y salió á la calle. Iba á -venderlos. «Si me prenden--reflexionaba--ese dinero puede hacerme falta; -y si logro huir y todo queda en el misterio, tiempo tengo de -recobrarlos.» - -Realizada la venta se dirigió á un _restaurant_ de lujo, donde almorzó -con ciertos refinamientos. En todos estos detalles menudos, tan -contrarios al orden y sencillez de su vida habitual, un observador -hubiese descubierto cierta melancolía de despedida. Luego estuvo -bebiendo café en la _terrasse_ del _Lyon d'Or_, y reconoció que muchas -de las mujeres que pasaban eran bonitas. Acerca de lo que iba á realizar -no había pensado nada concreto. Prefería abandonarse á lo imprevisto. -Los grandes conflictos se resuelven mejor sobre la marcha, de sopetón, -ante la inminencia del peligro. - -A las seis en punto se levantó, y cruzando la calle de Sevilla dirigióse -por la carrera de San Jerónimo hacia la Puerta del Sol. Todavía las -luces del alumbrado público y de los comercios estaban apagadas. Era -una tarde de Abril; barría las calles un remusgo fresco y húmedo; en el -espacio límpido, teñido de rosa, Venus vertía la serenidad de su luz -milenaria. Darlés avanzaba tranquilamente, con un sosiego de movimientos -que parecía responder á una ecuanimidad perfecta. Al llegar á la acera -del Ministerio de la Gobernación detúvose á observar los tranvías, los -coches, el gentío que pululaba á su alrededor. La idea de que pronto le -prenderían, renació en su espíritu. - ---Mañana--pensó--no veré nada de esto. - -Y sus ojos tuvieron una melancolía de «adiós». Sin embargo, ya no podía -torcer su resolución de robar. - -El fondo de esta locura lo constituía, más que un anhelo carnal, un -prurito romántico, casi coquetón, de «quedar bien». La concupiscencia de -los primeros momentos había evolucionado hasta convertirse en el -sentimiento elegante, puramente artístico, de un «bello gesto». En -último término, adueñarse de Alicia era lo de menos: lo importante, por -no decir lo único, era tener ante ella la hermosura de un heroísmo; que -para los grandes criminales, como para los artistas ilustres, como para -los multimillonarios que se arruinan en una noche, como para todos los -que rompen los moldes vulgares, guarda el alma aventurera de la mujer -una admiración. Y el estudiante, considerando que Alicia Pardo se -acordaría siempre de que hubo un hombre honrado que fué á presidio por -ella, se juzgaba pagado y feliz. - -Absorto en estas quimeras, llegó Enrique Darlés á la joyería de la calle -Mayor, cuyas luces, recién encendidas, volcaban sobre la acera un -generoso resplandor. Detúvose el mozo ante el escaparate, lleno de -refulgencias cegadoras. En el centro de la vidriera y ciñendo el cuello -de un medio busto de terciopelo blanco, estaba el collar, el terrible -collar de esmeraldas. Darlés lo contempló largamente, y al principio -experimentó esa sensación de miedo y de frío que inspiran las armas de -fuego. Después esta emoción desapareció; la luz verde de las esmeraldas -le enajenaba; era una especie de atracción telúrica, invencible como el -principio de gravedad. No obstante, todavía vacilaba, todavía comprendía -que en aquel medio metro que le separaba del escaparate flotaba un -abismo. De pronto, pensó: - ---¿Y si Alicia me viese ahora aquí?... - -Esta idea derrotó sus últimos temores y abrió la puerta del -establecimiento con mano segura. En seguida avanzó hacia el mostrador; -su paso era firme y suelto. Un dependiente alto y elegante, con largos -bigotes rubios, salió á recibirle. - ---¿Qué deseaba usted? - -Con un aplomo del que segundos antes no se hubiese creído capaz, Enrique -contestó: - ---Quisiera ver ese collar de esmeraldas que hay en la vidriera. - ---Sí, señor. - -Darlés miró á su alrededor y notó que, al fondo de la tienda, un -caballero barbiblanco, el dueño sin duda, le observaba atento. El tenía -ya un plan: se apoderaría de la joya y huiría hacia la puerta que, para -este fin, dejó entornada. - -El dependiente volvía con el collar, que depositó sobre el pañete verde -musgo del mostrador. Enrique Darlés apenas se atrevía á tocarlo. - ---¿Cuánto vale? - ---Quince mil pesetas. - -El estudiante chasqueó la lengua, como hacen los bebedores para celebrar -el buen gusto y calidad de un vino. Su interlocutor agregó: - ---Tengo la seguridad de que habrá usted visto pocas esmeraldas como -éstas. - -El caballero peliblanco se había acercado sin hablar, las manos metidas -en los bolsillos del pantalón, y su continente era grave y perplejo. -Diríase que su espíritu desconfiado de comerciante venteaba un peligro. -Darlés le miró de reojo: aún era honrado, aún podía arrepentirse... - -El dependiente había traído varios estuches, de los que fué sacando -collares diferentes. En el modo de cogerlos, de acariciarlos entre sus -dedos de uñas cuidadas y de extenderlos sobre el pañete del mostrador, -ponía aquel hombre un cariño. Los había de brillantes, de turquesas, de -zafiros, de topacios... - -El estudiante vacilaba; latía en aquella proximidad del crimen una -voluptuosidad mareante y terrible, á la vez dulce y acre. Siguió -preguntando: - ---¿Qué vale este collar? - ---Muy poco: dos mil doscientas pesetas. - ---¿Y éste de rubíes? - ---Cuatro mil quinientas. - -Darlés los cogía, los miraba detenidamente, volvía á dejarlos. De pronto -experimentó la sensación de que por sus mejillas acababa de extenderse -una gran palidez. Para reponerse dijo: - ---Este de perlas negras es muy hermoso. - ---También es más caro: diez mil pesetas. - -Bruscamente el señor barbiblanco, que hasta entonces no había desplegado -los labios, exclamó con acritud: - ---Bien; creo que ya han hablado ustedes bastante. - -Y, dirigiéndose al dependiente: - ---Guarde usted esos estuches. - -Enrique Darlés levantó la cabeza y le miró á los ojos fieramente, con la -altivez del hombre que todavía no ha delinquido. - ---¿A qué viene eso?--gritó. - ---No me gusta perder el tiempo--repuso el joyero--; á usted no debe -sobrarle el dinero; yo no me equivoco. - -Y volviéndose á su empleado, que presenciaba la escena atónito, repitió -secamente: - ---Le he dicho que recoja esos estuches. - -Tal vez el estudiante no estaba aún totalmente decidido á robar; -todavía, quizás, quedaba en su conciencia algo bueno, sano, que, en el -momento supremo, se hubiese impuesto á la fatal tentación. Pero las -palabras destempladas del comerciante, exasperándole, le obligaron á -delinquir; buscó un desquite y pecó. El caso no es nuevo; muchas, -muchísimas veces, un crimen sólo es la represalia lógica de una -injusticia. - -Fuera de sí, Enrique alargó rápidamente un brazo hacia el sitio donde -estaba el collar de esmeraldas; sus dedos se crisparon, convulsos; giró -sobre sí mismo y, de un salto, ganó la puerta. - -En aquel momento, uno tras otro, sonaron dos tiros. - -Darlés emprendió una carrera vertiginosa, delirante, hacia el Viaducto. -Al principio oyó una voz que gritaba á su espalda: - ---¡A ése, á ése! ¡Al ladrón!... - -Una voz terrible, de pesadilla, y luego percibió el estrépito, semejante -á un trueno, de la gente que le perseguía. Ante él los transeuntes se -apartaban, y había en sus rostros miedo y asombro. Al llegar á la calle -de Bordadores, un hombre que esgrimía un bastón, trató de cerrarle el -paso y, entonces, Darlés torció á la izquierda, venciendo con velocidad -de liebre la cuesta de la calle Siete de Julio. De un portal le tiraron -una silla, que apenas le rozó, y donde acaso tropezaron los que de más -cerca le acosaban. Cuando la humana jauría, jadeante y furiosa, pasaba -bajo los arcos de la Plaza Mayor, su griterío amenazador retumbó con más -fuerza: - ---¡A ése!... ¡A ése!... - -El estudiante, alocado, corriendo siempre en línea recta, llegó á la -barandilla que cierra el jardín y la franqueó de un salto. Esto le -salvó. La poca luz que allí había y las sombras de los árboles -desdibujaron su figura. El, sin embargo, continuó corriendo y, al -encontrarse de nuevo con la barandilla, volvió á saltar. Al caer, sus -rodillas, fatigadas, se doblaron y á poco da de bruces contra el suelo. -Pero en el acto se levantó y siguió corriendo. Ahora las voces de sus -acosadores retumbaban lejos, bajo las bóvedas sonantes de la plaza. - -Darlés continuó huyendo por la calle de Toledo, y advirtió que muchos -transeuntes le miraban con inquietud. Una mujer exclamó: - ---¡Va herido!... - -Al llegar á Puerta Cerrada, el estudiante se acercó á la famosa cruz que -da nombre á la plaza. No podía más; las piernas se le rompían de -cansancio; su corazón estallaba; la lengua se le escapaba de la boca. -Varias mujeres le rodearon asustadas. - ---¡Está usted herido!--decían--. ¿Qué es eso?... ¡Le han herido á usted! - -Pero en sus exclamaciones no había rencor, sino piedad ingénua. El -estudiante se sintió más tranquilo. Una de aquellas mujeres llevaba un -cántaro. - ---¡Un buche de agua!--balbuceó Enrique--. Agua... ¡Me muero de sed!... - -Acercó sus labios á la boca de la vasija y bebió á largos sorbos. - -Ellas repetían: - ---Está usted herido... ¡Pobre hombre!... ¡Vaya usted en seguida á la -Casa de Socorro!... - -Para no suscitar sospechas, Darlés repuso: - ---Sí, ahora voy... - -Después trasegó algunas buchadas más, y siguió huyendo hacia la calle de -Segovia. Corrió mucho, mucho, hasta que sus fuerzas se agotaron -totalmente. Detúvose y se reconoció; sus ropas mojadas se adherían á su -carne, produciéndole una desagradable sensación de frío; tenía las manos -rojas: lo que él creyó sudor, era sangre. - ---¡Estoy herido!--murmuró. - -Y entonces comprendió lo que las mujeres de Puerta Cerrada le habían -dicho. En aquel momento acometióle un ligero mareo y necesitó apoyarse -contra la pared. Después abrió los ojos y examinó el sitio donde se -hallaba. Era un callejón pendiente y solitario, abierto entre casas -modestas. Muy cerca, sobre la inmensidad negra del cielo, aparecía la -mole imponente del Viaducto, esa atalaya siniestra y magnífica desde la -cual tantos tristes se despidieron de la vida en una reverencia mortal. - -Enrique Darlés volvió á pensar: - ---Estoy herido... - -Sus ideas iban coordinándose: Alicia, su cuartito de la calle de la -Ballesta... Palpóse los bolsillos, y sus dedos hallaron el collar, «¡su -collar!...» - -El estudiante sonrió; una alegría inefable esponjaba su cuitado corazón. -Suspiró; se enjugó dos lágrimas. Alicia sería suya. La novela de su vida -acababa de ser escrita. - - - - -V - - -Candelas y Alicia Pardo regresaban en landó de las carreras. La tarde -había pecado de frescachona, pero el sol no se ocultó ni un momento, y -los jockeys lucharon bien. Alicia sonreía; estaba contenta; había ganado -ochocientas pesetas, y en sus ojos persistía aún la visión de los -jinetes huyendo con rapidez fantasmagórica sobre el fondo del paisaje -abrileño. Y, de pronto, en el segundo tercio de la carrera, de aquel -grupo multicolor, compuesto de blusas rojas, azules y amarillas, y de -calzones blancos, un caballo se destacó para tomar la cuerda, y ella -había ganado... - -En esta victoria hallaba algo personal, que mimaba su orgullo. - ---Ese jockey que ahora tiene tu conde--exclamó--monta como un centauro. -¿Es inglés? - -Candelas contestó: - ---No, belga. - -A Alicia, que no recordaba con exactitud hacia dónde quedaban los Países -Bajos, no le satisfizo la respuesta. Pero era igual; bastábala con saber -que el jockey triunfador venía de uno de esos pueblos septentrionales -donde todos los hombres son correctos y rubios. - -Candelas comenzó á explicar la ciega confianza que el conde, su amigo, -tenía en aquel caballista extraordinario. En pocas palabras trazó un -brillante programa de diversiones y de viajes. A primeros de Mayo irían -á Londres, y en Junio, á París, donde el conde pensaba llevarse el «Gran -Premio», de Longchamps. La otoñada la pasarían en Niza. - -Alicia Pardo repuso: - ---En Septiembre el marquesito y yo vamos á Monte-Carlo. Es preciso que -nos veamos; con los hombres, ¿verdad?..., nos divertimos poco. No saben -hacernos reir. - -Cuando el landó llegaba á la plaza de Castelar, Alicia preguntó á su -amiga: - ---¿Tienes algo que hacer esta noche? - ---No. - ---Pues vente al Real conmigo. La noche pertenece á Bizet, el divino. -Representan Carmen, y trabajan la Nasí y Pacteschi. ¡Sin comentarios! - -Candelas accedió. - ---Ahora--dijo Alicia--quiero ir á mi casa, por si he recibido algún -recado urgente. Luego te llevo á la tuya, cambias de traje y buscamos á -Manolo para que nos invite á comer. - -El coche se detuvo ante el portal de Alicia, y Teodora, que estaba en el -balcón, bajó á la calle en seguida. Traía una carta. - ---Esto ha venido para usted. - ---¿De parte de quién? - ---De parte del señorito Enrique. - -Alicia repitió, sorprendida: - ---¡De Enrique! - -Rasgó el sobre con gesto febril, y leyó: - -«Ven á mi casa, te lo ruego. Necesito verte hoy mismo.» - -Y firmaba: «_E. D._» - -Alicia pareció reflexionar. Luego miró á su amiga. - ---¿Tú entiendes esto?... Es de Enrique Darlés... ¿Te acuerdas?... Un -muchacho, amigo de Manolo... - -Y, dirigiéndose á Teodora: - ---¿Quién trajo esta carta? - ---Una vieja. - ---¿Qué facha tenía? - ---No sé... así..., parecía portera... - -Alicia permanecía indecisa; la concisión autoritaria de aquellos -renglones impresionaba. Era una carta de hombre; los niños no saben -hablar así. En el sobre una mano impaciente, acaso desesperada, había -escrito, con letras de trazos vigorosos, la palabra «urgente». - ---¿Qué hacemos?--preguntó. - ---Creo--repuso Candelas--que debemos ir á verle. - ---¿Para qué? - ---Cuando él te llama, algo muy grave debe ocurrirle. Ve... - -Alicia consultó su reloj: eran las seis; aun podía, sin turbar el -programa de aquella noche, otorgarse el lujo de una condescendencia. Y -ordenó al cochero: - ---¡Ballesta, número...! ¡A escape!... - -Un momento las dos jóvenes estuvieron calladas. Candelas, de repente, -exclamó: - ---¿Has leído lo que dicen los periódicos del robo que hubo anoche en la -calle Mayor? - ---No... ¿Qué dicen? - ---Que han robado una joyería. - ---¡Una joyería!--repitió Alicia. - -Su rostro tuvo una expresión inenarrable de ansiedad y de espanto. Se -acordó de aquel collar de esmeraldas, en el que tantas veces había -pensado, y de la tarde en que ella y Candelas sorprendieron á Enrique -Darlés inmóvil ante el escaparate de la tienda. Inopinadamente, la -dolorida figura del estudiante parecía ponerse de pie en su memoria. -Escuchaba sus últimas palabras: «Usted no me ha tratado. Usted no sabe -quién soy yo». Y estas frases, á las que nunca concedió valor, ahora -repercutían en sus oídos con un «tic» profético. - ---¿Qué han robado?--preguntó. - ---No puedo decírtelo, porque leí el periódico muy á la ligera. - ---¿Y quién es el ladrón? - ---No se sabe. - ---¿No le prendieron? - ---No. Fué más listo que los que le perseguían... - ---¿Y escapó? - ---Sí. - -El misterio que envolvía al delincuente aumentó la inquietud de Alicia. -Era una emoción bonita, novelesca, que la producía cierto engreimiento. -«¡Si hubiese robado por mí!», pensaba. Emoción orgullosa y malsana, -semejante á la que experimenta ante sus amigos el hombre por quien una -mujer se ha suicidado. - -Candelas, que seguía los pensamientos de Alicia, exclamó: - ---¡Sería notable que el autor del atentado fuese Enrique Darlés! - ---No lo creo. - ---Pues mira, yo dudo... - ---Hubiera hecho muy mal. - ---Evidentemente. - ---Y si lo hizo, me tiene sin cuidado. Que se fastidie, por imbécil. Yo, -nada le he pedido; y, en último término, ¡qué diablos!, más delito tiene -el que otorga que el que pide... - -El coche se detuvo, y Alicia y Candelas echaron pie á tierra y -penetraron en un portal de apariencia mezquina. Candelas llamó. - ---¡Portera, portera! - -A sus voces nadie contestó. - ---Sígueme--dijo Alicia--, conozco el camino. - -Echó á andar, recogiéndose pulcramente su falda color perla é -imprimiendo á la larga amazona roja de su sombrero un gracioso vaivén. -Atravesaron un patio sórdido y húmedo, luego otro, y comenzaron á subir -una empinada escalera. El fru-frú sedeño de sus enaguas y el tintineo -de sus pulseras llenaba el silencio. Llegaron al tercer piso y -detuviéronse ante una puerta entornada. Alicia llamó con los nudillos. -Nadie contestó. Volvió á llamar. Desde dentro, una voz, la voz de -Enrique, repuso débilmente: - ---Adelante... - -La joven y Candelas se hallaron en una habitación obscura que apestaba á -sangre. Alicia Pardo no pudo reprimir una exclamación grosera de -disgusto: - ---¡Qué asco! ¡Puf!... ¿A qué huele aquí? - -Desde el fondo de la estancia, donde se insinuaba la silueta de un -lecho, Enrique Darlés balbuceó: - ---Ahí, sobre esa mesita, hay fósforos... Enciende el quinqué... - -Candelas se mantuvo inmóvil, junto á la puerta, temerosa de tropezar. -Cuando hubo luz, las dos amigas lanzaron á su alrededor una mirada -rápida. Componían el moblaje una mesa de escribir, una cómoda sobre la -que había un espejo, y á la hila de las paredes encaladas media docena -de sillas de enea. El estudiante estaba acostado y vestido en su lecho; -sobre la albura de la almohada, su cabeza, de crespos y negrísimos -cabellos, yacía inerte. Un momento abrió los ojos, y luego, -pausadamente, tornó á cerrarlos. Por su rostro lampiño, que la lividez -de los labios entristecía, divagaba la blancura etérea y luminosa del -último dolor. - -Las dos jóvenes se aproximaron al estudiante. Alicia exclamó: - ---¡Enrique!... ¡Enrique!... - -El entreabrió los párpados, y sus pupilas turbias fijaron en «Tacita de -oro» una mirada de gratitud. Ella repitió: - ---Enrique... ¿Me oyes? - ---Sí. - ---Te han herido, ¿verdad? - ---Sí. - ---¿Tú fuiste quien cometió anoche el robo de la calle Mayor? - ---Sí... - -Alicia Pardo miró ufanamente á Candelas, como invitándola á fijarse bien -en su hazaña y poniendo en su ademán aquella petulancia con que se -exhibe una obra de arte. Acababa de obtener un gran triunfo, porque -únicamente por las mujeres capaces de inspirar pasiones locas se atreven -los hombres á tanto. Después adelantó la cabeza para ver de más cerca -las ropas del estudiante, y al encontrarlas tintas en sangre, -experimentó un nuevo acceso de asco. El contraste del aire cálido y -nauseabundo de aquella habitación, largo tiempo cerrada, con el ambiente -saludable de la calle, era demasiado brusco. - ---¿Abro la ventana?--dijo. - ---No... no--murmuró Enrique--; estoy muy débil; el frío me mataría. - -Alicia, sentada sobre el lecho, aquel pobre lecho que su cuerpo una -noche perfumó á violetas, le observaba en silencio. Un ancho sombrero -carmesí, adornado por una magnífica amazona blanca, cubría su semblante -pálido, donde los ojos verdes brillaban lascivos en el gran nimbo -cárdeno de las ojeras; y la gracia libertina de los ademanes, la -brevedad pueril del talle, el entono robusto de las caderas y del seno, -y aquel desasosiego con que los piececitos impacientes y bailarines -herían el suelo cual si deseasen escapar, contrastaban fuertemente con -la fealdad del aposento desamueblado, oliendo á agonía. - -Candelas parecía conmovida. Pero Alicia se ahogaba; una sensación -terrible de asco iba dominándola. Repetidas veces llevóse á su nariz -gozadora, bañada aquella tarde en la brisa suelta y oxigenada del -Hipódromo, su pañuelo de encajes. El invasor malestar se sobreponía á su -aflicción. No podía llorar. Además, ¿para qué?... Y con tal de escapar -pronto de allí, no la hubiese importado que Enrique viviese algunas -horas menos. En su ingratitud, Alicia Pardo llegó á maravillarse de que -hubiese mujeres amantes capaces de besar un cadáver... - -De súbito, deseosa de concluir, preguntó: - ---Pero... ¿cómo te hirieron? - -Nuevamente Enrique abrió los ojos, luego los labios. - ---Vas á saberlo. - -A pesar de la enorme hemorragia que había sufrido, aún le restaban -algunas fuerzas, las últimas, y pudo hablar. - ---He robado por ti, porque la tarde en que me echaste de tu casa me -dijiste: Nos veremos... «cuando me traigas el collar que te he pedido». - -Alicia exclamó: - ---No me acuerdo. - ---Yo, sí; me lo dijiste. Yo me acuerdo de todo. - -La joven encogióse de hombros y sus ojos sádicos, de color de ajenjo, -permanecieron secos. Candelas, en cambio, más humana, más mujer que su -amiga, tenía anegados en llanto los suyos. Enrique siguió hablando. Su -gesto era grave. Repentinamente, el niño se había hecho hombre. - ---Decidido a recobrarte, quise ofrecerte lo que tanto deseabas. Anoche, -cuando penetré en la joyería, aún no estaba seguro de lo que iba á -hacer. Me acerqué, sin embargo, al mostrador, y dije que deseaba -examinar el collar de esmeraldas que había en el escaparate. Cuando me -lo trajeron, juntamente con otros, apoderóse de mí un vértigo que echó -sobre mis ojos una tiniebla inmensa y terrible. Rápidamente extendí una -mano, cogí uno de los collares, no sé cuál, porque todos me parecían -verdes... y escapé. Pero el dueño, que sin duda había ido espiando todos -mis movimientos, sacó un revólver y disparó. Su puntería fué certera. -Yo, en aquel minuto trágico, nada sentí y continué corriendo. A mi -espalda, voces acusadoras repetían: «¡Á ése, á ése!...» Y me parecía ver -manos vengativas que, con el ansia de cogerme, se abrían y cerraban -como garras detrás de mí. Cuando volví de mi terror me hallé en un -callejón solitario; mis perseguidores no habían podido alcanzarme. -Entonces advertí que mis ropas estaban empapadas en sangre y que mis -piernas flaqueaban. ¿Qué hacer? Poco á poco, amparado por las sombras de -la noche, regresé aquí... y te mandé llamar... - -Los deditos ensortijados de Alicia se cruzaron con un doble gesto de -interés y de horror. - ---¿Y no te has curado?--gritó--, ¿no llamaste á ningún médico? - ---No; no quise... porque si alguien me hubiese visto así hubiera -sospechado... Y he preferido morir á que me quitasen el collar que robé -para ti... - -Y como sintiese que sus energías se agotaban, añadió con un gesto: - ---Ahí está, sobre la cómoda. Levanta esos libros. - -Era una escena tristísima, de un romanticismo punzante y melodramático. -Al fin, los párpados de la pecadora se humedecieron. - ---¡Niño, niño!...--sollozó--, ¿qué has hecho? - -Darlés repitió: - ---Búscalo... sobre la cómoda... - -No quería morir sin ver su regalo entre las manos, nácar y nieve, de la -Deseada. - -Ella hizo lo que el estudiante ordenaba, y bajo unos periódicos, sus -dedos hallaron un collar de perlas negras. - ---¡Qué hermoso!--exclamó absorta. - -Sin abrir los ojos, como quien habla en sueños, Darlés repuso: - ---No es el que tú querías... ya lo sé... Luego lo he visto... Pero en -aquel momento, todas las piedras me parecían verdes... - -Era éste un episodio más, un capricho más de la amarga y eternal ironía -de las cosas. ¡Dar la vida por un collar de esmeraldas, y equivocarse de -collar!... El estudiante balbuceó: - ---Adiós... - -Por sus miembros corrió un largo estremecimiento, y bruscamente la -agonía dió á sus facciones varonil severidad. Torcióse la línea de sus -labios. Candelas, puesta de hinojos, lloraba y rezaba. Alicia Pardo, más -violenta, cogió al estudiante por los hombros. - ---¡Enrique... Enrique!... - -Y le miraba con una de esas expresiones trágicas, todo pasión, que -explican el sacrificio de una vida. - -El estudiante aún pudo murmurar: - ---Acuérdate... - -No dijo más. Cerró los párpados. Moría tranquilamente, sin sangre. Por -su rostro deslizóse una sombra blanca. Alicia exclamó: - ---Enrique... ¿me oyes?... ¡Enrique! - -Le palpó la frente y las manos. Estaba frío. - ---Ha muerto--dijo. - -Aquello, á su modo, era bonito. Hubo una pausa. Candelas se había -levantado y las dos amigas se consultaron con los ojos. Acababa de -herirlas la misma idea, el mismo temor. La muerte de Enrique las -comprometía; la justicia realizaría pesquisas y no era difícil que las -llamasen á declarar. El instinto de conservación alejaba de ellas el -recuerdo del muerto. - ---Estamos perdidas--dijo Alicia--; tú tienes la culpa, yo no quería -venir. - -Candelas repuso colérica: - ---La culpa es tuya. - ---¿Mía? - ---¡Claro es! ¿Quién, sino tú, le obligó á robar? - ---¡Yo... yo!... - ---Tú, sí, estúpida... - -Y en su voz ardía ese rencor envidioso que sienten todas las mujeres -hacia la manceba por quien un hombre se ha perdido. Luego, para -tranquilizarse, agregó: - ---Afortunadamente, la portera no nos ha visto subir. - -Alicia Pardo examinaba el collar; su alma ególatra prendada del lujo, su -almita «de presa», tornó á olvidarse del estudiante para sólo pensar en -la belleza de la joya. De pie, ante el espejo, se ciñó el collar y -comenzó á mover la cabeza á uno y otro lado, complaciéndose en el -contraste que formaba la negrura de las perlas sobre el armiño de la -garganta. Y un momento sus ojos ardieron con el vigor insolente de la -dicha. Lo sucedido no la inspiraba remordimientos. ¿Por qué? ¿Tenía ella -la culpa de que Enrique hubiese tomado en serio lo que ella pidió en -broma? Y pensó filosóficamente que en la historia de todas las grandes -cortesanas siempre hay, por lo menos, un capítulo trágico. Después su -espíritu experimentó un matiz de ironía. ¡Pobre Enrique! El infeliz fué -uno de esos desdichados que, ni aun cuando se sacrifican, aciertan del -todo... Al fin, obedeciendo más que á un sentimiento de ternura á una -delicadeza de artista, se acercó al cadáver para despedirse de él en una -mirada. Desde la puerta, Candelas la llamó. - ---Vámonos... - -Alicia Pardo dió media vuelta: nada, en efecto, tenía que hacer allí. El -ambiente de aquel cuarto, con su aire denso y su suelo de ladrillo -salpicado de manchas bermejas, tornó á sofocarla. En la calle respiraría -bien, y recordó que aquella noche, en la platea del Real, las perlas de -su collar llamarían la atención. No estaba triste. Al pasar por delante -del espejo se miró de reojo. - ---Es bonito--pensó. - -Y luego, con cierta melancolía: - ---Sin embargo, el collar de esmeraldas me gustaba más... - -Madrid.--Enero, 1908. - - - - -EL HIJO - - - - -I - - -A los treinta años, aburrido de vivir solo y sin afectos, Amadeo Zureda -se casó. Era un hombre de mediana estatura y robustas espaldas, que -tenía la color cetrina, el mirar reflexivo, el ademán lento y seguro. -Toda el alma de su rostro, cortado por un bigote negro y bronco, más que -en la reciedumbre de sus pómulos y de sus mandíbulas cuadradas ó en la -dureza de su nariz, radicaba en la energía taciturna del entrecejo -hirsuto, sombrío como un mal recuerdo. Borráranse uno tras otro los -rasgos todos de aquel semblante, y mientras la línea peluda de las cejas -subsistiera intacta, la expresión de Amadeo Zureda no habría cambiado; -que entero su espíritu, reservado y ardiente, estaba allí. - -A Rafaela, su mujer, el matrimonio la redimió de la esclavitud del -obrador. Acababa de cumplir diez y ocho años, y era una morenucha de -ojos negros, apicarados y muy grandes, y de labios fragantes y rojos; -el talle flexible, las traviesas caderas turgentes y movedizas, el seno -bien soplado, el caminar vivo, desembarazado y aventurero. A su donaire -bravío, un poco canallesco, de hija del pueblo, iba unida cierta -distinción de gestos y de aficiones que aderezaba su belleza y la -mejoraba; tenía las manos menudas y pulidas, y gustaba de ir finamente -calzada y con enaguas bien limpias y crujientes. Y como su cuerpo era su -espíritu, ágil, inquieto, incapaz de guardar durante mucho tiempo la -misma actitud; mientras hablaba, sus ojos pícaros rebrillaban de -contento, y en su boca grande, de dientes blanquísimos, ardía perenne, -como lámpara santa, la luz de una risa. Amadeo adoraba en ella; cuando -por las tardes, al volver del trabajo, Rafaela acudía á recibirle con -jubilosas alharacas y luego se instalaba zalamera sobre sus rodillas, -Zureda, poseído de inefable contento, quedábase boquiabierto y como en -éxtasis, y hasta aquella cicatriz pensativa de su entrecejo parecía -dulzurarse en la grave serenidad de la frente cobriza. - -El matrimonio se había instalado en el piso quinto de una casa vecina de -la Estación del Norte. La finca era nueva, y el cuarto de los Zureda, -muy alegre y soleado, con habitaciones espaciosas, claras, y dos -balcones, que las manos hacendosas y artistas de Rafaela habían colmado -de flores. - -Amadeo era maquinista del ferrocarril; sus jefes estaban contentísimos -de él; dos años hacía que trabajaba en la línea de Madrid á Bilbao, y -nunca cometió faltas merecedoras de castigo; era inteligente, activo, -duro en la faena; después de una jornada de quince horas, sus ojos -negros dotados de extraordinario poder visual, miraban sin cansancio; -dentro de su traje de pana, aquel hombre musculoso, impasible y cetrino, -parecía de bronce. - -Zureda amaba su oficio; lo aprendió en los Estados Unidos, el país donde -corren más los trenes, y habiéndose quedado huérfano en edad temprana, á -su profesión dedicó íntegra la abundante savia afectiva de sus años -solteros. El camino de Madrid á Bilbao lo conocía en sus menores -detalles, palmo á palmo, y hubiera sido capaz de andar por él á ciegas, -y tan seguro como por su propia casa. Había grupos de árboles, -barrancos, ríos, cerros y alquerías que tenían para él la elocuencia -terminante de un plano topográfico ó de un reloj. «Al llegar á tal -sitio--pensaba--hay que dar freno, porque inmediatamente después viene -una cuesta abajo.» O bien: «Ahí está el puente; debe ser tal hora...» Y -la apreciación de estas nociones de espacio y de tiempo era siempre -precisa, infalible. Zureda sabía que aquellos objetos inanimados, -escalonados á lo largo de la vía, eran á modo de amigos fieles, que no -habían de engañarle. - -Este amor fetichista al paisaje lo compartía el que le inspiraban sus -máquinas. Generalmente trabajaba con las mismas: la número 187 y la -número 1.082. A la primera Amadeo la llamaba «la Negra»; á la segunda, -«la Dulce». Aquélla era indócil, violenta y se gobernaba mal; cuando iba -venciendo alguna cuesta parecía trepidar de dolor, y en su panza de -hierro había ululeos extraños de amenaza; en las pendientes patinaba, y -era difícil contenerla; diríase que en su interior agitábase un espíritu -díscolo, eternamente rebelde á todo mandato; estaba quieta y no quería -andar; si andaba, costaba trabajo detenerla; al penetrar bajo el arco -tenebroso de los túneles, su silbido de alarma vibraba desgarrador, -semejante á un grito humano. «La Dulce», por el contrario, era mansa, -obediente, recia y voluntariosa en los momentos de subida, prudente y -reservona en las cuestas abajo, cuando convenía reprimir el descenso -temerario del convoy. - -Siempre que Amadeo iba de viaje, lo que ocurría dos veces por semana, su -mujer le preguntaba: - ---¿Qué máquina llevas hoy? - -Y si era «la Dulce» se quedaba tranquila. - ---Con ésa--decía--no hay cuidado. La otra, en cambio, me da miedo: tiene -«mala sombra...» - -A Zureda, sin embargo, le gustaba bregar con las dos, y hasta sentía -inclinación por una ó por otra, según el estado de sus nervios. Cuando -se hallaba de buen humor, prefería «la Dulce», que no le daba trabajo. -Esto sucedía durante los días apacibles, bajo el enorme beso ardiente -del sol. Pedro, el fogonero que acompañaba á Zureda, era andaluz y -sabía canciones picantes y sabrosos cuentos. Amadeo le escuchaba -complacido, mientras sus ojos vigilantes se abismaban en el horizonte, -riente y azul; los rieles que iban devanándose ante los topes de la -locomotora, brillaban á la luz y parecían de plata; el aire era tibio y -cargado venía de fragancias campestres; bajo sus pies el maquinista -sentía retemblar la máquina, diligente, sumisa, sin bruscos -sacudimientos ni lamentos insólitos, y murmuraba, ufano y cariñoso, como -animándola: - ---Anda, cordera... - -Pero otras veces su cuerpo sanguíneo padecía cóleras recónditas, -irritaciones caprichosas, desequilibrios insanos de humor, que le -quitaban las ganas de hablar y ahondaban la cicatriz torva de su -entrecejo. Y entonces prefería llevar consigo á «la Negra», siempre -amenazadora y arisca, que contradecía todas sus órdenes; y esta lucha, -en la que palpitaba constantemente un peligro, servía de sedante á sus -nervios y le pacificaba. Entonces Pedro, el andaluz de los cuentos -atrevidos y de las canciones pícaras, enmudecía cohibido por el agrio -humor del maquinista. A lo largo del camino, y como rimado por las -ráfagas musicales del viento y el fragor trepidante de la locomotora, un -largo diálogo de rencores se entablaba entre el hombre y la máquina. -Apretando los dientes, Zureda murmuraba: - ---Anda, perra... la pendiente es dura, pero has de subirla. ¡Anda con -ella!... - -Y abría la boca del horno, ardiente y roja como pozo infernal, y por su -propia mano, sañudamente, arrojaba dentro del hogar ocho ó diez -paletadas de carbón. Como respondiendo al castigo, la máquina se -estremecía; bramidos iracundos restallaban en su interior, y por sus -lomos humeantes parecía correr una ondulación de odio. - -De estos viajes Amadeo Zureda siempre volvía trayendo para su mujer -algún regalo: un corsé, un cuello de piel, una caja de medias... -Rafaela, que sabía exactamente la hora de llegada del expreso, atisbaba -su paso desde un balcón. Zureda, además, desde muy lejos la avisaba con -un largo silbido. - -Ella, si aún estaba acostada, saltaba del lecho, vestíase -precipitadamente y corría al balcón; y sobre el verde alféizar de las -macetas, su rostro cobrizo sonreía al paisaje. Un momento después, por -entre las arboledas frondosas de la Moncloa, el tren aparecía -crepitante, fragoroso, devanando su cuerpo negro y ondulante á lo largo -de los rieles, bruñidos. Desde el tándem, el maquinista, alborozado, -saludaba á la joven con un pañuelo; y solamente entonces su entrecejo, -hasta donde jamás subía el regocijo de una risa, se desarrugaba y -parecía contento. - -Amadeo Zureda no deseaba nada. Su oficio era ingrato, pero aquellas dos -noches que, entre viaje y viaje, pasaba en Madrid, bastaban á darle la -felicidad. Toda su alma honrada y brusca se remozaba allí, bajo el techo -del hogar tranquilo, en medio de los muebles modestos, comprados uno á -uno. Aquel era su premio. Entre los brazos amantes de la compañera, el -frío que recogieron sus huesos á la intemperie, en la extensión de los -caminos, disipábase poco á poco, y su alma adormecíase en el calor de un -dulce bienestar sensual. - - - - -II - - -Dos años de matrimonio bastan para envejecer á un hombre dócil; ó lo que -es igual: para infundirle esas ideas trascendentes de previsión, quietud -y economía, que siembra en las voluntades pacíficas el miedo al mañana. - -Cierta noche, hallándose convaleciente todavía de un enfriamiento que le -tuvo encamado varias semanas, Amadeo Zureda habló seriamente á Rafaela -del porvenir. Sobre la limpieza de las almohadas reposaba su cabeza -bronceña, de pómulos angulosos y enérgico perfil, y en la grave -serenidad de la frente, el surco vertical de la reflexión parecía más -hondo. Su mujer, sentada al borde del lecho, le escuchaba atenta, una -pierna sobre otra, y sujetando la rodilla cabalgadora entre sus manos -cruzadas. El discurso del maquinista iba devanándose lentamente: la vida -vale muy poco, pues la desgracia nos cerca y sabe herirnos de infinitos -modos; hoy es una ráfaga de aire frío, mañana una congestión, ó una -angina, ó un cáncer, los que la muerte utiliza como vehículos para -llegar á nosotros; la tierra en donde todos, tarde ó temprano, iremos á -dar, se abre á nuestro alrededor como una enorme fauce, y en esta fiera -y rapidísima hecatombe universal nadie puede asegurar que asistirá al -orto y al ocaso del mismo día... - ---A mí no me asusta el trabajo, ya lo sabes--prosiguió Zureda--; pero -las máquinas son de hierro y al cabo se usan y fatigan de andar; así los -hombres... y cuando eso me suceda á mí, que ha de sucederme, ¿qué será -de nosotros?... - -Rafaela movía la cabeza con sosiego; ella no participaba de los temores -de su marido; á Amadeo, su enfermedad le volvía pesimista y medroso. - ---Creo que exageras--dijo--; la vejez está muy lejos; además, lo -probable es que no tengamos hijos. - -Zureda hizo un gesto negativo. - ---No importa--replicó--; los hijos podrán no venir, pero ¿y si -viniesen?... En cuanto á que la vejez tarde en llegar, te equivocas; hoy -mismo, ¿crees que yo tengo la agilidad, el vigor y aquella misma alegría -con que á los veinticinco años iba al trabajo?... ¡Quia! La vejez se -acerca, y aprisa. Por eso repito que es necesario ahorrar. Así, -transcurrido algún tiempo, cuando yo no pueda gobernar las máquinas, -abriré un taller de mecánica; y si muriese de pronto, pero dejándote -quince ó veinte mil pesetillas, fácil te será establecer en sitio -céntrico un buen obrador de lavado y planchado, que es de lo que -entiendes. - -Aún añadió Zureda á lo expuesto otras varias razones, todas bien -aplomadas y discretas, con las cuales la joven se dió por convencida. Al -hablar así el maquinista, ya tenía trazado un plan. Entre las personas -que durante su enfermedad fueron á visitarle estaba Manolo Berlanga, -unido á él por lazos de amistad fraternal. Berlanga trabajaba en una -platería del Paseo de San Vicente; no tenía parientes y ganaba bastante. -Reiteradas veces el platero había manifestado á Zureda sus deseos de -hallar una casa honrada donde vivir recogidamente y en familia mediante -un pupilaje de cuatro ó cinco pesetas. - ---Supongamos--continuó Amadeo--que Manolo nos diese cinco pesetas; son -treinta duros mensuales; es así que la casa cuesta ocho, pues nos quedan -veintidós duros, con los cuales, y algunos más que yo ponga, podemos -comer todos perfectamente. - -Rafaela asintió, interesada por las emociones que aparejaría aquel nuevo -vivir. El platero era un boquiverde joven y simpático, que charlaba -mucho y tocaba la guitarra muy bien. - ---Como haber sitio para él, sí que lo hay--repuso--; ¿qué habitación le -daríamos? - ---La alcobita del comedor. - ---En ella pensaba yo ahora mismo; pero es muy pequeña y no tiene luz... - -Zureda se encogió de hombros. - ---¡Para dormir--exclamó--buena es!... Si se tratase de una mujer, el -asunto varía, pero los hombres en cualquiera parte nos acomodamos. - -Al día siguiente, y por encargo del maquinista, Rafaela escribió á -Berlanga rogándole fuera á verle. El platero acudió á la cita puntual. -Representaba veintiocho años: vestía limpio pantalón de pana muy ceñido -de caderas y bien abotinado, y pelliza de color obscuro con cuello y -bocamangas de astracán. Era de mediana estatura y sobrio de carnes; -tenía el semblante pálido, el ademán inquieto, la conversación jacaresca -y abundante. Rafaela buscó un pretexto para marcharse de la habitación, -y los dos hombres pudieron charlar libremente y ponerse de acuerdo. - ---Tratándose de vosotros--dijo Berlanga--, yo doy cinco pesetas muy á -gusto por mi hospedaje, y más, si es preciso. - ---Gracias--repuso Zureda--; no se trata de comerciar contigo; sí de que -todos nos ayudemos mutuamente como buenos hermanos. - -Aquella noche, después de cenar, Rafaela sacó de la alcobita del comedor -los muebles inútiles que allí había, y la barrió y fregó cuidadosamente. -Al día siguiente madrugó para comprar en una prendería vecina una cama -de hierro con su somier y un colchón de lana, que luego armó y equipó -esmeradamente, hasta dejarla muy mullida y pomposa. Completaron el -mobiliario de la habitación dos sillas, un lavamanos de hierro y una -mesita enmajada por un tapetillo de bayeta verde. Seguidamente la joven -se vistió y peinó para recibir al huésped, quien llegó á media tarde con -su equipaje: consistía éste en un maletín donde el platero guardaba las -herramientas de su oficio, un baúl y un barrilito lleno de cierto -vinillo añejo que, según declaró Berlanga después de cenar, entre el -regocijo expansivo del café y del cigarro puro con que Zureda le -obsequió, se lo había regalado una tabernera amiga suya... - -Transcurrieron varios días, que fueron para el maquinista y su mujer de -desusado regocijo, pues el platero era hombre de alegres iniciativas y -muy aficionado á levantar su vaso, con lo cual su conversación, -habitualmente fértil, adquiría colorido hiperbólico y andaluzas -exuberancias. De sobremesa, todos los donaires chulescos de Berlanga -suscitaban en Amadeo sonoras explosiones de hilaridad; al reir, Zureda -apoyaba su dorso macizo contra el respaldo de su silla, y á intervalos, -como para subrayar los borbollones de su risa, descargaba sobre la mesa -recios puñetazos. Después emitía su opinión lentamente, y si necesitaba -aconsejar á Berlanga lo hacía por estilo paternal, bonachón y paciente. - -Ya completamente restablecido, Amadeo volvió al trabajo. Aquella mañana, -al despedirse de su mujer, ésta le preguntó: - ---¿Que máquina llevas? - ---«La Negra». - ---¡Qué casualidad!... Veremos si te sucede algo malo. - ---¡Bah! ¿Por qué? La conozco bien. - -Abrazó á Rafaela, oprimiéndola cariñosamente contra su pechazo bravo y -noble. De pronto una ocurrencia insana, cruelmente grotesca, azotó su -espíritu: aquella noche él la pasaría despierto y á la intemperie, sobre -el tándem del tren, mientras allá en Madrid, bajo el mismo techo que su -mujer, iba á dormir otro hombre. Pero esta desconfianza bastarda duró un -segundo apenas; el maquinista pensó que Berlanga, aunque bullanguero y -disipado, era, en el fondo, un amigo fraternal incapaz de acometer tan -fea traición. Rafaela acompañó á su marido hasta la escalera y allí -tornaron á enfervorizarse recíprocamente con los calientes besuqueos y -apretujones de la despedida. Al recomendarle que se abrigara bien y se -acordase de ella mucho, los ojos negros de la muchacha arrasáronse en -lágrimas. - ---¡Qué buena es!--murmuró Zureda. - -Y en su ingenua nobleza, acordándose del venenoso pensamiento que -momentos antes le acometiera, tuvo vergüenza de sí mismo. - -La vida de Manuel Berlanga era harto desigual; le gustaban las mujeres y -el vino, y muchas noches, allá de madrugada, volvía á su casa en estado -de completa embriaguez. Esto ocurrió siempre durante las ausencias de -Zureda. A la mañana siguiente el platero se despertaba despejado y -acudía contrito á la cocina, donde Rafaela preparaba el desayuno. - ---¿Está usted enfadada conmigo? - -Ella le reconvenía maternalmente y le aconsejaba formalidad; él tomaba -el lance á risa. - ---¡Déjeme usted en paz!--decía--; no me gusta la formalidad; es una de -tantas antipatías que echa sobre nosotros el matrimonio. ¿No tiene usted -bastante seriedad con la de Amadeo? - -En los hombres, el amor no es muchas veces más que la obsesión carnal -que les produce la visión reiterada y constante de una misma mujer. En -cada risa, en cada actitud de la mujer que anda á su alrededor, hay una -gracia que al principio resbala inadvertida, y luego, en virtud de un -fenómeno que pudiera denominarse de «acumulación», se acentúa y afirma -hasta surgir inopinadamente envolvente y conquistadora. - -Una mañana Manolo Berlanga se hallaba en el comedor desayunándose para -marcharse á su taller; Rafaela, de espaldas á él, fregaba el suelo del -pasillo. - ---¡Cómo se trabaja, comadre!--exclamó el platero festivamente. - -Ella respondió á la observación con una carcajada argentina y prosiguió -su faena; unas veces recogida sobre sí misma, casi sentada sobre los -talones, otras con el busto extendido hacia adelante, en una actitud -violenta que deprimía la fragilidad anillada de la cintura y soplaba la -turgencia de las posaderas movedizas. En aquella escena, muchas veces -repetida, el platero no había reparado hasta entonces; pero apenas -experimentó su poder sensual cuando alumbró en él la llama de un deseo. - ---¡Es guapa!--pensó. - -Y continuó mirándola, repasando en su viciosa imaginación las -perfecciones de aquella flor de carne, vibrante y mollar. Su -ensimismamiento se prolongaba. De pronto, con la brusquedad de un mal -humor, se levantó. - ---Hasta luego--dijo. - -En la escalera saludó á un vecino y encendió un cigarro. Al llegar al -portal ya no se acordaba de Rafaela. Pero su deseo reapareció más tarde, -á la hora de almorzar, mientras observaba disimuladamente los antebrazos -desnudos de la joven. Eran éstos robustos y bien torneados, y la carne -se apelotonaba exuberante bajo la tela de las mangas recogidas sobre el -codo. - ---Hoy no se ha peinado usted--dijo Berlanga. - -Ella repuso riendo con esa franqueza voluptuosa de las mujeres que -poseen una dentadura bonita: - ---Tiene usted razón; en todo ha de reparar usted; es que no he tenido -tiempo. - ---No la importe--contestó el platero galante--; así, despeinadas y al -aire los brazos, es como las mujeres guapas están mejor. - ---¿Habla usted con franqueza? - ---Con absoluta franqueza. - ---Entonces tiene usted temperamento ó madera de hombre casado. - ---¿Yo? - ---Sí. - ---¿Por qué? - -Volvió á reir, gozosa y coqueta. - ---Porque ya sabe usted que, generalmente, y para descrédito del -matrimonio, las mujeres casadas, tratándose de sus maridos, se preocupan -poco de mostrarse bonitas. - -Continuaron charlando, y á través de la conversación intencionada y -picaresca asomaba la recíproca simpatía que sigilosamente iba -arrobándoles la voluntad. Ella detuvo los ojos en el reloj, colocado -sobre el aparador. - ---Las ocho; ¿qué hará ahora Amadeo? - ---Según--repuso Berlanga--; ¿cuándo llegó á Bilbao? - ---Hoy, por la mañana. - ---Entonces habrá pasado el día durmiendo, y ahora estará metido en algún -café jugando al dominó. Nosotros, entretanto, aquí... - ---¿Está usted mal? - ---¿Yo?... - -Y agregó lentamente y mirando á Rafaela con fijeza expresiva: - ---¡Bastante mejor que él! - -Después, mientras bebía su taza de café, el platero vació sobre la mesa -su jornal de aquella semana. - -Empezó á contar: - ---Dos y dos, cuatro... nueve, once... ¡treinta y ocho pesetas! ¡Mala -semana! Puedo decir que no he ganado ni para vino. - -Reunió siete duros, que, apilados, formando una columna minúscula de -plata, entregó á Rafaela. - ---Tome usted. - -Ella replicó ruborizándose, como ofendida por aquella distancia siempre -un tantico hostil, como de deudor á acreedor, que parecía fijar entre -ambos el dinero. - ---¿Qué me da usted aquí? - ---¡Anda!... ¿Qué ha de ser? ¿No pago por semanas? Pues, eso; mi semana:¡ -siete días, á cinco pesetas, treinta y cinco pesetas cabales; ¡como -éstas!... - -Entre sus dedos ágiles, acostumbrados á manejar los naipes, las monedas -resbalaban tintineantes. Agregó: - ---Hoy es sábado, con que... la cuenta se arregla en seguida; me quedan -tres pesetas para gastos extraordinarios: tabaco, tranvías... ¡Voy á -divertirme! - -Con gesto señoril, protector y amable, Rafaela devolvió á Berlanga su -dinero. - ---La semana próxima--dijo--me pagará usted. Yo, afortunadamente, si no -me sobran ahora cinco duros tampoco me faltan. - -El platero reiteró su ofrecimiento, aunque flojamente y sólo en aquella -comedida proporción que juzgó necesaria para quedar bien. Levantóse -después de la mesa, y mientras se pasaba las manos á lo largo de las -piernas, para suavizar la fea convexidad de las rodilleras, y ante el -espejo se estiraba el chaleco y ponía en su sitio el lazo de la corbata, -exclamó jaquetón: - ---¿Sabe usted lo que estoy pensando? - ---Usted dirá. - ---No me atrevo. - ---¿Cómo? - ---¿Y si se enfada usted? - ---O no... - ---¿Me lo promete usted? - ---Palabra de honor; usted, diga lo que quiera, no puede molestarme. - ---¿Y eso? - ---Yo me entiendo. - ---¡Ah, vamos!... Porque no me hace usted caso; ¿eh?... Me tiene usted en -poco... - ---Al contrario; le tengo á usted en mucho... - -Mirábale provocativa y ufana, removida hasta en sus entrañas más hondas -por un capricho tan porfiado, tan envolvente, que casi parecía un amor. - -El platero repuso, orondo: - ---Entonces, pues tenemos dinero y estamos solos, ¿por qué no nos vamos -al baile esta noche? - -Todo el cuerpo goyesco, genuinamente madrileño, de la joven, vibró de -júbilo. Hacía mucho tiempo que no se divertía así; desde que se casó, -Zureda, formalote y poco inclinado á fiestas, no había querido llevarla -á ningún baile, ni aun á los de máscaras. Un recio tropel de visiones -alegres invadió su memoria. ¡Ah, sus buenos domingos de soltera!... Los -sábados por la noche, á la salida del taller, ella y sus compañeras de -obrador se citaban para el día siguiente: unas veces, en los merenderos -de la Bombilla; otras, en los de Cuatro Caminos, ó en las clásicas -Ventas del Espíritu Santo... Y, una vez allí, qué risas, qué alegría, -qué extraña emoción de curiosidad y de miedo sentían junto al deseo del -hombre que se acercaba á bailarlas... - -Agil, flexible, transfigurada, Rafaela se irguió. - ---No sería usted tan capaz de llevarme como yo de ir. - ---¿Que no?--replicó el platero--; ¡ahora mismo!... Vamos á la Bombilla y -no salimos de allí hasta no gastarnos la última peseta. - -De un brinco la joven huyó del comedor, se puso á la cabeza un pañuelo -de seda, se echó garbosamente sobre los hombros un mantón alfombrado. -Reapareció en seguida. Al andar, sobre sus botas de charol, levantadas -de tacón y de agudísima punta, sus enaguas, reciamente almidonadas y muy -blancas, revolaban crujientes. Se acercó á Berlanga y, cogiéndole -familiarmente por un brazo, dijo: - ---Le advierto á usted que la mitad del gasto lo pago yo. - -El platero titubeó la cabeza de izquierda á derecha, negando. Ella -agregó categórica: - ---Con esa condición salgo de casa. ¿No vamos á divertirnos los dos? Pues -justo es que la fiesta la paguemos los dos por igual. - -Aceptó Berlanga aquel trato amistoso y, ya en la calle, subieron á un -coche. En la Bombilla, donde cenaron abundantemente y bailaron mucho, -estuvieron hasta la madrugada. El regreso lo emprendieron á pie, -lentamente y cogidos del brazo. Con frecuencia, Rafaela, que había -bebido más de lo justo, necesitaba detenerse y, aturdida, apoyaba su -cabeza sobre el pecho del platero. Manuel Berlanga, fuera de sí y un -poco borracho, se la comía con los ojos. - ---¡Qué bonita es usted!--murmuraba. - ---¿De veras?... - ---Que me quede ciego si digo mentira. Bonita, no, que es poco; -bonitísima, sí; preciosa... más preciosa que todas las mujeres juntas. - -Y ella, astutamente, para demostrarle que no le había oído, balbuceaba: - ---¡Qué mareada estoy!... - -De súbito, Berlanga exclamó: - ---Si no fuera porque Zureda y yo somos amigos... - -Hubo un silencio. Animándose el platero, añadió: - ---Rafaela... sea usted franca: ¿no es verdad que Amadeo nos estorba? - -Ella le miró de hito en hito, y luego, por toda respuesta, se llevó su -pañuelo á los ojos. No sucedió más. - -Poco á poco, en el transcurso uniforme de varios días, fué cerciorándose -Manuel Berlanga de que Rafaela tenía los ojos grandes y expresivos, y -los pies menudos y de fino tarso, y el andar muy gracioso, y los senos -bien sembrados y crecidos; y hasta creyó adivinar en ella el deseo, -tentador con exceso, de parecerle bonita. El platero acabó por leer -claro en su conciencia, lo que á un mismo tiempo hubo de producirle -alegría y miedo. - ---¡Me he lucido!--pensó--¡me he lucido! ¿Pues no estoy enamorado de esa -mujer como una bestia?... - -Al cabo, la pasión mal encadenada desbocóse arrolladora. Aquella noche -llegaba Zureda. Apenas salió del taller Manolo Berlanga se dirigió -presuroso á su casa. Desde el recibimiento, el platero, que no podía con -la carga de sus malos pensamientos, preguntó: - ---¿Y Amadeo, ha venido? - -Rafaela repuso: - ---No tardará ni quince minutos; son las nueve. El tren llegó ya; lo he -oído silbar... - -Berlanga entró en el comedor y vió que la joven estaba arreglándole su -cama. Se acercó ella: - ---¿Quiere usted ayuda? - ---Muchas gracias... - -Súbitamente, sin saber lo que hacía, la cogió por el talle. Ella trató -de defenderse volviéndose de espaldas y empujándole con las caderas. El -murmuró, besándola ansioso: - ---Anda, pronto... anda... antes de que llegue.. - -Y luego, tras un breve momento de lucha silenciosa: - ---Mi alma... ¿te convences?... ¡Si ello había de ser!... - -Verdaderamente, la esposa de Zureda resistió muy poco. - -Un año después Rafaela dió á luz un niño, á quien Manolo Berlanga -apadrinó, y que por voluntad unánime de sus progenitores había de -llamarse Manuel Amadeo Zureda. El bautizo fué espléndido; más de dos -mil reales se gastaron en él. ¡Qué alegre, qué sonrosado, qué bonito -estaba Manolín!... El maquinista, al que todos felicitaban, lloraba de -gozo. - - - - -III - - -Manolín iba á cumplir tres años; era monísimo, charlador, simpático. En -su carita carnosilla y blanca, más blanca por su contraste con el negro -entero de los cabellos, fraternizaban rasgos fisonómicos de distintas -personas: la traviesa nariz y la línea pícara de los labios pertenecían -á su madre; de su padre, sin duda, heredó el frontal pensativo y la -recia anatomía de los maxilares; y también recordaba á su padrino en la -complexión ágil del cuerpo y en el modo que, al andar, tenía de echar -los pies. Como si el astuto chiquillo, para granjearse en seguida el -cariño de todos, hubiera puesto voluntad en parecerse á cuantas personas -estuvieron más cerca de él en la pila bautismal. - -Zureda adoraba en Manolín, reía todas sus gracias, pasaba horas echado -sobre las losas del pasillo, jugando con él; Manolín le tiraba de la -corbata y del bigote, le aporreaba, le rompía el cristal del reloj; el -maquinista no se enfadada, al contrario, le quería más, cual si toda su -alma ruda y noble se deshiciese en amor. Una tarde Rafaela fué á -despedir á Amadeo, que salía en el expreso de las siete y cinco; llevaba -al niño en brazos. Desde el tándem, Pedro, el fogonero, hacía reir á la -madre y al niño con estrafalarios visajes. - ---¡La cara del dolor de muelas!... ¡La cara del dolor de -estómago!...--decía. - -Vibraron una campana y el silbato tremolante del jefe de estación. - ---¡Dame á Manolo!--gritó Zureda. - -Quería besarle. El chiquillo extendió hacia su padre los bracitos. - ---¡Llévame, llévame!...--tartamudeaba su lengüecilla débil, llena de -mimo y de gracia. - -¡Pobre Zureda! En aquel momento la idea de separarse del niño le partía -el corazón; no podía dejarle, no podía... Inconscientemente, mientras -con una mano apretujaba contra su pecho á Manolín, con la otra oprimió -la manivela de marcha y partió el tren. Rafaela, asustada, corría por el -andén, gritando: - ---¡Dámele, dámele!... - -Pero ya, aunque Zureda hubiese querido devolvérselo, no hubiera podido. -Rafaela corrió hasta el límite del andén; allí se detuvo. Desde la -negrura del coche-carbonera, Pedro reía y gesticulaba diciéndola adiós. - -La joven volvió á su casa llorando. Manolo Berlanga acababa de llegar; -había bebido y estaba de mal humor. - ---¿Qué sucede?--dijo. - -Hipando, sin consuelo, Rafaela refirió lo ocurrido. - ---¿Y eso es todo?--interrumpió el platero--; ¡pareces idiota!... Si se -han ido, tanto mejor; así nos dejarán en paz un poco; ¡mira si no -volviesen!... - -Pidió la cena imperativo. - ---Bueno--dijo--, haz el favor de no moquear más y de darme de comer, que -tengo prisa. - -Rafaela se puso á encender el fuego; entretanto, no cesaba de llorar ni -de hablar; su pena y su rabia se derretían en un monólogo interminable. - ---Hijo de mi alma, ¿á usted le parece?... ¿Llevárle por ahí, para que el -angelito coja una pulmonía?... ¡Pero qué hombre tan estúpido, pero qué -estúpido, qué estúpido!... Luego dicen: si cuando las mujeres somos como -somos no es sin motivo. ¡Hijo de mi alma! Si no quiero acordarme del -frío que el pobrecito va á pasar esta noche... ¡Hijo mío, sangre mía, -corazón de su madre, corazón chiquito de su madre!... - -Sus manos coléricas tropezaron la botella del aceite, que cayó del fogón -al suelo, saltando en pedazos; con lo cual la furia de Rafaela llegó al -paroxismo. - ---¡Maldita sea mi alma, que no sé lo que hago!... Ese tío, ese lechón de -marido... el demonio quiera que no vuelva á verle... ¿Y ahora cómo voy á -guisar?... Tendré que ir á la tienda. Mira si mi madre no me hubiese -parido, qué bien estaríamos todos... ¡pero qué bien!... - -Cansado de oirla, el platero entró en la cocina, el paso lento, los -puños apretados dentro de los bolsillos de la pelliza, la cara fosca: - ---¿Es que piensas pasarte la noche hablando?--dijo. - ---La pasaré como me dé la gana; ¿qué te ha parecido? - ---Que ya estás callando--gritó Berlanga--ó te rompo la boca. - -No pudo reprimir su cólera, y uniendo la villana acción á la torpe -amenaza, descargó varios puñetazos sobre la cabeza de su querida. -Rafaela dejó de llorar y por entre sus dientes apretados los insultos -más groseros pasaron sibilantes. - ---¡Chulo... cabrón... con mujeres te atreverás tú!... ¡Cobarde... -marica... si no tienes de hombre mas que la figura! - -Y él barbotaba: - ---Toma... toma, cochina... - -La repugnante escena duró largo rato; Rafaela, acobardada y con la nariz -y los labios bañados en sangre, cesó de hablar; en el silencio de la -cocina resonaban confusamente los puntapiés desatentados con que el -platero magullaba á su víctima contra un rincón. Realizada su triste -hazaña, Manuel Berlanga se marchó y no volvió hasta la madrugada. Entró -en su cuarto y se acostó á obscuras, pesaroso de su mala acción. Trató -de consolarse: al cabo, la culpa de lo ocurrido no era completamente -suya; las intemperancias de Rafaela y el vino hicieron más de la mitad; -los hombres, cuando beben, se convierten en brutos... - -La joven se había retirado á su dormitorio; á intervalos Berlanga la oía -suspirar, con esos suspiros largos y entrecortados que tiene el sueño de -los niños que se durmieron llorando. - -El platero gritó: - ---Rafaela... - -A su voz respondió el silencio; transcurrieron algunos minutos. El -platero repitió su llamamiento, y aquel nombre, entre sus labios, -parecía un mandato: - ---¡Rafaela! - -Aún hubo de llamarla otras dos veces. Al fin, como en un gruñido, la -joven respondió: - ---¿Qué quieres?... - -El platero sonrió ufano; aquella pregunta equivalía á un perdón; el -momento dulce de la reconciliación estaba cerca. - ---Ven--dijo. - -Hubo otra pausa, durante la cual las voluntades de los dos amantes -debieron de tropezarse y batallar, con extraños magnetismos, en la -quietud de la casa obscura. - ---¡Ven, niña!--repitió el platero suavizando la voz. - -Y pasado un momento: - ---¿No quieres venir?... - -Transcurrió otro minuto; que todas las mujeres, aun las más indoctas y -sencillas, poseen á la perfección el secreto hechicero de saber hacerse -esperar. Después Berlanga oyó los pies desnudos de Rafaela deslizarse á -lo largo del tránsito. La joven llegó á la alcoba del platero, y en las -tinieblas sus manos exploradoras tropezaron con las que Manuel extendía -para recibirla. - ---¿Qué necesitas?--preguntó rencorosa y humilde. - ---Acuéstate. - -Ella obedeció. Sonaron muchos besos, dados por él, y luego la voz de -Berlanga que preguntaba dominador y mimoso: - ---¿Vas á ser buena?... - -Amadeo Zureda regresó dos días después; venía satisfechísimo; Manolín, -durante el viaje, habíase portado como un hombrecito; no lloró, comió -cuanto le dieron y durmió con sueño de marmota sobre los carbones del -tándem. Al besar á su mujer, el maquinista advirtió que ésta tenía en la -frente una mancha violácea. - ---Esto es un golpe--dijo--; ¿has reñido con alguien? - -Ella vaciló. - ---No, hombre; ¿con quién iba á reñir... y menos á pegarme?... Es que la -misma noche en que te fuiste, la botella del aceite, que estaba en un -vasar, se cayó al ir yo á cogerla y me dió aquí. - ---¿Y este arañazo? - ---¿Cuál?... ¡Ah, sí, el del labio!... Me lo hice con un alfiler. - ---¡Qué atrocidad! ¡Chiquilla, ten cuidado!... - -El maquinista no vió cómo Manolo Berlanga, allí presente, se mordía el -bigote para disimular una risa infame; el pobre hombre no sospechó nada, -estaba ciego; aunque no hubiese querido á Rafaela, su amor á Manolín -bastaba á taparle los ojos. - - - - -IV - - -Pero la verdad tiene mucha fuerza. Amadeo Zureda llegó á notar que algo -extraño ocurría en torno suyo; lentamente y sin saber por qué, hallábase -un poco distanciado de sus compañeros, que le miraban y trataban como -nunca lo hicieron; diríase que exigiesen de su rostro la confesión de un -secreto cómico que él sin duda llevaba muy oculto y tapado, pero que -todos conocían; era una compleja emoción de silencio y de curiosidad que -le aislaba de ellos y parecía nimbarle de una inexplicable ridiculez. -Concluyó por preocuparse de aquel fenómeno. - ---¿Habré cambiado? ¿Estaré enfermo de gravedad... ó estaré muy feo y -nadie se atreve á decírmelo?... - -En las inmediaciones de la estación, y cerca del Manzanares, había un -merendero donde acostumbraban á reunirse los mozos del andén y algunos -maquinistas y fogoneros. El ventorro pertenecía al señor Tomás, que fué -torero en sus mocedades y conservaba de aquel oficio de valor y -gallardía el carácter aplomado y rudo y la nobleza de corazón. El señor -Tomás hablaba poco, y para los que le conocían íntimamente, sus palabras -tenían la autoridad de lo escrito. Era un viejo alto, de espaldas y -manos atléticas, que vestía calzones de pana y chaquetillas andaluzas de -paño negro, y llevaba sobre la faja, con que se abrigaba el crecido -vientre, un ancho cinturón de cuero con hebilla de plata. - -Aquella tarde el señor Tomás disfrutaba del sol á la puerta del -ventorro, cuando pasó Zureda. - -El tabernero llamó al maquinista con un gesto, y cuando éste se hubo -acercado, exclamó mirándole fijamente á los ojos: - ---Tenemos que hablar. - -Zureda se inmutó; por sus entrañas, semejante á un viento frío, acababa -de pasar la vibración helada, sigilosa, de un mal presentimiento. -Recobrándose, contestó: - ---Cuando usted quiera. - -Subintraron en la taberna, donde á la sazón no había parroquianos. Un -alto zócalo de madera pintado de rojo y coronado de botellas, rodeaba la -sala; de la pared pendía la cabeza disecada del toro de quien el señor -Tomás recibió la tremenda cornada que, desgarrándole una pierna, le -obligó á desceñirse para siempre el traje de luces; al fondo, tras el -mostrador bruñido, sobre el que cantaba perpetuamente un chorrillo de -agua, el medidor se había dormido. - -Los dos hombres se sentaron ante un velador: el tabernero batió palmas. - ---¡Eh, tú, chico!--exclamó. - -Acudió el medidor. - ---¿Mandaban ustedes? - ---Trae unas aceitunas y dos copas de vino. - -Hubo una larga pausa. El señor Tomás atizó con voraces chupadas el fuego -del cigarro puro que humeaba entre sus labios; una torva preocupación -endurecía su rostro afeitado, cetrino y carnoso, bajo los cabellos -blancos, peinados y rizados majamente sobre la frente. - ---A mí--empezó diciendo el tabernero--no me gusta que dos hombres riñan, -porque entre gentes de corazón no hay riña que no sea grave; pero -tampoco puedo consentir que un hombre honrado y que lleva el valor en su -sitio sirva á nadie de hazmerreir. ¿Tú me comprendes?... - -Amadeo Zureda se puso lívido, rojo después. Sí, comprendía; habíanle -llamado para comunicarle un misterio terrible; sintió que aquella -emoción de vacío que desde algún tiempo atrás le acompañaba, iba á ser -explicada y tembló; sobre su cabeza se cernía algo negro y enorme; una -de esas verdades trágicas capaces de partir en dos una vida. - ---Yo, ni sé hablar, ni me gusta hablar--prosiguió su interlocutor--; por -eso no me meto en divagaciones, sino que llamo á las cosas por su -nombre; porque todo en este mundo, Amadeo, fíjate bien, tiene su -nombre. - ---Así es, señor Tomás... - ---Bueno; y yo soy de los que se van á la verdad como antes se iba al -toro: por lo más derecho, que es lo mejor porque es lo más corto. - ---Eso es... - ---Bueno; yo te quiero bien; sé que eres trabajador, sé que eres de los -buenos que para ganarse su pan no son capaces de echarse por ningún -camino feo; sé también, porque eso se lleva escrito en la frente, cómo -eres un hombre que sabe cerrar el puño para reñir y ponerse el alma á la -bandolera cuando hace falta. Todo eso me consta. Por lo mismo, no -permito que nadie se burle de ti. - ---Gracias, señor Tomás... - ---Bueno; aquí, en mi casa, óyelo bien, aquí en mi casa se ha dicho que -tu mujer tiene relaciones con Manuel Berlanga. - -Las miradas del tabernero y del maquinista se encontraron, y clavadas la -una en la otra estuvieron un instante; después los ojos de Zureda se -dilataron, desorbitándose. De repente se levantó y las uñas cuadradas de -sus dedos se hincaron en la madera de la mesa. Sus labios blancos, -cubiertos de saliva espumosa, murmuraron entrecortadamente, como en un -espasmo de rencor: - ---Eso es mentira, señor Tomás, mentira... y á usted... y á la madre de -Dios que baje á decírmelo, le parto el corazón. ¡Eso es mentira! - -Muy dueño de sí, sin una mueca en el rostro, el tabernero repuso: - ---Bueno; tú entérate de lo que haya de cierto ó de falso en este -asunto, pues ya sabes que tan importante es la verdad como la mentira -que se cuenta. Y si te conviene decir que todo ello lo supiste por mí, -dílo, que yo aquí y en todos terrenos sostengo mis palabras. - -Calló el tabernero, y Amadeo Zureda, de codos sobre la mesa, permanecía -inmóvil, idiotizado, la boca entreabierta. - -Transcurridos algunos momentos sus ideas comenzaron á serenarse, y según -se aquietaban y coordinaban, una irresistible curiosidad malsana de -saber, de atormentarse inquiriendo detalles, le invadía. - ---¿Y de eso--preguntó--se ha hablado aquí? - ---Aquí mismo. - ---¿Cuándo? - ---Más de una vez y más de veinte; y han dicho algo peor: han dicho que -Berlanga le pegaba á tu mujer, que tú lo sabías, que estabas enterado de -todo desde el primer momento, y que si lo aguantabas era por -conveniencia, porque ese Berlanga te ayudaba á pagar la casa. - -La llegada de dos mozos de andén, interrumpió la conversación. El señor -Tomás concluyó: - ---Conque... ¡ya lo sabes todo! - -El primer impulso de Zureda al salir del ventorro fué dirigirse á su -casa, interrogar á Rafaela, y por buenas ó á golpes arrancarla la verdad -de sus relaciones con Berlanga. Pero se arrepintió; asuntos como aquel -no debían atropellarse; mejor era proceder cautamente, esperar, -informarse despacio y por sí mismo. Cuando llegó á la estación eran las -seis; en el andén encontró á Pedro. - ---¿Qué máquina tenemos hoy?--preguntó Amadeo. - ---«La Negra»--repuso el fogonero. - ---¡Maldita!... ¡«La Negra» había de ser! - -Fué aquel, efectivamente, un viaje terrible, erizado de combates -interiores y de luchas con la locomotora rebelde; viaje diabólico del -que Amadeo Zureda había de acordarse toda su vida. - -Con arreglo al plan de prudencia que se había trazado, el maquinista -aplicóse á observar el modo que Rafaela y Manolo Berlanga tenían de -hablarse, y tras mucho torturarse la atención no halló en la franca -cordialidad de sus relaciones nada que rebasara los límites de una buena -amistad. Desde que Berlanga apadrinó á Manolín, el platero y Rafaela, -cediendo á requerimientos del mismo Amadeo, habían acordado tutearse; -pero aquel tuteo fraternal, justificado por los tres años que llevaban -unidos, no parecía envolver ningún secreto pecaminoso. No obstante, los -celos de Zureda iban en aumento, agarrándose á todos los pretextos, -sirviéndose hasta de lo más nimio para medrar y embeber vampirescos -todos los pensamientos del maquinista. Era un sentimiento que crecía en -Zureda por la obsesión que le causaba la visión constante de la afrenta -sospechada, como por obsesión nació en Manolo Berlanga su amor á -Rafaela. - -Convencióse al cabo Amadeo de que sus facultades de espía eran muy -cortas; faltábanle la astucia, el disimulo, y ese instinto de -adivinación, especie de doble vista, que permite llegar rápida y -derechamente al fondo de las cosas. Dado su caracter rudo, refractario á -toda suerte de taimerías diplomáticas, mejor era abordar la cuestión -cara á cara. Una vez adoptada esta resolución, sintió encalmarse sus -inquietudes y derramarse por su interior una emoción sedante de paz. El -maquinista pasó el día leyendo tranquilamente, aguardando á que la noche -llegase. Rafaela cosía en el comedor, con Manolín dormido sobre el -regazo. Media hora antes de cenar, Zureda llegóse de puntillas á la -alcoba, y de la mesita de noche sacó el recio cuchillo de monte, con -mango de asta, que llevaba consigo en todos sus viajes. Después calóse -una boina, enlazóse al cuello una bufanda porque hacía frío, y en la -oquedad del corredor, sus recias pisadas, que en aquel momento parecían -llevar consigo algo fatal, resonaron seguras. - -Un poco sorprendida, Rafaela preguntó: - ---¿No cenas aquí?... - ---Sí--repuso él--; voy á estirar un poco las piernas; vuelvo enseguida. - -Besó á su mujer, besó á Manolín, despidiéndose de ellos mentalmente, y -salió. - -En la taberna del señor Tomás halló á Manolo Berlanga jugando al tute -con varios amigos. El platero estaba borracho, y su voz, de timbre -impertinente y desafiador, se imponía á las demás. Lentamente, con aire -descuidado y taciturno, el maquinista se acercó al grupo. - ---Señores, salud. - -Al pronto nadie le contestó, que todos pendientes andaban del travieso -ir y venir de los naipes. Acabada la partida, uno de los jugadores -exclamó: - ---¡Hola, Amadeo... no te había visto!... A los que vi ayer fueron á tu -mujer y á tu chico; el muchacho muy hermoso está, y su madre muy guapa, -¡vaya!... No lo digo porque estés delante. ¡Bien se echa de ver que -ganas mucho y que en tu mujer lo gastas! - ---Y si no lo hiciera así--interrumpió Berlanga, ofreciendo á su compadre -un vaso de vino--no faltaría quien lo hiciese; ¿verdad, tú, Amadeo...? - -Zureda, impasible, apuró el vaso de un trago. Después pidió, para los -allí reunidos, un frasco de vino. - ---Te desafío--exclamó dirigiéndose á Berlanga--á una partida de mus. -Antolín será mi compañero. - -El platero aceptó. - ---Vamos allá. - -Los cuatro hombres se instalaron alrededor de la mesa, y la partida -empezó. - ---Envido. - ---Paso... - ---Tengo. - ---No. - ---Yo, sí. - ---Envido también. - ---No quiero... - -De cuando en cuando los jugadores interrumpían su faena para beber, y -algunas jugadas atrevidas eran festejadas con grandes risas. - ---¿Quien da?... - ---Yo. - -De repente Amadeo Zureda, que buscaba un pretexto para reñir con su -compadre, hizo una trampa que le permitía ganar un envite. Manolo -Berlanga sorprendió la operación, y muy excitado tiró los naipes al -suelo. - ---¡Eso no se hace!--gritó--, y por muy parientes que seamos no te lo -consiento. - -Todos los jugadores apoyaron airados la actitud del platero. - ---¡No, señor, no... eso no se hace!--repetían. - -Tranquilamente, Amadeo Zureda repuso: - ---¿Qué he hecho yo? - ---Tirar esta carta, el cinco de bastos--repuso Berlanga--, y coger un -rey, que necesitabas. Ni más ni menos... ¡Y eso es robar!... - -Al furioso insulto del platero apresurose el maquinista á replicar con -una bofetada; engarfiñáronse como gatos los dos hombres, y la mesa y las -sillas rodaron por el suelo. Acudió diligente el señor Tomás, y entre él -y los otros jugadores lograron separarles. Al salir á la calle, y -aprovechando el tumulto de los curiosos que el fragor de la lucha había -reunido como por ensalmo, delante de la taberna, Amadeo murmuró al oído -de su compadre: - ---Te espero frente á San Antonio de la Florida. - ---Está bien. - -Momentos después, y en el sitio indicado, volvieron á reunirse. - ---Vámonos adonde nadie nos vea--dijo el maquinista. - ---Vamos adonde gustes--repuso Berlanga--; tú guías. - -Cruzaron el río y llegaron á los campillos de la Fuente de la Teja. -Allí, bajo los árboles, las sombras del crepúsculo eran más densas. En -un lugar que juzgaron propicio, los dos hombres se detuvieron. Zureda -miró á su alrededor, y sus ojos, acostumbrados á registrar el horizonte -de los caminos, parecieron tranquilizarse. Estaban solos. - ---Te he traído tan lejos--empezó diciendo el maquinista--para matarte ó -para que me mates tú. - -Berlanga, que había bebido mucho y tenía el vino bravo, miraba á su -interlocutor de hito en hito, las manos metidas en los bolsillos de su -pelliza, fruncido el ceño, el mento levantado y retador. Acababa de -adivinar lo que iban á preguntarle, y la idea de ser sometido á un -interrogatorio sublevó su orgullo. - ---Me parece--exclamó jaquetón--que vamos á tener que hablar poco. - -Y seguidamente, cual si leyese en la frente de Zureda, agregó: - ---A ti te han dicho que yo tengo relaciones con Rafaela... y quieres -saber la verdad. - ---Sí--repuso Amadeo. - ---Pues no te han engañado; ¿á qué andar con mentiras?... Es verdad. - -Calló y observó á Zureda, cuyos ojos en aquel momento, de grandes y -negros que eran, habíanse tornado, por milagro de la ira, en pequeños y -rojos. Ninguno de los dos hombres habló más, ni hacía falta, pues que -las palabras que iban á precipitar al uno contra el otro estaban dichas. -Zureda retrocedió algunos pasos y desnudó su cuchillo; el platero -desdobló una navaja. Se acometieron; fué una lucha ancestral, un cuerpo -á cuerpo bárbaro, silencioso, en el que Manuel Berlanga quedó muerto. -Cayó de espaldas, lívido el rostro, la boca torcida por una mueca -inolvidable de odio y de dolor. - -El maquinista se alejó á buen paso, y ya repasaba el puente, cuando una -mujer que iba siguiéndole á corta distancia empezó á gritar. - ---¡Prender á ése, prender á ése, que ha matado á un hombre! - -Una pareja de guardias civiles estacionada allí, á la puerta de un -ventorro, detuvo á Zureda, que se dejó coger y atar sin resistencia. - -Rafaela fué á verle á la cárcel, y el maquinista, por amor á ella y á su -hijo, la recibió cariñosamente, asegurándola que había reñido con -Berlanga por una cuestión de juego. Catorce ó quince meses después, ante -el tribunal, declaró lo mismo: estaban jugando al mus y él, por embromar -á sus amigos, tiró una de las cartas que tenía en la mano y cogió otra; -reprochóle Berlanga la suciedad de su acción, trabáronse de palabras y -quedaron desafiados para después... - -Así habló Amadeo Zureda, en su caballeresco empeño de no echar sobre la -reputación de la mujer que adoraba ni aún la más leve sombra. ¿Quién -hubiera podido comportarse más noblemente que él lo hizo?... El fiscal -pronunció un informe abrumador, implacable. El Jurado condenó á Amadeo -Zureda á veinte años de presidio. - - - - -V - - -Empujada por la miseria, que llegó pronto, Rafaela hubo de trasladarse á -un pueblecito de Castilla, donde tenía parientes. Eran gentes pobres, -que laboraban la tierra y defendían la vida trabajosamente. La joven, -para justificar su llegada, inventó una historia: dijo que Amadeo, á -consecuencia de un disgusto que tuvo con sus jefes, fué despedido de la -estación y había emigrado á la Argentina, porque le aseguraron que allí -los maquinistas ganaban buenos sueldos. Ella, entonces, determinó salir -de Madrid, donde las casas y los alimentos eran muy costosos. Concluyó -juiciosamente: - ---Cuando Amadeo me escriba diciéndome que está colocado, iré á reunirme -con él. - -Sus deudos la creyeron y apiadados la buscaron trabajo. Diariamente, con -las primeras claridades mañaneras, Rafaela iba á lavar al río, distante -medio kilómetro del pueblecito. Así, lavando y planchando, unas veces, y -otras recogiendo en el campo leña que luego vendía, á fuerza de tesón -llegó Rafaela á obtener un jornal de cuatro á cinco reales. - -Transcurrieron dos años. Los vecinos del lugar habían sabido por el -peatón, encargado de repartir la correspondencia, que los sobres de -todas las cartas que Rafaela recibía iban escritos por la misma mano y -llevaban el sello de la administración de Correos de Ceuta. Esta noticia -alarmó al vecindario y suscitó habladurías, que la joven cortó -discretamente confesando la verdad: Amadeo Zureda estaba en presidio, le -había llevado allí una cuestión de juego. Y al hablar así adoptaba la -actitud resignada, humilde, de la mujer modelo que, no obstante haber -sufrido mucho, perdona al hombre adorado cuanto daño la hizo. Era una -desventurada; el pueblo, chismoso y compasivo, la perdonó. - -Combatida por el tiempo y los disgustos, la antigua belleza, picante y -menuda, de Rafaela fué marchitándose rápidamente: el sol quemó su piel; -el polvo de los caminos ensució sus cabellos, antes tan limpios y -undosos; el trabajo deformó y endureció sus manos, en otro tiempo mejor -ociosas y pulidas. Había perdido la costumbre de llevar corsé, y esto -aceleró la ruina de su cuerpo. Lentamente los senos se desmayaban, el -vientre crecía, el talle adquiría redondeces pesadas. También sus -trajes, uno á uno, fueron rompiéndose; las enaguas, las medias, los -majos zapatitos de charol, comprados en días de bonanza, desaparecieron -en triste desfile; Rafaela, que había perdido el prurito de coquetear, -se abandonaba á la miseria y llegó á ir por las calles del villorrio con -los pies desnudos. - -Esta desorientación de la voluntad coincidía con una grave flaqueza ó -emborronamiento de memoria. La pobre mujer iba olvidándose de todo, y -los recuerdos que aún guardaba hallábanse tan deshilvanados y sin -relieve, que no bastaban á sugerirla ninguna emoción punzadora. Ella no -había querido nunca á Berlanga; tuvo por él, al conocerle, un capricho, -una pasioncilla irrazonada; pero esta divagación amorosa declinó en -seguida, y si continuó en ella fué debido á ociosidad espiritual y por -miedo al platero, que era celoso y la golpeaba mucho. Así, su trágica -muerte, lejos de causarla dolor, la produjo una sorpresa agradable, -sedante, de liberación y descanso. El calvario de Zureda y su reclusión -entre paredes de presidio, si la hirió hondamente, no fué en su -distraído amor al maquinista, sino en el ritmo confortable y orondo de -su vida; porque el destierro de Amadeo representó para ella la miseria, -el derrumbamiento irreparable del porvenir. Al otro lado de aquella -crisis que deshizo su hogar, Rafaela, sin advertirlo, estaba vieja, -desmemoriada, abúlica; los intensos sacudimientos dramáticos que sufrió -en poco tiempo habían aniquilado su espíritu vulgar; no sufría -remordimientos, no tenía noción exacta de si su conducta pretérita fué -mala ó buena, cual si su conciencia se hubiese desleído en un estupor -imbécil. Unicamente persistía en ella el instinto maternal de vivir y -trabajar para que Manolín viviese también. - -Algunos días, sin embargo, la infeliz experimentaba un hondo y aheleado -revertimiento de recuerdos, una epifanía ponzoñosa de negras memorias, -que trepaban sofocadoras á su garganta. Ello ocurría generalmente á -orillas del río, mientras lavaba, en el recogimiento espiritual de un -trabajo monótono, puramente mecánico. Sus ojos entonces llenábanse de -lágrimas, que rodaban lentas por sus mejillas, y caían sobre sus manos, -enrojecidas por el duro trajín de la faena y la caricia fría del agua. A -su alrededor, otras lavanderas, que observaban su pena, cuchicheaban. - ---¿Ves cómo llora? - ---¡Pobre mujer! - ---¿Pobre?... Sí, sí... Ella lo quiso... Y el destino, que es justo -siempre, le da á cada cual lo que merece. ¿Por qué no miró mejor con -quién se casaba? - -De cuando en cuando, al fondo del valle, que cerraba por aquella parte -una línea ondulante de montañas azules, pasaba un tren y su silbido -estridente, agrandado y repetido aquí y allá por los ecos, rompía el -silencio de la llanura. Algunas lavanderas, las más jóvenes, se -incorporaban y sentadas sobre sus talones seguían con los ojos la marcha -rauda del convoy, y en sus pupilas había una melancolía de ensueño, una -visión de ciudades lejanas no vistas. Pero Rafaela nunca levantó la -cabeza para mirar aquellos trenes, cuyo grito desgarraba sus oídos con -el timbre de una voz familiar, y proseguía lavando, mientras sus ojos, -bañados en lágrimas, devoraban el misterio de olvido de las aguas -filantes. - -A pesar de la gran postración física y moral de la pobre mujer, no faltó -quien pusiera en ella su pensamiento. Se atrevió á tanto un individuo, -de oficio zapatero, llamado Benjamín. Pasaba ya de los cincuenta años, -era viudo y tenía dos hijos al servicio del rey. - -Los negocios del señor Benjamín marchaban medianamente; que ni todos los -vecinos del pueblo iban calzados, ni los que usaban zapatos sentían -mucha necesidad de llevarlos nuevos y bonitos. Rafaela le lavaba y -repasaba la ropa, y le planchaba una camisa para los días disantos. De -estos pequeños servicios, modestamente, pero también puntualmente -pagados, nació la amistad de entrambos. Y este afecto, apacible y -desinteresado al principio, fué creciendo hasta quemar el corazón del -zapatero con fuego de amor. - ---Si usted quisiera--solía decir á Rafaela el señor Benjamín--podíamos -llegar á un acuerdo. Usted está sola, yo también... ¿por qué no unirnos? - -Ella sonreía, con ese desencanto de las almas que la vida, poco á poco, -desnudó de ilusiones. - ---Usted está loco, señor Benjamín. - ---¿Por qué? - ---Porque sí... - ---A ver, explíquese usted: ¿por qué estoy yo loco?... - -Rafaela, que no quería enojarle, porque de hacerlo era un parroquiano -que perdía, contestaba evasivamente: - ---Yo estoy ya muy vieja. - ---Para mí, no. - ---Soy fea. - ---Eso es cuestión de gustos. A mí, por ejemplo, me agrada usted mucho. - ---Gracias. Además, ¿qué diría el pueblo cuando lo supiese? ¿Y nuestros -hijos, señor Benjamín, qué pensarían de nosotros?... - ---Es que hay mil medios de cubrir las apariencias; usted quiérame, que -yo me ocupo de lo demás. - -Rafaela prometió meditar el asunto, y todas las tardes, cuando volvía -del trabajo, el señor Benjamín la preguntaba chancero, desde su portal. - ---¿Y eso, vecina? - ---Con ello estoy--contestaba riendo. - ---Parece que la cuestión es dificililla... - ---¡Y tanto! - ---Pero ¿se arregla? - ---¡Qué sé yo, señor Benjamín! Unas veces parece que sí... otras parece -que no... ¡Al tiempo!... - -Pero el alma de Rafaela estaba muerta; nada reverdecería sus ilusiones. -El zapatero, tras muchos esfuerzos, hubo de renunciar á ella, y cuando -la veía pasar suspiraba, grotesco y romántico. - -Todos los días primeros de mes, Rafaela escribía á Zureda una carta de -cuatro carillas, donde le refería los pequeños incidentes de su vivir -manso y aburrido. Por estas cartas, escritas en hojas de papel -comercial, conocía el presidiario los rápidos progresos físicos de -Manolín, que á la sazón contaba doce años: era pendenciero, rebelde, -desaplicado, hasta el extremo de andar todavía en palotes. De su afición -á las pedreas no había que hablar; un día, por haber descalabrado -gravemente á otro muchacho de su edad, la guardia civil puso mano en él, -y á faltar la diligente y paternal intervención del cura, duerme en la -cárcel. La madre terminaba siempre los párrafos en que describía las -ariscas bisoñadas de Manolín con esta frase: «Te aseguro que no puedo -domarle...» Era una afirmación de cansancio que parecía embozar una -amenaza y una profecía. - -En una carta decía el presidiario: - -«El último indulto, del que no sé si tendrás noticia por los periódicos, -ha liberado á muchos compañeros. Yo no he tenido tanta suerte. De todos -modos, me han perdonado cinco años. Así, pues, ya no son más que seis -los años que nos separan.» - -Periódicamente las cartas de Rafaela y las del prisionero en Ceuta iban -y venían. Finaron otros dos años. - -Pero la fatalidad aún no se había cansado de patear sobre los hombros -honrados de Amadeo Zureda. - -«Perdona, Rafaela querida--escribía el recluso--, el nuevo disgusto que -voy á causarte; mas por la vida de nuestro hijo te juro que no he -podido evitar la desgracia que, inopinadamente, y nadie sabe por cuánto -tiempo, va á prolongar nuestra separación. - -»Como supondrás, entre la gentuza que, procedente de todas las cárceles -de España, llega aquí, vienen pocos santos. Yo, aunque obligado á vivir -entre ellos, comprendo que no son mis iguales, y por lo mismo procuro -mantenerme aislado y no intervenir ni en sus chacotas ni en sus -pendencias. Es el caso que, á fines de la pasada semana, vino aquí un -guapo de oficio, andaluz, condenado á doce años de trena por haber -matado á un hombre y herido malamente á otro. El tal, apenas me vió, -pensó que yo era un manso con quien podía lucirse, y no perdía ocasión -de embromarme. Yo callaba y, para no chocar con él, le volvía la -espalda. - -»Ayer, á la hora del rancho, empezó á buscarme camorra; otros reclusos, -le animaban con sus risas. - ---»Oye, Amadeo--me dijo--, ¿por qué te han traído aquí? - -»Yo repuse, mirándole bien á los ojos: - ---»Por haber matado á un hombre. - ---»¿Y por qué le mataste?--insistió. - -»No le contesté, y él entonces agregó algo muy feo, muy grosero, que no -quiero repetir. Bástete saber que en lo que dijo iba envuelto tu nombre. -Y, por ser así, fué lo último que sus labios dijeron. Saqué mi -cuchillo--ya sabes que, á pesar de lo mucho que nos vigilan y registran, -todos vamos armados--y le grité: - ---»Defiéndete, porque voy á matarte. - -»Reñimos, en efecto, y reñimos bien, porque el mozo era bravo; pero de -nada le sirvió su bravura, y allí dejó la vida. - -»Perdóname, Rafaela de mi alma, y haz que nuestro hijo me perdone -también. Esto empeora mi situación, pues ahora volverán á juzgarme é -ignoro el castigo que me impondrán. Reconozco que matando á ese hombre -hice mal, pero de no hacerlo me hubiese matado él á mí, lo que habría -sido para todos nosotros mucho peor.» - -Meses después escribía Zureda: - -«En estos días se ha visto mi causa. Afortunadamente, todos los testigos -declararon en favor mío, lo que, unido al buen concepto que mis jefes -tienen de mí, ha mejorado mucho mi situación. El informe fiscal fué -terrible, pero de eso no hay que hacer caso. Mañana conoceré la -sentencia.» - -Todas las cartas de Amadeo Zureda eran así: nobles, tranquilas, como -dictadas por la más estoica resignación. Nunca deslizó en ellas nada que -recordase á Rafaela su delito; en aquellas páginas, repletas de una -escritura igual y vigorosa, no había reproches, ni abatimientos, ni -impaciencias desesperadas. Eran el reflejo admirable de una voluntad -férrea á quien la desgracia, madre excelentísima de todo saber, enseñó -el difícil secreto de esperar. - - - - -VI - - -El mismo día en que Amadeo Zureda salió del penal, el correo le trajo -una carta de Rafaela, que empezaba así: - -«Ayer Manolín cumplió veinte años...» - -El antiguo maquinista desembarcó en Valencia, pasó la noche en una -posada inmediata á la estación del ferrocarril, y al otro día temprano -subió al tren que había de llevarle á Equis. Tras tantos años de -reclusión, el viejo presidiario sentía el desasosiego nervioso, la -desconfianza en sí mismo, el miedo cruel á la suerte, que suelen -experimentar los inadaptados siempre que la vida les ofrece una fase -nueva. La derrota les acobarda y vuelve pesimistas. Rememoran lo que -sufrieron y la inutilidad de sus luchas, y piensan: «Esto, que ahora -empieza, será malo también para mí...» - -Amadeo Zureda había cambiado mucho; sobre el rostro, curtido por el sol -de Africa, el bigote blanco resaltaba tristemente; agrandaba el sereno -mirar de sus ojos negros la expresión de un inmenso dolor; el pliegue -vertical de su entrecejo se había ahondado tanto, que parecía una -cicatriz; su cuerpo cenceño, antes engallado y carnoso, se encorvaba un -poco al andar. - -El traqueteo sonante del vagón y la sucesión de panoramas trajeron á la -memoria de Zureda las alegrías, harto emborronadas en la distancia de -los años pretéritos, de sus buenos tiempos de maquinista. Se acordó de -Pedro, el fogonero andaluz, y de aquellas dos locomotoras, «la Dulce» y -«la Negra», sobre las cuales tanto había trabajado. Y una voz interior -le preguntaba: «¿Que habrá sido de todo eso?» - -También pensó en su casa, y al recomponer la fachada y ver los balcones, -evocó el aspecto de cada habitación. Jamás su memoria, enturbiada por la -vida torva y embrutecedora del penal, había buceado tan hondo en el -pasado, ni desempolvado y reconstituído tan limpiamente los viejos -recuerdos. Pensó en su hijo, en Rafaela y en Manolo Berlanga, viéndoles -con sus caras y sus trajes de entonces, y se sorprendió de que la figura -del platero no le produjese ningún dolor: en aquellos momentos, y á -despecho del daño irreparable que le hizo, no sentía animosidad contra -él: todos los rencores que hasta allí le agitaron se apaciguaban en una -desconocida é inefable emoción de olvido y misericordia. El pobre -presidiario tornó á registrarse la conciencia y volvió á maravillarse de -no descubrir en ella ningún odio. Y es que, sin duda, la libertad -moraliza á los hombres. - -En Játiva subió al vagón un individuo, ya viejo, en cuya fisonomía el -exmaquinista creyó hallar rasgos de un semblante amigo. Por su parte, el -recién llegado también miraba á Zureda, como recordando. De este modo -los dos, poco á poco iban acercándose en silencio. Concluyeron por -examinarse afectuosamente, seguros ya de conocerse. Amadeo Zureda fué -quien primero habló: - ---Yo creo--dijo--que nos hemos visto en alguna parte... hace años... - ---En eso--repuso el interpelado--vengo yo cavilando. - ---El caso es--prosiguió el maquinista--que yo estoy cierto de que hemos -hablado muchas veces. - ---Sí, sí... - ---De que hemos sido amigos. - ---Probablemente... - -Continuaron mirándose, atados al mismo pensamiento. - ---¿Usted ha vivido en Madrid? - ---Sí; diez ó doce años. - ---¿Dónde? - ---Cerca de la Estación del Norte, donde estaba empleado. - ---Pues no diga usted más--exclamó Zureda--, porque yo he pertenecido -también á esa Compañía. Era maquinista... - ---¿En qué línea? - ---Últimamente, en la de Bilbao. - -Pausados, silenciosos, los recuerdos iban surgiendo y asociándose en la -enorme negrura de olvido de aquellos veinte años. Amadeo Zureda sacó su -petaca y brindó tabaco á su interlocutor; y lo que hasta entonces no -lograron ni el aspecto ni la voz del desconocido, lo realizó -instantáneamente y como por ensalmo su modo de coger la picadura, de -preparar el cigarrillo, de encenderlo y colocárselo después en la -comisura izquierda de los labios. La memoria del ex presidiario se llenó -de luz. - ---¡Acabáramos!--exclamó--,¡usted es don Adolfo Moreno!... - ---Yo mismo; eso es... - ---Usted era ambulante de la línea de Asturias cuando yo trabajaba en la -de Bilbao. ¿No se acuerda usted? Zureda... Amadeo Zureda,.. - ---¡Ah, sí!... - -Los dos hombres se abrazaron. - ---¡Si yo te tuteaba!--gritó don Adolfo. - ---Sí, señor; y puede usted seguir haciéndolo. ¡No faltaba más!... Que -por algo el tiempo ha corrido igualmente para ambos. - -Apagado el regocijo de los primeros instantes, el antiguo ambulante y el -anciano maquinista se entristecieron recordando las muchas amarguras que -les trajo la vida. - ---Ya supe tu desgracia--dijo don Adolfo--y la sentí. Son locuras de -juventud que duran un instante y cuestan luego todo el porvenir. ¿Por -qué fué?... - -Aplomadamente, Zureda repuso: - ---Una cuestión de juego. - ---¡Es verdad!... Me lo dijeron. - -Amadeo respiró; el ambulante no sabía nada y era verosímil que todos -estuviesen tan ignorantes como él acerca del verdadero motivo que -ocasionó la muerte de Manuel Berlanga. Don Adolfo preguntó: - ---¿Dónde has estado? - ---En Ceuta. - ---¿Mucho tiempo? - ---Veinte años y meses. - ---¡Caramba!... ¿Vienes ahora de allí? - ---Sí, señor. - ---Tú, evidentemente--continuó don Adolfo--, has sufrido más que yo; pero -no creas que yo he sido muy afortunado. La vida es una fiera que para -cuantos se acercan á ella... ¡y cuidado si nace gente!... tiene un -zarpazo. Soy viudo; pronto hará quince años que mi pobrecita mujer pudre -tierra; de mis tres hijas, la mayor se casó, las otras dos murieron. -Ahora estoy jubilado, y vivo en Equis, con una cuñada, viuda de mi -hermano Juan, de quien no sé si recordarás... - -Poco á poco, y á vuelta de muchos circunloquios, porque la confianza es -una virtud tímida que emigra pronto de las almas muy castigadas por la -desgracia, Amadeo Zureda expuso sus proyectos. El pensaba establecerse -en Equis, con su mujer; del presidio traía ahorradas cerca de dos mil -pesetas, con las cuales esperaba poder comprar una casita y media fanega -de buena tierra. - ---Yo, de agricultura no entiendo palote--agregó--; pero eso es como -todo; en queriendo aprender, se aprende. Además, mi hijo, que es mozo y -se ha criado en el pueblo, puede ayudarme mucho. - -Don Adolfo había arrugado el entrecejo con un gesto reflexivo y grave, -de hombre que recuerda. - ---Por lo que dices--exclamó--caigo en quien sea tu mujer. - -Un poco avergonzado, porque la imagen siempre ensangrentada de su -desgracia no se borraba un punto de su memoria, el antiguo maquinista -repuso: - ---Sin duda; el pueblo será pequeño... - ---Muy pequeño. ¿Cómo se llama tu mujer? - ---Rafaela. - ---¡Sí, hombre!...--replicó don Adolfo--; Rafaela, la lavandera... - ---Eso es. - ---La conozco mucho; y á Manolo, su hijo, también le conozco. ¡Valiente -mocito!... - -Amadeo Zureda se estremeció; tuvo miedo, frío; unos instantes permaneció -callado, sin saber qué decir. Don Adolfo prosiguió, con ruda franqueza: - ---Mala cabeza tiene el tal Manolo, y buenos disgustos le da á su pobre -madre, que es una santa. ¡Yo creo que hasta la pega!... ¡No te digo -más!... - -Lívido, tembloroso, reprimiendo unos grandes deseos de llorar que -acababan de asaltarle, Amadeo preguntó: - ---¿Es posible?... ¿Tan malo es? - ---De oro es el mozo--repuso don Adolfo--; había de morirse, y el -Diablo, para cargar con él, necesitaría pensarlo mucho: borracho, -jugador, mujeriego, camorrista... ¡de todo es el indino! - -Y afirmó: - ---No parece hijo tuyo. - -Amadeo Zureda no respondió, y acercando la cabeza á la ventanilla fingió -distraerse con el paisaje. Las declaraciones del antiguo ambulante le -aterraron; él se hallaba ignorante de todo; Rafaela, en sus cartas, nada -le había dicho; y se admiró de ver cómo la fatalidad le asediaba y -negaba ese descanso á que todos los hombres trabajadores, aún los más -miserables, tienen derecho. Retrocediendo por el odioso camino de sus -recuerdos, llegó al origen de su desgracia. Veinte años antes, el señor -Tomás, al notificarle las relaciones de Rafaela con Manuel Berlanga, -había declarado: - -«Dicen que la pega.» - -Y ahora, don Adolfo, refiriéndose á Manolín, repetía las mismas -palabras: - -«Yo creo que la pega.» - -¿Qué misteriosa conexión habría entre estas afirmaciones que parecían -poner un nexo de oprobio entre el hijo y el amante muerto?... Y las -palabras del viejo ambulante volvieron á sonar en los oídos de Zureda y -se agarraron fatídicas á su alma: - -«Manolo no parece hijo tuyo.» - -Sin haber leído á Darwin, Amadeo Zureda, instintivamente, buscaba en las -leyes de la herencia una explicación y un consuelo al tósigo que le -mordía. El nunca, ni aun de mozo, fué aficionado á beber, ni á los -naipes, ni faldero, ni menos entrometido y bravucón. ¿Quién, por tanto, -pudo deslizar en la sangre de su hijo tantas depravaciones?... - -Don Adolfo y Zureda descendieron en la estación de Equis. Declinaba la -tarde; en el andén sólo había seis ó siete personas. El anciano -ambulante exclamó, designando con la mano á una mujer y á un mozalbete -que se acercaban: - ---Ahí tienes á tu gente. - -Esta vez, al ver á Rafaela, Amadeo no vaciló: era ella, á pesar de su -vientre abultado, de su semblante carnoso y triste, de sus cabellos -blancos... ¡era ella!... - ---¡Rafaela! - -La hubiese reconocido entre mil mujeres más. Se abrazaron estrechamente, -llorando, con la inmensa emoción de alegría y dolor que experimentan los -que se separaron jóvenes y vuelven á reunirse en la vejez, al otro lado -de la vida. Después el maquinista abrazó á Manolo. - ---¡Qué guapo estás!--balbuceó, cuando las palpitaciones de su corazón, -encalmándose un poco, le permitieron hablar. - -Don Adolfo se despidió. - ---Yo llevo prisa--dijo--; ya nos veremos mañana. - -Saludó y se fué. - -Amadeo Zureda, llevando á Rafaela á la derecha y á su izquierda á -Manolo, salió de la estación. - ---¿Está muy distante el pueblo?--preguntó. - ---Dos kilómetros apenas--repuso ella. - ---Entonces, vámonos á pie. - -Avanzaron lentamente por el camino que se alejaba, serpeando, entre dos -vastas extensiones de terreno laborado y rojizo. Al fondo, iluminado por -el sol muriente, aparecía el pueblecito; aquel villorrio miserable en el -que Zureda había pensado tantas veces, como en un bello refugio de paz, -olvido y redención. - - - - -VII - - -Desde que Amadeo Zureda llegó á Equis, Rafaela no volvió al río. El -anciano maquinista no quería que su mujer trabajase; con lo que él ganó -como herrero allá en presidio, tenían bastante los dos para vivir. Del -pasado no hablaron; creeríase que no se acordaban de él; ni ¿para qué -acordarse?... Zureda lo había perdonado todo; su Rafaela, además, ya no -era la misma: apagáronse la alegría pajarera de sus ojos, la negrura -ondulante de sus cabellos, la agilidad moza de su cuerpo; ogaño, en el -semblante fofo y triste, en lo humildoso del mirar, en la flacidez de -los senos, en las torpes redondeces adiposas del talle, había un -abandono doloroso, apesgador de remordimiento. - -Siguiendo los consejos de don Adolfo, el ex presidiario renunció á su -idea de dedicarse á la agricultura, y en la calle mejor del pueblo, -cerca de la iglesia, puso un taller mixto, de carpintería y cerrajería, -donde así herraba una mula como recomponía un carro ó echaba á un arado -reja nueva. A poco de establecerse Zureda, su modesto negocio comenzó á -encarrilarse por caminos de bonanza; muy pronto el número de sus -relaciones creció; su historia inquietante de presidiario parecía -olvidada; todos le querían; era un hombre bueno, afable, de una -melancolía simpática, que pagaba sus pequeñas cuentas exactamente y -trabajaba bien. - -Amadeo Zureda sentía pacificarse su vida, y que lentamente su porvenir, -hasta entonces borrascoso, comenzaba á ofrecérsele como un país -hospitalario, claro y fácil. El mañana amenazador, que desvela á los -hombres, dejaba de ser un problema para él; su futuro ya estaba -cimentado, reglamentado, previsto; los quince ó veinte años que aun le -restasen de vida los pasaría redondeando amorosamente la fortunita que -deseaba legar á su Rafaela. - -Animado por este propósito, levantábase con el sol y trabajaba -reciamente todo el día. Por las tardes, acompañado de un perro, regalo -de don Adolfo, salía á vagar por los alrededores del pueblo. Uno de sus -paseos favoritos era el cementerio. Zureda empujaba el viejo portón, -siempre abierto, del camposanto, se instalaba sobre una piedra rota de -molino que allí había, y encendía un cigarro. Entre la crecida hierba -que tapizaba el suelo negreaban muchas cruces; el anciano evocaba sus -recuerdos de antiguo maquinista y de recluso, y su voluntad fatigada se -estremecía. Miraba á su alrededor complacido; allí estaba su cama; ¡qué -paz, qué silencio!... Y suspiraba largamente, poseído de la rara y -sedante alegría de morir. Entre los viejos tapiales, dorados por el sol -poniente, que rodeaban aquel huerto de olvido, se debía de dormir muy -bien... - -Lo único que amargaba el ocaso pacífico de Amadeo Zureda, era su hijo: -aquel Manolo, á quien por un exceso, imprudente quizá, de amor paternal, -había redimido el año antes del servicio militar, y cuyo carácter -vicioso y díscolo era fanáticamente refractario á toda disciplina. -Inútilmente procuró Zureda enseñarle un oficio; súplicas, amenazas, -reflexiones discretas, se estrellaron ante la voluntad irreductible y -vagabunda del mozo. - ---Si no quiere usted mantenerme--decía Manuel--, despídame; yo sabré -buscármelas. - -Con frecuencia Manolo desaparecía del pueblo y, ausente y metido en -misteriosas aventuras, pasaba los días. Individuos llegados de otros -pueblos comarcanos decían que se dedicaba al juego. Cierta noche -reapareció herido de gravedad en una ingle; la puñalada era profunda. - ---¿Quién te ha herido?--preguntó Zureda. - -El mozo repuso: - ---Eso á nadie le importa; á quien sea, yo me encargo, tarde ó temprano, -de darle lo suyo. - -Para ahorrarse complicaciones judiciales, Amadeo Zureda calló lo -ocurrido. Semanas después Manolo estaba bueno. Una madrugada, á orillas -del río, la pareja de la guardia civil encontró el cadáver de un hombre; -el cuerpo ofrecía varias heridas de arma blanca. Cuantas pesquisas se -practicaron para descubrir al matador fueron baldías; el crimen quedó -impune. Únicamente Amadeo Zureda, que, á raíz del suceso, había -sorprendido á Manuel lavando en una jofaina un pañuelo manchado de -sangre, estaba cierto de que el autor de aquella muerte era su hijo. - -Y las palabras siniestras de don Adolfo volvían á su espíritu, -machacantes, enloquecedoras, oradándole el cráneo: - ---«No parece hijo mío...»--meditaba. - -No paró en esto el desaforado vivir del mozo. Abusando del cariño de su -madre y de la mansedumbre de Amadeo, raros eran los días en que no -manifestaba hallarse necesitadísimo de dinero. - ---Me hacen falta cien pesetas--decía--, pero mucha falta. Si vosotros no -me las dais... bueno, en paz; yo las buscaré. Pero acaso os arrepintáis -entonces de no habérmelas dado. - -Dominábale un furor de placeres. Cuando su madre le aconsejaba: - ---¿Por qué no trabajas, maldito? ¿No ves á tu padre? - -El mozo replicaba: - ---Vivir no es trabajar; para vivir como padre vive, más vale ahorcarse. - -A Rafaela tratábala despectivamente y como á esclava; apenas si, al -interpelarla, se dignaba poner en ella los ojos; á su padre también le -hablaba poco y desabridamente. El peor de los hijos no hubiese procedido -con más despego. Diríase que su alma arisca, sedienta de goces, -alimentaba contra sus progenitores la llama de un rencor instintivo. - -Una noche, al volver del Casino en donde don Adolfo, el boticario y -otros vecinos de cierto viso, solían reunirse todos los sábados, Amadeo -Zureda encontró la puerta de su taller entornada. Aquello le sorprendió, -y levantando la voz empezó á llamar: - ---¡Manolo!... ¡Manolo!... - -Rafaela le contestó desde muy adentro: - ---No está. - ---¿Sabes si volverá pronto?... Lo digo para no cerrar--exclamó Zureda. - -Hubo un breve silencio. Al cabo, Rafaela repuso: - ---Más vale que cierres. - -En la voz de la pobre mujer había como un hipo de dolor. Alarmado por el -presentimiento de algo terrible, el viejo maquinista atravesó el taller -y llegó á la trastienda. En la cocina, sentada delante del fogón, estaba -Rafaela, las manos cruzadas humildemente sobre el regazo, los ojos -llenos de lágrimas, los blancos cabellos en desorden, cual si una mano -parricida se hubiese crispado sañudamente en ellos. Zureda arremetió á -su mujer y cogiéndola por los hombros, la obligó á levantarse. - ---¿Qué ha sucedido?--masculló. - -Rafaela tenía la nariz ensangrentada, magullada la frente, las manos -cubiertas de arañazos. - ---¿Qué tienes?--repitió el maquinista. - -Sus ojos, aunque viejos y mortecinos, ardieron otra vez con aquella luz -roja, relámpago de muerte, que veinte años antes le llevó á Ceuta. -Rafaela, asustada, trató de disimular. - ---No es nada, Amadeo--balbuceó--, no es nada... yo te lo explicaré. -Es... verás... es que me he caído... - -Pero Zureda la arrancó amenazándola, casi á viva fuerza, la verdad. - ---Es que Manolo te ha pegado, ¿eh?... - -Ella sollozaba, defendiéndose aún, no queriendo acusar al hijo de su -alma. Vibrante de ira, el maquinista repitió: - ---¿Te ha pegado? - -Tardó Rafaela en responder; tenía miedo de hablar; al fin confesó: - ---Sí... me ha pegado... ¡oh, qué horrible! - ---¿Y por qué? - ---Porque necesitaba dinero. - ---¡Ah, el canalla!... - -Y la cólera y el dolor del viejo expresidiario estallaron en un rugido -de león, que llenó la cocina. - ---¿Y se lo diste?--agregó. - ---Sí. - ---¿Cuánto? - ---Veinticinco pesetas. Me resistí cuanto pude, pero... ¿qué iba á -hacer?... ¡Oh, si llegas á verle, no le conoces!... Daba miedo; yo creí -que me mataba... - -Hablando así se tapó los ojos con las manos, como apartando de ellos, -con la sucia visión de lo que acababa de ocurrir, la imagen de algo -semejante, antiguo y terrible. - -Zureda no contestó, temeroso de descubrir la agitación avendavalada de -su alma. Los recuerdos más ominosos se atropellaban en su memoria. Mucho -tiempo atrás, antes de que él fuese á presidio, el señor Tomás le había -dicho en el curso de una conversación inolvidable, que Manuel Berlanga -maltrataba á Rafaela. Y años después, al salir del penal, don Adolfo -Moreno le expuso algo igual, refiriendose á su hijo. Recordando esta -extraña conjunción de opiniones, Amadeo Zureda experimentaba un rencor -acerbo, inextinguible, contra la raza del platero; raza maldita, nacida, -al parecer, para ofenderle y herirle en lo que más amaba. - -A la mañana siguiente Zureda, que apenas había conseguido dormir una ó -dos horas, despertó temprano. - ---¿Qué hora es?--dijo. - -Rafaela, que ya se había levantado, repuso: - ---Van á dar las seis. - ---¿Ha vuelto Manolo? - ---No. - -El maquinista saltó del lecho, vistióse como de costumbre, y bajó al -taller. Rafaela le espiaba; la aparente tranquilidad del anciano era -sospechosa. Llegó la tarde y Manuel no fué á almorzar. Pasó la noche y -el mozo no fué á dormir. El matrimonio se acostó temprano. -Transcurrieron varios días. - -Un domingo se hallaba Zureda sentado á la puerta de su taller; iban á -dar las doce y las mujeres, unas enmantilladas, otras con pañuelo á la -cabeza, acudían á misa. En lo alto de la torre gótica, las campanas -voltijeaban ensordecedoras y alegres. Un vecino, al pasar, dijo al -maquinista. - ---Ya apareció Manolo. - -Flemáticamente, Zureda repuso: - ---¿Cuándo? - ---Anoche. - ---¿Dónde le vió usted? - ---En la posada de Honorio. - ---¡Vaya con el niño! Buen pez está hecho; por aquí no ha venido... - -El día declinó sin incidentes. El maquinista, cautamente, se abstuvo de -decir á Rafaela que su hijo había vuelto. Poco antes de cenar, y so -pretexto de ver á don Adolfo que le esperaba en el Casino, Amadeo Zureda -salió de su casa y se encaminó á la taberna donde Manolo acostumbraba á -reunirse con sus amigachos. Allí, en efecto, le halló, jugando á las -cartas. - ---Tengo que hablarte--dijo. - -El interpelado tiró los naipes sobre la mesa y se levantó. Era alto, -esbelto, simpático, y en la línea delgada de sus labios y en el mirar -taladrante de sus ojos verdes había algo impertinente y retador. - -Los dos hombres salieron á la calle y, sin hablar, caminaron hacia las -afueras del pueblo. Cuando lo juzgó oportuno Amadeo Zureda se detuvo y -mirando á Manuel cara á cara: - ---Te he buscado--dijo--para decirte que no vuelvas á mi casa, -¿entiendes?... - -Manuel afirmó con la cabeza. - ---Soy yo quien te echa de allí, ¿comprendes?... Soy yo; porque no me -gusta tratar con miserables, y tú eres un miserable. Y esto no te lo -digo de padre á hijo, sino de hombre á hombre... ¿sabes?... por si mis -palabras te ofendiesen y quisieras vengarte. Por eso, nada más, te he -traído hasta aquí. - -Lentamente, según hablaba, su fiera voluntad iba enardeciéndose, -palidecían sus mejillas, y dentro de los bolsillos de su pelliza los -puños se crispaban. A su vez, la sangre levantisca de Manuel, iba -alborotándose. - ---No me haga usted hablar--dijo. - -Hizo ademán de marcharse. Su voz, su gesto, el desdeñoso encogimiento de -hombros con que subrayó sus palabras, fueron los de un perdonavidas. -Diríase que en él resucitaba el platero matasiete y procaz. Conteniendo -su ira, Zureda repuso: - ---Si tienes ganas de reñir, tonto serás si las aplazas para luego. Yo, á -eso he venido. - ---¿Está usted loco? - ---No. - ---Lo parece. - ---Te equivocas. Es que he sabido que acostumbras á pegarle á tu madre... -y eso, el pegar á tu madre, no lo pagas con toda la sangre, con toda la -cochina sangre, que tienes en el cuerpo... - -Amadeo Zureda tuvo miedo de sí mismo. Temblaba. Todos los celos que años -antes le precipitaron contra Berlanga, retoñaban ahora frescos, -pujantes, trastornadores. Su corazón, una caldera de odios infernales -parecía. Bruscamente Manuel se acercó á su padre, y agarrándole por las -solapas: - ---¿Va usted á callarse?--murmuró corajoso--¿ó quiere usted perderme? - -La respuesta de Zureda fué una bofetada. Entonces los dos hombres se -acometieron, primero á golpes, luego á cuchilladas. En tal momento el -anciano vió aparecer sobre el rostro del que creía su hijo la misma -expresión de odio que veinte años atrás contrajo la cara de Manuel -Berlanga. Aquellos ojos, aquella boca desfigurada por una mueca de -ferocidad, aquel cuerpo delgado y felino vibrante de cólera, eran los -del platero; el gesto del padre lo repetía exactamente la cara del hijo, -cual si ambos semblantes hubiesen sido vaciados en el mismo troquel. Y -por primera vez, después de tanto tiempo, el antiguo maquinista vió -claro... - -Anonadado por la certidumbre de aquel nuevo infortunio, sin ánimos ya -para defenderse, el infeliz dejó caer los brazos, á la vez que Manolo, -fuera de sí, le asestaba en el pecho una puñalada mortal. - -Cumplida su venganza, el parricida huyó. - -Amadeo Zureda fué conducido, moribundo, al hospital. Allí, aquella misma -noche, don Adolfo acudió á verle. - -Su pena era enorme; tan gran era, que inspiraba risa. - ---¿Es verdad lo que me han dicho?--repetía llorando--, ¿es verdad?... - -El herido apenas tuvo fuerzas para apretarle un poco la mano. - ---Adiós, don Adolfo--balbuceó--, ya he sabido lo que necesitaba saber; -usted me lo dijo y yo no quise creerle; pero ahora reconozco que usted -tenía razón: Manuel no era hijo mío... - -Madrid,--Enero, 1910. - - -Typographical errors corrected by the etext transcriber: - -una vieja cómoda que de noche=> una vieja cómoda que noche {pg 12} - -Ricardo Villarrolla pasaba muchas tardes=> Ricardo Villarroya pasaba -muchas tardes {pg 13} - -Levantóse precipitamente=> Levantóse precipitadamente {pg 20} - -cráneo dodicocéfalo=> cráneo dolicocéfalo {pg 74} - -que llena el lama de los jockeys de raza=> que llena el alma de los -jockeys de raza {pg 77} - -que nubaban su ánimo=> que nublaban su ánimo {pg 86} - -propia concien ciencia=> propia conciencia {pg 99} - -las líneas capichosas=> las líneas caprichosas {pg 154} - -efervorizarse recíprocamente=> enfervorizarse recíprocamente {pg 226} - -su dormitario=> su dormitorio {pg 241} - -á los honmbres=> á los hombres {pg 278} - - - - - - - - -End of the Project Gutenberg EBook of La cita, by Eduardo Zamacois - -*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA *** - -***** This file should be named 50757-8.txt or 50757-8.zip ***** -This and all associated files of various formats will be found in: - http://www.gutenberg.org/5/0/7/5/50757/ - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was -produced from images generously made available by The -Internet Archive) - - -Updated editions will replace the previous one--the old editions -will be renamed. - -Creating the works from public domain print editions means that no -one owns a United States copyright in these works, so the Foundation -(and you!) can copy and distribute it in the United States without -permission and without paying copyright royalties. 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You may copy it, give it away or -re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included -with this eBook or online at www.gutenberg.org/license - - -Title: La cita - -Author: Eduardo Zamacois - -Release Date: December 23, 2015 [EBook #50757] - -Language: Spanish - -Character set encoding: ISO-8859-1 - -*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA *** - - - - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was -produced from images generously made available by The -Internet Archive) - - - - - - -</pre> - -<hr class="full" /> - -<p class="figcenter"> -<img src="images/cover.jpg" width="272" height="450" alt="cover" title="" /> -</p> - -<p class="c">L A C I T A -<a name="page_001" id="page_001"></a></p> - -<p><a name="page_002" id="page_002"></a></p> - -<table border="0" cellpadding="0" cellspacing="0" summary=""> -<tr><td align="center" colspan="2">DEL MISMO AUTOR</td></tr> -<tr><td align="center" colspan="2">(PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL)</td></tr> -<tr><td align="center" colspan="2">NOVELAS</td></tr> -<tr><td>EL OTRO (2.ª edición)</td><td align="right">3,50</td></tr> -<tr><td>LA OPINIÓN AJENA</td><td align="right">3,50</td></tr> -</table> - -<p><a name="page_003" id="page_003"></a></p> - -<p class="cb">EDUARDO ZAMACOIS</p> - -<h1>LA CITA</h1> - -<p class="c">NOVELAS<br /> -<br /> -<img src="images/colofon.png" -width="75" -height="84" -alt="colofón—RENACIMIENTO" -/> -<br /> -MADRID<br /> -<br /> -RENACIMIENTO<br /> -<br /> -<i>Pontejos, 3.</i><br /> -<br /> -1913<br /> -<a name="page_004" id="page_004"></a></p> - -<p class="r">ES PROPIEDAD</p> - -<p class="c"><small>ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.—PONTEJOS, 3.<br /></small> -</p> - -<p><a name="page_005" id="page_005"></a></p> - -<table border="0" cellpadding="0" cellspacing="0" summary="" -style="border: 2px black solid;margin:auto auto;max-width:50%; -padding:1%;"><tr><td align="center"> -<a href="#LA_CITA"><b>La cita</b></a><br /> - -<a href="#RICK"><b>Rick</b></a><br /> - -<a href="#EL_COLLAR"><b>El collar</b></a><br /> - -<a href="#EL_HIJO"><b>El hijo</b></a> -</td></tr> -</table> - -<h2><a name="LA_CITA" id="LA_CITA"></a>LA CITA</h2> - -<h3><a name="I-a" id="I-a"></a>I</h3> - -<p>Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la -actriz añadió:</p> - -<p>—¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar -alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á -más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y -desdén?...</p> - -<p>Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado -anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué -suplicante como el gesto de una mano mendiga.</p> - -<p>Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una -actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon -sentimentales bajo la frente descollada y alta.</p> - -<p>—¿Qué quieres?—dijo—, uno es... como nació. En medio de nuestras -inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de -nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes<a name="page_006" id="page_006"></a> precisas; la existencia -más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos -altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los -horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre -Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la -explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos. -Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el -Destino es un tratado de lógica...</p> - -<p>—¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte?</p> - -<p>—Completamente; soy un incurable.</p> - -<p>Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose -distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su -bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios -descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una -intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida -prematuramente por el trabajo.</p> - -<p>Era un hombre de treinta y cinco años, membrudo y alto, cuyos cabellos -rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las líneas -de una cabeza grande, de ángulo facial muy abierto, terca, cual -predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y -raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, tenía un alentar -poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de -las mejillas; un espeso vello bermejo cubría las muñecas robustas y<a name="page_007" id="page_007"></a> las -manos; manos atávicas, de largos y temerarios dedos. Hallábase Ricardo -Villarroya en pleno apogeo artístico: sus últimos libros habían merecido -éxito codiciable; sus artículos de crítica jugosa y violenta erigiéronle -en campeón de la joven grey literaria; la única comedia que estrenó -suscitó polémicas ardientes. Además, era un poco orador; la extrema -izquierda de la opinión adoraba en él; su nombre, que servía de lábaro á -las mayores osadías de la forma y del pensamiento, resonaba como un -alerta bélico en la atmósfera febril de las asambleas. Todo en él era -impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambición bruñía sus ojos claros; -sus labios viciosos reían mal; en el continuo vibrar de su cuerpo -saludable y recio, pleno de apetitos moceros, había como una voz de la -especie.</p> - -<p>Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoción triste, mientras -acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del -novelista.</p> - -<p>—Te quiero—dijo—, te quiero muchísimo... cual mi usado corazón no -esperaba tornar á querer. ¿Por qué me correspondes en mala moneda? ¿Por -qué no eres bueno para mí? ¿Cómo no procuras serme fiel?</p> - -<p>Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella -continuó:</p> - -<p>—Posible es que tropieces con mujeres más hermosas que yo ó más -inteligentes, más elegantes, más agradables... Pero dificilísimo te será -hallar<a name="page_008" id="page_008"></a> una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien -concertadas proporciones, en que yo las reuno y acoplo. No soy -bellísima, ni discreta en demasía, ni gallarda y cautivadora con exceso, -pero de todo hay algo en mí, y esta conjunción de amables virtudes es mi -orgullo.</p> - -<p>El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distraídos de -asentimiento.</p> - -<p>—Y si ello es así—prosiguió Fuensanta—, ¿por qué me olvidas y -pospones á otras mujeres? ¿Por qué, conociendo mis celos, suspendes -sobre mi cabeza la amenaza de que hoy, mañana, cuando más dichosa esté y -menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien, -quizá, la complexión de tu alma: tú perteneces á la raza maldita de los -que sólo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ¿Cómo no -aplicas tu espíritu indómito al examen de sus recuerdos? ¿Por qué -desprecias lo pretérito? ¿Acaso ese ayer que hoy miras desdeñosamente, -no sirvió de riente mañana á otros hombres que bulleron y amaron antes -que tú?... Escucha, Ricardo, y obedéceme, porque aún podemos ser -felices. ¿No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar legítimo, el -consagrado, te fastidie, ¿no me tienes á mí? ¿Qué más rebuscas? ¿Qué -imposibles novedades pides á la casualidad?</p> - -<p>Argumentaba poco á poco, blandamente, como se habla á los enfermos, y -sus palabras, dichas á media voz, traían arrullos de infancia. En las -contiendas implacables del arte, lo más hacedero es<a name="page_009" id="page_009"></a> derrotar -obstáculos, encumbrarse, llegar del éxito á los dorados fastigios, pues -los viejos maestros á quienes la juventud hostiliza están agotados y se -defienden mal: lo difícil es guardar las posiciones conquistadas, -resistir el fiero ataque de los bisoños que van llegando á la batalla, -afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de -enemigos brazos que rodean al dictador. Según Fuensanta Godoy, para -vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias -de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambición, un orgullo -sin límites ó un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin, -hondo, fanático, que baste por sí solo á reparar cuantas brechas las -estocadas de la desilusión y los consejos sigilosos de la fatiga van -abriendo en el entusiasmo.</p> - -<p>—Pero si únicamente adoras lo que no tienes—continuaba—, ¿qué podrá -sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando estés deshecho y próximo á -caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer -asalto; pero ¿no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse -en olvido? ¡Ah, Ricardo! Tú ignoras eso; tú desconoces el sufrimiento -del artista que sobrevive á su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las -reputaciones que van improvisándose á su alrededor, dice: «Hace años yo -era algo, tenía un nombre...» Créeme, Ricardo, eso es horrible; te lo -asegura la experiencia que me dieron veinte años de teatro...<a name="page_010" id="page_010"></a></p> - -<p>Su voz se apagó en un suspiro, y por su rostro pasó como una sombra el -luto de su alma.</p> - -<p>Contaba Fuensanta Godoy poco más de treinta años, y sus vestidos negros, -lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de líneas -ondulantes y largas. Hondos surcos de melancolía cortaban su frente -guarnecida de rizosos cabellos castaños; la nariz, de perfil impecable, -afilada parecía por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo, -las risas y el llanto tegían una dolora; bajo las cejas rafaélicas, los -ojos negrísimos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las -japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresión -dulce que embellece, con poesía de enigma, el rostro de las mujeres de -la Ciudad sin Noche.</p> - -<p>Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura -de Fuensanta, la mejor y más alta, la que antes sorprendía era su -tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele -ser también origen y alimento de bellezas extrañas. Esta desviación ó -capricho del sentimiento estético no tiene explicación fácil. ¿Por qué -amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano -contentamiento? ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo -disculpa nuestra propia flaqueza, ó es que el dolor diviniza á la mujer -porque de ella precisamente emana, y así quien dijo dolor dijo también -arte y sexo?... A Fuensanta Godoy su expresión de inconsolable -pesadumbre hacíala infinitamente<a name="page_011" id="page_011"></a> interesante. Cinco años antes la Godoy -fué una primera tiple cómica de gran boga. Al comenzar las temporadas -teatrales, su nombre aparecía en los carteles con llamativos caracteres -rojos, los periódicos publicaban su retrato, la crítica celebraba su -labor, y el correo traíala diariamente rumores de amorosos caprichos. La -corte de admiradores que invadían su cuarto del teatro, los aplausos del -público y la humillación y ásperas envidias de otras actrices por ella -vencidas en artísticas justas, parecían poner á su joven figura un nimbo -diamantino. Fuensanta Godoy amó y fué adorada; la neurastenia exacerbaba -sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada -de sus nervios padecía torsiones dolorosas; la sensación llegó á ser -para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el -recuerdo de libros piadosos que leyó cuando niña, experimentaba accesos -frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos -playeros la atraían; adoró la morfina; perdió el ritmo interior; dos -veces fué procesada y obligada á pagar indemnizaciones costosas por -abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo -con un amante pobre.</p> - -<p>La carrera artística de Fuensanta Godoy duró poco; en pleno éxito y -cuando su juventud interesante, un poco rara, de <i>bibelote</i> japonés, -brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis -torpemente curada la dejó afónica. Varios médicos aseguraron que para -aquel daño no<a name="page_012" id="page_012"></a> había remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en -que, desoyendo cautos y leales consejos reapareció ante el público, -sufrió una decepción horrible; su voz, al concluir cierto momento -musical difícil, se nubló bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y -no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy -sintió á su alrededor un gran frío, una desgarradora emoción de -aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse á -obscuras; vióse preterida, pobre, aherrojada en esa fosa común donde la -multitud ingrata sepulta á los artistas que ya no la divierten, y -aniquilada por su desgracia rompió á llorar y perdió los sentidos.</p> - -<p>Ricardo Villarroya la conoció años después. Fuensanta vivía en una casa -de huéspedes cuya dueña también había sido del teatro. Ocupaba la Godoy -dos habitaciones pequeñas, sin otra luz que la de una ventana abierta -sobre un patizuelo malsano y profundo; pulmón infecto, jamás visitado -por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los -cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba. -Componían el mobiliario del gabinete una vieja cómoda que de noche, en -el silencio, tenía crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron -elegantes y á la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria -armazón bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes -amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados, -y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de<a name="page_013" id="page_013"></a> las juventudes, -ya lejanas, que allí se reflejaron, parecían haber dejado una indecible -melancolía. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban -desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz -desmoronamiento de las glorias humanas. Cubría el suelo una alfombra -raída, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los -colores.</p> - -<p>En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de -tantos objetos provectos, Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes.</p> - -<p>Al principio sentíase plácidamente cautivado por la soledad de la -actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada -pobreza. Un momento halagó á Villarroya la idea de que la Godoy fuese su -última pasión, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad -conquistadora. La quietud del medio coadyuvó no poco á enfielar sus -sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginación -errante comprendió la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivinó -la alegría de no moverse, de serenarse en la dominación tranquila de lo -ganado. Para sus ojos de novelista, los capítulos de olvido y de miseria -que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrecían pasmoso interés. -Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; á él -también una anemia ó una congestión, podían precipitarle á los horrores -vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del éxito. Por -eso la compadecía y hallábase propicio á consolarla. Pero<a name="page_014" id="page_014"></a> en los -artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatría se impone en -ellos á lo más grave; su personalidad lo abarca todo; así, en el fondo -de aquella conmiseración ostentosa, sólo había un depurado egoísmo.</p> - -<p>No tardó Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hastío: -su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoción pasajera; -acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de -sensaciones, derrotaba al hombre desengañado, necesitado de descanso. -Villarroya se aburría; los viejos muebles de aquella húmeda habitación -pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehementísimo deseo de -libertad le enajenó. ¿Por qué las penas de la Godoy habían de -preocuparle, ni qué altruístas sofismas pretendían inducirle á ligar su -porvenir al de ella y servirla, á todo evento, de consejero y -defensor?...</p> - -<p>A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por -el cristianismo, es una claudicación ó cobardía del animo, sólo pensó en -huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le -sujetaban la distinción señoril y virtuoso recogimiento de Fuensanta. -Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendió -inmediatamente que su alegría peligraba, y adivinó su derrota. Los -hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste á convencerles de que -todos los placeres son iguales: la pasión es por antonomasia -inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendrá sobre la -mujer<a name="page_015" id="page_015"></a> hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia -indiscutible, de «ser otra»...</p> - -<p>Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el -novelista se reconocía aniquilado, deshecho ante el brío dialéctico de -su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquelóse tras una -afirmación vertical inexpugnable:</p> - -<p>—Nací así y no podré ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu -empeño en demostrarme que hago mal.</p> - -<p>Ella prosiguió atacándole, unas veces con impetuosidades celosas, otras -con maternales ternuras.</p> - -<p>—¡Cuán poco me quieres, Ricardo!</p> - -<p>—Te engañas; yo te quiero... te quiero bastante... mucho.</p> - -<p>—Y, sin embargo, hablas de dejarme...</p> - -<p>—Muy cierto.</p> - -<p>—Entonces, ¿qué amor es ese? ¡Maldito el cariño que olvida y ve sin -dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fué -suyo!</p> - -<p>¿Otra vez la misma cantinela? ¿Hasta cuándo iban á seguir así?...</p> - -<p>Ricardo Villarroya alzóse de hombros despectivamente y encendió un -cigarro. Eran las cinco; la lluvia repetía su salmodia amodorrante sobre -el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invadían el aposento. -Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se iluminó y sobre -la extensión turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas -vestidas de gris; la cómoda vetusta, llena<a name="page_016" id="page_016"></a> de rumores inquietantes; los -retratos pálidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes -como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ángulo, sobre la -alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin -intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin párpados.</p> - -<p>La joven continuó modulando sus palabras en un largo suspiro:</p> - -<p>—¡Qué cruel eres, Ricardo!...</p> - -<p>—Quizá...</p> - -<p>—Muy cruel, muy egoísta; créelo: de piedra es tu corazón...</p> - -<p>—¿Y el tuyo?</p> - -<p>—Cuando de ti se trata, de cera y de miel.</p> - -<p>Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron irónicos.</p> - -<p>—Tú—dijo—, tratando de imponerme tus gustos, eres tan egoísta como yo -defendiendo los míos. ¿Por qué avergonzarnos de nuestros sentimientos y -no llamarlos por su nombre? ¿Por qué estimar virtud la compasión, que -antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del egoísmo, -fundamento precioso de la personalidad? ¡Basta ya de rancios -enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aquí la única verdad positiva. -Además, que siendo egoístas ejercitamos un aspecto de la filantropía: el -egoísmo es la caridad aplicada á nosotros...</p> - -<p>Discutieron, preconizando él la alegría de moverse, de explorar -corazones, de ser ingrato.</p> - -<p>—El espíritu—decía—tiene paisajes, como la<a name="page_017" id="page_017"></a> Naturaleza. Esta los -compone con árboles y montañas y aquél con ilusiones y recuerdos. Hay -caracteres claros y fáciles, semejantes á llanuras, y otros ariscos cual -despeñaderos. También conozco sentimientos que ocultan todo un panorama -de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el -altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que á los -paisajes y á los hombres conviene examinarles «desde cierto punto de -vista». Cada espíritu, querida mía, tiene el misterio de un hogar -cerrado. ¿No sentiste nunca, yendo por el campo, deseos de penetrar en -una casuca solitaria, abrir sus persianas, violar el enigma de aquellas -habitaciones donde otras vidas obscuras se deslizaron, y sentir tus -pasos resonar bajo aquellos techos que jamás, seguramente, tornarás á -ver?... Parecida curiosidad alumbran en mí las almas; hallo en mi camino -una interesante y me gusta estudiarla, averiguar sus perversidades, sus -excelencias, y cuando todo fué bien escrutado... dejarla para que otros -la examinen.</p> - -<p>Y agregó, con un gran borbollón cínico de risa:</p> - -<p>—¡Oh! La vida nos abrumaría sin la ingratitud. Yo bendigo la -ingratitud. ¿Qué sería, por ejemplo, de tí y de mí, si todas las -pasiones ó amoríos que hemos inspirado hubiesen sido eternos?</p> - -<p>Oyéndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga -laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos -readquirían<a name="page_018" id="page_018"></a> aquella impetuosidad libre y boyante de antaño; pero, -generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, débil, y entre sus -labios cansados, las afirmaciones más rotundas vibraban con la tímida -inflexión del consejo.</p> - -<p>—Eres un histérico—exclamó—, un pobre loco que busca vanamente fuera -de sí mismo lo que lleva dentro.</p> - -<p>Permaneció indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre -las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la -reflexión fruncía.</p> - -<p>—Eres—prosiguió—uno de los hombres más complejos y extraños que he -conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte cómo las -sensaciones que husmeas no existen; que la alegría es algo -fantasmagórico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo -la sombra, y que quien, cual tú, ganó esposa, hijos, gloria, crédito, -amigos... ¡todo!, no tiene derecho á pedir más.</p> - -<p>Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy decía -verdad. Ella prosiguió:</p> - -<p>—Dejaste á tus padres por casarte; luego olvidaste á tu mujer por tus -hijos, pues diríase que en tu aturdido corazón sólo cabe un afecto; más -tarde descuidaste á tus hijos para seguir tu necia historia de amoríos -mercenarios. Cuando me conociste renunciaste á todo; ahora el mundo te -llama nuevamente y quieres dejarme. ¿Qué pretendes?<a name="page_019" id="page_019"></a> ¿Qué persigues? -¿Dónde hallarás más de lo que te dió mi cariño?</p> - -<p>Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos á -nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo -musitó pensativo:</p> - -<p>—Ya te lo dije; soy así... como me hicieron...</p> - -<p>Fuensanta le interrumpió vehemente:</p> - -<p>—Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu -carácter voltario, únicamente lo adjetivo ó accidental tiene -substantividad. Un tirano te gobierna: la impresión; por eso corres -ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto -juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ¡Eso te -ocurre conmigo! ¿Por qué, si no, yo misma, en quien hace un año -adorabas, ahora te doy sueño?... ¡Qué pena! ¡Ah!... Yo quisiera darte -una lección, escarmentarte de esa vana manía que te lleva á buscar fuera -de ti lo que va contigo y es obra ó reflejo de tu fantasía andariega. -¿No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras inútiles, aplicado -á tu arte te levantaría á cimas y victorias mayores aún que las -ganadas?...</p> - -<p>Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el diálogo. -Fuensanta preguntó:</p> - -<p>—¿Quién?</p> - -<p>Una voz humilde repuso desde fuera:</p> - -<p>—Cuando usted guste cenar...</p> - -<p>—¿Están todos en la mesa?</p> - -<p>—Sí, señora.<a name="page_020" id="page_020"></a></p> - -<p>—Voy en seguida.</p> - -<p>Villarroya consultó su reloj. Eran las ocho.</p> - -<p>—Me marcho—dijo.</p> - -<p>Levantóse precipitadamente, abrochándose el gabán, recogiendo su -sombrero, que, al entrar, dejó sobre una silla. Fuensanta se acercó á él -lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, á la vez grácil y ampuloso, -onduló con ritmo sensual.</p> - -<p>—¿Volverás luego?</p> - -<p>Ricardo no pudo disimular un guiño de disgusto; el ambiente de aquel -gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprimía.</p> - -<p>—No sé... no sé; necesito escribir...</p> - -<p>Ella replicó, sonriendo triste:</p> - -<p>—Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja á mi lado. Ven -á verme, te lo ruego; ¡Estoy tan sola!...</p> - -<p>Como otras veces, la compasión le rindió.</p> - -<p>—Bien—dijo—, espérame; antes de las once estaré aquí.</p> - -<p>Fuensanta le acompañó hasta la puerta; ya allí, sus manos, ágiles y -blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despojó de -sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los -cabellos.</p> - -<p>—Hasta muy pronto—balbuceó—, hasta muy pronto... no tardes...</p> - -<p>Al quedar sola, la actriz tuvo un ademán desesperado.</p> - -<p>—¡No me quiere!—sollozó—. ¡Ya no me quiere!... ¿Cómo reconquistarle?<a name="page_021" id="page_021"></a></p> - -<p>Quedóse quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del -cual el novelista había escrito: «Estas dedicatorias siempre son -tristes. Todas ellas parecen decir: «Cuando ya no me veas...»</p> - -<p><a name="page_022" id="page_022"></a></p> - -<p><a name="page_023" id="page_023"></a></p> - -<h3><a name="II-a" id="II-a"></a>II</h3> - -<p>Pasaron varios días, durante los cuales creció en Villarroya aquella -laxitud melancólica que la sociedad de Fuensanta le producía. ¿De dónde -emanaba tal despego? El novelista trató de escudriñarse, de oirse, de -sorprender ese trajín subconsciente con que los deseos nuevos y las -pasiones que se apagan van y vienen por el espíritu.</p> - -<p>Empero sus esfuerzos analíticos no lograron llevarle á una solución -transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto -ingrato de su carácter inseguro, siempre displicente, refractario á la -grandeza de la inmovilidad; otras creía que era Fuensanta Godoy quien le -había engañado, prometiéndole con su franca hermosura y su discreto -hablar sensaciones y alegrías que luego no le dió. Poco á poco esta -última idea prevaleció. Las mujeres que no sirven para heteras, ni -tienen la pasividad de ceñirse á las prietas leyes de la ética -tradicional, se parecen á esos individuos fracasados del arte, que -habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en -belleza.<a name="page_024" id="page_024"></a> Nada consigue aquietar su obstinación suicida: el hombre -normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos á -la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado -y visionario, plantío de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y -de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de él y muy alto.</p> - -<p>Así esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud -burguesa, ni tuvieron la valentía de sus pecados; la orgía franca las -avergüenza y la paz de lo legal las aburre; cuando están recluídas -sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean á su albedrío -experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al -barro de desdenes que la sociedad tira á los que se rebelaron contra -ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son -almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar -encalmado bostezan de hastío, y momentos después, en la bacanal, ponen -sobre la sinfonía brillante de sus desenfrenos un treno de -arrepentimiento; espíritus abúlicos, sometidos á todas las furias del no -querer y del recuerdo.</p> - -<p>Fuensanta Godoy era así; la desdichada, después de perder cuantas -batallas libró con el amor y con el arte, sintió correr por su semblante -y su cuerpo la vejez sutil de la melancolía: bruscamente sus ojos se -apagaron, su boca perdió la línea graciosa de la dicha, sus ademanes -fueron más lentos, la negra noche de sus cabellos palideció, sobre<a name="page_025" id="page_025"></a> su -frente el dolor trazó las líneas de ese pentagrama siniestro donde cada -desengaño deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya -reconocíase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era -indiscutible: lo que él rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad -únicamente, sí algo positivo, un tesoro de sana alegría, que ella, -envenenada por las murrias de su hundimiento, no podía darle. Además, el -recelo de parecerse á la actriz, acabó de preocuparle; la tristeza y la -vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infección es más lenta, -el remedio, en cambio, es mucho más difícil. Villarroya tuvo miedo. ¿Qué -sería de él, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo -sigiloso, pero seguro, de la imitación, llegara á sentirse lacio y -triste?</p> - -<p>Y entonces el novelista decidió cerrar su blando corazón á todos los -musiteos de la piedad y abrir entre él y la abandonada un azarbe -inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que -imposibilitase toda reconciliación. ¡Bueno que se sufra en las horas de -trabajo! Pero era imbécil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento -emborronase también la luz radiante de las horas dichosas. Tomaría la -ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan á los hombres, porque les -esclavizan al quitarles la ocasión de reñir con ellas.</p> - -<p>—Una querida honrada, juiciosa, metódica, que ni siquiera se tome la -molestia de engañarnos—pensaba irónicamente Villarroya—, es lo único -que hace imperdonable el adulterio...<a name="page_026" id="page_026"></a></p> - -<p>Entretanto continuaba visitando á Fuensanta, preso en el hechizo de -aquella mujer inteligente, inmensamente triste.</p> - -<p>Cierta noche, después de cenar, y hallándose ya metido en su despacho, -dispuesto á escribir, Ricardo Villarroya recibió una carta: la traía un -mozalbete de diez y seis á diez y ocho años, vestido de negro: un -lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo.</p> - -<p>Ricardo rasgó pausadamente la nema del sobre, donde la penetración -zahorí del novelista acababa de ventear un lance amoroso.</p> - -<p>—¿Quién te envía?—preguntó clavando en el muchacho sus ojos firmes.</p> - -<p>—Una señora.</p> - -<p>Villarroya desdobló el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de -vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La -carta decía:</p> - -<p>«Una casualidad me ha permitido saber quién es el hombre que casi todas -las tardes pasa bajo mis balcones, y el ilustre prestigio de su apellido -ha exaltado los vehementes deseos que ya tenía de conocerle. ¿Cuándo y -dónde podría acercarme á usted?»</p> - -<p>El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta, -envolvente como un abrazo, lo anónimo prendía el hechizo excelso de la -obscuridad y del silencio. Villarroya palideció; luego se puso rojo; un -segundo su alborotadizo corazón cesó de latir; temblaron sus músculos. -¿Por qué<a name="page_027" id="page_027"></a> lo ignorado ha de producirnos siempre una impresión de frío? -¿Será porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida -son reflejos ó partículas del supremo enigma de donde salen y adonde -vuelven todas las cosas?</p> - -<p>Ricardo meditó unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las -nueve. En seguida, febrilmente, escribió al dorso de una tarjeta suya:</p> - -<p>«Pasado un rato, á las once, espero á usted en la calle de Valverde, -esquina á Desengaño. Beso á usted los pies.»</p> - -<p>Mucho tiempo hacía que el mensajero se fué, y Villarroya aun estábase -inmóvil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de -trabajo. Una emoción flageladora, absorbente como la succión de una -vorágine, había limpiado de ideas su espíritu. A la luz que ardía -serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las -paredes largas sombras inmóviles. La familia de Villarroya dormía. En el -silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes -afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percibía vagamente el -rítmico latir de un reloj; vaivén simbólico, decidor de hondos y graves -misterios, elocuente como el caminar de un corazón.</p> - -<p>Al cabo, Ricardo volvió á la realidad; eran las diez y media. Entonces -se levantó, mató la luz, vistióse rápidamente el gabán, calóse el -sombrero y sin despedirse de nadie salió de puntillas,<a name="page_028" id="page_028"></a> con el andar, á -la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber.</p> - -<p>Cuando llegó á la esquina de las calles Desengaño y Valverde se detuvo -inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen, -especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los -transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras -humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes -iban apagándose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sueño; -al fondo, bajo la lívida claridad estelar, la iglesia de San Martín -levantaba sus torres achaparradas y macizas.</p> - -<p>Habían sonado las once: poco á poco un gran silencio invadía la urbe, -cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fláccidas, -semejantes á brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban -lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una línea de puntos -negros.</p> - -<p>Villarroya comenzaba á impacientarse. Aquella noche había cenado mejor -que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las -buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban -diafanizándose. Hubo momentos en que creyó despertar: el peregrino -incidente que allí le había llevado reapareció ante sus ojos con -proporciones más modestas. Tuvo un ademán de cólera; luego sintió -vergüenza de sí mismo. Era imperdonable en él, hombre de mundo, la -precipitación con que citó á su admiradora, quien seguramente no -esperaba verle<a name="page_029" id="page_029"></a> hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se había -comportado como esos barbilindos fatuos, recién llegados á la vida, á -quienes vuelven locos las impresiones.</p> - -<p>—¡Soy un majadero!—exclamó.</p> - -<p>Continuó paseándose, mientras se atusaba bruscamente su áspero bigote -rojizo, mojado por la niebla. Le enfurecía la idea de aparecer ridículo -ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constituía lo -más alquitarado de la sensación. Reconocíase vencido, aplastado, bajo la -vulgaridad de su impaciencia; nada podía disculparle; puesto en su lugar -un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor.</p> - -<p>Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya -campana preocupa de noche á los enfermos. Una pareja de enamorados pasó -junto á Villarroya y desapareció por la retorcida escalerilla que sube á -los comedores íntimos del antiguo café Habanero. Iban muy amartelados; -ella vestía un elegante gabán de color gris. El novelista, que recordaba -haberles tropezado días antes en la Moncloa, les acompañó con los ojos, -y luego vió, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de -iluminarse, la conjunción feliz de dos sombras. Un instante la despierta -curiosidad de Villarroya avizoró un coche que se acercaba lentamente; -pero aquel vehículo, cuyo caballo fatigado apenas podía andar, iba -vacío, arrastrando á lo largo de la calle una tristeza penetrante de -habitación desalquilada. A las doce, convencido<a name="page_030" id="page_030"></a> de la inutilidad de su -espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de sí mismo, regresó á -su casa.</p> - -<p>—¡Soy un imbécil!—repetía—¡he frustrado una aventura preciosa por una -tontería!...</p> - -<p>Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto tenía -el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: así iba él, -vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusión muerta arrastras.</p> - -<p>Para consuelo suyo, al día siguiente recibió por correo otra carta, -también anónima, de su desconocida. La epístola, que era muy breve, -empezaba así:</p> - -<p>«Un quehacer repentino me impidió acudir anoche á su cita. Al pronto, si -he de ser franca, diré que lo sentí; pero muy luego me consolé, y ahora -me alegro de continuar siendo para usted un misterio. Es usted vehemente -y curioso con exceso. Por eso temo que nos acerquemos; la experiencia me -ha demostrado que los hombres así olvidan pronto.</p> - -<p>»Más calma, amigo querido, mucha más calma; es un pequeño consejo que mi -criterio modesto da al escritor eminentísimo. No olvide usted aquella -ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, según la cual, cuanto más -tardemos ahora en unirnos, más tardaremos luego en separarnos...»</p> - -<p>Y concluía:</p> - -<p>«Si quiere usted responderme, hágalo á Lista de Correos, cédula antigua, -número.....»<a name="page_031" id="page_031"></a></p> - -<p>Por la tarde, según costumbre, Villarroya fué á casa de Fuensanta. La -actriz se hallaba repasando junto á la ventana uno de esos viejos -sotanís que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de -teatro y de amores. Llovía. Invadía la habitación un claror plomizo que -exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el frío -de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las -antiguas imágenes se descomponen como en la humedad de la tierra se -borra el contorno de los cadáveres.</p> - -<p>Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su -incipiente aventura, el galán mostróse locuaz y gaitero. Pronto, sin -embargo, su inquietud se aplacó y el pensamiento dióse á voltigear en -torno de lo que más le complacía. Fuensanta advirtió su preocupación.</p> - -<p>—¿Qué tienes? Te hallo triste ó inquieto... ¿Quizás algún disgusto?</p> - -<p>Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada buída de -la actriz, emoción ninguna.</p> - -<p>—Nada me sucede—repuso—; lo que notas en mí es cansancio. Anoche -trabajé mucho; hoy también necesito escribir.</p> - -<p>Suavemente, observándole de hito en hito, mientras por sus labios -divagaba una sonrisa de tristura y de ironía, Fuensanta replicó:</p> - -<p>—¿Estás cierto de haber trabajado mucho anoche?</p> - -<p>—Segurísimo.<a name="page_032" id="page_032"></a></p> - -<p>Ella no contestó y siguió cosiendo.</p> - -<p>El exclamó con cínica osadía:</p> - -<p>—¿A qué viene eso? ¿Qué recelos tapa tu pregunta? ¡Desconfías de mí!</p> - -<p>—No.</p> - -<p>Y añadió, suspirando con una inspiración larga y entrecortada:</p> - -<p>—¡Pobre Ricardo!</p> - -<p>—¿Me compadeces?</p> - -<p>—Mucho.</p> - -<p>Villarroya se encogió de hombros.</p> - -<p>—Te compadezco—agregó Fuensanta—porque eres un iluso, un gran -desdichado, un présbita de la vida, que, para gozar de las cosas, -necesita tenerlas muy lejos.</p> - -<p>Esta vez no se defendió; los reproches de su amiga no le mordían, al -contrario; la esperanza de burlar la custodia celosa de aquella mujer á -quien nunca había engañado, producíale ese alboroto agridulce, flor de -pubertad, que la juventud experimenta ante la perspectiva de la primera -falta. Un regocijo indefinible le poseía; su voluntad, enmohecida por el -quietismo sentimental de aquellos meses, se desperezaba alegre en la -esperanza de una aventura nueva; sobre su corazón, el billetito anónimo -que oculto llevaba en un bolsillo secreto, parecía nimbarle con la luz -radiosa de un amanecer.</p> - -<p>Aquella noche el novelista no vió á Fuensanta, y á última hora, cuando -salió del teatro, fué á refugiarse en un café solitario; uno de esos -cafés<a name="page_033" id="page_033"></a> excéntricos adonde los misántropos y los enamorados concurren, en -la dulce seguridad de no tropezarse con ningún amigo.</p> - -<p>Villarroya quería responder á la desconocida, interesarla, mortificar su -curiosidad, precipitar el desenlace de la aventura lo más posible. El -café por Ricardo elegido se hallaba á la sazón completamente vacío; la -madrugada iba llegando; faltaban minutos para las dos; la luz de las -lamparillas eléctricas resbalaba yerta sobre las paredes estucadas y -bruñía el dorso lapidario de las mesas, que, vistas á distancia, -parecían arrugas de una enorme sábana de mármol. Junto al mostrador, -varios camareros, cuyos cráneos calvos también brillaban á la luz, -escuchaban atentos lo que uno de ellos leía en un periódico.</p> - -<p>Ricardo pidió recado de escribir; mas antes de poner la pluma sobre el -papel creyó prudente releer aquel anónimo, ingenuo y burlón á la vez, -donde simultáneamente se sentía admirado y compadecido. Por la cálida -imaginación del novelista las más disparejas ideas se atropellaban. -Recordaba el aspecto del mozalbete que le llevó la primera misiva, quien -por su traje y respetuoso comedimiento bien podía servir de espolique en -alguna casa principal; y luego atisbaba la calidad y fino perfume del -papel donde aquellas dos cartas fueron escritas y el desaliño de la -escritura, buscando en todo pruebas de la condición, patricia ó plebeya, -de su autora. ¿Quién sería?... Acaso una hetera conquistada -pasajeramente por<a name="page_034" id="page_034"></a> el renombre del artista en boga, ó una virgen -exploradora de sensaciones, ó alguna de esas viudas que, después de -vivir muchos años en la virtud, se asustan repentinamente de llegar á -viejas sin satisfacer el capricho, latente en todas las mujeres, de -haber sido livianas...</p> - -<p>Sea como fuere, juzgó que lo que con más ventaja podía oponer á las -misivas malévolas y breves de su admiradora era una carta larga, -quemante, apasionada; pues, al cabo, en la vida, como en el teatro, la -fuerza triunfa siempre de los amaños retóricos que fraguan la discreción -y la ironía.</p> - -<p>Dominado por esta idea, comenzó á escribir:</p> - -<p>«Señora: No la conozco y ya adoro en usted; la adoro porque es usted -rara, refinadamente extraña y única, en medio de esta sociedad donde -todos se parecen á todos...»</p> - -<p>Continuó escribiendo velozmente, sin detenerse á corregir, como -enajenado por una ráfaga de elocuencia, hasta llenar las cuatro carillas -del pliego de nerviosos renglones dictados por el estilo más frondoso y -plateresco.</p> - -<p>Noches después escribió otra carta; pero esta vez su verbo era -sentimental, ligero, meramente, descriptivo, pues recelaba mostrarse á -los ojos lectores de su dulce enemiga declamador y grandilocuente en -demasía.</p> - -<p>«Me dirijo á usted—decía—desde un modestísimo cafetín de la plaza de -la Cebada. Estoy solo, estoy triste, y en estas horas de quietud y de -melancolía,<a name="page_035" id="page_035"></a> mi pensamiento andariego hacia usted se vuelve. El aspecto -del escenario que me rodea coadyuva á fortalecer esta grata evocación.</p> - -<p>»¿No ha pensado usted nunca (usted que, como yo, conoce «el lenguaje -delicado de las cosas») en lo que podríamos llamar «el alma del café»?</p> - -<p>»Los cafés concurridos me son odiosos; su alma es vulgar; alma -canallesca que ríe groseramente y discute á gritos, y se apasiona sin -motivo y huele á tabaco. Al penetrar en ellos, una ráfaga de aire -caliente nos golpea el rostro; ojos curiosos nos salen al encuentro, -adivinan nuestra profesión, nos preguntan «qué buscamos allí». Greguería -de plazuela invade su ambiente humoso; sobre el fondo bermejo de los -divanes, y á la luz perlina de las lamparillas eléctricas, vibra una -multitud de sombreros de copa, de hongos, de blandos y artísticos -chambergos abollados por la distracción de un ademán. Y aquella -atmósfera de horno sofoca, y aquel recio murmullo de conversaciones -irrita los sentidos y predispone efermizamente los nervios al impulso.</p> - -<p>»Mejores son los cafés solitarios y mudos de los arrabales. Esos -establecimientos tienen un espíritu bueno; entre sus muros de colores -suaves las pisadas resuenan tranquilas y las conciencias «se sienten» -pulcramente; algo familiar late en ellos; su alma sencilla es de amor y -de paz.</p> - -<p>»De noche los llena una gran luz blanca; los suelos están limpios; al -hilo de las paredes, y bajo los altos espejos de dorado marco, el -respaldo de<a name="page_036" id="page_036"></a> los divanes pinta un zócalo rojo: aquí y allá, en los -rincones, hay parejas cuchicheantes de enamorados, señores graves que -leen un periódico, individuos distraídos ó atormentados quizá por -preocupaciones hondas, que miran al espacio. Junto á una columna surge -el perfil vigilante de algún mozo, silueta amable, inmovilizada por el -hábito servil de la espera; y como su delantal blanco le oculta la parte -inferior del cuerpo, su cabeza y sus hombros parecen los de un busto -puesto sobre un pedestal.</p> - -<p>»Muchas veces he meditado ante el enigma de esas figuras, calladas y -quietas, que encanecen en el silencio de los pequeños cafés excéntricos: -son tipos que tropezamos casualmente un día en que la lluvia ó la -necesidad de escribir una carta, como la presente, nos condujo allí, y -que más tarde, al regresar de un viaje que acaso duró varios años, -tornamos á ver en el mismo sitio. Entonces su recuerdo renace en nuestra -memoria obsesionándonos. Su traje probablemente será nuevo, pero tiene -idéntico color, el mismo corte que el que vestía cuando les conocimos; -la expresión de su actitud resignada también es igual. Algo fuerte emana -de ellos: es el poder de lo inmóvil, de cuanto envejece sin temblar, de -lo que aguarda. Al mirarnos parecen decirnos: «Ya sabíamos que habías de -volver...»</p> - -<p>»¿Quiénes son?—pensamos.</p> - -<p>»Uno de ellos se llama don Juan, el otro puede llamarse don José ó don -Pedro; mas de su vida<a name="page_037" id="page_037"></a> íntima nadie sabe. Una mecánica inexorable rige -sus actos. Tienen «un modo» de penetrar en el café, de quitarse el -gabán, de sentarse, de desdoblar su periódico; luego, siempre á la misma -hora, llaman al camarero sin ruido, con una leve inclinación de cabeza, -pagan y se van, lentamente, cual si midiendo fuesen el espacio que les -separa de la puerta. Acaso sean solterones que no quisieron componerse -una familia, ó viudos cuyos dormitorios enfrió la muerte, ó casados para -quienes no existe esa voz de amor que apaga sigilosamente en los hombres -el deseo de salir á la calle de noche... Y por eso van allí; porque el -alma bondadosa del café, tibio y señero, tiene para sus voluntades -tristes blanduras de hogar.</p> - -<p>»Algo extraño flota en el aire de esos salones de «todo el mundo»: es la -melancolía que esparcen á su alrededor los viejos solitarios, el rastro -de ingratitud que dejaron tras sí aquellos amantes que vimos allí -durante un invierno, y de pronto desaparecieron, separados por la misma -enfermedad de olvido que arrancó de nuestra mano tantas manos blancas.</p> - -<p>»Ah! Si los espejos de los cafés, esos buenos espejos sobre los cuales -todas las mujeres, al marcharse, lanzan una mirada, pudiesen hablar, -sabríamos por qué es tan triste el rostro de los viejos...</p> - -<p>»Y ahora, dígame usted, señora: ¿Será posible que más adelante, alguna -noche como ésta en que haga frío y llueva, la cabeza de usted y la mía -se reflejen juntas sobre el mismo cristal?...»<a name="page_038" id="page_038"></a></p> - -<p>Varios días transcurrieron sin que las cartas de Villarroya obtuviesen -contestación. El espíritu receloso y alambicador del novelista comenzó á -impacientarse. ¿Por qué aquel silencio? Repasó espaciosamente todo lo -hecho y dicho por él durante aquella última semana y no halló nada que -reprenderse. Examinó la posibilidad de que sus misivas se hubiesen -perdido, y esto, lejos de mortificarle, dió á su amor propio dulce -contentamiento: mas luego, reflexionándolo mejor, reconoció que un tal -accidente, por demasiado casual, no debía admitirse ni menos erigirlo en -norte ó guión de sus actos, y que, de consiguiente, en aquel mutismo -torturador, como preparado por un hábil folletinista, sólo había una -coquetería de mujer. A pesar de tales reflexiones, el burlado galán no -podía reducir su sobresalto. Fuensanta, que le observaba implacable, lo -conoció, y su rostro, siempre triste, pareció cubrirse de una melancolía -nueva. Ricardo confesó su inquietud, que él achacaba hipócritamente al -desequilibrio que en sus nervios dejó el excesivo trabajo de aquellos -días. Este malestar forzábale á moverse, á sentirse aburrido en todas -partes, á huir de sí mismo. Apenas llegaba al lado de la actriz, una -murria inexplicable trastornaba sus pensamientos; su carne se quejaba de -la dureza de la silla; el aire de la angosta habitación oprimía sus -sienes; los muebles, los viejos retratos, la luz de pozo de la ventana, -le sugerían evocaciones dolorosas; bruscamente, sin saber por qué, -dejaba de hablar ó interrumpía<a name="page_039" id="page_039"></a> grosero á Fuensanta Godoy con ademanes -de fastidio, ó cambiaba de asiento, pareciéndole que estas mutaciones de -actitud, al mismo tiempo que trocaban á sus ojos la perspectiva de los -objetos, recababan para su espíritu cierta paz momentánea. Cuando salía -de allí, también hallaba cierto alivio en caminar de prisa; iba al -teatro, al Ateneo ó al café, buscando ávidamente personas, fuesen ó no -de su intimidad, con quienes charlar. En pocos días esta neurosis creció -velozmente; el aislamiento y el reposo llegaron á darle la alucinación -angustiosa del ahogo; se desesperaba; su voluntad iba de un deseo á otro -buscando inútilmente una posición cómoda; su tormento era el tormento de -esas almas vagabundas para quienes cada hora trae un problema; el -problema, jamás resuelto, de lo que han de hacer.</p> - -<p>Una carta de la Ignorada, una divina carta que venía del misterio, calmó -esta inquietud. Escrita con firme pulso, decía así:</p> - -<p>«Aquellos párrafos que describen lo que usted llama «el alma del café», -son muy bonitos; pero advierto sorprendida, que usted, como la mayor -parte de los señores novelistas, en cuanto salen del mundo de sus -imaginaciones cometen los errores más vulgares.</p> - -<p>»Sí, admirado amigo: el retrato que su pluma, tan hábil cuando inventa, -ha hecho de mi espíritu, es completamente falso. Yo no soy rara, lo -confieso llanamente, aunque mi confesión lastime<a name="page_040" id="page_040"></a> un poco la más linda -esperanza de usted. Repito que lo extravagante no me saludó nunca. Soy -una mujer rica y libre que procura distraerse dando satisfacción á todos -sus antojos. Los artistas, los «profesores de belleza», merecieron -siempre mis simpatías; hoy me interesa usted, como ayer me interesaron -otros hombres, como es probable que mañana un nuevo ideal alcance en mi -corazón el puesto que usted ahora, por el mérito de su talento, ocupa. -En esto, como usted ve, sólo hay egoísmo. ¿Qué quiere usted? ¡Soy así! -El menor de mis caprichos me infunde veneración mística. Respételos -usted también; es un consejo que me permito darle: los caprichos son -flores sagradas de ilusión, lujos de juventud, coronas de lirios y de -rosas que deshojan los años.</p> - -<p>»Sin embargo, como deseo complacerle y sé que adora usted lo raro, -quiero que nos conozcamos «raramente». ¿Cómo? Muy sencillo:</p> - -<p>»Cíteme usted de noche y en una habitación donde podamos estar á -obscuras. Hablaremos. Del sesgo de nuestra conversación dependerá que -usted dé luz y yo me quede, ó que usted no dé luz y yo me vaya; mas, -antes de acceder á esto, necesito recibir la seguridad de que el -caballero á quien tan notablemente me confío sabrá respetarme.»</p> - -<p>A pesar de lo mucho que Ricardo Villarroya había vivido, la soberana -novedad del lance le deslumbró. Otro hombre, en su lugar, hubiese -desconfiado de aquella cita inverosímil; pero él no<a name="page_041" id="page_041"></a> vaciló; y como á -fuerza de perseguir lo raro, lo estrambótico era su elemento, apresuróse -á estrechar aquella mano blanca que le buscaba en la sombra.</p> - -<p>Las circunstancias, sin embargo, no le ayudaban. Unas malas horas de -juego pasadas en el Casino habíanle dejado sin blanca; además, su pobre -mujer estaba encamada, inmovilizada por un violento ataque de reuma. Era -indispensable, de consiguiente, hallar dinero y buscar un pretexto -fuerte, lógico, que justificase su ausencia del domicilio conyugal -durante una noche.</p> - -<p>Sin otras reflexiones ni más cautelosos atisbos, Villarroya llegóse al -dormitorio de la paciente. Eran las seis de la tarde; una lamparilla -eléctrica ardía junto á la cabecera del lecho dentro de una piña de -cristal azul, y su luz esparcía por el estuco un suave verdor -amarillento.</p> - -<p>Ricardo se aproximó á la enferma, frotándose las manos con esa ufanía -característica de los hombres saludables.</p> - -<p>—Hola, «Chulita», ¿cómo estás?</p> - -<p>Levantó ella pausadamente la cabeza y su dolor y la alegría de verle -dieron á sus ojos una expresión húmeda. El día lo había pasado bastante -mal; á ratos imaginaba que sus fémures se partían, y bien echaba de ver -que la Naturaleza es peritísima hechicera en el arte de torturar y que -nadie como ella sabe oprimir los tornillos del suplicio, y dar duración -á las ansias. Agregó:</p> - -<p>—Pasado un ratito me aplicaré una inyección<a name="page_042" id="page_042"></a> de morfina; de otro modo -no podría dormir.</p> - -<p>Villarroya escuchaba haciendo gestos de disgusto y conmiseración.</p> - -<p>—¿Por lo visto, no has experimentado mejoría ninguna?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—¡Voto á...!</p> - -<p>Se detuvo, rascándose la barba nerviosamente.</p> - -<p>—Y estas contrariedades ocurren—prosiguió—cuando más hay que hacer y -más tranquilidad de espíritu necesito.</p> - -<p>—¿Tienes algún asunto pendiente?</p> - -<p>—¡Figúrate!... Venía á decirte que mañana, probablemente, no dormiré -aquí... ni aquí ni en ninguna parte...</p> - -<p>—¿Cómo?</p> - -<p>Por el semblante de la joven pasó un gran susto; era el temor de que á -su marido le amenazase algún peligro; un desafío, tal vez... Hubo en su -carilla carnosa, enmarcada por un abundante desbordamiento de negros -cabellos, una emoción de perplegidad.</p> - -<p>El novelista repuso:</p> - -<p>—Tengo ensayo general después de la función...</p> - -<p>—¿Cómo? ¿Pero vas á estrenar?</p> - -<p>Villarroya sintió flaquear su aplomo.</p> - -<p>—¡Bah! Es una obrilla sin importancia, una quisicosa que he hilvanado, -por compromiso, en tres ó cuatro horas...</p> - -<p>Hubo un corto silencio. La esposa preguntó:<a name="page_043" id="page_043"></a></p> - -<p>—¿Cómo se titula?</p> - -<p>Su acento fué irónico. Luego, viendo que Villarroya tardaba en -responder, sonrió. Ricardo lanzó una carcajada y, repentinamente, lleno -de ternura y de amor hacia su compañera, la abrazó. Ella exclamó sin -enfadarse, con esa grandeza maternal de espíritu que las mujeres -vulgares y celosas—celosas porque son vulgares—no comprenden:</p> - -<p>—Para decirme que deseabas pasar una noche fuera de casa no necesitabas -mentir...</p> - -<p>Cuando Villarroya salió á la calle iba incomodado consigo mismo; -realmente, lo que acababa de hacer era una infamia; su pobre «Chulita», -tan resignada, tan indulgente, no merecía ser tratada así. Después pensó -en Fuensanta. Pero, poco á poco, estos remordimientos fueron disipándose -según el porvenir tornaba á convencerle de que lo desconocido es lo -mejor...</p> - -<p>Desde su casa corrió Ricardo á la de su editor, á quien halló en uno de -esos momentos de pesimismo que hacen inabordables á los mercaderes. -Villarroya le pidió mil pesetas á cuenta de su último libro; su acento -era de angustia. El editor lo comprendió así; por otra parte, conocía el -desequilibrado vivir del novelista, y aprovechó la ocasión que se le -ofrecía de realizar, á cambio de un pequeño anticipo, un buen negocio. -Sus astutas negativas triunfaron; Villarroya vendió la propiedad -absoluta de su obra por ochocientas pesetas.<a name="page_044" id="page_044"></a></p> - -<p>Los dos hombres se despidieron sonrientes y alegres. Inmediatamente -Villarroya penetró en un estanco, pidió recado de escribir y á vuela -pluma trazó estos renglones concisos, expresivos, de letras violentas, -como escritos por una mano de veinte años:</p> - -<p>«La espero á usted mañana en la calle de..., número..., á las diez y -media de la noche. Vaya usted tranquila.»<a name="page_045" id="page_045"></a></p> - -<h3><a name="III-a" id="III-a"></a>III</h3> - -<p>El refugio elegido por el novelista para la cita era una de esas casas -tolerantes, misteriosas como capillas consagradas á algún rito exótico, -sobre las cuales las mujeres que viven en virtud lanzan furtivas miradas -de curiosidad. Algo silencioso las rodea, y su fachada dice recuerdos á -la experiencia de los hombres, y promesas de fuertes y procelosas -alegrías al candor de las vírgenes. Bajo su techo, los amantes, los -adúlteros, todos cuantos el vicio, la miseria ó la pasión, ponen fuera -de la ley, se encuentran, y el murmullo feliz de sus risas sube al -espacio como una evaporación de carne rosada. De día, esos asilos, con -sus ventanas entornadas, á donde nadie se asoma, parecen muertos; pero -por las noches, en la obscuridad de la calle y junto á los portales -virtuosos, honradamente impasibles al frío de los desheredados sin -albergue, su zaguán hospitalario, siempre abierto, pinta un rectángulo -blanco, ante el cual la moral ceñuda pasa sin mirar.</p> - -<p>Ricardo Villarroya había retenido dos habitaciones,<a name="page_046" id="page_046"></a> ricamente -decoradas, que pondrían á su aventura marco digno. Cuando llegó, todavía -faltaban minutos para las diez y media. Una mujer huesuda y alta salió á -recibirle; una de esas viejas dueñas en cuyos ademanes la costumbre que -tuvieron cuando jóvenes de agradar dejó un ritmo elegante. El novelista -saludó:</p> - -<p>—Buenas noches, Concha.</p> - -<p>Ella correspondió al saludo con una sonrisa y se estrecharon las manos -apretadamente, largamente, con la efusión de la complicidad.</p> - -<p>—¿Ha venido?—dijo él.</p> - -<p>—No.</p> - -<p>Y añadió maquinalmente, por el hábito que tenía de serenar las -impaciencias de los hombres:</p> - -<p>—Aun es temprano.</p> - -<p>Le condujo á las habitaciones que Villarroya había elegido. Allí se -sentaron. El miraba á todas partes atentamente, fijando en su memoria la -situación de los muebles y de las puertas, para luego no tropezar en la -obscuridad. También buscó el botoncillo de la luz. Ella comprendió:</p> - -<p>—Lo tienes ahí—dijo—, á la derecha de ese espejo.</p> - -<p>Ricardo hizo un signo afirmativo. Hubo un silencio. Concha exclamó:</p> - -<p>—Cuenta, cuenta... ¿Qué haces ahora? ¿Cuál es tu vida después de tanto -tiempo?... Ya vi tu última comedia; muy hermosa...</p> - -<p>Animada por un movimiento de sincero interés amistoso, preguntóle por -sus hijos, sin advertir<a name="page_047" id="page_047"></a> que estos recuerdos le producían cierto -malestar. La conversación giró hacia el asunto que les había reunido.</p> - -<p>—Ahora puedes explicármelo bien—dijo Concha—, porque esta tarde, como -viniste tan de prisa, apenas me enteré.</p> - -<p>Ricardo leyó en alta voz la última carta de su admiradora. Ella le -inspeccionaba atentamente, con sus ojos astutos habituados á las -emboscadas de la vida y capaces de reflejar todas las emociones menos la -del asombro.</p> - -<p>Poseído de pueril ufanía, Villarroya exclamó:</p> - -<p>—Dí, Concha, tú que tantas cosas viste; ¿no es cierto que mi aventura -es extraordinaria?</p> - -<p>—Efectivamente.</p> - -<p>—¿Y no crees también que tengo motivos para dar brincos de alegría?</p> - -<p>Ella no respondió, y su silencio puso en los oídos del galán la frialdad -de una negativa. Ricardo consultó su reloj; faltaban veinte minutos para -las once; la repentina sospecha de que la tan Esperada no viniese -extendió por sus nervios un sacudimiento de dolor. Recordó que ella no -acudió á la primera cita y que esta desilusión podía repetirse.</p> - -<p>Concha había encendido un cigarrillo y miraba al suelo pensativa. De -pronto, exclamó:</p> - -<p>—¿Tú no sospechas quién pueda ser la autora de esas cartas?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—¿Conociste durante estos últimos meses alguna<a name="page_048" id="page_048"></a> mujer que, más ó menos -explícitamente, se haya manifestado enamorada de ti?</p> - -<p>—No recuerdo... De ella sólo sé que habita en una calle por donde yo -paso con frecuencia, pues en su primera carta lo declara así. Mas eso -poco ó nada explica; ¡recorre uno tantas calles al cabo del día!...</p> - -<p>Se detuvo, rebuscando aún entre sus recuerdos. Concha lanzó una -carcajada malévola.</p> - -<p>—¿Y estás seguro de que todo ello no sea una broma?</p> - -<p>—Las mejillas de Ricardo Villarroya, de coloradas que estaban, se -tornaron lívidas; un momento su corazón impresionable cesó de latir; al -través de la multitud de ideas que le agitaban, su espíritu realizó una -cabriola funambulesca, enorme.</p> - -<p>—¡Una broma!—repitió—; ¡imposible! ¿Quién iba á hacerse eso?...</p> - -<p>—¡Toma, cualquiera!... Un amigo que ha querido reir á costa tuya y que -á estas horas quizá esté refiriéndolo en la mesa del café.</p> - -<p>Como Villarroya no respondiese, agregó:</p> - -<p>—Sí, hombre, eso debe de ser, porque lo otro raya en lo novelesco, no -lo dudes; ¡lo que parece imposible es que un hombre como tú, corrido, no -adivine ciertas cosas!</p> - -<p>Ricardo permaneció callado, no sabiendo qué razones oponer á las de -aquella trujamán desilusionada que hacía del «mal pensar» un criterio -infalible. En su interior voces proféticas le<a name="page_049" id="page_049"></a> aseguraban que la -desconocida existía, que se acercaba pensando en él...</p> - -<p>Tornó á ojear su reloj; eran las once menos cinco; silencio absoluto -llenaba la casa adonde nadie, por coincidencia rarísima, había llegado -pidiendo alojamiento. Villarroya tembló; acababa de sentir pasar por la -habitación ese gran frío magnético de las citas frustradas. Temores -infantiles agitaron su conciencia; recordó que durante aquellos meses -últimos su buen humor, contristado tal vez por la presencia umbrosa de -la actriz, había declinado, y que la víspera Fuensanta Godoy, mística y -supersticiosa, le dijo al despedirle: «Yo he rogado á Dios que nadie te -quiera...» ¿Qué virtualidad podían tener aquellas palabras? ¿Sería -cierta esa terrible «influencia á distancia» de que los hechiceros -medioevales se decían investidos?... El novelista creyóse juguete de -alguna mujer irónica ó coqueta, que le citaba para desesperarle y -aumentar con aquellas fintas sus ya furiosos deseos de conocerla, y tuvo -miedo; miedo de hallarse solo otra vez consigo mismo, expuesto á las -torturas de una nueva carta, que ignoraba si tardaría muchos días en -llegar á él, ó si no vendría nunca...</p> - -<p>Sus ojos interrogaron automáticamente el viejo reloj de bronce que -adornaba la chimenea; uno de esos relojes inútiles y vistosos que -parecen presidir la vida de los dormitorios, y están siempre parados, -como temerosos de separar á los que se quieren. Concha observó aquel -movimiento.</p> - -<p>—Son—dijo—más de las once.<a name="page_050" id="page_050"></a></p> - -<p>Fuera, en el vano rumoroso de un patio, resonaba la canción de la -lluvia. Concha, que sentía frío y sueño, arrebujóse mejor en su mantón y -encendió otro cigarrillo. La voluntad de Ricardo experimentó una -depresión: acababa de reconocerse un tanto ridículo rindiéndose así, tan -prematuramente, al contento de una cita en la que no tenía motivos para -confiar, y comprendió que el ruido del aguacero le consolaba, porque -parecía dar á su chasco cierta disculpa. Lentamente, las ilusiones -voraces que allí le arrastraron iban declinando; una modorra invasora y -sutil le penetraba; sus labios, cansados, bostezaron entre el rojo -bosque de la barba. Todavía, sin embargo, su esperanza impuso á su -impaciencia un nuevo plazo. Esperaría otro cuarto de hora, nada más que -un cuarto de hora, y después... Aguardó, sin embargo, veinticinco -minutos. A las once y cuarenta se levantó, sin cuidarse de enmascarar su -rabioso humor.</p> - -<p>—Me voy—dijo.</p> - -<p>Se dirigió hacia la puerta. Concha caminó tras él, murmurando:</p> - -<p>—¿Por qué no aguardas un poco más?</p> - -<p>—Lo considero inútil; esto va picando en juego de chiquillos.</p> - -<p>Aún tuvo un momento de flaqueza.</p> - -<p>—Si ella, por una casualidad, viniese—dijo—, convéncela de que no -deje transcurrir el día de mañana sin escribirme.</p> - -<p>Cuando llegaron al recibimiento, se detuvieron mirándose sorprendidos y -alegres; acababan de llamar;<a name="page_051" id="page_051"></a> al otro lado de la puerta se percibía un -<i>frufruteo</i> liviano de faldas. Concha hizo á Villarroya un guiño -expresivo para que se ocultase; rápidamente el novelista desapareció -tras una cortina. Sin prisa, la vieja dueña abrió la puerta. Desde fuera -una voz femenina preguntó:</p> - -<p>—¿Don Ricardo Villarroya?</p> - -<p>—Sí, señora; aquí es.</p> - -<p>En la penumbra del recibimiento que Concha acababa de dejar á obscuras, -perfilóse vagamente el cuerpo de una mujer, alta y garrida, vestida de -negro, el rostro cubierto por un antifaz. Concha añadió, cogiéndola -suavemente por una mano:</p> - -<p>—Venga usted...</p> - -<p>Guióla algunos pasos por entre las tinieblas del corredor; en seguida -retrocedió; Ricardo Villarroya había salido de su escondite y preguntaba -con gestos el sitio donde la desconocida esperaba. Concha bulbuceó:</p> - -<p>—Ahí la tienes, en el pasillo. Yo me voy al piso de arriba.</p> - -<p>Marchóse, cerrando la puerta. La obscuridad del recibimiento fué -impenetrable. San Román avanzó mesuradamente, los brazos extendidos, -hasta que sus dedos, abiertos por la ansiedad de la rebusca, tropezaron -con una mano pequeña y enguantada. Allí estaba la desconocida -aguardándole, inmóvil. Ricardo preguntó:</p> - -<p>—¿Es usted, verdad?</p> - -<p>Ella repuso suspirando, más que articulando, las palabras:<a name="page_052" id="page_052"></a></p> - -<p>—Sí; yo soy...</p> - -<p>—Sígame usted.</p> - -<p>Caminaron sin soltar él aquella manecita, un poco temblorosa, que -difundía por su brazo calor febril, y penetraron en una habitación cuya -puerta el galán cerró cuidadoso. Un tintineo casi imperceptible de -pulseras y el sérico crujir de la falda decían que la tapada temblaba -bajo sus vestidos.</p> - -<p>—No tenga usted miedo—observó Ricardo—; estamos completamente solos.</p> - -<p>La condujo sin tropezar por entre los muebles que invadían el perímetro -de la estancia, y cuya disposición veía con los ojos de la memoria, y -fué á sentarla en un sillón, de espaldas al dormitorio: él colocóse á su -lado, sobre un diván. Hallábase agitadísimo, tanto, que apenas sabía -empezar el diálogo. Por decir algo exclamó:</p> - -<p>—¿Está usted ya más tranquila?</p> - -<p>Ella murmuró, con acento andaluz muy marcado:</p> - -<p>—Hable usted bajo.</p> - -<p>—¿Por qué?... Nadie nos oye; la casa nos pertenece, al menos, durante -el espacio de esta noche.</p> - -<p>Hubo una pausa; la desconocida parecía meditar su respuesta.</p> - -<p>—No importa—dijo—; yo, que quiero satisfacer abundantemente su -afición á lo raro, echaré sobre esta primera cita toda clase de -secretos: el enigma de la obscuridad que nos aisla, y también el -misterio de las conversaciones musitadas, que nublan el verdadero timbre -de la voz que nos habla y parecen venir de muy lejos.<a name="page_053" id="page_053"></a></p> - -<p>Contestación tan peregrina enardeció á Villarroya.</p> - -<p>—Es usted admirable—exclamó—; yo sabré escribir libros y comedias, -pero usted me enseña el arte supremo de embellecer y refinar la vida; es -usted, por consiguiente, más artista que yo.</p> - -<p>Emprendieron una conversación movida, heterogénea, llena de preguntas, -como si en aquel seguido hablar de asuntos diversos mutuamente quisieran -arrancarse algún secreto.</p> - -<p>—Cuando usted llegó—decía Villarroya—iba yo á marcharme.</p> - -<p>—¿Se aburría usted?</p> - -<p>—Muchísimo; estaba desesperado; creí que usted no vendría.</p> - -<p>—No pude llegar antes.</p> - -<p>—Yo, en cambio, estoy aquí desde la diez.</p> - -<p>—No le creía á usted tan libre, ¿Acaso no tiene usted, fuera de su -casa, ninguna mujer que le aguarde?</p> - -<p>La imagen pálida, enlutada, trágicamente triste, de Fuensanta Godoy, -extremeció la memoria del novelista; recordó su nariz afilada por el -dolor, sus labios sin sangre, sus ojos de ébano hinchados de llorar... -Pero espantó bravamente aquella visión acusadora, y repuso:</p> - -<p>—Yo no quiero á nadie, á pesar de los esfuerzos que una vez y otra hice -para sentir amor. ¡Créame usted; no puedo! De los seres buenos, pero -uniformes y borrosos, que me circundan, se<a name="page_054" id="page_054"></a> desprende un vaho odioso, -sedante y enervador de vulgaridad.</p> - -<p>Ella tardó segundos en responder:</p> - -<p>—Y yo, ¿cómo soy?</p> - -<p>—A mis ojos, sublime: había usted de ser fea y perversa, y yo la -adoraría. ¡Ah! Usted no se parece á las demás mujeres; usted es -divina...</p> - -<p>—¿Divina?... ¿Por qué?</p> - -<p>—Porque es usted rara. Ser rara es tener personalidad; ¿y sabe usted lo -difícil, lo imposible casi, que es en esta sociedad, donde la -imbecilidad ambiente nos reduce y penetra, quedarnos en nosotros mismos, -no parecernos á los demás?</p> - -<p>Continuó hablando, siempre en voz baja para complacerla, y gradualmente -su imaginación iba exaltándose y readquiriendo aquel verbo seductor y -ardiente tantas veces aplaudido en las asambleas. Oleadas de sangre -invadían su cabeza.</p> - -<p>—Para arrostrar sin flaqueza los rudos combates del arte—decía—, -necesitamos sentir á nuestro lado la presencia confortadora de un ideal -muy alto. Lo de menos son las ganancias y los elogios, pocas veces -leales, de la crítica. Lo más puro, lo exquisito, es tener un rincón, -sea cual fuere, donde una mujer inteligente, enamorada de nosotros, -exclame al echarnos los brazos al cuello: «¡Qué bonito es tu artículo de -anoche!» Entonces una alegría indescriptible nos invade, nuestras -fuerzas se duplican y sufrimos el mordiente anhelo de escribir mejor, -¡siempre mejor!, para que ella nos lea. Nuestro espíritu, que su imagen -mejora, á ella<a name="page_055" id="page_055"></a> vuelve: queremos distraerla, agasajarla, protegerla -contra los feos recuerdos, y si de noche sonríe dormida, pensamos que -sobre su frente revuela nuestra última canción.</p> - -<p>Peroraba aupado al cenit radiante del más fogoso lirismo por una -exaltación á cuyo génesis su carne y su espíritu cooperaban -indistintamente. Aquel continuo hablar á media voz y la obscuridad que -le envolvía, llegaron á producirle cierto malestar físico. Dos ó tres -veces se detuvo, pareciéndole que soñaba y que sus palabras caían al -vacío. Para dominar su turbación á cada momento preguntaba:</p> - -<p>—¿Me oye usted?</p> - -<p>Ella respondía brevemente:</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>Y el silencio volvía á rodearles. Hubo momentos en que Ricardo -Villarroya sintió su cabeza enloquecida por la presión de las tinieblas. -Además, lo impersonal de aquel diálogo, semejante á un monólogo, ya que -su interlocutora apenas le respondía lo preciso para comprometerle á -seguir hablando, contribuyó á aturdirle.</p> - -<p>—¡Todavía nada sé de usted—exclamó—; ni siquiera su nombre! ¡Dígamelo -usted!</p> - -<p>Su acento fué de angustia y de súplica. Ella contestó:</p> - -<p>—Llámeme usted como guste; por ahora estamos así mejor; mi nombre lo -sabrá usted luego.</p> - -<p>Mas por mucho cuidado que Ricardo puso en<a name="page_056" id="page_056"></a> dominarse, la atolondrada -exaltación de sus nervios volvía.</p> - -<p>Siempre es molesto hablar á obscuras, pues falta la visión directa del -sujeto á quien nos dirigimos; la fantasía, sin embargo, suele cumplir -gallardamente su misión evocadora y ofrecérnosle pulcramente reflejado -sobre los espejos misteriosos del recuerdo, de modo que su imagen -rivalice en nitidez y precisión con la sensación misma. Mas ni siquiera -á este postrer recurso podía encomendarse el enamorado Villarroya; él -ignoraba las facciones de su interlocutora. ¿Era joven? ¿Era bonita? -¿Qué color tenían sus ojos y sus cabellos? Y lo que le parecía más -alarmante: mientras él hablaba, ¿cuál era la expresión de su rostro? Le -escucharía con atención recogida? ¿Se burlaría de él?... Al principio, -estas preguntas deambularon por su cerebro sin concretarse; le bastaba -saber que á su lado alguien le escuchaba. Después, según su magín fué -inflamándose, las ideas se embrollaron hasta adquirir monstruosos -perfiles; unas veces pensaba que sus palabras caían en la nada; otras -imaginaba que su interlocutora era algo quimérico, una bruja, tal vez, -de semblante aciago, con boca canallesca y ojos nunca vistos y -horribles.</p> - -<p>Para recobrarse de aquel naciente laberinto oprimió fuertemente un brazo -de la desconocida, y su mano gozó el contacto de una carne dura y -vibrante. Luego, según fue adelantando sus pesquisas, recibió la -impresión bondadosa de unos hombros redondos y de un talle esbelto y -mimbreante<a name="page_057" id="page_057"></a> erguido sobre la ampulosidad de las caderas. -Instantáneamente Villarroya hallóse serenado; el tacto suplía á la -vista; el hilo de relaciones entre el sujeto y el objeto, que rompió la -obscuridad, se había anudado.</p> - -<p>—Al fin te tengo—exclamó presa de enternecimiento repentino—; ya no -nos separaremos nunca, ¿verdad?... ¡Nunca!... Viviré para ti, escribiré -para ti, tuyos serán mis triunfos... Tú... tú eres la mujer que perseguí -en tantas mujeres; tu espíritu, aquel que yo atisbaba bajo tantos -cuerpos como la casualidad ó el capricho hizo míos. Alma siniestra, alma -extravagante, alma de enigma, ¿por qué tardaste tanto en venir á mí?</p> - -<p>Acercóse á ella y aspiró el peligro de un perfume exótico y violento; -sus dedos resbalaron suavemente por la cabeza de la Deseada, apreciando -el contorno gracioso de la nuca, las orejas menudas y sin pendientes, el -terciopelo del antifaz...</p> - -<p>Y Ricardo volvió á estremecerse, pensando en aquellos ojos vigilantes -que le buscaban por entre la doble noche de las tinieblas y de la -máscara.</p> - -<p>El seductor tuvo un arrebato de impaciencia.</p> - -<p>—¿Quieres luz?</p> - -<p>Iba á levantarse; ella le detuvo.</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—¿Por qué?</p> - -<p>—Porque... no es preciso.</p> - -<p>Y agregó filosófica:</p> - -<p>—Imitemos el ejemplo que nos da la vida. Por<a name="page_058" id="page_058"></a> ella nunca vamos mejor -que cuando caminamos á obscuras.</p> - -<p>Ricardo no contestó; sus dientes se apretaron; la sangre hormigueó -caliente en sus dedos abiertos por el ansia de dominación; en la -obscuridad, su cabeza bermeja y rapada adquirió la expresión de los -antiguos conquistadores, violadores y sanguinarios, cuando entraban á -saco. Rápidamente rememoró la disposición de los muebles, la situación -exacta de la puerta que conducía al dormitorio...</p> - -<p>—Te amo—murmuró—, te adoro... ¡Daría por ti la vida!...</p> - -<p>Ella no se defendía, ni siquiera hablaba; él la besó la frente y los -cabellos; sus brazos avaros rodearon su cintura; levantóla del suelo y á -través de la tiniebla sus dos sombras caminaron enlazadas...</p> - -<p>De pronto resonó la voz de Fuensanta Godoy; aquella voz imperiosa, -vibrante, orquestal, con que la actriz tiranizó en otro tiempo á las -muchedumbres.</p> - -<p>—¡Eres un miserable!—decía—. ¡Me repugnas; déjame!...</p> - -<p>Villarroya lanzó un grito; sudor frío y copioso inundó su frente. La -joven repitió, poniéndole ambas manos sobre el pecho y rechazándole:</p> - -<p>—¡Eres un miserable!...</p> - -<p>Ella misma buscó por la pared, junto á la mesilla de noche, el botón de -la luz eléctrica; la habitación se iluminó. Los amantes aparecieron de -pie,<a name="page_059" id="page_059"></a> el uno enfrente del otro; su actitud era hostil; los dos estaban -lívidos.</p> - -<p>Fuensanta habló primero; sus palabras, más que de violento reproche, -fueron de inacabable tristeza y abatimiento.</p> - -<p>—Me has roto el alma—dijo—; ya no puedo quererte; vamos á dejarnos. -¡Es horrible, horrible!... Después de lo ocurrido, todo entre nosotros -debe concluir.</p> - -<p>El callaba; se había dejado caer sobre una silla; tenía deseos de llorar -y recatábase el rostro entre las manos. Ella continuó:</p> - -<p>—Nunca me hablaste con la elocuencia ardiente que te inspiraba esa -mujer á quien creías rendir esta noche por primera vez. ¡Ah, Ricardo! -¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué misterio inexplicable hay en ti y cómo -pudiste dedicar tanta ilusión á lo que no conocías?</p> - -<p>Suspiró y hubo en su lamento un latido secreto de mujer humillada y -celosa. Villarroya, reconociéndose completamente derrotado y ridículo, -no contestó.</p> - -<p>—He querido descender al fondo de tu carácter—prosiguió Fuensanta—, y -vi que en tu alma, componedora de comedias y de libros, sólo hay -traición, antojo y superchería. No eres un hombre, Ricardo, eres un -artista... ¡nada más que un artista!... y quien dijo artista dijo -absurdo, egoísmo y quimera. Paso á paso, durante estos diez ó doce días -últimos, fui observándote y ninguno de tus sentimientos quedó para mí -inadvertido. Como<a name="page_060" id="page_060"></a> te conozco muy bien, quise exacerbar tu ilusión para -traerte á esta cita completamente ciego, de modo que imposible te fuera -adivinarme. Por eso no acudí á tu primer llamamiento, por eso tardé -tanto en responder á tus cartas... y las angustias de la espera fueron -para ti como polvo que la impaciencia te echaba á los ojos. Te he visto -caer. Hoy mismo tuve miedo de oir lo que habías de decir aquí, y me -fingí enferma y llorando te rogué que pasases esta noche á mi lado. -¡Imposible! El impulso que mis anónimos levantaron en ti era demasiado -grande; nada podría contenerte, ¡nada! Segura estoy de que la vida de -tus propios hijos la habrías arriesgado por acudir á esta cita maldita.</p> - -<p>Maltratado en su amor propio, no sabiendo cómo defenderse y quebrantado -por tantas contradictorias emociones, Ricardo Villaroya rompió á llorar.</p> - -<p>La actriz continuó:</p> - -<p>—¿Por qué una carta sin firma ejerce sobre tu voluntad esa fascinación -inexorable, y en virtud de qué miraje has de imaginar joven y discreta, -y no vieja y ridícula, á la mujer que te propone una cita extravagante? -¡Ah! Tú no sabes qué quieres... ni lo que tienes... Tú eres un pobre -hombre vano, inconsciente, desposeído de criterio, que todo cuanto -rechaza ó apetece lo lleva dentro de sí mismo.</p> - -<p>Él permanecía callado; no obstante, las lágrimas, fatigándole, habíanle -producido alivio<a name="page_061" id="page_061"></a> bienhechor; laxitud suave iba poseyéndole.</p> - -<p>Fuensanta Godoy concluyó de abrocharse su abrigo.</p> - -<p>—Adiós—dijo—. Ya sé que siempre cualquiera mujer desconocida ha de -inspirarte más cariño que yo. ¡Pobre Ricardo! Andar... andar... tu -maldición es esa.</p> - -<p>Contemplóle breves instantes y salió de la alcoba; transcurrió un -momento; una puerta se cerró con estrépito. Luego, en el silencio, -vibraron las pisadas de la actriz, que bajaba la escalera; y el eco -aquel, cada vez más mortecino, tenía el ritmo solemne y conciso de lo -que se va...</p> - -<p>Ricardo Villaroya no se movió; estaba fatigadísimo; á las inquietudes -febriles de la víspera había sucedido una gran calma. Dentro de su -espíritu, perdido en ese enorme silencio que sigue á las grandes -catástrofes, una voz herida musitaba: «No quieras, no busques, porque -todo es igual á todo, y lo pasado, como lo futuro, son aspectos del -mismo Desengaño...» Y la conciencia desolada comprendía que aquella voz -cobarde tenía razón. ¿Para qué desear? La ilusión es una mala hembra -indócil que, bajo el techo de los artistas, sólo duerme una noche...</p> - -<p> -Madrid.—Noviembre, 1906.<br /> -</p> - -<p><a name="page_062" id="page_062"></a></p> - -<p><a name="page_063" id="page_063"></a></p> - -<h2><a name="RICK" id="RICK"></a>RICK</h2> - -<p><a name="page_064" id="page_064"></a></p> - -<p><a name="page_065" id="page_065"></a></p> - -<p class="r"> -«Si te cuentan que han visto<br /> -volar un caballo y que era<br /> -alazán, créelo.»—<i>(Proverbio<br /> -árabe.)</i><br /> -</p> - -<h3><a name="I-b" id="I-b"></a>I</h3> - -<p>Todo el mundo aristocrático que frecuenta las tribunas de los grandes -hipódromos europeos, conocía la pasión idolátrica que el jockey Juan -Thom profesaba á su caballo <i>Rick</i>. Durante cuatro años consecutivos, -<i>Rick</i> fué invencible: su agilidad y su vigor derrotaron las -reputaciones más sólidas; los laureles tan codiciados que se adjudican -en los <i>turf</i> de París y de Londres, fueron para él; ningún corredor -igualó su ímpetu; era infatigable y enorme como <i>Eclipse</i>, y ardiente en -la primera acometida como <i>Vermouth</i>. Muchos veterinarios curiosos le -examinaron creyendo que sus clavículas ofrecerían una disposición -especial.</p> - -<p>El pasado de Juan Francisco era obscuro y sencillo. No conoció á sus -padres, y salió del Hospicio á los doce años para colocarse en el -picadero<a name="page_066" id="page_066"></a> de un viejo, antiguo desbravador de las caballerizas reales, -que tenía coches y caballos de alquiler.</p> - -<p>En el amplio picadero que poseía cerca del Hipódromo aquel hombre grueso -y bajito, á quien Juan Francisco recordaba haber visto en el Hospicio -muchas tardes, fué donde el niño cobró inclinación hacia el arte que -luego había de ocupar su vida; pues el medio es algo que modifica y se -pega al carácter, como se agarran á los vestidos los perfumes. Así, -lentamente, el aspecto de las cuadras, grandes, claras, con su olor á -estiércol, sus suelos asfaltados, sus arrendaderos brillando al sol y -sus frisos de blancos azulejos, iban conquistando la voluntad del futuro -jockey y produciéndole íntimo y fresco contentamiento. Todas las -mañanas, al despertar, el pequeño boy tenía un pensamiento que se -resolvía en una sonrisa.</p> - -<p>—Seré jockey...—decía.</p> - -<p>Y esta ambición era confortadora, porque daba á su vida, á su pobre vida -naciente, un impulso, un rumbo y un fin.</p> - -<p>Desde muy temprano Juan trabajaba activamente barriendo lo sucio, -abrillantando los arneses, quitando el barro á los coches, transportando -cubos de agua de un lado á otro. Era menudito de cuerpo, descolorido y -flacucho de rostro, con ojos pequeñines y azules, rodeados de pestañas -bermejas. Caminaba lentamente y abriendo mucho las piernas, como jinete -que acaba de recorrer una<a name="page_067" id="page_067"></a> jornada larga y está muy fatigado. El ruido -de sus zuecos, rellenos de paja, inquietaba á los caballos, que volvían -la cabeza para mirarle, amusgaban las orejas y fijaban en él sus ojos -brillantes. Unos resoplaban impacientes, otros atabaleaban el suelo, y -el estrépito metálico de sus herraduras llenaba la soleada quietud de la -cuadra. Al principio aquella curiosidad un poco hostil asustaba al -<i>boy</i>; pero luego, con la costumbre, sus temores se disiparon: los -caballos, á su vez, reconociéndole ya como á bienhechor, relinchaban de -gozo al verle, y él concluyó por abordarles sin miedo, dándoles -terroncitos de azúcar y bulliciosas palmadas sobre las ancas, lucias, -brillantes y redondas.</p> - -<p>Todas las mañanas, alrededor de las diez, el amo del picadero aparecía. -Se llamaba don Pedro del Real, y los que le conocieron mozo le atribuían -una historia amorosa larga y pintoresca. Pero si don Pedro fué, como -decían, caballista infatigable, derribador temerario de toros y -conquistador dichoso de voluntades femeninas, de aquel pasado galante ya -nada, ó casi nada, quedaba en él. El tiempo artero habíale mudado la -condición, sin duda, quitándole la alegría según fué robándole la -guapeza. Don Pedro hablaba poco; era un espíritu reconcentrado, -hermético, sobre cuyo entrecejo la vida había dejado un pliegue vertical -de dolor. A pesar de esto, Juan Francisco le amaba; nunca le tuvo miedo; -apenas le columbraba acudía á recibirle, y el regocijo del saludo le -arrebolaba las mejillas; era como un grito de su sangre. Fué<a name="page_068" id="page_068"></a> aquella -una emoción en la que Juan Francisco, ya hombre, meditó muchas veces y -que siempre, sin saber por qué, le dejaba triste...</p> - -<p>Cierta mañana don Pedro, contra su costumbre, mostróse comunicativo y de -buen humor. Aquel día nada tuvo que decir de la siempre discutida -calidad de los piensos, ni de la limpieza bruñida de las pesebreras; -todo, según lo examinaba, iba hallándolo bien: los arreos espejeaban al -sol, como debe ser; los coches, recién lavados, trozos enormes parecían -de pulido azabache; el rojo barniz de las ruedas ardía gayamente en la -vastísima amplitud blanca de la cuadra.</p> - -<p>Juan Francisco, en mangas de camisa y con un chaleco colorado de hombre -que le llegaba á la altura de las rodillas, seguía á don Pedro, -sorprendido de verle tan contento. El amo, de pronto, pareció reparar en -él; miróle de hito en hito, y como las mejillas escuálidas del muchacho -enrojeciesen de alegría, don Pedro del Real sonrió paternal; después le -trabó por los sobacos, levantóle en alto, bajándole y subiéndole varias -veces y con rapidez, como para apreciar bien su peso, y luego le soltó. -Juan Francisco cayó de pie, y sus zuecos chocaron contra el suelo -crepitando en el vacío sonante del salón. Varios cocheros y mozos de -cuadra contemplaban la escena sonriendo. Don Pedro examinaba al <i>boy</i>; -sus piernecillas flacuchas y estevadas, su tórax angosto, la delgadez -esquelética, pero vigorosa, de sus brazos, el prognatismo de su -mandíbula, la nerviosidad de su<a name="page_069" id="page_069"></a> pestorejo acanalado... y toda aquella -fealdad simiesca, parecían encantarle.</p> - -<p>—¿Te gustan los caballos?—preguntó.</p> - -<p>—Sí, señor, mucho—contestó Juan Francisco.</p> - -<p>—¿Y ya no te dan miedo?</p> - -<p>—No, señor.</p> - -<p>—Bueno, pues entonces...</p> - -<p>Y el antiguo caballista, que sin duda amaba apasionadamente su oficio, -se interrumpía para observar al muchacho, que acaso realizaba el tipo -soñado por él del perfecto jockey, ingrave y fibroso. Continuó:</p> - -<p>—¿Tú quieres ser jockey?</p> - -<p>Por la bocaza faunesca de Juan Francisco resbaló una sonrisa blanca, -idiota, con esa idiotez del estupor que produce en los hombres la -felicidad. Tardó en responder:</p> - -<p>—Sí, señor... ¡Ya lo creo que quiero!</p> - -<p>—Conformes; pues yo te enseñaré á montar.</p> - -<p>Aquella misma mañana recibió Juan Francisco la primera lección de -equitación, y á partir de tal momento, todos los domingos y días -disantos, maestro y discípulo salían á galopar por la carretera de El -Pardo. Eran excursiones terribles, de las que Juan Francisco, encogido y -raquítico sobre el lomo sudoroso de su cabalgadura, regresaba lívido -como un muerto.</p> - -<p>Rápidamente el muchacho iba agilizándose, robusteciéndose, dentro de su -delgadez caricaturesca, y adquiriendo esa complexión, á la vez ligera<a name="page_070" id="page_070"></a> y -hercúlea, de los buenos jinetes. Poseía además, y esto echólo de ver en -seguida don Pedro, lo que no se aprende, lo que puede llamarse «el -instinto» del oficio: un <i>tic</i> especial, inexplicable, personalísimo, -que convierte la profesión, vulgar al parecer, de caballista, en un -verdadero arte. Reglas hay para lo que, en la jerga de los picaderos, se -dice «apurar al caballo»: para afirmarle la cabeza, para asegurarle la -boca, para abrirle y darle vistosidad y gallardía, para tenerse bien -sobre la silla... Todo ello constituye lo adjetivo, lo que puede -imitarse de un buen maestro. Pero ninguna de estas habilidades -adquiridas bastó á hacer verdaderamente famoso el nombre de un jockey. -Los grandes jockeys de prestigio mundial tuvieron, además de esa sangre -fría que les permitió aprovecharse de todos los descuidos de sus -rivales, la «intuición» del caballo, una especie de adivinación ó de -doble vista que les indicaba cómo necesitaban llevar las riendas y -cuanto, en un determinado momento, debían hacer. Apropósito de esta -parte esencial ó substantiva de su oficio, nada puede reglamentarse, -como nada, en cuestiones de amor, debe prescribirse acerca del modo de -interesar el corazón de una mujer. ¿Quién sabría decir cuál será la -mirada, el gesto, la inflexión de voz, que en el «cuarto de hora» -nupcial de la conquista han de darle á «Don Juan» la victoria? Así el -jockey, para quien un espolazo oportuno ó un simple temblor de rodillas -pueden constituir su triunfo ó su derrota en el último desesperado -arranque de<a name="page_071" id="page_071"></a> la carrera. Como «Tenorio», Fordham no se forma: nace.</p> - -<p>Juan Francisco poseía este don maravilloso en grado tal, que sorprendió -al mismo don Pedro. Sin saber por qué, pues su experiencia en asuntos -hípicos era nula, bastábale un simple ojeo para conocer la condición del -caballo que iba á montar. Pocas veces se equivocó. Diríase que desde el -primer momento surgía entre él y su cabalgadura una corriente magnética -que les apretaba y unía en el milagro de una sola voluntad.</p> - -<p>Al mismo tiempo que Juan Francisco aprendía á tenerse bien sobre la -silla y á ser un sagacísimo, cabal y esforzado jinete, capaz de gobernar -á los potros de más torcida y alborotada condición con sólo el imperio -de las rodillas, don Pedro iba enseñándole á corroborar y seleccionar -sus preexcelentes disposiciones físicas de jockey.</p> - -<p>—Un buen jockey—afirmaba el viejo caballista—debe reunir, á una gran -fuerza muscular, el menor peso y el menor volumen posibles. Quiero -decir: que necesita ser una especie de hércules enano.</p> - -<p>Para conseguir lo primero, Juan iba dos ó tres horas diarias al -gimnasio; para lo segundo, su maestro le trazó un plan alimenticio, le -impuso masajes especiales y le obligó á dar largos paseos á pie y á -tomar baños de sudor. Estos tratamientos durísimos, que ni aun los -mismos jockeys ingleses pueden soportar, Juan Francisco los resistía -perfectamente y sin mengua de su vigor muscular.<a name="page_072" id="page_072"></a> De mes en mes el -diminuto <i>boy</i> iba quedándose más descolorido y enjuto, y hasta diríase -que su estatura había menguado: no obstante, ni su agilidad ni su fuerza -decrecían. Pronto su peso disminuyó á cincuenta kilogramos. Don Pedro -del Real le examinaba, le pulsaba, y un guiño admirativo iluminaba su -grueso rostro, habitualmente impasible.</p> - -<p>—Has nacido para jockey, muchacho—decía—, y te aseguro que harás -carrera; yo entiendo mucho de eso; yo no me engaño.</p> - -<p>No se equivocó, en efecto. Cuatro años después Juan Francisco se -presentaba por primera vez como jockey ante el público de Madrid y -obtenía un segundo premio.<a name="page_073" id="page_073"></a></p> - -<h3><a name="II-b" id="II-b"></a>II</h3> - -<p>Cuando don Pedro del Real murió, Juan Francisco entró al servicio del -conde Narciso, que tenía caballerizas en París y era dueño de la yegua -<i>Turia</i>, que el año anterior ganó los cien mil francos del -«Jockey-Club».</p> - -<p>El conde Narciso gozaba fama de ser uno de los más inteligentes y -expertos caballistas de Europa. En sus cuadras poseía yeguas magníficas -del Irak y sementales soberbios procedentes de las antiguas y gloriosas -caballerizas del conde de Lagrange, el primer francés que arrancó á los -ingleses el codiciado premio Derby. De estos cruces, sabiamente -calculados, había nacido una raza de caballos admirables por su tamaño, -su acabada traza y su ardimiento, con los cuales su dueño había ganado -en los <i>turf</i> de Londres y de París muchos millares de francos. Sobre -los caballos del conde, que pagaba las montas con extraordinaria -largueza, habían pasado los mejores jockeys de Europa, pero muy pocos -lograron merecer su simpatía y menos su confianza.<a name="page_074" id="page_074"></a></p> - -<p>Era el conde Narciso un hombre como de cincuenta años, elegante y -correcto, un poco frío, que siempre vestía trajes de color gris hechos -en Londres, y estrenaba diariamente un par de guantes blancos. A los -jockeys les recibía de pie, les examinaba rápidamente y luego les -despedía con un gesto desdeñoso, inapelable, de rey.</p> - -<p>—Por ahora—decía—no me conviene usted...</p> - -<p>Y les volvía la espalda. Así, el favor del conde Narciso fue considerado -en la profesión de jockey como un doctorado.</p> - -<p>Juan Francisco fue á visitarle provisto de buenas cartas de -recomendación; no obstante, iba medroso y balbuciente, como estudiante -que va á examinarse de una asignatura mal aprendida. Acababa de cumplir -veinte años: era un hombrecillo minúsculo, cenceño, flexible y vibrante, -cual si su carne acerada careciese de armazón ósea. Con el tiempo, aquel -raquitismo caricaturesco que tanto entusiasmaba al veterano don Pedro -del Real, habíase exagerado hasta lo inverosímil. Un copioso plantel de -cabellos rojos cortados á rape cubría su cráneo dolicocéfalo, chato y -largo; tenía la frente breve y deprimida, cortada transversalmente por -dos hondas arrugas paralelas; los ojos pequeños, redondos y azules; la -corva nariz avanzaba, atrevida y tajante, como una arista; el -prognatismo enfermizo de su mandíbula inferior hundía las mejillas y -afilaba el semblante exangüe y pecoso: era una verdadera mandíbula de -jockey, que<a name="page_075" id="page_075"></a> salía al tropiezo del horizonte y parecía hecha para cortar -el aire.</p> - -<p>Un criado condujo á Juan Francisco al despacho del conde.</p> - -<p>—Tenga usted la bondad de esperar—le dijo—; el señor conde está -bañándose.</p> - -<p>El joven jockey permaneció de pie, inmóvil sobre sus piernecillas -abiertas, lleno de zozobra dentro de su amplio gabán color café. La -habitación donde se hallaba tenía dos ventanas á un jardín, y era -espaciosa y clara. Cubrían las paredes largos armarios repletos de -libros lindamente encuadernados, sobre cuyos tejuelos de diversos -colores la luz se reflejaba alegre. Aquí y allá, en estudiado desorden, -aparecían escenas hípicas y retratos de jockeys y de caballos famosos. -Sobre la chimenea, y como en lugar preferente, estaba la fotografía de -Grimshaw, que ganó montando al caballo francés <i>Gladiateur</i> el premio -Derby; y á su lado la del jockey Fordham, campeón invencible de las -carreras largas. En artísticos marcos forrados de felpa, cuyo lozano -color verde traía el recuerdo de los hipódromos, aparecían varias -cabezas de corredores célebres: la de <i>Monarque</i>, padre de <i>Gladiateur</i> -y de toda una generación de terribles corredores; la de <i>Liouba</i>, su -yegua favorita; la de <i>Vermouth</i>; la de <i>Eclipse</i>, el mejor caballo del -siglo <small>XVIII</small>, vencedor de <i>Bucéfalo</i>, y uno de cuyos cascos, metido en un -hermoso objeto de arte, fue regalado como premio en una carrera de la -«Copa de Ascot». En la entreventana, ocupando<a name="page_076" id="page_076"></a> también lugar ostentoso y -preferente, había un retrato del famoso Baucher...</p> - -<p>Contemplando aquella exposición de celebridades hípicas, Juan Francisco -pensaba:</p> - -<p>—¡Si yo mereciese algún día el honor de figurar aquí!...</p> - -<p>La puerta del despacho acababa de ser abierta lentamente, y bajo los -pesados cortinajes de color musgo que la cubrían apareció la figura -correcta y simpática del conde Narciso. Su calva noble y tranquila de -hombre mundano brillaba á la luz; cubría sus mejillas, bronceadas -ligeramente por el aire libre y el sol, una bien cuidada barba, corta y -blanca. Vestía, según costumbre, un traje gris claro; el ancho pantalón -caía aplomo, conforme á los severos cánones de la elegancia inglesa, -sobre las botas de charol reluciente.</p> - -<p>Juan Francisco se inclinó respetuoso, los pies juntos, los brazos -rígidos á lo largo del busto. Ante aquel hombrecillo grotesco que volvía -á la memoria el recuerdo de las teorías darwinianas, el conde pareció -satisfecho. El jockey esperaba que su interlocutor le dirigiese algunas -preguntas, pero se equivocó: el conde Narciso limitóse á observarle, -desnudándole y sospesándole cuidadosamente con la mirada: vió su frente -estrecha, su barbilla tajante, llena de voluntad, su tórax angosto que -apenas opondría resistencia al aire; y al mismo tiempo sus ojos -inteligentes apreciaron la terrible fuerza nerviosa de aquel cuerpecillo -enano.<a name="page_077" id="page_077"></a></p> - -<p>—¿Cuánto pesa usted?—preguntó.</p> - -<p>—Cuarenta y ocho kilogramos.</p> - -<p>—Está bien.</p> - -<p>—Pero aún espero llegar á los cuarenta y cinco.</p> - -<p>Por las cejas, poco inclinadas á la sorpresa, del conde Narciso, pasó un -ligero temblor admirativo. Parecía encantado. Juan Francisco acababa de -conquistarle, más que con su aspecto, por aquellas contestaciones breves -y seguras donde latía, como un fanatismo, ese «amor al caballo» que -llena el alma de los jockeys de raza.</p> - -<p>—¿Cuánto deseaba usted ganar?—preguntó el conde.</p> - -<p>—¡Oh!... de eso, si al señor le parece, hablaremos más adelante, cuando -el señor vea de cerca lo que yo valgo.</p> - -<p>—Perfectamente. Entonces, á partir de este momento, queda usted á mi -servicio, y mañana mismo saldrá usted para París.</p> - -<p>—Como el señor disponga.</p> - -<p>—Pero necesito, y esto es indispensable, que antes cambie usted de -nombre: procúrese usted un apellido exótico y monosilábico, que -impresione fácilmente el oído.</p> - -<p>Juan se inclinó ceremoniosamente y salió. Desde aquel día, el obscuro -hospiciano que siempre había firmado Juan Francisco, comenzó á llamarse -«Juan Thom».</p> - -<p>El triunfo que el joven jockey lograba poco después sobre la pista de -Longchamps, le valía un<a name="page_078" id="page_078"></a> puesto de honor entre los corredores más -famosos de allende el Estrecho.</p> - -<p>Juan montaba aquella tarde el caballo <i>Abril</i>, un alazán de cinco años, -nuevo en los hipódromos, y del cual, no obstante, los inteligentes -hablaban mucho; lo que los ingleses llaman un <i>dark-horse</i>.</p> - -<p>La víspera, el conde Narciso había cambiado algunas palabras con Juan -Thom; él no quería decirle nada acerca de cómo debía llevar á <i>Abril</i>; -prefería dejarle todas las iniciativas y con ello adjudicarle todas las -responsabilidades. Como si hablase de un viejo amigo, el jockey repuso -tranquilo:</p> - -<p>—No pase zozobra el señor conde; <i>Abril</i> y yo nos llevamos muy bien.</p> - -<p>Iba á empezar la carrera; el juez de salida dió la señal y los caballos -partieron. Durante los primeros momentos todos los concurrentes -avanzaron en grupo; pero muy pronto <i>Abril</i> dirigió la carrera y -alcanzaba una ventaja de varios metros. Junto á él corría <i>Prometeo II</i>, -vencedor del premio Oaks y campeón de los hipódromos británicos, con -quien los ingleses esperaban llevarse aquel año los cien mil francos del -«Gran Premio». Un instante las manos de <i>Abril</i> flaquearon, y <i>Prometeo -II</i>, brincando elástico bajo la fusta de su jinete, ocupó el primer -puesto. Fué aquel un momento de indescriptible emoción. El actual rey de -Inglaterra, entonces príncipe de Gales, que estaba en las tribunas, -tremoló sobre su cabeza un<a name="page_079" id="page_079"></a> pañuelo en señal de victoria, y un <i>¡hurra!</i> -gutural y áspero, lanzado por millares de gargantas sajonas, cruzó el -espacio.</p> - -<p>Pero Juan Thom no aceptaba aún la derrota. Su alma latina, invencible en -el impulso temerario de la primera impresión, tuvo una resolución -heroica, y desviando con lentitud hábil á su caballo de la línea recta, -lo echó disimuladamente sobre el competidor que le arrancaba el triunfo. -Las rodillas de Thom y del otro jockey chocaron, permaneciendo algunos -segundos estrechamente cosidas y superpuestas; crujieron los huesos; de -pronto Juan Thom, que no perdía la serenidad, sintió en su corva la -presión de la rodilla enemiga; aquella ventaja de tres ó cuatro pulgadas -que acababa de obtener, decidió la lucha en su favor. <i>Prometeo II</i>, -desconcertado por la maniobra artera de su rival, que le cortaba el -camino, perdió terreno, y <i>Abril</i> llegaba el primero ante las tribunas, -bajo una lluvia crepitante de aplausos.</p> - -<p>Sin familia, sin amigos y dotado de un carácter callado y juicioso, Juan -Thom no tenía, fuera de su oficio, nada que le sobresaltase ni -distrajese. Pasaba las tardes en las cuadras del conde Narciso, -examinando los arreos, modificando la forma de las sillas para -aligerarlas, estudiando la calidad de los piensos, preocupado siempre -por el temor de que los caballos engordasen. Y él mismo andaba sometido -á masajes crueles y á ejercicios gimnásticos que daban á su enjuta -musculatura la<a name="page_080" id="page_080"></a> sequedad y la dureza del hierro. Refinando mucho sus -alimentos, llegó á comer muy poco: uno de sus grandes empeños estaba -cifrado en tener la cintura de un niño; según Juan Thom, el jockey ideal -debe carecer de estómago.</p> - -<p>Así, la confianza que el conde Narciso tenía en la pericia de su primer -jockey era ilimitada. Thom ordenaba los cruces que debían mejorar la -raza de los corredores, y maravillaba la penetración suprema con que -buscaba en los padres las condiciones de agilidad, de voluntad y de -fortaleza, que más tarde habían de resplandecer en el hijo.</p> - -<p>Del cruce de la yegua <i>Rocío</i> con un garañón inglés, por el que dió el -conde Narciso ochocientos mil francos, nació <i>Rick</i>; aquel terrible -<i>Rick</i>, jamás vencido bajo las rodillas de Thom, que varios veterinarios -reconocieron buscando en la anatomía de sus clavículas una complexión -especial.<a name="page_081" id="page_081"></a></p> - -<h3><a name="III-b" id="III-b"></a>III</h3> - -<p>Juan Thom, que ya llegaba á los cuarenta años, adoró en <i>Rick</i>, en quien -su asotilado instinto de viejo jockey adivinaba cualidades -extraordinarias de agilidad, vigor y coraje.</p> - -<p>En cierto modo, esta pasión fué la resultante del ambiente que le -circundaba. El buen Thom, raquítico y feo hasta lo bufo, con sus -piernecillas estevadas, sus brazos largos y nudosos y su cabeza de -simio, no había sabido formarse una familia. Además, le asustaba vivir -siempre bajo los cielos, un poco tristes, de París ó de Londres. -Realmente, Juan Thom, que guardaba algunos ahorros y empezaba á saberse -viejo, sentía recónditos y callados deseos de volver á España. Aquella -desilusión de su vida actual era en él como un atavismo; la necesidad -melancólica que todos los hombres que habitaron constantemente en -grandes urbes experimentan de regresar al campo, cual si repentinamente -vibrase en sus entrañas el amor á la Naturaleza, á los arroyos -murmurantes, á las selvas umbrosas, á la tierra madre, bienhechora<a name="page_082" id="page_082"></a> y -munífica, que adoraron con culto panteísta sus progenitores, los remotos -aborígenes, salvajes y desnudos. Juan Thom soñaba con su vieja Castilla, -seca y llana: se establecería en un pueblo, compraría una casita, -cuidaría una huerta y luego, cuando la casualidad le deparase una mujer -buena y guardadora de su hacienda, se casaría y tendría hijos, y moriría -olvidado y tranquilo, lejos del estruendo fragoroso de los hipódromos.</p> - -<p>La aparición de <i>Rick</i> vino á quebrar momentáneamente estos cristianos -propósitos de serenidad y alejamiento. Juan Thom lo vió nacer, él -presidió su vida, él, á fuerza de tesón, quitóle toda mala estirpe de -resabios y defensas, ejercitó su inteligencia, infundió á su condición -voluntariosa arrestos temerarios, nutrió sus músculos, dió á sus -miembros, con ayuda de sabios ejercicios, aquellas proporciones -agigantadas que ningún otro caballo había de igualar después, y puso en -su instinto ese ramalazo de fiero orgullo que decide de la victoria en -todos los combates.</p> - -<p>A los cinco años <i>Rick</i> tenía nueve dedos sobre la marca. Era alazán, de -un alazán tostado y brillante. El sangriento color del ollar y la mirada -ardiente de los ojos negrísimos, daban á la cabeza expresión poderosa y -temible. Era muy abierto de pecho, redondo de grupa y acopado de cascos; -el dorso ondulante, la boca asegurada y fresca. Sus remos, flacos y -largos, ignoraban el cansancio y abarcaban un tranco enorme; al caminar, -todo su<a name="page_083" id="page_083"></a> cuerpo vibrante temblaba, siguiendo al cuello erguido y -robusto, que parecía arrastrarlo tras sí, hacia el horizonte. Era -gigantesco como <i>Eclipse</i>, ágil como <i>Vermouth</i>, voluntarioso y -arrebatado como <i>Monarque</i>. Celoso de su poder, no consentía la vecindad -de ninguna sombra; el menor ruido le sobresaltaba; sus orejas -levantadas, más que pasmo, revelaban cólera; siempre parecía fugitivo, y -sin cesar sus ojos iban de una parte á otra, mirándose las ancas, como -asustado de sí mismo. Su figura imponente amedrentaba á sus -competidores; en las cuadras del conde Narciso había un caballo que -cuando se hallaba en algún <i>canter</i> con <i>Rick</i> se abocinaba y cubría de -sudor.</p> - -<p>Los días de carrera, por la mañana, Juan Thom entraba en la caballeriza -á saludar á <i>Rick</i>.</p> - -<p>—Hoy hay lucha, <i>Rick</i>—decía—; es preciso portarse bien.</p> - -<p>El noble animal miraba al jockey, luego resoplaba, y su belfo descubría -los dientes descarnados y amarillentos, ensayando una sonrisa ufana. -Thom, entonces, le daba nalgadas sonoras, le acariciaba la crín, le -besaba el ollar y le decía al oído palabras de amor. El bruto, -agradecido, amorraba la cabeza y entornaba los ojos...</p> - -<p>Sobre la pista del hipódromo, Juan Thom y <i>Rick</i>, al formar un cuerpo -gobernado por una sola y omnipotente voluntad, resucitaban la fábula del -centauro. Impetuoso en la acometida, é infatigable y tenacísimo en la -carrera, <i>Rick</i> tenía algo del<a name="page_084" id="page_084"></a> poder de los elementos cósmicos. Su -arranque era terrible siempre, casi decisivo; pero en la lucha, su -voluntad ardiente y dura, como hecha de fuego y de diamante, no -encontraba rival. Su impulso, además, era consciente: Thom podía dejarle -las riendas sobre el cuello, seguro de que <i>Rick</i> no desaprovecharía -ninguna ocasión para vencer.</p> - -<p>No satisfecho con esta perfecta alianza, Juan Thom había enseñado á su -caballo un grito gutural que, á modo de conjuro, poseía la virtud de -enajenarle y desbocarle.</p> - -<p>—¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...</p> - -<p>Era un alarido ronco, breve, de una modulación suigéneris, clarineante y -salvaje, que el astuto jockey sólo lanzaba en los trances de peligro -extremado; una voz cabalística que acaso hería los centros cerebrales -del animal y le trastornaba. Este recurso nadie, ni aun el mismo conde -Narciso, lo conocía; pero, aunque alguien lo hubiese sabido, no hubiera -podido utilizarlo. La virtud de esas palabras que penetran hasta el -fondo de ciertas almas, depende, más que de su significación escueta, -del modo como son pronunciadas y de la simpatía que medie entre quien -habla y quien escucha. Una mujer oye decir: «te amo», á un hombre que la -es indiferente, y permanece fría; pero se lo dice el galán que ella -quiere, y se vuelve loca.</p> - -<p>Juan Thom sabía esto, y la fuerza de fascinación que tenía sobre su -caballo dábale la seguridad de ser invencible. Varias veces probó la -capacidad empujadora del grito aquel.<a name="page_085" id="page_085"></a></p> - -<p>—¡Gruiiii!...</p> - -<p>Y siempre llegó el primero á la meta. Al oirlo, <i>Rick</i> poníase fuera de -sí: instantáneamente bebíase la brida, estiraba el cuello, sus cuatro -remos formaban con su vientre una línea horizontal, y botaba, cual si -algo eléctrico estallase en su interior. Piedra disparada por honda -parecía; su velocidad era la velocidad silbante de la flecha. Volaba. -Las multitudes, atónitas, saludaban con un rumor de pasmo aquel correr -inaudito.</p> - -<p>Montado sobre el lomo temblequeante y enorme de <i>Rick</i>, el diminuto Juan -Thom, cuyas espuelas apenas alcanzaban al vientre de su cabalgadura, -parecía un mono con dolor de estómago. Y, no obstante, para Thom, el -vencedor de todas las carreras, eran los aplausos y los apretones de -manos y las sonrisas, á veces voluptuosamente prometedoras, de las -mujeres elegantes que llenaban las tribunas. Con su gorrilla de visera, -su chaquetilla de seda roja, su ceñido pantalón blanco y sus chambergas -de charol, Juan Thom era, sobre el verde tapete de los hipódromos, -grande como un rey. Su busto exiguo permanecía rígido, insensible al -incienso; su boca fina, desdeñosa, casi imperceptible como la herida de -un bisturí, no sonreía; sus ojos pequeños y buídos miraban al espacio -inquietos, devorando la distancia. A lomos de <i>Rick</i>, Thom era la -encarnación del dios Exito: las victorias del célebre caballo, haciendo -oscilar millones de francos, tenían la importancia de una gran jugada de -Bolsa. Un crítico, refiriendo el<a name="page_086" id="page_086"></a> último triunfo de Juan Thom, dijo que -con los billetes de Banco que <i>Rick</i> había ganado podría alfombrarse el -Campo de Marte.</p> - -<p>Los cuidados idolátricos de que Thom rodeaba á su caballo, el ahinco -suicida que ponía en afilarse y disminuir para pesar sobre <i>Rick</i> lo -menos posible, las zozobras de vanidad y de interés que nublaban su -ánimo, la semana de inquietudes febriles que precedía á los grandes -torneos hípicos, los peligros de la lucha, y, más tarde, los aplausos -cobrados en aquella incesante y apretada colaboración, habían -robustecido los vínculos del amor casi paternal que el jockey profesaba -á su caballo.</p> - -<p>Repasando sus recuerdos volvía con frecuencia á la memoria de Juan la -impresión del despacho donde, muchos años antes, vió por primera vez al -conde Narciso. El aspecto de aquella habitación persistía en su espíritu -con detalles minuciosos: los muebles de gutapercha, los armarios -abarrotados de volúmenes, sobre cuyos tejuelos rielaba la luz mañanera, -los retratos de jockeys y de caballos célebres diseminados por la -uniformidad gris de los muros. Y también revivía el anhelo ambicioso que -la severidad del despacho aquel suscitó en su ánimo: «¡Si yo llegase á -ser un jockey de prestigio mundial! Si yo alcanzase la fortuna de tener -un caballo que pasase á la posteridad como <i>Eclipse</i> y <i>Monarque</i>!...» -Ahora reconocía que la vida no fué mala para él: había triunfado, todos -sus deseos estaban cumplidos, y ello le producía una ecuanimidad dulce y -honda.<a name="page_087" id="page_087"></a></p> - -<p>Al revés de lo que suele ocurrir en el teatro, donde no es raro que el -primer galán, aunque esté enamorado de la primera actriz, se muestre -mortificado y celoso de los aplausos tributados á su compañera, la -celebridad cosmopolita de <i>Rick</i> no era mas que la corroboración ó -complemento de la celebridad de Juan Thom. La popularidad les acariciaba -igualmente: el color de las blusas sedeñas del pequeño Thom dirigía la -moda en las temporadas de primavera y de otoño; un zapatero parisino -puso á la venta unas botas chambergas idénticas á las usadas por él y -que llevaban su nombre; las cabezas del jockey invencible y de <i>Rick</i> -aparecieron juntas muchas veces sobre la primera página de las revistas -ilustradas.</p> - -<p>Juan iba hacia la inmortalidad, y le llevaba <i>Rick</i>, que era su obra -maestra, casi su hijo. Así, jamás con mayor razón que entonces pudo -decirse de ningún artista que caminaba hacia el triunfo montado sobre su -historia.</p> - -<p><a name="page_088" id="page_088"></a></p> - -<p><a name="page_089" id="page_089"></a></p> - -<h3><a name="IV-b" id="IV-b"></a>IV</h3> - -<p>Todas las tardes en que había carreras, al salir de Longchamps, Juan -Thom vaciaba una botella de vino en la taberna de un bordelés que había -viajado mucho por España, y cuya conversación pintoresca era para el -jockey desterrado como un rayo del alegre sol de la patria.</p> - -<p>Cuando el señor Gustavo trajinaba en el comedor sirviendo á los -parroquianos que llegaban boquisecos y con ganas de cerveza y de broma, -el pequeño Thom iba á sentarse en la <i>terrasse</i> del establecimiento, -ante el cual el bosque de Bolonia dilataba su inmensidad verde. Los -crepúsculos de aquellas tibias tardes primaverales eran muy dulces: el -cielo azul, donde la luz solar iba amortiguándose en una gama de -palideces incontables, se cubría lentamente de nubecillas blancas y de -cirrus rosáceos de una delicadísima transparencia ambarina; la -muchedumbre que regresaba á París dejaba tras sí un silencio, un gran -silencio hierático, que se oía; á lo largo de las Avenidas, el ruido<a name="page_090" id="page_090"></a> de -los coches y el alarido crepitante de las bocinas de los automóviles -disminuía, se emborronaba, en la distancia; la nube de polvo, semejante -á un halo de muchos kilómetros, que levantó la multitud al pasar, -descendía de nuevo á la tierra y la atmósfera recobraba su limpidez, y -en la diafanidad luminosa del espacio, las frondas del bosque recortaban -una línea ondulante y cerúlea. Y según el estrépito efímero de los -hombres cesaba, la Naturaleza reaparecía solemne, avasallante, en su -doble gesto magnífico de silencio absoluto y de eternal quietud.</p> - -<p>De la lejanía llegaban piar de pajarillos adormilados y murmurios de -arroyos, que hasta entonces parecieron callados, y que traían deseos de -paz al alma de Juan Thom. Horas antes, los pulmones del pequeño jockey -se habían congestionado en la angustia de la carrera, y cuando, como -siempre, llegó el primero á la meta, sus mejillas tenían la palidez de -la carne muerta. Ahora descansaba; sus labios exangües se abrían con -deleite á las brisas, y en el círculo bermejo de las pestañas, los -ojillos azules que hundió la fatiga recobraban su vivacidad. Su alma -sencilla se desperezaba en este bienestar físico.</p> - -<p>—¿Hasta cuándo viviré así?—pensaba—; esto no puede durar siempre; es -preciso concluir...</p> - -<p>Y sin ser filósofo ni entender un ápice de problemas trascendentes, el -diminuto Thom, que era un hombrecillo perfectamente vulgar, se -interrogaba con desaliento:<a name="page_091" id="page_091"></a></p> - -<p>—¿Para qué defiendo tanto una vida en la que no he conseguido ser -dichoso?...</p> - -<p>El hilo de estas meditaciones melancólicas solía romperlo el señor -Gustavo, siempre con delantal y en mangas de camisa, rojo, hercúleo, -lleno de salud y de risas sobre sus zapatones claveteados y sonantes.</p> - -<p>—¡Hola, señor Thom!—gritaba el bordelés—; ¿en qué se piensa?</p> - -<p>El jockey se estremecía, aturdido por la pregunta inesperada, y tardaba -un poco en contestar. Luego decía:</p> - -<p>—¡Qué sé yo!... estaba aburrido...</p> - -<p>—¿Cuándo volvemos por España?</p> - -<p>—No sé; pero crea usted que cualquier día me voy.</p> - -<p>—Es natural. ¡Qué diablos! Yo también tengo ganas de marcharme á -Burdeos. ¡Aquel cielo... no hay otro!... Además, yo creo que los -hombres, después de correr el mundo, deben irse á morir al sitio en -donde nacieron.</p> - -<p>Se sentaba y, familiarmente, con liberalidad meridional, de la botella -que había pedido el jockey, se servía un generoso vaso de vino.</p> - -<p>—¡A su salud!—exclamaba.</p> - -<p>Y, levantándolo en alto, lo vaciaba de un trago, Juan Thom le -contemplaba sonriendo, y se reconocía más insignificante y desmedrado -que nunca, ante la mole atlética del tabernero carcajeante y sanguíneo -que olvidaba su viudez abrazando estrechamente á las criadas de la -vecindad, y que<a name="page_092" id="page_092"></a> al hablar descargaba puñetazos terribles sobre las -mesas.</p> - -<p>El señor Gustavo tenía una hija, Marta, con quien Juan Thom echaba -largos párrafos. Era una muchacha morena, un poco triste, de ojos -juiciosos y honrados, que sugerían dulcemente la idea de formarse un -hogar. El jockey solía hablarla de España, y aunque sus relatos eran -verídicos y nada extraordinario ponía en ellos, la joven le escuchaba -atentamente, atraída por esa leyenda de amores y de sangre que rodea á -los países favoritos del sol. Un día en que su conversación fué más -íntima, Marta le interrogó:</p> - -<p>—¿Tiene usted padre?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—¿Y madre?</p> - -<p>—Tampoco.</p> - -<p>—¿Y hermanos?</p> - -<p>—Tampoco tengo hermanos. Soy solo en el mundo. En España nadie me -espera. No conservo allí ni siquiera un amigo...</p> - -<p>—¡Es raro!</p> - -<p>—Sí... ¡muy raro!... Es decir...</p> - -<p>Y ella, sin saber por qué, quedóse triste, y por primera vez advirtió -que Juan Thom era muy feo y que tenía los cabellos grises. Sorprendido -de verla tan callada, el jockey preguntó:</p> - -<p>—¿En qué piensa usted?</p> - -<p>—En nada; en eso...</p> - -<p>Thom cerró los ojos y su memoria buceó inútilmente en las tinieblas del -Hospicio. Allí estaba<a name="page_093" id="page_093"></a> su niñez, sus recuerdos arrancaban de allí... -Pero, ¿y antes?... Y de pronto tuvo deseos de llorar, porque sintió que -la vida no había tenido besos para él.</p> - -<p>A la tarde siguiente, Juan Thom no pudo hablar con Marta. Era domingo y -la taberna estaba llena de parroquianos sedientos, que reían y charlaban -á gritos; las luces palidecían en el humo de las pipas. Thom, desde la -<i>terrasse</i>, miraba al interior del establecimiento. El señor Gustavo, en -pie, detrás del mostrador, al aire los antebrazos, peludos como los de -un fauno, parecía presidir la reunión. Marta iba de una mesa á otra, -solícita y grave á la vez, y al inclinarse hacia adelante para servir un -bock de cerveza ó recoger unos vasos, sus pechos vibrantes y eréctiles -se dibujaban audaces bajo la fina tela del corpiño.</p> - -<p>Thom observaba á la joven, y una melancolía, que era casi una angustia, -iba apoderándose de él; también advirtió que varios bebedores, que ya -empezaban á mostrarse borrachos, la miraban con avidez.</p> - -<p>¿Por qué de todas las perfecciones femeninas el seno es lo que más -despierta y alborota la lascivia del hombre; y por qué á las mujeres, -especialmente á las muy predispuestas á la maternidad, es allí, -justamente, donde más gustan de ser acariciadas? ¿No hay en todo ese -poderío lujuriante de los senos, que alimentan la vida del recién -nacido, como «una voz de la especie»...?</p> - -<p>En esto pensaba Juan Thom, y al mismo tiempo<a name="page_094" id="page_094"></a> sentía un desasosiego -extraño y doloroso, que era como una amenaza, como el presentimiento de -un peligro que iba acercándose. Empezó á monologuear:</p> - -<p>«Si Marta fuese novia mía y cualquiera de estos barbarotes la faltase al -respeto de obra ó de palabra, ¿qué iba á hacer yo?...»</p> - -<p>Y al sentirse obligado á responder á esta pregunta, la idea de que era -pequeñuco, raquítico y débil, le hirió en su dignidad de hombre y de -amante como un cuchillo.</p> - -<p>El jockey acababa de vaciar su botella, cuando el peligro esperado -llegó. Un parroquiano, que había pedido un bock de cerveza, trabó -conversación con Marta: era un individuo barbirrubio, vestido con traje -de pana, que reía groseramente. La joven quiso marcharse, pero su -interlocutor la retenía por el delantal, y los ojos de los amigachos que -trasegaban con él ardían en deseos. De pronto, aprovechando un momento -en que el señor Gustavo se hallaba vuelto de espaldas al salón, el -individuo del traje de pana extendió un brazo y su mano torpe, -hambrienta cual una garra, se crispó gozosa sobre el seno de Marta. La -moza dió un grito, y Juan Thom, fuera de sí, penetró en la taberna. Con -la agilidad de un gato se lanzó sobre el insolente.</p> - -<p>—¡Canalla!—gritó.</p> - -<p>Al sentirse agredido, el borracho se puso de pie, esperó á que el jockey -repitiese su acometida y luego, de un solo puñetazo, le tiró al suelo, -hecho<a name="page_095" id="page_095"></a> un ovillo, á los pies de Marta. Afortunadamente para Thom, el -señor Gustavo acudía á su defensa: adivinaba lo ocurrido.</p> - -<p>—¡Trueno de Dios!...</p> - -<p>Las sílabas del juramento favorito del buen pueblo francés pasaron -silbando por entre sus dientes, que crispaba la cólera. El borracho -trató de defenderse, pero su resistencia fué vana: el tabernero le cogió -por las solapas con una mano, para asegurar bien el golpe que iba á -darle con la otra, y en seguida, de un puñetazo recto y seguro le lanzó -hasta la <i>terrasse</i> con la cara rota y bañada en sangre.</p> - -<p>Aquella noche Juan Thom cenó con el señor Gustavo; Marta comía con -ellos, pero á cada momento se levantaba para servirles. Los dos hombres -comentaron el lance, machacando pesadamente sobre los mismos detalles: -Juan Thom acababa de vaciar su botella y se hallaba en la <i>terrasse</i>, de -cara á la taberna y mirando á Marta; el señor Gustavo estaba detrás del -mostrador y dando la espalda al salón; en aquel momento...</p> - -<p>—Pues si no acude usted tan á tiempo—declaró el jockey con llaneza -simpática—, ese tagarote da fin de mí.</p> - -<p>—¡Vaya!... Pero conmigo la criada le salió respondona. ¿Eh?... ¡Tengo -los puños muy sólidos! Al que yo le trabe por el cuello, ya puede -despedirse de su familia...</p> - -<p>Hablando así, el tabernero reía á carcajadas, con una violencia tonante -que hacía vibrar la cristalería<a name="page_096" id="page_096"></a> de los armarios. Bruscamente, -reconociendo al jockey humillado, se interrumpió para decir:</p> - -<p>—¡Caramba! ¡Pero usted es valiente!</p> - -<p>Juan Thom, modestamente, bajó los ojos. El señor Gustavo repitió:</p> - -<p>—¡Ya lo creo! Es usted un bravo... Porque hay que considerar que usted -no tiene fuerza... que á usted, de un estornudo, se le tira al suelo...</p> - -<p>Y como el jockey no contestase, Marta repuso:</p> - -<p>—Sí; el pobre no ha podido hacer más... ¡Pero, como es tan pequeño!...</p> - -<p>Thom miró á la joven y su mirada fué una lágrima. Marta, que era más -alta que él, le compadecía. Nunca se sintió el infeliz más -insignificante que entonces.</p> - -<p>Después entraron dos parroquianos, y el señor Gustavo, que ya había -cenado, fué á servirles. Juan Thom bebió solo su café. De cuando en -cuando suspiraba y miraba al espacio fumando su pipa. De pronto -experimentó cierto dulce alivio. Acababa de sorprender á Marta -observándole desde detrás del mostrador, por encima del periódico que -aparentaba leer atentamente.<a name="page_097" id="page_097"></a></p> - -<h3><a name="V-b" id="V-b"></a>V</h3> - -<p>Una mañana, al despertar, Juan Thom se preguntó:</p> - -<p>—¿Por qué estoy tan triste?</p> - -<p>Era, efectivamente, la suya una melancolía antigua y de honda raigambre -que le había mordido reiteradas veces, pero sin que él supiese que -aquello tan profundo, tan frío, que le robaba todo voluntario impulso y -le explicaba la voluptuosidad de morir, se llamaba así: tristeza.</p> - -<p>Mientras se vestía, el pequeño Thom volvió á interrogar á su conciencia -á propósito de aquel malestar que iba invadiéndole poco á poco como una -ola amarga; y al hacerlo fué en alta voz, cual si alguien que no fuera -él mismo hubiese de responder á su pregunta:</p> - -<p>—¿Por qué estoy tan triste?</p> - -<p>No era la nostalgia de hallarse expatriado, ni la de ser feo, ni la de -vivir pobremente, á pesar de lo mucho que llevaba trabajado: era algo -más, otra cosa... ¿Qué podría ser?... Hasta que su desasosiego -innominado tuvo un semblante y un nombre.<a name="page_098" id="page_098"></a> Aquella revelación fue -inesperada y deslumbrante, como obra de embaucamiento ó de hechizo.</p> - -<p>—Estoy enamorado de Marta...—pensó con estupor Juan Thom.</p> - -<p>Y era así: en las almas los movimientos se generan y hállanse sometidos -á las leyes mecánicas que gobiernan el dinamismo de las máquinas. En -éstas, por ejemplo, el impulso que hace resbalar unos sobre otros los -engranajes de tres ó cuatro ruedas pequeñas, se comunica á lo largo de -las correas de transmisión á otros engranajes más grandes, y de éstos á -otros mayores aún, y al cabo á un volante gigantesco y de tremendo vigor -que, al alimentar con su trabajo la vida de la fábrica, reasume y -expresa las energías que todas las ruedas, árboles, émbolos, engranajes, -distributores y correas, desarrollaron antes que él. Lo mismo ocurre en -las almas, donde no es raro que todo cuanto en ellas dejó la herencia, -el temperamento, la educación, el ejemplo y demás factores que cooperan -á la formación de los caracteres, bruscamente se aúne, y los -sentimientos que antes parecían antagónicos, luego se fundan para correr -por el mismo cauce y componer una solitaria y todopoderosa corriente.</p> - -<p>Esta transformación sorprendente y maravillosa como mutación de comedia -de magia fué la que, en el curso rapidísimo de una noche, varió el alma -sencilla de Juan Thom. El, poco acostumbrado á la meditación, había -vivido ignorante de<a name="page_099" id="page_099"></a> sí mismo y alejado de su propia conciencia: él, que -nació inclusero, experimentaba, por atavismo sin duda y sin saberlo, la -nostalgia de la madre y del padre que no conoció; él, inadvertidamente, -acaso padecía también la melancolía de envejecer lejos de su patria, la -ausencia total de afectos entrañables, la inanidad desesperante de la -gloria, el aterido cansancio de una existencia que ya declinaba y aún no -tenía rumbo, el espanto de tumba de las almas que caminan solas. Y -repentinamente, estas desilusiones secretas, que correspondían á otros -tantos deseos, se fundieron en un brusco anhelo; impulso único, -despótico, rectilíneo.</p> - -<p>Según las arterias recogen toda la sangre de los vasos capilares, ó como -un río cosecha las aguas todas de la cuenca hidrográfica donde nace, así -las ilusiones, las desesperanzas, los arrebatos, los recuerdos, cuanto -el espíritu de Juan Thom había vivido y esperaba vivir aún, se sintetizó -y mezcló en un gesto que tenía un nombre de mujer: Marta. Y ya no pensó -mas que en aquello: era indispensable acercarse á ella, conquistarla: -allí estaba el norte seguro de sus alegrías, el remedio inefable de -todos sus despechos.</p> - -<p>Y Juan Thom, mientras terminaba de anudarse la corbata delante del -espejo, afirmó decidido:</p> - -<p>—Sí, por eso estoy triste; porque estoy enamorado de Marta y yo no lo -sabía...</p> - -<p>La tarde en que el jockey se resolvió á declarar su cariño á la joven, -ésta le oyó sin inmutarse, con esa frialdad que inspiran las -confesiones<a name="page_100" id="page_100"></a> poco deseadas y que se han visto llegar lentamente.</p> - -<p>—Por mí—dijo—no hay inconveniente; usted me parece un hombre bueno... -eso es lo principal. Pero necesito saber la opinión de mi padre: yo no -hago nada sin su consentimiento.</p> - -<p>—En tal caso—repuso Juan—, hablaré con él...</p> - -<p>—Como usted guste.</p> - -<p>La conversación de Juan Thom con el señor Gustavo se redujo á una -cuestión de números: la dote de Marta no llegaba á quince mil francos. -Juan, por lo visto, no tenía mucho más, y con treinta mil francos nadie -se establece decorosamente. Tímidamente Juan insinuó sus deseos, cada -día más notorios, de retirarse al campo. El tabernero le interrumpió: -Marta, acostumbrada al bullicio alegre de París, no querría vivir en un -pueblo, y menos separada de su padre.</p> - -<p>—Yo no la he interrogado acerca de esto—terminó—; pero la conozco y -creo que no accederá...</p> - -<p>Ante el señor Gustavo, saludable, hercúleo, casi rico, con el crédito -que le daba un negocio boyante y la obediencia de la mujer amada, el -pequeño Thom se sentía anonadado y minúsculo, ¡Y si él hubiera podido -oponer á las exigencias, un tanto impertinentes, de su presunto suegro, -la afirmación de que Marta le quería!... Pero la joven se lo había dicho -bien claramente: «Yo no hago nada sin consentimiento de mi padre». No -tenía, por tanto, armas con qué luchar y debía someterse á lo que la -parte enemiga decidiera.<a name="page_101" id="page_101"></a></p> - -<p>—Y, más tarde—prosiguió el tabernero triunfante—, cuando vengan los -hijos, ¿qué harían ustedes?</p> - -<p>El jockey, sin levantar los ojos del suelo, movía la cabeza reconociendo -con aquel signo afirmativo que el señor Gustavo tenía razón.</p> - -<p>—Trabaje usted algunos años más—concluyó el tabernero—, y ya veremos. -Mi hija todavía no necesita casarse. ¿Sabe usted qué edad tiene?...</p> - -<p>—Tendrá... ¿veinte años?</p> - -<p>—Diez y nueve nada más. Es demasiado joven.</p> - -<p>—Sí, ella es joven—repuso Thom suspirando—; ella puede esperar... ¡ya -lo creo!... Pero yo, no; yo voy siendo viejo...</p> - -<p>A pesar del resultado negativo de aquella primera gestión, Juan Thom -continuó yendo á la taberna casi todas las tardes. Una veces cenaba allí -y luego, mientras bebía su café y fumaba dos ó tres pipas, se abismaba -en la lectura de un periódico; otras, en que tenía prisa, tomaba un bock -y se iba. Marta, en pie delante de él, las manos metidas en los -bolsillos de su delantalito blanco festoneado de encajes, le despedía -con una sonrisita amable.</p> - -<p>—Buenas noches, señorita Marta.</p> - -<p>—Buenas noches, señor Thom; hasta mañana.</p> - -<p>Esta despedida trivial en que había como un deseo de volver á verle, -consolaba al jockey.</p> - -<p>—Si no volviese—se decía—creerían que me consideraba ofendido y -hablarían mal de mí.</p> - -<p>Los lunes, que eran días de poco trabajo, el señor<a name="page_102" id="page_102"></a> Gustavo y su hija -cenaban con él. El tabernero era muy aficionado á las carreras de -caballos, en las que todos los domingos arriesgaba tres ó cuatro luises. -La amistad del pequeño Thom le había sido muy útil; gracias á él llevaba -ganados en aquellos dos últimos meses más de seiscientos francos, y esto -le inspiraba un fuerte agradecimiento hacia el jockey.</p> - -<p>—¿Cómo se las arregla usted—decía—para conocer tan perfectamente la -condición de cada caballo? Si yo poseyese tal habilidad, le aseguro á -usted que, antes de llegar á viejo, era millonario.</p> - -<p>Inmóvil y pálido como una figura de cera, Juan Thom replicaba guiñando -los ojillos.</p> - -<p>—Ese es un don que no se adquiere en ninguna parte. Yo no «estudio» al -caballo que voy á montar: yo lo «adivino»...</p> - -<p>Hablaba de <i>Rick</i>, que era su pasión, su orgullo: describía su -complexión, su color, la expresión de su mirar, su aliento soberano.</p> - -<p>Para distraer á sus interlocutores y convencerles de que los mejores -caballos son los alazanes obscuros ó tostados, refirió una historia que -oyó contar, siendo niño, á su amo y maestro don Pedro del Real.</p> - -<p>Decía la leyenda que cierto <i>cheik</i> ciego iba guiado por su hijo, -huyendo de un tropel de furiosos enemigos. «—Hijo—preguntó el -<i>cheik</i>—, ¿qué caballos montan nuestros perseguidores?—Caballos -blancos, padre.—Entonces, llevémosles por donde haya sol, porque bajo -el sol se derretirán<a name="page_103" id="page_103"></a> como si fuesen de nieve...» Transcurrieron así -varias horas, pasadas las cuales tornó á preguntar el <i>cheik</i>: «—Hijo, -¿cómo son los caballos que oigo galopar detrás de nosotros?—Son negros, -padre.—Pues procura llevarlos por terreno áspero, porque á fuer de -casquiblandos se romperán los cascos en el suelo...» Pero luego, como -sintiese el anciano jefe que el estrépito de sus acosadores resonaba más -cerca, volvió á informarse con inquietud del color de los caballos que -montaban, y al saber que eran alazanes exclamó: «En tal caso, lo mejor -es ocultarnos y dejarles pasar. De lo contrario, somos muertos».</p> - -<p>—Y así es <i>Rick</i>—concluyó Juan Thom—como esos caballos árabes que -corren sin sudar, durante todo un día, bajo el sol del desierto.</p> - -<p>Proseguían charlando hasta las nueve y media ó las diez de la noche, -hora en que el jockey, que necesitaba madrugar, se retiraba. Al -marcharse, el tabernero, más afectuoso que antes, le acompañaba hasta la -puerta, mirándole con ojos de enternecimiento y simpatía que parecían -decirle: «No crea usted que he olvidado la conversación que tuvimos una -tarde: mi hija y yo pensamos en usted».</p> - -<p>Una noche el señor Gustavo y Marta invitaron á Juan Thom á cenar; los -dos parecían preocupados y hablaron poco. A los postres el bordelés -preguntó:</p> - -<p>—Diga usted, amigo Juan: ¿usted tiene mucha confianza en <i>Rick</i>?<a name="page_104" id="page_104"></a></p> - -<p>—Tengo más confianza en él—repuso gravemente el jockey—que en mí -mismo.</p> - -<p>Hubo un largo silencio que desconcertó á Thom. Aquella pregunta -inesperada acababa de precipitarle en un abismo de dudas. Los dos -hombres se miraban, fumando sus pipas: Marta leía un periódico. El señor -Gustavo fue quien habló primero:</p> - -<p>—¿<i>Rick</i> no ha sido vencido nunca?</p> - -<p>—Jamás—repuso Thom, cuyos ojuelos llamearon de soberbia.</p> - -<p>—Es que el mejor caballo, en un momento cualquiera puede flaquear... -despistarse...</p> - -<p>—¡Pero éste no!—interrumpió Thom orgulloso y magnífico—: yo respondo -de él. ¡<i>Rick</i>, bajo mis rodillas, es invencible!</p> - -<p>En aquel instante el pequeño jockey aparecía transfigurado y mejorado: -su perfil simiesco temblaba de emoción colérica. Marta había dejado de -leer y fijaba en él una mirada rectilínea de curiosidad y de sorpresa.</p> - -<p>El señor Gustavo descargó un formidable puñetazo sobre la mesa, y -levantando mucho la voz, en una sincera explosión de generosidad:</p> - -<p>—Pues, si es así—dijo—, Marta juega los quince mil francos de su dote -á <i>Rick</i>... ¡Y se casan ustedes!</p> - -<p>Un livor cadavérico cubrió las mejillas pecosas y enjutas del jockey, y -mortal temblor sacudió su pobre cuerpo enano.</p> - -<p>—¿Es verdad, Marta?—balbuceó—¿es verdad lo que dice el señor -Gustavo?<a name="page_105" id="page_105"></a></p> - -<p>Y la joven, sonriendo apenas, repuso:</p> - -<p>—Sí, señor Thom: mi padre lo ha dicho... Juan Thom sintió que la -emoción le ahogaba: el agradecimiento y la alegría arrasaron sus ojos en -lágrimas y rompió á llorar.</p> - -<p>—Gracias—tartamudeaba—, muchas gracias... Ya soy feliz... ya no -dudo... ¡Marta será mía!...</p> - -<p>Calló y, sin saber qué hacía, se puso de pie; pero en seguida tuvo que -sentarse. Estaba deslumbrado: ante sus ojos acababa de pasar una gran -luz.</p> - -<p><a name="page_106" id="page_106"></a></p> - -<p><a name="page_107" id="page_107"></a></p> - -<h3><a name="VI-b" id="VI-b"></a>VI</h3> - -<p>Las carreras del «Gran Premio», que se disputa sobre el <i>turf</i> de -Longchamps, despertaban aquel año extraordinario interés. Se hablaba de -una apuesta de quinientos mil francos pendiente entre el conde Narciso y -un <i>sportsman</i> inglés dueño del <i>Cromwell</i>, que había ganado el premio -«Diana» y era tenido por el corredor más fuerte de los hipódromos -británicos. Los periódicos de sports aseguraban que la lucha entre -<i>Cromwell</i> y <i>Rick</i> sería emocionante: era la primera vez que aquellos -dos corredores, hasta entonces invencibles, iban á medir sus fuerzas. -Muchos inteligentes votaban por <i>Rick</i>; otros, en cambio, decían que las -facultades del llamado, por antonomasia, «el primer caballo de Francia», -iban declinando, mientras <i>Cromwell</i>, más joven que su glorioso enemigo, -alcanzaba la plenitud de su vigor.</p> - -<p>Juan Thom, por su parte, no dudaba de la victoria, y á solas en la -caballeriza con <i>Rick</i> le abrazaba y besuqueaba hablándole de su próximo -combate,<a name="page_108" id="page_108"></a> donde era necesario vencer, porque de ello dependía su boda -con Marta.</p> - -<p>—¡Si supieses cuánto la quiero!... Esa mujer puede hacerme dichoso, -<i>Rick</i>; ayúdame á lograrla. ¿No te gustaría á ti verme contento?</p> - -<p>Enternecido por sus propias palabras, el jockey sentía que su amor hacia -<i>Rick</i> desbordaba, trocándose en gratitud honda y jugosa; <i>Rick</i> le -escuchaba derribando las orejas hacia atrás, bajando la cabeza para que -su jinete le rascase la frente; y luego alzaba el cuello poderoso, con -un resoplido de ufanía.</p> - -<p>De repente y como por ensalmo, la adversidad vino á destruir los planes -de Juan Thom. A principios de Abril, mes y medio antes de verificarse -las carreras del «Gran Premio», falleció el conde Narciso, y su hijo y -heredero, con quien meses atrás el pequeño Thom había tenido un -disgusto, despidió al jockey.</p> - -<p>Aquella noche, Juan refirió llorando al señor Gustavo la desgracia que -le abrumaba. Estaba fuera de sí. La pérdida de <i>Rick</i> le enloquecía, no -porque el pan fuese á faltarle, pues el amo de <i>Cromwell</i>, apenas supo -lo ocurrido, le mandó llamar, sino porque él amaba á <i>Rick</i> y parecíale -que con éste le quitaban la historia de todos sus triunfos. En aquellos -primeros momentos de pesadumbre desgarradora, el jockey no hablaba de su -porvenir ni de su amor hacia Marta: sólo hablaba de <i>Rick</i>, que era su -pasado; pasado magnífico, glorioso como una selva de laureles.<a name="page_109" id="page_109"></a></p> - -<p>—Yo lo he visto nacer—decía llorando—, yo lo he amaestrado como -ningún otro caballo lo fué... ¡es el fruto de todos mis estudios!... Sin -él mi fama se derrumbará, porque ya he perdido las ganas de trabajar, y -seré uno de tantos...</p> - -<p>Era ya tarde, y el señor Gustavo, apenas se marcharon los últimos -parroquianos, cerró la taberna. Después puso sobre la mesa del jockey -tres «dobles» de cerveza, encendió con aire preocupado su pipa, y -sentado á horcajadas en una silla, esperó. Marta observaba á Thom sin -comprenderle, hallando un poco ridícula aquella pasión de artista. Pero -las lágrimas del jockey habían emocionado el corazón meridional del -tabernero.</p> - -<p>—No hay que desesperarse—dijo—. ¡Trueno de Dios!... Usted, por lo -visto, es de los hombres que naufragan en un buche de agua.</p> - -<p>—¿Yo? ¿Porqué?... ¿Acaso no tengo motivos para desesperarme? ¿No -comprende usted que este accidente destruye todos mis planes?...</p> - -<p>—A eso voy. Yo le prometí á usted jugar á Rick los quince mil francos -de la dote de Marta...</p> - -<p>—Sí, señor.</p> - -<p>—Pues yo no me arrepiento jamás de lo que ofrezco; de modo que si no -los juego á <i>Rick</i>, los jugaré á <i>Cromwell</i>... Vaya... ¿está usted -contento?...</p> - -<p>Juan miraba al suelo sin contestar. Las palabras generosas del tabernero -no parecían haberle alegrado. El señor Gustavo continuó:</p> - -<p>—Yo tengo en usted confianza inmensa y me<a name="page_110" id="page_110"></a> parece que no perderemos la -apuesta, ¿eh?... Diga usted, creo que no la perderemos...</p> - -<p>Hubo un silencio, durante el cual Marta miró ahincadamente al jockey, -como subrayando con los ojos lo que acababa de decir su padre. Juan Thom -permanecía inmóvil y callado; estaba muy colorado, su respiración era un -jadeo, sus ojuelos azules se dilataban en el círculo de sus pestañas -rojizas. Temblaban sus mejillas pecosas. Aquel silencio, que parecía -disimular una duda, alarmó al tabernero.</p> - -<p>—¿Usted ha visto á <i>Cromwell</i>?</p> - -<p>Maquinalmente el jockey replicó:</p> - -<p>—Lo he visto.</p> - -<p>—¿Qué edad tiene?</p> - -<p>—Siete años.</p> - -<p>—¿Y es realmente un animal magnífico?</p> - -<p>—Soberbio.</p> - -<p>—¿Lo montará usted á gusto? ¿Se siente usted capaz de vencer con él?</p> - -<p>Hubo otra pausa. El pequeño Thom se oprimía las manos una contra otra, -haciendo crujir los dedos.</p> - -<p>El tabernero se impacientó. Una nube de desconfianza sombreó su frente.</p> - -<p>—Porque, debemos hablar clarito—exclamó—; si usted no está seguro de -ganar... ¡qué diablos!... ¡no hay nada de lo dicho!</p> - -<p>Y Marta, que sin duda pensaba con zozobra en que los quince mil francos -de su dote podían perderse, agregó suavemente:<a name="page_111" id="page_111"></a></p> - -<p>—Yo también soy partidaria de esperar; ¿no le parece á usted, señor -Thom? Tendremos paciencia.</p> - -<p>Estas palabras cautelosas de prudencia y desamor sacudieron el -cuerpecillo del jockey, que miró á Marta fieramente. La joven parecía -resignada, y la serenidad de su actitud ratificaba la decisión de su -padre. Juan Thom sintió que aquel último baluarte de su felicidad se le -escapaba también, y su orgullo de jinete y su cariño hacia Marta le -devolvieron su vigor derrotado.</p> - -<p>—Pueden ustedes apostar por mí—exclamó—; y no hablemos más de esto. -¡<i>Cromwell</i> vencerá!</p> - -<p>Vacilante, el tabernero se atrevió á objetar:</p> - -<p>—¿Y si se equivoca usted?</p> - -<p>—No, señor.</p> - -<p>—Sería horrible que usted, llevado de su buen deseo...</p> - -<p>El jockey le interrumpió con un gesto vertical y magnífico de emperador.</p> - -<p>—Repito que no me equivoco—dijo—; yo sé lo que prometo. <i>Cromwell</i> -vencerá.</p> - -<p>Durante los cuarenta días que faltaban aún para la celebración del -famoso concurso hípico que marca la dispersión de la aristocracia -parisina hacia las estaciones balnearias, Juan Thom dedicó todos sus -afanes á la educación física y moral de <i>Cromwell</i>. Era un caballo -negrísimo y de alzada gigantesca, fino de extremidades y de cuello; su -cabeza, fea y grande, tenía un extraordinario poder; al andar había en -todo su cuerpo un vaivén<a name="page_112" id="page_112"></a> de agilidad suprema. El pequeño Thom pasaba -los días junto á él, estudiando su condición, acostumbrándole á sus -mañas, adiestrándole en aquellos esforzados ejercicios que mayor -elasticidad y entereza podían dar á sus músculos, corrigiendo -cuidadosamente la calidad de sus piensos. De noche, antes de acostarse, -también iba á verle, mimándole, hablándole, procurando voluntariamente -dedicarle aquel gran cariño paternal que sintió por <i>Rick</i>. Y había en -este esfuerzo algo del empeño inútil que ponen las madres en consolarse, -con el hijo que les queda, del hijo que se fué.</p> - -<p>También trató de enseñarle aquel grito de guerra que hizo á Rick -invencible:</p> - -<p>—¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...</p> - -<p>Pero este avatar misterioso no despertaba en <i>Cromwell</i> ninguna emoción. -El jockey que desbravó á <i>Cromwell</i>, y pasaba por ser uno de los mejores -caballistas de Inglaterra, ¿poseería también algún golpe ó palabra que -tuviese la capacidad de desbocarle?... Esto era imposible averiguarlo, -pues tales secretos los jockeys no se los dicen nunca, y Juan Thom se -alivió considerando que el grito que trastornaba á <i>Rick</i> nadie lo sabía -tampoco.</p> - -<p>No satisfecho con perfeccionar las excelencias físicas y morales de su -nuevo caballo, el veterano jockey, aprovechando cuantos detalles -pudiesen cooperar al buen éxito de su empresa, construyó una fusta -especial, á la vez ingrave y durísima, y mandó fabricar una silla que -apenas pesaba<a name="page_113" id="page_113"></a> dos libras y cuyas acciones de lana y seda tejió él -mismo: y, finalmente, sometióse á nuevos masajes y á severísimos ayunos. -Bien pronto apareció más pequeño, más flaco; su busto se encorvó; -acentuóse la canal de su nuca; sus mejillas terrosas, maculadas de -pecas, tenían la palidez de los cadáveres; su cabeza chata y puntiaguda -de simio llegó á ser repugnante. Una tarde Juan Thom comprobó -alegremente que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos.</p> - -<p>En la taberna del señor Gustavo no se hablaba mas que del «Gran Premio». -La misma Marta parecía emocionada, como si aquello fuese más que un -asunto de interés, una cuestión de amor propio. Todas las noches, -después de cenar Thom, los novios hablaban un ratito. El señor Gustavo, -para no estorbarles, cogía un periódico y se sentaba al otro extremo del -establecimiento.</p> - -<p>—¡Trueno de Dios!—pensaba—, bueno es que los muchachos vayan -acostumbrándose el uno al otro.</p> - -<p>Pocos días antes de las carreras, Marta se mostró más efusiva, «más -mujer» que nunca.</p> - -<p>—Mi padre—dijo—ha visto á <i>Cromwell</i> y está entusiasmado; le gusta -más que <i>Rick</i>.</p> - -<p>Y añadió confidencial, bajando la voz:</p> - -<p>—Creo que, en lugar de quince mil francos, va á jugar veinte mil; todo -lo que tiene. Si él llegase á decirle á usted algo, yo ruego á usted que -no se dé por enterado.</p> - -<p>El jockey hizo un ademán de asentimiento; estaba<a name="page_114" id="page_114"></a> embelesado; aquella -súplica inocente le había parecido dulce como una caricia. El, por su -parte, vació en Marta su corazón.</p> - -<p>—Yo también apostaré á <i>Cromwell</i> todas mis economías: treinta mil -francos. No es mucho... pero... ¡no tengo más!...</p> - -<p>Ella, cariñosamente, le llamó «ambicioso». Con cincuenta mil francos y -un poco de orden podían abrir una taberna, ó una tiendecita de sombreros -para señoras, y vivir tranquilos.</p> - -<p>—Yo—concluyó—aprendí cuando niña el oficio de sombrerera y me gusta -mucho.</p> - -<p>Oyéndola Juan Thom entornaba los párpados, sintiendo que á la felicidad -se la ve mejor con los ojos cerrados.</p> - -<p>Luego, tímidamente:</p> - -<p>—¿Por qué no nos vamos á España, á un pueblo...? ¡Oh! Tengo tantos -deseos de vivir en el campo...</p> - -<p>Marta le interrumpió, y hubo en la seca displicencia de su gesto una -gran crueldad.</p> - -<p>—No, eso, no. A mí no me gusta el campo, no piense usted en el campo. -Yo no quiero salir de París.</p> - -<p>Cuando Juan Thom se fué, la joven le acompañó hasta la puerta.</p> - -<p>—Adiós, Marta; mañana vendré temprano.</p> - -<p>—Adiós, señor Thom.</p> - -<p>El se alejaba, volviendo á cada dos ó tres pasos la cabeza, y ella le -saludaba con la mano. Al fondo de la calle había un farol, traspuesto el -cual ya<a name="page_115" id="page_115"></a> se perdía de vista la taberna. El jockey lo sabía y allí se -detuvo. La luz caía aplomo sobre él, poniendo un nimbo lechoso á su -figurilla mezquina y ridícula. Marta sonreía. Nunca el pequeño Thom la -había parecido tan feo.</p> - -<p><a name="page_116" id="page_116"></a></p> - -<p><a name="page_117" id="page_117"></a></p> - -<h3><a name="VII-b" id="VII-b"></a>VII</h3> - -<p>Juan Thom consultó su reloj; las ocho; hora de cenar. Sin perder momento -cerró cuidadosamente el armario de luna y miró á su alrededor, -cerciorándose de que todo, dentro de su pulcro gabinete de soltero, -quedaba limpio y ordenado. En el recibimiento recogió su sombrero, que -acostumbraba á encajárselo bien sobre el occipital, como hacía en los -hipódromos con su liviana gorrilla de jockey, y salió. Comenzó á bajar -la escalera; sus pies calzados con botas de charol, pies enjutos, -pequeños como los de un niño, rozaban delicadamente los peldaños -alfombrados.</p> - -<p>Al llegar al portal le entregaron una tarjeta roja con filetes dorados, -que olía á heliotropo. En el fondo bermejo y satinado del cartoncillo -aparecía en caracteres blancos, de la más fina escritura inglesa, un -nombre de mujer: <i>Ana María</i>.</p> - -<p>—Esta tarjeta—dijo la portera—debe de haberla traído la misma -interesada. ¿La conoce usted?<a name="page_118" id="page_118"></a></p> - -<p>El jockey alzóse de hombros, ingenuo y desdeñoso.</p> - -<p>—No recuerdo.</p> - -<p>—Vamos, señor Thom, no sea usted hipócrita...</p> - -<p>A la insinuación maliciosa de la portera, sonriente, el diminuto Thom -opuso un gesto escéptico y triste.</p> - -<p>—Demasiado sabe usted que las mujercitas no me preocupan.</p> - -<p>—Ya lo sé, señor Thom...</p> - -<p>Y al reconocerlo así, la buena mujer, que había tenido varios hijos, -suspiró y miró á su inquilino con esa sincera piedad que inspiran á las -madres de familia los hombres que llegaron á viejos sin haber sido -amados. Agregó:</p> - -<p>—Si quiere usted esperar á esa señora... dijo que volvía en seguida, -que tuviese usted la bondad de aguardar un poco...</p> - -<p>Juan Thom examinaba la tarjeta perplejo, con ese aire idiota que -adquiere el semblante del hombre á quien le dan á leer un libro escrito -en un idioma que no comprende.</p> - -<p>—No sé...—murmuró suspirando—no sé... ¿Y si tarda?</p> - -<p>En aquel momento penetró en el portal, llenándolo con el frufruteo -perfumado y alegre de sus faldas, una mujer alta y rubia, hermosa, con -hermosura imponente y llamativa, bajo las alas ondulantes, -artísticamente complicadas, de un enorme sombrero blanco. Una blusa -color salmón, con mangas transparentes de encaje, ceñía<a name="page_119" id="page_119"></a> apretadamente -su busto magnífico, á la vez flexible y pomposo. Tenía los ojos azules y -grandes, la nariz corta; en el óvalo del rostro carnoso, «maquillado» -como el de una actriz, los labios retocados exageradamente de carmín, -pintaban un clavel sangriento. Avanzó resuelta, segura de agradar.</p> - -<p>—¿El señor Thom?...</p> - -<p>—Servidor de usted.</p> - -<p>—Esta tarde tuve el honor de dejarle mi tarjeta... deseaba hablar con -usted.</p> - -<p>—Estoy á sus órdenes, señora; si quiere usted molestarse en subir á mi -cuarto...</p> - -<p>Ella le examinaba curiosamente, sorprendida de que aquel hombrecillo, -que en los hipódromos parecía llevar á la Fortuna bajo las rodillas, -fuera, visto de cerca, tan mezquino y tan feo.</p> - -<p>—No—dijo—, podemos dar un paseo: mi automóvil nos llevará adonde -usted guste.</p> - -<p>Salieron. En la esquina más próxima esperaba el automóvil de Ana María; -un soberbio «Renault» pintado de amarillo, trepidante, amenazador en el -nimbo rojizo de sus focos encendidos. La joven subió la primera, y al -apoyar su pie sobre el estribo, todo su cuerpo espléndido tuvo una larga -oscilación voluptuosa. Cerca de ella se acomodó Juan Thom; sus pies -apenas tocaban al suelo; en la amplitud del vehículo, el pequeño jockey, -con su rostro anémico y flaco y su sombrero metido hasta el cogote, daba -la impresión de un niño enfermo.<a name="page_120" id="page_120"></a></p> - -<p>El «Renault» de Ana María rodaba silencioso y pausado sobre los densos -pneumáticos de sus ruedas.</p> - -<p>—¿Hacia dónde quiere usted ir?—preguntó la joven.</p> - -<p>—Me es igual—repuso Thom cortésmente—; dirija usted.</p> - -<p>—No... porque no querría turbar el plan que se hubiese usted trazado -para esta noche. ¿Usted no ha cenado todavía?</p> - -<p>—No, señora.</p> - -<p>—¿Quiere usted cenar conmigo?</p> - -<p>El jockey iba á responder afirmativamente, pero la imagen de Marta, con -sus ojos grandes y honrados, revivió de súbito en su memoria y aquel -recuerdo le intimidó y turbó como una acusación. Empezó á balbucear:</p> - -<p>—Con mucho gusto... sí... pero... me había comprometido... una familia, -con la que no tengo confianza, me espera, y...</p> - -<p>La aventurera comprendió; lo único que puede separar á un hombre de una -mujer, es otra mujer... y sonrió, hallando muy cómico que el pequeño -Thom estuviese enamorado.</p> - -<p>—Es igual—dijo—; otra noche será. ¿Dónde le aguardan á usted?</p> - -<p>—En la calle de... Es muy lejos; más allá de Neuilly...</p> - -<p>—No importa; para los automóviles no hay distancias.</p> - -<p>Sus dedos finos y blancos, ricamente enjoyados,<a name="page_121" id="page_121"></a> repicaron frívolos -sobre los cristales delanteros del vehículo. El <i>chauffeur</i> volvió la -cabeza, y sus ojos negros, llenos de vehemencia moza, miraron á la joven -osadamente, cual si en ellos persistiese aún la impresión de haberla -visto desnuda alguna vez... en una noche de aburrimiento quizás...</p> - -<p>Ana María gritó:</p> - -<p>—¡Hacia la puerta Maillot!</p> - -<p>Después, volviéndose confidencial hacia el jockey, agregó:</p> - -<p>—Lo que necesito comunicarle se dice pronto; yo creo que llegaremos á -entendernos...</p> - -<p>Rápidamente demostró conocer la historia artística de su interlocutor -durante aquellos dos últimos años. Juan Thom sonreía, asombrado y -contento. Ella le citó nombres de caballos célebres, le habló de <i>Rick</i> -y de sus éxitos más notables; su conversación fácil, en la que barajaba -familiarmente nombres de jockeys y de <i>sportsmans</i> célebres, probaba que -Ana María conocía perfectamente la vida íntima de los hipódromos. Las -carreras de caballos la exasperaban, y en ellas había disipado y rehecho -su fortuna varias veces. Aquella pasión insensata la arrebató sus -amantes más generosos, que la dejaron, cansados de malgastar dinero. El -año anterior había perdido cerca de medio millón de francos. También -habló de <i>Cromwell</i>.</p> - -<p>—El objeto principal de mi visita—añadió—es saber, pero con fijeza -absoluta, si usted está<a name="page_122" id="page_122"></a> seguro de triunfar con <i>Cromwell</i> en las -próximas carreras del «Gran Premio».</p> - -<p>El rostro de Juan Thom adquirió bruscamente una expresión cerrada, -impenetrable.</p> - -<p>—No puedo—dijo—dar á su pregunta ninguna contestación concreta. Todos -los jockeys peleamos sobre el <i>turf</i> con absoluta buena fe; usted lo -sabe... Hacemos cuanto podemos, cuanto sabemos... pero no es lo mismo -tener «la esperanza» de vencer, que «la seguridad» de vencer...</p> - -<p>Ana María le interrumpió con una sonrisa callada, suave, acariciadora -como el roce de un terciopelo.</p> - -<p>—Todas esas son «palabras...», señor Thom, y yo no me doy por -satisfecha con tan poco. Necesito y merezco saber más. Sea usted franco; -no tema usted. Yo soy la querida del marqués de Laverie... el -propietario de <i>Cromwell</i>.</p> - -<p>La sorpresa agudísima que crispó las facciones del jockey dibujó sobre -los labios acarminados, lascivamente prometedores, de Ana María, una -nueva sonrisa.</p> - -<p>—Ya ve usted—concluyó—que no está usted tratando con una persona -extraña.</p> - -<p>Prosiguió hablando con aquella voz persuasiva y blanda—voz de -alcoba—rica en desmayos y cadencias de amor, que tan alto y penetrante -merecimiento daba á sus palabras. Ella estaba resuelta á jugarse en las -próximas carreras todas sus economías: ciento cincuenta mil francos. -¿Pero, á<a name="page_123" id="page_123"></a> cuál de los dos principales corredores? ¿A <i>Cromwell</i>... á -<i>Rick</i>?...</p> - -<p>Había cogido entre sus manecitas hadadas la diestra flaca y dura del -jockey.</p> - -<p>—Prescinda usted por un momento—murmuró—de su orgullo de jinete. Ya -sé que pido mucho... Los artistas, y usted lo es, antes que hombres son -artistas... Pero no olvide usted que, si es usted bueno para mí, yo -sabré ser muy indulgente y muy generosa con usted...</p> - -<p>Calló para mirarle de frente, y en sus largas pupilas azules había un -infinito de amor. El pequeño Thom tembló y sus mejillas pecosas se -colorearon ligeramente, Balbuceó:</p> - -<p>—Siga usted...</p> - -<p>—Yo necesito saber—continuó Ana María—si <i>Rick</i> ha sido invencible -porque usted lo montaba, ó si, por el contrario, usted ha sido -invencible porque montaba á <i>Rick</i>. Si lo primero, yo apuesto por -<i>Cromwell</i>; si lo segundo, apuesto por Rick.</p> - -<p>Había rodeado con uno de sus brazos semidesnudos el cuello delgado de -Thom, y le atraía hacia sí, ofreciéndole apoyo y generoso descanso en la -ampulosidad de su seno odorante y magnífico. Transtornado Juan Thom, iba -á condenar á Rick, pero se contuvo.</p> - -<p>—<i>Rick</i>—dijo—vale mucho.</p> - -<p>—¿Y vencerá?</p> - -<p>—No, señorita. Vencerá <i>Cromwell</i>.</p> - -<p>—¿Por qué?</p> - -<p>—¿Y para qué quiere usted saber la razón?...<a name="page_124" id="page_124"></a> Conténtese usted con -estar segura de que la victoria será mía... nuestra...</p> - -<p>Y repentinamente, como si tuviese prisa en quebrar aquel hechizo sensual -en que la joven iba envolviéndole, añadió:</p> - -<p>—Yo tengo novia, señorita... y mi novia, con quien pienso casarme este -verano, juega toda su dote á <i>Cromwell</i>.</p> - -<p>Esta confesión varió el rumbo del diálogo, cual si á partir de aquel -instante la imagen de Marta se hubiese instalado entre ambos -interlocutores separándoles. Fué la conversación leal, íntima, sin -asomos sensuales, de dos amigos que se unen para realizar un buen -negocio.</p> - -<p>—¿Ganaremos, señor Thom?</p> - -<p>—Ganaremos, señorita; no lo dude usted. El automóvil se detuvo. Ella -preguntó:</p> - -<p>—¿Hemos llegado?</p> - -<p>El jockey miró al través de los cristales y reconoció aquel farol desde -donde se perdía de vista la taberna de Marta.</p> - -<p>—Sí—repuso—, hemos llegado.</p> - -<p>Apeóse del vehículo, y sus manos esqueléticas estrecharon cordialmente -las manecitas cariñosas de Ana María.</p> - -<p>La joven exclamó:</p> - -<p>—Después del «Gran Premio» búsqueme usted. Quiero que su mejor regalo -de boda sea el mío.<a name="page_125" id="page_125"></a></p> - -<h3><a name="VIII-b" id="VIII-b"></a>VIII</h3> - -<p>Llegó la tarde en que los mejores caballos de Europa iban á disputarse -los cien mil francos del «Gran Premio». Una muchedumbre cosmopolita y -aristocrática llenaba el perímetro enorme de Longchamps: las avenidas -que conducen al hipódromo retemblaban bajo las ruedas fugitivas de -millares de coches; los automóviles y los vehículos á <i>la Dumont</i> -atronaban el Bosque con el agrio clamoreo de sus trompetas; los trajes -claros de las mujeres endomingadas pintaban alegres manchas rojas y -blancas sobre el fondo verde de los árboles; un murmurio inmenso de -voces invadía el espacio; la luz cegaba; en el cielo azul las banderas -tricolores flameaban brillando jubilosas bajo la caricia fulgurante del -sol.</p> - -<p>La prensa de aquella mañana había soliviantado el ánimo de la multitud -que frecuenta los hipódromos. Varios periódicos, entre ellos <i>Le -Journal</i>, apostaban por <i>Rick</i> y recordaban su historia; aquella -historia sin derrotas por la que mereció ser llamado «el primer caballo -de Francia». En cambio,<a name="page_126" id="page_126"></a> el diario <i>Les Sports</i> votaba por <i>Cromwell</i> y -publicaba su retrato. Esto enardecía al público, y sobre el <i>turf</i> de -Longchamps las apuestas se multiplicaban, equilibrándose.</p> - -<p>Ante el palco del presidente de la República, y bajo el ávido mirar del -mundo elegante de las tribunas, los caballos iban y venían inquietos, -mirándose con ojos recelosos y ardientes, esperando entre azorados y -coléricos el momento del combate.</p> - -<p>A lo largo de la cuerda la multitud se apiñaba impaciente, codeándose, -levantándose curiosa sobre las puntas de los pies. En lo alto de los -coches que ocupaban el centro del <i>turf</i> oscilaba una muchedumbre de -sombrillas blancas y bermejas; la brisa, al ceñir al cuerpo de las -mujeres los finos trajes vernales, dibujaba indiscreta ampulosidades -llamativas.</p> - -<p>La aparición de <i>Cromwell</i> fué saludada con nutridos aplausos por un -grupo de ingleses. Juan Thom, impávido bajo su gorrilla roja, paseó -sobre aquellos millares de cabezas una mirada de indiferencia y desdén, -y apenas correspondió á la sonrisa confortante que Marta y su padre le -dirigieron desde una tribuna. Sus piernecillas, metidas en prietos -calzones blancos de punto, oprimían como en un crispamiento el lomo -soberbio del caballo; el busto blandengue se encorvaba dentro del -prestigio de la blusa sangrienta, cuyo arrebatado color exageraba la -demacración amarillenta del rostro.<a name="page_127" id="page_127"></a></p> - -<p>Juan Thom estaba triste. En aquellos últimos días, y bien á despecho -suyo, había pensado mucho en <i>Rick</i>: él recordaba que su querido -caballo, la víspera de las grandes carreras, se mostraba impaciente, -sobresaltado, como si le mordiese un presentimiento. Entonces era cuando -él le acariciaba, le decía palabras amistosas, le explicaba que estaba -enamorado de Marta y que necesitaba á todo trance casarse con ella. Pero -aquella unión rara y dulce pasó, y los que fueron como hermanos, ahora, -por un vaivén clownesco de la suerte, eran enemigos.</p> - -<p>Un problema terrible atenaceaba en tales momentos el alma del jockey.</p> - -<p>—Si gano la carrera—pensaba—me caso con Marta y aseguro mi porvenir, -mi felicidad. Pero si <i>Cromwell</i> vence, <i>Rick</i>, que es mi pasado, mi -historia y también mi presente, pues lo que soy no es más que el reflejo -de lo que fuí, queda deshonrado... y ya no será tenido por «el mejor -caballo del mundo...»</p> - -<p>Y, por primera vez, dentro del alma genial de Juan Thom, el artista y el -hombre se encontraron frente á frente.</p> - -<p>Los franceses, á quienes disgustaba tener á su jockey favorito -combatiendo á Francia sobre un caballo inglés, le dirigieron algunos -denuestos; y el pequeño Thom, impasible y pálido como un muñeco de cera, -consideraba que quienes le inculpaban tenían razón y que la lucha que -iba á emprender bajo los auspicios del pabellón británico era<a name="page_128" id="page_128"></a> una falta -de patriotismo. Desde la tribuna primera, Ana María, espléndida, -vistosísima entre la nieve de su sombrero y de sus encajes, le saludaba -recordándole lo prometido.</p> - -<p>Un grupo de corredores se acercaba. Tras ellos iba Rick, solitario, -inquieto, aislado de todos por su poderosa personalidad. Al ver á su -antiguo jinete, el noble caballo relinchó, y su relincho extraño parecía -decir que aquella tarde la historia gloriosa de uno de los dos quedaría -rota. Los ojos de Juan Thom se llenaron de lágrimas.</p> - -<p>Ya los jockeys habían sido pesados. La carrera iba á empezar. El juez de -salida, el de campo y el de llegada, ocupaban sus puestos. Los -espectadores se estrechaban á lo largo de la pista, poniéndose sobre las -puntas de los pies, estirando el cuello, no queriendo perder ningún -detalle de aquel instante, breve y magnífico, del «arranque». En la -amplitud verde del hipódromo la muchedumbre osciló como una ola inmensa.</p> - -<p>El momento había llegado. Los jockeys, vestidos unos de amarillo, otros -de azul, ó de verde ó de rojo, procuraban domeñar la impaciencia -fugitiva de sus cabalgaduras para colocarlas en la misma línea. Pero la -operación era difícil, porque los ardientes animales no sabían estarse -quietos. Poco á poco, sin embargo, iban reduciéndolos á la obediencia. -Hubo, al fin, un momento en que el juez de salida creyó que estaban bien -formados. Entonces vibró una campana: los caballos partieron...</p> - -<p>Al principio, todos avanzaron juntos, formando<a name="page_129" id="page_129"></a> una masa palpitante y -terrible. Corrían con el vientre cerca del suelo, los ollares hinchados -por la cólera, los cuerpos alargados y como dislocados en una contorsión -tetánica de todos sus músculos. Los jockeys, en pie sobre los estribos -para pesar menos, les estimulaban atacándoles sañudamente con las -espuelas y golpeándoles con sus fustas rellenas de plomo.</p> - -<p>Pero en seguida comenzaron á distanciarse: uno de ellos, al arrancar, se -amorró demasiado y rodó por el césped; otro, cuyo jinete trató de -«hacerle el juego» á un compañero, se despistó y quedó fuera de combate. -Los demás continuaron.</p> - -<p>Bien pronto <i>Rick</i>, que había tomado la cuerda, ocupó la delantera, -huyendo con aquel correr suyo poderoso y tranquilo, como el vuelo de las -águilas. Junto á él iba <i>Cromwell</i>, menos corpulento que su enemigo, -pero corajoso y ardiente como <i>Al-Borak</i>, la yegua hadada que llevó á -Mahoma, en el espacio de una noche, desde la Meca á Medina...</p> - -<p>La lucha entre ambos animales, verdaderos modelos de energía y de -voluntad, era asombrosa. En el segundo tercio de la carrera, Juan Thom, -que se había limitado á impedir que <i>Rick</i> se le adelantase, alzóse -sobre los estribos y comenzó á fustigar furiosamente las ancas de su -cabalgadura; sus espuelas cruzaron los hijares palpitantes del animal de -líneas rojas. <i>Cromwell</i>, enardecido por la cólera del dolor, -aventajándose á sí mismo, adelantó más... más...</p> - -<p><a name="page_130" id="page_130"></a>Durante algunos segundos, <i>Cromwell</i> y <i>Rick</i> pelearon sin sacarse -ventaja, y sus jockeys sentían el calor magnético de los millares de -miradas que les perseguían acosadoras. Momento magnífico. Iban pálidos, -sudorosos, jadeantes, medio ahogados en la velocidad asfixiante de la -carrera. Al fin, y bajo la fusta incansable de Thom, <i>Cromwell</i> -avanzó... avanzó lentamente... semejante á un águila que volase á ras de -tierra...</p> - -<p>Un grito formidable atronó el espacio.</p> - -<p>—¡Pierde <i>Rick</i>!—exclamaron millares de voces—¡<i>Rick</i> pierde!...</p> - -<p>Francia iba á quedar vencida; los ingleses aplaudían. Juan Thom miró de -reojo y vió junto á su rodilla la querida cabeza de su caballo, que -parecía llorar despidiéndose de él para siempre, en la vergüenza -irremediable de la derrota. Aquella mirada inteligente y desesperada -traspasó el alma del jockey; Juan Thom pensó lo que hacía estaba mal -hecho, porque iba á destrozar la larga historia triunfal de <i>Rick</i>, y -<i>Rick</i> no era responsable de que Ana María quisiera rehacer su fortuna, -ni de que él se hubiese enamorado de Marta, ni de que la dote de Marta -fuese tan pequeña...</p> - -<p>Una vez más el artista vencía al hombre, y entonces Juan se olvidó de sí -mismo, de su amor, de sus treinta mil francos... y echando el cuerpo -fuera de la silla lanzó aquel alarido extraño, gutural que hacía á -<i>Rick</i> invencible.</p> - -<p>Los dos corredores enfilaban el jalón de distancia plantado cien metros -antes de llegar á la meta.<a name="page_131" id="page_131"></a></p> - -<p>—¡Gruiiii!—gritó el jockey—¡gruiiii!...</p> - -<p>Y <i>Rick</i>, fuera de sí, bebióse la brida y brincó, dejando atrás á -<i>Cromwell</i>, arrastrando así sañudamente por el suelo, como si fuese un -cuerpo muerto, todo el porvenir de Juan Thom.</p> - -<p>No obstante, aquella tarde, al volver de Longchamps entre la curiosidad -de la muchedumbre que le miraba con un poco de lástima, la frente triste -del pequeño Thom era noble y altiva como la de un rey.</p> - -<p>Madrid.—Mayo, 1909.</p> - -<p><a name="page_132" id="page_132"></a></p> - -<p><a name="page_133" id="page_133"></a></p> - -<h2><a name="EL_COLLAR" id="EL_COLLAR"></a>EL COLLAR<a name="page_134" id="page_134"></a> -<a name="page_135" id="page_135"></a></h2> - -<h3><a name="I-c" id="I-c"></a>I</h3> - -<p>Había terminado el primer acto, y Enrique Darlés, llevado de su -curiosidad provinciana, descendió al <i>foyer</i>. Quería asimilarse pronto -el alma grande y abigarrada de la urbe, ver muchas cosas, afirmar su -personalidad ante la renovación de tantas emociones nuevas, sentir cómo -todo Madrid iba pasando bajo la suela de sus zapatos andariegos.</p> - -<p>Momentos antes, desde su vulgar asiento de «paraíso», el teatro Real, -con su amplio patio de butacas y sus palcos anegados en la llovizna -fulgurante de centenares de lámparas eléctricas, habíasele ofrecido cual -un raro jardín; especie de ramillete enorme donde los cintillos -diamantinos que adornaban las femeniles gargantas, gotas de rocío -parecían detenidas sobre pétalos monstruosos de sedas, de terciopelos -joyantes y de epidermis desnudas. La intensidad de este espectáculo fué -tan cautivadora, que apenas si logró percatarse<a name="page_136" id="page_136"></a> de lo que la orquesta y -los artistas iban diciendo. Las impresiones visuales derrotaban en su -ánimo toda otra emoción, y miraba sin saciarse nunca. Aquel pensil -humano exhalaba una fragancia extraña, un vaho adormecedor y sensual á -esencias de heno, de jazmines, de musgo y de violetas parmesanas, á -carnes bien lavadas, á finas ropas interiores. Y en el fondo del cuadro -luminoso, resplandeciente como una apoteosis de opereta, las mujeres, -con sus talles mimbreantes, sus hombros impúdicos expuestos á la -voracidad analítica de los gemelos, sus semblantes risueños, -embellecidos por esa placidez de expresiones que da la riqueza, sus -cabecitas cuidadosamente peinadas, sus manos enjoyadas, que movían -abanicos de plumas ante las gasas de los escotes...</p> - -<p>Ganoso de examinar de cerca este mundo, Enrique Darlés descendió al -<i>foyer</i>. Allí se detuvo, un poco avergonzado de sí mismo. Por primera -vez hallaba ridículos su sombrero hongo pasado de moda, su trajecillo -negro que le daba aspectos de seminarista, sus brodequines viejos y mal -lustrados. Su corbata flotante, anudada con negligencia estudiantil, -también era fea. A su alrededor pasaban hombres correctamente vestidos, -con elegantes fracs de floridas solapas y levitas de impecable -severidad, y damas que arrastraban majestuosamente la albura de sus -faldas de moaré y de gro por la alfombra mullida y bermeja. Era aquella -una sinfonía magistral de sedas, de brocados, de pieles fastuosas, de -finos tarsos vislumbrados tras el<a name="page_137" id="page_137"></a> misterio perverso de las medias -caladas, de aderezos esplendorosos y de pulseras tintineantes, cuyos -dijes repetían la canción de su oro sobre la morbidez armiñada de los -antebrazos.</p> - -<p>Aturdido, sin saber justificar su presencia allí, Darlés adelantóse á -examinar un busto de Gayarre; busto broncíneo, de cabellos cortos y -revueltos y enérgica actitud, que recuerda la figura de Otello. Una mano -se apoyó familiarmente en su hombro. El joven volvió la cara.</p> - -<p>—¡Don Manuel! ¡Qué sorpresa!</p> - -<p>Era un caballero de mediana estatura, recio y un poco calvo. -Representaba cincuenta años. Una crespa y abundante barba rubia cubría -sus mejillas abultadas y felices, llenas de sangre. Vestía de levita. -Sobre su nariz epicúrea, ancha y corta, temblaban unas gafas de oro.</p> - -<p>—¡Muchacho!—exclamó—; ¿tú por aquí?</p> - -<p>Muy colorado, sin saber por qué, Enrique repuso:</p> - -<p>—He venido á ver esto...</p> - -<p>Inconscientemente, con ese respeto que cuando niños aprendimos á tener á -los amigos de nuestros padres, se había quitado el sombrero, que -sujetaba con ambas manos á la altura del pecho. Además, don Manuel era -diputado. Pero el prohombre le obligó á cubrirse.</p> - -<p>—¿Y qué haces en Madrid?</p> - -<p>—Estudiar.</p> - -<p>—¿Derecho?</p> - -<p>—No, señor: Medicina.<a name="page_138" id="page_138"></a></p> - -<p>—¡Buena carrera! ¿Qué año cursas?</p> - -<p>—El preparatorio.</p> - -<p>Sonrió avergonzado. Comprendía que sus respuestas eran demasiado -lacónicas y que no sabía hablar; y experimentó con más fuerza que antes -la vejatoria sensación de hallarse mal vestido. Don Manuel miraba á su -alrededor y había en su gesto impertinencia y desenfado. A cada momento -murmuraba: «Estoy esperando á uno...» Luego reanudó su vaneo con el -estudiante, interrogándole por su padre y por el cacique del pueblo. -Invariablemente, á cada nueva interrogación, Enrique Darlés contestaba: -«Todo está igual, todos siguen bien...» Y el diálogo volvía á -interrumpirse.</p> - -<p>Don Manuel preguntó:</p> - -<p>—¿Vives en casa de huéspedes, verdad?</p> - -<p>—No, señor.</p> - -<p>—¿Cómo?</p> - -<p>—He alquilado, en la calle de la Ballesta, un pisito tercero interior, -que me renta trece pesetas mensuales, y como en una taberna de la misma -calle.</p> - -<p>—Veo que sabes vivir; así te ahorras el lidiar con patronas. Cuando -conozcas bien Madrid, no habrá quien te haga volver al pueblo. Madrid es -muy hermoso. Aquí, teniendo dinero, un hombre listo se divierte mucho.</p> - -<p>Con ese tono confidencial que los necios y soplados adoptan para admirar -á los individuos que estiman inferiores, don Manuel añadió:<a name="page_139" id="page_139"></a></p> - -<p>—Mira: tú no eres un niño; yo, ¡qué diablos!... tampoco he llegado á -viejo; por tanto, y ya que ese amigo á quien esperaba no viene, podemos -hablar libremente. Yo... ¿comprendes?... tengo... un quebradero de -cabeza...</p> - -<p>Enrique hizo un signo afirmativo.</p> - -<p>—Alicia Pardo, ¿la conoces?</p> - -<p>—No, señor.</p> - -<p>—Es muy popular entre la aristocracia de buen humor. Una hermosura -espléndida. En el Casino la llamamos «Tacita de oro».</p> - -<p>Repentinamente la expresión de sus facciones cambió: los ojos brillaron -glotones y alegres; acentuóse el color congestivo de las mejillas y dió -media vuelta sobre sí mismo, acariciándose la barba y ajustándose bien -sobre la frente el sombrero de copa, con la petulancia del fatuo que se -supone admirado.</p> - -<p>El agudo y sostenido repiqueteo de unos timbres anunciaron que el -segundo acto iba á empezar. Los espectadores refluían hacia el salón, y -en la soledad del <i>foyer</i>, bajo la claridad blanca de los focos -eléctricos, el busto de Gayarre parecía más alto. Don Manuel exclamó:</p> - -<p>—Sígueme; te presentaré á mi amiga.</p> - -<p>Y, refiriéndose á una mirada despavorida del estudiante, agregó:</p> - -<p>—No importa que tu traje no sea de etiqueta. Te quedas en el antepalco.</p> - -<p>Echó á andar con paso firme, preocupado en dar á sus movimientos soltura -y flexibilidad juveniles.<a name="page_140" id="page_140"></a> Sin responder palabra, Enrique Darlés le -siguió, á un mismo tiempo gozoso y turbado.</p> - -<p>Penetraron en una platea. Don Manuel murmuró:</p> - -<p>—Bien, ¿eh?, hasta luego; desde aquí puedes oirlo todo.</p> - -<p>Enrique no contestó; la representación había comenzado, y en el silencio -hierático de la sala triunfaba el coro de una de esas dulces óperas -italianas, cargadas, para todos nosotros, de recuerdos de infancia. -Darlés levantó ligeramente uno de los pesados cortinajes que defendían -el antepalco. De espaldas á él, y acodada sobre la barandilla de la -platea, había una mujer joven, vestida de blanco. Las firmes caderas -ondulaban lascivas bajo la brevedad pueril de la cintura; los hombros -eran redondos y de armoniosa anatomía; sobre la nieve de la nuca -desnuda, los cabellos rubios, casi rojos, fingían tonalidades leoninas; -dos esmeraldas enormes temblaban, como gotas de ajenjo, en el rosado -lóbulo de las orejas diminutas. Enrique Darlés advirtió que don Manuel y -Alicia cambiaban algunas palabras. Seguidamente, ella volvió la cabeza -con un movimiento curioso, lleno de gracia, y el estudiante recibió en -los ojos el choque de dos pupilas grandes, verdes y luminosas, como -animadas esmeraldas. Fué una mirada breve, pero inquisitiva y -penetrante, que se resolvió en una expresión de desdén.</p> - -<p>Tembloroso y con las mejillas abrasadas en rubor, Darlés dejó caer la -cortina y fué á refugiarse<a name="page_141" id="page_141"></a> al fondo del antepalco. Al principio quiso -huir de allí, mas luego cambió de opinión, pareciéndole que marcharse -sin despedirse era poco correcto. El creía que se fastidiaba, pero, en -realidad, lo que tenía era miedo. No obstante, esperó. Lentamente el -hechizo musical de la ópera fué invadiéndole, librándole de su propia -conciencia. Desarrollábase uno de esos poemas románticos, completamente -líricos, donde las figuras lo son todo: el ambiente, el marco que rodea -á los personajes, lo objetivo, no existían allí. Temblaban sobre el -suave y acordado plañir de los violoncelos gemidos de quebranto; -apuntaban los violines agudos gritos de rebelión y arpegios de ufanía, y -sobre el poema orquestal, rico, proteico, multiforme, como una alma, -alzábase la voz del tenor, persuasiva y caliente, desgarrándose en un -lamento inconsolable.</p> - -<p>Enrique tornó á levantarse y á separar tímidamente los cortinones del -antepalco. Su movimiento quedó inadvertido. Alicia estaba de espaldas á -él, suspensa en el hechizo hadado de la representación, y su emoción -fingía deslizar por entre sus omoplatos un estremecimiento de carne -rosa. Alrededor de los cabellos, la intensa reverberación blanca de la -sala prendía un nimbo tornasol. Repentinamente Enrique Darlés tembló; -antes los ojos de la joven habíanle parecido dos esmeraldas, y ahora las -esmeraldas que brillaban bajo la hoguera de sus cabellos creyó que le -miraban como dos pupilas. Pero esta idea absurda<a name="page_142" id="page_142"></a> duró poco; la orquesta -languidecía en un «ritornelo» doloroso, y á lo largo del «motivo» -capital las frases musicales se desgranaban abundantes, resbalando en -escalas cromáticas, desde los tonos tiples á los más graves, -alcanzándose, flagelándose, confundiéndose luego todas en un acorde de -angustia inmensa. Y en aquel treno grandioso había abatimientos de -desilusión y zozobras de esperanza, cansancios y anhelos, muecas y -risas; la vida, en fin, trágica y filante, que se retorcía en la -amargura de todo cuanto fué y ha de ser.</p> - -<p>Enrique volvió á sentarse; una pena sin nombre oprimíale la garganta y -sintió deseos punzantes de llorar. Su pasado y su presente desfilaron -por su espíritu en velocísima visión cinematográfica. Su padre era viejo -y tenía una botica que apenas le redituaba para mal vivir; y él, -terminada su carrera de médico, debería regresar al pueblo, monótono y -odioso. Allí, trabajando para devolver á sus progenitores cuanto de -ellos recibió, marchitaría sus años mozos; ilusiones de amor, -curiosidades de artista, lo más excelente de su alma allí quedaría -enterrado. Luego se casaría y tendría hijos; después... su existencia -trazaba un larguísimo camino recto, sin ondulaciones ni altibajos, -perdido en la monotonía de un desierto. Saber lo que será de nosotros -dentro de diez, de veinte, de treinta años, ¿hay algo más horrible?</p> - -<p>El pobre estudiante se mesó los cabellos, y sus ojos se arrasaron en -lágrimas. El hubiera querido<a name="page_143" id="page_143"></a> ser rico, no tener familia y hallarse -expuesto á los zarpazos, generosos en poesía, de lo imprevisto. Sin duda -por sus venas corría sangre de conquistadores, de aventureros esforzados -que realizaron hazañas preclaras y murieron en lejanos climas, y aquella -estirpe belicosa dejó en él, con la afición al peligro, la melancolía -infinita de acercarse á la vejez sin haber hecho nada diferente de lo -que todos los hombres hacen todos los días. Terminar una carrera -costosa, aburrida y difícil, para más tarde ganar un jornal, una mujer y -un rincón: una casa pobre donde hay tantos palacios, un amor donde laten -tantas pasiones, un jornal miserable al lado de tantas fortunas...</p> - -<p>Y, excitado por la música, la pena absurda de Enrique Darlés estalló en -sollozos.</p> - -<p>Acabó el segundo acto y don Manuel y Alicia Pardo entraron en el -antepalco. Al ver á Darlés, los habladores ojazos verdes de la joven -llenáronse de sorpresa.</p> - -<p>—¿Cómo? ¿Estaba usted llorando?</p> - -<p>Antes de que el estudiante pudiera contestar, repitió, dirigiéndose á su -amigo:</p> - -<p>—¿No te parece? ¡Estaba llorando!</p> - -<p>Enrique, avergonzadísimo, dijo:</p> - -<p>—No sé... me hallaba distraído. Pero, sí... es posible...</p> - -<p>Ella repuso sonriendo:</p> - -<p>—Tiene usted novia, ¿verdad?</p> - -<p>—No... no, señorita.</p> - -<p>—¿Y entonces?<a name="page_144" id="page_144"></a></p> - -<p>—Es que siempre... ¡tonterías!... sin saber por qué, como á las mujeres -histéricas, la música, aunque sea mala, me pone triste.</p> - -<p>—¡Es raro!... A mí, no.</p> - -<p>Don Manuel, sanguíneo y macizo, significó con un alzamiento de sus -hombros cuadrados que aquello carecía de importancia, y les presentó; y -Enrique sintió en su diestra ardorosa la mano fría y suave—nieve y -terciopelo—de «Tacita de oro». Después los tres se instalaron sobre el -mismo diván. Alicia quedó colocada entre los dos hombres. Don Manuel -sacó su petaca.</p> - -<p>—¿Quieres?—dijo.</p> - -<p>—Muchas gracias.</p> - -<p>—¡Buen chico!—exclamó el diputado—; no tiene vicios.</p> - -<p>Alicia interrogó:</p> - -<p>—¿Qué, no fuma usted?</p> - -<p>—No, señorita...</p> - -<p>—¡Sí que es usted raro!... Pues yo, fumo.</p> - -<p>Enrique Darlés bajó los ojos, ruborizándose de nuevo. Comprendió que -aquel detalle agravaba la ridiculez de su traje; las mujeres, -generalmente, gustan de los hombres que fuman; para ellas el tabaco -suele ser el perfume mejor. Tuvo hacia sí mismo un movimiento de rabia; -de buena gana, para recobrarse ante Alicia, hubiese apurado, uno tras -otro, cuantos cigarrillos, egipcios ó turcos, llevaba don Manuel en la -petaca; pero ya era tarde; la oportunidad, esa gran hechicera que da -mérito y gracia á todas las cosas, había pasado.<a name="page_145" id="page_145"></a></p> - -<p>La joven, con desenfado perfectamente inglés, había cruzado una pierna -sobre otra y fumaba tranquilamente, apoyada contra el respaldo obscuro -del diván. Esta vez, alrededor de sus cabellos diabólicos, el humo del -cigarrillo, subiendo parsimonioso en la quietud del ambiente, tejía un -halo azulino. Darlés la observaba, aunque de reojo. Tenía aguileño el -semblante, la nariz respingueña, la boquirrita sangrienta y cruel; bajo -la frente pequeña, dura, llena de instintos egoístas, los largos ojos -verdes miraban con imperio y fastidio: era una expresión fría, -taladrante, sondeadora, que no revelaba piedad. Un hilo de menudas -perlas ceñía su garganta mórbida y rosada; ardían sus dedos, de uñas -puntiagudas, bajo el incendio de las sortijas. En la euritmia de su -escultura, en el acordado ritmo de sus actitudes, en todos los -pormenores y perfiles de aquella adorable muñeca, Enrique Darlés, á -pesar de su inocencia provinciana, adivinó un alma ególatra, una de esas -voluntades sin emoción, reconcentradas en sí mismas, que jamás sintieron -la melancolía.</p> - -<p>Don Manuel, con ese buen humor petulante de los hombres sanos y ricos, -poseedores de una mujer bonita, exclamó:</p> - -<p>—Conque, dí, Enrique: ¿qué te parece mi «Tacita de oro»? ¿A que no -viste en nuestro pueblo cara igual?</p> - -<p>Y agregó triunfante:</p> - -<p>—Además, no me cuesta mucho. Cuando nos<a name="page_146" id="page_146"></a> conocimos, la pregunté:—«¿Qué -quieres de mí?» Y me contestó:—«Que me abones á una platea del Real» -¡Casi nada! Mil trescientas y pico de pesetas por catorce funciones. Y -aquí nos tienes. La pobrecilla no es exigente.</p> - -<p>A las palabras del diputado, Darles no contestó; se lo impedían la -emoción, la novedad de aquel mundo, que ni aun de referencias conocía; -mundo descarrilado y amoral en que, como en arte, sólo la belleza tiene -precio, y donde hay mujeres calculadoras que se dan por un palco.</p> - -<p>Alicia Pardo, entretanto, observaba á Enrique, y la franqueza rectilínea -de su mirada tenía desenfado azorante. Habíanla interesado su mucha -juventud, la ingenuidad de sus respuestas, la corrección apolina de sus -facciones, las tonalidades obsidiánicas de su rizosa cabellera -meridional, la bravura negra de los ojos ardientes y curiosos en la -tersura efeba del rostro, fácil al rubor; y más que todo esto, la -emotividad de aquel espíritu artista á quien la música arrancaba -lágrimas. Alicia, que sólo vió á los hombres llorar por celos, ó por -motivos aún más bajos y ruines, encontraba en el llanto de Enrique -Darles algo exquisito y estupendo. Y por su cabecita, llena de -curiosidades, pasó la idea de que sería muy raro y muy dulce dejarse -amar por un muchacho así.</p> - -<p>De repente exclamó:</p> - -<p>—Y usted, ¿qué hace en Madrid?</p> - -<p>—Estudiar...</p> - -<p>—¡Ah, ya!... Estudiante... El protagonista de<a name="page_147" id="page_147"></a> una novela que leí ha -tiempo, y que me gustó mucho, era estudiante también. ¿Qué coincidencia, -verdad?</p> - -<p>Darlés, vencido por la sencillez pueril de la observación, hizo un -ademán afirmativo. «Tacita de oro» continuó:</p> - -<p>—¿Qué edad tiene usted?</p> - -<p>—Veinte años.</p> - -<p>—¿Sin mentir?</p> - -<p>—Sin mentir. ¿Por qué?... ¿Acaso represento más?</p> - -<p>—Al contrario. Representa usted menos. Yo voy á cumplir diez y nueve y -parezco más vieja.</p> - -<p>Don Manuel había desdoblado un periódico y leía la sección de Bolsa. -Alicia Pardo quiso saber cómo se llamaba Darlés.</p> - -<p>—¡Enrique!—repitió—; ¡es muy bonito nombre!...</p> - -<p>Quedóse absorta, recordando que todos los Enriques que había conocido, y -eran muchos, la fueron simpáticos. Y así, retrocediendo en su historia, -llegó á los años de su infancia; años serenos, pasados en la quietud -virgiliana de un pueblo, y creyó ver en Darlés, sano, inocente y tostado -por el sol de la provincia, algo de lo que ella misma había sido. Fuera -de sí, arrobado y boquiabierto, el estudiante la contemplaba también, -como quien examina una muy excelente obra de arte.</p> - -<p>En los pasillos resonaba un estrépito insólito de pisadas; vibraban -varios timbres; una ola de espectadores invadía el patio de butacas. El -tercer<a name="page_148" id="page_148"></a> acto iba á empezar. Alicia y don Manuel se levantaron.</p> - -<p>—¿Te quedas?—preguntó el diputado á Darlés.</p> - -<p>—No; muchas gracias.</p> - -<p>—¿Por qué?</p> - -<p>—Porque... necesito acostarme temprano. Mañana he de madrugar.</p> - -<p>Estaba tan cierto de que Alicia podía amarle, y era tal el empacho de -ventura que esta certidumbre le producía, que necesitaba hallarse solo -para disfrutarla mejor. Don Manuel añadió:</p> - -<p>—Como gustes. Cuando quieras verme, mejor que á mi casa, donde no estoy -nunca, ve á la de Alicia. Allí me encontrarás por las tardes, de seis á -ocho.</p> - -<p>Se despidieron. Al salir del palco Enrique Darlés volvió la cabeza, y -sus ojos y los de Alicia Pardo se tropezaron, acariciándose mutuamente, -como dándose un beso y una cita. Fué una de esas miradas terribles, -trastornadoras de existencias, que los hombres suelen recibir en su -juventud y luego les acompañan toda la vida.<a name="page_149" id="page_149"></a></p> - -<h3><a name="II-c" id="II-c"></a>II</h3> - -<p>Alicia pasó la tarde en su casa leyendo un libro ante el fuego de la -chimenea. Don Manuel había ido á verla; disputaron y ella le despidió. -Estaba nerviosísima; tenía ganas de llorar, de bostezar, de mesarse los -cabellos y emprenderla á puntapiés con los jugueteros, desde cuyos -frágiles entrepaños de cristal las muñecas, las figulinas de porcelana y -los «bibelotes», de formas extravagantes, mostrábanle sus rostros -picarescos.</p> - -<p>Es indispensable haberse aburrido alguna vez para comprender toda la -negrura, todo el silencio, todo el horror de abismo sin fondo ó de túnel -sin salida, que guarda el hastío. Y, sin embargo, como la muerte es -origen de vida, así el fastidio suele ser principio de acción. A veces -un gran fastidio tiene el vigor de una gran voluntad. Por aburrimiento, -muchos hombres de juventud libertina fueron en sus años maduros espejo -de esposos, y aplicándose luego á los negocios murieron millonarios. El -fastidio produce también obras de arte; Byron y Heine, de no aburrirse -enormemente, no<a name="page_150" id="page_150"></a> hubiesen llegado jamás á las excelsitudes de la poesía.</p> - -<p>Aunque muy joven, Alicia Pardo sufría ya ese mal; mal de quietud que -borra los linderos y apaga los contrastes. Nunca estuvo enamorada, y el -egoísmo de sus amantes acabó de dar á su alma, poco inclinada á la -ternura, durezas diamantinas. «Yo ya no puedo querer á nadie—decía—; -me hice hombre...» Entonces, como el espíritu no sabe estar ocioso, amó -el lujo; no era codiciosa ni ahorrativa, pero sí gustaba de los vestidos -costosos, de los sombreros llamativos, de las piedras finas donde los -rayos solares se hicieron cristal. Vivir, á su juicio, era comprar -buenos muebles, estrenar trajes, exhibirse, gastar sin tasa; entre sus -lindas manos, alternativamente pedigüeñas y dispendiosas, el dinero se -deshacía. Tenía mucho y necesitaba más, y como pronto se aburría de lo -adquirido, su caudal no aumentaba.</p> - -<p>Aquella tarde la joven hallábase furiosa; no sabía qué hacer; tenía poco -dinero y por la mañana había visto en un bazar muchas frivolidades -bonitas. Había cogido un libro para distraerse, y no lo consiguió; su -desasosiego persistía. ¿Por qué no ser infinitamente rica? Y hallaba -clownesca esta pobre vida, donde los hombres se creen dichosos con -poseer la diezmillonésima parte de lo que quieren.</p> - -<p>Cuando Enrique Darlés llegó iban á dar las siete. Al ver al estudiante, -Alicia lanzó un suspiro de satisfacción y tiró el volumen al fuego.<a name="page_151" id="page_151"></a></p> - -<p>—¿Qué hace usted?—gritó Darlés, para quien cualquier libro era algo -sagrado.</p> - -<p>Ella repuso:</p> - -<p>—Casi nada. Es una novela estúpida; con todo lo que nos aburre debíamos -hacer otro tanto.</p> - -<p>Enrique tomó asiento.</p> - -<p>—¿Y don Manuel?</p> - -<p>—Estuvo aquí un rato y se fué. O, mejor dicho, le despedí. Le aseguro á -usted que estoy insoportable; quisiera reñir con todo el mundo; daría no -sé qué por experimentar una emoción fuerte. Me desespero. Son los -nervios, los nervios malditos, que revuelven cuanto de malo y de -canallesco duerme en nosotros. Hoy es uno de esos días negros en que el -bienestar de nuestros amigos nos hace desgraciados.</p> - -<p>Interrumpióse para examinar á Darlés, quien, con su semblante -barbilindo, sus ojos meridionales y sus rizados cabellos negros, -mostrábase interesante y dulce como un paje.</p> - -<p>—Soy rara—continuó—, voluble, ingrata, incapaz de poner pasión -duradera en nada. Por eso, desde el primer momento llamó usted mi -atención: por apasionado. Buenos ó malos, me gustan los caracteres -radicales, las voluntades de hierro. En cuanto á esos temperamentos -tibios y equilibrados que á todo saben amoldarse, comparados les tengo á -los trajes de entretiempo, con los cuales siempre estamos mal, pues si -en verano nos abrigan más de lo justo, en invierno nos resguardan -bastante menos de lo necesario.<a name="page_152" id="page_152"></a></p> - -<p>Tímidamente, Enrique Darlés se atrevió á decir:</p> - -<p>—¿Y de dónde proviene su disgusto?</p> - -<p>—No lo sé.</p> - -<p>—¿Cómo?</p> - -<p>—Lo que usted oye. A menos que...</p> - -<p>Se detuvo, escudriñándose, y prosiguió:</p> - -<p>—Mis palabras le sorprenden, porque es usted muy joven. Cuando tenga -usted más años y con ellos más mundo, comprenderá que el origen de -cualquiera de estas minúsculas contrariedades que amargan nuestra -existencia no puede referirse á hechos concretos, sino que debemos -reconocerlas como suma ó corolario de nuestra historia, de todo cuanto -hemos vivido. Ahora, por ejemplo, nos sentimos tristes, porque antes -estuvimos tristes ó estuvimos alegres. Hay, pues, en nuestras lágrimas -presentes acíbares de lágrimas antiguas y también cansancio de risas -pasadas. ¿Comprende usted?... No le extrañe, pues, que yo no sepa -concretamente por qué me hallo hoy de tan pésimo humor.</p> - -<p>Calló, abismándose en una reflexión que abrió sobre su gracioso -entrecejo un pliegue vertical. Luego dijo:</p> - -<p>—¿Suele usted pasar por la calle Mayor?</p> - -<p>—Muchas veces.</p> - -<p>—¿Recuerda usted una joyería que hay á la derecha, en la acera de los -números pares, cerca de la Puerta del Sol?</p> - -<p>El estudiante hizo un signo afirmativo.</p> - -<p>—Pues si le gustan á usted las joyas—continuó<a name="page_153" id="page_153"></a> Alicia—, fíjese en el -collar de esmeraldas que ocupa el centro del escaparate. Hoy, -casualmente, lo vi, y tan gran impresión me ha causado, que no puedo -olvidarlo. Es magnífico, no sólo por el tamaño y clarísimo oriente de -las piedras, sino por su engarce.</p> - -<p>—Valdrá mucho...</p> - -<p>—Quince mil pesetas.</p> - -<p>Darlés no contestó, y sus cejas se arquearon con expresión admirativa. -En su sencillez provinciana, esas cifras, enormes para la ruin poquedad -de su bolsa, le inspiraban aturdimiento y pánico. «Tacita de oro» -continuó:</p> - -<p>—Se lo he dicho á Manolo...; pero Manolo es un zorro astuto, un -miserablón, á quien no hay modo de comprometer en gastos -extraordinarios. Ello contribuyó también á que riñésemos... Crea usted -que los hombres tienen la culpa de que nosotras no seamos más fieles.</p> - -<p>Aunque inocente en cuestiones de psicología femenina, Enrique comprendió -que el torcido humor de Alicia debía de referirse á aquel tan admirado y -querido collar de esmeraldas. Un deseo no satisfecho es como un alimento -no digerido: al principio nos produce un vago malestar, que luego va en -aumento, hasta que la indigestión estalla. Con arreglo á este símil, -podría decirse que una pena es «la mala digestión» de un capricho. -Ingenuamente, sin calcular que no es discreto prometer nada ni á las -mujeres ni á los niños, Enrique exclamó:</p> - -<p>—¡Si yo fuese rico!...<a name="page_154" id="page_154"></a></p> - -<p>Hubo una pausa novelesca, uno de esos silencios durante los cuales las -mujeres se deciden á todo. Bruscamente, con aquel mismo gesto de -aburrimiento con que momentos antes arrojó el libro que leía á la -lumbre, Alicia abandonó una de sus manecitas entre las manos huesudas, -trémulas de emoción, del estudiante.</p> - -<p>—¿Le gustan á usted mis manos?—preguntó.</p> - -<p>—Extraordinariamente.</p> - -<p>—Dicen que las tengo grandes.</p> - -<p>—Al contrario, son pequeñísimas.</p> - -<p>Examinó con arrobo la mórbida finura del carpo; las líneas caprichosas -que las venas azules trazaban bajo la blancura de la piel; los hoyuelos -que embellecían la primera falange de los dedos; dedos de bailarina, -alhajados ostentosamente, y que concluían en uñas triangulares y -rosadas. Alicia se miraba sus sortijas; en las lanzaderas los zafiros, -los rubíes sanguinarios, los topacios, los diamantes hechos de luz, -componían ramilletes de minúsculas florecillas inmarcesibles.</p> - -<p>—Cuando pase usted por la calle Mayor—insistió la joven—examine bien -el collar de que le he hablado. Dos collares hay en el escaparate: uno -de perlas negras, y otro de esmeraldas. Me refiero al segundo; lo verá -usted un poco á la izquierda, sobre un medio busto de terciopelo blanco.</p> - -<p>La visión de las preciosas piedras verdes revivía en su memoria con -tenacidad obsesionante y, al llenar su espíritu, ejercitaba sobre todas -sus ideas una peligrosa tiranía centrípeta.<a name="page_155" id="page_155"></a></p> - -<p>Eran las ocho, y Enrique Darlés se levantó.</p> - -<p>—¿Se marcha usted?—preguntó Alicia.</p> - -<p>—Sí; me voy á cenar.</p> - -<p>Ella le miró de pies á cabeza y le halló esbelto, con hermosura casi -infantil, dentro de su modesto trajecillo negro. Después pensó que -aquella noche, en que no tenía nada que hacer, iba á fastidiarse -horrorosamente.</p> - -<p>—¿Por qué no cena usted conmigo?—dijo.</p> - -<p>—¿Para qué?</p> - -<p>—¡Vaya una pregunta! Para no separarnos tan pronto.</p> - -<p>—Yo..., en fin, como usted quiera...; pero sentiría molestar...</p> - -<p>—¡Qué tonto! Al contrario. Su conversación me distraerá. Verá usted qué -pronto recobro el buen humor.</p> - -<p>Levantóse con un movimiento rápido y elástico que hizo crujir sus faldas -y extendió á su alrededor intenso olor á violetas. Apoyó un timbre. Una -camarera se presentó.</p> - -<p>—Díle á Leonor—exclamó Alicia—que tengo un convidado. El señorito -Enrique cena conmigo.</p> - -<p>Acercóse á un espejo para arreglarse los cabellos. Parecía contenta, -transfigurada.</p> - -<p>—¿Ha visto usted—dijo—el drama que estrenaron anoche en la Princesa?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—Me han asegurado que es muy hermoso. ¿Quiere usted que vayamos á -verlo? Aún hay tiempo; cenaremos en seguida...<a name="page_156" id="page_156"></a></p> - -<p>Un poco desconcertado, Enrique Darlés palpóse disimuladamente los -bolsillos de su chaleco cerciorándose del dinero que llevaba, y contó -mentalmente: «cinco pesetas, diez, quince...» Había lo necesario para -comprar dos butacas y, á la salida del teatro, tomar un coche.</p> - -<p>—Como usted guste—repuso, ya más tranquilo.</p> - -<p>—Entonces, voy á mudarme de traje. Salgo al momento.</p> - -<p>Desapareció tras el cortinaje carmesí que cubría la puerta de su -dormitorio, y luego el estudiante oyó un alegre murmullo de ropas -interiores que caían al suelo, de ballenas de corsé que crujían sobre un -busto mimbreante, de lazos sedeños zafados apresuradamente, de armarios -abiertos y cerrados con ímpetu.</p> - -<p>Enrique Darlés hallábase sobresaltado y contento. Hacía más de un mes -que conocía á Alicia. Durante este tiempo, y so pretexto siempre de ver -á don Manuel, visitó á la joven varias veces y nunca, á despecho de la -intimidad de estas entrevistas, se atrevió á dejar traslucir su amor; en -su inocencia no acertaba á planear tan difícil conversión; y cuando -Alicia, que adivinaba su inquietud, quería ayudarle dando al diálogo un -rumbo confidencial, él esquivaba toda declaración, receloso de -formularla torpemente y de parecer ridículo. Pero ahora sentíase más -tranquilo, más dueño de sí. Sin saber por qué, sospechaba que el mal -humor de Alicia le beneficiaba. Ella le retenía<a name="page_157" id="page_157"></a> á su lado porque se -fastidiaba, porque temía pasar la noche á solas con la imagen mordedora -de aquel collar de esmeraldas que, probablemente, nunca sería suyo; y -Enrique pensó que aquel collar, hecho para ceñir gargantas, podía ser el -símbolo de un yugo de amor que empezaba. Después halló algo íntimo y -dulce en la confianza con que Alicia se vestía á pocos pasos de él, y en -la complacencia que la camarera demostró al saber que «el señorito -Enrique» cenaba allí. Eran detalles nimios que alentaban su decaído -ánimo y dábanle á comprender que todo aquello, si su torpeza no era -mucha, podía trocarse para él en algo más recatado y exquisito que una -casta y cordial amistad.</p> - -<p>Perdido en estas amables imaginaciones, Enrique Darlés recordaba que la -mayor parte de los jarifos y elocuentes protagonistas de las novelas que -había leído, conocieron situaciones análogas á la que él, mísero -provinciano, afrontaba en tales momentos. La luna biselada de un armario -le devolvía la imágen de su cuerpo, alto y esbelto, vestido de negro, y -su rostro de romántico perfil, pálido y lampiño. ¿Qué sorpresas tendría -reservadas el Destino á su gran juventud?... Para distraerse comenzó á -examinar los muñequillos de porcelana ó de bronce de que los jugueteros -estaban abarrotados: gnomos encapuchados, perros, gatos que se miraban -con una mueca de asombro en un espejo diminuto; y luego inspeccionó el -reloj de mármol y los jarrones que decoraban la chimenea, y los retratos -y los cuadritos de bazar, de escaso mérito<a name="page_158" id="page_158"></a> pero de vistosos marcos, que -cubrían hasta cerca del techo el papel verde claro de las paredes. Y -Enrique pensó juiciosamente que aquellos retratos, aquellas tablitas al -óleo, aquellos muebles bonitos y frívolos, eran la estela de todos los -amores mercenarios que habían pasado por allí.</p> - -<p>Llamó también su atención una rica colección de postales prendidas en un -biombo japonés: representaban bailarinas, paisajes, escenas galantes; en -casi todas ellas había una firma de hombre y una dedicatoria expresiva. -Muchas estaban fechadas en París, la Ciudad-Sol, querida de los -aventureros, otras en América, ó en El Cairo. Aquellas targetas eran -como un incienso ofrecido á la belleza de la misma mujer; entre las -añoranzas del destierro y bajo todos los climas, hubo para ella un -recuerdo; diríase que el calor de su carne había dejado en aquellos -hombres vagabundos una huella inmortal.</p> - -<p>Alicia Pardo reapareció envuelta en una bocanada de esencia de violetas.</p> - -<p>—¿Le he hecho esperar á usted mucho?... Creo que no. ¡Ea, pues; vamos -al comedor!... Si queremos llegar al teatro á buena hora, no perdamos -minuto.</p> - -<p>La cena fué agradable y ligera: una sopa á las hierbas, dos perdices á -la inglesa, unos langostinos; y de postre, tocino de cielo, mermelada de -naranja y dorados plátanos.</p> - -<p>En el teatro, Alicia y su acompañante ocuparon dos butacas de la segunda -fila. Cuando llegaron,<a name="page_159" id="page_159"></a> la función ya había comenzado. No obstante, la -presencia de «Tacita de oro» excitó curiosidad entre el elemento -masculino de los palcos. Varios gemelos convergieron hacia ella; desde -el escenario, un actor aprovechó un mutis para dirigirla una sonrisa, -casi imperceptible, á la que ella respondió con una inclinación de -cabeza.</p> - -<p>Estas muestras de simpatía, que suelen ser para los hombres mundanos -motivo de satisfacción y vanidad, desasosiegan á los galanes jóvenes, -produciéndoles, según su temperamento, emociones de vergüenza ó de -celos. Por su parte, Enrique Darlés se sintió cohibido y desencentrado, -y una gran ola de sangre caliente invadió sus mejillas. Ni un momento -pensó en que aquellos graves caballeros, ricos y viejos, que jamás -llegan á la intimidad de las cortesanas por el florido camino de la -simpatía, pudiesen envidiarle viéndole bello y joven.</p> - -<p>En el silencio del estudiante adivinó Alicia el empacho que le dominaba.</p> - -<p>—¿Qué le sucede? ¿Tiene usted vergüenza de que le vean conmigo?</p> - -<p>Enrique fingióse sorprendido.</p> - -<p>—¿Vergüenza?—repitió—; ¿y de qué? Al contrario...</p> - -<p>Y sus dedos oprimieron los de ella con ardor inefable.</p> - -<p>Al terminar el acto el público comenzó á aplaudir; muchas voces -entusiastas llamaban al autor. Alicia Pardo palmoteaba también.<a name="page_160" id="page_160"></a></p> - -<p>—Quiero conocerle—decía.</p> - -<p>Enrique, por complacerla, aplaudía ruidosamente. En medio de aquella -crepitante tempestad de apoteosis volvió á levantarse el telón y -apareció el autor. Era un hombre de aguileño perfil, á quien sus éxitos -teatrales y sueltas costumbres ponían un nimbo prestigioso de talento y -de escándalo. Representaba poco más de cuarenta años; pero su cuerpo -flexible conservaba toda la movilidad traviesa de la juventud. Las luces -de la batería le iluminaban muy bien; sonreía; tenía el gesto petulante -de los vencedores. Sin dejar de aplaudir, Alicia Pardo exclamó -dirigiéndose á Enrique:</p> - -<p>—Es muy simpático, ¿verdad?... He de hacer que me le presenten. Mi -amiga Candelas le conoce mucho...</p> - -<p>Y sus largos ojos verdes se dilataban de emoción, y sobre su frente -caprichosa sus cabello crespos y rojos temblequearon como una melena -leonina. En aquel momento Enrique Darlés tornó á sentirse pequeño y -obscuro. Nada significaba su amor en la vida voluble de Alicia. Minutos -antes, mientras acariciaba sus dedos mimosos, la creyó rendida, -enamorada de él; y de sopetón la veía transfigurada, fuera de sí, la -loca cabeza echada hacia atrás en un gesto de donación que ofrecía al -dramaturgo triunfador su garganta de nieve. Por razones étnicas, las -mujeres adoran todo lo fuerte, lo que brilla, lo que arrastra...</p> - -<p>«Si yo no estuviese aquí—pensó Darlés melancólico—, seguramente ella -iría á buscarle...»<a name="page_161" id="page_161"></a></p> - -<p>En el transcurso del acto segundo el estudiante recobró su alegría. -Alicia se estrechaba contra él, soboncita y nerviosa, y sus alborotados -rizos producíanle en las sienes cosquilleos eléctricos.</p> - -<p>A la conclusión de la obra repitióse la ovación, y el autor reapareció. -Enrique aplaudía tibiamente; hubo un instante en que creyó que las -miradas del dramaturgo se detenían sobre Alicia con avidez. Bajo esta -impresión penosa, el estudiante salió á la calle. La joven iba cogida de -su brazo y temblaba de frío dentro de su elegante capa gris. La noche -era desapacible; había llovido. Alicia preguntó:</p> - -<p>—¿Dónde vamos?</p> - -<p>Sorprendido, él repuso:</p> - -<p>—A tu casa; tomaremos un coche...</p> - -<p>—No, á mi casa no.</p> - -<p>—¿Cómo?</p> - -<p>—Vámonos por ahí. Te regalo esta noche.</p> - -<p>Le miró sonriente, con una sonrisa prometedora y fascinante, que valía -un paraíso. El recordó angustiado que apenas le quedaban diez pesetas. -Para evitar los tropezones y miradas de los transeuntes, Alicia -refugióse en el quicio de una puerta; tenía yertos los pies; la humedad -del piso traspasaba la suela sutil de sus zapatos.</p> - -<p>—Resuelve pronto—balbuceó—; me muero de frío.</p> - -<p>Enrique, con una resolución que creyó muy de hombre de mundo, exclamó de -pronto:</p> - -<p>—Si quieres cenar, vámonos á Fornos.<a name="page_162" id="page_162"></a></p> - -<p>Ella hizo una mueca de espanto.</p> - -<p>—¡Qué horror! En Fornos me conoce todo el mundo.</p> - -<p>—Entonces, vamos á casa de Morán.</p> - -<p>—Menos; allí también puede haber algún amigo mío.</p> - -<p>—A la Viña P.</p> - -<p>—Tampoco; no me atrevo...</p> - -<p>Y agregó, con ingenuidad cruel:</p> - -<p>—No me atrevo porque... ¿sabes?... las mujeres nos desprestigiamos. Si -mis amigos, que son hombres serios, me viesen contigo por ahí, dirían -que tengo caprichos, me llamarían loca...</p> - -<p>Enrique Darlés apenas comprendía, pero sospechaba vagamente que todo -aquello envolvía una humillación para él. De repente, como quien se -agarra á una idea salvadora, Alicia exclamó:</p> - -<p>—¿Qué hora es?</p> - -<p>—La una y cuarto.</p> - -<p>—Pues, mira: vámonos á las Ventas ó á la Bombilla. El mismo coche que -nos lleve puede traernos.</p> - -<p>—Es... es que...</p> - -<p>Vacilaba; no sabía cómo decir su ridiculez, la enorme, la imperdonable -ridiculez, de ser pobre. Al fin decidióse á hablar, hostigado por las -preguntas de Alicia, que no comprendía sus incertidumbres.</p> - -<p>—Es que... perdóname... no traigo dinero bastante.</p> - -<p>Ella repuso:<a name="page_163" id="page_163"></a></p> - -<p>—¡Qué niño!... Pero si no hace falta casi nada... ¿No llevas -siquiera... doscientas pesetas?</p> - -<p>—¡Doscientas pesetas!—balbuceó Enrique Darlés aterrado—; no... no...</p> - -<p>—¿Y cien?</p> - -<p>—Tampoco.</p> - -<p>—Bueno, acabemos: ¿cuánto tienes?</p> - -<p>Enrique hubiese querido morir. Desesperado, mordiéndose los labios, -replicó:</p> - -<p>—Si apenas me quedan dos duros...</p> - -<p>Ella lanzó una carcajada; una de aquellas grandes risas, leales y rudas, -que quizá no había vuelto á tener desde que un hombre rico, al -encumbrarla en el camino del pecado, la quitó la suave alegría de ser -pobre.</p> - -<p>—¿Y con diez pesetas—dijo—me proponías ir á Fornos?</p> - -<p>Avergonzado, Enrique contestó:</p> - -<p>—No te merezco, no soy digno de ti. Te llevaré á tu casa.</p> - -<p>Alicia repuso, seducida por la novedad bohemia de la aventura:</p> - -<p>—No importa; quiero que cenemos juntos; llévame á una taberna, á un -cafetín económico. Me es igual...</p> - -<p>El vacilaba; ella insistió. El temor de quedar mal contenía á Enrique.</p> - -<p>—¿Y si la cena te disgusta?</p> - -<p>—¡Tonto! Ahora yo no trato de «conocer», trato de «recordar». ¿Crees -que siempre fuí rica?</p> - -<p>—En tal caso...<a name="page_164" id="page_164"></a></p> - -<p>—Sí, llévame... méteme en tu vida...</p> - -<p>Cogidos del brazo siguieron calle abajo; sus pies caminaban al compás. -El repetía febril:</p> - -<p>—Alicia, mi Alicia...</p> - -<p>Y al hundir sus labios blancos y trémulos entre los cabellos de la muy -Deseada, parecíale que todo Madrid olía á violetas.<a name="page_165" id="page_165"></a></p> - -<h3><a name="III-c" id="III-c"></a>III</h3> - -<p>Después de aquella noche memorable transcurrieron varios días sin que -Enrique Darlés hallase ocasión de ver á Alicia. Fué á su casa muchas -tardes, de dos y media á tres, hora en que don Manuel nunca estaba allí. -Pero Teodora no le permitía pasar del recibimiento. Unas veces «la -señorita» había salido, otras estaba durmiendo ó enferma de jaqueca y no -podía recibirle. El acento de la camarera era seco, desconcertante; -porque si en algo conocemos el concepto malo ó bueno que una persona -tiene de nosotros, es en el modo con que nos reciben sus criados. El -estudiante tartamudeaba:</p> - -<p>—¿No le ha dejado á usted ningún encargo para mí?</p> - -<p>—No, señor; ninguno.</p> - -<p>Y ante el semblante picaresco y reidero de la joven, Enrique sentía que -su rostro se alargaba de melancolía y que sus ojos se anegaban en dolor -y humildad, como los de un criado despedido. Después, como no quisiese -renunciar completamente<a name="page_166" id="page_166"></a> á la ilusión que allí le había llevado, -murmuraba:</p> - -<p>—Bueno; ¡cómo ha de ser! Dígale usted que he estado aquí y que vendré -mañana.</p> - -<p>Cuando bajaba las escaleras iba muy triste; aquella noción de su -inferioridad que le hirió la noche en que fué presentado á Alicia Pardo, -volvía á acometerle. Sí, era un vencido, un inepto, que no aportaba allí -nada positivo: ni dinero, puesto que no era rico; ni gloria, pues que no -era artista aplaudido; ni tampoco alegría, ya que la poca que hubo en su -corazón reflexivo y sentimental se la robaban los desvíos de Alicia.</p> - -<p>Muchos días, á la hora del crepúsculo, acudía á estacionarse en la calle -Mayor delante de la vidriera donde centelleaba aquel soberbio collar de -esmeraldas de que Alicia le había hablado; y unas veces iba y venía por -la acera, embozado en su capa con cierto aplomo mundano, y otras -parábase á contemplar la joyería, cuyos focos eléctricos envolvían á los -transeuntes bajo un derramamiento gigante de luz. Allí permanecía largo -rato, preso en el sortilegio de los rubíes sanguinarios, de los topacios -ardientes como heridas, de las turquesas color de cielo, de las cadenas -y de las sortijas, que trazaban vibraciones de oro sobre el terciopelo -negro, artísticamente arrugado, que á modo de alcatifa cubría el amplio -perímetro del escaparate; y en esta atracción vagarosa que las joyas le -causaban, había como un presentimiento.</p> - -<p>Entre tanto, su alma infantil pensaba:<a name="page_167" id="page_167"></a></p> - -<p>—Si Alicia pasase, se holgaría de verme aquí.</p> - -<p>Durante aquellos primeros días, el recuerdo de la adorada persistió en -la memoria del estudiante bajo la rara sensación de un perfume á -violetas. De los anchos ojos verdes de Alicia, de su boquirrita -epigramática y cruel, de su cuerpo blanco y carnoso, ó no recordaba, ó -creía no acordarse bien. En cambio, aquel olor á violetas invadía su -espíritu, y de él parecían hallarse impregnados sus vestidos, sus manos, -sus libros de texto, su lecho mezquino. Esta dulce ilusión, sin embargo, -fué decayendo; el tiempo se la llevaba, borrándola, como había borrado -su recuerdo en Alicia. Darlés lloró mucho. Aquella noche escribió á la -joven una postal desesperada, un poco enigmática.</p> - -<p>«Mañana iré á verte—decía—; si no me recibes, me muero. Sé compasiva. -Mi cuartito ya no huele á ti.»</p> - -<p>La misiva del estudiante enojó á Alicia. ¿A qué venían estos -hiperbólicos alardes de pasión? ¿Acaso lo acaecido entre ambos no era -algo baladí y perfectamente vulgar?... Y tan segura estaba de ello, que -su emoción, más que de disgusto, fué de asombro. Al principio, su -sorpresa la inspiró cierto regocijo.</p> - -<p>—Sería interesante—pensaba—que ese muchacho se prendase de mí como un -héroe de drama.</p> - -<p>Pero la alegría de tal curiosidad duró un momento apenas. Inmediatamente -la voluntad fría, el espíritu rectilíneo y ególatra, que no toleraban -ser molestados, reaccionaron contra aquella posibilidad<a name="page_168" id="page_168"></a> novelesca. Ella -no quería amar ni ser amada; que por referencias de amigas íntimas sabía -que el amor, con sus zozobras y sus celos, tan funesto y agrio es para -el que lo siente como para quien lo inspira.</p> - -<p>El capricho que la llevó á los brazos de Enrique carecía á sus ojos de -importancia. La tarde que antecedió á su primera y única noche de -intimidad, Darlés acertó á sorprenderla en una de esas horas de -fastidio, de laxitud y de eclecticismo, que en la voluble moral femenina -divagan equidistantes del bien y del mal. Fué liviana como pudo ser -casta, arbitrariamente, sin razón ni motivo precisos. Quizá, á tener el -estudiante los ojos más hermosos, le hubiera dicho que «sí»; acaso -también, si aquel collar de esmeraldas, por el que momentos antes ella y -Manolo riñeron, la hubiese gustado algo menos, le habría dicho que -«no»... Lo único cierto es que aceptó la compañía de Darlés porque -supuso, bondadosamente, que la conversación de un hombre, aunque éste -sea muy pobre, vale y entretiene más que el recuerdo de un collar. Y -cuando, á la mañana siguiente, regresó á su casa, hallóse un poquito -sorprendida de su conducta. Aquello fué una genialidad, una humorada -semejante á la que hubiese podido llevar á un crítico como Sarcey, -después de cuarenta años de teatro serio, á una barraca de fantoches. El -lance, por tanto, no volvería á repetirse; era absurdo.</p> - -<p>Al otro día, Alicia supo por Teodora que Darlés<a name="page_169" id="page_169"></a> había ido á visitarla -hallándose ella ausente. En tardes sucesivas ocurrió lo mismo. La joven -acabó por sentirse molestada ante la imagen deplorable y testaruda de -aquel muchacho, mendigo de amor, que inopinadamente venía á turbar el -fácil curso de su despreocupado vivir. Cada vez que Teodora la informaba -de que el estudiante había vuelto, Alicia Pardo se revolvía colérica.</p> - -<p>—Pero ¿qué quiere?—exclamaba—; porque yo no lo sé...</p> - -<p>Y era sincera, no lo sabía; en la frivolidad egoísta de su carácter, no -comprendía cómo un hombre que lo obtuvo todo de una mujer no se canse de -ella. Su disgusto arreció con la postal, donde el estudiante dolíase de -su abandono. Era indispensable desenlazar aquel enredo de una vez, y -para conseguirlo nada mejor que recibir al importuno y hablarle -impasible, cual si no mediase entre ellos nada secreto.</p> - -<p>Al día siguiente, y á la hora de costumbre, Enrique Darlés llegó á casa -de Alicia. Teodora le dejó pasar al comedor.</p> - -<p>—Voy á informar á la señorita de que está usted aquí.</p> - -<p>El estudiante quedóse de pie, en actitud meditabunda, un codo apoyado -sobre el alféizar de la ventana. Antes, cuando no era allí mas que «el -amigo de don Manuel», le recibían sin etiqueta, nadie le anunciaba. -Ahora se hallaba aislado, oprimido por esa amabilidad hostil con que -acogemos á los visitantes que nos son molestos.<a name="page_170" id="page_170"></a></p> - -<p>Teodora reapareció.</p> - -<p>—Dice la señorita que puede usted pasar.</p> - -<p>Alicia Pardo se hallaba en su gabinete acompañada de una joven alta y -pelinegra, vestida de gris. Completaban la elegante expresión masculina -de su traje inglés el lacito de una corbata roja y la albura de su -cuello y de sus puños almidonados. Al ver á Enrique, Alicia, sin moverse -de su asiento ni alargarle la mano, exclamó:</p> - -<p>—¡Hola! ¿Es usted?...</p> - -<p>Y hubo en la cordialidad, un poco desdeñosa, de su saludo algo que -humillaba infinitamente. El estudiante palideció. Hacia su corazón toda -su sangre había refluído, hecha hielo. Siempre displicente, Alicia le -presentó.</p> - -<p>—El señor Darlés; mi amiga Candelas...</p> - -<p>Esta fijó en el recién llegado sus ojos fulgurantes y astutos, y luego -miró á Alicia, como preguntándola si aquella visita no ocultaba un -secreto de amor. La joven comprendió, y para la ladina interrogación de -su amiga tuvo una respuesta vertical:</p> - -<p>—No—dijo—, te equivocas. Enrique viene aquí porque es amigo de -Manolo.</p> - -<p>El estudiante hizo un ademán de asentimiento, y por los labios de -Candelas resbaló una sonrisa fría. Después las dos jóvenes reanudaron el -diálogo que interrumpió la llegada del estudiante, con lo que Darlés se -sintió repentinamente aislado y despedido. Transcurrieron cinco, diez, -quince minutos... sin que aquel animado charloteo declinase;<a name="page_171" id="page_171"></a> en la -conversación citábanse nombres de amigos, y Candelas reía mucho al -describir los pormenores de una cena, á la que ella y Alicia Pardo -concurrieron. Quizás lo hacía con propósito dañino, para persuadirse de -que Enrique no era allí, en efecto, mas que «un amigo de don Manuel».</p> - -<p>Después llegó una visita. Era una jamona que comerciaba en ropas y -alhajas. Traía un pesado envoltorio, que depositó en el suelo. Alicia -preguntó:</p> - -<p>—¿Qué novedades hay, Clotilde?</p> - -<p>La interpelada pareció esponjarse de gozo dentro de su mantón -alfombrado.</p> - -<p>—Llevo—dijo—las mejores faldas de barro y las mejores medias del -mundo.</p> - -<p>—¿Muy caras?</p> - -<p>—Y muy baratas. No sé por qué me figuro que hoy tiene usted ganas de -gastar dinero.</p> - -<p>En un momento los muebles del gabinete desaparecieron bajo una oleada -multicolor de sedas joyantes, verdes, moradas y azules, que, al ser -extendidas, esparcían un agradable olor á limpieza. Como por ensalmo, -Alicia y Candelas mostráronse devoradas por ese prurito adquisitivo que -atormenta á las mujeres ante el mostrador de las tiendas de modas. A -porfía las dos se informaban del valor de cada prenda.</p> - -<p>—¿Cuánto cuesta esta falda?</p> - -<p>—Por ser para usted, cien pesetas.</p> - -<p>—¿Y ésa, la heliotropo?</p> - -<p>—Setenta y cinco. Fíjese usted bien. ¡Es magnífica!<a name="page_172" id="page_172"></a></p> - -<p>Enrique observaba con asombro aquella evaporación de elegancia y de -lujo. Jamás había soñado que la civilización rodease al amor de tantos -refinamientos, y al hundir sus miradas candorosas en las faldas llenas -de suaves murmurios y en los lazos y opulentos encajes de aquellas -camisas de dormir, amplias y majestuosas como togas senatorias, -recordaba tristemente las pobres camisitas blancas y los refajos -groseros, sin voluptuosidad, que las mujeres de su pueblo ponían á secar -sobre el alféizar de sus azoteas.</p> - -<p>Un nuevo detalle acrecentó su angustia. La vendedora y Alicia discutían -empeñadamente el precio de la falda heliotropo. Clotilde pedía setenta y -cinco pesetas y la joven aseguraba que no podía dar más de diez duros. -La vendedora insistía:</p> - -<p>—Anímese usted, porque no hallará en ninguna parte otra más barata. La -vendo en ese precio por complacerla á usted; pero no gano en el trato -medio maravedí.</p> - -<p>Y agregó, dirigiéndose á Enrique:</p> - -<p>—Vamos, este caballero se la regalará á usted.</p> - -<p>Darlés enrojeció y no supo contestar. Los hombres sin dinero son -despreciables, y como Alicia ni siquiera levantase la cabeza para -mirarle, el estudiante comprendió que la había perdido. ¡Oh! Si hubiera -una banca diabólica donde los amantes pudiesen cambiar por dinero los -años que han de vivir, su existencia, toda su existencia, la habría dado -á cambio de aquellos quince duros malditos...</p> - -<p>Cansada de discutir, la vendedora rehizo su paquete;<a name="page_173" id="page_173"></a> la conversación -cambió de rumbo; se habló de alhajas. Candelas enseñó una lanzadera que -la habían regalado. Clotilde ofreció á las jóvenes un collar.</p> - -<p>—Si quieren ustedes verlo, lo traeré; lo tengo en casa.</p> - -<p>Alicia suspiró y aquel suspirón largo, entrecortado como los de los -niños, fué de inmensa pena.</p> - -<p>—Estoy enamorada de un collar que venden en la calle Mayor y no quiero -ningún otro. Sueño con él. No he visto maravilla igual. Os aseguro que -el hombre que me lo regale me conquista.</p> - -<p>—¿Cuánto vale?</p> - -<p>—Quince mil pesetas.</p> - -<p>Y agregó, clavando en Darlés una mirada indefinible:</p> - -<p>—Creo que aquí, este señor, piensa comprármelo... ¿Verdad, Enrique?...</p> - -<p>Candelas iba á reir, pero se detuvo; en el rostro congestionado del -estudiante, sus ojos zahorís acababan de sorprender un drama espantoso. -Sin poder contenerse, Darlés se había levantado para marcharse, y sus -ojos revelaban una vergüenza y una desesperación tales, que Alicia tuvo -piedad de él.</p> - -<p>—Le despediré á usted—dijo.</p> - -<p>Salieron del gabinete. Al llegar al recibimiento, el estudiante, fuera -de sí, empezó á cubrir de besos las manos de la joven; sus lágrimas se -desataron.</p> - -<p>—¡Alicia, Alicia!—balbuceaba—, ¿por qué eres<a name="page_174" id="page_174"></a> tan cruel? Me muero por -ti... Alicia... ¡oh!... ¿por qué no me quieres?...</p> - -<p>Ella, ya repuesta de su pasajera emoción, procuró desasirse.</p> - -<p>—Vaya, vaya... ¡qué tonto eres!...</p> - -<p>—Te adoro... Alicia... ¡alma de mi alma!...</p> - -<p>—Ea, sé juicioso... adiós. Esto me compromete.</p> - -<p>—Necesito verte... verte... ¡verte!...</p> - -<p>—Bueno... calla, y adiós... calla... Candela podría sospechar y no -quiero que se ría de nosotros.</p> - -<p>Hablaba en voz baja, al mismo tiempo que, suavemente, empujaba á Darlés -hacia la puerta. Él murmuró:</p> - -<p>—¿Me despides?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—¡Sí; me despides!</p> - -<p>—No, no... anda...</p> - -<p>—Sí; me echas... me echas porque soy pobre, porque no he sabido -conquistarte... pero ¿cómo conquistarte, si no he tenido tiempo?...</p> - -<p>Ella se impacientaba; su entrecejo se endurecía. Él prosiguió juntando -las manos:</p> - -<p>—Y haces mal en despedirme...</p> - -<p>—Bueno.</p> - -<p>—Haces mal, porque el hombre que ama mucho puede mucho, y yo, que soy -pobre, sería rico; y yo, que soy obscuro, sería artista famoso si tú -quisieses. Por ti yo mataría, yo robaría...</p> - -<p>—Calla, calla... y vete...<a name="page_175" id="page_175"></a></p> - -<p>—Sí, lo que tú me ordenases; eso,., héroe ó ladrón,., todo; pero á tu -lado, contigo, para ti... Alicia, mi Alicia... lo que tú quieras... ¡Si -tengo veinte años!...</p> - -<p>Sin sospecharlo, el inocente había dicho una frase, una gran frase, al -poner á los pies de la ingrata el tesoro de esa edad, por la que Fausto -se condenó.</p> - -<p>Alicia había abierto la puerta.</p> - -<p>—Adiós—susurró—, márchate; Manolo puede venir...</p> - -<p>—¿Cuándo nos veremos?</p> - -<p>—Otro día.</p> - -<p>—¿Cuándo?</p> - -<p>—No sé... déjame...</p> - -<p>—¿Mañana?...</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—Díme, señálame una fecha... yo tendré paciencia... aguardaré... -¿Cuándo?</p> - -<p>Ella vaciló. Él insistía, calenturiento.</p> - -<p>—¿Cuándo?</p> - -<p>—Me mareas.</p> - -<p>—¡Oh! ¡Acaba de una vez!... ¿Cuándo?</p> - -<p>Por los ojos verdes, verdes como esmeraldas, de la pecadora, pasó una -mirada de perdición, de locura, que luego pareció resbalar por sus -mejillas hasta trocarse en sonrisa sobre la línea tiránica de sus -labios.</p> - -<p>—¿Cuándo?—repitió.</p> - -<p>Inconscientemente el estudiante tuvo miedo, pero se rehizo pronto.<a name="page_176" id="page_176"></a></p> - -<p>—Sí, habla; ¿cuándo?</p> - -<p>—No sé.</p> - -<p>—Dílo, dílo.</p> - -<p>—Es un disparate.</p> - -<p>—No importa; dí, ¿cuándo?</p> - -<p>Suavemente, ella repuso:</p> - -<p>—Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido.</p> - -<p>Él la miró aterrado, pareciéndole que Alicia hablaba en serio. Ella -repitió:</p> - -<p>—Entonces...</p> - -<p>Y cerró la puerta. Enrique Darlés bajó las escaleras llorando.<a name="page_177" id="page_177"></a></p> - -<h3><a name="IV-c" id="IV-c"></a>IV</h3> - -<p>A la mañana siguiente Darles salió á la calle muy temprano; estaba -rendido; había pasado una noche de insomnio y de espanto, y al clarear -el día y hallarse en su habitación pobrísima, sin otro mobiliario que -una cómoda cargada de periódicos y de libros, una mala mesita de pino y -algunas sillas de enea, todo mezquino y viejo, recibió con la violencia -de un golpe la emoción de su soledad y experimentó esa inquietud que los -psicólogos denominan claustrofobia ó «terror á los espacios cerrados».</p> - -<p>Largo rato caminó absorto en vacilaciones sin nombre ni dibujo. No se -reconocía. En pocas horas de dolor su conciencia habíase retorcido -cruelmente, y de esta convulsión fiera emergían ahora desdoblamientos -insólitos, panoramas morales enormes constelados de perplejidades -aterradoras. Contra el baluarte de los principios éticos que le -inculcaron cuando niño, su desesperación desencadenaba una recia -avalancha de preguntas. Y cada interrogación constituía un enigma -terrible.<a name="page_178" id="page_178"></a> ¿Dónde termina el bien? ¿Dónde comienza el mal? ¿Por qué, si -todos nuestros esfuerzos deben ir enderezados á procurar nuestra -felicidad, hay deseos que la moral instituída juzga depravados y -deshonestos? ¿Por qué no será lícito todo lo agradable?...</p> - -<p>Al llegar á la calle de Atocha, Darlés tropezóse con un amigo suyo, -estudiante de medicina también, llamado Pascual Cañamares. Los dos -jóvenes se saludaron. Cañamares iba á San Carlos.</p> - -<p>—¿Quieres venir?—dijo—. Te enseñaré la sala de disección.</p> - -<p>Darlés siguió á su condiscípulo. A éste le impresionó la palidez de -Enrique.</p> - -<p>—Tienes muy mala cara.</p> - -<p>—Es que no he dormido.</p> - -<p>—¿Habrás pasado la noche de fiesta?</p> - -<p>—Al contrario. La he pasado llorando.</p> - -<p>Y hubo en su respuesta un dolor tan varonil, que su interlocutor no se -atrevió á indagar.</p> - -<p>La sala de disección, fría y blanca, emocionó á Darlés vivamente. Desde -los altos ventanales el sol caía á raudales, pintando una ancha franja -de oro sobre los zócalos de azulejos. En las mesas de mármol, y -cubiertos por sábanas manchadas de sangre, había varios cadáveres, con -las cabezas afeitadas y los labios abiertos. Sus pies desnudos y juntos -daban una macabra sensación de quietud. Flotaba en el aire un olorcillo -indefinible, nauseabundo, á carne muerta. Darlés experimentó un ligero -vahido que le obligó á cerrar los ojos, y<a name="page_179" id="page_179"></a> huyó de la sala. Más de una -hora anduvo por los claustros espaciosos, siniestramente sonoros, de San -Carlos. Una rara tristeza gravitaba sobre el edificio, caserón viejo y -húmedo que antes de ser escuela fué convento, y donde á la honda -melancolía de una religión que sólo piensa en la muerte, parece añadirse -el gran desengaño de una ciencia que no sabe librar del dolor á la vida.</p> - -<p>Cuando Pascual Cañamares salió de clase, quiso que Darlés le acompañase -á almorzar. Enrique accedió. Eran las doce. Cañamares almorzaba en una -taberna de la plaza de Antón Martín: era un establecimiento alegre, con -altos zócalos de madera pintados de rojo. Los dos estudiantes se -instalaron ante un velador, sobre el cual la tabernera había extendido -un pequeño mantel. Cañamares exclamó:</p> - -<p>—¿Qué quieres comer?</p> - -<p>—Me es indiferente. Lo que tú comas.</p> - -<p>—¿Sopa y cocido?</p> - -<p>—Bueno...</p> - -<p>Cañamares ordenó, campechano:</p> - -<p>—¡Patrona! ¡Un cocido!</p> - -<p>Era un muchachón de veinte años, sanguíneo y rollizo, lleno de esa -jovialidad sana y turbulenta que se desprende, á modo de perfume, de las -grandes energías vitales. Hablaba mucho, y había en su conversación -pintoresca y frívola un buen humor contagioso. Enrique Darlés le -respondía distraídamente y con monosílabos, atento sólo á lo que varios -cocheros, instalados en una mesa próxima,<a name="page_180" id="page_180"></a> referían de cierto crimen -cometido aquella mañana. Dos hombres, enamorados de la misma mujer, -habían reñido á navajazos y uno de ellos mató al otro. El vencedor -estaba preso. Era un lance vulgar, pero intenso, de una belleza bárbara -y, á su modo, caballeresca, ya que en la lucha no hubo traición. Y el -estudiante admiró y aun envidió á aquellos dos bravos que, por amor, -afrontaron la solemnidad de ese momento donde coinciden la herida que -produce la muerte y la puñalada que lleva á presidio.</p> - -<p>Al salir de la taberna, Pascual se despidió bruscamente.</p> - -<p>—Me marcho, porque no me divierto contigo. No sé qué te sucede. ¡Ni -siquiera escuchas!...</p> - -<p>Y se fué. Enrique Darlés le vió alejarse impasible, y luego experimentó -una dolorosa sensación de vacío. Estaba solo porque había tenido la -franqueza de no disimular su negro humor, porque dejó que toda la -melancolía de su alma se asomara libremente á sus ojos; y entonces -comprendió que ser muy sincero equivale á ser muy generoso, ya que -cualquiera sinceridad, aun la más inocente, siempre cuesta mucho.</p> - -<p>Por la noche cenó frugalmente y se acostó temprano. Largo rato estuvo -despierto, atormentado por una marea de recuerdos inconexos. Su padre, -que era su pasado, y Alicia Pardo, que simbolizaba su presente, le -solicitaban. Al cabo, la imagen de la joven prevaleció.</p> - -<p>Poco á poco dióse á examinar el alma tornadiza<a name="page_181" id="page_181"></a> y burlona de aquella -mujer que, al despertarse de una noche de amor, le había mirado -encogiéndose de hombros. ¿Qué había sucedido? ¿En cuál de los dos estuvo -la falta? ¿Acaso ella era una ingrata incapaz de sentimientos levantados -y duraderos, ó es que él, encogido y pacato, no había sabido -corresponder á la ilusión de Alicia?...</p> - -<p>Bajo la tiranía torturante de su voluntad, la memoria evocó momentos, -recompuso frases, dió actualidad nueva á los pormenores de aquella noche -hadada en que creyó que todo Madrid olía á violetas... Y como siempre -tendemos al perdón del ser amado, tras mucho discurrir, Enrique Darlés -llegó á convencerse de que Alicia Pardo era inocente. Ella, desde el -primer momento, había sido buena; ella le animó á emprender su -conquista, y después, llanamente, sin otro propósito que el de verle -feliz, le abrió sus brazos; brazos venusinos que pusieron alrededor de -su cuello un lazo de dulzura y misericordia. Y él, á cambio de tan -subida ventura, ¿qué había dado?...</p> - -<p>En la conciencia del estudiante alzábase acusadora una voz implacable.</p> - -<p>Alicia, habituada al roce del gran mundo, era una mujer de gustos -exigentes y refinados, que adoraba el lujo y entendía á Beethoven. -Varios aristócratas la amaron, poniendo su belleza en boga, y más de un -tenor de ópera cantó para ella sola y en la intimidad de su dormitorio, -su <i>racconto</i> favorito.</p> - -<p>Y la voz inexorable continuaba:</p> - -<p>«¿Qué hiciste tú, pobre Darlés, para merecer<a name="page_182" id="page_182"></a> ese tesoro? ¿Qué méritos -son los tuyos? Las mujeres que son todo belleza quieren lo que brilla, -la fuerza, belleza suprema del hombre: la fuerza, que es gloria en el -artista, dinero en el millonario, elegancia y aplomo en el hombre de -mundo, desesperación en el suicida, valor y rebeldía en el ladrón que, -audazmente, se pone enfrente de la ley. Pero tú, que no eres nada, ¿de -qué te dueles ni á qué aspiras?...»</p> - -<p>El estudiante lanzó un gran suspiro y sus párpados se llenaron de -lágrimas. Era un necio, un zagalón menguado y cobarde. De una mujer -puede quejarse el hombre que se arruinó por ella, ó quien, por -conservarla, mató y fué á presidio. El, en cambio...</p> - -<p>De pronto Darlés se estremeció tan violentamente, que la descarga -eléctrica de sus nervios le arrancó un grito. Incorporóse en el lecho; -estaba lívido. Si no podía ofrecer á Alicia ni una gloria de artista, ni -una fortuna, debía brindarla su honor: debía robar... Fué una revelación -terrible que sonaba á infierno. Entonces comprendió aquella expresión -enigmática que inflamó los ojos y resbaló luego por los labios de Alicia -la última vez que hablaron. El la había dicho: «¿Cuándo te veré?» Y ella -contestó: «Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido». Ahora -estas palabras cabalísticas resonaban en su espíritu claramente: ahora -las entendía. Alicia estaba enamorada de una joya que no podía comprar, -y más de una vez, pensando en ella, se puso triste; su dolor<a name="page_183" id="page_183"></a> era -sincero; él lo había visto. Acaso la joven, al despedirle y recordarle -aquel collar, habló en broma; quizás habló en serio. ¡Quién sabe!... De -todos modos, al afirmar que «nunca» se verían, expresó veladamente su -convicción de que él era un cobarde que jamás llegaría á perderse por -ella. Los ojos febriles de Enrique Darlés brillaban como carbunclos. ¿Y -por qué no robar? ¿Por qué no mostrarse valiente y capaz de todo? Hay en -el fondo de los grandes sacrificios algo superhumano que ofusca y -arrastra. Si él fuese ladrón; si pagase con su audacia lo que no le era -dable adquirir por dinero; si, por complacerla, perdiese su carrera, -arrostrase la maldición de su padre y el rigor de las leyes, Alicia le -amaría ciegamente, con aquel frenesí que Vautrin, el héroe balzaciano, -inspiraba á las mujeres.</p> - -<p>La voz que antes tronó acusadora en la borrascosa conciencia del -estudiante, ahora musitaba lagotera y suave:</p> - -<p>«Alicia, tu Alicia, sería feliz con las esmeraldas de ese collar. Si no -tienes medios de comprarlo, róbalo. Eres un miserable si no robas para -ella. ¿Qué te importa la opinión del vulgo? ¡Egoista! El hombre que no -es capaz de ser ladrón por una mujer, puede quererla mucho, pero no la -quiere ciegamente. Lo que tu Alicia desee, tú debes dárselo. No dudes, y -roba; roba para ella ese collar y cíñeselo después á su cuello, cuya -nieve tantas veces, en el espacio de una noche, dió frescura á tus -labios...»<a name="page_184" id="page_184"></a></p> - -<p>Estas ideas acudieron á corroborar sus impresiones más recientes: la de -su visita á la sala de disección, donde vió otra vez que todo es nada, y -la de aquel crimen por celos que oyó referir en la taberna. Y, -repentinamente, Enrique Darlés se sintió calmado. Su porvenir acababa de -decidirse: robaría. La Fatalidad, hecha carne en el cuerpo de Alicia -Pardo, acababa de decretarle un camino.</p> - -<p>Todas las tardes, al tramontar del sol, en esa hora de misterio en que -los faroles comienzan á encenderse y las mujeres parecen más lindas, el -estudiante salía de su casa y, por las calles de Mesonero Romanos y -Carmen, dirigíase hacia la Puerta del Sol, siempre llena de una multitud -desocupada y abúlica que no sabe andar. En la calle Mayor se detenía, -hundiendo una mirada ávida y medrosa en la joyería, cuyo escaparate -refulgente parecía una brasa.</p> - -<p>La contemplación diaria y reposada de aquellos tesoros producía en -Enrique Darlés un trastorno moral, cuya gravedad él no sospechaba. La -idea de robar iba incubándose en su ánimo, obsesionándole, trocándose en -resolución irreductible y desapoderada.</p> - -<p>Para tormento suyo, aquel collar de esmeraldas que servía de reclamo á -la tienda no hallaba comprador. Era demasiado caro.</p> - -<p>Con la nariz aplastada sobre el cristal del escaparate, Enrique sufría -largos minutos de angustia sin poder disuadir sus ojos de aquel abismo, -precipicio de oro y terciopelo en cuyo fondo los brillantes,<a name="page_185" id="page_185"></a> los -topacios, las esmeraldas, las perlas, los rubíes, las amatistas, -parecían las pupilas de una extraña multitud. Su imaginación, -entretanto, devanaba una historia de locura. El, con su presa oculta en -su bolsillo más secreto, iría á ver á Alicia, y la diría: «Toma, aquí -tienes tu collar; el collar que ni don Manuel, ni esos aristócratas -millonarios que conoces, han querido comprarte, te lo he ganado yo -jugándome la vida. ¿Qué dices ahora?...» Y discurriendo así cerraba los -ojos, creyendo que á su alrededor el aire olía á violetas. Después, -cuando abría los párpados, las esmeraldas del collar, verdes y duras -como las pupilas de Alicia, parecían decirle: «Todo eso, tan bonito, -sucederá cuando tú quieras». Era la voz sigilosa de la tentación: voz -hecha luz...</p> - -<p>Una tarde, al recobrarse de uno de estos duraderos y profundos -ensimismamientos, vió que Alicia Pardo y su amiga Candelas se acercaban. -Ellas también le habían visto. Turbado, casi sin voz, el estudiante las -saludó. Alicia le estrechó la mano afectuosamente, y él aspiró esta vez -con más fuerza, aquel perfume á violetas que aromaba sus sueños de -ladrón. La joven preguntó:</p> - -<p>—¿Qué hace usted aquí?</p> - -<p>—Nada... pasar el rato...</p> - -<p>Alicia inspeccionó el escaparate.</p> - -<p>—¡Ah, sí! ¿Miraba usted mi collar?</p> - -<p>—Sí, precisamente...</p> - -<p>Y al decir esto enrojeció, porque equivalía á confesar que estaba -acordándose de ella. Candelas<a name="page_186" id="page_186"></a> examinó al estudiante risueña. Alicia -Pardo agregó cruel:</p> - -<p>—Ya sabe usted que se lo he pedido.</p> - -<p>—Lo sé, me acuerdo.</p> - -<p>Habló tristemente y ella se echó á reir.</p> - -<p>—Y bien, qué, ¿piensa usted regalármelo?</p> - -<p>—¡Quién sabe!...</p> - -<p>Una cólera repentina había dado á sus facciones tirantez viril y -agresiva. Palidecieron su frente y sus labios. Candelas, que era -bondadosa, trató de aliviar su tormento.</p> - -<p>—Déjese usted de mujeres—exclamó—; somos muy malas. Créame usted á -mí: la mejor, la más santa de nosotras, no vale un sacrificio.</p> - -<p>Alicia interrumpió á su amiga.</p> - -<p>—¡Qué bobita eres! Estamos hablando en broma. ¿Tú piensas que Enrique -puede hacer una locura por mí?... ¡Qué disparate!</p> - -<p>Fieramente el estudiante repitió:</p> - -<p>—¡Quién sabe!</p> - -<p>Y luego, tras una pausa:</p> - -<p>—Ignoro por qué habla usted así. Usted no me ha tratado. Usted no sabe -quién soy yo.</p> - -<p>Dos meses antes, las frases un poco burlescas y las sonrisas de las dos -jóvenes le hubiesen desconcertado. Pero ahora hallábase transfigurado y -poseído de un nuevo y vigoroso ardimiento. Ya no dudaba; invadíale un -extraordinario y avasallador concepto de sí mismo, y esta convicción de -su juventud y de su audacia, de su fuerza, en fin le enajenaba como una -ola de alcohol. Un instante<a name="page_187" id="page_187"></a> había bastado para que el niño creciera y -fuese hombre.</p> - -<p>Alicia le observó de hito en hito; sus labios tornáronse graves; bajo la -doble crencha de sus cabellos rojos, partidos simétricamente sobre la -frente, los ojos tuvieron una expresión pensativa. Ella ignoraba cómo -los hombres primitivos cazaban el reno, pero sabía de conocer caracteres -y de atizar pasiones, y si ojeó pocos libros, leyó de corrido en muchas -conciencias, lo que es mejor. Su instinto agudo, que no solía -equivocarse, adivinó en el gesto y la voz del estudiante algo dominador -y desesperado. Prefirió cortar la conversación.</p> - -<p>—Adiós, Enrique. ¡Ah! Manolo ha preguntado por usted varias veces.</p> - -<p>—Muchas gracias. Dele usted mis recuerdos.</p> - -<p>—¿Cuándo irá usted por casa?</p> - -<p>Siempre sombrío, Darlés repuso:</p> - -<p>—No lo sé, Alicia; pero esté usted cierta de que iré tan pronto como -deba ir.</p> - -<p>Y hubo en esta alusión á lo que él llamaba «su deber» un trémolo -indefinible de soberbia y de amargura.</p> - -<p>Al quedarse solo el estudiante tuvo una explosión de cólera que, á falta -de palabras, se deshizo en lágrimas. Tenía la convicción de que sus -respuestas, un poco misteriosas, impresionaron á Alicia; habían sido -bellas. Ahora, y para no perder lo ganado, necesitaba que su conducta -corroborase lo dicho. Embozadamente habíase comprometido á algo muy -grave. De no cumplir lo ofrecido,<a name="page_188" id="page_188"></a> quedaría en ridículo. Era, pues, -indispensable llegar al fin.</p> - -<p>—Seré ladrón—pensó.</p> - -<p>Después dirigióse á su taberna, donde cenó tranquilamente y se acostó -temprano. Durmió bien, con esa paz profunda que dejan en los espíritus -largo tiempo agitados las resoluciones irrevocables. Era mediodía cuando -despertó. Inmediatamente se levantó, vistióse de limpio y escribió á su -padre una carta tranquila, en la que sólo hablaba de sus estudios. Luego -metió en un pañuelo todos sus libros de texto y salió á la calle. Iba á -venderlos. «Si me prenden—reflexionaba—ese dinero puede hacerme falta; -y si logro huir y todo queda en el misterio, tiempo tengo de -recobrarlos.»</p> - -<p>Realizada la venta se dirigió á un <i>restaurant</i> de lujo, donde almorzó -con ciertos refinamientos. En todos estos detalles menudos, tan -contrarios al orden y sencillez de su vida habitual, un observador -hubiese descubierto cierta melancolía de despedida. Luego estuvo -bebiendo café en la <i>terrasse</i> del <i>Lyon d'Or</i>, y reconoció que muchas -de las mujeres que pasaban eran bonitas. Acerca de lo que iba á realizar -no había pensado nada concreto. Prefería abandonarse á lo imprevisto. -Los grandes conflictos se resuelven mejor sobre la marcha, de sopetón, -ante la inminencia del peligro.</p> - -<p>A las seis en punto se levantó, y cruzando la calle de Sevilla dirigióse -por la carrera de San Jerónimo hacia la Puerta del Sol. Todavía las -luces<a name="page_189" id="page_189"></a> del alumbrado público y de los comercios estaban apagadas. Era -una tarde de Abril; barría las calles un remusgo fresco y húmedo; en el -espacio límpido, teñido de rosa, Venus vertía la serenidad de su luz -milenaria. Darlés avanzaba tranquilamente, con un sosiego de movimientos -que parecía responder á una ecuanimidad perfecta. Al llegar á la acera -del Ministerio de la Gobernación detúvose á observar los tranvías, los -coches, el gentío que pululaba á su alrededor. La idea de que pronto le -prenderían, renació en su espíritu.</p> - -<p>—Mañana—pensó—no veré nada de esto.</p> - -<p>Y sus ojos tuvieron una melancolía de «adiós». Sin embargo, ya no podía -torcer su resolución de robar.</p> - -<p>El fondo de esta locura lo constituía, más que un anhelo carnal, un -prurito romántico, casi coquetón, de «quedar bien». La concupiscencia de -los primeros momentos había evolucionado hasta convertirse en el -sentimiento elegante, puramente artístico, de un «bello gesto». En -último término, adueñarse de Alicia era lo de menos: lo importante, por -no decir lo único, era tener ante ella la hermosura de un heroísmo; que -para los grandes criminales, como para los artistas ilustres, como para -los multimillonarios que se arruinan en una noche, como para todos los -que rompen los moldes vulgares, guarda el alma aventurera de la mujer -una admiración. Y el estudiante, considerando que Alicia Pardo se -acordaría siempre de que<a name="page_190" id="page_190"></a> hubo un hombre honrado que fué á presidio por -ella, se juzgaba pagado y feliz.</p> - -<p>Absorto en estas quimeras, llegó Enrique Darlés á la joyería de la calle -Mayor, cuyas luces, recién encendidas, volcaban sobre la acera un -generoso resplandor. Detúvose el mozo ante el escaparate, lleno de -refulgencias cegadoras. En el centro de la vidriera y ciñendo el cuello -de un medio busto de terciopelo blanco, estaba el collar, el terrible -collar de esmeraldas. Darlés lo contempló largamente, y al principio -experimentó esa sensación de miedo y de frío que inspiran las armas de -fuego. Después esta emoción desapareció; la luz verde de las esmeraldas -le enajenaba; era una especie de atracción telúrica, invencible como el -principio de gravedad. No obstante, todavía vacilaba, todavía comprendía -que en aquel medio metro que le separaba del escaparate flotaba un -abismo. De pronto, pensó:</p> - -<p>—¿Y si Alicia me viese ahora aquí?...</p> - -<p>Esta idea derrotó sus últimos temores y abrió la puerta del -establecimiento con mano segura. En seguida avanzó hacia el mostrador; -su paso era firme y suelto. Un dependiente alto y elegante, con largos -bigotes rubios, salió á recibirle.</p> - -<p>—¿Qué deseaba usted?</p> - -<p>Con un aplomo del que segundos antes no se hubiese creído capaz, Enrique -contestó:</p> - -<p>—Quisiera ver ese collar de esmeraldas que hay en la vidriera.</p> - -<p>—Sí, señor.<a name="page_191" id="page_191"></a></p> - -<p>Darlés miró á su alrededor y notó que, al fondo de la tienda, un -caballero barbiblanco, el dueño sin duda, le observaba atento. El tenía -ya un plan: se apoderaría de la joya y huiría hacia la puerta que, para -este fin, dejó entornada.</p> - -<p>El dependiente volvía con el collar, que depositó sobre el pañete verde -musgo del mostrador. Enrique Darlés apenas se atrevía á tocarlo.</p> - -<p>—¿Cuánto vale?</p> - -<p>—Quince mil pesetas.</p> - -<p>El estudiante chasqueó la lengua, como hacen los bebedores para celebrar -el buen gusto y calidad de un vino. Su interlocutor agregó:</p> - -<p>—Tengo la seguridad de que habrá usted visto pocas esmeraldas como -éstas.</p> - -<p>El caballero peliblanco se había acercado sin hablar, las manos metidas -en los bolsillos del pantalón, y su continente era grave y perplejo. -Diríase que su espíritu desconfiado de comerciante venteaba un peligro. -Darlés le miró de reojo: aún era honrado, aún podía arrepentirse...</p> - -<p>El dependiente había traído varios estuches, de los que fué sacando -collares diferentes. En el modo de cogerlos, de acariciarlos entre sus -dedos de uñas cuidadas y de extenderlos sobre el pañete del mostrador, -ponía aquel hombre un cariño. Los había de brillantes, de turquesas, de -zafiros, de topacios...</p> - -<p>El estudiante vacilaba; latía en aquella proximidad del crimen una -voluptuosidad mareante y terrible, á la vez dulce y acre. Siguió -preguntando:<a name="page_192" id="page_192"></a></p> - -<p>—¿Qué vale este collar?</p> - -<p>—Muy poco: dos mil doscientas pesetas.</p> - -<p>—¿Y éste de rubíes?</p> - -<p>—Cuatro mil quinientas.</p> - -<p>Darlés los cogía, los miraba detenidamente, volvía á dejarlos. De pronto -experimentó la sensación de que por sus mejillas acababa de extenderse -una gran palidez. Para reponerse dijo:</p> - -<p>—Este de perlas negras es muy hermoso.</p> - -<p>—También es más caro: diez mil pesetas.</p> - -<p>Bruscamente el señor barbiblanco, que hasta entonces no había desplegado -los labios, exclamó con acritud:</p> - -<p>—Bien; creo que ya han hablado ustedes bastante.</p> - -<p>Y, dirigiéndose al dependiente:</p> - -<p>—Guarde usted esos estuches.</p> - -<p>Enrique Darlés levantó la cabeza y le miró á los ojos fieramente, con la -altivez del hombre que todavía no ha delinquido.</p> - -<p>—¿A qué viene eso?—gritó.</p> - -<p>—No me gusta perder el tiempo—repuso el joyero—; á usted no debe -sobrarle el dinero; yo no me equivoco.</p> - -<p>Y volviéndose á su empleado, que presenciaba la escena atónito, repitió -secamente:</p> - -<p>—Le he dicho que recoja esos estuches.</p> - -<p>Tal vez el estudiante no estaba aún totalmente decidido á robar; -todavía, quizás, quedaba en su conciencia algo bueno, sano, que, en el -momento supremo, se hubiese impuesto á la fatal tentación.<a name="page_193" id="page_193"></a> Pero las -palabras destempladas del comerciante, exasperándole, le obligaron á -delinquir; buscó un desquite y pecó. El caso no es nuevo; muchas, -muchísimas veces, un crimen sólo es la represalia lógica de una -injusticia.</p> - -<p>Fuera de sí, Enrique alargó rápidamente un brazo hacia el sitio donde -estaba el collar de esmeraldas; sus dedos se crisparon, convulsos; giró -sobre sí mismo y, de un salto, ganó la puerta.</p> - -<p>En aquel momento, uno tras otro, sonaron dos tiros.</p> - -<p>Darlés emprendió una carrera vertiginosa, delirante, hacia el Viaducto. -Al principio oyó una voz que gritaba á su espalda:</p> - -<p>—¡A ése, á ése! ¡Al ladrón!...</p> - -<p>Una voz terrible, de pesadilla, y luego percibió el estrépito, semejante -á un trueno, de la gente que le perseguía. Ante él los transeuntes se -apartaban, y había en sus rostros miedo y asombro. Al llegar á la calle -de Bordadores, un hombre que esgrimía un bastón, trató de cerrarle el -paso y, entonces, Darlés torció á la izquierda, venciendo con velocidad -de liebre la cuesta de la calle Siete de Julio. De un portal le tiraron -una silla, que apenas le rozó, y donde acaso tropezaron los que de más -cerca le acosaban. Cuando la humana jauría, jadeante y furiosa, pasaba -bajo los arcos de la Plaza Mayor, su griterío amenazador retumbó con más -fuerza:</p> - -<p>—¡A ése!... ¡A ése!...</p> - -<p>El estudiante, alocado, corriendo siempre en línea<a name="page_194" id="page_194"></a> recta, llegó á la -barandilla que cierra el jardín y la franqueó de un salto. Esto le -salvó. La poca luz que allí había y las sombras de los árboles -desdibujaron su figura. El, sin embargo, continuó corriendo y, al -encontrarse de nuevo con la barandilla, volvió á saltar. Al caer, sus -rodillas, fatigadas, se doblaron y á poco da de bruces contra el suelo. -Pero en el acto se levantó y siguió corriendo. Ahora las voces de sus -acosadores retumbaban lejos, bajo las bóvedas sonantes de la plaza.</p> - -<p>Darlés continuó huyendo por la calle de Toledo, y advirtió que muchos -transeuntes le miraban con inquietud. Una mujer exclamó:</p> - -<p>—¡Va herido!...</p> - -<p>Al llegar á Puerta Cerrada, el estudiante se acercó á la famosa cruz que -da nombre á la plaza. No podía más; las piernas se le rompían de -cansancio; su corazón estallaba; la lengua se le escapaba de la boca. -Varias mujeres le rodearon asustadas.</p> - -<p>—¡Está usted herido!—decían—. ¿Qué es eso?... ¡Le han herido á usted!</p> - -<p>Pero en sus exclamaciones no había rencor, sino piedad ingénua. El -estudiante se sintió más tranquilo. Una de aquellas mujeres llevaba un -cántaro.</p> - -<p>—¡Un buche de agua!—balbuceó Enrique—. Agua... ¡Me muero de sed!...</p> - -<p>Acercó sus labios á la boca de la vasija y bebió á largos sorbos.</p> - -<p>Ellas repetían:<a name="page_195" id="page_195"></a></p> - -<p>—Está usted herido... ¡Pobre hombre!... ¡Vaya usted en seguida á la -Casa de Socorro!...</p> - -<p>Para no suscitar sospechas, Darlés repuso:</p> - -<p>—Sí, ahora voy...</p> - -<p>Después trasegó algunas buchadas más, y siguió huyendo hacia la calle de -Segovia. Corrió mucho, mucho, hasta que sus fuerzas se agotaron -totalmente. Detúvose y se reconoció; sus ropas mojadas se adherían á su -carne, produciéndole una desagradable sensación de frío; tenía las manos -rojas: lo que él creyó sudor, era sangre.</p> - -<p>—¡Estoy herido!—murmuró.</p> - -<p>Y entonces comprendió lo que las mujeres de Puerta Cerrada le habían -dicho. En aquel momento acometióle un ligero mareo y necesitó apoyarse -contra la pared. Después abrió los ojos y examinó el sitio donde se -hallaba. Era un callejón pendiente y solitario, abierto entre casas -modestas. Muy cerca, sobre la inmensidad negra del cielo, aparecía la -mole imponente del Viaducto, esa atalaya siniestra y magnífica desde la -cual tantos tristes se despidieron de la vida en una reverencia mortal.</p> - -<p>Enrique Darlés volvió á pensar:</p> - -<p>—Estoy herido...</p> - -<p>Sus ideas iban coordinándose: Alicia, su cuartito de la calle de la -Ballesta... Palpóse los bolsillos, y sus dedos hallaron el collar, «¡su -collar!...»</p> - -<p>El estudiante sonrió; una alegría inefable esponjaba su cuitado corazón. -Suspiró; se enjugó dos lágrimas. Alicia sería suya. La novela de su vida -acababa de ser escrita.</p> - -<p><a name="page_196" id="page_196"></a></p> - -<p><a name="page_197" id="page_197"></a></p> - -<h3><a name="V-c" id="V-c"></a>V</h3> - -<p>Candelas y Alicia Pardo regresaban en landó de las carreras. La tarde -había pecado de frescachona, pero el sol no se ocultó ni un momento, y -los jockeys lucharon bien. Alicia sonreía; estaba contenta; había ganado -ochocientas pesetas, y en sus ojos persistía aún la visión de los -jinetes huyendo con rapidez fantasmagórica sobre el fondo del paisaje -abrileño. Y, de pronto, en el segundo tercio de la carrera, de aquel -grupo multicolor, compuesto de blusas rojas, azules y amarillas, y de -calzones blancos, un caballo se destacó para tomar la cuerda, y ella -había ganado...</p> - -<p>En esta victoria hallaba algo personal, que mimaba su orgullo.</p> - -<p>—Ese jockey que ahora tiene tu conde—exclamó—monta como un centauro. -¿Es inglés?</p> - -<p>Candelas contestó:</p> - -<p>—No, belga.</p> - -<p>A Alicia, que no recordaba con exactitud hacia dónde quedaban los Países -Bajos, no le satisfizo la respuesta. Pero era igual; bastábala con saber -que<a name="page_198" id="page_198"></a> el jockey triunfador venía de uno de esos pueblos septentrionales -donde todos los hombres son correctos y rubios.</p> - -<p>Candelas comenzó á explicar la ciega confianza que el conde, su amigo, -tenía en aquel caballista extraordinario. En pocas palabras trazó un -brillante programa de diversiones y de viajes. A primeros de Mayo irían -á Londres, y en Junio, á París, donde el conde pensaba llevarse el «Gran -Premio», de Longchamps. La otoñada la pasarían en Niza.</p> - -<p>Alicia Pardo repuso:</p> - -<p>—En Septiembre el marquesito y yo vamos á Monte-Carlo. Es preciso que -nos veamos; con los hombres, ¿verdad?..., nos divertimos poco. No saben -hacernos reir.</p> - -<p>Cuando el landó llegaba á la plaza de Castelar, Alicia preguntó á su -amiga:</p> - -<p>—¿Tienes algo que hacer esta noche?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—Pues vente al Real conmigo. La noche pertenece á Bizet, el divino. -Representan Carmen, y trabajan la Nasí y Pacteschi. ¡Sin comentarios!</p> - -<p>Candelas accedió.</p> - -<p>—Ahora—dijo Alicia—quiero ir á mi casa, por si he recibido algún -recado urgente. Luego te llevo á la tuya, cambias de traje y buscamos á -Manolo para que nos invite á comer.</p> - -<p>El coche se detuvo ante el portal de Alicia, y Teodora, que estaba en el -balcón, bajó á la calle en seguida. Traía una carta.<a name="page_199" id="page_199"></a></p> - -<p>—Esto ha venido para usted.</p> - -<p>—¿De parte de quién?</p> - -<p>—De parte del señorito Enrique.</p> - -<p>Alicia repitió, sorprendida:</p> - -<p>—¡De Enrique!</p> - -<p>Rasgó el sobre con gesto febril, y leyó:</p> - -<p>«Ven á mi casa, te lo ruego. Necesito verte hoy mismo.»</p> - -<p>Y firmaba: «<i>E. D.</i>»</p> - -<p>Alicia pareció reflexionar. Luego miró á su amiga.</p> - -<p>—¿Tú entiendes esto?... Es de Enrique Darlés... ¿Te acuerdas?... Un -muchacho, amigo de Manolo...</p> - -<p>Y, dirigiéndose á Teodora:</p> - -<p>—¿Quién trajo esta carta?</p> - -<p>—Una vieja.</p> - -<p>—¿Qué facha tenía?</p> - -<p>—No sé... así..., parecía portera...</p> - -<p>Alicia permanecía indecisa; la concisión autoritaria de aquellos -renglones impresionaba. Era una carta de hombre; los niños no saben -hablar así. En el sobre una mano impaciente, acaso desesperada, había -escrito, con letras de trazos vigorosos, la palabra «urgente».</p> - -<p>—¿Qué hacemos?—preguntó.</p> - -<p>—Creo—repuso Candelas—que debemos ir á verle.</p> - -<p>—¿Para qué?</p> - -<p>—Cuando él te llama, algo muy grave debe ocurrirle. Ve...<a name="page_200" id="page_200"></a></p> - -<p>Alicia consultó su reloj: eran las seis; aun podía, sin turbar el -programa de aquella noche, otorgarse el lujo de una condescendencia. Y -ordenó al cochero:</p> - -<p>—¡Ballesta, número...! ¡A escape!...</p> - -<p>Un momento las dos jóvenes estuvieron calladas. Candelas, de repente, -exclamó:</p> - -<p>—¿Has leído lo que dicen los periódicos del robo que hubo anoche en la -calle Mayor?</p> - -<p>—No... ¿Qué dicen?</p> - -<p>—Que han robado una joyería.</p> - -<p>—¡Una joyería!—repitió Alicia.</p> - -<p>Su rostro tuvo una expresión inenarrable de ansiedad y de espanto. Se -acordó de aquel collar de esmeraldas, en el que tantas veces había -pensado, y de la tarde en que ella y Candelas sorprendieron á Enrique -Darlés inmóvil ante el escaparate de la tienda. Inopinadamente, la -dolorida figura del estudiante parecía ponerse de pie en su memoria. -Escuchaba sus últimas palabras: «Usted no me ha tratado. Usted no sabe -quién soy yo». Y estas frases, á las que nunca concedió valor, ahora -repercutían en sus oídos con un «tic» profético.</p> - -<p>—¿Qué han robado?—preguntó.</p> - -<p>—No puedo decírtelo, porque leí el periódico muy á la ligera.</p> - -<p>—¿Y quién es el ladrón?</p> - -<p>—No se sabe.</p> - -<p>—¿No le prendieron?</p> - -<p>—No. Fué más listo que los que le perseguían...</p> - -<p>—¿Y escapó?<a name="page_201" id="page_201"></a></p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>El misterio que envolvía al delincuente aumentó la inquietud de Alicia. -Era una emoción bonita, novelesca, que la producía cierto engreimiento. -«¡Si hubiese robado por mí!», pensaba. Emoción orgullosa y malsana, -semejante á la que experimenta ante sus amigos el hombre por quien una -mujer se ha suicidado.</p> - -<p>Candelas, que seguía los pensamientos de Alicia, exclamó:</p> - -<p>—¡Sería notable que el autor del atentado fuese Enrique Darlés!</p> - -<p>—No lo creo.</p> - -<p>—Pues mira, yo dudo...</p> - -<p>—Hubiera hecho muy mal.</p> - -<p>—Evidentemente.</p> - -<p>—Y si lo hizo, me tiene sin cuidado. Que se fastidie, por imbécil. Yo, -nada le he pedido; y, en último término, ¡qué diablos!, más delito tiene -el que otorga que el que pide...</p> - -<p>El coche se detuvo, y Alicia y Candelas echaron pie á tierra y -penetraron en un portal de apariencia mezquina. Candelas llamó.</p> - -<p>—¡Portera, portera!</p> - -<p>A sus voces nadie contestó.</p> - -<p>—Sígueme—dijo Alicia—, conozco el camino.</p> - -<p>Echó á andar, recogiéndose pulcramente su falda color perla é -imprimiendo á la larga amazona roja de su sombrero un gracioso vaivén. -Atravesaron un patio sórdido y húmedo, luego otro, y comenzaron á subir -una empinada escalera. El<a name="page_202" id="page_202"></a> fru-frú sedeño de sus enaguas y el tintineo -de sus pulseras llenaba el silencio. Llegaron al tercer piso y -detuviéronse ante una puerta entornada. Alicia llamó con los nudillos. -Nadie contestó. Volvió á llamar. Desde dentro, una voz, la voz de -Enrique, repuso débilmente:</p> - -<p>—Adelante...</p> - -<p>La joven y Candelas se hallaron en una habitación obscura que apestaba á -sangre. Alicia Pardo no pudo reprimir una exclamación grosera de -disgusto:</p> - -<p>—¡Qué asco! ¡Puf!... ¿A qué huele aquí?</p> - -<p>Desde el fondo de la estancia, donde se insinuaba la silueta de un -lecho, Enrique Darlés balbuceó:</p> - -<p>—Ahí, sobre esa mesita, hay fósforos... Enciende el quinqué...</p> - -<p>Candelas se mantuvo inmóvil, junto á la puerta, temerosa de tropezar. -Cuando hubo luz, las dos amigas lanzaron á su alrededor una mirada -rápida. Componían el moblaje una mesa de escribir, una cómoda sobre la -que había un espejo, y á la hila de las paredes encaladas media docena -de sillas de enea. El estudiante estaba acostado y vestido en su lecho; -sobre la albura de la almohada, su cabeza, de crespos y negrísimos -cabellos, yacía inerte. Un momento abrió los ojos, y luego, -pausadamente, tornó á cerrarlos. Por su rostro lampiño, que la lividez -de los labios entristecía, divagaba la blancura etérea y luminosa del -último dolor.<a name="page_203" id="page_203"></a></p> - -<p>Las dos jóvenes se aproximaron al estudiante. Alicia exclamó:</p> - -<p>—¡Enrique!... ¡Enrique!...</p> - -<p>El entreabrió los párpados, y sus pupilas turbias fijaron en «Tacita de -oro» una mirada de gratitud. Ella repitió:</p> - -<p>—Enrique... ¿Me oyes?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—Te han herido, ¿verdad?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¿Tú fuiste quien cometió anoche el robo de la calle Mayor?</p> - -<p>—Sí...</p> - -<p>Alicia Pardo miró ufanamente á Candelas, como invitándola á fijarse bien -en su hazaña y poniendo en su ademán aquella petulancia con que se -exhibe una obra de arte. Acababa de obtener un gran triunfo, porque -únicamente por las mujeres capaces de inspirar pasiones locas se atreven -los hombres á tanto. Después adelantó la cabeza para ver de más cerca -las ropas del estudiante, y al encontrarlas tintas en sangre, -experimentó un nuevo acceso de asco. El contraste del aire cálido y -nauseabundo de aquella habitación, largo tiempo cerrada, con el ambiente -saludable de la calle, era demasiado brusco.</p> - -<p>—¿Abro la ventana?—dijo.</p> - -<p>—No... no—murmuró Enrique—; estoy muy débil; el frío me mataría.</p> - -<p>Alicia, sentada sobre el lecho, aquel pobre lecho que su cuerpo una -noche perfumó á violetas, le<a name="page_204" id="page_204"></a> observaba en silencio. Un ancho sombrero -carmesí, adornado por una magnífica amazona blanca, cubría su semblante -pálido, donde los ojos verdes brillaban lascivos en el gran nimbo -cárdeno de las ojeras; y la gracia libertina de los ademanes, la -brevedad pueril del talle, el entono robusto de las caderas y del seno, -y aquel desasosiego con que los piececitos impacientes y bailarines -herían el suelo cual si deseasen escapar, contrastaban fuertemente con -la fealdad del aposento desamueblado, oliendo á agonía.</p> - -<p>Candelas parecía conmovida. Pero Alicia se ahogaba; una sensación -terrible de asco iba dominándola. Repetidas veces llevóse á su nariz -gozadora, bañada aquella tarde en la brisa suelta y oxigenada del -Hipódromo, su pañuelo de encajes. El invasor malestar se sobreponía á su -aflicción. No podía llorar. Además, ¿para qué?... Y con tal de escapar -pronto de allí, no la hubiese importado que Enrique viviese algunas -horas menos. En su ingratitud, Alicia Pardo llegó á maravillarse de que -hubiese mujeres amantes capaces de besar un cadáver...</p> - -<p>De súbito, deseosa de concluir, preguntó:</p> - -<p>—Pero... ¿cómo te hirieron?</p> - -<p>Nuevamente Enrique abrió los ojos, luego los labios.</p> - -<p>—Vas á saberlo.</p> - -<p>A pesar de la enorme hemorragia que había sufrido, aún le restaban -algunas fuerzas, las últimas, y pudo hablar.<a name="page_205" id="page_205"></a></p> - -<p>—He robado por ti, porque la tarde en que me echaste de tu casa me -dijiste: Nos veremos... «cuando me traigas el collar que te he pedido».</p> - -<p>Alicia exclamó:</p> - -<p>—No me acuerdo.</p> - -<p>—Yo, sí; me lo dijiste. Yo me acuerdo de todo.</p> - -<p>La joven encogióse de hombros y sus ojos sádicos, de color de ajenjo, -permanecieron secos. Candelas, en cambio, más humana, más mujer que su -amiga, tenía anegados en llanto los suyos. Enrique siguió hablando. Su -gesto era grave. Repentinamente, el niño se había hecho hombre.</p> - -<p>—Decidido a recobrarte, quise ofrecerte lo que tanto deseabas. Anoche, -cuando penetré en la joyería, aún no estaba seguro de lo que iba á -hacer. Me acerqué, sin embargo, al mostrador, y dije que deseaba -examinar el collar de esmeraldas que había en el escaparate. Cuando me -lo trajeron, juntamente con otros, apoderóse de mí un vértigo que echó -sobre mis ojos una tiniebla inmensa y terrible. Rápidamente extendí una -mano, cogí uno de los collares, no sé cuál, porque todos me parecían -verdes... y escapé. Pero el dueño, que sin duda había ido espiando todos -mis movimientos, sacó un revólver y disparó. Su puntería fué certera. -Yo, en aquel minuto trágico, nada sentí y continué corriendo. A mi -espalda, voces acusadoras repetían: «¡Á ése, á ése!...» Y me parecía ver -manos vengativas que, con el ansia de cogerme, se <a name="page_206" id="page_206"></a>abrían y cerraban -como garras detrás de mí. Cuando volví de mi terror me hallé en un -callejón solitario; mis perseguidores no habían podido alcanzarme. -Entonces advertí que mis ropas estaban empapadas en sangre y que mis -piernas flaqueaban. ¿Qué hacer? Poco á poco, amparado por las sombras de -la noche, regresé aquí... y te mandé llamar...</p> - -<p>Los deditos ensortijados de Alicia se cruzaron con un doble gesto de -interés y de horror.</p> - -<p>—¿Y no te has curado?—gritó—, ¿no llamaste á ningún médico?</p> - -<p>—No; no quise... porque si alguien me hubiese visto así hubiera -sospechado... Y he preferido morir á que me quitasen el collar que robé -para ti...</p> - -<p>Y como sintiese que sus energías se agotaban, añadió con un gesto:</p> - -<p>—Ahí está, sobre la cómoda. Levanta esos libros.</p> - -<p>Era una escena tristísima, de un romanticismo punzante y melodramático. -Al fin, los párpados de la pecadora se humedecieron.</p> - -<p>—¡Niño, niño!...—sollozó—, ¿qué has hecho?</p> - -<p>Darlés repitió:</p> - -<p>—Búscalo... sobre la cómoda...</p> - -<p>No quería morir sin ver su regalo entre las manos, nácar y nieve, de la -Deseada.</p> - -<p>Ella hizo lo que el estudiante ordenaba, y bajo unos periódicos, sus -dedos hallaron un collar de perlas negras.</p> - -<p>—¡Qué hermoso!—exclamó absorta.<a name="page_207" id="page_207"></a></p> - -<p>Sin abrir los ojos, como quien habla en sueños, Darlés repuso:</p> - -<p>—No es el que tú querías... ya lo sé... Luego lo he visto... Pero en -aquel momento, todas las piedras me parecían verdes...</p> - -<p>Era éste un episodio más, un capricho más de la amarga y eternal ironía -de las cosas. ¡Dar la vida por un collar de esmeraldas, y equivocarse de -collar!... El estudiante balbuceó:</p> - -<p>—Adiós...</p> - -<p>Por sus miembros corrió un largo estremecimiento, y bruscamente la -agonía dió á sus facciones varonil severidad. Torcióse la línea de sus -labios. Candelas, puesta de hinojos, lloraba y rezaba. Alicia Pardo, más -violenta, cogió al estudiante por los hombros.</p> - -<p>—¡Enrique... Enrique!...</p> - -<p>Y le miraba con una de esas expresiones trágicas, todo pasión, que -explican el sacrificio de una vida.</p> - -<p>El estudiante aún pudo murmurar:</p> - -<p>—Acuérdate...</p> - -<p>No dijo más. Cerró los párpados. Moría tranquilamente, sin sangre. Por -su rostro deslizóse una sombra blanca. Alicia exclamó:</p> - -<p>—Enrique... ¿me oyes?... ¡Enrique!</p> - -<p>Le palpó la frente y las manos. Estaba frío.</p> - -<p>—Ha muerto—dijo.</p> - -<p>Aquello, á su modo, era bonito. Hubo una pausa. Candelas se había -levantado y las dos amigas se consultaron con los ojos. Acababa de -herirlas la<a name="page_208" id="page_208"></a> misma idea, el mismo temor. La muerte de Enrique las -comprometía; la justicia realizaría pesquisas y no era difícil que las -llamasen á declarar. El instinto de conservación alejaba de ellas el -recuerdo del muerto.</p> - -<p>—Estamos perdidas—dijo Alicia—; tú tienes la culpa, yo no quería -venir.</p> - -<p>Candelas repuso colérica:</p> - -<p>—La culpa es tuya.</p> - -<p>—¿Mía?</p> - -<p>—¡Claro es! ¿Quién, sino tú, le obligó á robar?</p> - -<p>—¡Yo... yo!...</p> - -<p>—Tú, sí, estúpida...</p> - -<p>Y en su voz ardía ese rencor envidioso que sienten todas las mujeres -hacia la manceba por quien un hombre se ha perdido. Luego, para -tranquilizarse, agregó:</p> - -<p>—Afortunadamente, la portera no nos ha visto subir.</p> - -<p>Alicia Pardo examinaba el collar; su alma ególatra prendada del lujo, su -almita «de presa», tornó á olvidarse del estudiante para sólo pensar en -la belleza de la joya. De pie, ante el espejo, se ciñó el collar y -comenzó á mover la cabeza á uno y otro lado, complaciéndose en el -contraste que formaba la negrura de las perlas sobre el armiño de la -garganta. Y un momento sus ojos ardieron con el vigor insolente de la -dicha. Lo sucedido no la inspiraba remordimientos. ¿Por qué? ¿Tenía ella -la culpa de que Enrique hubiese tomado en serio lo que ella pidió en -broma? Y pensó filosóficamente<a name="page_209" id="page_209"></a> que en la historia de todas las grandes -cortesanas siempre hay, por lo menos, un capítulo trágico. Después su -espíritu experimentó un matiz de ironía. ¡Pobre Enrique! El infeliz fué -uno de esos desdichados que, ni aun cuando se sacrifican, aciertan del -todo... Al fin, obedeciendo más que á un sentimiento de ternura á una -delicadeza de artista, se acercó al cadáver para despedirse de él en una -mirada. Desde la puerta, Candelas la llamó.</p> - -<p>—Vámonos...</p> - -<p>Alicia Pardo dió media vuelta: nada, en efecto, tenía que hacer allí. El -ambiente de aquel cuarto, con su aire denso y su suelo de ladrillo -salpicado de manchas bermejas, tornó á sofocarla. En la calle respiraría -bien, y recordó que aquella noche, en la platea del Real, las perlas de -su collar llamarían la atención. No estaba triste. Al pasar por delante -del espejo se miró de reojo.</p> - -<p>—Es bonito—pensó.</p> - -<p>Y luego, con cierta melancolía:</p> - -<p>—Sin embargo, el collar de esmeraldas me gustaba más...</p> - -<p>Madrid.—Enero, 1908.</p> - -<p><a name="page_210" id="page_210"></a></p> - -<p><a name="page_211" id="page_211"></a></p> - -<h2><a name="EL_HIJO" id="EL_HIJO"></a>EL HIJO</h2> - -<p><a name="page_212" id="page_212"></a></p> - -<p><a name="page_213" id="page_213"></a></p> - -<h3><a name="I-d" id="I-d"></a>I</h3> - -<p>A los treinta años, aburrido de vivir solo y sin afectos, Amadeo Zureda -se casó. Era un hombre de mediana estatura y robustas espaldas, que -tenía la color cetrina, el mirar reflexivo, el ademán lento y seguro. -Toda el alma de su rostro, cortado por un bigote negro y bronco, más que -en la reciedumbre de sus pómulos y de sus mandíbulas cuadradas ó en la -dureza de su nariz, radicaba en la energía taciturna del entrecejo -hirsuto, sombrío como un mal recuerdo. Borráranse uno tras otro los -rasgos todos de aquel semblante, y mientras la línea peluda de las cejas -subsistiera intacta, la expresión de Amadeo Zureda no habría cambiado; -que entero su espíritu, reservado y ardiente, estaba allí.</p> - -<p>A Rafaela, su mujer, el matrimonio la redimió de la esclavitud del -obrador. Acababa de cumplir diez y ocho años, y era una morenucha de -ojos negros, apicarados y muy grandes, y de labios<a name="page_214" id="page_214"></a> fragantes y rojos; -el talle flexible, las traviesas caderas turgentes y movedizas, el seno -bien soplado, el caminar vivo, desembarazado y aventurero. A su donaire -bravío, un poco canallesco, de hija del pueblo, iba unida cierta -distinción de gestos y de aficiones que aderezaba su belleza y la -mejoraba; tenía las manos menudas y pulidas, y gustaba de ir finamente -calzada y con enaguas bien limpias y crujientes. Y como su cuerpo era su -espíritu, ágil, inquieto, incapaz de guardar durante mucho tiempo la -misma actitud; mientras hablaba, sus ojos pícaros rebrillaban de -contento, y en su boca grande, de dientes blanquísimos, ardía perenne, -como lámpara santa, la luz de una risa. Amadeo adoraba en ella; cuando -por las tardes, al volver del trabajo, Rafaela acudía á recibirle con -jubilosas alharacas y luego se instalaba zalamera sobre sus rodillas, -Zureda, poseído de inefable contento, quedábase boquiabierto y como en -éxtasis, y hasta aquella cicatriz pensativa de su entrecejo parecía -dulzurarse en la grave serenidad de la frente cobriza.</p> - -<p>El matrimonio se había instalado en el piso quinto de una casa vecina de -la Estación del Norte. La finca era nueva, y el cuarto de los Zureda, -muy alegre y soleado, con habitaciones espaciosas, claras, y dos -balcones, que las manos hacendosas y artistas de Rafaela habían colmado -de flores.</p> - -<p>Amadeo era maquinista del ferrocarril; sus jefes estaban contentísimos -de él; dos años hacía<a name="page_215" id="page_215"></a> que trabajaba en la línea de Madrid á Bilbao, y -nunca cometió faltas merecedoras de castigo; era inteligente, activo, -duro en la faena; después de una jornada de quince horas, sus ojos -negros dotados de extraordinario poder visual, miraban sin cansancio; -dentro de su traje de pana, aquel hombre musculoso, impasible y cetrino, -parecía de bronce.</p> - -<p>Zureda amaba su oficio; lo aprendió en los Estados Unidos, el país donde -corren más los trenes, y habiéndose quedado huérfano en edad temprana, á -su profesión dedicó íntegra la abundante savia afectiva de sus años -solteros. El camino de Madrid á Bilbao lo conocía en sus menores -detalles, palmo á palmo, y hubiera sido capaz de andar por él á ciegas, -y tan seguro como por su propia casa. Había grupos de árboles, -barrancos, ríos, cerros y alquerías que tenían para él la elocuencia -terminante de un plano topográfico ó de un reloj. «Al llegar á tal -sitio—pensaba—hay que dar freno, porque inmediatamente después viene -una cuesta abajo.» O bien: «Ahí está el puente; debe ser tal hora...» Y -la apreciación de estas nociones de espacio y de tiempo era siempre -precisa, infalible. Zureda sabía que aquellos objetos inanimados, -escalonados á lo largo de la vía, eran á modo de amigos fieles, que no -habían de engañarle.</p> - -<p>Este amor fetichista al paisaje lo compartía el que le inspiraban sus -máquinas. Generalmente trabajaba con las mismas: la número 187 y la -número<a name="page_216" id="page_216"></a> 1.082. A la primera Amadeo la llamaba «la Negra»; á la segunda, -«la Dulce». Aquélla era indócil, violenta y se gobernaba mal; cuando iba -venciendo alguna cuesta parecía trepidar de dolor, y en su panza de -hierro había ululeos extraños de amenaza; en las pendientes patinaba, y -era difícil contenerla; diríase que en su interior agitábase un espíritu -díscolo, eternamente rebelde á todo mandato; estaba quieta y no quería -andar; si andaba, costaba trabajo detenerla; al penetrar bajo el arco -tenebroso de los túneles, su silbido de alarma vibraba desgarrador, -semejante á un grito humano. «La Dulce», por el contrario, era mansa, -obediente, recia y voluntariosa en los momentos de subida, prudente y -reservona en las cuestas abajo, cuando convenía reprimir el descenso -temerario del convoy.</p> - -<p>Siempre que Amadeo iba de viaje, lo que ocurría dos veces por semana, su -mujer le preguntaba:</p> - -<p>—¿Qué máquina llevas hoy?</p> - -<p>Y si era «la Dulce» se quedaba tranquila.</p> - -<p>—Con ésa—decía—no hay cuidado. La otra, en cambio, me da miedo: tiene -«mala sombra...»</p> - -<p>A Zureda, sin embargo, le gustaba bregar con las dos, y hasta sentía -inclinación por una ó por otra, según el estado de sus nervios. Cuando -se hallaba de buen humor, prefería «la Dulce», que no le daba trabajo. -Esto sucedía durante los días apacibles, bajo el enorme beso ardiente -del sol. Pedro, el fogonero que acompañaba á Zureda, era<a name="page_217" id="page_217"></a> andaluz y -sabía canciones picantes y sabrosos cuentos. Amadeo le escuchaba -complacido, mientras sus ojos vigilantes se abismaban en el horizonte, -riente y azul; los rieles que iban devanándose ante los topes de la -locomotora, brillaban á la luz y parecían de plata; el aire era tibio y -cargado venía de fragancias campestres; bajo sus pies el maquinista -sentía retemblar la máquina, diligente, sumisa, sin bruscos -sacudimientos ni lamentos insólitos, y murmuraba, ufano y cariñoso, como -animándola:</p> - -<p>—Anda, cordera...</p> - -<p>Pero otras veces su cuerpo sanguíneo padecía cóleras recónditas, -irritaciones caprichosas, desequilibrios insanos de humor, que le -quitaban las ganas de hablar y ahondaban la cicatriz torva de su -entrecejo. Y entonces prefería llevar consigo á «la Negra», siempre -amenazadora y arisca, que contradecía todas sus órdenes; y esta lucha, -en la que palpitaba constantemente un peligro, servía de sedante á sus -nervios y le pacificaba. Entonces Pedro, el andaluz de los cuentos -atrevidos y de las canciones pícaras, enmudecía cohibido por el agrio -humor del maquinista. A lo largo del camino, y como rimado por las -ráfagas musicales del viento y el fragor trepidante de la locomotora, un -largo diálogo de rencores se entablaba entre el hombre y la máquina. -Apretando los dientes, Zureda murmuraba:</p> - -<p>—Anda, perra... la pendiente es dura, pero has de subirla. ¡Anda con -ella!...</p> - -<p>Y abría la boca del horno, ardiente y roja como<a name="page_218" id="page_218"></a> pozo infernal, y por su -propia mano, sañudamente, arrojaba dentro del hogar ocho ó diez -paletadas de carbón. Como respondiendo al castigo, la máquina se -estremecía; bramidos iracundos restallaban en su interior, y por sus -lomos humeantes parecía correr una ondulación de odio.</p> - -<p>De estos viajes Amadeo Zureda siempre volvía trayendo para su mujer -algún regalo: un corsé, un cuello de piel, una caja de medias... -Rafaela, que sabía exactamente la hora de llegada del expreso, atisbaba -su paso desde un balcón. Zureda, además, desde muy lejos la avisaba con -un largo silbido.</p> - -<p>Ella, si aún estaba acostada, saltaba del lecho, vestíase -precipitadamente y corría al balcón; y sobre el verde alféizar de las -macetas, su rostro cobrizo sonreía al paisaje. Un momento después, por -entre las arboledas frondosas de la Moncloa, el tren aparecía -crepitante, fragoroso, devanando su cuerpo negro y ondulante á lo largo -de los rieles, bruñidos. Desde el tándem, el maquinista, alborozado, -saludaba á la joven con un pañuelo; y solamente entonces su entrecejo, -hasta donde jamás subía el regocijo de una risa, se desarrugaba y -parecía contento.</p> - -<p>Amadeo Zureda no deseaba nada. Su oficio era ingrato, pero aquellas dos -noches que, entre viaje y viaje, pasaba en Madrid, bastaban á darle la -felicidad. Toda su alma honrada y brusca se remozaba allí, bajo el techo -del hogar tranquilo, en medio de los muebles modestos, comprados uno á<a name="page_219" id="page_219"></a> -uno. Aquel era su premio. Entre los brazos amantes de la compañera, el -frío que recogieron sus huesos á la intemperie, en la extensión de los -caminos, disipábase poco á poco, y su alma adormecíase en el calor de un -dulce bienestar sensual.</p> - -<p><a name="page_220" id="page_220"></a></p> - -<p><a name="page_221" id="page_221"></a></p> - -<h3><a name="II-d" id="II-d"></a>II</h3> - -<p>Dos años de matrimonio bastan para envejecer á un hombre dócil; ó lo que -es igual: para infundirle esas ideas trascendentes de previsión, quietud -y economía, que siembra en las voluntades pacíficas el miedo al mañana.</p> - -<p>Cierta noche, hallándose convaleciente todavía de un enfriamiento que le -tuvo encamado varias semanas, Amadeo Zureda habló seriamente á Rafaela -del porvenir. Sobre la limpieza de las almohadas reposaba su cabeza -bronceña, de pómulos angulosos y enérgico perfil, y en la grave -serenidad de la frente, el surco vertical de la reflexión parecía más -hondo. Su mujer, sentada al borde del lecho, le escuchaba atenta, una -pierna sobre otra, y sujetando la rodilla cabalgadora entre sus manos -cruzadas. El discurso del maquinista iba devanándose lentamente: la vida -vale muy poco, pues la desgracia nos cerca y sabe herirnos de infinitos -modos; hoy es una ráfaga de aire frío, mañana una congestión, ó una -angina, ó un cáncer, los que la muerte utiliza como vehículos para -llegar<a name="page_222" id="page_222"></a> á nosotros; la tierra en donde todos, tarde ó temprano, iremos á -dar, se abre á nuestro alrededor como una enorme fauce, y en esta fiera -y rapidísima hecatombe universal nadie puede asegurar que asistirá al -orto y al ocaso del mismo día...</p> - -<p>—A mí no me asusta el trabajo, ya lo sabes—prosiguió Zureda—; pero -las máquinas son de hierro y al cabo se usan y fatigan de andar; así los -hombres... y cuando eso me suceda á mí, que ha de sucederme, ¿qué será -de nosotros?...</p> - -<p>Rafaela movía la cabeza con sosiego; ella no participaba de los temores -de su marido; á Amadeo, su enfermedad le volvía pesimista y medroso.</p> - -<p>—Creo que exageras—dijo—; la vejez está muy lejos; además, lo -probable es que no tengamos hijos.</p> - -<p>Zureda hizo un gesto negativo.</p> - -<p>—No importa—replicó—; los hijos podrán no venir, pero ¿y si -viniesen?... En cuanto á que la vejez tarde en llegar, te equivocas; hoy -mismo, ¿crees que yo tengo la agilidad, el vigor y aquella misma alegría -con que á los veinticinco años iba al trabajo?... ¡Quia! La vejez se -acerca, y aprisa. Por eso repito que es necesario ahorrar. Así, -transcurrido algún tiempo, cuando yo no pueda gobernar las máquinas, -abriré un taller de mecánica; y si muriese de pronto, pero dejándote -quince ó veinte mil pesetillas, fácil te será establecer en sitio -céntrico un buen obrador de lavado y planchado, que es de lo que -entiendes.<a name="page_223" id="page_223"></a></p> - -<p>Aún añadió Zureda á lo expuesto otras varias razones, todas bien -aplomadas y discretas, con las cuales la joven se dió por convencida. Al -hablar así el maquinista, ya tenía trazado un plan. Entre las personas -que durante su enfermedad fueron á visitarle estaba Manolo Berlanga, -unido á él por lazos de amistad fraternal. Berlanga trabajaba en una -platería del Paseo de San Vicente; no tenía parientes y ganaba bastante. -Reiteradas veces el platero había manifestado á Zureda sus deseos de -hallar una casa honrada donde vivir recogidamente y en familia mediante -un pupilaje de cuatro ó cinco pesetas.</p> - -<p>—Supongamos—continuó Amadeo—que Manolo nos diese cinco pesetas; son -treinta duros mensuales; es así que la casa cuesta ocho, pues nos quedan -veintidós duros, con los cuales, y algunos más que yo ponga, podemos -comer todos perfectamente.</p> - -<p>Rafaela asintió, interesada por las emociones que aparejaría aquel nuevo -vivir. El platero era un boquiverde joven y simpático, que charlaba -mucho y tocaba la guitarra muy bien.</p> - -<p>—Como haber sitio para él, sí que lo hay—repuso—; ¿qué habitación le -daríamos?</p> - -<p>—La alcobita del comedor.</p> - -<p>—En ella pensaba yo ahora mismo; pero es muy pequeña y no tiene luz...</p> - -<p>Zureda se encogió de hombros.</p> - -<p>—¡Para dormir—exclamó—buena es!... Si se tratase de una mujer, el -asunto varía, pero los hombres en cualquiera parte nos acomodamos.<a name="page_224" id="page_224"></a></p> - -<p>Al día siguiente, y por encargo del maquinista, Rafaela escribió á -Berlanga rogándole fuera á verle. El platero acudió á la cita puntual. -Representaba veintiocho años: vestía limpio pantalón de pana muy ceñido -de caderas y bien abotinado, y pelliza de color obscuro con cuello y -bocamangas de astracán. Era de mediana estatura y sobrio de carnes; -tenía el semblante pálido, el ademán inquieto, la conversación jacaresca -y abundante. Rafaela buscó un pretexto para marcharse de la habitación, -y los dos hombres pudieron charlar libremente y ponerse de acuerdo.</p> - -<p>—Tratándose de vosotros—dijo Berlanga—, yo doy cinco pesetas muy á -gusto por mi hospedaje, y más, si es preciso.</p> - -<p>—Gracias—repuso Zureda—; no se trata de comerciar contigo; sí de que -todos nos ayudemos mutuamente como buenos hermanos.</p> - -<p>Aquella noche, después de cenar, Rafaela sacó de la alcobita del comedor -los muebles inútiles que allí había, y la barrió y fregó cuidadosamente. -Al día siguiente madrugó para comprar en una prendería vecina una cama -de hierro con su somier y un colchón de lana, que luego armó y equipó -esmeradamente, hasta dejarla muy mullida y pomposa. Completaron el -mobiliario de la habitación dos sillas, un lavamanos de hierro y una -mesita enmajada por un tapetillo de bayeta verde. Seguidamente la joven -se vistió y peinó para recibir al huésped, quien llegó á media tarde con -su equipaje: consistía éste en un maletín donde el<a name="page_225" id="page_225"></a> platero guardaba las -herramientas de su oficio, un baúl y un barrilito lleno de cierto -vinillo añejo que, según declaró Berlanga después de cenar, entre el -regocijo expansivo del café y del cigarro puro con que Zureda le -obsequió, se lo había regalado una tabernera amiga suya...</p> - -<p>Transcurrieron varios días, que fueron para el maquinista y su mujer de -desusado regocijo, pues el platero era hombre de alegres iniciativas y -muy aficionado á levantar su vaso, con lo cual su conversación, -habitualmente fértil, adquiría colorido hiperbólico y andaluzas -exuberancias. De sobremesa, todos los donaires chulescos de Berlanga -suscitaban en Amadeo sonoras explosiones de hilaridad; al reir, Zureda -apoyaba su dorso macizo contra el respaldo de su silla, y á intervalos, -como para subrayar los borbollones de su risa, descargaba sobre la mesa -recios puñetazos. Después emitía su opinión lentamente, y si necesitaba -aconsejar á Berlanga lo hacía por estilo paternal, bonachón y paciente.</p> - -<p>Ya completamente restablecido, Amadeo volvió al trabajo. Aquella mañana, -al despedirse de su mujer, ésta le preguntó:</p> - -<p>—¿Que máquina llevas?</p> - -<p>—«La Negra».</p> - -<p>—¡Qué casualidad!... Veremos si te sucede algo malo.</p> - -<p>—¡Bah! ¿Por qué? La conozco bien.</p> - -<p>Abrazó á Rafaela, oprimiéndola cariñosamente contra su pechazo bravo y -noble. De pronto una<a name="page_226" id="page_226"></a> ocurrencia insana, cruelmente grotesca, azotó su -espíritu: aquella noche él la pasaría despierto y á la intemperie, sobre -el tándem del tren, mientras allá en Madrid, bajo el mismo techo que su -mujer, iba á dormir otro hombre. Pero esta desconfianza bastarda duró un -segundo apenas; el maquinista pensó que Berlanga, aunque bullanguero y -disipado, era, en el fondo, un amigo fraternal incapaz de acometer tan -fea traición. Rafaela acompañó á su marido hasta la escalera y allí -tornaron á enfervorizarse recíprocamente con los calientes besuqueos y -apretujones de la despedida. Al recomendarle que se abrigara bien y se -acordase de ella mucho, los ojos negros de la muchacha arrasáronse en -lágrimas.</p> - -<p>—¡Qué buena es!—murmuró Zureda.</p> - -<p>Y en su ingenua nobleza, acordándose del venenoso pensamiento que -momentos antes le acometiera, tuvo vergüenza de sí mismo.</p> - -<p>La vida de Manuel Berlanga era harto desigual; le gustaban las mujeres y -el vino, y muchas noches, allá de madrugada, volvía á su casa en estado -de completa embriaguez. Esto ocurrió siempre durante las ausencias de -Zureda. A la mañana siguiente el platero se despertaba despejado y -acudía contrito á la cocina, donde Rafaela preparaba el desayuno.</p> - -<p>—¿Está usted enfadada conmigo?</p> - -<p>Ella le reconvenía maternalmente y le aconsejaba formalidad; él tomaba -el lance á risa.</p> - -<p>—¡Déjeme usted en paz!—decía—; no me gusta<a name="page_227" id="page_227"></a> la formalidad; es una de -tantas antipatías que echa sobre nosotros el matrimonio. ¿No tiene usted -bastante seriedad con la de Amadeo?</p> - -<p>En los hombres, el amor no es muchas veces más que la obsesión carnal -que les produce la visión reiterada y constante de una misma mujer. En -cada risa, en cada actitud de la mujer que anda á su alrededor, hay una -gracia que al principio resbala inadvertida, y luego, en virtud de un -fenómeno que pudiera denominarse de «acumulación», se acentúa y afirma -hasta surgir inopinadamente envolvente y conquistadora.</p> - -<p>Una mañana Manolo Berlanga se hallaba en el comedor desayunándose para -marcharse á su taller; Rafaela, de espaldas á él, fregaba el suelo del -pasillo.</p> - -<p>—¡Cómo se trabaja, comadre!—exclamó el platero festivamente.</p> - -<p>Ella respondió á la observación con una carcajada argentina y prosiguió -su faena; unas veces recogida sobre sí misma, casi sentada sobre los -talones, otras con el busto extendido hacia adelante, en una actitud -violenta que deprimía la fragilidad anillada de la cintura y soplaba la -turgencia de las posaderas movedizas. En aquella escena, muchas veces -repetida, el platero no había reparado hasta entonces; pero apenas -experimentó su poder sensual cuando alumbró en él la llama de un deseo.</p> - -<p>—¡Es guapa!—pensó.</p> - -<p>Y continuó mirándola, repasando en su viciosa<a name="page_228" id="page_228"></a> imaginación las -perfecciones de aquella flor de carne, vibrante y mollar. Su -ensimismamiento se prolongaba. De pronto, con la brusquedad de un mal -humor, se levantó.</p> - -<p>—Hasta luego—dijo.</p> - -<p>En la escalera saludó á un vecino y encendió un cigarro. Al llegar al -portal ya no se acordaba de Rafaela. Pero su deseo reapareció más tarde, -á la hora de almorzar, mientras observaba disimuladamente los antebrazos -desnudos de la joven. Eran éstos robustos y bien torneados, y la carne -se apelotonaba exuberante bajo la tela de las mangas recogidas sobre el -codo.</p> - -<p>—Hoy no se ha peinado usted—dijo Berlanga.</p> - -<p>Ella repuso riendo con esa franqueza voluptuosa de las mujeres que -poseen una dentadura bonita:</p> - -<p>—Tiene usted razón; en todo ha de reparar usted; es que no he tenido -tiempo.</p> - -<p>—No la importe—contestó el platero galante—; así, despeinadas y al -aire los brazos, es como las mujeres guapas están mejor.</p> - -<p>—¿Habla usted con franqueza?</p> - -<p>—Con absoluta franqueza.</p> - -<p>—Entonces tiene usted temperamento ó madera de hombre casado.</p> - -<p>—¿Yo?</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¿Por qué?</p> - -<p>Volvió á reir, gozosa y coqueta.</p> - -<p>—Porque ya sabe usted que, generalmente, y<a name="page_229" id="page_229"></a> para descrédito del -matrimonio, las mujeres casadas, tratándose de sus maridos, se preocupan -poco de mostrarse bonitas.</p> - -<p>Continuaron charlando, y á través de la conversación intencionada y -picaresca asomaba la recíproca simpatía que sigilosamente iba -arrobándoles la voluntad. Ella detuvo los ojos en el reloj, colocado -sobre el aparador.</p> - -<p>—Las ocho; ¿qué hará ahora Amadeo?</p> - -<p>—Según—repuso Berlanga—; ¿cuándo llegó á Bilbao?</p> - -<p>—Hoy, por la mañana.</p> - -<p>—Entonces habrá pasado el día durmiendo, y ahora estará metido en algún -café jugando al dominó. Nosotros, entretanto, aquí...</p> - -<p>—¿Está usted mal?</p> - -<p>—¿Yo?...</p> - -<p>Y agregó lentamente y mirando á Rafaela con fijeza expresiva:</p> - -<p>—¡Bastante mejor que él!</p> - -<p>Después, mientras bebía su taza de café, el platero vació sobre la mesa -su jornal de aquella semana.</p> - -<p>Empezó á contar:</p> - -<p>—Dos y dos, cuatro... nueve, once... ¡treinta y ocho pesetas! ¡Mala -semana! Puedo decir que no he ganado ni para vino.</p> - -<p>Reunió siete duros, que, apilados, formando una columna minúscula de -plata, entregó á Rafaela.</p> - -<p>—Tome usted.</p> - -<p>Ella replicó ruborizándose, como ofendida por<a name="page_230" id="page_230"></a> aquella distancia siempre -un tantico hostil, como de deudor á acreedor, que parecía fijar entre -ambos el dinero.</p> - -<p>—¿Qué me da usted aquí?</p> - -<p>—¡Anda!... ¿Qué ha de ser? ¿No pago por semanas? Pues, eso; mi semana:¡ -siete días, á cinco pesetas, treinta y cinco pesetas cabales; ¡como -éstas!...</p> - -<p>Entre sus dedos ágiles, acostumbrados á manejar los naipes, las monedas -resbalaban tintineantes. Agregó:</p> - -<p>—Hoy es sábado, con que... la cuenta se arregla en seguida; me quedan -tres pesetas para gastos extraordinarios: tabaco, tranvías... ¡Voy á -divertirme!</p> - -<p>Con gesto señoril, protector y amable, Rafaela devolvió á Berlanga su -dinero.</p> - -<p>—La semana próxima—dijo—me pagará usted. Yo, afortunadamente, si no -me sobran ahora cinco duros tampoco me faltan.</p> - -<p>El platero reiteró su ofrecimiento, aunque flojamente y sólo en aquella -comedida proporción que juzgó necesaria para quedar bien. Levantóse -después de la mesa, y mientras se pasaba las manos á lo largo de las -piernas, para suavizar la fea convexidad de las rodilleras, y ante el -espejo se estiraba el chaleco y ponía en su sitio el lazo de la corbata, -exclamó jaquetón:</p> - -<p>—¿Sabe usted lo que estoy pensando?</p> - -<p>—Usted dirá.</p> - -<p>—No me atrevo.<a name="page_231" id="page_231"></a></p> - -<p>—¿Cómo?</p> - -<p>—¿Y si se enfada usted?</p> - -<p>—O no...</p> - -<p>—¿Me lo promete usted?</p> - -<p>—Palabra de honor; usted, diga lo que quiera, no puede molestarme.</p> - -<p>—¿Y eso?</p> - -<p>—Yo me entiendo.</p> - -<p>—¡Ah, vamos!... Porque no me hace usted caso; ¿eh?... Me tiene usted en -poco...</p> - -<p>—Al contrario; le tengo á usted en mucho...</p> - -<p>Mirábale provocativa y ufana, removida hasta en sus entrañas más hondas -por un capricho tan porfiado, tan envolvente, que casi parecía un amor.</p> - -<p>El platero repuso, orondo:</p> - -<p>—Entonces, pues tenemos dinero y estamos solos, ¿por qué no nos vamos -al baile esta noche?</p> - -<p>Todo el cuerpo goyesco, genuinamente madrileño, de la joven, vibró de -júbilo. Hacía mucho tiempo que no se divertía así; desde que se casó, -Zureda, formalote y poco inclinado á fiestas, no había querido llevarla -á ningún baile, ni aun á los de máscaras. Un recio tropel de visiones -alegres invadió su memoria. ¡Ah, sus buenos domingos de soltera!... Los -sábados por la noche, á la salida del taller, ella y sus compañeras de -obrador se citaban para el día siguiente: unas veces, en los merenderos -de la Bombilla; otras, en los de Cuatro Caminos, ó en las clásicas -Ventas del Espíritu Santo... Y, una vez allí, qué risas, qué alegría, -qué extraña emoción de curiosidad y de miedo sentían<a name="page_232" id="page_232"></a> junto al deseo del -hombre que se acercaba á bailarlas...</p> - -<p>Agil, flexible, transfigurada, Rafaela se irguió.</p> - -<p>—No sería usted tan capaz de llevarme como yo de ir.</p> - -<p>—¿Que no?—replicó el platero—; ¡ahora mismo!... Vamos á la Bombilla y -no salimos de allí hasta no gastarnos la última peseta.</p> - -<p>De un brinco la joven huyó del comedor, se puso á la cabeza un pañuelo -de seda, se echó garbosamente sobre los hombros un mantón alfombrado. -Reapareció en seguida. Al andar, sobre sus botas de charol, levantadas -de tacón y de agudísima punta, sus enaguas, reciamente almidonadas y muy -blancas, revolaban crujientes. Se acercó á Berlanga y, cogiéndole -familiarmente por un brazo, dijo:</p> - -<p>—Le advierto á usted que la mitad del gasto lo pago yo.</p> - -<p>El platero titubeó la cabeza de izquierda á derecha, negando. Ella -agregó categórica:</p> - -<p>—Con esa condición salgo de casa. ¿No vamos á divertirnos los dos? Pues -justo es que la fiesta la paguemos los dos por igual.</p> - -<p>Aceptó Berlanga aquel trato amistoso y, ya en la calle, subieron á un -coche. En la Bombilla, donde cenaron abundantemente y bailaron mucho, -estuvieron hasta la madrugada. El regreso lo emprendieron á pie, -lentamente y cogidos del brazo. Con frecuencia, Rafaela, que había -bebido más de lo justo, necesitaba detenerse y, aturdida, apoyaba<a name="page_233" id="page_233"></a> su -cabeza sobre el pecho del platero. Manuel Berlanga, fuera de sí y un -poco borracho, se la comía con los ojos.</p> - -<p>—¡Qué bonita es usted!—murmuraba.</p> - -<p>—¿De veras?...</p> - -<p>—Que me quede ciego si digo mentira. Bonita, no, que es poco; -bonitísima, sí; preciosa... más preciosa que todas las mujeres juntas.</p> - -<p>Y ella, astutamente, para demostrarle que no le había oído, balbuceaba:</p> - -<p>—¡Qué mareada estoy!...</p> - -<p>De súbito, Berlanga exclamó:</p> - -<p>—Si no fuera porque Zureda y yo somos amigos...</p> - -<p>Hubo un silencio. Animándose el platero, añadió:</p> - -<p>—Rafaela... sea usted franca: ¿no es verdad que Amadeo nos estorba?</p> - -<p>Ella le miró de hito en hito, y luego, por toda respuesta, se llevó su -pañuelo á los ojos. No sucedió más.</p> - -<p>Poco á poco, en el transcurso uniforme de varios días, fué cerciorándose -Manuel Berlanga de que Rafaela tenía los ojos grandes y expresivos, y -los pies menudos y de fino tarso, y el andar muy gracioso, y los senos -bien sembrados y crecidos; y hasta creyó adivinar en ella el deseo, -tentador con exceso, de parecerle bonita. El platero acabó por leer -claro en su conciencia, lo que á un mismo tiempo hubo de producirle -alegría y miedo.</p> - -<p>—¡Me he lucido!—pensó—¡me he lucido! ¿Pues<a name="page_234" id="page_234"></a> no estoy enamorado de esa -mujer como una bestia?...</p> - -<p>Al cabo, la pasión mal encadenada desbocóse arrolladora. Aquella noche -llegaba Zureda. Apenas salió del taller Manolo Berlanga se dirigió -presuroso á su casa. Desde el recibimiento, el platero, que no podía con -la carga de sus malos pensamientos, preguntó:</p> - -<p>—¿Y Amadeo, ha venido?</p> - -<p>Rafaela repuso:</p> - -<p>—No tardará ni quince minutos; son las nueve. El tren llegó ya; lo he -oído silbar...</p> - -<p>Berlanga entró en el comedor y vió que la joven estaba arreglándole su -cama. Se acercó ella:</p> - -<p>—¿Quiere usted ayuda?</p> - -<p>—Muchas gracias...</p> - -<p>Súbitamente, sin saber lo que hacía, la cogió por el talle. Ella trató -de defenderse volviéndose de espaldas y empujándole con las caderas. El -murmuró, besándola ansioso:</p> - -<p>—Anda, pronto... anda... antes de que llegue..</p> - -<p>Y luego, tras un breve momento de lucha silenciosa:</p> - -<p>—Mi alma... ¿te convences?... ¡Si ello había de ser!...</p> - -<p>Verdaderamente, la esposa de Zureda resistió muy poco.</p> - -<p>Un año después Rafaela dió á luz un niño, á quien Manolo Berlanga -apadrinó, y que por voluntad unánime de sus progenitores había de -llamarse<a name="page_235" id="page_235"></a> Manuel Amadeo Zureda. El bautizo fué espléndido; más de dos -mil reales se gastaron en él. ¡Qué alegre, qué sonrosado, qué bonito -estaba Manolín!... El maquinista, al que todos felicitaban, lloraba de -gozo.</p> - -<p><a name="page_236" id="page_236"></a></p> - -<p><a name="page_237" id="page_237"></a></p> - -<h3><a name="III-d" id="III-d"></a>III</h3> - -<p>Manolín iba á cumplir tres años; era monísimo, charlador, simpático. En -su carita carnosilla y blanca, más blanca por su contraste con el negro -entero de los cabellos, fraternizaban rasgos fisonómicos de distintas -personas: la traviesa nariz y la línea pícara de los labios pertenecían -á su madre; de su padre, sin duda, heredó el frontal pensativo y la -recia anatomía de los maxilares; y también recordaba á su padrino en la -complexión ágil del cuerpo y en el modo que, al andar, tenía de echar -los pies. Como si el astuto chiquillo, para granjearse en seguida el -cariño de todos, hubiera puesto voluntad en parecerse á cuantas personas -estuvieron más cerca de él en la pila bautismal.</p> - -<p>Zureda adoraba en Manolín, reía todas sus gracias, pasaba horas echado -sobre las losas del pasillo, jugando con él; Manolín le tiraba de la -corbata y del bigote, le aporreaba, le rompía el cristal del reloj; el -maquinista no se enfadada, al contrario, le quería más, cual si toda su -alma ruda y noble se<a name="page_238" id="page_238"></a> deshiciese en amor. Una tarde Rafaela fué á -despedir á Amadeo, que salía en el expreso de las siete y cinco; llevaba -al niño en brazos. Desde el tándem, Pedro, el fogonero, hacía reir á la -madre y al niño con estrafalarios visajes.</p> - -<p>—¡La cara del dolor de muelas!... ¡La cara del dolor de -estómago!...—decía.</p> - -<p>Vibraron una campana y el silbato tremolante del jefe de estación.</p> - -<p>—¡Dame á Manolo!—gritó Zureda.</p> - -<p>Quería besarle. El chiquillo extendió hacia su padre los bracitos.</p> - -<p>—¡Llévame, llévame!...—tartamudeaba su lengüecilla débil, llena de -mimo y de gracia.</p> - -<p>¡Pobre Zureda! En aquel momento la idea de separarse del niño le partía -el corazón; no podía dejarle, no podía... Inconscientemente, mientras -con una mano apretujaba contra su pecho á Manolín, con la otra oprimió -la manivela de marcha y partió el tren. Rafaela, asustada, corría por el -andén, gritando:</p> - -<p>—¡Dámele, dámele!...</p> - -<p>Pero ya, aunque Zureda hubiese querido devolvérselo, no hubiera podido. -Rafaela corrió hasta el límite del andén; allí se detuvo. Desde la -negrura del coche-carbonera, Pedro reía y gesticulaba diciéndola adiós.</p> - -<p>La joven volvió á su casa llorando. Manolo Berlanga acababa de llegar; -había bebido y estaba de mal humor.</p> - -<p>—¿Qué sucede?—dijo.<a name="page_239" id="page_239"></a></p> - -<p>Hipando, sin consuelo, Rafaela refirió lo ocurrido.</p> - -<p>—¿Y eso es todo?—interrumpió el platero—; ¡pareces idiota!... Si se -han ido, tanto mejor; así nos dejarán en paz un poco; ¡mira si no -volviesen!...</p> - -<p>Pidió la cena imperativo.</p> - -<p>—Bueno—dijo—, haz el favor de no moquear más y de darme de comer, que -tengo prisa.</p> - -<p>Rafaela se puso á encender el fuego; entretanto, no cesaba de llorar ni -de hablar; su pena y su rabia se derretían en un monólogo interminable.</p> - -<p>—Hijo de mi alma, ¿á usted le parece?... ¿Llevárle por ahí, para que el -angelito coja una pulmonía?... ¡Pero qué hombre tan estúpido, pero qué -estúpido, qué estúpido!... Luego dicen: si cuando las mujeres somos como -somos no es sin motivo. ¡Hijo de mi alma! Si no quiero acordarme del -frío que el pobrecito va á pasar esta noche... ¡Hijo mío, sangre mía, -corazón de su madre, corazón chiquito de su madre!...</p> - -<p>Sus manos coléricas tropezaron la botella del aceite, que cayó del fogón -al suelo, saltando en pedazos; con lo cual la furia de Rafaela llegó al -paroxismo.</p> - -<p>—¡Maldita sea mi alma, que no sé lo que hago!... Ese tío, ese lechón de -marido... el demonio quiera que no vuelva á verle... ¿Y ahora cómo voy á -guisar?... Tendré que ir á la tienda. Mira si mi madre no me hubiese -parido, qué bien estaríamos todos... ¡pero qué bien!...<a name="page_240" id="page_240"></a></p> - -<p>Cansado de oirla, el platero entró en la cocina, el paso lento, los -puños apretados dentro de los bolsillos de la pelliza, la cara fosca:</p> - -<p>—¿Es que piensas pasarte la noche hablando?—dijo.</p> - -<p>—La pasaré como me dé la gana; ¿qué te ha parecido?</p> - -<p>—Que ya estás callando—gritó Berlanga—ó te rompo la boca.</p> - -<p>No pudo reprimir su cólera, y uniendo la villana acción á la torpe -amenaza, descargó varios puñetazos sobre la cabeza de su querida. -Rafaela dejó de llorar y por entre sus dientes apretados los insultos -más groseros pasaron sibilantes.</p> - -<p>—¡Chulo... cabrón... con mujeres te atreverás tú!... ¡Cobarde... -marica... si no tienes de hombre mas que la figura!</p> - -<p>Y él barbotaba:</p> - -<p>—Toma... toma, cochina...</p> - -<p>La repugnante escena duró largo rato; Rafaela, acobardada y con la nariz -y los labios bañados en sangre, cesó de hablar; en el silencio de la -cocina resonaban confusamente los puntapiés desatentados con que el -platero magullaba á su víctima contra un rincón. Realizada su triste -hazaña, Manuel Berlanga se marchó y no volvió hasta la madrugada. Entró -en su cuarto y se acostó á obscuras, pesaroso de su mala acción. Trató -de consolarse: al cabo, la culpa de lo ocurrido no era completamente -suya; las intemperancias de Rafaela y el vino hicieron más de la mitad; -los hombres,<a name="page_241" id="page_241"></a> cuando beben, se convierten en brutos...</p> - -<p>La joven se había retirado á su dormitorio; á intervalos Berlanga la oía -suspirar, con esos suspiros largos y entrecortados que tiene el sueño de -los niños que se durmieron llorando.</p> - -<p>El platero gritó:</p> - -<p>—Rafaela...</p> - -<p>A su voz respondió el silencio; transcurrieron algunos minutos. El -platero repitió su llamamiento, y aquel nombre, entre sus labios, -parecía un mandato:</p> - -<p>—¡Rafaela!</p> - -<p>Aún hubo de llamarla otras dos veces. Al fin, como en un gruñido, la -joven respondió:</p> - -<p>—¿Qué quieres?...</p> - -<p>El platero sonrió ufano; aquella pregunta equivalía á un perdón; el -momento dulce de la reconciliación estaba cerca.</p> - -<p>—Ven—dijo.</p> - -<p>Hubo otra pausa, durante la cual las voluntades de los dos amantes -debieron de tropezarse y batallar, con extraños magnetismos, en la -quietud de la casa obscura.</p> - -<p>—¡Ven, niña!—repitió el platero suavizando la voz.</p> - -<p>Y pasado un momento:</p> - -<p>—¿No quieres venir?...</p> - -<p>Transcurrió otro minuto; que todas las mujeres, aun las más indoctas y -sencillas, poseen á la perfección el secreto hechicero de saber hacerse -esperar. Después Berlanga oyó los pies desnudos de<a name="page_242" id="page_242"></a> Rafaela deslizarse á -lo largo del tránsito. La joven llegó á la alcoba del platero, y en las -tinieblas sus manos exploradoras tropezaron con las que Manuel extendía -para recibirla.</p> - -<p>—¿Qué necesitas?—preguntó rencorosa y humilde.</p> - -<p>—Acuéstate.</p> - -<p>Ella obedeció. Sonaron muchos besos, dados por él, y luego la voz de -Berlanga que preguntaba dominador y mimoso:</p> - -<p>—¿Vas á ser buena?...</p> - -<p>Amadeo Zureda regresó dos días después; venía satisfechísimo; Manolín, -durante el viaje, habíase portado como un hombrecito; no lloró, comió -cuanto le dieron y durmió con sueño de marmota sobre los carbones del -tándem. Al besar á su mujer, el maquinista advirtió que ésta tenía en la -frente una mancha violácea.</p> - -<p>—Esto es un golpe—dijo—; ¿has reñido con alguien?</p> - -<p>Ella vaciló.</p> - -<p>—No, hombre; ¿con quién iba á reñir... y menos á pegarme?... Es que la -misma noche en que te fuiste, la botella del aceite, que estaba en un -vasar, se cayó al ir yo á cogerla y me dió aquí.</p> - -<p>—¿Y este arañazo?</p> - -<p>—¿Cuál?... ¡Ah, sí, el del labio!... Me lo hice con un alfiler.</p> - -<p>—¡Qué atrocidad! ¡Chiquilla, ten cuidado!...</p> - -<p>El maquinista no vió cómo Manolo Berlanga,<a name="page_243" id="page_243"></a> allí presente, se mordía el -bigote para disimular una risa infame; el pobre hombre no sospechó nada, -estaba ciego; aunque no hubiese querido á Rafaela, su amor á Manolín -bastaba á taparle los ojos.</p> - -<p><a name="page_244" id="page_244"></a></p> - -<p><a name="page_245" id="page_245"></a></p> - -<h3><a name="IV-d" id="IV-d"></a>IV</h3> - -<p>Pero la verdad tiene mucha fuerza. Amadeo Zureda llegó á notar que algo -extraño ocurría en torno suyo; lentamente y sin saber por qué, hallábase -un poco distanciado de sus compañeros, que le miraban y trataban como -nunca lo hicieron; diríase que exigiesen de su rostro la confesión de un -secreto cómico que él sin duda llevaba muy oculto y tapado, pero que -todos conocían; era una compleja emoción de silencio y de curiosidad que -le aislaba de ellos y parecía nimbarle de una inexplicable ridiculez. -Concluyó por preocuparse de aquel fenómeno.</p> - -<p>—¿Habré cambiado? ¿Estaré enfermo de gravedad... ó estaré muy feo y -nadie se atreve á decírmelo?...</p> - -<p>En las inmediaciones de la estación, y cerca del Manzanares, había un -merendero donde acostumbraban á reunirse los mozos del andén y algunos -maquinistas y fogoneros. El ventorro pertenecía al señor Tomás, que fué -torero en sus mocedades<a name="page_246" id="page_246"></a> y conservaba de aquel oficio de valor y -gallardía el carácter aplomado y rudo y la nobleza de corazón. El señor -Tomás hablaba poco, y para los que le conocían íntimamente, sus palabras -tenían la autoridad de lo escrito. Era un viejo alto, de espaldas y -manos atléticas, que vestía calzones de pana y chaquetillas andaluzas de -paño negro, y llevaba sobre la faja, con que se abrigaba el crecido -vientre, un ancho cinturón de cuero con hebilla de plata.</p> - -<p>Aquella tarde el señor Tomás disfrutaba del sol á la puerta del -ventorro, cuando pasó Zureda.</p> - -<p>El tabernero llamó al maquinista con un gesto, y cuando éste se hubo -acercado, exclamó mirándole fijamente á los ojos:</p> - -<p>—Tenemos que hablar.</p> - -<p>Zureda se inmutó; por sus entrañas, semejante á un viento frío, acababa -de pasar la vibración helada, sigilosa, de un mal presentimiento. -Recobrándose, contestó:</p> - -<p>—Cuando usted quiera.</p> - -<p>Subintraron en la taberna, donde á la sazón no había parroquianos. Un -alto zócalo de madera pintado de rojo y coronado de botellas, rodeaba la -sala; de la pared pendía la cabeza disecada del toro de quien el señor -Tomás recibió la tremenda cornada que, desgarrándole una pierna, le -obligó á desceñirse para siempre el traje de luces; al fondo, tras el -mostrador bruñido, sobre el que cantaba perpetuamente un chorrillo de -agua, el medidor se había dormido.<a name="page_247" id="page_247"></a></p> - -<p>Los dos hombres se sentaron ante un velador: el tabernero batió palmas.</p> - -<p>—¡Eh, tú, chico!—exclamó.</p> - -<p>Acudió el medidor.</p> - -<p>—¿Mandaban ustedes?</p> - -<p>—Trae unas aceitunas y dos copas de vino.</p> - -<p>Hubo una larga pausa. El señor Tomás atizó con voraces chupadas el fuego -del cigarro puro que humeaba entre sus labios; una torva preocupación -endurecía su rostro afeitado, cetrino y carnoso, bajo los cabellos -blancos, peinados y rizados majamente sobre la frente.</p> - -<p>—A mí—empezó diciendo el tabernero—no me gusta que dos hombres riñan, -porque entre gentes de corazón no hay riña que no sea grave; pero -tampoco puedo consentir que un hombre honrado y que lleva el valor en su -sitio sirva á nadie de hazmerreir. ¿Tú me comprendes?...</p> - -<p>Amadeo Zureda se puso lívido, rojo después. Sí, comprendía; habíanle -llamado para comunicarle un misterio terrible; sintió que aquella -emoción de vacío que desde algún tiempo atrás le acompañaba, iba á ser -explicada y tembló; sobre su cabeza se cernía algo negro y enorme; una -de esas verdades trágicas capaces de partir en dos una vida.</p> - -<p>—Yo, ni sé hablar, ni me gusta hablar—prosiguió su interlocutor—; por -eso no me meto en divagaciones, sino que llamo á las cosas por su -nombre; porque todo en este mundo, Amadeo, fíjate bien, tiene su -nombre.<a name="page_248" id="page_248"></a></p> - -<p>—Así es, señor Tomás...</p> - -<p>—Bueno; y yo soy de los que se van á la verdad como antes se iba al -toro: por lo más derecho, que es lo mejor porque es lo más corto.</p> - -<p>—Eso es...</p> - -<p>—Bueno; yo te quiero bien; sé que eres trabajador, sé que eres de los -buenos que para ganarse su pan no son capaces de echarse por ningún -camino feo; sé también, porque eso se lleva escrito en la frente, cómo -eres un hombre que sabe cerrar el puño para reñir y ponerse el alma á la -bandolera cuando hace falta. Todo eso me consta. Por lo mismo, no -permito que nadie se burle de ti.</p> - -<p>—Gracias, señor Tomás...</p> - -<p>—Bueno; aquí, en mi casa, óyelo bien, aquí en mi casa se ha dicho que -tu mujer tiene relaciones con Manuel Berlanga.</p> - -<p>Las miradas del tabernero y del maquinista se encontraron, y clavadas la -una en la otra estuvieron un instante; después los ojos de Zureda se -dilataron, desorbitándose. De repente se levantó y las uñas cuadradas de -sus dedos se hincaron en la madera de la mesa. Sus labios blancos, -cubiertos de saliva espumosa, murmuraron entrecortadamente, como en un -espasmo de rencor:</p> - -<p>—Eso es mentira, señor Tomás, mentira... y á usted... y á la madre de -Dios que baje á decírmelo, le parto el corazón. ¡Eso es mentira!</p> - -<p>Muy dueño de sí, sin una mueca en el rostro, el tabernero repuso:</p> - -<p>—Bueno; tú entérate de lo que haya de cierto<a name="page_249" id="page_249"></a> ó de falso en este -asunto, pues ya sabes que tan importante es la verdad como la mentira -que se cuenta. Y si te conviene decir que todo ello lo supiste por mí, -dílo, que yo aquí y en todos terrenos sostengo mis palabras.</p> - -<p>Calló el tabernero, y Amadeo Zureda, de codos sobre la mesa, permanecía -inmóvil, idiotizado, la boca entreabierta.</p> - -<p>Transcurridos algunos momentos sus ideas comenzaron á serenarse, y según -se aquietaban y coordinaban, una irresistible curiosidad malsana de -saber, de atormentarse inquiriendo detalles, le invadía.</p> - -<p>—¿Y de eso—preguntó—se ha hablado aquí?</p> - -<p>—Aquí mismo.</p> - -<p>—¿Cuándo?</p> - -<p>—Más de una vez y más de veinte; y han dicho algo peor: han dicho que -Berlanga le pegaba á tu mujer, que tú lo sabías, que estabas enterado de -todo desde el primer momento, y que si lo aguantabas era por -conveniencia, porque ese Berlanga te ayudaba á pagar la casa.</p> - -<p>La llegada de dos mozos de andén, interrumpió la conversación. El señor -Tomás concluyó:</p> - -<p>—Conque... ¡ya lo sabes todo!</p> - -<p>El primer impulso de Zureda al salir del ventorro fué dirigirse á su -casa, interrogar á Rafaela, y por buenas ó á golpes arrancarla la verdad -de sus relaciones con Berlanga. Pero se arrepintió; asuntos como aquel -no debían atropellarse; mejor era proceder cautamente, esperar, -informarse despacio<a name="page_250" id="page_250"></a> y por sí mismo. Cuando llegó á la estación eran las -seis; en el andén encontró á Pedro.</p> - -<p>—¿Qué máquina tenemos hoy?—preguntó Amadeo.</p> - -<p>—«La Negra»—repuso el fogonero.</p> - -<p>—¡Maldita!... ¡«La Negra» había de ser!</p> - -<p>Fué aquel, efectivamente, un viaje terrible, erizado de combates -interiores y de luchas con la locomotora rebelde; viaje diabólico del -que Amadeo Zureda había de acordarse toda su vida.</p> - -<p>Con arreglo al plan de prudencia que se había trazado, el maquinista -aplicóse á observar el modo que Rafaela y Manolo Berlanga tenían de -hablarse, y tras mucho torturarse la atención no halló en la franca -cordialidad de sus relaciones nada que rebasara los límites de una buena -amistad. Desde que Berlanga apadrinó á Manolín, el platero y Rafaela, -cediendo á requerimientos del mismo Amadeo, habían acordado tutearse; -pero aquel tuteo fraternal, justificado por los tres años que llevaban -unidos, no parecía envolver ningún secreto pecaminoso. No obstante, los -celos de Zureda iban en aumento, agarrándose á todos los pretextos, -sirviéndose hasta de lo más nimio para medrar y embeber vampirescos -todos los pensamientos del maquinista. Era un sentimiento que crecía en -Zureda por la obsesión que le causaba la visión constante de la afrenta -sospechada, como por obsesión nació en Manolo Berlanga su amor á -Rafaela.</p> - -<p>Convencióse al cabo Amadeo de que sus facultades de espía eran muy -cortas; faltábanle la astucia,<a name="page_251" id="page_251"></a> el disimulo, y ese instinto de -adivinación, especie de doble vista, que permite llegar rápida y -derechamente al fondo de las cosas. Dado su caracter rudo, refractario á -toda suerte de taimerías diplomáticas, mejor era abordar la cuestión -cara á cara. Una vez adoptada esta resolución, sintió encalmarse sus -inquietudes y derramarse por su interior una emoción sedante de paz. El -maquinista pasó el día leyendo tranquilamente, aguardando á que la noche -llegase. Rafaela cosía en el comedor, con Manolín dormido sobre el -regazo. Media hora antes de cenar, Zureda llegóse de puntillas á la -alcoba, y de la mesita de noche sacó el recio cuchillo de monte, con -mango de asta, que llevaba consigo en todos sus viajes. Después calóse -una boina, enlazóse al cuello una bufanda porque hacía frío, y en la -oquedad del corredor, sus recias pisadas, que en aquel momento parecían -llevar consigo algo fatal, resonaron seguras.</p> - -<p>Un poco sorprendida, Rafaela preguntó:</p> - -<p>—¿No cenas aquí?...</p> - -<p>—Sí—repuso él—; voy á estirar un poco las piernas; vuelvo enseguida.</p> - -<p>Besó á su mujer, besó á Manolín, despidiéndose de ellos mentalmente, y -salió.</p> - -<p>En la taberna del señor Tomás halló á Manolo Berlanga jugando al tute -con varios amigos. El platero estaba borracho, y su voz, de timbre -impertinente y desafiador, se imponía á las demás. Lentamente, con aire -descuidado y taciturno, el maquinista se acercó al grupo.<a name="page_252" id="page_252"></a></p> - -<p>—Señores, salud.</p> - -<p>Al pronto nadie le contestó, que todos pendientes andaban del travieso -ir y venir de los naipes. Acabada la partida, uno de los jugadores -exclamó:</p> - -<p>—¡Hola, Amadeo... no te había visto!... A los que vi ayer fueron á tu -mujer y á tu chico; el muchacho muy hermoso está, y su madre muy guapa, -¡vaya!... No lo digo porque estés delante. ¡Bien se echa de ver que -ganas mucho y que en tu mujer lo gastas!</p> - -<p>—Y si no lo hiciera así—interrumpió Berlanga, ofreciendo á su compadre -un vaso de vino—no faltaría quien lo hiciese; ¿verdad, tú, Amadeo...?</p> - -<p>Zureda, impasible, apuró el vaso de un trago. Después pidió, para los -allí reunidos, un frasco de vino.</p> - -<p>—Te desafío—exclamó dirigiéndose á Berlanga—á una partida de mus. -Antolín será mi compañero.</p> - -<p>El platero aceptó.</p> - -<p>—Vamos allá.</p> - -<p>Los cuatro hombres se instalaron alrededor de la mesa, y la partida -empezó.</p> - -<p>—Envido.</p> - -<p>—Paso...</p> - -<p>—Tengo.</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—Yo, sí.</p> - -<p>—Envido también.</p> - -<p>—No quiero...</p> - -<p>De cuando en cuando los jugadores interrumpían<a name="page_253" id="page_253"></a> su faena para beber, y -algunas jugadas atrevidas eran festejadas con grandes risas.</p> - -<p>—¿Quien da?...</p> - -<p>—Yo.</p> - -<p>De repente Amadeo Zureda, que buscaba un pretexto para reñir con su -compadre, hizo una trampa que le permitía ganar un envite. Manolo -Berlanga sorprendió la operación, y muy excitado tiró los naipes al -suelo.</p> - -<p>—¡Eso no se hace!—gritó—, y por muy parientes que seamos no te lo -consiento.</p> - -<p>Todos los jugadores apoyaron airados la actitud del platero.</p> - -<p>—¡No, señor, no... eso no se hace!—repetían.</p> - -<p>Tranquilamente, Amadeo Zureda repuso:</p> - -<p>—¿Qué he hecho yo?</p> - -<p>—Tirar esta carta, el cinco de bastos—repuso Berlanga—, y coger un -rey, que necesitabas. Ni más ni menos... ¡Y eso es robar!...</p> - -<p>Al furioso insulto del platero apresurose el maquinista á replicar con -una bofetada; engarfiñáronse como gatos los dos hombres, y la mesa y las -sillas rodaron por el suelo. Acudió diligente el señor Tomás, y entre él -y los otros jugadores lograron separarles. Al salir á la calle, y -aprovechando el tumulto de los curiosos que el fragor de la lucha había -reunido como por ensalmo, delante de la taberna, Amadeo murmuró al oído -de su compadre:</p> - -<p>—Te espero frente á San Antonio de la Florida.</p> - -<p>—Está bien.<a name="page_254" id="page_254"></a></p> - -<p>Momentos después, y en el sitio indicado, volvieron á reunirse.</p> - -<p>—Vámonos adonde nadie nos vea—dijo el maquinista.</p> - -<p>—Vamos adonde gustes—repuso Berlanga—; tú guías.</p> - -<p>Cruzaron el río y llegaron á los campillos de la Fuente de la Teja. -Allí, bajo los árboles, las sombras del crepúsculo eran más densas. En -un lugar que juzgaron propicio, los dos hombres se detuvieron. Zureda -miró á su alrededor, y sus ojos, acostumbrados á registrar el horizonte -de los caminos, parecieron tranquilizarse. Estaban solos.</p> - -<p>—Te he traído tan lejos—empezó diciendo el maquinista—para matarte ó -para que me mates tú.</p> - -<p>Berlanga, que había bebido mucho y tenía el vino bravo, miraba á su -interlocutor de hito en hito, las manos metidas en los bolsillos de su -pelliza, fruncido el ceño, el mento levantado y retador. Acababa de -adivinar lo que iban á preguntarle, y la idea de ser sometido á un -interrogatorio sublevó su orgullo.</p> - -<p>—Me parece—exclamó jaquetón—que vamos á tener que hablar poco.</p> - -<p>Y seguidamente, cual si leyese en la frente de Zureda, agregó:</p> - -<p>—A ti te han dicho que yo tengo relaciones con Rafaela... y quieres -saber la verdad.</p> - -<p>—Sí—repuso Amadeo.</p> - -<p>—Pues no te han engañado; ¿á qué andar con mentiras?... Es verdad.<a name="page_255" id="page_255"></a></p> - -<p>Calló y observó á Zureda, cuyos ojos en aquel momento, de grandes y -negros que eran, habíanse tornado, por milagro de la ira, en pequeños y -rojos. Ninguno de los dos hombres habló más, ni hacía falta, pues que -las palabras que iban á precipitar al uno contra el otro estaban dichas. -Zureda retrocedió algunos pasos y desnudó su cuchillo; el platero -desdobló una navaja. Se acometieron; fué una lucha ancestral, un cuerpo -á cuerpo bárbaro, silencioso, en el que Manuel Berlanga quedó muerto. -Cayó de espaldas, lívido el rostro, la boca torcida por una mueca -inolvidable de odio y de dolor.</p> - -<p>El maquinista se alejó á buen paso, y ya repasaba el puente, cuando una -mujer que iba siguiéndole á corta distancia empezó á gritar.</p> - -<p>—¡Prender á ése, prender á ése, que ha matado á un hombre!</p> - -<p>Una pareja de guardias civiles estacionada allí, á la puerta de un -ventorro, detuvo á Zureda, que se dejó coger y atar sin resistencia.</p> - -<p>Rafaela fué á verle á la cárcel, y el maquinista, por amor á ella y á su -hijo, la recibió cariñosamente, asegurándola que había reñido con -Berlanga por una cuestión de juego. Catorce ó quince meses después, ante -el tribunal, declaró lo mismo: estaban jugando al mus y él, por embromar -á sus amigos, tiró una de las cartas que tenía en la mano y cogió otra; -reprochóle Berlanga la suciedad de su acción, trabáronse de palabras y -quedaron desafiados para después...<a name="page_256" id="page_256"></a></p> - -<p>Así habló Amadeo Zureda, en su caballeresco empeño de no echar sobre la -reputación de la mujer que adoraba ni aún la más leve sombra. ¿Quién -hubiera podido comportarse más noblemente que él lo hizo?... El fiscal -pronunció un informe abrumador, implacable. El Jurado condenó á Amadeo -Zureda á veinte años de presidio.<a name="page_257" id="page_257"></a></p> - -<h3><a name="V-d" id="V-d"></a>V</h3> - -<p>Empujada por la miseria, que llegó pronto, Rafaela hubo de trasladarse á -un pueblecito de Castilla, donde tenía parientes. Eran gentes pobres, -que laboraban la tierra y defendían la vida trabajosamente. La joven, -para justificar su llegada, inventó una historia: dijo que Amadeo, á -consecuencia de un disgusto que tuvo con sus jefes, fué despedido de la -estación y había emigrado á la Argentina, porque le aseguraron que allí -los maquinistas ganaban buenos sueldos. Ella, entonces, determinó salir -de Madrid, donde las casas y los alimentos eran muy costosos. Concluyó -juiciosamente:</p> - -<p>—Cuando Amadeo me escriba diciéndome que está colocado, iré á reunirme -con él.</p> - -<p>Sus deudos la creyeron y apiadados la buscaron trabajo. Diariamente, con -las primeras claridades mañaneras, Rafaela iba á lavar al río, distante -medio kilómetro del pueblecito. Así, lavando y planchando, unas veces, y -otras recogiendo en el campo leña que luego vendía, á fuerza de<a name="page_258" id="page_258"></a> tesón -llegó Rafaela á obtener un jornal de cuatro á cinco reales.</p> - -<p>Transcurrieron dos años. Los vecinos del lugar habían sabido por el -peatón, encargado de repartir la correspondencia, que los sobres de -todas las cartas que Rafaela recibía iban escritos por la misma mano y -llevaban el sello de la administración de Correos de Ceuta. Esta noticia -alarmó al vecindario y suscitó habladurías, que la joven cortó -discretamente confesando la verdad: Amadeo Zureda estaba en presidio, le -había llevado allí una cuestión de juego. Y al hablar así adoptaba la -actitud resignada, humilde, de la mujer modelo que, no obstante haber -sufrido mucho, perdona al hombre adorado cuanto daño la hizo. Era una -desventurada; el pueblo, chismoso y compasivo, la perdonó.</p> - -<p>Combatida por el tiempo y los disgustos, la antigua belleza, picante y -menuda, de Rafaela fué marchitándose rápidamente: el sol quemó su piel; -el polvo de los caminos ensució sus cabellos, antes tan limpios y -undosos; el trabajo deformó y endureció sus manos, en otro tiempo mejor -ociosas y pulidas. Había perdido la costumbre de llevar corsé, y esto -aceleró la ruina de su cuerpo. Lentamente los senos se desmayaban, el -vientre crecía, el talle adquiría redondeces pesadas. También sus -trajes, uno á uno, fueron rompiéndose; las enaguas, las medias, los -majos zapatitos de charol, comprados en días de bonanza, desaparecieron -en triste desfile; Rafaela, que había perdido el prurito<a name="page_259" id="page_259"></a> de coquetear, -se abandonaba á la miseria y llegó á ir por las calles del villorrio con -los pies desnudos.</p> - -<p>Esta desorientación de la voluntad coincidía con una grave flaqueza ó -emborronamiento de memoria. La pobre mujer iba olvidándose de todo, y -los recuerdos que aún guardaba hallábanse tan deshilvanados y sin -relieve, que no bastaban á sugerirla ninguna emoción punzadora. Ella no -había querido nunca á Berlanga; tuvo por él, al conocerle, un capricho, -una pasioncilla irrazonada; pero esta divagación amorosa declinó en -seguida, y si continuó en ella fué debido á ociosidad espiritual y por -miedo al platero, que era celoso y la golpeaba mucho. Así, su trágica -muerte, lejos de causarla dolor, la produjo una sorpresa agradable, -sedante, de liberación y descanso. El calvario de Zureda y su reclusión -entre paredes de presidio, si la hirió hondamente, no fué en su -distraído amor al maquinista, sino en el ritmo confortable y orondo de -su vida; porque el destierro de Amadeo representó para ella la miseria, -el derrumbamiento irreparable del porvenir. Al otro lado de aquella -crisis que deshizo su hogar, Rafaela, sin advertirlo, estaba vieja, -desmemoriada, abúlica; los intensos sacudimientos dramáticos que sufrió -en poco tiempo habían aniquilado su espíritu vulgar; no sufría -remordimientos, no tenía noción exacta de si su conducta pretérita fué -mala ó buena, cual si su conciencia se hubiese desleído en un estupor -imbécil. Unicamente persistía en ella el instinto maternal<a name="page_260" id="page_260"></a> de vivir y -trabajar para que Manolín viviese también.</p> - -<p>Algunos días, sin embargo, la infeliz experimentaba un hondo y aheleado -revertimiento de recuerdos, una epifanía ponzoñosa de negras memorias, -que trepaban sofocadoras á su garganta. Ello ocurría generalmente á -orillas del río, mientras lavaba, en el recogimiento espiritual de un -trabajo monótono, puramente mecánico. Sus ojos entonces llenábanse de -lágrimas, que rodaban lentas por sus mejillas, y caían sobre sus manos, -enrojecidas por el duro trajín de la faena y la caricia fría del agua. A -su alrededor, otras lavanderas, que observaban su pena, cuchicheaban.</p> - -<p>—¿Ves cómo llora?</p> - -<p>—¡Pobre mujer!</p> - -<p>—¿Pobre?... Sí, sí... Ella lo quiso... Y el destino, que es justo -siempre, le da á cada cual lo que merece. ¿Por qué no miró mejor con -quién se casaba?</p> - -<p>De cuando en cuando, al fondo del valle, que cerraba por aquella parte -una línea ondulante de montañas azules, pasaba un tren y su silbido -estridente, agrandado y repetido aquí y allá por los ecos, rompía el -silencio de la llanura. Algunas lavanderas, las más jóvenes, se -incorporaban y sentadas sobre sus talones seguían con los ojos la marcha -rauda del convoy, y en sus pupilas había una melancolía de ensueño, una -visión de ciudades lejanas no vistas. Pero Rafaela nunca levantó la -cabeza para mirar aquellos trenes, cuyo grito desgarraba<a name="page_261" id="page_261"></a> sus oídos con -el timbre de una voz familiar, y proseguía lavando, mientras sus ojos, -bañados en lágrimas, devoraban el misterio de olvido de las aguas -filantes.</p> - -<p>A pesar de la gran postración física y moral de la pobre mujer, no faltó -quien pusiera en ella su pensamiento. Se atrevió á tanto un individuo, -de oficio zapatero, llamado Benjamín. Pasaba ya de los cincuenta años, -era viudo y tenía dos hijos al servicio del rey.</p> - -<p>Los negocios del señor Benjamín marchaban medianamente; que ni todos los -vecinos del pueblo iban calzados, ni los que usaban zapatos sentían -mucha necesidad de llevarlos nuevos y bonitos. Rafaela le lavaba y -repasaba la ropa, y le planchaba una camisa para los días disantos. De -estos pequeños servicios, modestamente, pero también puntualmente -pagados, nació la amistad de entrambos. Y este afecto, apacible y -desinteresado al principio, fué creciendo hasta quemar el corazón del -zapatero con fuego de amor.</p> - -<p>—Si usted quisiera—solía decir á Rafaela el señor Benjamín—podíamos -llegar á un acuerdo. Usted está sola, yo también... ¿por qué no unirnos?</p> - -<p>Ella sonreía, con ese desencanto de las almas que la vida, poco á poco, -desnudó de ilusiones.</p> - -<p>—Usted está loco, señor Benjamín.</p> - -<p>—¿Por qué?</p> - -<p>—Porque sí...</p> - -<p>—A ver, explíquese usted: ¿por qué estoy yo loco?...<a name="page_262" id="page_262"></a></p> - -<p>Rafaela, que no quería enojarle, porque de hacerlo era un parroquiano -que perdía, contestaba evasivamente:</p> - -<p>—Yo estoy ya muy vieja.</p> - -<p>—Para mí, no.</p> - -<p>—Soy fea.</p> - -<p>—Eso es cuestión de gustos. A mí, por ejemplo, me agrada usted mucho.</p> - -<p>—Gracias. Además, ¿qué diría el pueblo cuando lo supiese? ¿Y nuestros -hijos, señor Benjamín, qué pensarían de nosotros?...</p> - -<p>—Es que hay mil medios de cubrir las apariencias; usted quiérame, que -yo me ocupo de lo demás.</p> - -<p>Rafaela prometió meditar el asunto, y todas las tardes, cuando volvía -del trabajo, el señor Benjamín la preguntaba chancero, desde su portal.</p> - -<p>—¿Y eso, vecina?</p> - -<p>—Con ello estoy—contestaba riendo.</p> - -<p>—Parece que la cuestión es dificililla...</p> - -<p>—¡Y tanto!</p> - -<p>—Pero ¿se arregla?</p> - -<p>—¡Qué sé yo, señor Benjamín! Unas veces parece que sí... otras parece -que no... ¡Al tiempo!...</p> - -<p>Pero el alma de Rafaela estaba muerta; nada reverdecería sus ilusiones. -El zapatero, tras muchos esfuerzos, hubo de renunciar á ella, y cuando -la veía pasar suspiraba, grotesco y romántico.</p> - -<p>Todos los días primeros de mes, Rafaela escribía á Zureda una carta de -cuatro carillas, donde<a name="page_263" id="page_263"></a> le refería los pequeños incidentes de su vivir -manso y aburrido. Por estas cartas, escritas en hojas de papel -comercial, conocía el presidiario los rápidos progresos físicos de -Manolín, que á la sazón contaba doce años: era pendenciero, rebelde, -desaplicado, hasta el extremo de andar todavía en palotes. De su afición -á las pedreas no había que hablar; un día, por haber descalabrado -gravemente á otro muchacho de su edad, la guardia civil puso mano en él, -y á faltar la diligente y paternal intervención del cura, duerme en la -cárcel. La madre terminaba siempre los párrafos en que describía las -ariscas bisoñadas de Manolín con esta frase: «Te aseguro que no puedo -domarle...» Era una afirmación de cansancio que parecía embozar una -amenaza y una profecía.</p> - -<p>En una carta decía el presidiario:</p> - -<p>«El último indulto, del que no sé si tendrás noticia por los periódicos, -ha liberado á muchos compañeros. Yo no he tenido tanta suerte. De todos -modos, me han perdonado cinco años. Así, pues, ya no son más que seis -los años que nos separan.»</p> - -<p>Periódicamente las cartas de Rafaela y las del prisionero en Ceuta iban -y venían. Finaron otros dos años.</p> - -<p>Pero la fatalidad aún no se había cansado de patear sobre los hombros -honrados de Amadeo Zureda.</p> - -<p>«Perdona, Rafaela querida—escribía el recluso—, el nuevo disgusto que -voy á causarte; mas por la vida de nuestro hijo te juro que no he -podido<a name="page_264" id="page_264"></a> evitar la desgracia que, inopinadamente, y nadie sabe por cuánto -tiempo, va á prolongar nuestra separación.</p> - -<p>»Como supondrás, entre la gentuza que, procedente de todas las cárceles -de España, llega aquí, vienen pocos santos. Yo, aunque obligado á vivir -entre ellos, comprendo que no son mis iguales, y por lo mismo procuro -mantenerme aislado y no intervenir ni en sus chacotas ni en sus -pendencias. Es el caso que, á fines de la pasada semana, vino aquí un -guapo de oficio, andaluz, condenado á doce años de trena por haber -matado á un hombre y herido malamente á otro. El tal, apenas me vió, -pensó que yo era un manso con quien podía lucirse, y no perdía ocasión -de embromarme. Yo callaba y, para no chocar con él, le volvía la -espalda.</p> - -<p>»Ayer, á la hora del rancho, empezó á buscarme camorra; otros reclusos, -le animaban con sus risas.</p> - -<p>—»Oye, Amadeo—me dijo—, ¿por qué te han traído aquí?</p> - -<p>»Yo repuse, mirándole bien á los ojos:</p> - -<p>—»Por haber matado á un hombre.</p> - -<p>—»¿Y por qué le mataste?—insistió.</p> - -<p>»No le contesté, y él entonces agregó algo muy feo, muy grosero, que no -quiero repetir. Bástete saber que en lo que dijo iba envuelto tu nombre. -Y, por ser así, fué lo último que sus labios dijeron. Saqué mi -cuchillo—ya sabes que, á pesar de lo mucho que nos vigilan y registran, -todos vamos armados—y le grité:<a name="page_265" id="page_265"></a></p> - -<p>—»Defiéndete, porque voy á matarte.</p> - -<p>»Reñimos, en efecto, y reñimos bien, porque el mozo era bravo; pero de -nada le sirvió su bravura, y allí dejó la vida.</p> - -<p>»Perdóname, Rafaela de mi alma, y haz que nuestro hijo me perdone -también. Esto empeora mi situación, pues ahora volverán á juzgarme é -ignoro el castigo que me impondrán. Reconozco que matando á ese hombre -hice mal, pero de no hacerlo me hubiese matado él á mí, lo que habría -sido para todos nosotros mucho peor.»</p> - -<p>Meses después escribía Zureda:</p> - -<p>«En estos días se ha visto mi causa. Afortunadamente, todos los testigos -declararon en favor mío, lo que, unido al buen concepto que mis jefes -tienen de mí, ha mejorado mucho mi situación. El informe fiscal fué -terrible, pero de eso no hay que hacer caso. Mañana conoceré la -sentencia.»</p> - -<p>Todas las cartas de Amadeo Zureda eran así: nobles, tranquilas, como -dictadas por la más estoica resignación. Nunca deslizó en ellas nada que -recordase á Rafaela su delito; en aquellas páginas, repletas de una -escritura igual y vigorosa, no había reproches, ni abatimientos, ni -impaciencias desesperadas. Eran el reflejo admirable de una voluntad -férrea á quien la desgracia, madre excelentísima de todo saber, enseñó -el difícil secreto de esperar.</p> - -<p><a name="page_266" id="page_266"></a></p> - -<p><a name="page_267" id="page_267"></a></p> - -<h3><a name="VI-d" id="VI-d"></a>VI</h3> - -<p>El mismo día en que Amadeo Zureda salió del penal, el correo le trajo -una carta de Rafaela, que empezaba así:</p> - -<p>«Ayer Manolín cumplió veinte años...»</p> - -<p>El antiguo maquinista desembarcó en Valencia, pasó la noche en una -posada inmediata á la estación del ferrocarril, y al otro día temprano -subió al tren que había de llevarle á Equis. Tras tantos años de -reclusión, el viejo presidiario sentía el desasosiego nervioso, la -desconfianza en sí mismo, el miedo cruel á la suerte, que suelen -experimentar los inadaptados siempre que la vida les ofrece una fase -nueva. La derrota les acobarda y vuelve pesimistas. Rememoran lo que -sufrieron y la inutilidad de sus luchas, y piensan: «Esto, que ahora -empieza, será malo también para mí...»</p> - -<p>Amadeo Zureda había cambiado mucho; sobre el rostro, curtido por el sol -de Africa, el bigote blanco resaltaba tristemente; agrandaba el sereno -mirar de sus ojos negros la expresión de un inmenso dolor; el pliegue -vertical de su entrecejo<a name="page_268" id="page_268"></a> se había ahondado tanto, que parecía una -cicatriz; su cuerpo cenceño, antes engallado y carnoso, se encorvaba un -poco al andar.</p> - -<p>El traqueteo sonante del vagón y la sucesión de panoramas trajeron á la -memoria de Zureda las alegrías, harto emborronadas en la distancia de -los años pretéritos, de sus buenos tiempos de maquinista. Se acordó de -Pedro, el fogonero andaluz, y de aquellas dos locomotoras, «la Dulce» y -«la Negra», sobre las cuales tanto había trabajado. Y una voz interior -le preguntaba: «¿Que habrá sido de todo eso?»</p> - -<p>También pensó en su casa, y al recomponer la fachada y ver los balcones, -evocó el aspecto de cada habitación. Jamás su memoria, enturbiada por la -vida torva y embrutecedora del penal, había buceado tan hondo en el -pasado, ni desempolvado y reconstituído tan limpiamente los viejos -recuerdos. Pensó en su hijo, en Rafaela y en Manolo Berlanga, viéndoles -con sus caras y sus trajes de entonces, y se sorprendió de que la figura -del platero no le produjese ningún dolor: en aquellos momentos, y á -despecho del daño irreparable que le hizo, no sentía animosidad contra -él: todos los rencores que hasta allí le agitaron se apaciguaban en una -desconocida é inefable emoción de olvido y misericordia. El pobre -presidiario tornó á registrarse la conciencia y volvió á maravillarse de -no descubrir en ella ningún odio. Y es que, sin duda, la libertad -moraliza á los hombres.</p> - -<p>En Játiva subió al vagón un individuo, ya viejo,<a name="page_269" id="page_269"></a> en cuya fisonomía el -exmaquinista creyó hallar rasgos de un semblante amigo. Por su parte, el -recién llegado también miraba á Zureda, como recordando. De este modo -los dos, poco á poco iban acercándose en silencio. Concluyeron por -examinarse afectuosamente, seguros ya de conocerse. Amadeo Zureda fué -quien primero habló:</p> - -<p>—Yo creo—dijo—que nos hemos visto en alguna parte... hace años...</p> - -<p>—En eso—repuso el interpelado—vengo yo cavilando.</p> - -<p>—El caso es—prosiguió el maquinista—que yo estoy cierto de que hemos -hablado muchas veces.</p> - -<p>—Sí, sí...</p> - -<p>—De que hemos sido amigos.</p> - -<p>—Probablemente...</p> - -<p>Continuaron mirándose, atados al mismo pensamiento.</p> - -<p>—¿Usted ha vivido en Madrid?</p> - -<p>—Sí; diez ó doce años.</p> - -<p>—¿Dónde?</p> - -<p>—Cerca de la Estación del Norte, donde estaba empleado.</p> - -<p>—Pues no diga usted más—exclamó Zureda—, porque yo he pertenecido -también á esa Compañía. Era maquinista...</p> - -<p>—¿En qué línea?</p> - -<p>—Últimamente, en la de Bilbao.</p> - -<p>Pausados, silenciosos, los recuerdos iban surgiendo y asociándose en la -enorme negrura de olvido de aquellos veinte años. Amadeo Zureda<a name="page_270" id="page_270"></a> sacó su -petaca y brindó tabaco á su interlocutor; y lo que hasta entonces no -lograron ni el aspecto ni la voz del desconocido, lo realizó -instantáneamente y como por ensalmo su modo de coger la picadura, de -preparar el cigarrillo, de encenderlo y colocárselo después en la -comisura izquierda de los labios. La memoria del ex presidiario se llenó -de luz.</p> - -<p>—¡Acabáramos!—exclamó—,¡usted es don Adolfo Moreno!...</p> - -<p>—Yo mismo; eso es...</p> - -<p>—Usted era ambulante de la línea de Asturias cuando yo trabajaba en la -de Bilbao. ¿No se acuerda usted? Zureda... Amadeo Zureda,..</p> - -<p>—¡Ah, sí!...</p> - -<p>Los dos hombres se abrazaron.</p> - -<p>—¡Si yo te tuteaba!—gritó don Adolfo.</p> - -<p>—Sí, señor; y puede usted seguir haciéndolo. ¡No faltaba más!... Que -por algo el tiempo ha corrido igualmente para ambos.</p> - -<p>Apagado el regocijo de los primeros instantes, el antiguo ambulante y el -anciano maquinista se entristecieron recordando las muchas amarguras que -les trajo la vida.</p> - -<p>—Ya supe tu desgracia—dijo don Adolfo—y la sentí. Son locuras de -juventud que duran un instante y cuestan luego todo el porvenir. ¿Por -qué fué?...</p> - -<p>Aplomadamente, Zureda repuso:</p> - -<p>—Una cuestión de juego.</p> - -<p>—¡Es verdad!... Me lo dijeron.<a name="page_271" id="page_271"></a></p> - -<p>Amadeo respiró; el ambulante no sabía nada y era verosímil que todos -estuviesen tan ignorantes como él acerca del verdadero motivo que -ocasionó la muerte de Manuel Berlanga. Don Adolfo preguntó:</p> - -<p>—¿Dónde has estado?</p> - -<p>—En Ceuta.</p> - -<p>—¿Mucho tiempo?</p> - -<p>—Veinte años y meses.</p> - -<p>—¡Caramba!... ¿Vienes ahora de allí?</p> - -<p>—Sí, señor.</p> - -<p>—Tú, evidentemente—continuó don Adolfo—, has sufrido más que yo; pero -no creas que yo he sido muy afortunado. La vida es una fiera que para -cuantos se acercan á ella... ¡y cuidado si nace gente!... tiene un -zarpazo. Soy viudo; pronto hará quince años que mi pobrecita mujer pudre -tierra; de mis tres hijas, la mayor se casó, las otras dos murieron. -Ahora estoy jubilado, y vivo en Equis, con una cuñada, viuda de mi -hermano Juan, de quien no sé si recordarás...</p> - -<p>Poco á poco, y á vuelta de muchos circunloquios, porque la confianza es -una virtud tímida que emigra pronto de las almas muy castigadas por la -desgracia, Amadeo Zureda expuso sus proyectos. El pensaba establecerse -en Equis, con su mujer; del presidio traía ahorradas cerca de dos mil -pesetas, con las cuales esperaba poder comprar una casita y media fanega -de buena tierra.</p> - -<p>—Yo, de agricultura no entiendo palote—agregó—; pero eso es como -todo; en queriendo aprender,<a name="page_272" id="page_272"></a> se aprende. Además, mi hijo, que es mozo y -se ha criado en el pueblo, puede ayudarme mucho.</p> - -<p>Don Adolfo había arrugado el entrecejo con un gesto reflexivo y grave, -de hombre que recuerda.</p> - -<p>—Por lo que dices—exclamó—caigo en quien sea tu mujer.</p> - -<p>Un poco avergonzado, porque la imagen siempre ensangrentada de su -desgracia no se borraba un punto de su memoria, el antiguo maquinista -repuso:</p> - -<p>—Sin duda; el pueblo será pequeño...</p> - -<p>—Muy pequeño. ¿Cómo se llama tu mujer?</p> - -<p>—Rafaela.</p> - -<p>—¡Sí, hombre!...—replicó don Adolfo—; Rafaela, la lavandera...</p> - -<p>—Eso es.</p> - -<p>—La conozco mucho; y á Manolo, su hijo, también le conozco. ¡Valiente -mocito!...</p> - -<p>Amadeo Zureda se estremeció; tuvo miedo, frío; unos instantes permaneció -callado, sin saber qué decir. Don Adolfo prosiguió, con ruda franqueza:</p> - -<p>—Mala cabeza tiene el tal Manolo, y buenos disgustos le da á su pobre -madre, que es una santa. ¡Yo creo que hasta la pega!... ¡No te digo -más!...</p> - -<p>Lívido, tembloroso, reprimiendo unos grandes deseos de llorar que -acababan de asaltarle, Amadeo preguntó:</p> - -<p>—¿Es posible?... ¿Tan malo es?</p> - -<p>—De oro es el mozo—repuso don Adolfo—;<a name="page_273" id="page_273"></a> había de morirse, y el -Diablo, para cargar con él, necesitaría pensarlo mucho: borracho, -jugador, mujeriego, camorrista... ¡de todo es el indino!</p> - -<p>Y afirmó:</p> - -<p>—No parece hijo tuyo.</p> - -<p>Amadeo Zureda no respondió, y acercando la cabeza á la ventanilla fingió -distraerse con el paisaje. Las declaraciones del antiguo ambulante le -aterraron; él se hallaba ignorante de todo; Rafaela, en sus cartas, nada -le había dicho; y se admiró de ver cómo la fatalidad le asediaba y -negaba ese descanso á que todos los hombres trabajadores, aún los más -miserables, tienen derecho. Retrocediendo por el odioso camino de sus -recuerdos, llegó al origen de su desgracia. Veinte años antes, el señor -Tomás, al notificarle las relaciones de Rafaela con Manuel Berlanga, -había declarado:</p> - -<p>«Dicen que la pega.»</p> - -<p>Y ahora, don Adolfo, refiriéndose á Manolín, repetía las mismas -palabras:</p> - -<p>«Yo creo que la pega.»</p> - -<p>¿Qué misteriosa conexión habría entre estas afirmaciones que parecían -poner un nexo de oprobio entre el hijo y el amante muerto?... Y las -palabras del viejo ambulante volvieron á sonar en los oídos de Zureda y -se agarraron fatídicas á su alma:</p> - -<p>«Manolo no parece hijo tuyo.»</p> - -<p>Sin haber leído á Darwin, Amadeo Zureda, instintivamente, buscaba en las -leyes de la herencia una explicación y un consuelo al tósigo que<a name="page_274" id="page_274"></a> le -mordía. El nunca, ni aun de mozo, fué aficionado á beber, ni á los -naipes, ni faldero, ni menos entrometido y bravucón. ¿Quién, por tanto, -pudo deslizar en la sangre de su hijo tantas depravaciones?...</p> - -<p>Don Adolfo y Zureda descendieron en la estación de Equis. Declinaba la -tarde; en el andén sólo había seis ó siete personas. El anciano -ambulante exclamó, designando con la mano á una mujer y á un mozalbete -que se acercaban:</p> - -<p>—Ahí tienes á tu gente.</p> - -<p>Esta vez, al ver á Rafaela, Amadeo no vaciló: era ella, á pesar de su -vientre abultado, de su semblante carnoso y triste, de sus cabellos -blancos... ¡era ella!...</p> - -<p>—¡Rafaela!</p> - -<p>La hubiese reconocido entre mil mujeres más. Se abrazaron estrechamente, -llorando, con la inmensa emoción de alegría y dolor que experimentan los -que se separaron jóvenes y vuelven á reunirse en la vejez, al otro lado -de la vida. Después el maquinista abrazó á Manolo.</p> - -<p>—¡Qué guapo estás!—balbuceó, cuando las palpitaciones de su corazón, -encalmándose un poco, le permitieron hablar.</p> - -<p>Don Adolfo se despidió.</p> - -<p>—Yo llevo prisa—dijo—; ya nos veremos mañana.</p> - -<p>Saludó y se fué.</p> - -<p>Amadeo Zureda, llevando á Rafaela á la derecha y á su izquierda á -Manolo, salió de la estación.<a name="page_275" id="page_275"></a></p> - -<p>—¿Está muy distante el pueblo?—preguntó.</p> - -<p>—Dos kilómetros apenas—repuso ella.</p> - -<p>—Entonces, vámonos á pie.</p> - -<p>Avanzaron lentamente por el camino que se alejaba, serpeando, entre dos -vastas extensiones de terreno laborado y rojizo. Al fondo, iluminado por -el sol muriente, aparecía el pueblecito; aquel villorrio miserable en el -que Zureda había pensado tantas veces, como en un bello refugio de paz, -olvido y redención.</p> - -<p><a name="page_276" id="page_276"></a></p> - -<p><a name="page_277" id="page_277"></a></p> - -<h3><a name="VII-d" id="VII-d"></a>VII</h3> - -<p>Desde que Amadeo Zureda llegó á Equis, Rafaela no volvió al río. El -anciano maquinista no quería que su mujer trabajase; con lo que él ganó -como herrero allá en presidio, tenían bastante los dos para vivir. Del -pasado no hablaron; creeríase que no se acordaban de él; ni ¿para qué -acordarse?... Zureda lo había perdonado todo; su Rafaela, además, ya no -era la misma: apagáronse la alegría pajarera de sus ojos, la negrura -ondulante de sus cabellos, la agilidad moza de su cuerpo; ogaño, en el -semblante fofo y triste, en lo humildoso del mirar, en la flacidez de -los senos, en las torpes redondeces adiposas del talle, había un -abandono doloroso, apesgador de remordimiento.</p> - -<p>Siguiendo los consejos de don Adolfo, el ex presidiario renunció á su -idea de dedicarse á la agricultura, y en la calle mejor del pueblo, -cerca de la iglesia, puso un taller mixto, de carpintería y cerrajería, -donde así herraba una mula como recomponía un carro ó echaba á un arado -reja <a name="page_278" id="page_278"></a>nueva. A poco de establecerse Zureda, su modesto negocio comenzó á -encarrilarse por caminos de bonanza; muy pronto el número de sus -relaciones creció; su historia inquietante de presidiario parecía -olvidada; todos le querían; era un hombre bueno, afable, de una -melancolía simpática, que pagaba sus pequeñas cuentas exactamente y -trabajaba bien.</p> - -<p>Amadeo Zureda sentía pacificarse su vida, y que lentamente su porvenir, -hasta entonces borrascoso, comenzaba á ofrecérsele como un país -hospitalario, claro y fácil. El mañana amenazador, que desvela á los -hombres, dejaba de ser un problema para él; su futuro ya estaba -cimentado, reglamentado, previsto; los quince ó veinte años que aun le -restasen de vida los pasaría redondeando amorosamente la fortunita que -deseaba legar á su Rafaela.</p> - -<p>Animado por este propósito, levantábase con el sol y trabajaba -reciamente todo el día. Por las tardes, acompañado de un perro, regalo -de don Adolfo, salía á vagar por los alrededores del pueblo. Uno de sus -paseos favoritos era el cementerio. Zureda empujaba el viejo portón, -siempre abierto, del camposanto, se instalaba sobre una piedra rota de -molino que allí había, y encendía un cigarro. Entre la crecida hierba -que tapizaba el suelo negreaban muchas cruces; el anciano evocaba sus -recuerdos de antiguo maquinista y de recluso, y su voluntad fatigada se -estremecía. Miraba á su alrededor complacido; allí estaba su cama; ¡qué -paz, qué silencio!... Y suspiraba<a name="page_279" id="page_279"></a> largamente, poseído de la rara y -sedante alegría de morir. Entre los viejos tapiales, dorados por el sol -poniente, que rodeaban aquel huerto de olvido, se debía de dormir muy -bien...</p> - -<p>Lo único que amargaba el ocaso pacífico de Amadeo Zureda, era su hijo: -aquel Manolo, á quien por un exceso, imprudente quizá, de amor paternal, -había redimido el año antes del servicio militar, y cuyo carácter -vicioso y díscolo era fanáticamente refractario á toda disciplina. -Inútilmente procuró Zureda enseñarle un oficio; súplicas, amenazas, -reflexiones discretas, se estrellaron ante la voluntad irreductible y -vagabunda del mozo.</p> - -<p>—Si no quiere usted mantenerme—decía Manuel—, despídame; yo sabré -buscármelas.</p> - -<p>Con frecuencia Manolo desaparecía del pueblo y, ausente y metido en -misteriosas aventuras, pasaba los días. Individuos llegados de otros -pueblos comarcanos decían que se dedicaba al juego. Cierta noche -reapareció herido de gravedad en una ingle; la puñalada era profunda.</p> - -<p>—¿Quién te ha herido?—preguntó Zureda.</p> - -<p>El mozo repuso:</p> - -<p>—Eso á nadie le importa; á quien sea, yo me encargo, tarde ó temprano, -de darle lo suyo.</p> - -<p>Para ahorrarse complicaciones judiciales, Amadeo Zureda calló lo -ocurrido. Semanas después Manolo estaba bueno. Una madrugada, á orillas -del río, la pareja de la guardia civil encontró el cadáver de un hombre; -el cuerpo ofrecía varias<a name="page_280" id="page_280"></a> heridas de arma blanca. Cuantas pesquisas se -practicaron para descubrir al matador fueron baldías; el crimen quedó -impune. Únicamente Amadeo Zureda, que, á raíz del suceso, había -sorprendido á Manuel lavando en una jofaina un pañuelo manchado de -sangre, estaba cierto de que el autor de aquella muerte era su hijo.</p> - -<p>Y las palabras siniestras de don Adolfo volvían á su espíritu, -machacantes, enloquecedoras, oradándole el cráneo:</p> - -<p>—«No parece hijo mío...»—meditaba.</p> - -<p>No paró en esto el desaforado vivir del mozo. Abusando del cariño de su -madre y de la mansedumbre de Amadeo, raros eran los días en que no -manifestaba hallarse necesitadísimo de dinero.</p> - -<p>—Me hacen falta cien pesetas—decía—, pero mucha falta. Si vosotros no -me las dais... bueno, en paz; yo las buscaré. Pero acaso os arrepintáis -entonces de no habérmelas dado.</p> - -<p>Dominábale un furor de placeres. Cuando su madre le aconsejaba:</p> - -<p>—¿Por qué no trabajas, maldito? ¿No ves á tu padre?</p> - -<p>El mozo replicaba:</p> - -<p>—Vivir no es trabajar; para vivir como padre vive, más vale ahorcarse.</p> - -<p>A Rafaela tratábala despectivamente y como á esclava; apenas si, al -interpelarla, se dignaba poner en ella los ojos; á su padre también le -hablaba poco y desabridamente. El peor de los hijos no hubiese procedido -con más despego. Diríase que<a name="page_281" id="page_281"></a> su alma arisca, sedienta de goces, -alimentaba contra sus progenitores la llama de un rencor instintivo.</p> - -<p>Una noche, al volver del Casino en donde don Adolfo, el boticario y -otros vecinos de cierto viso, solían reunirse todos los sábados, Amadeo -Zureda encontró la puerta de su taller entornada. Aquello le sorprendió, -y levantando la voz empezó á llamar:</p> - -<p>—¡Manolo!... ¡Manolo!...</p> - -<p>Rafaela le contestó desde muy adentro:</p> - -<p>—No está.</p> - -<p>—¿Sabes si volverá pronto?... Lo digo para no cerrar—exclamó Zureda.</p> - -<p>Hubo un breve silencio. Al cabo, Rafaela repuso:</p> - -<p>—Más vale que cierres.</p> - -<p>En la voz de la pobre mujer había como un hipo de dolor. Alarmado por el -presentimiento de algo terrible, el viejo maquinista atravesó el taller -y llegó á la trastienda. En la cocina, sentada delante del fogón, estaba -Rafaela, las manos cruzadas humildemente sobre el regazo, los ojos -llenos de lágrimas, los blancos cabellos en desorden, cual si una mano -parricida se hubiese crispado sañudamente en ellos. Zureda arremetió á -su mujer y cogiéndola por los hombros, la obligó á levantarse.</p> - -<p>—¿Qué ha sucedido?—masculló.</p> - -<p>Rafaela tenía la nariz ensangrentada, magullada la frente, las manos -cubiertas de arañazos.<a name="page_282" id="page_282"></a></p> - -<p>—¿Qué tienes?—repitió el maquinista.</p> - -<p>Sus ojos, aunque viejos y mortecinos, ardieron otra vez con aquella luz -roja, relámpago de muerte, que veinte años antes le llevó á Ceuta. -Rafaela, asustada, trató de disimular.</p> - -<p>—No es nada, Amadeo—balbuceó—, no es nada... yo te lo explicaré. -Es... verás... es que me he caído...</p> - -<p>Pero Zureda la arrancó amenazándola, casi á viva fuerza, la verdad.</p> - -<p>—Es que Manolo te ha pegado, ¿eh?...</p> - -<p>Ella sollozaba, defendiéndose aún, no queriendo acusar al hijo de su -alma. Vibrante de ira, el maquinista repitió:</p> - -<p>—¿Te ha pegado?</p> - -<p>Tardó Rafaela en responder; tenía miedo de hablar; al fin confesó:</p> - -<p>—Sí... me ha pegado... ¡oh, qué horrible!</p> - -<p>—¿Y por qué?</p> - -<p>—Porque necesitaba dinero.</p> - -<p>—¡Ah, el canalla!...</p> - -<p>Y la cólera y el dolor del viejo expresidiario estallaron en un rugido -de león, que llenó la cocina.</p> - -<p>—¿Y se lo diste?—agregó.</p> - -<p>—Sí.</p> - -<p>—¿Cuánto?</p> - -<p>—Veinticinco pesetas. Me resistí cuanto pude, pero... ¿qué iba á -hacer?... ¡Oh, si llegas á verle, no le conoces!... Daba miedo; yo creí -que me mataba...<a name="page_283" id="page_283"></a></p> - -<p>Hablando así se tapó los ojos con las manos, como apartando de ellos, -con la sucia visión de lo que acababa de ocurrir, la imagen de algo -semejante, antiguo y terrible.</p> - -<p>Zureda no contestó, temeroso de descubrir la agitación avendavalada de -su alma. Los recuerdos más ominosos se atropellaban en su memoria. Mucho -tiempo atrás, antes de que él fuese á presidio, el señor Tomás le había -dicho en el curso de una conversación inolvidable, que Manuel Berlanga -maltrataba á Rafaela. Y años después, al salir del penal, don Adolfo -Moreno le expuso algo igual, refiriendose á su hijo. Recordando esta -extraña conjunción de opiniones, Amadeo Zureda experimentaba un rencor -acerbo, inextinguible, contra la raza del platero; raza maldita, nacida, -al parecer, para ofenderle y herirle en lo que más amaba.</p> - -<p>A la mañana siguiente Zureda, que apenas había conseguido dormir una ó -dos horas, despertó temprano.</p> - -<p>—¿Qué hora es?—dijo.</p> - -<p>Rafaela, que ya se había levantado, repuso:</p> - -<p>—Van á dar las seis.</p> - -<p>—¿Ha vuelto Manolo?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>El maquinista saltó del lecho, vistióse como de costumbre, y bajó al -taller. Rafaela le espiaba; la aparente tranquilidad del anciano era -sospechosa. Llegó la tarde y Manuel no fué á almorzar. Pasó la noche y -el mozo no fué á dormir. El matrimonio<a name="page_284" id="page_284"></a> se acostó temprano. -Transcurrieron varios días.</p> - -<p>Un domingo se hallaba Zureda sentado á la puerta de su taller; iban á -dar las doce y las mujeres, unas enmantilladas, otras con pañuelo á la -cabeza, acudían á misa. En lo alto de la torre gótica, las campanas -voltijeaban ensordecedoras y alegres. Un vecino, al pasar, dijo al -maquinista.</p> - -<p>—Ya apareció Manolo.</p> - -<p>Flemáticamente, Zureda repuso:</p> - -<p>—¿Cuándo?</p> - -<p>—Anoche.</p> - -<p>—¿Dónde le vió usted?</p> - -<p>—En la posada de Honorio.</p> - -<p>—¡Vaya con el niño! Buen pez está hecho; por aquí no ha venido...</p> - -<p>El día declinó sin incidentes. El maquinista, cautamente, se abstuvo de -decir á Rafaela que su hijo había vuelto. Poco antes de cenar, y so -pretexto de ver á don Adolfo que le esperaba en el Casino, Amadeo Zureda -salió de su casa y se encaminó á la taberna donde Manolo acostumbraba á -reunirse con sus amigachos. Allí, en efecto, le halló, jugando á las -cartas.</p> - -<p>—Tengo que hablarte—dijo.</p> - -<p>El interpelado tiró los naipes sobre la mesa y se levantó. Era alto, -esbelto, simpático, y en la línea delgada de sus labios y en el mirar -taladrante de sus ojos verdes había algo impertinente y retador.</p> - -<p>Los dos hombres salieron á la calle y, sin hablar, caminaron hacia las -afueras del pueblo. Cuando<a name="page_285" id="page_285"></a> lo juzgó oportuno Amadeo Zureda se detuvo y -mirando á Manuel cara á cara:</p> - -<p>—Te he buscado—dijo—para decirte que no vuelvas á mi casa, -¿entiendes?...</p> - -<p>Manuel afirmó con la cabeza.</p> - -<p>—Soy yo quien te echa de allí, ¿comprendes?... Soy yo; porque no me -gusta tratar con miserables, y tú eres un miserable. Y esto no te lo -digo de padre á hijo, sino de hombre á hombre... ¿sabes?... por si mis -palabras te ofendiesen y quisieras vengarte. Por eso, nada más, te he -traído hasta aquí.</p> - -<p>Lentamente, según hablaba, su fiera voluntad iba enardeciéndose, -palidecían sus mejillas, y dentro de los bolsillos de su pelliza los -puños se crispaban. A su vez, la sangre levantisca de Manuel, iba -alborotándose.</p> - -<p>—No me haga usted hablar—dijo.</p> - -<p>Hizo ademán de marcharse. Su voz, su gesto, el desdeñoso encogimiento de -hombros con que subrayó sus palabras, fueron los de un perdonavidas. -Diríase que en él resucitaba el platero matasiete y procaz. Conteniendo -su ira, Zureda repuso:</p> - -<p>—Si tienes ganas de reñir, tonto serás si las aplazas para luego. Yo, á -eso he venido.</p> - -<p>—¿Está usted loco?</p> - -<p>—No.</p> - -<p>—Lo parece.</p> - -<p>—Te equivocas. Es que he sabido que acostumbras á pegarle á tu madre... -y eso, el pegar á tu<a name="page_286" id="page_286"></a> madre, no lo pagas con toda la sangre, con toda la -cochina sangre, que tienes en el cuerpo...</p> - -<p>Amadeo Zureda tuvo miedo de sí mismo. Temblaba. Todos los celos que años -antes le precipitaron contra Berlanga, retoñaban ahora frescos, -pujantes, trastornadores. Su corazón, una caldera de odios infernales -parecía. Bruscamente Manuel se acercó á su padre, y agarrándole por las -solapas:</p> - -<p>—¿Va usted á callarse?—murmuró corajoso—¿ó quiere usted perderme?</p> - -<p>La respuesta de Zureda fué una bofetada. Entonces los dos hombres se -acometieron, primero á golpes, luego á cuchilladas. En tal momento el -anciano vió aparecer sobre el rostro del que creía su hijo la misma -expresión de odio que veinte años atrás contrajo la cara de Manuel -Berlanga. Aquellos ojos, aquella boca desfigurada por una mueca de -ferocidad, aquel cuerpo delgado y felino vibrante de cólera, eran los -del platero; el gesto del padre lo repetía exactamente la cara del hijo, -cual si ambos semblantes hubiesen sido vaciados en el mismo troquel. Y -por primera vez, después de tanto tiempo, el antiguo maquinista vió -claro...</p> - -<p>Anonadado por la certidumbre de aquel nuevo infortunio, sin ánimos ya -para defenderse, el infeliz dejó caer los brazos, á la vez que Manolo, -fuera de sí, le asestaba en el pecho una puñalada mortal.</p> - -<p>Cumplida su venganza, el parricida huyó.<a name="page_287" id="page_287"></a></p> - -<p>Amadeo Zureda fué conducido, moribundo, al hospital. Allí, aquella misma -noche, don Adolfo acudió á verle.</p> - -<p>Su pena era enorme; tan gran era, que inspiraba risa.</p> - -<p>—¿Es verdad lo que me han dicho?—repetía llorando—, ¿es verdad?...</p> - -<p>El herido apenas tuvo fuerzas para apretarle un poco la mano.</p> - -<p>—Adiós, don Adolfo—balbuceó—, ya he sabido lo que necesitaba saber; -usted me lo dijo y yo no quise creerle; pero ahora reconozco que usted -tenía razón: Manuel no era hijo mío...</p> - -<p> </p> -<p>Madrid,—Enero, 1910.</p> - -<p><a name="transcrib" id="transcrib"></a></p> - -<table border="0" cellpadding="0" cellspacing="0" summary="" -style="padding:2%;border:3px dotted gray;"> -<tr><th align="center">La lista de los errores corregidos:</th></tr> -<tr><td align="center">una vieja cómoda que de noche=> una vieja cómoda que noche {pg 12}</td></tr> -<tr><td align="center">Ricardo Villarrolla pasaba muchas tardes=> Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes {pg 13}</td></tr> -<tr><td align="center">Levantóse precipitamente=> Levantóse precipitadamente {pg 20}</td></tr> -<tr><td align="center">cráneo dodicocéfalo=> cráneo dolicocéfalo {pg 74}</td></tr> -<tr><td align="center">que llena el lama de los jockeys de raza=> que llena el alma de los jockeys de raza {pg 77}</td></tr> -<tr><td align="center">que nubaban su ánimo=> que nublaban su ánimo {pg 86}</td></tr> -<tr><td align="center">propia concien ciencia=> propia conciencia {pg 99}</td></tr> -<tr><td align="center">las líneas capichosas=> las líneas caprichosas {pg 154}</td></tr> -<tr><td align="center">efervorizarse recíprocamente=> enfervorizarse recíprocamente {pg 226}</td></tr> -<tr><td align="center">su dormitario=> su dormitorio {pg 241}</td></tr> -<tr><td align="center">á los honmbres=> á los hombres {pg 278}</td></tr> -</table> - -<hr class="full" /> - - - - - - - -<pre> - - - - - -End of the Project Gutenberg EBook of La cita, by Eduardo Zamacois - -*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA *** - -***** This file should be named 50757-h.htm or 50757-h.zip ***** -This and all associated files of various formats will be found in: - http://www.gutenberg.org/5/0/7/5/50757/ - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was -produced from images generously made available by The -Internet Archive) - - -Updated editions will replace the previous one--the old editions -will be renamed. - -Creating the works from public domain print editions means that no -one owns a United States copyright in these works, so the Foundation -(and you!) can copy and distribute it in the United States without -permission and without paying copyright royalties. Special rules, -set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to -copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to -protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. Project -Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you -charge for the eBooks, unless you receive specific permission. If you -do not charge anything for copies of this eBook, complying with the -rules is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose -such as creation of derivative works, reports, performances and -research. They may be modified and printed and given away--you may do -practically ANYTHING with public domain eBooks. Redistribution is -subject to the trademark license, especially commercial -redistribution. - - - -*** START: FULL LICENSE *** - -THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE -PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK - -To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free -distribution of electronic works, by using or distributing this work -(or any other work associated in any way with the phrase "Project -Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project -Gutenberg-tm License (available with this file or online at -http://gutenberg.org/license). - - -Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm -electronic works - -1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm -electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to -and accept all the terms of this license and intellectual property -(trademark/copyright) agreement. 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It exists -because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from -people in all walks of life. - -Volunteers and financial support to provide volunteers with the -assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's -goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will -remain freely available for generations to come. In 2001, the Project -Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure -and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. -To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation -and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 -and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. - - -Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive -Foundation - -The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit -501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the -state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal -Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification -number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at -http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg -Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent -permitted by U.S. federal laws and your state's laws. - -The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. -Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered -throughout numerous locations. Its business office is located at -809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email -business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact -information can be found at the Foundation's web site and official -page at http://pglaf.org - -For additional contact information: - Dr. Gregory B. Newby - Chief Executive and Director - gbnewby@pglaf.org - - -Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg -Literary Archive Foundation - -Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide -spread public support and donations to carry out its mission of -increasing the number of public domain and licensed works that can be -freely distributed in machine readable form accessible by the widest -array of equipment including outdated equipment. Many small donations -($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt -status with the IRS. - -The Foundation is committed to complying with the laws regulating -charities and charitable donations in all 50 states of the United -States. Compliance requirements are not uniform and it takes a -considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up -with these requirements. We do not solicit donations in locations -where we have not received written confirmation of compliance. To -SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any -particular state visit http://pglaf.org - -While we cannot and do not solicit contributions from states where we -have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition -against accepting unsolicited donations from donors in such states who -approach us with offers to donate. - -International donations are gratefully accepted, but we cannot make -any statements concerning tax treatment of donations received from -outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. - -Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation -methods and addresses. Donations are accepted in a number of other -ways including checks, online payments and credit card donations. -To donate, please visit: http://pglaf.org/donate - - -Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic -works. - -Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm -concept of a library of electronic works that could be freely shared -with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project -Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. - - -Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed -editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. -unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily -keep eBooks in compliance with any particular paper edition. - - -Most people start at our Web site which has the main PG search facility: - - http://www.gutenberg.org - -This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, -including how to make donations to the Project Gutenberg Literary -Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to -subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks. - - -</pre> - -</body> -</html> diff --git a/old/50757-h/images/colofon.png b/old/50757-h/images/colofon.png Binary files differdeleted file mode 100644 index 7634a01..0000000 --- a/old/50757-h/images/colofon.png +++ /dev/null diff --git a/old/50757-h/images/cover.jpg b/old/50757-h/images/cover.jpg Binary files differdeleted file mode 100644 index 023c9d1..0000000 --- a/old/50757-h/images/cover.jpg +++ /dev/null |
