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-The Project Gutenberg EBook of La cita, by Eduardo Zamacois
-
-This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with
-almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
-re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
-with this eBook or online at www.gutenberg.org/license
-
-
-Title: La cita
-
-Author: Eduardo Zamacois
-
-Release Date: December 23, 2015 [EBook #50757]
-
-Language: Spanish
-
-Character set encoding: ISO-8859-1
-
-*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA ***
-
-
-
-
-Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
-Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was
-produced from images generously made available by The
-Internet Archive)
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-
- LA CITA
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- DEL MISMO AUTOR
-
- (PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL)
-
- NOVELAS
-
- EL OTRO (2.ª edición) 3,50
-
- LA OPINIÓN AJENA 3,50
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-
- EDUARDO ZAMACOIS
-
- LA CITA
-
- NOVELAS
-
- [Illustration: colofón--RENACIMIENTO]
-
- MADRID
-
- RENACIMIENTO
-
- _Pontejos, 3._
-
- 1913
-
- ES PROPIEDAD
-
- ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.--PONTEJOS, 3.
-
-
-
-
- LA CITA
-
-
-
-
-I
-
-
-Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la
-actriz añadió:
-
---¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar
-alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á
-más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y
-desdén?...
-
-Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado
-anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué
-suplicante como el gesto de una mano mendiga.
-
-Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una
-actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon
-sentimentales bajo la frente descollada y alta.
-
---¿Qué quieres?--dijo--, uno es... como nació. En medio de nuestras
-inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de
-nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes precisas; la existencia
-más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos
-altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los
-horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre
-Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la
-explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos.
-Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el
-Destino es un tratado de lógica...
-
---¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte?
-
---Completamente; soy un incurable.
-
-Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose
-distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su
-bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios
-descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una
-intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida
-prematuramente por el trabajo.
-
-Era un hombre de treinta y cinco años, membrudo y alto, cuyos cabellos
-rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las líneas
-de una cabeza grande, de ángulo facial muy abierto, terca, cual
-predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y
-raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, tenía un alentar
-poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de
-las mejillas; un espeso vello bermejo cubría las muñecas robustas y las
-manos; manos atávicas, de largos y temerarios dedos. Hallábase Ricardo
-Villarroya en pleno apogeo artístico: sus últimos libros habían merecido
-éxito codiciable; sus artículos de crítica jugosa y violenta erigiéronle
-en campeón de la joven grey literaria; la única comedia que estrenó
-suscitó polémicas ardientes. Además, era un poco orador; la extrema
-izquierda de la opinión adoraba en él; su nombre, que servía de lábaro á
-las mayores osadías de la forma y del pensamiento, resonaba como un
-alerta bélico en la atmósfera febril de las asambleas. Todo en él era
-impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambición bruñía sus ojos claros;
-sus labios viciosos reían mal; en el continuo vibrar de su cuerpo
-saludable y recio, pleno de apetitos moceros, había como una voz de la
-especie.
-
-Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoción triste, mientras
-acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del
-novelista.
-
---Te quiero--dijo--, te quiero muchísimo... cual mi usado corazón no
-esperaba tornar á querer. ¿Por qué me correspondes en mala moneda? ¿Por
-qué no eres bueno para mí? ¿Cómo no procuras serme fiel?
-
-Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella
-continuó:
-
---Posible es que tropieces con mujeres más hermosas que yo ó más
-inteligentes, más elegantes, más agradables... Pero dificilísimo te será
-hallar una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien
-concertadas proporciones, en que yo las reuno y acoplo. No soy
-bellísima, ni discreta en demasía, ni gallarda y cautivadora con exceso,
-pero de todo hay algo en mí, y esta conjunción de amables virtudes es mi
-orgullo.
-
-El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distraídos de
-asentimiento.
-
---Y si ello es así--prosiguió Fuensanta--, ¿por qué me olvidas y
-pospones á otras mujeres? ¿Por qué, conociendo mis celos, suspendes
-sobre mi cabeza la amenaza de que hoy, mañana, cuando más dichosa esté y
-menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien,
-quizá, la complexión de tu alma: tú perteneces á la raza maldita de los
-que sólo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ¿Cómo no
-aplicas tu espíritu indómito al examen de sus recuerdos? ¿Por qué
-desprecias lo pretérito? ¿Acaso ese ayer que hoy miras desdeñosamente,
-no sirvió de riente mañana á otros hombres que bulleron y amaron antes
-que tú?... Escucha, Ricardo, y obedéceme, porque aún podemos ser
-felices. ¿No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar legítimo, el
-consagrado, te fastidie, ¿no me tienes á mí? ¿Qué más rebuscas? ¿Qué
-imposibles novedades pides á la casualidad?
-
-Argumentaba poco á poco, blandamente, como se habla á los enfermos, y
-sus palabras, dichas á media voz, traían arrullos de infancia. En las
-contiendas implacables del arte, lo más hacedero es derrotar
-obstáculos, encumbrarse, llegar del éxito á los dorados fastigios, pues
-los viejos maestros á quienes la juventud hostiliza están agotados y se
-defienden mal: lo difícil es guardar las posiciones conquistadas,
-resistir el fiero ataque de los bisoños que van llegando á la batalla,
-afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de
-enemigos brazos que rodean al dictador. Según Fuensanta Godoy, para
-vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias
-de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambición, un orgullo
-sin límites ó un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin,
-hondo, fanático, que baste por sí solo á reparar cuantas brechas las
-estocadas de la desilusión y los consejos sigilosos de la fatiga van
-abriendo en el entusiasmo.
-
---Pero si únicamente adoras lo que no tienes--continuaba--, ¿qué podrá
-sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando estés deshecho y próximo á
-caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer
-asalto; pero ¿no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse
-en olvido? ¡Ah, Ricardo! Tú ignoras eso; tú desconoces el sufrimiento
-del artista que sobrevive á su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las
-reputaciones que van improvisándose á su alrededor, dice: «Hace años yo
-era algo, tenía un nombre...» Créeme, Ricardo, eso es horrible; te lo
-asegura la experiencia que me dieron veinte años de teatro...
-
-Su voz se apagó en un suspiro, y por su rostro pasó como una sombra el
-luto de su alma.
-
-Contaba Fuensanta Godoy poco más de treinta años, y sus vestidos negros,
-lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de líneas
-ondulantes y largas. Hondos surcos de melancolía cortaban su frente
-guarnecida de rizosos cabellos castaños; la nariz, de perfil impecable,
-afilada parecía por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo,
-las risas y el llanto tegían una dolora; bajo las cejas rafaélicas, los
-ojos negrísimos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las
-japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresión
-dulce que embellece, con poesía de enigma, el rostro de las mujeres de
-la Ciudad sin Noche.
-
-Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura
-de Fuensanta, la mejor y más alta, la que antes sorprendía era su
-tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele
-ser también origen y alimento de bellezas extrañas. Esta desviación ó
-capricho del sentimiento estético no tiene explicación fácil. ¿Por qué
-amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano
-contentamiento? ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo
-disculpa nuestra propia flaqueza, ó es que el dolor diviniza á la mujer
-porque de ella precisamente emana, y así quien dijo dolor dijo también
-arte y sexo?... A Fuensanta Godoy su expresión de inconsolable
-pesadumbre hacíala infinitamente interesante. Cinco años antes la Godoy
-fué una primera tiple cómica de gran boga. Al comenzar las temporadas
-teatrales, su nombre aparecía en los carteles con llamativos caracteres
-rojos, los periódicos publicaban su retrato, la crítica celebraba su
-labor, y el correo traíala diariamente rumores de amorosos caprichos. La
-corte de admiradores que invadían su cuarto del teatro, los aplausos del
-público y la humillación y ásperas envidias de otras actrices por ella
-vencidas en artísticas justas, parecían poner á su joven figura un nimbo
-diamantino. Fuensanta Godoy amó y fué adorada; la neurastenia exacerbaba
-sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada
-de sus nervios padecía torsiones dolorosas; la sensación llegó á ser
-para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el
-recuerdo de libros piadosos que leyó cuando niña, experimentaba accesos
-frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos
-playeros la atraían; adoró la morfina; perdió el ritmo interior; dos
-veces fué procesada y obligada á pagar indemnizaciones costosas por
-abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo
-con un amante pobre.
-
-La carrera artística de Fuensanta Godoy duró poco; en pleno éxito y
-cuando su juventud interesante, un poco rara, de _bibelote_ japonés,
-brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis
-torpemente curada la dejó afónica. Varios médicos aseguraron que para
-aquel daño no había remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en
-que, desoyendo cautos y leales consejos reapareció ante el público,
-sufrió una decepción horrible; su voz, al concluir cierto momento
-musical difícil, se nubló bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y
-no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy
-sintió á su alrededor un gran frío, una desgarradora emoción de
-aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse á
-obscuras; vióse preterida, pobre, aherrojada en esa fosa común donde la
-multitud ingrata sepulta á los artistas que ya no la divierten, y
-aniquilada por su desgracia rompió á llorar y perdió los sentidos.
-
-Ricardo Villarroya la conoció años después. Fuensanta vivía en una casa
-de huéspedes cuya dueña también había sido del teatro. Ocupaba la Godoy
-dos habitaciones pequeñas, sin otra luz que la de una ventana abierta
-sobre un patizuelo malsano y profundo; pulmón infecto, jamás visitado
-por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los
-cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba.
-Componían el mobiliario del gabinete una vieja cómoda que de noche, en
-el silencio, tenía crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron
-elegantes y á la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria
-armazón bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes
-amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados,
-y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de las juventudes,
-ya lejanas, que allí se reflejaron, parecían haber dejado una indecible
-melancolía. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban
-desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz
-desmoronamiento de las glorias humanas. Cubría el suelo una alfombra
-raída, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los
-colores.
-
-En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de
-tantos objetos provectos, Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes.
-
-Al principio sentíase plácidamente cautivado por la soledad de la
-actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada
-pobreza. Un momento halagó á Villarroya la idea de que la Godoy fuese su
-última pasión, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad
-conquistadora. La quietud del medio coadyuvó no poco á enfielar sus
-sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginación
-errante comprendió la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivinó
-la alegría de no moverse, de serenarse en la dominación tranquila de lo
-ganado. Para sus ojos de novelista, los capítulos de olvido y de miseria
-que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrecían pasmoso interés.
-Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; á él
-también una anemia ó una congestión, podían precipitarle á los horrores
-vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del éxito. Por
-eso la compadecía y hallábase propicio á consolarla. Pero en los
-artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatría se impone en
-ellos á lo más grave; su personalidad lo abarca todo; así, en el fondo
-de aquella conmiseración ostentosa, sólo había un depurado egoísmo.
-
-No tardó Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hastío:
-su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoción pasajera;
-acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de
-sensaciones, derrotaba al hombre desengañado, necesitado de descanso.
-Villarroya se aburría; los viejos muebles de aquella húmeda habitación
-pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehementísimo deseo de
-libertad le enajenó. ¿Por qué las penas de la Godoy habían de
-preocuparle, ni qué altruístas sofismas pretendían inducirle á ligar su
-porvenir al de ella y servirla, á todo evento, de consejero y
-defensor?...
-
-A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por
-el cristianismo, es una claudicación ó cobardía del animo, sólo pensó en
-huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le
-sujetaban la distinción señoril y virtuoso recogimiento de Fuensanta.
-Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendió
-inmediatamente que su alegría peligraba, y adivinó su derrota. Los
-hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste á convencerles de que
-todos los placeres son iguales: la pasión es por antonomasia
-inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendrá sobre la
-mujer hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia
-indiscutible, de «ser otra»...
-
-Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el
-novelista se reconocía aniquilado, deshecho ante el brío dialéctico de
-su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquelóse tras una
-afirmación vertical inexpugnable:
-
---Nací así y no podré ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu
-empeño en demostrarme que hago mal.
-
-Ella prosiguió atacándole, unas veces con impetuosidades celosas, otras
-con maternales ternuras.
-
---¡Cuán poco me quieres, Ricardo!
-
---Te engañas; yo te quiero... te quiero bastante... mucho.
-
---Y, sin embargo, hablas de dejarme...
-
---Muy cierto.
-
---Entonces, ¿qué amor es ese? ¡Maldito el cariño que olvida y ve sin
-dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fué
-suyo!
-
-¿Otra vez la misma cantinela? ¿Hasta cuándo iban á seguir así?...
-
-Ricardo Villarroya alzóse de hombros despectivamente y encendió un
-cigarro. Eran las cinco; la lluvia repetía su salmodia amodorrante sobre
-el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invadían el aposento.
-Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se iluminó y sobre
-la extensión turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas
-vestidas de gris; la cómoda vetusta, llena de rumores inquietantes; los
-retratos pálidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes
-como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ángulo, sobre la
-alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin
-intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin párpados.
-
-La joven continuó modulando sus palabras en un largo suspiro:
-
---¡Qué cruel eres, Ricardo!...
-
---Quizá...
-
---Muy cruel, muy egoísta; créelo: de piedra es tu corazón...
-
---¿Y el tuyo?
-
---Cuando de ti se trata, de cera y de miel.
-
-Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron irónicos.
-
---Tú--dijo--, tratando de imponerme tus gustos, eres tan egoísta como yo
-defendiendo los míos. ¿Por qué avergonzarnos de nuestros sentimientos y
-no llamarlos por su nombre? ¿Por qué estimar virtud la compasión, que
-antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del egoísmo,
-fundamento precioso de la personalidad? ¡Basta ya de rancios
-enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aquí la única verdad positiva.
-Además, que siendo egoístas ejercitamos un aspecto de la filantropía: el
-egoísmo es la caridad aplicada á nosotros...
-
-Discutieron, preconizando él la alegría de moverse, de explorar
-corazones, de ser ingrato.
-
---El espíritu--decía--tiene paisajes, como la Naturaleza. Esta los
-compone con árboles y montañas y aquél con ilusiones y recuerdos. Hay
-caracteres claros y fáciles, semejantes á llanuras, y otros ariscos cual
-despeñaderos. También conozco sentimientos que ocultan todo un panorama
-de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el
-altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que á los
-paisajes y á los hombres conviene examinarles «desde cierto punto de
-vista». Cada espíritu, querida mía, tiene el misterio de un hogar
-cerrado. ¿No sentiste nunca, yendo por el campo, deseos de penetrar en
-una casuca solitaria, abrir sus persianas, violar el enigma de aquellas
-habitaciones donde otras vidas obscuras se deslizaron, y sentir tus
-pasos resonar bajo aquellos techos que jamás, seguramente, tornarás á
-ver?... Parecida curiosidad alumbran en mí las almas; hallo en mi camino
-una interesante y me gusta estudiarla, averiguar sus perversidades, sus
-excelencias, y cuando todo fué bien escrutado... dejarla para que otros
-la examinen.
-
-Y agregó, con un gran borbollón cínico de risa:
-
---¡Oh! La vida nos abrumaría sin la ingratitud. Yo bendigo la
-ingratitud. ¿Qué sería, por ejemplo, de tí y de mí, si todas las
-pasiones ó amoríos que hemos inspirado hubiesen sido eternos?
-
-Oyéndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga
-laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos
-readquirían aquella impetuosidad libre y boyante de antaño; pero,
-generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, débil, y entre sus
-labios cansados, las afirmaciones más rotundas vibraban con la tímida
-inflexión del consejo.
-
---Eres un histérico--exclamó--, un pobre loco que busca vanamente fuera
-de sí mismo lo que lleva dentro.
-
-Permaneció indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre
-las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la
-reflexión fruncía.
-
---Eres--prosiguió--uno de los hombres más complejos y extraños que he
-conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte cómo las
-sensaciones que husmeas no existen; que la alegría es algo
-fantasmagórico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo
-la sombra, y que quien, cual tú, ganó esposa, hijos, gloria, crédito,
-amigos... ¡todo!, no tiene derecho á pedir más.
-
-Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy decía
-verdad. Ella prosiguió:
-
---Dejaste á tus padres por casarte; luego olvidaste á tu mujer por tus
-hijos, pues diríase que en tu aturdido corazón sólo cabe un afecto; más
-tarde descuidaste á tus hijos para seguir tu necia historia de amoríos
-mercenarios. Cuando me conociste renunciaste á todo; ahora el mundo te
-llama nuevamente y quieres dejarme. ¿Qué pretendes? ¿Qué persigues?
-¿Dónde hallarás más de lo que te dió mi cariño?
-
-Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos á
-nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo
-musitó pensativo:
-
---Ya te lo dije; soy así... como me hicieron...
-
-Fuensanta le interrumpió vehemente:
-
---Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu
-carácter voltario, únicamente lo adjetivo ó accidental tiene
-substantividad. Un tirano te gobierna: la impresión; por eso corres
-ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto
-juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ¡Eso te
-ocurre conmigo! ¿Por qué, si no, yo misma, en quien hace un año
-adorabas, ahora te doy sueño?... ¡Qué pena! ¡Ah!... Yo quisiera darte
-una lección, escarmentarte de esa vana manía que te lleva á buscar fuera
-de ti lo que va contigo y es obra ó reflejo de tu fantasía andariega.
-¿No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras inútiles, aplicado
-á tu arte te levantaría á cimas y victorias mayores aún que las
-ganadas?...
-
-Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el diálogo.
-Fuensanta preguntó:
-
---¿Quién?
-
-Una voz humilde repuso desde fuera:
-
---Cuando usted guste cenar...
-
---¿Están todos en la mesa?
-
---Sí, señora.
-
---Voy en seguida.
-
-Villarroya consultó su reloj. Eran las ocho.
-
---Me marcho--dijo.
-
-Levantóse precipitadamente, abrochándose el gabán, recogiendo su
-sombrero, que, al entrar, dejó sobre una silla. Fuensanta se acercó á él
-lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, á la vez grácil y ampuloso,
-onduló con ritmo sensual.
-
---¿Volverás luego?
-
-Ricardo no pudo disimular un guiño de disgusto; el ambiente de aquel
-gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprimía.
-
---No sé... no sé; necesito escribir...
-
-Ella replicó, sonriendo triste:
-
---Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja á mi lado. Ven
-á verme, te lo ruego; ¡Estoy tan sola!...
-
-Como otras veces, la compasión le rindió.
-
---Bien--dijo--, espérame; antes de las once estaré aquí.
-
-Fuensanta le acompañó hasta la puerta; ya allí, sus manos, ágiles y
-blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despojó de
-sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los
-cabellos.
-
---Hasta muy pronto--balbuceó--, hasta muy pronto... no tardes...
-
-Al quedar sola, la actriz tuvo un ademán desesperado.
-
---¡No me quiere!--sollozó--. ¡Ya no me quiere!... ¿Cómo reconquistarle?
-
-Quedóse quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del
-cual el novelista había escrito: «Estas dedicatorias siempre son
-tristes. Todas ellas parecen decir: «Cuando ya no me veas...»
-
-
-
-
-II
-
-
-Pasaron varios días, durante los cuales creció en Villarroya aquella
-laxitud melancólica que la sociedad de Fuensanta le producía. ¿De dónde
-emanaba tal despego? El novelista trató de escudriñarse, de oirse, de
-sorprender ese trajín subconsciente con que los deseos nuevos y las
-pasiones que se apagan van y vienen por el espíritu.
-
-Empero sus esfuerzos analíticos no lograron llevarle á una solución
-transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto
-ingrato de su carácter inseguro, siempre displicente, refractario á la
-grandeza de la inmovilidad; otras creía que era Fuensanta Godoy quien le
-había engañado, prometiéndole con su franca hermosura y su discreto
-hablar sensaciones y alegrías que luego no le dió. Poco á poco esta
-última idea prevaleció. Las mujeres que no sirven para heteras, ni
-tienen la pasividad de ceñirse á las prietas leyes de la ética
-tradicional, se parecen á esos individuos fracasados del arte, que
-habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en
-belleza. Nada consigue aquietar su obstinación suicida: el hombre
-normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos á
-la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado
-y visionario, plantío de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y
-de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de él y muy alto.
-
-Así esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud
-burguesa, ni tuvieron la valentía de sus pecados; la orgía franca las
-avergüenza y la paz de lo legal las aburre; cuando están recluídas
-sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean á su albedrío
-experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al
-barro de desdenes que la sociedad tira á los que se rebelaron contra
-ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son
-almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar
-encalmado bostezan de hastío, y momentos después, en la bacanal, ponen
-sobre la sinfonía brillante de sus desenfrenos un treno de
-arrepentimiento; espíritus abúlicos, sometidos á todas las furias del no
-querer y del recuerdo.
-
-Fuensanta Godoy era así; la desdichada, después de perder cuantas
-batallas libró con el amor y con el arte, sintió correr por su semblante
-y su cuerpo la vejez sutil de la melancolía: bruscamente sus ojos se
-apagaron, su boca perdió la línea graciosa de la dicha, sus ademanes
-fueron más lentos, la negra noche de sus cabellos palideció, sobre su
-frente el dolor trazó las líneas de ese pentagrama siniestro donde cada
-desengaño deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya
-reconocíase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era
-indiscutible: lo que él rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad
-únicamente, sí algo positivo, un tesoro de sana alegría, que ella,
-envenenada por las murrias de su hundimiento, no podía darle. Además, el
-recelo de parecerse á la actriz, acabó de preocuparle; la tristeza y la
-vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infección es más lenta,
-el remedio, en cambio, es mucho más difícil. Villarroya tuvo miedo. ¿Qué
-sería de él, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo
-sigiloso, pero seguro, de la imitación, llegara á sentirse lacio y
-triste?
-
-Y entonces el novelista decidió cerrar su blando corazón á todos los
-musiteos de la piedad y abrir entre él y la abandonada un azarbe
-inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que
-imposibilitase toda reconciliación. ¡Bueno que se sufra en las horas de
-trabajo! Pero era imbécil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento
-emborronase también la luz radiante de las horas dichosas. Tomaría la
-ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan á los hombres, porque les
-esclavizan al quitarles la ocasión de reñir con ellas.
-
---Una querida honrada, juiciosa, metódica, que ni siquiera se tome la
-molestia de engañarnos--pensaba irónicamente Villarroya--, es lo único
-que hace imperdonable el adulterio...
-
-Entretanto continuaba visitando á Fuensanta, preso en el hechizo de
-aquella mujer inteligente, inmensamente triste.
-
-Cierta noche, después de cenar, y hallándose ya metido en su despacho,
-dispuesto á escribir, Ricardo Villarroya recibió una carta: la traía un
-mozalbete de diez y seis á diez y ocho años, vestido de negro: un
-lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo.
-
-Ricardo rasgó pausadamente la nema del sobre, donde la penetración
-zahorí del novelista acababa de ventear un lance amoroso.
-
---¿Quién te envía?--preguntó clavando en el muchacho sus ojos firmes.
-
---Una señora.
-
-Villarroya desdobló el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de
-vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La
-carta decía:
-
-«Una casualidad me ha permitido saber quién es el hombre que casi todas
-las tardes pasa bajo mis balcones, y el ilustre prestigio de su apellido
-ha exaltado los vehementes deseos que ya tenía de conocerle. ¿Cuándo y
-dónde podría acercarme á usted?»
-
-El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta,
-envolvente como un abrazo, lo anónimo prendía el hechizo excelso de la
-obscuridad y del silencio. Villarroya palideció; luego se puso rojo; un
-segundo su alborotadizo corazón cesó de latir; temblaron sus músculos.
-¿Por qué lo ignorado ha de producirnos siempre una impresión de frío?
-¿Será porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida
-son reflejos ó partículas del supremo enigma de donde salen y adonde
-vuelven todas las cosas?
-
-Ricardo meditó unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las
-nueve. En seguida, febrilmente, escribió al dorso de una tarjeta suya:
-
-«Pasado un rato, á las once, espero á usted en la calle de Valverde,
-esquina á Desengaño. Beso á usted los pies.»
-
-Mucho tiempo hacía que el mensajero se fué, y Villarroya aun estábase
-inmóvil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de
-trabajo. Una emoción flageladora, absorbente como la succión de una
-vorágine, había limpiado de ideas su espíritu. A la luz que ardía
-serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las
-paredes largas sombras inmóviles. La familia de Villarroya dormía. En el
-silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes
-afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percibía vagamente el
-rítmico latir de un reloj; vaivén simbólico, decidor de hondos y graves
-misterios, elocuente como el caminar de un corazón.
-
-Al cabo, Ricardo volvió á la realidad; eran las diez y media. Entonces
-se levantó, mató la luz, vistióse rápidamente el gabán, calóse el
-sombrero y sin despedirse de nadie salió de puntillas, con el andar, á
-la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber.
-
-Cuando llegó á la esquina de las calles Desengaño y Valverde se detuvo
-inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen,
-especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los
-transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras
-humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes
-iban apagándose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sueño;
-al fondo, bajo la lívida claridad estelar, la iglesia de San Martín
-levantaba sus torres achaparradas y macizas.
-
-Habían sonado las once: poco á poco un gran silencio invadía la urbe,
-cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fláccidas,
-semejantes á brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban
-lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una línea de puntos
-negros.
-
-Villarroya comenzaba á impacientarse. Aquella noche había cenado mejor
-que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las
-buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban
-diafanizándose. Hubo momentos en que creyó despertar: el peregrino
-incidente que allí le había llevado reapareció ante sus ojos con
-proporciones más modestas. Tuvo un ademán de cólera; luego sintió
-vergüenza de sí mismo. Era imperdonable en él, hombre de mundo, la
-precipitación con que citó á su admiradora, quien seguramente no
-esperaba verle hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se había
-comportado como esos barbilindos fatuos, recién llegados á la vida, á
-quienes vuelven locos las impresiones.
-
---¡Soy un majadero!--exclamó.
-
-Continuó paseándose, mientras se atusaba bruscamente su áspero bigote
-rojizo, mojado por la niebla. Le enfurecía la idea de aparecer ridículo
-ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constituía lo
-más alquitarado de la sensación. Reconocíase vencido, aplastado, bajo la
-vulgaridad de su impaciencia; nada podía disculparle; puesto en su lugar
-un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor.
-
-Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya
-campana preocupa de noche á los enfermos. Una pareja de enamorados pasó
-junto á Villarroya y desapareció por la retorcida escalerilla que sube á
-los comedores íntimos del antiguo café Habanero. Iban muy amartelados;
-ella vestía un elegante gabán de color gris. El novelista, que recordaba
-haberles tropezado días antes en la Moncloa, les acompañó con los ojos,
-y luego vió, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de
-iluminarse, la conjunción feliz de dos sombras. Un instante la despierta
-curiosidad de Villarroya avizoró un coche que se acercaba lentamente;
-pero aquel vehículo, cuyo caballo fatigado apenas podía andar, iba
-vacío, arrastrando á lo largo de la calle una tristeza penetrante de
-habitación desalquilada. A las doce, convencido de la inutilidad de su
-espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de sí mismo, regresó á
-su casa.
-
---¡Soy un imbécil!--repetía--¡he frustrado una aventura preciosa por una
-tontería!...
-
-Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto tenía
-el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: así iba él,
-vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusión muerta arrastras.
-
-Para consuelo suyo, al día siguiente recibió por correo otra carta,
-también anónima, de su desconocida. La epístola, que era muy breve,
-empezaba así:
-
-«Un quehacer repentino me impidió acudir anoche á su cita. Al pronto, si
-he de ser franca, diré que lo sentí; pero muy luego me consolé, y ahora
-me alegro de continuar siendo para usted un misterio. Es usted vehemente
-y curioso con exceso. Por eso temo que nos acerquemos; la experiencia me
-ha demostrado que los hombres así olvidan pronto.
-
-»Más calma, amigo querido, mucha más calma; es un pequeño consejo que mi
-criterio modesto da al escritor eminentísimo. No olvide usted aquella
-ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, según la cual, cuanto más
-tardemos ahora en unirnos, más tardaremos luego en separarnos...»
-
-Y concluía:
-
-«Si quiere usted responderme, hágalo á Lista de Correos, cédula antigua,
-número.....»
-
-Por la tarde, según costumbre, Villarroya fué á casa de Fuensanta. La
-actriz se hallaba repasando junto á la ventana uno de esos viejos
-sotanís que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de
-teatro y de amores. Llovía. Invadía la habitación un claror plomizo que
-exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el frío
-de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las
-antiguas imágenes se descomponen como en la humedad de la tierra se
-borra el contorno de los cadáveres.
-
-Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su
-incipiente aventura, el galán mostróse locuaz y gaitero. Pronto, sin
-embargo, su inquietud se aplacó y el pensamiento dióse á voltigear en
-torno de lo que más le complacía. Fuensanta advirtió su preocupación.
-
---¿Qué tienes? Te hallo triste ó inquieto... ¿Quizás algún disgusto?
-
-Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada buída de
-la actriz, emoción ninguna.
-
---Nada me sucede--repuso--; lo que notas en mí es cansancio. Anoche
-trabajé mucho; hoy también necesito escribir.
-
-Suavemente, observándole de hito en hito, mientras por sus labios
-divagaba una sonrisa de tristura y de ironía, Fuensanta replicó:
-
---¿Estás cierto de haber trabajado mucho anoche?
-
---Segurísimo.
-
-Ella no contestó y siguió cosiendo.
-
-El exclamó con cínica osadía:
-
---¿A qué viene eso? ¿Qué recelos tapa tu pregunta? ¡Desconfías de mí!
-
---No.
-
-Y añadió, suspirando con una inspiración larga y entrecortada:
-
---¡Pobre Ricardo!
-
---¿Me compadeces?
-
---Mucho.
-
-Villarroya se encogió de hombros.
-
---Te compadezco--agregó Fuensanta--porque eres un iluso, un gran
-desdichado, un présbita de la vida, que, para gozar de las cosas,
-necesita tenerlas muy lejos.
-
-Esta vez no se defendió; los reproches de su amiga no le mordían, al
-contrario; la esperanza de burlar la custodia celosa de aquella mujer á
-quien nunca había engañado, producíale ese alboroto agridulce, flor de
-pubertad, que la juventud experimenta ante la perspectiva de la primera
-falta. Un regocijo indefinible le poseía; su voluntad, enmohecida por el
-quietismo sentimental de aquellos meses, se desperezaba alegre en la
-esperanza de una aventura nueva; sobre su corazón, el billetito anónimo
-que oculto llevaba en un bolsillo secreto, parecía nimbarle con la luz
-radiosa de un amanecer.
-
-Aquella noche el novelista no vió á Fuensanta, y á última hora, cuando
-salió del teatro, fué á refugiarse en un café solitario; uno de esos
-cafés excéntricos adonde los misántropos y los enamorados concurren, en
-la dulce seguridad de no tropezarse con ningún amigo.
-
-Villarroya quería responder á la desconocida, interesarla, mortificar su
-curiosidad, precipitar el desenlace de la aventura lo más posible. El
-café por Ricardo elegido se hallaba á la sazón completamente vacío; la
-madrugada iba llegando; faltaban minutos para las dos; la luz de las
-lamparillas eléctricas resbalaba yerta sobre las paredes estucadas y
-bruñía el dorso lapidario de las mesas, que, vistas á distancia,
-parecían arrugas de una enorme sábana de mármol. Junto al mostrador,
-varios camareros, cuyos cráneos calvos también brillaban á la luz,
-escuchaban atentos lo que uno de ellos leía en un periódico.
-
-Ricardo pidió recado de escribir; mas antes de poner la pluma sobre el
-papel creyó prudente releer aquel anónimo, ingenuo y burlón á la vez,
-donde simultáneamente se sentía admirado y compadecido. Por la cálida
-imaginación del novelista las más disparejas ideas se atropellaban.
-Recordaba el aspecto del mozalbete que le llevó la primera misiva, quien
-por su traje y respetuoso comedimiento bien podía servir de espolique en
-alguna casa principal; y luego atisbaba la calidad y fino perfume del
-papel donde aquellas dos cartas fueron escritas y el desaliño de la
-escritura, buscando en todo pruebas de la condición, patricia ó plebeya,
-de su autora. ¿Quién sería?... Acaso una hetera conquistada
-pasajeramente por el renombre del artista en boga, ó una virgen
-exploradora de sensaciones, ó alguna de esas viudas que, después de
-vivir muchos años en la virtud, se asustan repentinamente de llegar á
-viejas sin satisfacer el capricho, latente en todas las mujeres, de
-haber sido livianas...
-
-Sea como fuere, juzgó que lo que con más ventaja podía oponer á las
-misivas malévolas y breves de su admiradora era una carta larga,
-quemante, apasionada; pues, al cabo, en la vida, como en el teatro, la
-fuerza triunfa siempre de los amaños retóricos que fraguan la discreción
-y la ironía.
-
-Dominado por esta idea, comenzó á escribir:
-
-«Señora: No la conozco y ya adoro en usted; la adoro porque es usted
-rara, refinadamente extraña y única, en medio de esta sociedad donde
-todos se parecen á todos...»
-
-Continuó escribiendo velozmente, sin detenerse á corregir, como
-enajenado por una ráfaga de elocuencia, hasta llenar las cuatro carillas
-del pliego de nerviosos renglones dictados por el estilo más frondoso y
-plateresco.
-
-Noches después escribió otra carta; pero esta vez su verbo era
-sentimental, ligero, meramente, descriptivo, pues recelaba mostrarse á
-los ojos lectores de su dulce enemiga declamador y grandilocuente en
-demasía.
-
-«Me dirijo á usted--decía--desde un modestísimo cafetín de la plaza de
-la Cebada. Estoy solo, estoy triste, y en estas horas de quietud y de
-melancolía, mi pensamiento andariego hacia usted se vuelve. El aspecto
-del escenario que me rodea coadyuva á fortalecer esta grata evocación.
-
-»¿No ha pensado usted nunca (usted que, como yo, conoce «el lenguaje
-delicado de las cosas») en lo que podríamos llamar «el alma del café»?
-
-»Los cafés concurridos me son odiosos; su alma es vulgar; alma
-canallesca que ríe groseramente y discute á gritos, y se apasiona sin
-motivo y huele á tabaco. Al penetrar en ellos, una ráfaga de aire
-caliente nos golpea el rostro; ojos curiosos nos salen al encuentro,
-adivinan nuestra profesión, nos preguntan «qué buscamos allí». Greguería
-de plazuela invade su ambiente humoso; sobre el fondo bermejo de los
-divanes, y á la luz perlina de las lamparillas eléctricas, vibra una
-multitud de sombreros de copa, de hongos, de blandos y artísticos
-chambergos abollados por la distracción de un ademán. Y aquella
-atmósfera de horno sofoca, y aquel recio murmullo de conversaciones
-irrita los sentidos y predispone efermizamente los nervios al impulso.
-
-»Mejores son los cafés solitarios y mudos de los arrabales. Esos
-establecimientos tienen un espíritu bueno; entre sus muros de colores
-suaves las pisadas resuenan tranquilas y las conciencias «se sienten»
-pulcramente; algo familiar late en ellos; su alma sencilla es de amor y
-de paz.
-
-»De noche los llena una gran luz blanca; los suelos están limpios; al
-hilo de las paredes, y bajo los altos espejos de dorado marco, el
-respaldo de los divanes pinta un zócalo rojo: aquí y allá, en los
-rincones, hay parejas cuchicheantes de enamorados, señores graves que
-leen un periódico, individuos distraídos ó atormentados quizá por
-preocupaciones hondas, que miran al espacio. Junto á una columna surge
-el perfil vigilante de algún mozo, silueta amable, inmovilizada por el
-hábito servil de la espera; y como su delantal blanco le oculta la parte
-inferior del cuerpo, su cabeza y sus hombros parecen los de un busto
-puesto sobre un pedestal.
-
-»Muchas veces he meditado ante el enigma de esas figuras, calladas y
-quietas, que encanecen en el silencio de los pequeños cafés excéntricos:
-son tipos que tropezamos casualmente un día en que la lluvia ó la
-necesidad de escribir una carta, como la presente, nos condujo allí, y
-que más tarde, al regresar de un viaje que acaso duró varios años,
-tornamos á ver en el mismo sitio. Entonces su recuerdo renace en nuestra
-memoria obsesionándonos. Su traje probablemente será nuevo, pero tiene
-idéntico color, el mismo corte que el que vestía cuando les conocimos;
-la expresión de su actitud resignada también es igual. Algo fuerte emana
-de ellos: es el poder de lo inmóvil, de cuanto envejece sin temblar, de
-lo que aguarda. Al mirarnos parecen decirnos: «Ya sabíamos que habías de
-volver...»
-
-»¿Quiénes son?--pensamos.
-
-»Uno de ellos se llama don Juan, el otro puede llamarse don José ó don
-Pedro; mas de su vida íntima nadie sabe. Una mecánica inexorable rige
-sus actos. Tienen «un modo» de penetrar en el café, de quitarse el
-gabán, de sentarse, de desdoblar su periódico; luego, siempre á la misma
-hora, llaman al camarero sin ruido, con una leve inclinación de cabeza,
-pagan y se van, lentamente, cual si midiendo fuesen el espacio que les
-separa de la puerta. Acaso sean solterones que no quisieron componerse
-una familia, ó viudos cuyos dormitorios enfrió la muerte, ó casados para
-quienes no existe esa voz de amor que apaga sigilosamente en los hombres
-el deseo de salir á la calle de noche... Y por eso van allí; porque el
-alma bondadosa del café, tibio y señero, tiene para sus voluntades
-tristes blanduras de hogar.
-
-»Algo extraño flota en el aire de esos salones de «todo el mundo»: es la
-melancolía que esparcen á su alrededor los viejos solitarios, el rastro
-de ingratitud que dejaron tras sí aquellos amantes que vimos allí
-durante un invierno, y de pronto desaparecieron, separados por la misma
-enfermedad de olvido que arrancó de nuestra mano tantas manos blancas.
-
-»Ah! Si los espejos de los cafés, esos buenos espejos sobre los cuales
-todas las mujeres, al marcharse, lanzan una mirada, pudiesen hablar,
-sabríamos por qué es tan triste el rostro de los viejos...
-
-»Y ahora, dígame usted, señora: ¿Será posible que más adelante, alguna
-noche como ésta en que haga frío y llueva, la cabeza de usted y la mía
-se reflejen juntas sobre el mismo cristal?...»
-
-Varios días transcurrieron sin que las cartas de Villarroya obtuviesen
-contestación. El espíritu receloso y alambicador del novelista comenzó á
-impacientarse. ¿Por qué aquel silencio? Repasó espaciosamente todo lo
-hecho y dicho por él durante aquella última semana y no halló nada que
-reprenderse. Examinó la posibilidad de que sus misivas se hubiesen
-perdido, y esto, lejos de mortificarle, dió á su amor propio dulce
-contentamiento: mas luego, reflexionándolo mejor, reconoció que un tal
-accidente, por demasiado casual, no debía admitirse ni menos erigirlo en
-norte ó guión de sus actos, y que, de consiguiente, en aquel mutismo
-torturador, como preparado por un hábil folletinista, sólo había una
-coquetería de mujer. A pesar de tales reflexiones, el burlado galán no
-podía reducir su sobresalto. Fuensanta, que le observaba implacable, lo
-conoció, y su rostro, siempre triste, pareció cubrirse de una melancolía
-nueva. Ricardo confesó su inquietud, que él achacaba hipócritamente al
-desequilibrio que en sus nervios dejó el excesivo trabajo de aquellos
-días. Este malestar forzábale á moverse, á sentirse aburrido en todas
-partes, á huir de sí mismo. Apenas llegaba al lado de la actriz, una
-murria inexplicable trastornaba sus pensamientos; su carne se quejaba de
-la dureza de la silla; el aire de la angosta habitación oprimía sus
-sienes; los muebles, los viejos retratos, la luz de pozo de la ventana,
-le sugerían evocaciones dolorosas; bruscamente, sin saber por qué,
-dejaba de hablar ó interrumpía grosero á Fuensanta Godoy con ademanes
-de fastidio, ó cambiaba de asiento, pareciéndole que estas mutaciones de
-actitud, al mismo tiempo que trocaban á sus ojos la perspectiva de los
-objetos, recababan para su espíritu cierta paz momentánea. Cuando salía
-de allí, también hallaba cierto alivio en caminar de prisa; iba al
-teatro, al Ateneo ó al café, buscando ávidamente personas, fuesen ó no
-de su intimidad, con quienes charlar. En pocos días esta neurosis creció
-velozmente; el aislamiento y el reposo llegaron á darle la alucinación
-angustiosa del ahogo; se desesperaba; su voluntad iba de un deseo á otro
-buscando inútilmente una posición cómoda; su tormento era el tormento de
-esas almas vagabundas para quienes cada hora trae un problema; el
-problema, jamás resuelto, de lo que han de hacer.
-
-Una carta de la Ignorada, una divina carta que venía del misterio, calmó
-esta inquietud. Escrita con firme pulso, decía así:
-
-«Aquellos párrafos que describen lo que usted llama «el alma del café»,
-son muy bonitos; pero advierto sorprendida, que usted, como la mayor
-parte de los señores novelistas, en cuanto salen del mundo de sus
-imaginaciones cometen los errores más vulgares.
-
-»Sí, admirado amigo: el retrato que su pluma, tan hábil cuando inventa,
-ha hecho de mi espíritu, es completamente falso. Yo no soy rara, lo
-confieso llanamente, aunque mi confesión lastime un poco la más linda
-esperanza de usted. Repito que lo extravagante no me saludó nunca. Soy
-una mujer rica y libre que procura distraerse dando satisfacción á todos
-sus antojos. Los artistas, los «profesores de belleza», merecieron
-siempre mis simpatías; hoy me interesa usted, como ayer me interesaron
-otros hombres, como es probable que mañana un nuevo ideal alcance en mi
-corazón el puesto que usted ahora, por el mérito de su talento, ocupa.
-En esto, como usted ve, sólo hay egoísmo. ¿Qué quiere usted? ¡Soy así!
-El menor de mis caprichos me infunde veneración mística. Respételos
-usted también; es un consejo que me permito darle: los caprichos son
-flores sagradas de ilusión, lujos de juventud, coronas de lirios y de
-rosas que deshojan los años.
-
-»Sin embargo, como deseo complacerle y sé que adora usted lo raro,
-quiero que nos conozcamos «raramente». ¿Cómo? Muy sencillo:
-
-»Cíteme usted de noche y en una habitación donde podamos estar á
-obscuras. Hablaremos. Del sesgo de nuestra conversación dependerá que
-usted dé luz y yo me quede, ó que usted no dé luz y yo me vaya; mas,
-antes de acceder á esto, necesito recibir la seguridad de que el
-caballero á quien tan notablemente me confío sabrá respetarme.»
-
-A pesar de lo mucho que Ricardo Villarroya había vivido, la soberana
-novedad del lance le deslumbró. Otro hombre, en su lugar, hubiese
-desconfiado de aquella cita inverosímil; pero él no vaciló; y como á
-fuerza de perseguir lo raro, lo estrambótico era su elemento, apresuróse
-á estrechar aquella mano blanca que le buscaba en la sombra.
-
-Las circunstancias, sin embargo, no le ayudaban. Unas malas horas de
-juego pasadas en el Casino habíanle dejado sin blanca; además, su pobre
-mujer estaba encamada, inmovilizada por un violento ataque de reuma. Era
-indispensable, de consiguiente, hallar dinero y buscar un pretexto
-fuerte, lógico, que justificase su ausencia del domicilio conyugal
-durante una noche.
-
-Sin otras reflexiones ni más cautelosos atisbos, Villarroya llegóse al
-dormitorio de la paciente. Eran las seis de la tarde; una lamparilla
-eléctrica ardía junto á la cabecera del lecho dentro de una piña de
-cristal azul, y su luz esparcía por el estuco un suave verdor
-amarillento.
-
-Ricardo se aproximó á la enferma, frotándose las manos con esa ufanía
-característica de los hombres saludables.
-
---Hola, «Chulita», ¿cómo estás?
-
-Levantó ella pausadamente la cabeza y su dolor y la alegría de verle
-dieron á sus ojos una expresión húmeda. El día lo había pasado bastante
-mal; á ratos imaginaba que sus fémures se partían, y bien echaba de ver
-que la Naturaleza es peritísima hechicera en el arte de torturar y que
-nadie como ella sabe oprimir los tornillos del suplicio, y dar duración
-á las ansias. Agregó:
-
---Pasado un ratito me aplicaré una inyección de morfina; de otro modo
-no podría dormir.
-
-Villarroya escuchaba haciendo gestos de disgusto y conmiseración.
-
---¿Por lo visto, no has experimentado mejoría ninguna?
-
---No.
-
---¡Voto á...!
-
-Se detuvo, rascándose la barba nerviosamente.
-
---Y estas contrariedades ocurren--prosiguió--cuando más hay que hacer y
-más tranquilidad de espíritu necesito.
-
---¿Tienes algún asunto pendiente?
-
---¡Figúrate!... Venía á decirte que mañana, probablemente, no dormiré
-aquí... ni aquí ni en ninguna parte...
-
---¿Cómo?
-
-Por el semblante de la joven pasó un gran susto; era el temor de que á
-su marido le amenazase algún peligro; un desafío, tal vez... Hubo en su
-carilla carnosa, enmarcada por un abundante desbordamiento de negros
-cabellos, una emoción de perplegidad.
-
-El novelista repuso:
-
---Tengo ensayo general después de la función...
-
---¿Cómo? ¿Pero vas á estrenar?
-
-Villarroya sintió flaquear su aplomo.
-
---¡Bah! Es una obrilla sin importancia, una quisicosa que he hilvanado,
-por compromiso, en tres ó cuatro horas...
-
-Hubo un corto silencio. La esposa preguntó:
-
---¿Cómo se titula?
-
-Su acento fué irónico. Luego, viendo que Villarroya tardaba en
-responder, sonrió. Ricardo lanzó una carcajada y, repentinamente, lleno
-de ternura y de amor hacia su compañera, la abrazó. Ella exclamó sin
-enfadarse, con esa grandeza maternal de espíritu que las mujeres
-vulgares y celosas--celosas porque son vulgares--no comprenden:
-
---Para decirme que deseabas pasar una noche fuera de casa no necesitabas
-mentir...
-
-Cuando Villarroya salió á la calle iba incomodado consigo mismo;
-realmente, lo que acababa de hacer era una infamia; su pobre «Chulita»,
-tan resignada, tan indulgente, no merecía ser tratada así. Después pensó
-en Fuensanta. Pero, poco á poco, estos remordimientos fueron disipándose
-según el porvenir tornaba á convencerle de que lo desconocido es lo
-mejor...
-
-Desde su casa corrió Ricardo á la de su editor, á quien halló en uno de
-esos momentos de pesimismo que hacen inabordables á los mercaderes.
-Villarroya le pidió mil pesetas á cuenta de su último libro; su acento
-era de angustia. El editor lo comprendió así; por otra parte, conocía el
-desequilibrado vivir del novelista, y aprovechó la ocasión que se le
-ofrecía de realizar, á cambio de un pequeño anticipo, un buen negocio.
-Sus astutas negativas triunfaron; Villarroya vendió la propiedad
-absoluta de su obra por ochocientas pesetas.
-
-Los dos hombres se despidieron sonrientes y alegres. Inmediatamente
-Villarroya penetró en un estanco, pidió recado de escribir y á vuela
-pluma trazó estos renglones concisos, expresivos, de letras violentas,
-como escritos por una mano de veinte años:
-
-«La espero á usted mañana en la calle de..., número..., á las diez y
-media de la noche. Vaya usted tranquila.»
-
-
-
-
-III
-
-
-El refugio elegido por el novelista para la cita era una de esas casas
-tolerantes, misteriosas como capillas consagradas á algún rito exótico,
-sobre las cuales las mujeres que viven en virtud lanzan furtivas miradas
-de curiosidad. Algo silencioso las rodea, y su fachada dice recuerdos á
-la experiencia de los hombres, y promesas de fuertes y procelosas
-alegrías al candor de las vírgenes. Bajo su techo, los amantes, los
-adúlteros, todos cuantos el vicio, la miseria ó la pasión, ponen fuera
-de la ley, se encuentran, y el murmullo feliz de sus risas sube al
-espacio como una evaporación de carne rosada. De día, esos asilos, con
-sus ventanas entornadas, á donde nadie se asoma, parecen muertos; pero
-por las noches, en la obscuridad de la calle y junto á los portales
-virtuosos, honradamente impasibles al frío de los desheredados sin
-albergue, su zaguán hospitalario, siempre abierto, pinta un rectángulo
-blanco, ante el cual la moral ceñuda pasa sin mirar.
-
-Ricardo Villarroya había retenido dos habitaciones, ricamente
-decoradas, que pondrían á su aventura marco digno. Cuando llegó, todavía
-faltaban minutos para las diez y media. Una mujer huesuda y alta salió á
-recibirle; una de esas viejas dueñas en cuyos ademanes la costumbre que
-tuvieron cuando jóvenes de agradar dejó un ritmo elegante. El novelista
-saludó:
-
---Buenas noches, Concha.
-
-Ella correspondió al saludo con una sonrisa y se estrecharon las manos
-apretadamente, largamente, con la efusión de la complicidad.
-
---¿Ha venido?--dijo él.
-
---No.
-
-Y añadió maquinalmente, por el hábito que tenía de serenar las
-impaciencias de los hombres:
-
---Aun es temprano.
-
-Le condujo á las habitaciones que Villarroya había elegido. Allí se
-sentaron. El miraba á todas partes atentamente, fijando en su memoria la
-situación de los muebles y de las puertas, para luego no tropezar en la
-obscuridad. También buscó el botoncillo de la luz. Ella comprendió:
-
---Lo tienes ahí--dijo--, á la derecha de ese espejo.
-
-Ricardo hizo un signo afirmativo. Hubo un silencio. Concha exclamó:
-
---Cuenta, cuenta... ¿Qué haces ahora? ¿Cuál es tu vida después de tanto
-tiempo?... Ya vi tu última comedia; muy hermosa...
-
-Animada por un movimiento de sincero interés amistoso, preguntóle por
-sus hijos, sin advertir que estos recuerdos le producían cierto
-malestar. La conversación giró hacia el asunto que les había reunido.
-
---Ahora puedes explicármelo bien--dijo Concha--, porque esta tarde, como
-viniste tan de prisa, apenas me enteré.
-
-Ricardo leyó en alta voz la última carta de su admiradora. Ella le
-inspeccionaba atentamente, con sus ojos astutos habituados á las
-emboscadas de la vida y capaces de reflejar todas las emociones menos la
-del asombro.
-
-Poseído de pueril ufanía, Villarroya exclamó:
-
---Dí, Concha, tú que tantas cosas viste; ¿no es cierto que mi aventura
-es extraordinaria?
-
---Efectivamente.
-
---¿Y no crees también que tengo motivos para dar brincos de alegría?
-
-Ella no respondió, y su silencio puso en los oídos del galán la frialdad
-de una negativa. Ricardo consultó su reloj; faltaban veinte minutos para
-las once; la repentina sospecha de que la tan Esperada no viniese
-extendió por sus nervios un sacudimiento de dolor. Recordó que ella no
-acudió á la primera cita y que esta desilusión podía repetirse.
-
-Concha había encendido un cigarrillo y miraba al suelo pensativa. De
-pronto, exclamó:
-
---¿Tú no sospechas quién pueda ser la autora de esas cartas?
-
---No.
-
---¿Conociste durante estos últimos meses alguna mujer que, más ó menos
-explícitamente, se haya manifestado enamorada de ti?
-
---No recuerdo... De ella sólo sé que habita en una calle por donde yo
-paso con frecuencia, pues en su primera carta lo declara así. Mas eso
-poco ó nada explica; ¡recorre uno tantas calles al cabo del día!...
-
-Se detuvo, rebuscando aún entre sus recuerdos. Concha lanzó una
-carcajada malévola.
-
---¿Y estás seguro de que todo ello no sea una broma?
-
---Las mejillas de Ricardo Villarroya, de coloradas que estaban, se
-tornaron lívidas; un momento su corazón impresionable cesó de latir; al
-través de la multitud de ideas que le agitaban, su espíritu realizó una
-cabriola funambulesca, enorme.
-
---¡Una broma!--repitió--; ¡imposible! ¿Quién iba á hacerse eso?...
-
---¡Toma, cualquiera!... Un amigo que ha querido reir á costa tuya y que
-á estas horas quizá esté refiriéndolo en la mesa del café.
-
-Como Villarroya no respondiese, agregó:
-
---Sí, hombre, eso debe de ser, porque lo otro raya en lo novelesco, no
-lo dudes; ¡lo que parece imposible es que un hombre como tú, corrido, no
-adivine ciertas cosas!
-
-Ricardo permaneció callado, no sabiendo qué razones oponer á las de
-aquella trujamán desilusionada que hacía del «mal pensar» un criterio
-infalible. En su interior voces proféticas le aseguraban que la
-desconocida existía, que se acercaba pensando en él...
-
-Tornó á ojear su reloj; eran las once menos cinco; silencio absoluto
-llenaba la casa adonde nadie, por coincidencia rarísima, había llegado
-pidiendo alojamiento. Villarroya tembló; acababa de sentir pasar por la
-habitación ese gran frío magnético de las citas frustradas. Temores
-infantiles agitaron su conciencia; recordó que durante aquellos meses
-últimos su buen humor, contristado tal vez por la presencia umbrosa de
-la actriz, había declinado, y que la víspera Fuensanta Godoy, mística y
-supersticiosa, le dijo al despedirle: «Yo he rogado á Dios que nadie te
-quiera...» ¿Qué virtualidad podían tener aquellas palabras? ¿Sería
-cierta esa terrible «influencia á distancia» de que los hechiceros
-medioevales se decían investidos?... El novelista creyóse juguete de
-alguna mujer irónica ó coqueta, que le citaba para desesperarle y
-aumentar con aquellas fintas sus ya furiosos deseos de conocerla, y tuvo
-miedo; miedo de hallarse solo otra vez consigo mismo, expuesto á las
-torturas de una nueva carta, que ignoraba si tardaría muchos días en
-llegar á él, ó si no vendría nunca...
-
-Sus ojos interrogaron automáticamente el viejo reloj de bronce que
-adornaba la chimenea; uno de esos relojes inútiles y vistosos que
-parecen presidir la vida de los dormitorios, y están siempre parados,
-como temerosos de separar á los que se quieren. Concha observó aquel
-movimiento.
-
---Son--dijo--más de las once.
-
-Fuera, en el vano rumoroso de un patio, resonaba la canción de la
-lluvia. Concha, que sentía frío y sueño, arrebujóse mejor en su mantón y
-encendió otro cigarrillo. La voluntad de Ricardo experimentó una
-depresión: acababa de reconocerse un tanto ridículo rindiéndose así, tan
-prematuramente, al contento de una cita en la que no tenía motivos para
-confiar, y comprendió que el ruido del aguacero le consolaba, porque
-parecía dar á su chasco cierta disculpa. Lentamente, las ilusiones
-voraces que allí le arrastraron iban declinando; una modorra invasora y
-sutil le penetraba; sus labios, cansados, bostezaron entre el rojo
-bosque de la barba. Todavía, sin embargo, su esperanza impuso á su
-impaciencia un nuevo plazo. Esperaría otro cuarto de hora, nada más que
-un cuarto de hora, y después... Aguardó, sin embargo, veinticinco
-minutos. A las once y cuarenta se levantó, sin cuidarse de enmascarar su
-rabioso humor.
-
---Me voy--dijo.
-
-Se dirigió hacia la puerta. Concha caminó tras él, murmurando:
-
---¿Por qué no aguardas un poco más?
-
---Lo considero inútil; esto va picando en juego de chiquillos.
-
-Aún tuvo un momento de flaqueza.
-
---Si ella, por una casualidad, viniese--dijo--, convéncela de que no
-deje transcurrir el día de mañana sin escribirme.
-
-Cuando llegaron al recibimiento, se detuvieron mirándose sorprendidos y
-alegres; acababan de llamar; al otro lado de la puerta se percibía un
-_frufruteo_ liviano de faldas. Concha hizo á Villarroya un guiño
-expresivo para que se ocultase; rápidamente el novelista desapareció
-tras una cortina. Sin prisa, la vieja dueña abrió la puerta. Desde fuera
-una voz femenina preguntó:
-
---¿Don Ricardo Villarroya?
-
---Sí, señora; aquí es.
-
-En la penumbra del recibimiento que Concha acababa de dejar á obscuras,
-perfilóse vagamente el cuerpo de una mujer, alta y garrida, vestida de
-negro, el rostro cubierto por un antifaz. Concha añadió, cogiéndola
-suavemente por una mano:
-
---Venga usted...
-
-Guióla algunos pasos por entre las tinieblas del corredor; en seguida
-retrocedió; Ricardo Villarroya había salido de su escondite y preguntaba
-con gestos el sitio donde la desconocida esperaba. Concha bulbuceó:
-
---Ahí la tienes, en el pasillo. Yo me voy al piso de arriba.
-
-Marchóse, cerrando la puerta. La obscuridad del recibimiento fué
-impenetrable. San Román avanzó mesuradamente, los brazos extendidos,
-hasta que sus dedos, abiertos por la ansiedad de la rebusca, tropezaron
-con una mano pequeña y enguantada. Allí estaba la desconocida
-aguardándole, inmóvil. Ricardo preguntó:
-
---¿Es usted, verdad?
-
-Ella repuso suspirando, más que articulando, las palabras:
-
---Sí; yo soy...
-
---Sígame usted.
-
-Caminaron sin soltar él aquella manecita, un poco temblorosa, que
-difundía por su brazo calor febril, y penetraron en una habitación cuya
-puerta el galán cerró cuidadoso. Un tintineo casi imperceptible de
-pulseras y el sérico crujir de la falda decían que la tapada temblaba
-bajo sus vestidos.
-
---No tenga usted miedo--observó Ricardo--; estamos completamente solos.
-
-La condujo sin tropezar por entre los muebles que invadían el perímetro
-de la estancia, y cuya disposición veía con los ojos de la memoria, y
-fué á sentarla en un sillón, de espaldas al dormitorio: él colocóse á su
-lado, sobre un diván. Hallábase agitadísimo, tanto, que apenas sabía
-empezar el diálogo. Por decir algo exclamó:
-
---¿Está usted ya más tranquila?
-
-Ella murmuró, con acento andaluz muy marcado:
-
---Hable usted bajo.
-
---¿Por qué?... Nadie nos oye; la casa nos pertenece, al menos, durante
-el espacio de esta noche.
-
-Hubo una pausa; la desconocida parecía meditar su respuesta.
-
---No importa--dijo--; yo, que quiero satisfacer abundantemente su
-afición á lo raro, echaré sobre esta primera cita toda clase de
-secretos: el enigma de la obscuridad que nos aisla, y también el
-misterio de las conversaciones musitadas, que nublan el verdadero timbre
-de la voz que nos habla y parecen venir de muy lejos.
-
-Contestación tan peregrina enardeció á Villarroya.
-
---Es usted admirable--exclamó--; yo sabré escribir libros y comedias,
-pero usted me enseña el arte supremo de embellecer y refinar la vida; es
-usted, por consiguiente, más artista que yo.
-
-Emprendieron una conversación movida, heterogénea, llena de preguntas,
-como si en aquel seguido hablar de asuntos diversos mutuamente quisieran
-arrancarse algún secreto.
-
---Cuando usted llegó--decía Villarroya--iba yo á marcharme.
-
---¿Se aburría usted?
-
---Muchísimo; estaba desesperado; creí que usted no vendría.
-
---No pude llegar antes.
-
---Yo, en cambio, estoy aquí desde la diez.
-
---No le creía á usted tan libre, ¿Acaso no tiene usted, fuera de su
-casa, ninguna mujer que le aguarde?
-
-La imagen pálida, enlutada, trágicamente triste, de Fuensanta Godoy,
-extremeció la memoria del novelista; recordó su nariz afilada por el
-dolor, sus labios sin sangre, sus ojos de ébano hinchados de llorar...
-Pero espantó bravamente aquella visión acusadora, y repuso:
-
---Yo no quiero á nadie, á pesar de los esfuerzos que una vez y otra hice
-para sentir amor. ¡Créame usted; no puedo! De los seres buenos, pero
-uniformes y borrosos, que me circundan, se desprende un vaho odioso,
-sedante y enervador de vulgaridad.
-
-Ella tardó segundos en responder:
-
---Y yo, ¿cómo soy?
-
---A mis ojos, sublime: había usted de ser fea y perversa, y yo la
-adoraría. ¡Ah! Usted no se parece á las demás mujeres; usted es
-divina...
-
---¿Divina?... ¿Por qué?
-
---Porque es usted rara. Ser rara es tener personalidad; ¿y sabe usted lo
-difícil, lo imposible casi, que es en esta sociedad, donde la
-imbecilidad ambiente nos reduce y penetra, quedarnos en nosotros mismos,
-no parecernos á los demás?
-
-Continuó hablando, siempre en voz baja para complacerla, y gradualmente
-su imaginación iba exaltándose y readquiriendo aquel verbo seductor y
-ardiente tantas veces aplaudido en las asambleas. Oleadas de sangre
-invadían su cabeza.
-
---Para arrostrar sin flaqueza los rudos combates del arte--decía--,
-necesitamos sentir á nuestro lado la presencia confortadora de un ideal
-muy alto. Lo de menos son las ganancias y los elogios, pocas veces
-leales, de la crítica. Lo más puro, lo exquisito, es tener un rincón,
-sea cual fuere, donde una mujer inteligente, enamorada de nosotros,
-exclame al echarnos los brazos al cuello: «¡Qué bonito es tu artículo de
-anoche!» Entonces una alegría indescriptible nos invade, nuestras
-fuerzas se duplican y sufrimos el mordiente anhelo de escribir mejor,
-¡siempre mejor!, para que ella nos lea. Nuestro espíritu, que su imagen
-mejora, á ella vuelve: queremos distraerla, agasajarla, protegerla
-contra los feos recuerdos, y si de noche sonríe dormida, pensamos que
-sobre su frente revuela nuestra última canción.
-
-Peroraba aupado al cenit radiante del más fogoso lirismo por una
-exaltación á cuyo génesis su carne y su espíritu cooperaban
-indistintamente. Aquel continuo hablar á media voz y la obscuridad que
-le envolvía, llegaron á producirle cierto malestar físico. Dos ó tres
-veces se detuvo, pareciéndole que soñaba y que sus palabras caían al
-vacío. Para dominar su turbación á cada momento preguntaba:
-
---¿Me oye usted?
-
-Ella respondía brevemente:
-
---Sí.
-
-Y el silencio volvía á rodearles. Hubo momentos en que Ricardo
-Villarroya sintió su cabeza enloquecida por la presión de las tinieblas.
-Además, lo impersonal de aquel diálogo, semejante á un monólogo, ya que
-su interlocutora apenas le respondía lo preciso para comprometerle á
-seguir hablando, contribuyó á aturdirle.
-
---¡Todavía nada sé de usted--exclamó--; ni siquiera su nombre! ¡Dígamelo
-usted!
-
-Su acento fué de angustia y de súplica. Ella contestó:
-
---Llámeme usted como guste; por ahora estamos así mejor; mi nombre lo
-sabrá usted luego.
-
-Mas por mucho cuidado que Ricardo puso en dominarse, la atolondrada
-exaltación de sus nervios volvía.
-
-Siempre es molesto hablar á obscuras, pues falta la visión directa del
-sujeto á quien nos dirigimos; la fantasía, sin embargo, suele cumplir
-gallardamente su misión evocadora y ofrecérnosle pulcramente reflejado
-sobre los espejos misteriosos del recuerdo, de modo que su imagen
-rivalice en nitidez y precisión con la sensación misma. Mas ni siquiera
-á este postrer recurso podía encomendarse el enamorado Villarroya; él
-ignoraba las facciones de su interlocutora. ¿Era joven? ¿Era bonita?
-¿Qué color tenían sus ojos y sus cabellos? Y lo que le parecía más
-alarmante: mientras él hablaba, ¿cuál era la expresión de su rostro? Le
-escucharía con atención recogida? ¿Se burlaría de él?... Al principio,
-estas preguntas deambularon por su cerebro sin concretarse; le bastaba
-saber que á su lado alguien le escuchaba. Después, según su magín fué
-inflamándose, las ideas se embrollaron hasta adquirir monstruosos
-perfiles; unas veces pensaba que sus palabras caían en la nada; otras
-imaginaba que su interlocutora era algo quimérico, una bruja, tal vez,
-de semblante aciago, con boca canallesca y ojos nunca vistos y
-horribles.
-
-Para recobrarse de aquel naciente laberinto oprimió fuertemente un brazo
-de la desconocida, y su mano gozó el contacto de una carne dura y
-vibrante. Luego, según fue adelantando sus pesquisas, recibió la
-impresión bondadosa de unos hombros redondos y de un talle esbelto y
-mimbreante erguido sobre la ampulosidad de las caderas.
-Instantáneamente Villarroya hallóse serenado; el tacto suplía á la
-vista; el hilo de relaciones entre el sujeto y el objeto, que rompió la
-obscuridad, se había anudado.
-
---Al fin te tengo--exclamó presa de enternecimiento repentino--; ya no
-nos separaremos nunca, ¿verdad?... ¡Nunca!... Viviré para ti, escribiré
-para ti, tuyos serán mis triunfos... Tú... tú eres la mujer que perseguí
-en tantas mujeres; tu espíritu, aquel que yo atisbaba bajo tantos
-cuerpos como la casualidad ó el capricho hizo míos. Alma siniestra, alma
-extravagante, alma de enigma, ¿por qué tardaste tanto en venir á mí?
-
-Acercóse á ella y aspiró el peligro de un perfume exótico y violento;
-sus dedos resbalaron suavemente por la cabeza de la Deseada, apreciando
-el contorno gracioso de la nuca, las orejas menudas y sin pendientes, el
-terciopelo del antifaz...
-
-Y Ricardo volvió á estremecerse, pensando en aquellos ojos vigilantes
-que le buscaban por entre la doble noche de las tinieblas y de la
-máscara.
-
-El seductor tuvo un arrebato de impaciencia.
-
---¿Quieres luz?
-
-Iba á levantarse; ella le detuvo.
-
---No.
-
---¿Por qué?
-
---Porque... no es preciso.
-
-Y agregó filosófica:
-
---Imitemos el ejemplo que nos da la vida. Por ella nunca vamos mejor
-que cuando caminamos á obscuras.
-
-Ricardo no contestó; sus dientes se apretaron; la sangre hormigueó
-caliente en sus dedos abiertos por el ansia de dominación; en la
-obscuridad, su cabeza bermeja y rapada adquirió la expresión de los
-antiguos conquistadores, violadores y sanguinarios, cuando entraban á
-saco. Rápidamente rememoró la disposición de los muebles, la situación
-exacta de la puerta que conducía al dormitorio...
-
---Te amo--murmuró--, te adoro... ¡Daría por ti la vida!...
-
-Ella no se defendía, ni siquiera hablaba; él la besó la frente y los
-cabellos; sus brazos avaros rodearon su cintura; levantóla del suelo y á
-través de la tiniebla sus dos sombras caminaron enlazadas...
-
-De pronto resonó la voz de Fuensanta Godoy; aquella voz imperiosa,
-vibrante, orquestal, con que la actriz tiranizó en otro tiempo á las
-muchedumbres.
-
---¡Eres un miserable!--decía--. ¡Me repugnas; déjame!...
-
-Villarroya lanzó un grito; sudor frío y copioso inundó su frente. La
-joven repitió, poniéndole ambas manos sobre el pecho y rechazándole:
-
---¡Eres un miserable!...
-
-Ella misma buscó por la pared, junto á la mesilla de noche, el botón de
-la luz eléctrica; la habitación se iluminó. Los amantes aparecieron de
-pie, el uno enfrente del otro; su actitud era hostil; los dos estaban
-lívidos.
-
-Fuensanta habló primero; sus palabras, más que de violento reproche,
-fueron de inacabable tristeza y abatimiento.
-
---Me has roto el alma--dijo--; ya no puedo quererte; vamos á dejarnos.
-¡Es horrible, horrible!... Después de lo ocurrido, todo entre nosotros
-debe concluir.
-
-El callaba; se había dejado caer sobre una silla; tenía deseos de llorar
-y recatábase el rostro entre las manos. Ella continuó:
-
---Nunca me hablaste con la elocuencia ardiente que te inspiraba esa
-mujer á quien creías rendir esta noche por primera vez. ¡Ah, Ricardo!
-¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué misterio inexplicable hay en ti y cómo
-pudiste dedicar tanta ilusión á lo que no conocías?
-
-Suspiró y hubo en su lamento un latido secreto de mujer humillada y
-celosa. Villarroya, reconociéndose completamente derrotado y ridículo,
-no contestó.
-
---He querido descender al fondo de tu carácter--prosiguió Fuensanta--, y
-vi que en tu alma, componedora de comedias y de libros, sólo hay
-traición, antojo y superchería. No eres un hombre, Ricardo, eres un
-artista... ¡nada más que un artista!... y quien dijo artista dijo
-absurdo, egoísmo y quimera. Paso á paso, durante estos diez ó doce días
-últimos, fui observándote y ninguno de tus sentimientos quedó para mí
-inadvertido. Como te conozco muy bien, quise exacerbar tu ilusión para
-traerte á esta cita completamente ciego, de modo que imposible te fuera
-adivinarme. Por eso no acudí á tu primer llamamiento, por eso tardé
-tanto en responder á tus cartas... y las angustias de la espera fueron
-para ti como polvo que la impaciencia te echaba á los ojos. Te he visto
-caer. Hoy mismo tuve miedo de oir lo que habías de decir aquí, y me
-fingí enferma y llorando te rogué que pasases esta noche á mi lado.
-¡Imposible! El impulso que mis anónimos levantaron en ti era demasiado
-grande; nada podría contenerte, ¡nada! Segura estoy de que la vida de
-tus propios hijos la habrías arriesgado por acudir á esta cita maldita.
-
-Maltratado en su amor propio, no sabiendo cómo defenderse y quebrantado
-por tantas contradictorias emociones, Ricardo Villaroya rompió á llorar.
-
-La actriz continuó:
-
---¿Por qué una carta sin firma ejerce sobre tu voluntad esa fascinación
-inexorable, y en virtud de qué miraje has de imaginar joven y discreta,
-y no vieja y ridícula, á la mujer que te propone una cita extravagante?
-¡Ah! Tú no sabes qué quieres... ni lo que tienes... Tú eres un pobre
-hombre vano, inconsciente, desposeído de criterio, que todo cuanto
-rechaza ó apetece lo lleva dentro de sí mismo.
-
-Él permanecía callado; no obstante, las lágrimas, fatigándole, habíanle
-producido alivio bienhechor; laxitud suave iba poseyéndole.
-
-Fuensanta Godoy concluyó de abrocharse su abrigo.
-
---Adiós--dijo--. Ya sé que siempre cualquiera mujer desconocida ha de
-inspirarte más cariño que yo. ¡Pobre Ricardo! Andar... andar... tu
-maldición es esa.
-
-Contemplóle breves instantes y salió de la alcoba; transcurrió un
-momento; una puerta se cerró con estrépito. Luego, en el silencio,
-vibraron las pisadas de la actriz, que bajaba la escalera; y el eco
-aquel, cada vez más mortecino, tenía el ritmo solemne y conciso de lo
-que se va...
-
-Ricardo Villaroya no se movió; estaba fatigadísimo; á las inquietudes
-febriles de la víspera había sucedido una gran calma. Dentro de su
-espíritu, perdido en ese enorme silencio que sigue á las grandes
-catástrofes, una voz herida musitaba: «No quieras, no busques, porque
-todo es igual á todo, y lo pasado, como lo futuro, son aspectos del
-mismo Desengaño...» Y la conciencia desolada comprendía que aquella voz
-cobarde tenía razón. ¿Para qué desear? La ilusión es una mala hembra
-indócil que, bajo el techo de los artistas, sólo duerme una noche...
-
-Madrid.--Noviembre, 1906.
-
-
-
-
-RICK
-
- «Si te cuentan que han visto
- volar un caballo y que era
- alazán, créelo.»--_(Proverbio
- árabe.)_
-
-
-
-
-I
-
-
-Todo el mundo aristocrático que frecuenta las tribunas de los grandes
-hipódromos europeos, conocía la pasión idolátrica que el jockey Juan
-Thom profesaba á su caballo _Rick_. Durante cuatro años consecutivos,
-_Rick_ fué invencible: su agilidad y su vigor derrotaron las
-reputaciones más sólidas; los laureles tan codiciados que se adjudican
-en los _turf_ de París y de Londres, fueron para él; ningún corredor
-igualó su ímpetu; era infatigable y enorme como _Eclipse_, y ardiente en
-la primera acometida como _Vermouth_. Muchos veterinarios curiosos le
-examinaron creyendo que sus clavículas ofrecerían una disposición
-especial.
-
-El pasado de Juan Francisco era obscuro y sencillo. No conoció á sus
-padres, y salió del Hospicio á los doce años para colocarse en el
-picadero de un viejo, antiguo desbravador de las caballerizas reales,
-que tenía coches y caballos de alquiler.
-
-En el amplio picadero que poseía cerca del Hipódromo aquel hombre grueso
-y bajito, á quien Juan Francisco recordaba haber visto en el Hospicio
-muchas tardes, fué donde el niño cobró inclinación hacia el arte que
-luego había de ocupar su vida; pues el medio es algo que modifica y se
-pega al carácter, como se agarran á los vestidos los perfumes. Así,
-lentamente, el aspecto de las cuadras, grandes, claras, con su olor á
-estiércol, sus suelos asfaltados, sus arrendaderos brillando al sol y
-sus frisos de blancos azulejos, iban conquistando la voluntad del futuro
-jockey y produciéndole íntimo y fresco contentamiento. Todas las
-mañanas, al despertar, el pequeño boy tenía un pensamiento que se
-resolvía en una sonrisa.
-
---Seré jockey...--decía.
-
-Y esta ambición era confortadora, porque daba á su vida, á su pobre vida
-naciente, un impulso, un rumbo y un fin.
-
-Desde muy temprano Juan trabajaba activamente barriendo lo sucio,
-abrillantando los arneses, quitando el barro á los coches, transportando
-cubos de agua de un lado á otro. Era menudito de cuerpo, descolorido y
-flacucho de rostro, con ojos pequeñines y azules, rodeados de pestañas
-bermejas. Caminaba lentamente y abriendo mucho las piernas, como jinete
-que acaba de recorrer una jornada larga y está muy fatigado. El ruido
-de sus zuecos, rellenos de paja, inquietaba á los caballos, que volvían
-la cabeza para mirarle, amusgaban las orejas y fijaban en él sus ojos
-brillantes. Unos resoplaban impacientes, otros atabaleaban el suelo, y
-el estrépito metálico de sus herraduras llenaba la soleada quietud de la
-cuadra. Al principio aquella curiosidad un poco hostil asustaba al
-_boy_; pero luego, con la costumbre, sus temores se disiparon: los
-caballos, á su vez, reconociéndole ya como á bienhechor, relinchaban de
-gozo al verle, y él concluyó por abordarles sin miedo, dándoles
-terroncitos de azúcar y bulliciosas palmadas sobre las ancas, lucias,
-brillantes y redondas.
-
-Todas las mañanas, alrededor de las diez, el amo del picadero aparecía.
-Se llamaba don Pedro del Real, y los que le conocieron mozo le atribuían
-una historia amorosa larga y pintoresca. Pero si don Pedro fué, como
-decían, caballista infatigable, derribador temerario de toros y
-conquistador dichoso de voluntades femeninas, de aquel pasado galante ya
-nada, ó casi nada, quedaba en él. El tiempo artero habíale mudado la
-condición, sin duda, quitándole la alegría según fué robándole la
-guapeza. Don Pedro hablaba poco; era un espíritu reconcentrado,
-hermético, sobre cuyo entrecejo la vida había dejado un pliegue vertical
-de dolor. A pesar de esto, Juan Francisco le amaba; nunca le tuvo miedo;
-apenas le columbraba acudía á recibirle, y el regocijo del saludo le
-arrebolaba las mejillas; era como un grito de su sangre. Fué aquella
-una emoción en la que Juan Francisco, ya hombre, meditó muchas veces y
-que siempre, sin saber por qué, le dejaba triste...
-
-Cierta mañana don Pedro, contra su costumbre, mostróse comunicativo y de
-buen humor. Aquel día nada tuvo que decir de la siempre discutida
-calidad de los piensos, ni de la limpieza bruñida de las pesebreras;
-todo, según lo examinaba, iba hallándolo bien: los arreos espejeaban al
-sol, como debe ser; los coches, recién lavados, trozos enormes parecían
-de pulido azabache; el rojo barniz de las ruedas ardía gayamente en la
-vastísima amplitud blanca de la cuadra.
-
-Juan Francisco, en mangas de camisa y con un chaleco colorado de hombre
-que le llegaba á la altura de las rodillas, seguía á don Pedro,
-sorprendido de verle tan contento. El amo, de pronto, pareció reparar en
-él; miróle de hito en hito, y como las mejillas escuálidas del muchacho
-enrojeciesen de alegría, don Pedro del Real sonrió paternal; después le
-trabó por los sobacos, levantóle en alto, bajándole y subiéndole varias
-veces y con rapidez, como para apreciar bien su peso, y luego le soltó.
-Juan Francisco cayó de pie, y sus zuecos chocaron contra el suelo
-crepitando en el vacío sonante del salón. Varios cocheros y mozos de
-cuadra contemplaban la escena sonriendo. Don Pedro examinaba al _boy_;
-sus piernecillas flacuchas y estevadas, su tórax angosto, la delgadez
-esquelética, pero vigorosa, de sus brazos, el prognatismo de su
-mandíbula, la nerviosidad de su pestorejo acanalado... y toda aquella
-fealdad simiesca, parecían encantarle.
-
---¿Te gustan los caballos?--preguntó.
-
---Sí, señor, mucho--contestó Juan Francisco.
-
---¿Y ya no te dan miedo?
-
---No, señor.
-
---Bueno, pues entonces...
-
-Y el antiguo caballista, que sin duda amaba apasionadamente su oficio,
-se interrumpía para observar al muchacho, que acaso realizaba el tipo
-soñado por él del perfecto jockey, ingrave y fibroso. Continuó:
-
---¿Tú quieres ser jockey?
-
-Por la bocaza faunesca de Juan Francisco resbaló una sonrisa blanca,
-idiota, con esa idiotez del estupor que produce en los hombres la
-felicidad. Tardó en responder:
-
---Sí, señor... ¡Ya lo creo que quiero!
-
---Conformes; pues yo te enseñaré á montar.
-
-Aquella misma mañana recibió Juan Francisco la primera lección de
-equitación, y á partir de tal momento, todos los domingos y días
-disantos, maestro y discípulo salían á galopar por la carretera de El
-Pardo. Eran excursiones terribles, de las que Juan Francisco, encogido y
-raquítico sobre el lomo sudoroso de su cabalgadura, regresaba lívido
-como un muerto.
-
-Rápidamente el muchacho iba agilizándose, robusteciéndose, dentro de su
-delgadez caricaturesca, y adquiriendo esa complexión, á la vez ligera y
-hercúlea, de los buenos jinetes. Poseía además, y esto echólo de ver en
-seguida don Pedro, lo que no se aprende, lo que puede llamarse «el
-instinto» del oficio: un _tic_ especial, inexplicable, personalísimo,
-que convierte la profesión, vulgar al parecer, de caballista, en un
-verdadero arte. Reglas hay para lo que, en la jerga de los picaderos, se
-dice «apurar al caballo»: para afirmarle la cabeza, para asegurarle la
-boca, para abrirle y darle vistosidad y gallardía, para tenerse bien
-sobre la silla... Todo ello constituye lo adjetivo, lo que puede
-imitarse de un buen maestro. Pero ninguna de estas habilidades
-adquiridas bastó á hacer verdaderamente famoso el nombre de un jockey.
-Los grandes jockeys de prestigio mundial tuvieron, además de esa sangre
-fría que les permitió aprovecharse de todos los descuidos de sus
-rivales, la «intuición» del caballo, una especie de adivinación ó de
-doble vista que les indicaba cómo necesitaban llevar las riendas y
-cuanto, en un determinado momento, debían hacer. Apropósito de esta
-parte esencial ó substantiva de su oficio, nada puede reglamentarse,
-como nada, en cuestiones de amor, debe prescribirse acerca del modo de
-interesar el corazón de una mujer. ¿Quién sabría decir cuál será la
-mirada, el gesto, la inflexión de voz, que en el «cuarto de hora»
-nupcial de la conquista han de darle á «Don Juan» la victoria? Así el
-jockey, para quien un espolazo oportuno ó un simple temblor de rodillas
-pueden constituir su triunfo ó su derrota en el último desesperado
-arranque de la carrera. Como «Tenorio», Fordham no se forma: nace.
-
-Juan Francisco poseía este don maravilloso en grado tal, que sorprendió
-al mismo don Pedro. Sin saber por qué, pues su experiencia en asuntos
-hípicos era nula, bastábale un simple ojeo para conocer la condición del
-caballo que iba á montar. Pocas veces se equivocó. Diríase que desde el
-primer momento surgía entre él y su cabalgadura una corriente magnética
-que les apretaba y unía en el milagro de una sola voluntad.
-
-Al mismo tiempo que Juan Francisco aprendía á tenerse bien sobre la
-silla y á ser un sagacísimo, cabal y esforzado jinete, capaz de gobernar
-á los potros de más torcida y alborotada condición con sólo el imperio
-de las rodillas, don Pedro iba enseñándole á corroborar y seleccionar
-sus preexcelentes disposiciones físicas de jockey.
-
---Un buen jockey--afirmaba el viejo caballista--debe reunir, á una gran
-fuerza muscular, el menor peso y el menor volumen posibles. Quiero
-decir: que necesita ser una especie de hércules enano.
-
-Para conseguir lo primero, Juan iba dos ó tres horas diarias al
-gimnasio; para lo segundo, su maestro le trazó un plan alimenticio, le
-impuso masajes especiales y le obligó á dar largos paseos á pie y á
-tomar baños de sudor. Estos tratamientos durísimos, que ni aun los
-mismos jockeys ingleses pueden soportar, Juan Francisco los resistía
-perfectamente y sin mengua de su vigor muscular. De mes en mes el
-diminuto _boy_ iba quedándose más descolorido y enjuto, y hasta diríase
-que su estatura había menguado: no obstante, ni su agilidad ni su fuerza
-decrecían. Pronto su peso disminuyó á cincuenta kilogramos. Don Pedro
-del Real le examinaba, le pulsaba, y un guiño admirativo iluminaba su
-grueso rostro, habitualmente impasible.
-
---Has nacido para jockey, muchacho--decía--, y te aseguro que harás
-carrera; yo entiendo mucho de eso; yo no me engaño.
-
-No se equivocó, en efecto. Cuatro años después Juan Francisco se
-presentaba por primera vez como jockey ante el público de Madrid y
-obtenía un segundo premio.
-
-
-
-
-II
-
-
-Cuando don Pedro del Real murió, Juan Francisco entró al servicio del
-conde Narciso, que tenía caballerizas en París y era dueño de la yegua
-_Turia_, que el año anterior ganó los cien mil francos del
-«Jockey-Club».
-
-El conde Narciso gozaba fama de ser uno de los más inteligentes y
-expertos caballistas de Europa. En sus cuadras poseía yeguas magníficas
-del Irak y sementales soberbios procedentes de las antiguas y gloriosas
-caballerizas del conde de Lagrange, el primer francés que arrancó á los
-ingleses el codiciado premio Derby. De estos cruces, sabiamente
-calculados, había nacido una raza de caballos admirables por su tamaño,
-su acabada traza y su ardimiento, con los cuales su dueño había ganado
-en los _turf_ de Londres y de París muchos millares de francos. Sobre
-los caballos del conde, que pagaba las montas con extraordinaria
-largueza, habían pasado los mejores jockeys de Europa, pero muy pocos
-lograron merecer su simpatía y menos su confianza.
-
-Era el conde Narciso un hombre como de cincuenta años, elegante y
-correcto, un poco frío, que siempre vestía trajes de color gris hechos
-en Londres, y estrenaba diariamente un par de guantes blancos. A los
-jockeys les recibía de pie, les examinaba rápidamente y luego les
-despedía con un gesto desdeñoso, inapelable, de rey.
-
---Por ahora--decía--no me conviene usted...
-
-Y les volvía la espalda. Así, el favor del conde Narciso fue considerado
-en la profesión de jockey como un doctorado.
-
-Juan Francisco fue á visitarle provisto de buenas cartas de
-recomendación; no obstante, iba medroso y balbuciente, como estudiante
-que va á examinarse de una asignatura mal aprendida. Acababa de cumplir
-veinte años: era un hombrecillo minúsculo, cenceño, flexible y vibrante,
-cual si su carne acerada careciese de armazón ósea. Con el tiempo, aquel
-raquitismo caricaturesco que tanto entusiasmaba al veterano don Pedro
-del Real, habíase exagerado hasta lo inverosímil. Un copioso plantel de
-cabellos rojos cortados á rape cubría su cráneo dolicocéfalo, chato y
-largo; tenía la frente breve y deprimida, cortada transversalmente por
-dos hondas arrugas paralelas; los ojos pequeños, redondos y azules; la
-corva nariz avanzaba, atrevida y tajante, como una arista; el
-prognatismo enfermizo de su mandíbula inferior hundía las mejillas y
-afilaba el semblante exangüe y pecoso: era una verdadera mandíbula de
-jockey, que salía al tropiezo del horizonte y parecía hecha para cortar
-el aire.
-
-Un criado condujo á Juan Francisco al despacho del conde.
-
---Tenga usted la bondad de esperar--le dijo--; el señor conde está
-bañándose.
-
-El joven jockey permaneció de pie, inmóvil sobre sus piernecillas
-abiertas, lleno de zozobra dentro de su amplio gabán color café. La
-habitación donde se hallaba tenía dos ventanas á un jardín, y era
-espaciosa y clara. Cubrían las paredes largos armarios repletos de
-libros lindamente encuadernados, sobre cuyos tejuelos de diversos
-colores la luz se reflejaba alegre. Aquí y allá, en estudiado desorden,
-aparecían escenas hípicas y retratos de jockeys y de caballos famosos.
-Sobre la chimenea, y como en lugar preferente, estaba la fotografía de
-Grimshaw, que ganó montando al caballo francés _Gladiateur_ el premio
-Derby; y á su lado la del jockey Fordham, campeón invencible de las
-carreras largas. En artísticos marcos forrados de felpa, cuyo lozano
-color verde traía el recuerdo de los hipódromos, aparecían varias
-cabezas de corredores célebres: la de _Monarque_, padre de _Gladiateur_
-y de toda una generación de terribles corredores; la de _Liouba_, su
-yegua favorita; la de _Vermouth_; la de _Eclipse_, el mejor caballo del
-siglo XVIII, vencedor de _Bucéfalo_, y uno de cuyos cascos, metido en un
-hermoso objeto de arte, fue regalado como premio en una carrera de la
-«Copa de Ascot». En la entreventana, ocupando también lugar ostentoso y
-preferente, había un retrato del famoso Baucher...
-
-Contemplando aquella exposición de celebridades hípicas, Juan Francisco
-pensaba:
-
---¡Si yo mereciese algún día el honor de figurar aquí!...
-
-La puerta del despacho acababa de ser abierta lentamente, y bajo los
-pesados cortinajes de color musgo que la cubrían apareció la figura
-correcta y simpática del conde Narciso. Su calva noble y tranquila de
-hombre mundano brillaba á la luz; cubría sus mejillas, bronceadas
-ligeramente por el aire libre y el sol, una bien cuidada barba, corta y
-blanca. Vestía, según costumbre, un traje gris claro; el ancho pantalón
-caía aplomo, conforme á los severos cánones de la elegancia inglesa,
-sobre las botas de charol reluciente.
-
-Juan Francisco se inclinó respetuoso, los pies juntos, los brazos
-rígidos á lo largo del busto. Ante aquel hombrecillo grotesco que volvía
-á la memoria el recuerdo de las teorías darwinianas, el conde pareció
-satisfecho. El jockey esperaba que su interlocutor le dirigiese algunas
-preguntas, pero se equivocó: el conde Narciso limitóse á observarle,
-desnudándole y sospesándole cuidadosamente con la mirada: vió su frente
-estrecha, su barbilla tajante, llena de voluntad, su tórax angosto que
-apenas opondría resistencia al aire; y al mismo tiempo sus ojos
-inteligentes apreciaron la terrible fuerza nerviosa de aquel cuerpecillo
-enano.
-
---¿Cuánto pesa usted?--preguntó.
-
---Cuarenta y ocho kilogramos.
-
---Está bien.
-
---Pero aún espero llegar á los cuarenta y cinco.
-
-Por las cejas, poco inclinadas á la sorpresa, del conde Narciso, pasó un
-ligero temblor admirativo. Parecía encantado. Juan Francisco acababa de
-conquistarle, más que con su aspecto, por aquellas contestaciones breves
-y seguras donde latía, como un fanatismo, ese «amor al caballo» que
-llena el alma de los jockeys de raza.
-
---¿Cuánto deseaba usted ganar?--preguntó el conde.
-
---¡Oh!... de eso, si al señor le parece, hablaremos más adelante, cuando
-el señor vea de cerca lo que yo valgo.
-
---Perfectamente. Entonces, á partir de este momento, queda usted á mi
-servicio, y mañana mismo saldrá usted para París.
-
---Como el señor disponga.
-
---Pero necesito, y esto es indispensable, que antes cambie usted de
-nombre: procúrese usted un apellido exótico y monosilábico, que
-impresione fácilmente el oído.
-
-Juan se inclinó ceremoniosamente y salió. Desde aquel día, el obscuro
-hospiciano que siempre había firmado Juan Francisco, comenzó á llamarse
-«Juan Thom».
-
-El triunfo que el joven jockey lograba poco después sobre la pista de
-Longchamps, le valía un puesto de honor entre los corredores más
-famosos de allende el Estrecho.
-
-Juan montaba aquella tarde el caballo _Abril_, un alazán de cinco años,
-nuevo en los hipódromos, y del cual, no obstante, los inteligentes
-hablaban mucho; lo que los ingleses llaman un _dark-horse_.
-
-La víspera, el conde Narciso había cambiado algunas palabras con Juan
-Thom; él no quería decirle nada acerca de cómo debía llevar á _Abril_;
-prefería dejarle todas las iniciativas y con ello adjudicarle todas las
-responsabilidades. Como si hablase de un viejo amigo, el jockey repuso
-tranquilo:
-
---No pase zozobra el señor conde; _Abril_ y yo nos llevamos muy bien.
-
-Iba á empezar la carrera; el juez de salida dió la señal y los caballos
-partieron. Durante los primeros momentos todos los concurrentes
-avanzaron en grupo; pero muy pronto _Abril_ dirigió la carrera y
-alcanzaba una ventaja de varios metros. Junto á él corría _Prometeo II_,
-vencedor del premio Oaks y campeón de los hipódromos británicos, con
-quien los ingleses esperaban llevarse aquel año los cien mil francos del
-«Gran Premio». Un instante las manos de _Abril_ flaquearon, y _Prometeo
-II_, brincando elástico bajo la fusta de su jinete, ocupó el primer
-puesto. Fué aquel un momento de indescriptible emoción. El actual rey de
-Inglaterra, entonces príncipe de Gales, que estaba en las tribunas,
-tremoló sobre su cabeza un pañuelo en señal de victoria, y un _¡hurra!_
-gutural y áspero, lanzado por millares de gargantas sajonas, cruzó el
-espacio.
-
-Pero Juan Thom no aceptaba aún la derrota. Su alma latina, invencible en
-el impulso temerario de la primera impresión, tuvo una resolución
-heroica, y desviando con lentitud hábil á su caballo de la línea recta,
-lo echó disimuladamente sobre el competidor que le arrancaba el triunfo.
-Las rodillas de Thom y del otro jockey chocaron, permaneciendo algunos
-segundos estrechamente cosidas y superpuestas; crujieron los huesos; de
-pronto Juan Thom, que no perdía la serenidad, sintió en su corva la
-presión de la rodilla enemiga; aquella ventaja de tres ó cuatro pulgadas
-que acababa de obtener, decidió la lucha en su favor. _Prometeo II_,
-desconcertado por la maniobra artera de su rival, que le cortaba el
-camino, perdió terreno, y _Abril_ llegaba el primero ante las tribunas,
-bajo una lluvia crepitante de aplausos.
-
-Sin familia, sin amigos y dotado de un carácter callado y juicioso, Juan
-Thom no tenía, fuera de su oficio, nada que le sobresaltase ni
-distrajese. Pasaba las tardes en las cuadras del conde Narciso,
-examinando los arreos, modificando la forma de las sillas para
-aligerarlas, estudiando la calidad de los piensos, preocupado siempre
-por el temor de que los caballos engordasen. Y él mismo andaba sometido
-á masajes crueles y á ejercicios gimnásticos que daban á su enjuta
-musculatura la sequedad y la dureza del hierro. Refinando mucho sus
-alimentos, llegó á comer muy poco: uno de sus grandes empeños estaba
-cifrado en tener la cintura de un niño; según Juan Thom, el jockey ideal
-debe carecer de estómago.
-
-Así, la confianza que el conde Narciso tenía en la pericia de su primer
-jockey era ilimitada. Thom ordenaba los cruces que debían mejorar la
-raza de los corredores, y maravillaba la penetración suprema con que
-buscaba en los padres las condiciones de agilidad, de voluntad y de
-fortaleza, que más tarde habían de resplandecer en el hijo.
-
-Del cruce de la yegua _Rocío_ con un garañón inglés, por el que dió el
-conde Narciso ochocientos mil francos, nació _Rick_; aquel terrible
-_Rick_, jamás vencido bajo las rodillas de Thom, que varios veterinarios
-reconocieron buscando en la anatomía de sus clavículas una complexión
-especial.
-
-
-
-
-III
-
-
-Juan Thom, que ya llegaba á los cuarenta años, adoró en _Rick_, en quien
-su asotilado instinto de viejo jockey adivinaba cualidades
-extraordinarias de agilidad, vigor y coraje.
-
-En cierto modo, esta pasión fué la resultante del ambiente que le
-circundaba. El buen Thom, raquítico y feo hasta lo bufo, con sus
-piernecillas estevadas, sus brazos largos y nudosos y su cabeza de
-simio, no había sabido formarse una familia. Además, le asustaba vivir
-siempre bajo los cielos, un poco tristes, de París ó de Londres.
-Realmente, Juan Thom, que guardaba algunos ahorros y empezaba á saberse
-viejo, sentía recónditos y callados deseos de volver á España. Aquella
-desilusión de su vida actual era en él como un atavismo; la necesidad
-melancólica que todos los hombres que habitaron constantemente en
-grandes urbes experimentan de regresar al campo, cual si repentinamente
-vibrase en sus entrañas el amor á la Naturaleza, á los arroyos
-murmurantes, á las selvas umbrosas, á la tierra madre, bienhechora y
-munífica, que adoraron con culto panteísta sus progenitores, los remotos
-aborígenes, salvajes y desnudos. Juan Thom soñaba con su vieja Castilla,
-seca y llana: se establecería en un pueblo, compraría una casita,
-cuidaría una huerta y luego, cuando la casualidad le deparase una mujer
-buena y guardadora de su hacienda, se casaría y tendría hijos, y moriría
-olvidado y tranquilo, lejos del estruendo fragoroso de los hipódromos.
-
-La aparición de _Rick_ vino á quebrar momentáneamente estos cristianos
-propósitos de serenidad y alejamiento. Juan Thom lo vió nacer, él
-presidió su vida, él, á fuerza de tesón, quitóle toda mala estirpe de
-resabios y defensas, ejercitó su inteligencia, infundió á su condición
-voluntariosa arrestos temerarios, nutrió sus músculos, dió á sus
-miembros, con ayuda de sabios ejercicios, aquellas proporciones
-agigantadas que ningún otro caballo había de igualar después, y puso en
-su instinto ese ramalazo de fiero orgullo que decide de la victoria en
-todos los combates.
-
-A los cinco años _Rick_ tenía nueve dedos sobre la marca. Era alazán, de
-un alazán tostado y brillante. El sangriento color del ollar y la mirada
-ardiente de los ojos negrísimos, daban á la cabeza expresión poderosa y
-temible. Era muy abierto de pecho, redondo de grupa y acopado de cascos;
-el dorso ondulante, la boca asegurada y fresca. Sus remos, flacos y
-largos, ignoraban el cansancio y abarcaban un tranco enorme; al caminar,
-todo su cuerpo vibrante temblaba, siguiendo al cuello erguido y
-robusto, que parecía arrastrarlo tras sí, hacia el horizonte. Era
-gigantesco como _Eclipse_, ágil como _Vermouth_, voluntarioso y
-arrebatado como _Monarque_. Celoso de su poder, no consentía la vecindad
-de ninguna sombra; el menor ruido le sobresaltaba; sus orejas
-levantadas, más que pasmo, revelaban cólera; siempre parecía fugitivo, y
-sin cesar sus ojos iban de una parte á otra, mirándose las ancas, como
-asustado de sí mismo. Su figura imponente amedrentaba á sus
-competidores; en las cuadras del conde Narciso había un caballo que
-cuando se hallaba en algún _canter_ con _Rick_ se abocinaba y cubría de
-sudor.
-
-Los días de carrera, por la mañana, Juan Thom entraba en la caballeriza
-á saludar á _Rick_.
-
---Hoy hay lucha, _Rick_--decía--; es preciso portarse bien.
-
-El noble animal miraba al jockey, luego resoplaba, y su belfo descubría
-los dientes descarnados y amarillentos, ensayando una sonrisa ufana.
-Thom, entonces, le daba nalgadas sonoras, le acariciaba la crín, le
-besaba el ollar y le decía al oído palabras de amor. El bruto,
-agradecido, amorraba la cabeza y entornaba los ojos...
-
-Sobre la pista del hipódromo, Juan Thom y _Rick_, al formar un cuerpo
-gobernado por una sola y omnipotente voluntad, resucitaban la fábula del
-centauro. Impetuoso en la acometida, é infatigable y tenacísimo en la
-carrera, _Rick_ tenía algo del poder de los elementos cósmicos. Su
-arranque era terrible siempre, casi decisivo; pero en la lucha, su
-voluntad ardiente y dura, como hecha de fuego y de diamante, no
-encontraba rival. Su impulso, además, era consciente: Thom podía dejarle
-las riendas sobre el cuello, seguro de que _Rick_ no desaprovecharía
-ninguna ocasión para vencer.
-
-No satisfecho con esta perfecta alianza, Juan Thom había enseñado á su
-caballo un grito gutural que, á modo de conjuro, poseía la virtud de
-enajenarle y desbocarle.
-
---¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...
-
-Era un alarido ronco, breve, de una modulación suigéneris, clarineante y
-salvaje, que el astuto jockey sólo lanzaba en los trances de peligro
-extremado; una voz cabalística que acaso hería los centros cerebrales
-del animal y le trastornaba. Este recurso nadie, ni aun el mismo conde
-Narciso, lo conocía; pero, aunque alguien lo hubiese sabido, no hubiera
-podido utilizarlo. La virtud de esas palabras que penetran hasta el
-fondo de ciertas almas, depende, más que de su significación escueta,
-del modo como son pronunciadas y de la simpatía que medie entre quien
-habla y quien escucha. Una mujer oye decir: «te amo», á un hombre que la
-es indiferente, y permanece fría; pero se lo dice el galán que ella
-quiere, y se vuelve loca.
-
-Juan Thom sabía esto, y la fuerza de fascinación que tenía sobre su
-caballo dábale la seguridad de ser invencible. Varias veces probó la
-capacidad empujadora del grito aquel.
-
---¡Gruiiii!...
-
-Y siempre llegó el primero á la meta. Al oirlo, _Rick_ poníase fuera de
-sí: instantáneamente bebíase la brida, estiraba el cuello, sus cuatro
-remos formaban con su vientre una línea horizontal, y botaba, cual si
-algo eléctrico estallase en su interior. Piedra disparada por honda
-parecía; su velocidad era la velocidad silbante de la flecha. Volaba.
-Las multitudes, atónitas, saludaban con un rumor de pasmo aquel correr
-inaudito.
-
-Montado sobre el lomo temblequeante y enorme de _Rick_, el diminuto Juan
-Thom, cuyas espuelas apenas alcanzaban al vientre de su cabalgadura,
-parecía un mono con dolor de estómago. Y, no obstante, para Thom, el
-vencedor de todas las carreras, eran los aplausos y los apretones de
-manos y las sonrisas, á veces voluptuosamente prometedoras, de las
-mujeres elegantes que llenaban las tribunas. Con su gorrilla de visera,
-su chaquetilla de seda roja, su ceñido pantalón blanco y sus chambergas
-de charol, Juan Thom era, sobre el verde tapete de los hipódromos,
-grande como un rey. Su busto exiguo permanecía rígido, insensible al
-incienso; su boca fina, desdeñosa, casi imperceptible como la herida de
-un bisturí, no sonreía; sus ojos pequeños y buídos miraban al espacio
-inquietos, devorando la distancia. A lomos de _Rick_, Thom era la
-encarnación del dios Exito: las victorias del célebre caballo, haciendo
-oscilar millones de francos, tenían la importancia de una gran jugada de
-Bolsa. Un crítico, refiriendo el último triunfo de Juan Thom, dijo que
-con los billetes de Banco que _Rick_ había ganado podría alfombrarse el
-Campo de Marte.
-
-Los cuidados idolátricos de que Thom rodeaba á su caballo, el ahinco
-suicida que ponía en afilarse y disminuir para pesar sobre _Rick_ lo
-menos posible, las zozobras de vanidad y de interés que nublaban su
-ánimo, la semana de inquietudes febriles que precedía á los grandes
-torneos hípicos, los peligros de la lucha, y, más tarde, los aplausos
-cobrados en aquella incesante y apretada colaboración, habían
-robustecido los vínculos del amor casi paternal que el jockey profesaba
-á su caballo.
-
-Repasando sus recuerdos volvía con frecuencia á la memoria de Juan la
-impresión del despacho donde, muchos años antes, vió por primera vez al
-conde Narciso. El aspecto de aquella habitación persistía en su espíritu
-con detalles minuciosos: los muebles de gutapercha, los armarios
-abarrotados de volúmenes, sobre cuyos tejuelos rielaba la luz mañanera,
-los retratos de jockeys y de caballos célebres diseminados por la
-uniformidad gris de los muros. Y también revivía el anhelo ambicioso que
-la severidad del despacho aquel suscitó en su ánimo: «¡Si yo llegase á
-ser un jockey de prestigio mundial! Si yo alcanzase la fortuna de tener
-un caballo que pasase á la posteridad como _Eclipse_ y _Monarque_!...»
-Ahora reconocía que la vida no fué mala para él: había triunfado, todos
-sus deseos estaban cumplidos, y ello le producía una ecuanimidad dulce y
-honda.
-
-Al revés de lo que suele ocurrir en el teatro, donde no es raro que el
-primer galán, aunque esté enamorado de la primera actriz, se muestre
-mortificado y celoso de los aplausos tributados á su compañera, la
-celebridad cosmopolita de _Rick_ no era mas que la corroboración ó
-complemento de la celebridad de Juan Thom. La popularidad les acariciaba
-igualmente: el color de las blusas sedeñas del pequeño Thom dirigía la
-moda en las temporadas de primavera y de otoño; un zapatero parisino
-puso á la venta unas botas chambergas idénticas á las usadas por él y
-que llevaban su nombre; las cabezas del jockey invencible y de _Rick_
-aparecieron juntas muchas veces sobre la primera página de las revistas
-ilustradas.
-
-Juan iba hacia la inmortalidad, y le llevaba _Rick_, que era su obra
-maestra, casi su hijo. Así, jamás con mayor razón que entonces pudo
-decirse de ningún artista que caminaba hacia el triunfo montado sobre su
-historia.
-
-
-
-
-IV
-
-
-Todas las tardes en que había carreras, al salir de Longchamps, Juan
-Thom vaciaba una botella de vino en la taberna de un bordelés que había
-viajado mucho por España, y cuya conversación pintoresca era para el
-jockey desterrado como un rayo del alegre sol de la patria.
-
-Cuando el señor Gustavo trajinaba en el comedor sirviendo á los
-parroquianos que llegaban boquisecos y con ganas de cerveza y de broma,
-el pequeño Thom iba á sentarse en la _terrasse_ del establecimiento,
-ante el cual el bosque de Bolonia dilataba su inmensidad verde. Los
-crepúsculos de aquellas tibias tardes primaverales eran muy dulces: el
-cielo azul, donde la luz solar iba amortiguándose en una gama de
-palideces incontables, se cubría lentamente de nubecillas blancas y de
-cirrus rosáceos de una delicadísima transparencia ambarina; la
-muchedumbre que regresaba á París dejaba tras sí un silencio, un gran
-silencio hierático, que se oía; á lo largo de las Avenidas, el ruido de
-los coches y el alarido crepitante de las bocinas de los automóviles
-disminuía, se emborronaba, en la distancia; la nube de polvo, semejante
-á un halo de muchos kilómetros, que levantó la multitud al pasar,
-descendía de nuevo á la tierra y la atmósfera recobraba su limpidez, y
-en la diafanidad luminosa del espacio, las frondas del bosque recortaban
-una línea ondulante y cerúlea. Y según el estrépito efímero de los
-hombres cesaba, la Naturaleza reaparecía solemne, avasallante, en su
-doble gesto magnífico de silencio absoluto y de eternal quietud.
-
-De la lejanía llegaban piar de pajarillos adormilados y murmurios de
-arroyos, que hasta entonces parecieron callados, y que traían deseos de
-paz al alma de Juan Thom. Horas antes, los pulmones del pequeño jockey
-se habían congestionado en la angustia de la carrera, y cuando, como
-siempre, llegó el primero á la meta, sus mejillas tenían la palidez de
-la carne muerta. Ahora descansaba; sus labios exangües se abrían con
-deleite á las brisas, y en el círculo bermejo de las pestañas, los
-ojillos azules que hundió la fatiga recobraban su vivacidad. Su alma
-sencilla se desperezaba en este bienestar físico.
-
---¿Hasta cuándo viviré así?--pensaba--; esto no puede durar siempre; es
-preciso concluir...
-
-Y sin ser filósofo ni entender un ápice de problemas trascendentes, el
-diminuto Thom, que era un hombrecillo perfectamente vulgar, se
-interrogaba con desaliento:
-
---¿Para qué defiendo tanto una vida en la que no he conseguido ser
-dichoso?...
-
-El hilo de estas meditaciones melancólicas solía romperlo el señor
-Gustavo, siempre con delantal y en mangas de camisa, rojo, hercúleo,
-lleno de salud y de risas sobre sus zapatones claveteados y sonantes.
-
---¡Hola, señor Thom!--gritaba el bordelés--; ¿en qué se piensa?
-
-El jockey se estremecía, aturdido por la pregunta inesperada, y tardaba
-un poco en contestar. Luego decía:
-
---¡Qué sé yo!... estaba aburrido...
-
---¿Cuándo volvemos por España?
-
---No sé; pero crea usted que cualquier día me voy.
-
---Es natural. ¡Qué diablos! Yo también tengo ganas de marcharme á
-Burdeos. ¡Aquel cielo... no hay otro!... Además, yo creo que los
-hombres, después de correr el mundo, deben irse á morir al sitio en
-donde nacieron.
-
-Se sentaba y, familiarmente, con liberalidad meridional, de la botella
-que había pedido el jockey, se servía un generoso vaso de vino.
-
---¡A su salud!--exclamaba.
-
-Y, levantándolo en alto, lo vaciaba de un trago, Juan Thom le
-contemplaba sonriendo, y se reconocía más insignificante y desmedrado
-que nunca, ante la mole atlética del tabernero carcajeante y sanguíneo
-que olvidaba su viudez abrazando estrechamente á las criadas de la
-vecindad, y que al hablar descargaba puñetazos terribles sobre las
-mesas.
-
-El señor Gustavo tenía una hija, Marta, con quien Juan Thom echaba
-largos párrafos. Era una muchacha morena, un poco triste, de ojos
-juiciosos y honrados, que sugerían dulcemente la idea de formarse un
-hogar. El jockey solía hablarla de España, y aunque sus relatos eran
-verídicos y nada extraordinario ponía en ellos, la joven le escuchaba
-atentamente, atraída por esa leyenda de amores y de sangre que rodea á
-los países favoritos del sol. Un día en que su conversación fué más
-íntima, Marta le interrogó:
-
---¿Tiene usted padre?
-
---No.
-
---¿Y madre?
-
---Tampoco.
-
---¿Y hermanos?
-
---Tampoco tengo hermanos. Soy solo en el mundo. En España nadie me
-espera. No conservo allí ni siquiera un amigo...
-
---¡Es raro!
-
---Sí... ¡muy raro!... Es decir...
-
-Y ella, sin saber por qué, quedóse triste, y por primera vez advirtió
-que Juan Thom era muy feo y que tenía los cabellos grises. Sorprendido
-de verla tan callada, el jockey preguntó:
-
---¿En qué piensa usted?
-
---En nada; en eso...
-
-Thom cerró los ojos y su memoria buceó inútilmente en las tinieblas del
-Hospicio. Allí estaba su niñez, sus recuerdos arrancaban de allí...
-Pero, ¿y antes?... Y de pronto tuvo deseos de llorar, porque sintió que
-la vida no había tenido besos para él.
-
-A la tarde siguiente, Juan Thom no pudo hablar con Marta. Era domingo y
-la taberna estaba llena de parroquianos sedientos, que reían y charlaban
-á gritos; las luces palidecían en el humo de las pipas. Thom, desde la
-_terrasse_, miraba al interior del establecimiento. El señor Gustavo, en
-pie, detrás del mostrador, al aire los antebrazos, peludos como los de
-un fauno, parecía presidir la reunión. Marta iba de una mesa á otra,
-solícita y grave á la vez, y al inclinarse hacia adelante para servir un
-bock de cerveza ó recoger unos vasos, sus pechos vibrantes y eréctiles
-se dibujaban audaces bajo la fina tela del corpiño.
-
-Thom observaba á la joven, y una melancolía, que era casi una angustia,
-iba apoderándose de él; también advirtió que varios bebedores, que ya
-empezaban á mostrarse borrachos, la miraban con avidez.
-
-¿Por qué de todas las perfecciones femeninas el seno es lo que más
-despierta y alborota la lascivia del hombre; y por qué á las mujeres,
-especialmente á las muy predispuestas á la maternidad, es allí,
-justamente, donde más gustan de ser acariciadas? ¿No hay en todo ese
-poderío lujuriante de los senos, que alimentan la vida del recién
-nacido, como «una voz de la especie»...?
-
-En esto pensaba Juan Thom, y al mismo tiempo sentía un desasosiego
-extraño y doloroso, que era como una amenaza, como el presentimiento de
-un peligro que iba acercándose. Empezó á monologuear:
-
-«Si Marta fuese novia mía y cualquiera de estos barbarotes la faltase al
-respeto de obra ó de palabra, ¿qué iba á hacer yo?...»
-
-Y al sentirse obligado á responder á esta pregunta, la idea de que era
-pequeñuco, raquítico y débil, le hirió en su dignidad de hombre y de
-amante como un cuchillo.
-
-El jockey acababa de vaciar su botella, cuando el peligro esperado
-llegó. Un parroquiano, que había pedido un bock de cerveza, trabó
-conversación con Marta: era un individuo barbirrubio, vestido con traje
-de pana, que reía groseramente. La joven quiso marcharse, pero su
-interlocutor la retenía por el delantal, y los ojos de los amigachos que
-trasegaban con él ardían en deseos. De pronto, aprovechando un momento
-en que el señor Gustavo se hallaba vuelto de espaldas al salón, el
-individuo del traje de pana extendió un brazo y su mano torpe,
-hambrienta cual una garra, se crispó gozosa sobre el seno de Marta. La
-moza dió un grito, y Juan Thom, fuera de sí, penetró en la taberna. Con
-la agilidad de un gato se lanzó sobre el insolente.
-
---¡Canalla!--gritó.
-
-Al sentirse agredido, el borracho se puso de pie, esperó á que el jockey
-repitiese su acometida y luego, de un solo puñetazo, le tiró al suelo,
-hecho un ovillo, á los pies de Marta. Afortunadamente para Thom, el
-señor Gustavo acudía á su defensa: adivinaba lo ocurrido.
-
---¡Trueno de Dios!...
-
-Las sílabas del juramento favorito del buen pueblo francés pasaron
-silbando por entre sus dientes, que crispaba la cólera. El borracho
-trató de defenderse, pero su resistencia fué vana: el tabernero le cogió
-por las solapas con una mano, para asegurar bien el golpe que iba á
-darle con la otra, y en seguida, de un puñetazo recto y seguro le lanzó
-hasta la _terrasse_ con la cara rota y bañada en sangre.
-
-Aquella noche Juan Thom cenó con el señor Gustavo; Marta comía con
-ellos, pero á cada momento se levantaba para servirles. Los dos hombres
-comentaron el lance, machacando pesadamente sobre los mismos detalles:
-Juan Thom acababa de vaciar su botella y se hallaba en la _terrasse_, de
-cara á la taberna y mirando á Marta; el señor Gustavo estaba detrás del
-mostrador y dando la espalda al salón; en aquel momento...
-
---Pues si no acude usted tan á tiempo--declaró el jockey con llaneza
-simpática--, ese tagarote da fin de mí.
-
---¡Vaya!... Pero conmigo la criada le salió respondona. ¿Eh?... ¡Tengo
-los puños muy sólidos! Al que yo le trabe por el cuello, ya puede
-despedirse de su familia...
-
-Hablando así, el tabernero reía á carcajadas, con una violencia tonante
-que hacía vibrar la cristalería de los armarios. Bruscamente,
-reconociendo al jockey humillado, se interrumpió para decir:
-
---¡Caramba! ¡Pero usted es valiente!
-
-Juan Thom, modestamente, bajó los ojos. El señor Gustavo repitió:
-
---¡Ya lo creo! Es usted un bravo... Porque hay que considerar que usted
-no tiene fuerza... que á usted, de un estornudo, se le tira al suelo...
-
-Y como el jockey no contestase, Marta repuso:
-
---Sí; el pobre no ha podido hacer más... ¡Pero, como es tan pequeño!...
-
-Thom miró á la joven y su mirada fué una lágrima. Marta, que era más
-alta que él, le compadecía. Nunca se sintió el infeliz más
-insignificante que entonces.
-
-Después entraron dos parroquianos, y el señor Gustavo, que ya había
-cenado, fué á servirles. Juan Thom bebió solo su café. De cuando en
-cuando suspiraba y miraba al espacio fumando su pipa. De pronto
-experimentó cierto dulce alivio. Acababa de sorprender á Marta
-observándole desde detrás del mostrador, por encima del periódico que
-aparentaba leer atentamente.
-
-
-
-
-V
-
-
-Una mañana, al despertar, Juan Thom se preguntó:
-
---¿Por qué estoy tan triste?
-
-Era, efectivamente, la suya una melancolía antigua y de honda raigambre
-que le había mordido reiteradas veces, pero sin que él supiese que
-aquello tan profundo, tan frío, que le robaba todo voluntario impulso y
-le explicaba la voluptuosidad de morir, se llamaba así: tristeza.
-
-Mientras se vestía, el pequeño Thom volvió á interrogar á su conciencia
-á propósito de aquel malestar que iba invadiéndole poco á poco como una
-ola amarga; y al hacerlo fué en alta voz, cual si alguien que no fuera
-él mismo hubiese de responder á su pregunta:
-
---¿Por qué estoy tan triste?
-
-No era la nostalgia de hallarse expatriado, ni la de ser feo, ni la de
-vivir pobremente, á pesar de lo mucho que llevaba trabajado: era algo
-más, otra cosa... ¿Qué podría ser?... Hasta que su desasosiego
-innominado tuvo un semblante y un nombre. Aquella revelación fue
-inesperada y deslumbrante, como obra de embaucamiento ó de hechizo.
-
---Estoy enamorado de Marta...--pensó con estupor Juan Thom.
-
-Y era así: en las almas los movimientos se generan y hállanse sometidos
-á las leyes mecánicas que gobiernan el dinamismo de las máquinas. En
-éstas, por ejemplo, el impulso que hace resbalar unos sobre otros los
-engranajes de tres ó cuatro ruedas pequeñas, se comunica á lo largo de
-las correas de transmisión á otros engranajes más grandes, y de éstos á
-otros mayores aún, y al cabo á un volante gigantesco y de tremendo vigor
-que, al alimentar con su trabajo la vida de la fábrica, reasume y
-expresa las energías que todas las ruedas, árboles, émbolos, engranajes,
-distributores y correas, desarrollaron antes que él. Lo mismo ocurre en
-las almas, donde no es raro que todo cuanto en ellas dejó la herencia,
-el temperamento, la educación, el ejemplo y demás factores que cooperan
-á la formación de los caracteres, bruscamente se aúne, y los
-sentimientos que antes parecían antagónicos, luego se fundan para correr
-por el mismo cauce y componer una solitaria y todopoderosa corriente.
-
-Esta transformación sorprendente y maravillosa como mutación de comedia
-de magia fué la que, en el curso rapidísimo de una noche, varió el alma
-sencilla de Juan Thom. El, poco acostumbrado á la meditación, había
-vivido ignorante de sí mismo y alejado de su propia conciencia: él, que
-nació inclusero, experimentaba, por atavismo sin duda y sin saberlo, la
-nostalgia de la madre y del padre que no conoció; él, inadvertidamente,
-acaso padecía también la melancolía de envejecer lejos de su patria, la
-ausencia total de afectos entrañables, la inanidad desesperante de la
-gloria, el aterido cansancio de una existencia que ya declinaba y aún no
-tenía rumbo, el espanto de tumba de las almas que caminan solas. Y
-repentinamente, estas desilusiones secretas, que correspondían á otros
-tantos deseos, se fundieron en un brusco anhelo; impulso único,
-despótico, rectilíneo.
-
-Según las arterias recogen toda la sangre de los vasos capilares, ó como
-un río cosecha las aguas todas de la cuenca hidrográfica donde nace, así
-las ilusiones, las desesperanzas, los arrebatos, los recuerdos, cuanto
-el espíritu de Juan Thom había vivido y esperaba vivir aún, se sintetizó
-y mezcló en un gesto que tenía un nombre de mujer: Marta. Y ya no pensó
-mas que en aquello: era indispensable acercarse á ella, conquistarla:
-allí estaba el norte seguro de sus alegrías, el remedio inefable de
-todos sus despechos.
-
-Y Juan Thom, mientras terminaba de anudarse la corbata delante del
-espejo, afirmó decidido:
-
---Sí, por eso estoy triste; porque estoy enamorado de Marta y yo no lo
-sabía...
-
-La tarde en que el jockey se resolvió á declarar su cariño á la joven,
-ésta le oyó sin inmutarse, con esa frialdad que inspiran las
-confesiones poco deseadas y que se han visto llegar lentamente.
-
---Por mí--dijo--no hay inconveniente; usted me parece un hombre bueno...
-eso es lo principal. Pero necesito saber la opinión de mi padre: yo no
-hago nada sin su consentimiento.
-
---En tal caso--repuso Juan--, hablaré con él...
-
---Como usted guste.
-
-La conversación de Juan Thom con el señor Gustavo se redujo á una
-cuestión de números: la dote de Marta no llegaba á quince mil francos.
-Juan, por lo visto, no tenía mucho más, y con treinta mil francos nadie
-se establece decorosamente. Tímidamente Juan insinuó sus deseos, cada
-día más notorios, de retirarse al campo. El tabernero le interrumpió:
-Marta, acostumbrada al bullicio alegre de París, no querría vivir en un
-pueblo, y menos separada de su padre.
-
---Yo no la he interrogado acerca de esto--terminó--; pero la conozco y
-creo que no accederá...
-
-Ante el señor Gustavo, saludable, hercúleo, casi rico, con el crédito
-que le daba un negocio boyante y la obediencia de la mujer amada, el
-pequeño Thom se sentía anonadado y minúsculo, ¡Y si él hubiera podido
-oponer á las exigencias, un tanto impertinentes, de su presunto suegro,
-la afirmación de que Marta le quería!... Pero la joven se lo había dicho
-bien claramente: «Yo no hago nada sin consentimiento de mi padre». No
-tenía, por tanto, armas con qué luchar y debía someterse á lo que la
-parte enemiga decidiera.
-
---Y, más tarde--prosiguió el tabernero triunfante--, cuando vengan los
-hijos, ¿qué harían ustedes?
-
-El jockey, sin levantar los ojos del suelo, movía la cabeza reconociendo
-con aquel signo afirmativo que el señor Gustavo tenía razón.
-
---Trabaje usted algunos años más--concluyó el tabernero--, y ya veremos.
-Mi hija todavía no necesita casarse. ¿Sabe usted qué edad tiene?...
-
---Tendrá... ¿veinte años?
-
---Diez y nueve nada más. Es demasiado joven.
-
---Sí, ella es joven--repuso Thom suspirando--; ella puede esperar... ¡ya
-lo creo!... Pero yo, no; yo voy siendo viejo...
-
-A pesar del resultado negativo de aquella primera gestión, Juan Thom
-continuó yendo á la taberna casi todas las tardes. Una veces cenaba allí
-y luego, mientras bebía su café y fumaba dos ó tres pipas, se abismaba
-en la lectura de un periódico; otras, en que tenía prisa, tomaba un bock
-y se iba. Marta, en pie delante de él, las manos metidas en los
-bolsillos de su delantalito blanco festoneado de encajes, le despedía
-con una sonrisita amable.
-
---Buenas noches, señorita Marta.
-
---Buenas noches, señor Thom; hasta mañana.
-
-Esta despedida trivial en que había como un deseo de volver á verle,
-consolaba al jockey.
-
---Si no volviese--se decía--creerían que me consideraba ofendido y
-hablarían mal de mí.
-
-Los lunes, que eran días de poco trabajo, el señor Gustavo y su hija
-cenaban con él. El tabernero era muy aficionado á las carreras de
-caballos, en las que todos los domingos arriesgaba tres ó cuatro luises.
-La amistad del pequeño Thom le había sido muy útil; gracias á él llevaba
-ganados en aquellos dos últimos meses más de seiscientos francos, y esto
-le inspiraba un fuerte agradecimiento hacia el jockey.
-
---¿Cómo se las arregla usted--decía--para conocer tan perfectamente la
-condición de cada caballo? Si yo poseyese tal habilidad, le aseguro á
-usted que, antes de llegar á viejo, era millonario.
-
-Inmóvil y pálido como una figura de cera, Juan Thom replicaba guiñando
-los ojillos.
-
---Ese es un don que no se adquiere en ninguna parte. Yo no «estudio» al
-caballo que voy á montar: yo lo «adivino»...
-
-Hablaba de _Rick_, que era su pasión, su orgullo: describía su
-complexión, su color, la expresión de su mirar, su aliento soberano.
-
-Para distraer á sus interlocutores y convencerles de que los mejores
-caballos son los alazanes obscuros ó tostados, refirió una historia que
-oyó contar, siendo niño, á su amo y maestro don Pedro del Real.
-
-Decía la leyenda que cierto _cheik_ ciego iba guiado por su hijo,
-huyendo de un tropel de furiosos enemigos. «--Hijo--preguntó el
-_cheik_--, ¿qué caballos montan nuestros perseguidores?--Caballos
-blancos, padre.--Entonces, llevémosles por donde haya sol, porque bajo
-el sol se derretirán como si fuesen de nieve...» Transcurrieron así
-varias horas, pasadas las cuales tornó á preguntar el _cheik_: «--Hijo,
-¿cómo son los caballos que oigo galopar detrás de nosotros?--Son negros,
-padre.--Pues procura llevarlos por terreno áspero, porque á fuer de
-casquiblandos se romperán los cascos en el suelo...» Pero luego, como
-sintiese el anciano jefe que el estrépito de sus acosadores resonaba más
-cerca, volvió á informarse con inquietud del color de los caballos que
-montaban, y al saber que eran alazanes exclamó: «En tal caso, lo mejor
-es ocultarnos y dejarles pasar. De lo contrario, somos muertos».
-
---Y así es _Rick_--concluyó Juan Thom--como esos caballos árabes que
-corren sin sudar, durante todo un día, bajo el sol del desierto.
-
-Proseguían charlando hasta las nueve y media ó las diez de la noche,
-hora en que el jockey, que necesitaba madrugar, se retiraba. Al
-marcharse, el tabernero, más afectuoso que antes, le acompañaba hasta la
-puerta, mirándole con ojos de enternecimiento y simpatía que parecían
-decirle: «No crea usted que he olvidado la conversación que tuvimos una
-tarde: mi hija y yo pensamos en usted».
-
-Una noche el señor Gustavo y Marta invitaron á Juan Thom á cenar; los
-dos parecían preocupados y hablaron poco. A los postres el bordelés
-preguntó:
-
---Diga usted, amigo Juan: ¿usted tiene mucha confianza en _Rick_?
-
---Tengo más confianza en él--repuso gravemente el jockey--que en mí
-mismo.
-
-Hubo un largo silencio que desconcertó á Thom. Aquella pregunta
-inesperada acababa de precipitarle en un abismo de dudas. Los dos
-hombres se miraban, fumando sus pipas: Marta leía un periódico. El señor
-Gustavo fue quien habló primero:
-
---¿_Rick_ no ha sido vencido nunca?
-
---Jamás--repuso Thom, cuyos ojuelos llamearon de soberbia.
-
---Es que el mejor caballo, en un momento cualquiera puede flaquear...
-despistarse...
-
---¡Pero éste no!--interrumpió Thom orgulloso y magnífico--: yo respondo
-de él. ¡_Rick_, bajo mis rodillas, es invencible!
-
-En aquel instante el pequeño jockey aparecía transfigurado y mejorado:
-su perfil simiesco temblaba de emoción colérica. Marta había dejado de
-leer y fijaba en él una mirada rectilínea de curiosidad y de sorpresa.
-
-El señor Gustavo descargó un formidable puñetazo sobre la mesa, y
-levantando mucho la voz, en una sincera explosión de generosidad:
-
---Pues, si es así--dijo--, Marta juega los quince mil francos de su dote
-á _Rick_... ¡Y se casan ustedes!
-
-Un livor cadavérico cubrió las mejillas pecosas y enjutas del jockey, y
-mortal temblor sacudió su pobre cuerpo enano.
-
---¿Es verdad, Marta?--balbuceó--¿es verdad lo que dice el señor
-Gustavo?
-
-Y la joven, sonriendo apenas, repuso:
-
---Sí, señor Thom: mi padre lo ha dicho... Juan Thom sintió que la
-emoción le ahogaba: el agradecimiento y la alegría arrasaron sus ojos en
-lágrimas y rompió á llorar.
-
---Gracias--tartamudeaba--, muchas gracias... Ya soy feliz... ya no
-dudo... ¡Marta será mía!...
-
-Calló y, sin saber qué hacía, se puso de pie; pero en seguida tuvo que
-sentarse. Estaba deslumbrado: ante sus ojos acababa de pasar una gran
-luz.
-
-
-
-
-VI
-
-
-Las carreras del «Gran Premio», que se disputa sobre el _turf_ de
-Longchamps, despertaban aquel año extraordinario interés. Se hablaba de
-una apuesta de quinientos mil francos pendiente entre el conde Narciso y
-un _sportsman_ inglés dueño del _Cromwell_, que había ganado el premio
-«Diana» y era tenido por el corredor más fuerte de los hipódromos
-británicos. Los periódicos de sports aseguraban que la lucha entre
-_Cromwell_ y _Rick_ sería emocionante: era la primera vez que aquellos
-dos corredores, hasta entonces invencibles, iban á medir sus fuerzas.
-Muchos inteligentes votaban por _Rick_; otros, en cambio, decían que las
-facultades del llamado, por antonomasia, «el primer caballo de Francia»,
-iban declinando, mientras _Cromwell_, más joven que su glorioso enemigo,
-alcanzaba la plenitud de su vigor.
-
-Juan Thom, por su parte, no dudaba de la victoria, y á solas en la
-caballeriza con _Rick_ le abrazaba y besuqueaba hablándole de su próximo
-combate, donde era necesario vencer, porque de ello dependía su boda
-con Marta.
-
---¡Si supieses cuánto la quiero!... Esa mujer puede hacerme dichoso,
-_Rick_; ayúdame á lograrla. ¿No te gustaría á ti verme contento?
-
-Enternecido por sus propias palabras, el jockey sentía que su amor hacia
-_Rick_ desbordaba, trocándose en gratitud honda y jugosa; _Rick_ le
-escuchaba derribando las orejas hacia atrás, bajando la cabeza para que
-su jinete le rascase la frente; y luego alzaba el cuello poderoso, con
-un resoplido de ufanía.
-
-De repente y como por ensalmo, la adversidad vino á destruir los planes
-de Juan Thom. A principios de Abril, mes y medio antes de verificarse
-las carreras del «Gran Premio», falleció el conde Narciso, y su hijo y
-heredero, con quien meses atrás el pequeño Thom había tenido un
-disgusto, despidió al jockey.
-
-Aquella noche, Juan refirió llorando al señor Gustavo la desgracia que
-le abrumaba. Estaba fuera de sí. La pérdida de _Rick_ le enloquecía, no
-porque el pan fuese á faltarle, pues el amo de _Cromwell_, apenas supo
-lo ocurrido, le mandó llamar, sino porque él amaba á _Rick_ y parecíale
-que con éste le quitaban la historia de todos sus triunfos. En aquellos
-primeros momentos de pesadumbre desgarradora, el jockey no hablaba de su
-porvenir ni de su amor hacia Marta: sólo hablaba de _Rick_, que era su
-pasado; pasado magnífico, glorioso como una selva de laureles.
-
---Yo lo he visto nacer--decía llorando--, yo lo he amaestrado como
-ningún otro caballo lo fué... ¡es el fruto de todos mis estudios!... Sin
-él mi fama se derrumbará, porque ya he perdido las ganas de trabajar, y
-seré uno de tantos...
-
-Era ya tarde, y el señor Gustavo, apenas se marcharon los últimos
-parroquianos, cerró la taberna. Después puso sobre la mesa del jockey
-tres «dobles» de cerveza, encendió con aire preocupado su pipa, y
-sentado á horcajadas en una silla, esperó. Marta observaba á Thom sin
-comprenderle, hallando un poco ridícula aquella pasión de artista. Pero
-las lágrimas del jockey habían emocionado el corazón meridional del
-tabernero.
-
---No hay que desesperarse--dijo--. ¡Trueno de Dios!... Usted, por lo
-visto, es de los hombres que naufragan en un buche de agua.
-
---¿Yo? ¿Porqué?... ¿Acaso no tengo motivos para desesperarme? ¿No
-comprende usted que este accidente destruye todos mis planes?...
-
---A eso voy. Yo le prometí á usted jugar á Rick los quince mil francos
-de la dote de Marta...
-
---Sí, señor.
-
---Pues yo no me arrepiento jamás de lo que ofrezco; de modo que si no
-los juego á _Rick_, los jugaré á _Cromwell_... Vaya... ¿está usted
-contento?...
-
-Juan miraba al suelo sin contestar. Las palabras generosas del tabernero
-no parecían haberle alegrado. El señor Gustavo continuó:
-
---Yo tengo en usted confianza inmensa y me parece que no perderemos la
-apuesta, ¿eh?... Diga usted, creo que no la perderemos...
-
-Hubo un silencio, durante el cual Marta miró ahincadamente al jockey,
-como subrayando con los ojos lo que acababa de decir su padre. Juan Thom
-permanecía inmóvil y callado; estaba muy colorado, su respiración era un
-jadeo, sus ojuelos azules se dilataban en el círculo de sus pestañas
-rojizas. Temblaban sus mejillas pecosas. Aquel silencio, que parecía
-disimular una duda, alarmó al tabernero.
-
---¿Usted ha visto á _Cromwell_?
-
-Maquinalmente el jockey replicó:
-
---Lo he visto.
-
---¿Qué edad tiene?
-
---Siete años.
-
---¿Y es realmente un animal magnífico?
-
---Soberbio.
-
---¿Lo montará usted á gusto? ¿Se siente usted capaz de vencer con él?
-
-Hubo otra pausa. El pequeño Thom se oprimía las manos una contra otra,
-haciendo crujir los dedos.
-
-El tabernero se impacientó. Una nube de desconfianza sombreó su frente.
-
---Porque, debemos hablar clarito--exclamó--; si usted no está seguro de
-ganar... ¡qué diablos!... ¡no hay nada de lo dicho!
-
-Y Marta, que sin duda pensaba con zozobra en que los quince mil francos
-de su dote podían perderse, agregó suavemente:
-
---Yo también soy partidaria de esperar; ¿no le parece á usted, señor
-Thom? Tendremos paciencia.
-
-Estas palabras cautelosas de prudencia y desamor sacudieron el
-cuerpecillo del jockey, que miró á Marta fieramente. La joven parecía
-resignada, y la serenidad de su actitud ratificaba la decisión de su
-padre. Juan Thom sintió que aquel último baluarte de su felicidad se le
-escapaba también, y su orgullo de jinete y su cariño hacia Marta le
-devolvieron su vigor derrotado.
-
---Pueden ustedes apostar por mí--exclamó--; y no hablemos más de esto.
-¡_Cromwell_ vencerá!
-
-Vacilante, el tabernero se atrevió á objetar:
-
---¿Y si se equivoca usted?
-
---No, señor.
-
---Sería horrible que usted, llevado de su buen deseo...
-
-El jockey le interrumpió con un gesto vertical y magnífico de emperador.
-
---Repito que no me equivoco--dijo--; yo sé lo que prometo. _Cromwell_
-vencerá.
-
-Durante los cuarenta días que faltaban aún para la celebración del
-famoso concurso hípico que marca la dispersión de la aristocracia
-parisina hacia las estaciones balnearias, Juan Thom dedicó todos sus
-afanes á la educación física y moral de _Cromwell_. Era un caballo
-negrísimo y de alzada gigantesca, fino de extremidades y de cuello; su
-cabeza, fea y grande, tenía un extraordinario poder; al andar había en
-todo su cuerpo un vaivén de agilidad suprema. El pequeño Thom pasaba
-los días junto á él, estudiando su condición, acostumbrándole á sus
-mañas, adiestrándole en aquellos esforzados ejercicios que mayor
-elasticidad y entereza podían dar á sus músculos, corrigiendo
-cuidadosamente la calidad de sus piensos. De noche, antes de acostarse,
-también iba á verle, mimándole, hablándole, procurando voluntariamente
-dedicarle aquel gran cariño paternal que sintió por _Rick_. Y había en
-este esfuerzo algo del empeño inútil que ponen las madres en consolarse,
-con el hijo que les queda, del hijo que se fué.
-
-También trató de enseñarle aquel grito de guerra que hizo á Rick
-invencible:
-
---¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...
-
-Pero este avatar misterioso no despertaba en _Cromwell_ ninguna emoción.
-El jockey que desbravó á _Cromwell_, y pasaba por ser uno de los mejores
-caballistas de Inglaterra, ¿poseería también algún golpe ó palabra que
-tuviese la capacidad de desbocarle?... Esto era imposible averiguarlo,
-pues tales secretos los jockeys no se los dicen nunca, y Juan Thom se
-alivió considerando que el grito que trastornaba á _Rick_ nadie lo sabía
-tampoco.
-
-No satisfecho con perfeccionar las excelencias físicas y morales de su
-nuevo caballo, el veterano jockey, aprovechando cuantos detalles
-pudiesen cooperar al buen éxito de su empresa, construyó una fusta
-especial, á la vez ingrave y durísima, y mandó fabricar una silla que
-apenas pesaba dos libras y cuyas acciones de lana y seda tejió él
-mismo: y, finalmente, sometióse á nuevos masajes y á severísimos ayunos.
-Bien pronto apareció más pequeño, más flaco; su busto se encorvó;
-acentuóse la canal de su nuca; sus mejillas terrosas, maculadas de
-pecas, tenían la palidez de los cadáveres; su cabeza chata y puntiaguda
-de simio llegó á ser repugnante. Una tarde Juan Thom comprobó
-alegremente que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos.
-
-En la taberna del señor Gustavo no se hablaba mas que del «Gran Premio».
-La misma Marta parecía emocionada, como si aquello fuese más que un
-asunto de interés, una cuestión de amor propio. Todas las noches,
-después de cenar Thom, los novios hablaban un ratito. El señor Gustavo,
-para no estorbarles, cogía un periódico y se sentaba al otro extremo del
-establecimiento.
-
---¡Trueno de Dios!--pensaba--, bueno es que los muchachos vayan
-acostumbrándose el uno al otro.
-
-Pocos días antes de las carreras, Marta se mostró más efusiva, «más
-mujer» que nunca.
-
---Mi padre--dijo--ha visto á _Cromwell_ y está entusiasmado; le gusta
-más que _Rick_.
-
-Y añadió confidencial, bajando la voz:
-
---Creo que, en lugar de quince mil francos, va á jugar veinte mil; todo
-lo que tiene. Si él llegase á decirle á usted algo, yo ruego á usted que
-no se dé por enterado.
-
-El jockey hizo un ademán de asentimiento; estaba embelesado; aquella
-súplica inocente le había parecido dulce como una caricia. El, por su
-parte, vació en Marta su corazón.
-
---Yo también apostaré á _Cromwell_ todas mis economías: treinta mil
-francos. No es mucho... pero... ¡no tengo más!...
-
-Ella, cariñosamente, le llamó «ambicioso». Con cincuenta mil francos y
-un poco de orden podían abrir una taberna, ó una tiendecita de sombreros
-para señoras, y vivir tranquilos.
-
---Yo--concluyó--aprendí cuando niña el oficio de sombrerera y me gusta
-mucho.
-
-Oyéndola Juan Thom entornaba los párpados, sintiendo que á la felicidad
-se la ve mejor con los ojos cerrados.
-
-Luego, tímidamente:
-
---¿Por qué no nos vamos á España, á un pueblo...? ¡Oh! Tengo tantos
-deseos de vivir en el campo...
-
-Marta le interrumpió, y hubo en la seca displicencia de su gesto una
-gran crueldad.
-
---No, eso, no. A mí no me gusta el campo, no piense usted en el campo.
-Yo no quiero salir de París.
-
-Cuando Juan Thom se fué, la joven le acompañó hasta la puerta.
-
---Adiós, Marta; mañana vendré temprano.
-
---Adiós, señor Thom.
-
-El se alejaba, volviendo á cada dos ó tres pasos la cabeza, y ella le
-saludaba con la mano. Al fondo de la calle había un farol, traspuesto el
-cual ya se perdía de vista la taberna. El jockey lo sabía y allí se
-detuvo. La luz caía aplomo sobre él, poniendo un nimbo lechoso á su
-figurilla mezquina y ridícula. Marta sonreía. Nunca el pequeño Thom la
-había parecido tan feo.
-
-
-
-
-VII
-
-
-Juan Thom consultó su reloj; las ocho; hora de cenar. Sin perder momento
-cerró cuidadosamente el armario de luna y miró á su alrededor,
-cerciorándose de que todo, dentro de su pulcro gabinete de soltero,
-quedaba limpio y ordenado. En el recibimiento recogió su sombrero, que
-acostumbraba á encajárselo bien sobre el occipital, como hacía en los
-hipódromos con su liviana gorrilla de jockey, y salió. Comenzó á bajar
-la escalera; sus pies calzados con botas de charol, pies enjutos,
-pequeños como los de un niño, rozaban delicadamente los peldaños
-alfombrados.
-
-Al llegar al portal le entregaron una tarjeta roja con filetes dorados,
-que olía á heliotropo. En el fondo bermejo y satinado del cartoncillo
-aparecía en caracteres blancos, de la más fina escritura inglesa, un
-nombre de mujer: _Ana María_.
-
---Esta tarjeta--dijo la portera--debe de haberla traído la misma
-interesada. ¿La conoce usted?
-
-El jockey alzóse de hombros, ingenuo y desdeñoso.
-
---No recuerdo.
-
---Vamos, señor Thom, no sea usted hipócrita...
-
-A la insinuación maliciosa de la portera, sonriente, el diminuto Thom
-opuso un gesto escéptico y triste.
-
---Demasiado sabe usted que las mujercitas no me preocupan.
-
---Ya lo sé, señor Thom...
-
-Y al reconocerlo así, la buena mujer, que había tenido varios hijos,
-suspiró y miró á su inquilino con esa sincera piedad que inspiran á las
-madres de familia los hombres que llegaron á viejos sin haber sido
-amados. Agregó:
-
---Si quiere usted esperar á esa señora... dijo que volvía en seguida,
-que tuviese usted la bondad de aguardar un poco...
-
-Juan Thom examinaba la tarjeta perplejo, con ese aire idiota que
-adquiere el semblante del hombre á quien le dan á leer un libro escrito
-en un idioma que no comprende.
-
---No sé...--murmuró suspirando--no sé... ¿Y si tarda?
-
-En aquel momento penetró en el portal, llenándolo con el frufruteo
-perfumado y alegre de sus faldas, una mujer alta y rubia, hermosa, con
-hermosura imponente y llamativa, bajo las alas ondulantes,
-artísticamente complicadas, de un enorme sombrero blanco. Una blusa
-color salmón, con mangas transparentes de encaje, ceñía apretadamente
-su busto magnífico, á la vez flexible y pomposo. Tenía los ojos azules y
-grandes, la nariz corta; en el óvalo del rostro carnoso, «maquillado»
-como el de una actriz, los labios retocados exageradamente de carmín,
-pintaban un clavel sangriento. Avanzó resuelta, segura de agradar.
-
---¿El señor Thom?...
-
---Servidor de usted.
-
---Esta tarde tuve el honor de dejarle mi tarjeta... deseaba hablar con
-usted.
-
---Estoy á sus órdenes, señora; si quiere usted molestarse en subir á mi
-cuarto...
-
-Ella le examinaba curiosamente, sorprendida de que aquel hombrecillo,
-que en los hipódromos parecía llevar á la Fortuna bajo las rodillas,
-fuera, visto de cerca, tan mezquino y tan feo.
-
---No--dijo--, podemos dar un paseo: mi automóvil nos llevará adonde
-usted guste.
-
-Salieron. En la esquina más próxima esperaba el automóvil de Ana María;
-un soberbio «Renault» pintado de amarillo, trepidante, amenazador en el
-nimbo rojizo de sus focos encendidos. La joven subió la primera, y al
-apoyar su pie sobre el estribo, todo su cuerpo espléndido tuvo una larga
-oscilación voluptuosa. Cerca de ella se acomodó Juan Thom; sus pies
-apenas tocaban al suelo; en la amplitud del vehículo, el pequeño jockey,
-con su rostro anémico y flaco y su sombrero metido hasta el cogote, daba
-la impresión de un niño enfermo.
-
-El «Renault» de Ana María rodaba silencioso y pausado sobre los densos
-pneumáticos de sus ruedas.
-
---¿Hacia dónde quiere usted ir?--preguntó la joven.
-
---Me es igual--repuso Thom cortésmente--; dirija usted.
-
---No... porque no querría turbar el plan que se hubiese usted trazado
-para esta noche. ¿Usted no ha cenado todavía?
-
---No, señora.
-
---¿Quiere usted cenar conmigo?
-
-El jockey iba á responder afirmativamente, pero la imagen de Marta, con
-sus ojos grandes y honrados, revivió de súbito en su memoria y aquel
-recuerdo le intimidó y turbó como una acusación. Empezó á balbucear:
-
---Con mucho gusto... sí... pero... me había comprometido... una familia,
-con la que no tengo confianza, me espera, y...
-
-La aventurera comprendió; lo único que puede separar á un hombre de una
-mujer, es otra mujer... y sonrió, hallando muy cómico que el pequeño
-Thom estuviese enamorado.
-
---Es igual--dijo--; otra noche será. ¿Dónde le aguardan á usted?
-
---En la calle de... Es muy lejos; más allá de Neuilly...
-
---No importa; para los automóviles no hay distancias.
-
-Sus dedos finos y blancos, ricamente enjoyados, repicaron frívolos
-sobre los cristales delanteros del vehículo. El _chauffeur_ volvió la
-cabeza, y sus ojos negros, llenos de vehemencia moza, miraron á la joven
-osadamente, cual si en ellos persistiese aún la impresión de haberla
-visto desnuda alguna vez... en una noche de aburrimiento quizás...
-
-Ana María gritó:
-
---¡Hacia la puerta Maillot!
-
-Después, volviéndose confidencial hacia el jockey, agregó:
-
---Lo que necesito comunicarle se dice pronto; yo creo que llegaremos á
-entendernos...
-
-Rápidamente demostró conocer la historia artística de su interlocutor
-durante aquellos dos últimos años. Juan Thom sonreía, asombrado y
-contento. Ella le citó nombres de caballos célebres, le habló de _Rick_
-y de sus éxitos más notables; su conversación fácil, en la que barajaba
-familiarmente nombres de jockeys y de _sportsmans_ célebres, probaba que
-Ana María conocía perfectamente la vida íntima de los hipódromos. Las
-carreras de caballos la exasperaban, y en ellas había disipado y rehecho
-su fortuna varias veces. Aquella pasión insensata la arrebató sus
-amantes más generosos, que la dejaron, cansados de malgastar dinero. El
-año anterior había perdido cerca de medio millón de francos. También
-habló de _Cromwell_.
-
---El objeto principal de mi visita--añadió--es saber, pero con fijeza
-absoluta, si usted está seguro de triunfar con _Cromwell_ en las
-próximas carreras del «Gran Premio».
-
-El rostro de Juan Thom adquirió bruscamente una expresión cerrada,
-impenetrable.
-
---No puedo--dijo--dar á su pregunta ninguna contestación concreta. Todos
-los jockeys peleamos sobre el _turf_ con absoluta buena fe; usted lo
-sabe... Hacemos cuanto podemos, cuanto sabemos... pero no es lo mismo
-tener «la esperanza» de vencer, que «la seguridad» de vencer...
-
-Ana María le interrumpió con una sonrisa callada, suave, acariciadora
-como el roce de un terciopelo.
-
---Todas esas son «palabras...», señor Thom, y yo no me doy por
-satisfecha con tan poco. Necesito y merezco saber más. Sea usted franco;
-no tema usted. Yo soy la querida del marqués de Laverie... el
-propietario de _Cromwell_.
-
-La sorpresa agudísima que crispó las facciones del jockey dibujó sobre
-los labios acarminados, lascivamente prometedores, de Ana María, una
-nueva sonrisa.
-
---Ya ve usted--concluyó--que no está usted tratando con una persona
-extraña.
-
-Prosiguió hablando con aquella voz persuasiva y blanda--voz de
-alcoba--rica en desmayos y cadencias de amor, que tan alto y penetrante
-merecimiento daba á sus palabras. Ella estaba resuelta á jugarse en las
-próximas carreras todas sus economías: ciento cincuenta mil francos.
-¿Pero, á cuál de los dos principales corredores? ¿A _Cromwell_... á
-_Rick_?...
-
-Había cogido entre sus manecitas hadadas la diestra flaca y dura del
-jockey.
-
---Prescinda usted por un momento--murmuró--de su orgullo de jinete. Ya
-sé que pido mucho... Los artistas, y usted lo es, antes que hombres son
-artistas... Pero no olvide usted que, si es usted bueno para mí, yo
-sabré ser muy indulgente y muy generosa con usted...
-
-Calló para mirarle de frente, y en sus largas pupilas azules había un
-infinito de amor. El pequeño Thom tembló y sus mejillas pecosas se
-colorearon ligeramente, Balbuceó:
-
---Siga usted...
-
---Yo necesito saber--continuó Ana María--si _Rick_ ha sido invencible
-porque usted lo montaba, ó si, por el contrario, usted ha sido
-invencible porque montaba á _Rick_. Si lo primero, yo apuesto por
-_Cromwell_; si lo segundo, apuesto por Rick.
-
-Había rodeado con uno de sus brazos semidesnudos el cuello delgado de
-Thom, y le atraía hacia sí, ofreciéndole apoyo y generoso descanso en la
-ampulosidad de su seno odorante y magnífico. Transtornado Juan Thom, iba
-á condenar á Rick, pero se contuvo.
-
---_Rick_--dijo--vale mucho.
-
---¿Y vencerá?
-
---No, señorita. Vencerá _Cromwell_.
-
---¿Por qué?
-
---¿Y para qué quiere usted saber la razón?... Conténtese usted con
-estar segura de que la victoria será mía... nuestra...
-
-Y repentinamente, como si tuviese prisa en quebrar aquel hechizo sensual
-en que la joven iba envolviéndole, añadió:
-
---Yo tengo novia, señorita... y mi novia, con quien pienso casarme este
-verano, juega toda su dote á _Cromwell_.
-
-Esta confesión varió el rumbo del diálogo, cual si á partir de aquel
-instante la imagen de Marta se hubiese instalado entre ambos
-interlocutores separándoles. Fué la conversación leal, íntima, sin
-asomos sensuales, de dos amigos que se unen para realizar un buen
-negocio.
-
---¿Ganaremos, señor Thom?
-
---Ganaremos, señorita; no lo dude usted. El automóvil se detuvo. Ella
-preguntó:
-
---¿Hemos llegado?
-
-El jockey miró al través de los cristales y reconoció aquel farol desde
-donde se perdía de vista la taberna de Marta.
-
---Sí--repuso--, hemos llegado.
-
-Apeóse del vehículo, y sus manos esqueléticas estrecharon cordialmente
-las manecitas cariñosas de Ana María.
-
-La joven exclamó:
-
---Después del «Gran Premio» búsqueme usted. Quiero que su mejor regalo
-de boda sea el mío.
-
-
-
-
-VIII
-
-
-Llegó la tarde en que los mejores caballos de Europa iban á disputarse
-los cien mil francos del «Gran Premio». Una muchedumbre cosmopolita y
-aristocrática llenaba el perímetro enorme de Longchamps: las avenidas
-que conducen al hipódromo retemblaban bajo las ruedas fugitivas de
-millares de coches; los automóviles y los vehículos á _la Dumont_
-atronaban el Bosque con el agrio clamoreo de sus trompetas; los trajes
-claros de las mujeres endomingadas pintaban alegres manchas rojas y
-blancas sobre el fondo verde de los árboles; un murmurio inmenso de
-voces invadía el espacio; la luz cegaba; en el cielo azul las banderas
-tricolores flameaban brillando jubilosas bajo la caricia fulgurante del
-sol.
-
-La prensa de aquella mañana había soliviantado el ánimo de la multitud
-que frecuenta los hipódromos. Varios periódicos, entre ellos _Le
-Journal_, apostaban por _Rick_ y recordaban su historia; aquella
-historia sin derrotas por la que mereció ser llamado «el primer caballo
-de Francia». En cambio, el diario _Les Sports_ votaba por _Cromwell_ y
-publicaba su retrato. Esto enardecía al público, y sobre el _turf_ de
-Longchamps las apuestas se multiplicaban, equilibrándose.
-
-Ante el palco del presidente de la República, y bajo el ávido mirar del
-mundo elegante de las tribunas, los caballos iban y venían inquietos,
-mirándose con ojos recelosos y ardientes, esperando entre azorados y
-coléricos el momento del combate.
-
-A lo largo de la cuerda la multitud se apiñaba impaciente, codeándose,
-levantándose curiosa sobre las puntas de los pies. En lo alto de los
-coches que ocupaban el centro del _turf_ oscilaba una muchedumbre de
-sombrillas blancas y bermejas; la brisa, al ceñir al cuerpo de las
-mujeres los finos trajes vernales, dibujaba indiscreta ampulosidades
-llamativas.
-
-La aparición de _Cromwell_ fué saludada con nutridos aplausos por un
-grupo de ingleses. Juan Thom, impávido bajo su gorrilla roja, paseó
-sobre aquellos millares de cabezas una mirada de indiferencia y desdén,
-y apenas correspondió á la sonrisa confortante que Marta y su padre le
-dirigieron desde una tribuna. Sus piernecillas, metidas en prietos
-calzones blancos de punto, oprimían como en un crispamiento el lomo
-soberbio del caballo; el busto blandengue se encorvaba dentro del
-prestigio de la blusa sangrienta, cuyo arrebatado color exageraba la
-demacración amarillenta del rostro.
-
-Juan Thom estaba triste. En aquellos últimos días, y bien á despecho
-suyo, había pensado mucho en _Rick_: él recordaba que su querido
-caballo, la víspera de las grandes carreras, se mostraba impaciente,
-sobresaltado, como si le mordiese un presentimiento. Entonces era cuando
-él le acariciaba, le decía palabras amistosas, le explicaba que estaba
-enamorado de Marta y que necesitaba á todo trance casarse con ella. Pero
-aquella unión rara y dulce pasó, y los que fueron como hermanos, ahora,
-por un vaivén clownesco de la suerte, eran enemigos.
-
-Un problema terrible atenaceaba en tales momentos el alma del jockey.
-
---Si gano la carrera--pensaba--me caso con Marta y aseguro mi porvenir,
-mi felicidad. Pero si _Cromwell_ vence, _Rick_, que es mi pasado, mi
-historia y también mi presente, pues lo que soy no es más que el reflejo
-de lo que fuí, queda deshonrado... y ya no será tenido por «el mejor
-caballo del mundo...»
-
-Y, por primera vez, dentro del alma genial de Juan Thom, el artista y el
-hombre se encontraron frente á frente.
-
-Los franceses, á quienes disgustaba tener á su jockey favorito
-combatiendo á Francia sobre un caballo inglés, le dirigieron algunos
-denuestos; y el pequeño Thom, impasible y pálido como un muñeco de cera,
-consideraba que quienes le inculpaban tenían razón y que la lucha que
-iba á emprender bajo los auspicios del pabellón británico era una falta
-de patriotismo. Desde la tribuna primera, Ana María, espléndida,
-vistosísima entre la nieve de su sombrero y de sus encajes, le saludaba
-recordándole lo prometido.
-
-Un grupo de corredores se acercaba. Tras ellos iba Rick, solitario,
-inquieto, aislado de todos por su poderosa personalidad. Al ver á su
-antiguo jinete, el noble caballo relinchó, y su relincho extraño parecía
-decir que aquella tarde la historia gloriosa de uno de los dos quedaría
-rota. Los ojos de Juan Thom se llenaron de lágrimas.
-
-Ya los jockeys habían sido pesados. La carrera iba á empezar. El juez de
-salida, el de campo y el de llegada, ocupaban sus puestos. Los
-espectadores se estrechaban á lo largo de la pista, poniéndose sobre las
-puntas de los pies, estirando el cuello, no queriendo perder ningún
-detalle de aquel instante, breve y magnífico, del «arranque». En la
-amplitud verde del hipódromo la muchedumbre osciló como una ola inmensa.
-
-El momento había llegado. Los jockeys, vestidos unos de amarillo, otros
-de azul, ó de verde ó de rojo, procuraban domeñar la impaciencia
-fugitiva de sus cabalgaduras para colocarlas en la misma línea. Pero la
-operación era difícil, porque los ardientes animales no sabían estarse
-quietos. Poco á poco, sin embargo, iban reduciéndolos á la obediencia.
-Hubo, al fin, un momento en que el juez de salida creyó que estaban bien
-formados. Entonces vibró una campana: los caballos partieron...
-
-Al principio, todos avanzaron juntos, formando una masa palpitante y
-terrible. Corrían con el vientre cerca del suelo, los ollares hinchados
-por la cólera, los cuerpos alargados y como dislocados en una contorsión
-tetánica de todos sus músculos. Los jockeys, en pie sobre los estribos
-para pesar menos, les estimulaban atacándoles sañudamente con las
-espuelas y golpeándoles con sus fustas rellenas de plomo.
-
-Pero en seguida comenzaron á distanciarse: uno de ellos, al arrancar, se
-amorró demasiado y rodó por el césped; otro, cuyo jinete trató de
-«hacerle el juego» á un compañero, se despistó y quedó fuera de combate.
-Los demás continuaron.
-
-Bien pronto _Rick_, que había tomado la cuerda, ocupó la delantera,
-huyendo con aquel correr suyo poderoso y tranquilo, como el vuelo de las
-águilas. Junto á él iba _Cromwell_, menos corpulento que su enemigo,
-pero corajoso y ardiente como _Al-Borak_, la yegua hadada que llevó á
-Mahoma, en el espacio de una noche, desde la Meca á Medina...
-
-La lucha entre ambos animales, verdaderos modelos de energía y de
-voluntad, era asombrosa. En el segundo tercio de la carrera, Juan Thom,
-que se había limitado á impedir que _Rick_ se le adelantase, alzóse
-sobre los estribos y comenzó á fustigar furiosamente las ancas de su
-cabalgadura; sus espuelas cruzaron los hijares palpitantes del animal de
-líneas rojas. _Cromwell_, enardecido por la cólera del dolor,
-aventajándose á sí mismo, adelantó más... más...
-
-Durante algunos segundos, _Cromwell_ y _Rick_ pelearon sin sacarse
-ventaja, y sus jockeys sentían el calor magnético de los millares de
-miradas que les perseguían acosadoras. Momento magnífico. Iban pálidos,
-sudorosos, jadeantes, medio ahogados en la velocidad asfixiante de la
-carrera. Al fin, y bajo la fusta incansable de Thom, _Cromwell_
-avanzó... avanzó lentamente... semejante á un águila que volase á ras de
-tierra...
-
-Un grito formidable atronó el espacio.
-
---¡Pierde _Rick_!--exclamaron millares de voces--¡_Rick_ pierde!...
-
-Francia iba á quedar vencida; los ingleses aplaudían. Juan Thom miró de
-reojo y vió junto á su rodilla la querida cabeza de su caballo, que
-parecía llorar despidiéndose de él para siempre, en la vergüenza
-irremediable de la derrota. Aquella mirada inteligente y desesperada
-traspasó el alma del jockey; Juan Thom pensó lo que hacía estaba mal
-hecho, porque iba á destrozar la larga historia triunfal de _Rick_, y
-_Rick_ no era responsable de que Ana María quisiera rehacer su fortuna,
-ni de que él se hubiese enamorado de Marta, ni de que la dote de Marta
-fuese tan pequeña...
-
-Una vez más el artista vencía al hombre, y entonces Juan se olvidó de sí
-mismo, de su amor, de sus treinta mil francos... y echando el cuerpo
-fuera de la silla lanzó aquel alarido extraño, gutural que hacía á
-_Rick_ invencible.
-
-Los dos corredores enfilaban el jalón de distancia plantado cien metros
-antes de llegar á la meta.
-
---¡Gruiiii!--gritó el jockey--¡gruiiii!...
-
-Y _Rick_, fuera de sí, bebióse la brida y brincó, dejando atrás á
-_Cromwell_, arrastrando así sañudamente por el suelo, como si fuese un
-cuerpo muerto, todo el porvenir de Juan Thom.
-
-No obstante, aquella tarde, al volver de Longchamps entre la curiosidad
-de la muchedumbre que le miraba con un poco de lástima, la frente triste
-del pequeño Thom era noble y altiva como la de un rey.
-
-Madrid.--Mayo, 1909.
-
-
-
-
-EL COLLAR
-
-
-
-
-I
-
-
-Había terminado el primer acto, y Enrique Darlés, llevado de su
-curiosidad provinciana, descendió al _foyer_. Quería asimilarse pronto
-el alma grande y abigarrada de la urbe, ver muchas cosas, afirmar su
-personalidad ante la renovación de tantas emociones nuevas, sentir cómo
-todo Madrid iba pasando bajo la suela de sus zapatos andariegos.
-
-Momentos antes, desde su vulgar asiento de «paraíso», el teatro Real,
-con su amplio patio de butacas y sus palcos anegados en la llovizna
-fulgurante de centenares de lámparas eléctricas, habíasele ofrecido cual
-un raro jardín; especie de ramillete enorme donde los cintillos
-diamantinos que adornaban las femeniles gargantas, gotas de rocío
-parecían detenidas sobre pétalos monstruosos de sedas, de terciopelos
-joyantes y de epidermis desnudas. La intensidad de este espectáculo fué
-tan cautivadora, que apenas si logró percatarse de lo que la orquesta y
-los artistas iban diciendo. Las impresiones visuales derrotaban en su
-ánimo toda otra emoción, y miraba sin saciarse nunca. Aquel pensil
-humano exhalaba una fragancia extraña, un vaho adormecedor y sensual á
-esencias de heno, de jazmines, de musgo y de violetas parmesanas, á
-carnes bien lavadas, á finas ropas interiores. Y en el fondo del cuadro
-luminoso, resplandeciente como una apoteosis de opereta, las mujeres,
-con sus talles mimbreantes, sus hombros impúdicos expuestos á la
-voracidad analítica de los gemelos, sus semblantes risueños,
-embellecidos por esa placidez de expresiones que da la riqueza, sus
-cabecitas cuidadosamente peinadas, sus manos enjoyadas, que movían
-abanicos de plumas ante las gasas de los escotes...
-
-Ganoso de examinar de cerca este mundo, Enrique Darlés descendió al
-_foyer_. Allí se detuvo, un poco avergonzado de sí mismo. Por primera
-vez hallaba ridículos su sombrero hongo pasado de moda, su trajecillo
-negro que le daba aspectos de seminarista, sus brodequines viejos y mal
-lustrados. Su corbata flotante, anudada con negligencia estudiantil,
-también era fea. A su alrededor pasaban hombres correctamente vestidos,
-con elegantes fracs de floridas solapas y levitas de impecable
-severidad, y damas que arrastraban majestuosamente la albura de sus
-faldas de moaré y de gro por la alfombra mullida y bermeja. Era aquella
-una sinfonía magistral de sedas, de brocados, de pieles fastuosas, de
-finos tarsos vislumbrados tras el misterio perverso de las medias
-caladas, de aderezos esplendorosos y de pulseras tintineantes, cuyos
-dijes repetían la canción de su oro sobre la morbidez armiñada de los
-antebrazos.
-
-Aturdido, sin saber justificar su presencia allí, Darlés adelantóse á
-examinar un busto de Gayarre; busto broncíneo, de cabellos cortos y
-revueltos y enérgica actitud, que recuerda la figura de Otello. Una mano
-se apoyó familiarmente en su hombro. El joven volvió la cara.
-
---¡Don Manuel! ¡Qué sorpresa!
-
-Era un caballero de mediana estatura, recio y un poco calvo.
-Representaba cincuenta años. Una crespa y abundante barba rubia cubría
-sus mejillas abultadas y felices, llenas de sangre. Vestía de levita.
-Sobre su nariz epicúrea, ancha y corta, temblaban unas gafas de oro.
-
---¡Muchacho!--exclamó--; ¿tú por aquí?
-
-Muy colorado, sin saber por qué, Enrique repuso:
-
---He venido á ver esto...
-
-Inconscientemente, con ese respeto que cuando niños aprendimos á tener á
-los amigos de nuestros padres, se había quitado el sombrero, que
-sujetaba con ambas manos á la altura del pecho. Además, don Manuel era
-diputado. Pero el prohombre le obligó á cubrirse.
-
---¿Y qué haces en Madrid?
-
---Estudiar.
-
---¿Derecho?
-
---No, señor: Medicina.
-
---¡Buena carrera! ¿Qué año cursas?
-
---El preparatorio.
-
-Sonrió avergonzado. Comprendía que sus respuestas eran demasiado
-lacónicas y que no sabía hablar; y experimentó con más fuerza que antes
-la vejatoria sensación de hallarse mal vestido. Don Manuel miraba á su
-alrededor y había en su gesto impertinencia y desenfado. A cada momento
-murmuraba: «Estoy esperando á uno...» Luego reanudó su vaneo con el
-estudiante, interrogándole por su padre y por el cacique del pueblo.
-Invariablemente, á cada nueva interrogación, Enrique Darlés contestaba:
-«Todo está igual, todos siguen bien...» Y el diálogo volvía á
-interrumpirse.
-
-Don Manuel preguntó:
-
---¿Vives en casa de huéspedes, verdad?
-
---No, señor.
-
---¿Cómo?
-
---He alquilado, en la calle de la Ballesta, un pisito tercero interior,
-que me renta trece pesetas mensuales, y como en una taberna de la misma
-calle.
-
---Veo que sabes vivir; así te ahorras el lidiar con patronas. Cuando
-conozcas bien Madrid, no habrá quien te haga volver al pueblo. Madrid es
-muy hermoso. Aquí, teniendo dinero, un hombre listo se divierte mucho.
-
-Con ese tono confidencial que los necios y soplados adoptan para admirar
-á los individuos que estiman inferiores, don Manuel añadió:
-
---Mira: tú no eres un niño; yo, ¡qué diablos!... tampoco he llegado á
-viejo; por tanto, y ya que ese amigo á quien esperaba no viene, podemos
-hablar libremente. Yo... ¿comprendes?... tengo... un quebradero de
-cabeza...
-
-Enrique hizo un signo afirmativo.
-
---Alicia Pardo, ¿la conoces?
-
---No, señor.
-
---Es muy popular entre la aristocracia de buen humor. Una hermosura
-espléndida. En el Casino la llamamos «Tacita de oro».
-
-Repentinamente la expresión de sus facciones cambió: los ojos brillaron
-glotones y alegres; acentuóse el color congestivo de las mejillas y dió
-media vuelta sobre sí mismo, acariciándose la barba y ajustándose bien
-sobre la frente el sombrero de copa, con la petulancia del fatuo que se
-supone admirado.
-
-El agudo y sostenido repiqueteo de unos timbres anunciaron que el
-segundo acto iba á empezar. Los espectadores refluían hacia el salón, y
-en la soledad del _foyer_, bajo la claridad blanca de los focos
-eléctricos, el busto de Gayarre parecía más alto. Don Manuel exclamó:
-
---Sígueme; te presentaré á mi amiga.
-
-Y, refiriéndose á una mirada despavorida del estudiante, agregó:
-
---No importa que tu traje no sea de etiqueta. Te quedas en el antepalco.
-
-Echó á andar con paso firme, preocupado en dar á sus movimientos soltura
-y flexibilidad juveniles. Sin responder palabra, Enrique Darlés le
-siguió, á un mismo tiempo gozoso y turbado.
-
-Penetraron en una platea. Don Manuel murmuró:
-
---Bien, ¿eh?, hasta luego; desde aquí puedes oirlo todo.
-
-Enrique no contestó; la representación había comenzado, y en el silencio
-hierático de la sala triunfaba el coro de una de esas dulces óperas
-italianas, cargadas, para todos nosotros, de recuerdos de infancia.
-Darlés levantó ligeramente uno de los pesados cortinajes que defendían
-el antepalco. De espaldas á él, y acodada sobre la barandilla de la
-platea, había una mujer joven, vestida de blanco. Las firmes caderas
-ondulaban lascivas bajo la brevedad pueril de la cintura; los hombros
-eran redondos y de armoniosa anatomía; sobre la nieve de la nuca
-desnuda, los cabellos rubios, casi rojos, fingían tonalidades leoninas;
-dos esmeraldas enormes temblaban, como gotas de ajenjo, en el rosado
-lóbulo de las orejas diminutas. Enrique Darlés advirtió que don Manuel y
-Alicia cambiaban algunas palabras. Seguidamente, ella volvió la cabeza
-con un movimiento curioso, lleno de gracia, y el estudiante recibió en
-los ojos el choque de dos pupilas grandes, verdes y luminosas, como
-animadas esmeraldas. Fué una mirada breve, pero inquisitiva y
-penetrante, que se resolvió en una expresión de desdén.
-
-Tembloroso y con las mejillas abrasadas en rubor, Darlés dejó caer la
-cortina y fué á refugiarse al fondo del antepalco. Al principio quiso
-huir de allí, mas luego cambió de opinión, pareciéndole que marcharse
-sin despedirse era poco correcto. El creía que se fastidiaba, pero, en
-realidad, lo que tenía era miedo. No obstante, esperó. Lentamente el
-hechizo musical de la ópera fué invadiéndole, librándole de su propia
-conciencia. Desarrollábase uno de esos poemas románticos, completamente
-líricos, donde las figuras lo son todo: el ambiente, el marco que rodea
-á los personajes, lo objetivo, no existían allí. Temblaban sobre el
-suave y acordado plañir de los violoncelos gemidos de quebranto;
-apuntaban los violines agudos gritos de rebelión y arpegios de ufanía, y
-sobre el poema orquestal, rico, proteico, multiforme, como una alma,
-alzábase la voz del tenor, persuasiva y caliente, desgarrándose en un
-lamento inconsolable.
-
-Enrique tornó á levantarse y á separar tímidamente los cortinones del
-antepalco. Su movimiento quedó inadvertido. Alicia estaba de espaldas á
-él, suspensa en el hechizo hadado de la representación, y su emoción
-fingía deslizar por entre sus omoplatos un estremecimiento de carne
-rosa. Alrededor de los cabellos, la intensa reverberación blanca de la
-sala prendía un nimbo tornasol. Repentinamente Enrique Darlés tembló;
-antes los ojos de la joven habíanle parecido dos esmeraldas, y ahora las
-esmeraldas que brillaban bajo la hoguera de sus cabellos creyó que le
-miraban como dos pupilas. Pero esta idea absurda duró poco; la orquesta
-languidecía en un «ritornelo» doloroso, y á lo largo del «motivo»
-capital las frases musicales se desgranaban abundantes, resbalando en
-escalas cromáticas, desde los tonos tiples á los más graves,
-alcanzándose, flagelándose, confundiéndose luego todas en un acorde de
-angustia inmensa. Y en aquel treno grandioso había abatimientos de
-desilusión y zozobras de esperanza, cansancios y anhelos, muecas y
-risas; la vida, en fin, trágica y filante, que se retorcía en la
-amargura de todo cuanto fué y ha de ser.
-
-Enrique volvió á sentarse; una pena sin nombre oprimíale la garganta y
-sintió deseos punzantes de llorar. Su pasado y su presente desfilaron
-por su espíritu en velocísima visión cinematográfica. Su padre era viejo
-y tenía una botica que apenas le redituaba para mal vivir; y él,
-terminada su carrera de médico, debería regresar al pueblo, monótono y
-odioso. Allí, trabajando para devolver á sus progenitores cuanto de
-ellos recibió, marchitaría sus años mozos; ilusiones de amor,
-curiosidades de artista, lo más excelente de su alma allí quedaría
-enterrado. Luego se casaría y tendría hijos; después... su existencia
-trazaba un larguísimo camino recto, sin ondulaciones ni altibajos,
-perdido en la monotonía de un desierto. Saber lo que será de nosotros
-dentro de diez, de veinte, de treinta años, ¿hay algo más horrible?
-
-El pobre estudiante se mesó los cabellos, y sus ojos se arrasaron en
-lágrimas. El hubiera querido ser rico, no tener familia y hallarse
-expuesto á los zarpazos, generosos en poesía, de lo imprevisto. Sin duda
-por sus venas corría sangre de conquistadores, de aventureros esforzados
-que realizaron hazañas preclaras y murieron en lejanos climas, y aquella
-estirpe belicosa dejó en él, con la afición al peligro, la melancolía
-infinita de acercarse á la vejez sin haber hecho nada diferente de lo
-que todos los hombres hacen todos los días. Terminar una carrera
-costosa, aburrida y difícil, para más tarde ganar un jornal, una mujer y
-un rincón: una casa pobre donde hay tantos palacios, un amor donde laten
-tantas pasiones, un jornal miserable al lado de tantas fortunas...
-
-Y, excitado por la música, la pena absurda de Enrique Darlés estalló en
-sollozos.
-
-Acabó el segundo acto y don Manuel y Alicia Pardo entraron en el
-antepalco. Al ver á Darlés, los habladores ojazos verdes de la joven
-llenáronse de sorpresa.
-
---¿Cómo? ¿Estaba usted llorando?
-
-Antes de que el estudiante pudiera contestar, repitió, dirigiéndose á su
-amigo:
-
---¿No te parece? ¡Estaba llorando!
-
-Enrique, avergonzadísimo, dijo:
-
---No sé... me hallaba distraído. Pero, sí... es posible...
-
-Ella repuso sonriendo:
-
---Tiene usted novia, ¿verdad?
-
---No... no, señorita.
-
---¿Y entonces?
-
---Es que siempre... ¡tonterías!... sin saber por qué, como á las mujeres
-histéricas, la música, aunque sea mala, me pone triste.
-
---¡Es raro!... A mí, no.
-
-Don Manuel, sanguíneo y macizo, significó con un alzamiento de sus
-hombros cuadrados que aquello carecía de importancia, y les presentó; y
-Enrique sintió en su diestra ardorosa la mano fría y suave--nieve y
-terciopelo--de «Tacita de oro». Después los tres se instalaron sobre el
-mismo diván. Alicia quedó colocada entre los dos hombres. Don Manuel
-sacó su petaca.
-
---¿Quieres?--dijo.
-
---Muchas gracias.
-
---¡Buen chico!--exclamó el diputado--; no tiene vicios.
-
-Alicia interrogó:
-
---¿Qué, no fuma usted?
-
---No, señorita...
-
---¡Sí que es usted raro!... Pues yo, fumo.
-
-Enrique Darlés bajó los ojos, ruborizándose de nuevo. Comprendió que
-aquel detalle agravaba la ridiculez de su traje; las mujeres,
-generalmente, gustan de los hombres que fuman; para ellas el tabaco
-suele ser el perfume mejor. Tuvo hacia sí mismo un movimiento de rabia;
-de buena gana, para recobrarse ante Alicia, hubiese apurado, uno tras
-otro, cuantos cigarrillos, egipcios ó turcos, llevaba don Manuel en la
-petaca; pero ya era tarde; la oportunidad, esa gran hechicera que da
-mérito y gracia á todas las cosas, había pasado.
-
-La joven, con desenfado perfectamente inglés, había cruzado una pierna
-sobre otra y fumaba tranquilamente, apoyada contra el respaldo obscuro
-del diván. Esta vez, alrededor de sus cabellos diabólicos, el humo del
-cigarrillo, subiendo parsimonioso en la quietud del ambiente, tejía un
-halo azulino. Darlés la observaba, aunque de reojo. Tenía aguileño el
-semblante, la nariz respingueña, la boquirrita sangrienta y cruel; bajo
-la frente pequeña, dura, llena de instintos egoístas, los largos ojos
-verdes miraban con imperio y fastidio: era una expresión fría,
-taladrante, sondeadora, que no revelaba piedad. Un hilo de menudas
-perlas ceñía su garganta mórbida y rosada; ardían sus dedos, de uñas
-puntiagudas, bajo el incendio de las sortijas. En la euritmia de su
-escultura, en el acordado ritmo de sus actitudes, en todos los
-pormenores y perfiles de aquella adorable muñeca, Enrique Darlés, á
-pesar de su inocencia provinciana, adivinó un alma ególatra, una de esas
-voluntades sin emoción, reconcentradas en sí mismas, que jamás sintieron
-la melancolía.
-
-Don Manuel, con ese buen humor petulante de los hombres sanos y ricos,
-poseedores de una mujer bonita, exclamó:
-
---Conque, dí, Enrique: ¿qué te parece mi «Tacita de oro»? ¿A que no
-viste en nuestro pueblo cara igual?
-
-Y agregó triunfante:
-
---Además, no me cuesta mucho. Cuando nos conocimos, la pregunté:--«¿Qué
-quieres de mí?» Y me contestó:--«Que me abones á una platea del Real»
-¡Casi nada! Mil trescientas y pico de pesetas por catorce funciones. Y
-aquí nos tienes. La pobrecilla no es exigente.
-
-A las palabras del diputado, Darles no contestó; se lo impedían la
-emoción, la novedad de aquel mundo, que ni aun de referencias conocía;
-mundo descarrilado y amoral en que, como en arte, sólo la belleza tiene
-precio, y donde hay mujeres calculadoras que se dan por un palco.
-
-Alicia Pardo, entretanto, observaba á Enrique, y la franqueza rectilínea
-de su mirada tenía desenfado azorante. Habíanla interesado su mucha
-juventud, la ingenuidad de sus respuestas, la corrección apolina de sus
-facciones, las tonalidades obsidiánicas de su rizosa cabellera
-meridional, la bravura negra de los ojos ardientes y curiosos en la
-tersura efeba del rostro, fácil al rubor; y más que todo esto, la
-emotividad de aquel espíritu artista á quien la música arrancaba
-lágrimas. Alicia, que sólo vió á los hombres llorar por celos, ó por
-motivos aún más bajos y ruines, encontraba en el llanto de Enrique
-Darles algo exquisito y estupendo. Y por su cabecita, llena de
-curiosidades, pasó la idea de que sería muy raro y muy dulce dejarse
-amar por un muchacho así.
-
-De repente exclamó:
-
---Y usted, ¿qué hace en Madrid?
-
---Estudiar...
-
---¡Ah, ya!... Estudiante... El protagonista de una novela que leí ha
-tiempo, y que me gustó mucho, era estudiante también. ¿Qué coincidencia,
-verdad?
-
-Darlés, vencido por la sencillez pueril de la observación, hizo un
-ademán afirmativo. «Tacita de oro» continuó:
-
---¿Qué edad tiene usted?
-
---Veinte años.
-
---¿Sin mentir?
-
---Sin mentir. ¿Por qué?... ¿Acaso represento más?
-
---Al contrario. Representa usted menos. Yo voy á cumplir diez y nueve y
-parezco más vieja.
-
-Don Manuel había desdoblado un periódico y leía la sección de Bolsa.
-Alicia Pardo quiso saber cómo se llamaba Darlés.
-
---¡Enrique!--repitió--; ¡es muy bonito nombre!...
-
-Quedóse absorta, recordando que todos los Enriques que había conocido, y
-eran muchos, la fueron simpáticos. Y así, retrocediendo en su historia,
-llegó á los años de su infancia; años serenos, pasados en la quietud
-virgiliana de un pueblo, y creyó ver en Darlés, sano, inocente y tostado
-por el sol de la provincia, algo de lo que ella misma había sido. Fuera
-de sí, arrobado y boquiabierto, el estudiante la contemplaba también,
-como quien examina una muy excelente obra de arte.
-
-En los pasillos resonaba un estrépito insólito de pisadas; vibraban
-varios timbres; una ola de espectadores invadía el patio de butacas. El
-tercer acto iba á empezar. Alicia y don Manuel se levantaron.
-
---¿Te quedas?--preguntó el diputado á Darlés.
-
---No; muchas gracias.
-
---¿Por qué?
-
---Porque... necesito acostarme temprano. Mañana he de madrugar.
-
-Estaba tan cierto de que Alicia podía amarle, y era tal el empacho de
-ventura que esta certidumbre le producía, que necesitaba hallarse solo
-para disfrutarla mejor. Don Manuel añadió:
-
---Como gustes. Cuando quieras verme, mejor que á mi casa, donde no estoy
-nunca, ve á la de Alicia. Allí me encontrarás por las tardes, de seis á
-ocho.
-
-Se despidieron. Al salir del palco Enrique Darlés volvió la cabeza, y
-sus ojos y los de Alicia Pardo se tropezaron, acariciándose mutuamente,
-como dándose un beso y una cita. Fué una de esas miradas terribles,
-trastornadoras de existencias, que los hombres suelen recibir en su
-juventud y luego les acompañan toda la vida.
-
-
-
-
-II
-
-
-Alicia pasó la tarde en su casa leyendo un libro ante el fuego de la
-chimenea. Don Manuel había ido á verla; disputaron y ella le despidió.
-Estaba nerviosísima; tenía ganas de llorar, de bostezar, de mesarse los
-cabellos y emprenderla á puntapiés con los jugueteros, desde cuyos
-frágiles entrepaños de cristal las muñecas, las figulinas de porcelana y
-los «bibelotes», de formas extravagantes, mostrábanle sus rostros
-picarescos.
-
-Es indispensable haberse aburrido alguna vez para comprender toda la
-negrura, todo el silencio, todo el horror de abismo sin fondo ó de túnel
-sin salida, que guarda el hastío. Y, sin embargo, como la muerte es
-origen de vida, así el fastidio suele ser principio de acción. A veces
-un gran fastidio tiene el vigor de una gran voluntad. Por aburrimiento,
-muchos hombres de juventud libertina fueron en sus años maduros espejo
-de esposos, y aplicándose luego á los negocios murieron millonarios. El
-fastidio produce también obras de arte; Byron y Heine, de no aburrirse
-enormemente, no hubiesen llegado jamás á las excelsitudes de la poesía.
-
-Aunque muy joven, Alicia Pardo sufría ya ese mal; mal de quietud que
-borra los linderos y apaga los contrastes. Nunca estuvo enamorada, y el
-egoísmo de sus amantes acabó de dar á su alma, poco inclinada á la
-ternura, durezas diamantinas. «Yo ya no puedo querer á nadie--decía--;
-me hice hombre...» Entonces, como el espíritu no sabe estar ocioso, amó
-el lujo; no era codiciosa ni ahorrativa, pero sí gustaba de los vestidos
-costosos, de los sombreros llamativos, de las piedras finas donde los
-rayos solares se hicieron cristal. Vivir, á su juicio, era comprar
-buenos muebles, estrenar trajes, exhibirse, gastar sin tasa; entre sus
-lindas manos, alternativamente pedigüeñas y dispendiosas, el dinero se
-deshacía. Tenía mucho y necesitaba más, y como pronto se aburría de lo
-adquirido, su caudal no aumentaba.
-
-Aquella tarde la joven hallábase furiosa; no sabía qué hacer; tenía poco
-dinero y por la mañana había visto en un bazar muchas frivolidades
-bonitas. Había cogido un libro para distraerse, y no lo consiguió; su
-desasosiego persistía. ¿Por qué no ser infinitamente rica? Y hallaba
-clownesca esta pobre vida, donde los hombres se creen dichosos con
-poseer la diezmillonésima parte de lo que quieren.
-
-Cuando Enrique Darlés llegó iban á dar las siete. Al ver al estudiante,
-Alicia lanzó un suspiro de satisfacción y tiró el volumen al fuego.
-
---¿Qué hace usted?--gritó Darlés, para quien cualquier libro era algo
-sagrado.
-
-Ella repuso:
-
---Casi nada. Es una novela estúpida; con todo lo que nos aburre debíamos
-hacer otro tanto.
-
-Enrique tomó asiento.
-
---¿Y don Manuel?
-
---Estuvo aquí un rato y se fué. O, mejor dicho, le despedí. Le aseguro á
-usted que estoy insoportable; quisiera reñir con todo el mundo; daría no
-sé qué por experimentar una emoción fuerte. Me desespero. Son los
-nervios, los nervios malditos, que revuelven cuanto de malo y de
-canallesco duerme en nosotros. Hoy es uno de esos días negros en que el
-bienestar de nuestros amigos nos hace desgraciados.
-
-Interrumpióse para examinar á Darlés, quien, con su semblante
-barbilindo, sus ojos meridionales y sus rizados cabellos negros,
-mostrábase interesante y dulce como un paje.
-
---Soy rara--continuó--, voluble, ingrata, incapaz de poner pasión
-duradera en nada. Por eso, desde el primer momento llamó usted mi
-atención: por apasionado. Buenos ó malos, me gustan los caracteres
-radicales, las voluntades de hierro. En cuanto á esos temperamentos
-tibios y equilibrados que á todo saben amoldarse, comparados les tengo á
-los trajes de entretiempo, con los cuales siempre estamos mal, pues si
-en verano nos abrigan más de lo justo, en invierno nos resguardan
-bastante menos de lo necesario.
-
-Tímidamente, Enrique Darlés se atrevió á decir:
-
---¿Y de dónde proviene su disgusto?
-
---No lo sé.
-
---¿Cómo?
-
---Lo que usted oye. A menos que...
-
-Se detuvo, escudriñándose, y prosiguió:
-
---Mis palabras le sorprenden, porque es usted muy joven. Cuando tenga
-usted más años y con ellos más mundo, comprenderá que el origen de
-cualquiera de estas minúsculas contrariedades que amargan nuestra
-existencia no puede referirse á hechos concretos, sino que debemos
-reconocerlas como suma ó corolario de nuestra historia, de todo cuanto
-hemos vivido. Ahora, por ejemplo, nos sentimos tristes, porque antes
-estuvimos tristes ó estuvimos alegres. Hay, pues, en nuestras lágrimas
-presentes acíbares de lágrimas antiguas y también cansancio de risas
-pasadas. ¿Comprende usted?... No le extrañe, pues, que yo no sepa
-concretamente por qué me hallo hoy de tan pésimo humor.
-
-Calló, abismándose en una reflexión que abrió sobre su gracioso
-entrecejo un pliegue vertical. Luego dijo:
-
---¿Suele usted pasar por la calle Mayor?
-
---Muchas veces.
-
---¿Recuerda usted una joyería que hay á la derecha, en la acera de los
-números pares, cerca de la Puerta del Sol?
-
-El estudiante hizo un signo afirmativo.
-
---Pues si le gustan á usted las joyas--continuó Alicia--, fíjese en el
-collar de esmeraldas que ocupa el centro del escaparate. Hoy,
-casualmente, lo vi, y tan gran impresión me ha causado, que no puedo
-olvidarlo. Es magnífico, no sólo por el tamaño y clarísimo oriente de
-las piedras, sino por su engarce.
-
---Valdrá mucho...
-
---Quince mil pesetas.
-
-Darlés no contestó, y sus cejas se arquearon con expresión admirativa.
-En su sencillez provinciana, esas cifras, enormes para la ruin poquedad
-de su bolsa, le inspiraban aturdimiento y pánico. «Tacita de oro»
-continuó:
-
---Se lo he dicho á Manolo...; pero Manolo es un zorro astuto, un
-miserablón, á quien no hay modo de comprometer en gastos
-extraordinarios. Ello contribuyó también á que riñésemos... Crea usted
-que los hombres tienen la culpa de que nosotras no seamos más fieles.
-
-Aunque inocente en cuestiones de psicología femenina, Enrique comprendió
-que el torcido humor de Alicia debía de referirse á aquel tan admirado y
-querido collar de esmeraldas. Un deseo no satisfecho es como un alimento
-no digerido: al principio nos produce un vago malestar, que luego va en
-aumento, hasta que la indigestión estalla. Con arreglo á este símil,
-podría decirse que una pena es «la mala digestión» de un capricho.
-Ingenuamente, sin calcular que no es discreto prometer nada ni á las
-mujeres ni á los niños, Enrique exclamó:
-
---¡Si yo fuese rico!...
-
-Hubo una pausa novelesca, uno de esos silencios durante los cuales las
-mujeres se deciden á todo. Bruscamente, con aquel mismo gesto de
-aburrimiento con que momentos antes arrojó el libro que leía á la
-lumbre, Alicia abandonó una de sus manecitas entre las manos huesudas,
-trémulas de emoción, del estudiante.
-
---¿Le gustan á usted mis manos?--preguntó.
-
---Extraordinariamente.
-
---Dicen que las tengo grandes.
-
---Al contrario, son pequeñísimas.
-
-Examinó con arrobo la mórbida finura del carpo; las líneas caprichosas
-que las venas azules trazaban bajo la blancura de la piel; los hoyuelos
-que embellecían la primera falange de los dedos; dedos de bailarina,
-alhajados ostentosamente, y que concluían en uñas triangulares y
-rosadas. Alicia se miraba sus sortijas; en las lanzaderas los zafiros,
-los rubíes sanguinarios, los topacios, los diamantes hechos de luz,
-componían ramilletes de minúsculas florecillas inmarcesibles.
-
---Cuando pase usted por la calle Mayor--insistió la joven--examine bien
-el collar de que le he hablado. Dos collares hay en el escaparate: uno
-de perlas negras, y otro de esmeraldas. Me refiero al segundo; lo verá
-usted un poco á la izquierda, sobre un medio busto de terciopelo blanco.
-
-La visión de las preciosas piedras verdes revivía en su memoria con
-tenacidad obsesionante y, al llenar su espíritu, ejercitaba sobre todas
-sus ideas una peligrosa tiranía centrípeta.
-
-Eran las ocho, y Enrique Darlés se levantó.
-
---¿Se marcha usted?--preguntó Alicia.
-
---Sí; me voy á cenar.
-
-Ella le miró de pies á cabeza y le halló esbelto, con hermosura casi
-infantil, dentro de su modesto trajecillo negro. Después pensó que
-aquella noche, en que no tenía nada que hacer, iba á fastidiarse
-horrorosamente.
-
---¿Por qué no cena usted conmigo?--dijo.
-
---¿Para qué?
-
---¡Vaya una pregunta! Para no separarnos tan pronto.
-
---Yo..., en fin, como usted quiera...; pero sentiría molestar...
-
---¡Qué tonto! Al contrario. Su conversación me distraerá. Verá usted qué
-pronto recobro el buen humor.
-
-Levantóse con un movimiento rápido y elástico que hizo crujir sus faldas
-y extendió á su alrededor intenso olor á violetas. Apoyó un timbre. Una
-camarera se presentó.
-
---Díle á Leonor--exclamó Alicia--que tengo un convidado. El señorito
-Enrique cena conmigo.
-
-Acercóse á un espejo para arreglarse los cabellos. Parecía contenta,
-transfigurada.
-
---¿Ha visto usted--dijo--el drama que estrenaron anoche en la Princesa?
-
---No.
-
---Me han asegurado que es muy hermoso. ¿Quiere usted que vayamos á
-verlo? Aún hay tiempo; cenaremos en seguida...
-
-Un poco desconcertado, Enrique Darlés palpóse disimuladamente los
-bolsillos de su chaleco cerciorándose del dinero que llevaba, y contó
-mentalmente: «cinco pesetas, diez, quince...» Había lo necesario para
-comprar dos butacas y, á la salida del teatro, tomar un coche.
-
---Como usted guste--repuso, ya más tranquilo.
-
---Entonces, voy á mudarme de traje. Salgo al momento.
-
-Desapareció tras el cortinaje carmesí que cubría la puerta de su
-dormitorio, y luego el estudiante oyó un alegre murmullo de ropas
-interiores que caían al suelo, de ballenas de corsé que crujían sobre un
-busto mimbreante, de lazos sedeños zafados apresuradamente, de armarios
-abiertos y cerrados con ímpetu.
-
-Enrique Darlés hallábase sobresaltado y contento. Hacía más de un mes
-que conocía á Alicia. Durante este tiempo, y so pretexto siempre de ver
-á don Manuel, visitó á la joven varias veces y nunca, á despecho de la
-intimidad de estas entrevistas, se atrevió á dejar traslucir su amor; en
-su inocencia no acertaba á planear tan difícil conversión; y cuando
-Alicia, que adivinaba su inquietud, quería ayudarle dando al diálogo un
-rumbo confidencial, él esquivaba toda declaración, receloso de
-formularla torpemente y de parecer ridículo. Pero ahora sentíase más
-tranquilo, más dueño de sí. Sin saber por qué, sospechaba que el mal
-humor de Alicia le beneficiaba. Ella le retenía á su lado porque se
-fastidiaba, porque temía pasar la noche á solas con la imagen mordedora
-de aquel collar de esmeraldas que, probablemente, nunca sería suyo; y
-Enrique pensó que aquel collar, hecho para ceñir gargantas, podía ser el
-símbolo de un yugo de amor que empezaba. Después halló algo íntimo y
-dulce en la confianza con que Alicia se vestía á pocos pasos de él, y en
-la complacencia que la camarera demostró al saber que «el señorito
-Enrique» cenaba allí. Eran detalles nimios que alentaban su decaído
-ánimo y dábanle á comprender que todo aquello, si su torpeza no era
-mucha, podía trocarse para él en algo más recatado y exquisito que una
-casta y cordial amistad.
-
-Perdido en estas amables imaginaciones, Enrique Darlés recordaba que la
-mayor parte de los jarifos y elocuentes protagonistas de las novelas que
-había leído, conocieron situaciones análogas á la que él, mísero
-provinciano, afrontaba en tales momentos. La luna biselada de un armario
-le devolvía la imágen de su cuerpo, alto y esbelto, vestido de negro, y
-su rostro de romántico perfil, pálido y lampiño. ¿Qué sorpresas tendría
-reservadas el Destino á su gran juventud?... Para distraerse comenzó á
-examinar los muñequillos de porcelana ó de bronce de que los jugueteros
-estaban abarrotados: gnomos encapuchados, perros, gatos que se miraban
-con una mueca de asombro en un espejo diminuto; y luego inspeccionó el
-reloj de mármol y los jarrones que decoraban la chimenea, y los retratos
-y los cuadritos de bazar, de escaso mérito pero de vistosos marcos, que
-cubrían hasta cerca del techo el papel verde claro de las paredes. Y
-Enrique pensó juiciosamente que aquellos retratos, aquellas tablitas al
-óleo, aquellos muebles bonitos y frívolos, eran la estela de todos los
-amores mercenarios que habían pasado por allí.
-
-Llamó también su atención una rica colección de postales prendidas en un
-biombo japonés: representaban bailarinas, paisajes, escenas galantes; en
-casi todas ellas había una firma de hombre y una dedicatoria expresiva.
-Muchas estaban fechadas en París, la Ciudad-Sol, querida de los
-aventureros, otras en América, ó en El Cairo. Aquellas targetas eran
-como un incienso ofrecido á la belleza de la misma mujer; entre las
-añoranzas del destierro y bajo todos los climas, hubo para ella un
-recuerdo; diríase que el calor de su carne había dejado en aquellos
-hombres vagabundos una huella inmortal.
-
-Alicia Pardo reapareció envuelta en una bocanada de esencia de violetas.
-
---¿Le he hecho esperar á usted mucho?... Creo que no. ¡Ea, pues; vamos
-al comedor!... Si queremos llegar al teatro á buena hora, no perdamos
-minuto.
-
-La cena fué agradable y ligera: una sopa á las hierbas, dos perdices á
-la inglesa, unos langostinos; y de postre, tocino de cielo, mermelada de
-naranja y dorados plátanos.
-
-En el teatro, Alicia y su acompañante ocuparon dos butacas de la segunda
-fila. Cuando llegaron, la función ya había comenzado. No obstante, la
-presencia de «Tacita de oro» excitó curiosidad entre el elemento
-masculino de los palcos. Varios gemelos convergieron hacia ella; desde
-el escenario, un actor aprovechó un mutis para dirigirla una sonrisa,
-casi imperceptible, á la que ella respondió con una inclinación de
-cabeza.
-
-Estas muestras de simpatía, que suelen ser para los hombres mundanos
-motivo de satisfacción y vanidad, desasosiegan á los galanes jóvenes,
-produciéndoles, según su temperamento, emociones de vergüenza ó de
-celos. Por su parte, Enrique Darlés se sintió cohibido y desencentrado,
-y una gran ola de sangre caliente invadió sus mejillas. Ni un momento
-pensó en que aquellos graves caballeros, ricos y viejos, que jamás
-llegan á la intimidad de las cortesanas por el florido camino de la
-simpatía, pudiesen envidiarle viéndole bello y joven.
-
-En el silencio del estudiante adivinó Alicia el empacho que le dominaba.
-
---¿Qué le sucede? ¿Tiene usted vergüenza de que le vean conmigo?
-
-Enrique fingióse sorprendido.
-
---¿Vergüenza?--repitió--; ¿y de qué? Al contrario...
-
-Y sus dedos oprimieron los de ella con ardor inefable.
-
-Al terminar el acto el público comenzó á aplaudir; muchas voces
-entusiastas llamaban al autor. Alicia Pardo palmoteaba también.
-
---Quiero conocerle--decía.
-
-Enrique, por complacerla, aplaudía ruidosamente. En medio de aquella
-crepitante tempestad de apoteosis volvió á levantarse el telón y
-apareció el autor. Era un hombre de aguileño perfil, á quien sus éxitos
-teatrales y sueltas costumbres ponían un nimbo prestigioso de talento y
-de escándalo. Representaba poco más de cuarenta años; pero su cuerpo
-flexible conservaba toda la movilidad traviesa de la juventud. Las luces
-de la batería le iluminaban muy bien; sonreía; tenía el gesto petulante
-de los vencedores. Sin dejar de aplaudir, Alicia Pardo exclamó
-dirigiéndose á Enrique:
-
---Es muy simpático, ¿verdad?... He de hacer que me le presenten. Mi
-amiga Candelas le conoce mucho...
-
-Y sus largos ojos verdes se dilataban de emoción, y sobre su frente
-caprichosa sus cabello crespos y rojos temblequearon como una melena
-leonina. En aquel momento Enrique Darlés tornó á sentirse pequeño y
-obscuro. Nada significaba su amor en la vida voluble de Alicia. Minutos
-antes, mientras acariciaba sus dedos mimosos, la creyó rendida,
-enamorada de él; y de sopetón la veía transfigurada, fuera de sí, la
-loca cabeza echada hacia atrás en un gesto de donación que ofrecía al
-dramaturgo triunfador su garganta de nieve. Por razones étnicas, las
-mujeres adoran todo lo fuerte, lo que brilla, lo que arrastra...
-
-«Si yo no estuviese aquí--pensó Darlés melancólico--, seguramente ella
-iría á buscarle...»
-
-En el transcurso del acto segundo el estudiante recobró su alegría.
-Alicia se estrechaba contra él, soboncita y nerviosa, y sus alborotados
-rizos producíanle en las sienes cosquilleos eléctricos.
-
-A la conclusión de la obra repitióse la ovación, y el autor reapareció.
-Enrique aplaudía tibiamente; hubo un instante en que creyó que las
-miradas del dramaturgo se detenían sobre Alicia con avidez. Bajo esta
-impresión penosa, el estudiante salió á la calle. La joven iba cogida de
-su brazo y temblaba de frío dentro de su elegante capa gris. La noche
-era desapacible; había llovido. Alicia preguntó:
-
---¿Dónde vamos?
-
-Sorprendido, él repuso:
-
---A tu casa; tomaremos un coche...
-
---No, á mi casa no.
-
---¿Cómo?
-
---Vámonos por ahí. Te regalo esta noche.
-
-Le miró sonriente, con una sonrisa prometedora y fascinante, que valía
-un paraíso. El recordó angustiado que apenas le quedaban diez pesetas.
-Para evitar los tropezones y miradas de los transeuntes, Alicia
-refugióse en el quicio de una puerta; tenía yertos los pies; la humedad
-del piso traspasaba la suela sutil de sus zapatos.
-
---Resuelve pronto--balbuceó--; me muero de frío.
-
-Enrique, con una resolución que creyó muy de hombre de mundo, exclamó de
-pronto:
-
---Si quieres cenar, vámonos á Fornos.
-
-Ella hizo una mueca de espanto.
-
---¡Qué horror! En Fornos me conoce todo el mundo.
-
---Entonces, vamos á casa de Morán.
-
---Menos; allí también puede haber algún amigo mío.
-
---A la Viña P.
-
---Tampoco; no me atrevo...
-
-Y agregó, con ingenuidad cruel:
-
---No me atrevo porque... ¿sabes?... las mujeres nos desprestigiamos. Si
-mis amigos, que son hombres serios, me viesen contigo por ahí, dirían
-que tengo caprichos, me llamarían loca...
-
-Enrique Darlés apenas comprendía, pero sospechaba vagamente que todo
-aquello envolvía una humillación para él. De repente, como quien se
-agarra á una idea salvadora, Alicia exclamó:
-
---¿Qué hora es?
-
---La una y cuarto.
-
---Pues, mira: vámonos á las Ventas ó á la Bombilla. El mismo coche que
-nos lleve puede traernos.
-
---Es... es que...
-
-Vacilaba; no sabía cómo decir su ridiculez, la enorme, la imperdonable
-ridiculez, de ser pobre. Al fin decidióse á hablar, hostigado por las
-preguntas de Alicia, que no comprendía sus incertidumbres.
-
---Es que... perdóname... no traigo dinero bastante.
-
-Ella repuso:
-
---¡Qué niño!... Pero si no hace falta casi nada... ¿No llevas
-siquiera... doscientas pesetas?
-
---¡Doscientas pesetas!--balbuceó Enrique Darlés aterrado--; no... no...
-
---¿Y cien?
-
---Tampoco.
-
---Bueno, acabemos: ¿cuánto tienes?
-
-Enrique hubiese querido morir. Desesperado, mordiéndose los labios,
-replicó:
-
---Si apenas me quedan dos duros...
-
-Ella lanzó una carcajada; una de aquellas grandes risas, leales y rudas,
-que quizá no había vuelto á tener desde que un hombre rico, al
-encumbrarla en el camino del pecado, la quitó la suave alegría de ser
-pobre.
-
---¿Y con diez pesetas--dijo--me proponías ir á Fornos?
-
-Avergonzado, Enrique contestó:
-
---No te merezco, no soy digno de ti. Te llevaré á tu casa.
-
-Alicia repuso, seducida por la novedad bohemia de la aventura:
-
---No importa; quiero que cenemos juntos; llévame á una taberna, á un
-cafetín económico. Me es igual...
-
-El vacilaba; ella insistió. El temor de quedar mal contenía á Enrique.
-
---¿Y si la cena te disgusta?
-
---¡Tonto! Ahora yo no trato de «conocer», trato de «recordar». ¿Crees
-que siempre fuí rica?
-
---En tal caso...
-
---Sí, llévame... méteme en tu vida...
-
-Cogidos del brazo siguieron calle abajo; sus pies caminaban al compás.
-El repetía febril:
-
---Alicia, mi Alicia...
-
-Y al hundir sus labios blancos y trémulos entre los cabellos de la muy
-Deseada, parecíale que todo Madrid olía á violetas.
-
-
-
-
-III
-
-
-Después de aquella noche memorable transcurrieron varios días sin que
-Enrique Darlés hallase ocasión de ver á Alicia. Fué á su casa muchas
-tardes, de dos y media á tres, hora en que don Manuel nunca estaba allí.
-Pero Teodora no le permitía pasar del recibimiento. Unas veces «la
-señorita» había salido, otras estaba durmiendo ó enferma de jaqueca y no
-podía recibirle. El acento de la camarera era seco, desconcertante;
-porque si en algo conocemos el concepto malo ó bueno que una persona
-tiene de nosotros, es en el modo con que nos reciben sus criados. El
-estudiante tartamudeaba:
-
---¿No le ha dejado á usted ningún encargo para mí?
-
---No, señor; ninguno.
-
-Y ante el semblante picaresco y reidero de la joven, Enrique sentía que
-su rostro se alargaba de melancolía y que sus ojos se anegaban en dolor
-y humildad, como los de un criado despedido. Después, como no quisiese
-renunciar completamente á la ilusión que allí le había llevado,
-murmuraba:
-
---Bueno; ¡cómo ha de ser! Dígale usted que he estado aquí y que vendré
-mañana.
-
-Cuando bajaba las escaleras iba muy triste; aquella noción de su
-inferioridad que le hirió la noche en que fué presentado á Alicia Pardo,
-volvía á acometerle. Sí, era un vencido, un inepto, que no aportaba allí
-nada positivo: ni dinero, puesto que no era rico; ni gloria, pues que no
-era artista aplaudido; ni tampoco alegría, ya que la poca que hubo en su
-corazón reflexivo y sentimental se la robaban los desvíos de Alicia.
-
-Muchos días, á la hora del crepúsculo, acudía á estacionarse en la calle
-Mayor delante de la vidriera donde centelleaba aquel soberbio collar de
-esmeraldas de que Alicia le había hablado; y unas veces iba y venía por
-la acera, embozado en su capa con cierto aplomo mundano, y otras
-parábase á contemplar la joyería, cuyos focos eléctricos envolvían á los
-transeuntes bajo un derramamiento gigante de luz. Allí permanecía largo
-rato, preso en el sortilegio de los rubíes sanguinarios, de los topacios
-ardientes como heridas, de las turquesas color de cielo, de las cadenas
-y de las sortijas, que trazaban vibraciones de oro sobre el terciopelo
-negro, artísticamente arrugado, que á modo de alcatifa cubría el amplio
-perímetro del escaparate; y en esta atracción vagarosa que las joyas le
-causaban, había como un presentimiento.
-
-Entre tanto, su alma infantil pensaba:
-
---Si Alicia pasase, se holgaría de verme aquí.
-
-Durante aquellos primeros días, el recuerdo de la adorada persistió en
-la memoria del estudiante bajo la rara sensación de un perfume á
-violetas. De los anchos ojos verdes de Alicia, de su boquirrita
-epigramática y cruel, de su cuerpo blanco y carnoso, ó no recordaba, ó
-creía no acordarse bien. En cambio, aquel olor á violetas invadía su
-espíritu, y de él parecían hallarse impregnados sus vestidos, sus manos,
-sus libros de texto, su lecho mezquino. Esta dulce ilusión, sin embargo,
-fué decayendo; el tiempo se la llevaba, borrándola, como había borrado
-su recuerdo en Alicia. Darlés lloró mucho. Aquella noche escribió á la
-joven una postal desesperada, un poco enigmática.
-
-«Mañana iré á verte--decía--; si no me recibes, me muero. Sé compasiva.
-Mi cuartito ya no huele á ti.»
-
-La misiva del estudiante enojó á Alicia. ¿A qué venían estos
-hiperbólicos alardes de pasión? ¿Acaso lo acaecido entre ambos no era
-algo baladí y perfectamente vulgar?... Y tan segura estaba de ello, que
-su emoción, más que de disgusto, fué de asombro. Al principio, su
-sorpresa la inspiró cierto regocijo.
-
---Sería interesante--pensaba--que ese muchacho se prendase de mí como un
-héroe de drama.
-
-Pero la alegría de tal curiosidad duró un momento apenas. Inmediatamente
-la voluntad fría, el espíritu rectilíneo y ególatra, que no toleraban
-ser molestados, reaccionaron contra aquella posibilidad novelesca. Ella
-no quería amar ni ser amada; que por referencias de amigas íntimas sabía
-que el amor, con sus zozobras y sus celos, tan funesto y agrio es para
-el que lo siente como para quien lo inspira.
-
-El capricho que la llevó á los brazos de Enrique carecía á sus ojos de
-importancia. La tarde que antecedió á su primera y única noche de
-intimidad, Darlés acertó á sorprenderla en una de esas horas de
-fastidio, de laxitud y de eclecticismo, que en la voluble moral femenina
-divagan equidistantes del bien y del mal. Fué liviana como pudo ser
-casta, arbitrariamente, sin razón ni motivo precisos. Quizá, á tener el
-estudiante los ojos más hermosos, le hubiera dicho que «sí»; acaso
-también, si aquel collar de esmeraldas, por el que momentos antes ella y
-Manolo riñeron, la hubiese gustado algo menos, le habría dicho que
-«no»... Lo único cierto es que aceptó la compañía de Darlés porque
-supuso, bondadosamente, que la conversación de un hombre, aunque éste
-sea muy pobre, vale y entretiene más que el recuerdo de un collar. Y
-cuando, á la mañana siguiente, regresó á su casa, hallóse un poquito
-sorprendida de su conducta. Aquello fué una genialidad, una humorada
-semejante á la que hubiese podido llevar á un crítico como Sarcey,
-después de cuarenta años de teatro serio, á una barraca de fantoches. El
-lance, por tanto, no volvería á repetirse; era absurdo.
-
-Al otro día, Alicia supo por Teodora que Darlés había ido á visitarla
-hallándose ella ausente. En tardes sucesivas ocurrió lo mismo. La joven
-acabó por sentirse molestada ante la imagen deplorable y testaruda de
-aquel muchacho, mendigo de amor, que inopinadamente venía á turbar el
-fácil curso de su despreocupado vivir. Cada vez que Teodora la informaba
-de que el estudiante había vuelto, Alicia Pardo se revolvía colérica.
-
---Pero ¿qué quiere?--exclamaba--; porque yo no lo sé...
-
-Y era sincera, no lo sabía; en la frivolidad egoísta de su carácter, no
-comprendía cómo un hombre que lo obtuvo todo de una mujer no se canse de
-ella. Su disgusto arreció con la postal, donde el estudiante dolíase de
-su abandono. Era indispensable desenlazar aquel enredo de una vez, y
-para conseguirlo nada mejor que recibir al importuno y hablarle
-impasible, cual si no mediase entre ellos nada secreto.
-
-Al día siguiente, y á la hora de costumbre, Enrique Darlés llegó á casa
-de Alicia. Teodora le dejó pasar al comedor.
-
---Voy á informar á la señorita de que está usted aquí.
-
-El estudiante quedóse de pie, en actitud meditabunda, un codo apoyado
-sobre el alféizar de la ventana. Antes, cuando no era allí mas que «el
-amigo de don Manuel», le recibían sin etiqueta, nadie le anunciaba.
-Ahora se hallaba aislado, oprimido por esa amabilidad hostil con que
-acogemos á los visitantes que nos son molestos.
-
-Teodora reapareció.
-
---Dice la señorita que puede usted pasar.
-
-Alicia Pardo se hallaba en su gabinete acompañada de una joven alta y
-pelinegra, vestida de gris. Completaban la elegante expresión masculina
-de su traje inglés el lacito de una corbata roja y la albura de su
-cuello y de sus puños almidonados. Al ver á Enrique, Alicia, sin moverse
-de su asiento ni alargarle la mano, exclamó:
-
---¡Hola! ¿Es usted?...
-
-Y hubo en la cordialidad, un poco desdeñosa, de su saludo algo que
-humillaba infinitamente. El estudiante palideció. Hacia su corazón toda
-su sangre había refluído, hecha hielo. Siempre displicente, Alicia le
-presentó.
-
---El señor Darlés; mi amiga Candelas...
-
-Esta fijó en el recién llegado sus ojos fulgurantes y astutos, y luego
-miró á Alicia, como preguntándola si aquella visita no ocultaba un
-secreto de amor. La joven comprendió, y para la ladina interrogación de
-su amiga tuvo una respuesta vertical:
-
---No--dijo--, te equivocas. Enrique viene aquí porque es amigo de
-Manolo.
-
-El estudiante hizo un ademán de asentimiento, y por los labios de
-Candelas resbaló una sonrisa fría. Después las dos jóvenes reanudaron el
-diálogo que interrumpió la llegada del estudiante, con lo que Darlés se
-sintió repentinamente aislado y despedido. Transcurrieron cinco, diez,
-quince minutos... sin que aquel animado charloteo declinase; en la
-conversación citábanse nombres de amigos, y Candelas reía mucho al
-describir los pormenores de una cena, á la que ella y Alicia Pardo
-concurrieron. Quizás lo hacía con propósito dañino, para persuadirse de
-que Enrique no era allí, en efecto, mas que «un amigo de don Manuel».
-
-Después llegó una visita. Era una jamona que comerciaba en ropas y
-alhajas. Traía un pesado envoltorio, que depositó en el suelo. Alicia
-preguntó:
-
---¿Qué novedades hay, Clotilde?
-
-La interpelada pareció esponjarse de gozo dentro de su mantón
-alfombrado.
-
---Llevo--dijo--las mejores faldas de barro y las mejores medias del
-mundo.
-
---¿Muy caras?
-
---Y muy baratas. No sé por qué me figuro que hoy tiene usted ganas de
-gastar dinero.
-
-En un momento los muebles del gabinete desaparecieron bajo una oleada
-multicolor de sedas joyantes, verdes, moradas y azules, que, al ser
-extendidas, esparcían un agradable olor á limpieza. Como por ensalmo,
-Alicia y Candelas mostráronse devoradas por ese prurito adquisitivo que
-atormenta á las mujeres ante el mostrador de las tiendas de modas. A
-porfía las dos se informaban del valor de cada prenda.
-
---¿Cuánto cuesta esta falda?
-
---Por ser para usted, cien pesetas.
-
---¿Y ésa, la heliotropo?
-
---Setenta y cinco. Fíjese usted bien. ¡Es magnífica!
-
-Enrique observaba con asombro aquella evaporación de elegancia y de
-lujo. Jamás había soñado que la civilización rodease al amor de tantos
-refinamientos, y al hundir sus miradas candorosas en las faldas llenas
-de suaves murmurios y en los lazos y opulentos encajes de aquellas
-camisas de dormir, amplias y majestuosas como togas senatorias,
-recordaba tristemente las pobres camisitas blancas y los refajos
-groseros, sin voluptuosidad, que las mujeres de su pueblo ponían á secar
-sobre el alféizar de sus azoteas.
-
-Un nuevo detalle acrecentó su angustia. La vendedora y Alicia discutían
-empeñadamente el precio de la falda heliotropo. Clotilde pedía setenta y
-cinco pesetas y la joven aseguraba que no podía dar más de diez duros.
-La vendedora insistía:
-
---Anímese usted, porque no hallará en ninguna parte otra más barata. La
-vendo en ese precio por complacerla á usted; pero no gano en el trato
-medio maravedí.
-
-Y agregó, dirigiéndose á Enrique:
-
---Vamos, este caballero se la regalará á usted.
-
-Darlés enrojeció y no supo contestar. Los hombres sin dinero son
-despreciables, y como Alicia ni siquiera levantase la cabeza para
-mirarle, el estudiante comprendió que la había perdido. ¡Oh! Si hubiera
-una banca diabólica donde los amantes pudiesen cambiar por dinero los
-años que han de vivir, su existencia, toda su existencia, la habría dado
-á cambio de aquellos quince duros malditos...
-
-Cansada de discutir, la vendedora rehizo su paquete; la conversación
-cambió de rumbo; se habló de alhajas. Candelas enseñó una lanzadera que
-la habían regalado. Clotilde ofreció á las jóvenes un collar.
-
---Si quieren ustedes verlo, lo traeré; lo tengo en casa.
-
-Alicia suspiró y aquel suspirón largo, entrecortado como los de los
-niños, fué de inmensa pena.
-
---Estoy enamorada de un collar que venden en la calle Mayor y no quiero
-ningún otro. Sueño con él. No he visto maravilla igual. Os aseguro que
-el hombre que me lo regale me conquista.
-
---¿Cuánto vale?
-
---Quince mil pesetas.
-
-Y agregó, clavando en Darlés una mirada indefinible:
-
---Creo que aquí, este señor, piensa comprármelo... ¿Verdad, Enrique?...
-
-Candelas iba á reir, pero se detuvo; en el rostro congestionado del
-estudiante, sus ojos zahorís acababan de sorprender un drama espantoso.
-Sin poder contenerse, Darlés se había levantado para marcharse, y sus
-ojos revelaban una vergüenza y una desesperación tales, que Alicia tuvo
-piedad de él.
-
---Le despediré á usted--dijo.
-
-Salieron del gabinete. Al llegar al recibimiento, el estudiante, fuera
-de sí, empezó á cubrir de besos las manos de la joven; sus lágrimas se
-desataron.
-
---¡Alicia, Alicia!--balbuceaba--, ¿por qué eres tan cruel? Me muero por
-ti... Alicia... ¡oh!... ¿por qué no me quieres?...
-
-Ella, ya repuesta de su pasajera emoción, procuró desasirse.
-
---Vaya, vaya... ¡qué tonto eres!...
-
---Te adoro... Alicia... ¡alma de mi alma!...
-
---Ea, sé juicioso... adiós. Esto me compromete.
-
---Necesito verte... verte... ¡verte!...
-
---Bueno... calla, y adiós... calla... Candela podría sospechar y no
-quiero que se ría de nosotros.
-
-Hablaba en voz baja, al mismo tiempo que, suavemente, empujaba á Darlés
-hacia la puerta. Él murmuró:
-
---¿Me despides?
-
---No.
-
---¡Sí; me despides!
-
---No, no... anda...
-
---Sí; me echas... me echas porque soy pobre, porque no he sabido
-conquistarte... pero ¿cómo conquistarte, si no he tenido tiempo?...
-
-Ella se impacientaba; su entrecejo se endurecía. Él prosiguió juntando
-las manos:
-
---Y haces mal en despedirme...
-
---Bueno.
-
---Haces mal, porque el hombre que ama mucho puede mucho, y yo, que soy
-pobre, sería rico; y yo, que soy obscuro, sería artista famoso si tú
-quisieses. Por ti yo mataría, yo robaría...
-
---Calla, calla... y vete...
-
---Sí, lo que tú me ordenases; eso,., héroe ó ladrón,., todo; pero á tu
-lado, contigo, para ti... Alicia, mi Alicia... lo que tú quieras... ¡Si
-tengo veinte años!...
-
-Sin sospecharlo, el inocente había dicho una frase, una gran frase, al
-poner á los pies de la ingrata el tesoro de esa edad, por la que Fausto
-se condenó.
-
-Alicia había abierto la puerta.
-
---Adiós--susurró--, márchate; Manolo puede venir...
-
---¿Cuándo nos veremos?
-
---Otro día.
-
---¿Cuándo?
-
---No sé... déjame...
-
---¿Mañana?...
-
---No.
-
---Díme, señálame una fecha... yo tendré paciencia... aguardaré...
-¿Cuándo?
-
-Ella vaciló. Él insistía, calenturiento.
-
---¿Cuándo?
-
---Me mareas.
-
---¡Oh! ¡Acaba de una vez!... ¿Cuándo?
-
-Por los ojos verdes, verdes como esmeraldas, de la pecadora, pasó una
-mirada de perdición, de locura, que luego pareció resbalar por sus
-mejillas hasta trocarse en sonrisa sobre la línea tiránica de sus
-labios.
-
---¿Cuándo?--repitió.
-
-Inconscientemente el estudiante tuvo miedo, pero se rehizo pronto.
-
---Sí, habla; ¿cuándo?
-
---No sé.
-
---Dílo, dílo.
-
---Es un disparate.
-
---No importa; dí, ¿cuándo?
-
-Suavemente, ella repuso:
-
---Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido.
-
-Él la miró aterrado, pareciéndole que Alicia hablaba en serio. Ella
-repitió:
-
---Entonces...
-
-Y cerró la puerta. Enrique Darlés bajó las escaleras llorando.
-
-
-
-
-IV
-
-
-A la mañana siguiente Darles salió á la calle muy temprano; estaba
-rendido; había pasado una noche de insomnio y de espanto, y al clarear
-el día y hallarse en su habitación pobrísima, sin otro mobiliario que
-una cómoda cargada de periódicos y de libros, una mala mesita de pino y
-algunas sillas de enea, todo mezquino y viejo, recibió con la violencia
-de un golpe la emoción de su soledad y experimentó esa inquietud que los
-psicólogos denominan claustrofobia ó «terror á los espacios cerrados».
-
-Largo rato caminó absorto en vacilaciones sin nombre ni dibujo. No se
-reconocía. En pocas horas de dolor su conciencia habíase retorcido
-cruelmente, y de esta convulsión fiera emergían ahora desdoblamientos
-insólitos, panoramas morales enormes constelados de perplejidades
-aterradoras. Contra el baluarte de los principios éticos que le
-inculcaron cuando niño, su desesperación desencadenaba una recia
-avalancha de preguntas. Y cada interrogación constituía un enigma
-terrible. ¿Dónde termina el bien? ¿Dónde comienza el mal? ¿Por qué, si
-todos nuestros esfuerzos deben ir enderezados á procurar nuestra
-felicidad, hay deseos que la moral instituída juzga depravados y
-deshonestos? ¿Por qué no será lícito todo lo agradable?...
-
-Al llegar á la calle de Atocha, Darlés tropezóse con un amigo suyo,
-estudiante de medicina también, llamado Pascual Cañamares. Los dos
-jóvenes se saludaron. Cañamares iba á San Carlos.
-
---¿Quieres venir?--dijo--. Te enseñaré la sala de disección.
-
-Darlés siguió á su condiscípulo. A éste le impresionó la palidez de
-Enrique.
-
---Tienes muy mala cara.
-
---Es que no he dormido.
-
---¿Habrás pasado la noche de fiesta?
-
---Al contrario. La he pasado llorando.
-
-Y hubo en su respuesta un dolor tan varonil, que su interlocutor no se
-atrevió á indagar.
-
-La sala de disección, fría y blanca, emocionó á Darlés vivamente. Desde
-los altos ventanales el sol caía á raudales, pintando una ancha franja
-de oro sobre los zócalos de azulejos. En las mesas de mármol, y
-cubiertos por sábanas manchadas de sangre, había varios cadáveres, con
-las cabezas afeitadas y los labios abiertos. Sus pies desnudos y juntos
-daban una macabra sensación de quietud. Flotaba en el aire un olorcillo
-indefinible, nauseabundo, á carne muerta. Darlés experimentó un ligero
-vahido que le obligó á cerrar los ojos, y huyó de la sala. Más de una
-hora anduvo por los claustros espaciosos, siniestramente sonoros, de San
-Carlos. Una rara tristeza gravitaba sobre el edificio, caserón viejo y
-húmedo que antes de ser escuela fué convento, y donde á la honda
-melancolía de una religión que sólo piensa en la muerte, parece añadirse
-el gran desengaño de una ciencia que no sabe librar del dolor á la vida.
-
-Cuando Pascual Cañamares salió de clase, quiso que Darlés le acompañase
-á almorzar. Enrique accedió. Eran las doce. Cañamares almorzaba en una
-taberna de la plaza de Antón Martín: era un establecimiento alegre, con
-altos zócalos de madera pintados de rojo. Los dos estudiantes se
-instalaron ante un velador, sobre el cual la tabernera había extendido
-un pequeño mantel. Cañamares exclamó:
-
---¿Qué quieres comer?
-
---Me es indiferente. Lo que tú comas.
-
---¿Sopa y cocido?
-
---Bueno...
-
-Cañamares ordenó, campechano:
-
---¡Patrona! ¡Un cocido!
-
-Era un muchachón de veinte años, sanguíneo y rollizo, lleno de esa
-jovialidad sana y turbulenta que se desprende, á modo de perfume, de las
-grandes energías vitales. Hablaba mucho, y había en su conversación
-pintoresca y frívola un buen humor contagioso. Enrique Darlés le
-respondía distraídamente y con monosílabos, atento sólo á lo que varios
-cocheros, instalados en una mesa próxima, referían de cierto crimen
-cometido aquella mañana. Dos hombres, enamorados de la misma mujer,
-habían reñido á navajazos y uno de ellos mató al otro. El vencedor
-estaba preso. Era un lance vulgar, pero intenso, de una belleza bárbara
-y, á su modo, caballeresca, ya que en la lucha no hubo traición. Y el
-estudiante admiró y aun envidió á aquellos dos bravos que, por amor,
-afrontaron la solemnidad de ese momento donde coinciden la herida que
-produce la muerte y la puñalada que lleva á presidio.
-
-Al salir de la taberna, Pascual se despidió bruscamente.
-
---Me marcho, porque no me divierto contigo. No sé qué te sucede. ¡Ni
-siquiera escuchas!...
-
-Y se fué. Enrique Darlés le vió alejarse impasible, y luego experimentó
-una dolorosa sensación de vacío. Estaba solo porque había tenido la
-franqueza de no disimular su negro humor, porque dejó que toda la
-melancolía de su alma se asomara libremente á sus ojos; y entonces
-comprendió que ser muy sincero equivale á ser muy generoso, ya que
-cualquiera sinceridad, aun la más inocente, siempre cuesta mucho.
-
-Por la noche cenó frugalmente y se acostó temprano. Largo rato estuvo
-despierto, atormentado por una marea de recuerdos inconexos. Su padre,
-que era su pasado, y Alicia Pardo, que simbolizaba su presente, le
-solicitaban. Al cabo, la imagen de la joven prevaleció.
-
-Poco á poco dióse á examinar el alma tornadiza y burlona de aquella
-mujer que, al despertarse de una noche de amor, le había mirado
-encogiéndose de hombros. ¿Qué había sucedido? ¿En cuál de los dos estuvo
-la falta? ¿Acaso ella era una ingrata incapaz de sentimientos levantados
-y duraderos, ó es que él, encogido y pacato, no había sabido
-corresponder á la ilusión de Alicia?...
-
-Bajo la tiranía torturante de su voluntad, la memoria evocó momentos,
-recompuso frases, dió actualidad nueva á los pormenores de aquella noche
-hadada en que creyó que todo Madrid olía á violetas... Y como siempre
-tendemos al perdón del ser amado, tras mucho discurrir, Enrique Darlés
-llegó á convencerse de que Alicia Pardo era inocente. Ella, desde el
-primer momento, había sido buena; ella le animó á emprender su
-conquista, y después, llanamente, sin otro propósito que el de verle
-feliz, le abrió sus brazos; brazos venusinos que pusieron alrededor de
-su cuello un lazo de dulzura y misericordia. Y él, á cambio de tan
-subida ventura, ¿qué había dado?...
-
-En la conciencia del estudiante alzábase acusadora una voz implacable.
-
-Alicia, habituada al roce del gran mundo, era una mujer de gustos
-exigentes y refinados, que adoraba el lujo y entendía á Beethoven.
-Varios aristócratas la amaron, poniendo su belleza en boga, y más de un
-tenor de ópera cantó para ella sola y en la intimidad de su dormitorio,
-su _racconto_ favorito.
-
-Y la voz inexorable continuaba:
-
-«¿Qué hiciste tú, pobre Darlés, para merecer ese tesoro? ¿Qué méritos
-son los tuyos? Las mujeres que son todo belleza quieren lo que brilla,
-la fuerza, belleza suprema del hombre: la fuerza, que es gloria en el
-artista, dinero en el millonario, elegancia y aplomo en el hombre de
-mundo, desesperación en el suicida, valor y rebeldía en el ladrón que,
-audazmente, se pone enfrente de la ley. Pero tú, que no eres nada, ¿de
-qué te dueles ni á qué aspiras?...»
-
-El estudiante lanzó un gran suspiro y sus párpados se llenaron de
-lágrimas. Era un necio, un zagalón menguado y cobarde. De una mujer
-puede quejarse el hombre que se arruinó por ella, ó quien, por
-conservarla, mató y fué á presidio. El, en cambio...
-
-De pronto Darlés se estremeció tan violentamente, que la descarga
-eléctrica de sus nervios le arrancó un grito. Incorporóse en el lecho;
-estaba lívido. Si no podía ofrecer á Alicia ni una gloria de artista, ni
-una fortuna, debía brindarla su honor: debía robar... Fué una revelación
-terrible que sonaba á infierno. Entonces comprendió aquella expresión
-enigmática que inflamó los ojos y resbaló luego por los labios de Alicia
-la última vez que hablaron. El la había dicho: «¿Cuándo te veré?» Y ella
-contestó: «Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido». Ahora
-estas palabras cabalísticas resonaban en su espíritu claramente: ahora
-las entendía. Alicia estaba enamorada de una joya que no podía comprar,
-y más de una vez, pensando en ella, se puso triste; su dolor era
-sincero; él lo había visto. Acaso la joven, al despedirle y recordarle
-aquel collar, habló en broma; quizás habló en serio. ¡Quién sabe!... De
-todos modos, al afirmar que «nunca» se verían, expresó veladamente su
-convicción de que él era un cobarde que jamás llegaría á perderse por
-ella. Los ojos febriles de Enrique Darlés brillaban como carbunclos. ¿Y
-por qué no robar? ¿Por qué no mostrarse valiente y capaz de todo? Hay en
-el fondo de los grandes sacrificios algo superhumano que ofusca y
-arrastra. Si él fuese ladrón; si pagase con su audacia lo que no le era
-dable adquirir por dinero; si, por complacerla, perdiese su carrera,
-arrostrase la maldición de su padre y el rigor de las leyes, Alicia le
-amaría ciegamente, con aquel frenesí que Vautrin, el héroe balzaciano,
-inspiraba á las mujeres.
-
-La voz que antes tronó acusadora en la borrascosa conciencia del
-estudiante, ahora musitaba lagotera y suave:
-
-«Alicia, tu Alicia, sería feliz con las esmeraldas de ese collar. Si no
-tienes medios de comprarlo, róbalo. Eres un miserable si no robas para
-ella. ¿Qué te importa la opinión del vulgo? ¡Egoista! El hombre que no
-es capaz de ser ladrón por una mujer, puede quererla mucho, pero no la
-quiere ciegamente. Lo que tu Alicia desee, tú debes dárselo. No dudes, y
-roba; roba para ella ese collar y cíñeselo después á su cuello, cuya
-nieve tantas veces, en el espacio de una noche, dió frescura á tus
-labios...»
-
-Estas ideas acudieron á corroborar sus impresiones más recientes: la de
-su visita á la sala de disección, donde vió otra vez que todo es nada, y
-la de aquel crimen por celos que oyó referir en la taberna. Y,
-repentinamente, Enrique Darlés se sintió calmado. Su porvenir acababa de
-decidirse: robaría. La Fatalidad, hecha carne en el cuerpo de Alicia
-Pardo, acababa de decretarle un camino.
-
-Todas las tardes, al tramontar del sol, en esa hora de misterio en que
-los faroles comienzan á encenderse y las mujeres parecen más lindas, el
-estudiante salía de su casa y, por las calles de Mesonero Romanos y
-Carmen, dirigíase hacia la Puerta del Sol, siempre llena de una multitud
-desocupada y abúlica que no sabe andar. En la calle Mayor se detenía,
-hundiendo una mirada ávida y medrosa en la joyería, cuyo escaparate
-refulgente parecía una brasa.
-
-La contemplación diaria y reposada de aquellos tesoros producía en
-Enrique Darlés un trastorno moral, cuya gravedad él no sospechaba. La
-idea de robar iba incubándose en su ánimo, obsesionándole, trocándose en
-resolución irreductible y desapoderada.
-
-Para tormento suyo, aquel collar de esmeraldas que servía de reclamo á
-la tienda no hallaba comprador. Era demasiado caro.
-
-Con la nariz aplastada sobre el cristal del escaparate, Enrique sufría
-largos minutos de angustia sin poder disuadir sus ojos de aquel abismo,
-precipicio de oro y terciopelo en cuyo fondo los brillantes, los
-topacios, las esmeraldas, las perlas, los rubíes, las amatistas,
-parecían las pupilas de una extraña multitud. Su imaginación,
-entretanto, devanaba una historia de locura. El, con su presa oculta en
-su bolsillo más secreto, iría á ver á Alicia, y la diría: «Toma, aquí
-tienes tu collar; el collar que ni don Manuel, ni esos aristócratas
-millonarios que conoces, han querido comprarte, te lo he ganado yo
-jugándome la vida. ¿Qué dices ahora?...» Y discurriendo así cerraba los
-ojos, creyendo que á su alrededor el aire olía á violetas. Después,
-cuando abría los párpados, las esmeraldas del collar, verdes y duras
-como las pupilas de Alicia, parecían decirle: «Todo eso, tan bonito,
-sucederá cuando tú quieras». Era la voz sigilosa de la tentación: voz
-hecha luz...
-
-Una tarde, al recobrarse de uno de estos duraderos y profundos
-ensimismamientos, vió que Alicia Pardo y su amiga Candelas se acercaban.
-Ellas también le habían visto. Turbado, casi sin voz, el estudiante las
-saludó. Alicia le estrechó la mano afectuosamente, y él aspiró esta vez
-con más fuerza, aquel perfume á violetas que aromaba sus sueños de
-ladrón. La joven preguntó:
-
---¿Qué hace usted aquí?
-
---Nada... pasar el rato...
-
-Alicia inspeccionó el escaparate.
-
---¡Ah, sí! ¿Miraba usted mi collar?
-
---Sí, precisamente...
-
-Y al decir esto enrojeció, porque equivalía á confesar que estaba
-acordándose de ella. Candelas examinó al estudiante risueña. Alicia
-Pardo agregó cruel:
-
---Ya sabe usted que se lo he pedido.
-
---Lo sé, me acuerdo.
-
-Habló tristemente y ella se echó á reir.
-
---Y bien, qué, ¿piensa usted regalármelo?
-
---¡Quién sabe!...
-
-Una cólera repentina había dado á sus facciones tirantez viril y
-agresiva. Palidecieron su frente y sus labios. Candelas, que era
-bondadosa, trató de aliviar su tormento.
-
---Déjese usted de mujeres--exclamó--; somos muy malas. Créame usted á
-mí: la mejor, la más santa de nosotras, no vale un sacrificio.
-
-Alicia interrumpió á su amiga.
-
---¡Qué bobita eres! Estamos hablando en broma. ¿Tú piensas que Enrique
-puede hacer una locura por mí?... ¡Qué disparate!
-
-Fieramente el estudiante repitió:
-
---¡Quién sabe!
-
-Y luego, tras una pausa:
-
---Ignoro por qué habla usted así. Usted no me ha tratado. Usted no sabe
-quién soy yo.
-
-Dos meses antes, las frases un poco burlescas y las sonrisas de las dos
-jóvenes le hubiesen desconcertado. Pero ahora hallábase transfigurado y
-poseído de un nuevo y vigoroso ardimiento. Ya no dudaba; invadíale un
-extraordinario y avasallador concepto de sí mismo, y esta convicción de
-su juventud y de su audacia, de su fuerza, en fin le enajenaba como una
-ola de alcohol. Un instante había bastado para que el niño creciera y
-fuese hombre.
-
-Alicia le observó de hito en hito; sus labios tornáronse graves; bajo la
-doble crencha de sus cabellos rojos, partidos simétricamente sobre la
-frente, los ojos tuvieron una expresión pensativa. Ella ignoraba cómo
-los hombres primitivos cazaban el reno, pero sabía de conocer caracteres
-y de atizar pasiones, y si ojeó pocos libros, leyó de corrido en muchas
-conciencias, lo que es mejor. Su instinto agudo, que no solía
-equivocarse, adivinó en el gesto y la voz del estudiante algo dominador
-y desesperado. Prefirió cortar la conversación.
-
---Adiós, Enrique. ¡Ah! Manolo ha preguntado por usted varias veces.
-
---Muchas gracias. Dele usted mis recuerdos.
-
---¿Cuándo irá usted por casa?
-
-Siempre sombrío, Darlés repuso:
-
---No lo sé, Alicia; pero esté usted cierta de que iré tan pronto como
-deba ir.
-
-Y hubo en esta alusión á lo que él llamaba «su deber» un trémolo
-indefinible de soberbia y de amargura.
-
-Al quedarse solo el estudiante tuvo una explosión de cólera que, á falta
-de palabras, se deshizo en lágrimas. Tenía la convicción de que sus
-respuestas, un poco misteriosas, impresionaron á Alicia; habían sido
-bellas. Ahora, y para no perder lo ganado, necesitaba que su conducta
-corroborase lo dicho. Embozadamente habíase comprometido á algo muy
-grave. De no cumplir lo ofrecido, quedaría en ridículo. Era, pues,
-indispensable llegar al fin.
-
---Seré ladrón--pensó.
-
-Después dirigióse á su taberna, donde cenó tranquilamente y se acostó
-temprano. Durmió bien, con esa paz profunda que dejan en los espíritus
-largo tiempo agitados las resoluciones irrevocables. Era mediodía cuando
-despertó. Inmediatamente se levantó, vistióse de limpio y escribió á su
-padre una carta tranquila, en la que sólo hablaba de sus estudios. Luego
-metió en un pañuelo todos sus libros de texto y salió á la calle. Iba á
-venderlos. «Si me prenden--reflexionaba--ese dinero puede hacerme falta;
-y si logro huir y todo queda en el misterio, tiempo tengo de
-recobrarlos.»
-
-Realizada la venta se dirigió á un _restaurant_ de lujo, donde almorzó
-con ciertos refinamientos. En todos estos detalles menudos, tan
-contrarios al orden y sencillez de su vida habitual, un observador
-hubiese descubierto cierta melancolía de despedida. Luego estuvo
-bebiendo café en la _terrasse_ del _Lyon d'Or_, y reconoció que muchas
-de las mujeres que pasaban eran bonitas. Acerca de lo que iba á realizar
-no había pensado nada concreto. Prefería abandonarse á lo imprevisto.
-Los grandes conflictos se resuelven mejor sobre la marcha, de sopetón,
-ante la inminencia del peligro.
-
-A las seis en punto se levantó, y cruzando la calle de Sevilla dirigióse
-por la carrera de San Jerónimo hacia la Puerta del Sol. Todavía las
-luces del alumbrado público y de los comercios estaban apagadas. Era
-una tarde de Abril; barría las calles un remusgo fresco y húmedo; en el
-espacio límpido, teñido de rosa, Venus vertía la serenidad de su luz
-milenaria. Darlés avanzaba tranquilamente, con un sosiego de movimientos
-que parecía responder á una ecuanimidad perfecta. Al llegar á la acera
-del Ministerio de la Gobernación detúvose á observar los tranvías, los
-coches, el gentío que pululaba á su alrededor. La idea de que pronto le
-prenderían, renació en su espíritu.
-
---Mañana--pensó--no veré nada de esto.
-
-Y sus ojos tuvieron una melancolía de «adiós». Sin embargo, ya no podía
-torcer su resolución de robar.
-
-El fondo de esta locura lo constituía, más que un anhelo carnal, un
-prurito romántico, casi coquetón, de «quedar bien». La concupiscencia de
-los primeros momentos había evolucionado hasta convertirse en el
-sentimiento elegante, puramente artístico, de un «bello gesto». En
-último término, adueñarse de Alicia era lo de menos: lo importante, por
-no decir lo único, era tener ante ella la hermosura de un heroísmo; que
-para los grandes criminales, como para los artistas ilustres, como para
-los multimillonarios que se arruinan en una noche, como para todos los
-que rompen los moldes vulgares, guarda el alma aventurera de la mujer
-una admiración. Y el estudiante, considerando que Alicia Pardo se
-acordaría siempre de que hubo un hombre honrado que fué á presidio por
-ella, se juzgaba pagado y feliz.
-
-Absorto en estas quimeras, llegó Enrique Darlés á la joyería de la calle
-Mayor, cuyas luces, recién encendidas, volcaban sobre la acera un
-generoso resplandor. Detúvose el mozo ante el escaparate, lleno de
-refulgencias cegadoras. En el centro de la vidriera y ciñendo el cuello
-de un medio busto de terciopelo blanco, estaba el collar, el terrible
-collar de esmeraldas. Darlés lo contempló largamente, y al principio
-experimentó esa sensación de miedo y de frío que inspiran las armas de
-fuego. Después esta emoción desapareció; la luz verde de las esmeraldas
-le enajenaba; era una especie de atracción telúrica, invencible como el
-principio de gravedad. No obstante, todavía vacilaba, todavía comprendía
-que en aquel medio metro que le separaba del escaparate flotaba un
-abismo. De pronto, pensó:
-
---¿Y si Alicia me viese ahora aquí?...
-
-Esta idea derrotó sus últimos temores y abrió la puerta del
-establecimiento con mano segura. En seguida avanzó hacia el mostrador;
-su paso era firme y suelto. Un dependiente alto y elegante, con largos
-bigotes rubios, salió á recibirle.
-
---¿Qué deseaba usted?
-
-Con un aplomo del que segundos antes no se hubiese creído capaz, Enrique
-contestó:
-
---Quisiera ver ese collar de esmeraldas que hay en la vidriera.
-
---Sí, señor.
-
-Darlés miró á su alrededor y notó que, al fondo de la tienda, un
-caballero barbiblanco, el dueño sin duda, le observaba atento. El tenía
-ya un plan: se apoderaría de la joya y huiría hacia la puerta que, para
-este fin, dejó entornada.
-
-El dependiente volvía con el collar, que depositó sobre el pañete verde
-musgo del mostrador. Enrique Darlés apenas se atrevía á tocarlo.
-
---¿Cuánto vale?
-
---Quince mil pesetas.
-
-El estudiante chasqueó la lengua, como hacen los bebedores para celebrar
-el buen gusto y calidad de un vino. Su interlocutor agregó:
-
---Tengo la seguridad de que habrá usted visto pocas esmeraldas como
-éstas.
-
-El caballero peliblanco se había acercado sin hablar, las manos metidas
-en los bolsillos del pantalón, y su continente era grave y perplejo.
-Diríase que su espíritu desconfiado de comerciante venteaba un peligro.
-Darlés le miró de reojo: aún era honrado, aún podía arrepentirse...
-
-El dependiente había traído varios estuches, de los que fué sacando
-collares diferentes. En el modo de cogerlos, de acariciarlos entre sus
-dedos de uñas cuidadas y de extenderlos sobre el pañete del mostrador,
-ponía aquel hombre un cariño. Los había de brillantes, de turquesas, de
-zafiros, de topacios...
-
-El estudiante vacilaba; latía en aquella proximidad del crimen una
-voluptuosidad mareante y terrible, á la vez dulce y acre. Siguió
-preguntando:
-
---¿Qué vale este collar?
-
---Muy poco: dos mil doscientas pesetas.
-
---¿Y éste de rubíes?
-
---Cuatro mil quinientas.
-
-Darlés los cogía, los miraba detenidamente, volvía á dejarlos. De pronto
-experimentó la sensación de que por sus mejillas acababa de extenderse
-una gran palidez. Para reponerse dijo:
-
---Este de perlas negras es muy hermoso.
-
---También es más caro: diez mil pesetas.
-
-Bruscamente el señor barbiblanco, que hasta entonces no había desplegado
-los labios, exclamó con acritud:
-
---Bien; creo que ya han hablado ustedes bastante.
-
-Y, dirigiéndose al dependiente:
-
---Guarde usted esos estuches.
-
-Enrique Darlés levantó la cabeza y le miró á los ojos fieramente, con la
-altivez del hombre que todavía no ha delinquido.
-
---¿A qué viene eso?--gritó.
-
---No me gusta perder el tiempo--repuso el joyero--; á usted no debe
-sobrarle el dinero; yo no me equivoco.
-
-Y volviéndose á su empleado, que presenciaba la escena atónito, repitió
-secamente:
-
---Le he dicho que recoja esos estuches.
-
-Tal vez el estudiante no estaba aún totalmente decidido á robar;
-todavía, quizás, quedaba en su conciencia algo bueno, sano, que, en el
-momento supremo, se hubiese impuesto á la fatal tentación. Pero las
-palabras destempladas del comerciante, exasperándole, le obligaron á
-delinquir; buscó un desquite y pecó. El caso no es nuevo; muchas,
-muchísimas veces, un crimen sólo es la represalia lógica de una
-injusticia.
-
-Fuera de sí, Enrique alargó rápidamente un brazo hacia el sitio donde
-estaba el collar de esmeraldas; sus dedos se crisparon, convulsos; giró
-sobre sí mismo y, de un salto, ganó la puerta.
-
-En aquel momento, uno tras otro, sonaron dos tiros.
-
-Darlés emprendió una carrera vertiginosa, delirante, hacia el Viaducto.
-Al principio oyó una voz que gritaba á su espalda:
-
---¡A ése, á ése! ¡Al ladrón!...
-
-Una voz terrible, de pesadilla, y luego percibió el estrépito, semejante
-á un trueno, de la gente que le perseguía. Ante él los transeuntes se
-apartaban, y había en sus rostros miedo y asombro. Al llegar á la calle
-de Bordadores, un hombre que esgrimía un bastón, trató de cerrarle el
-paso y, entonces, Darlés torció á la izquierda, venciendo con velocidad
-de liebre la cuesta de la calle Siete de Julio. De un portal le tiraron
-una silla, que apenas le rozó, y donde acaso tropezaron los que de más
-cerca le acosaban. Cuando la humana jauría, jadeante y furiosa, pasaba
-bajo los arcos de la Plaza Mayor, su griterío amenazador retumbó con más
-fuerza:
-
---¡A ése!... ¡A ése!...
-
-El estudiante, alocado, corriendo siempre en línea recta, llegó á la
-barandilla que cierra el jardín y la franqueó de un salto. Esto le
-salvó. La poca luz que allí había y las sombras de los árboles
-desdibujaron su figura. El, sin embargo, continuó corriendo y, al
-encontrarse de nuevo con la barandilla, volvió á saltar. Al caer, sus
-rodillas, fatigadas, se doblaron y á poco da de bruces contra el suelo.
-Pero en el acto se levantó y siguió corriendo. Ahora las voces de sus
-acosadores retumbaban lejos, bajo las bóvedas sonantes de la plaza.
-
-Darlés continuó huyendo por la calle de Toledo, y advirtió que muchos
-transeuntes le miraban con inquietud. Una mujer exclamó:
-
---¡Va herido!...
-
-Al llegar á Puerta Cerrada, el estudiante se acercó á la famosa cruz que
-da nombre á la plaza. No podía más; las piernas se le rompían de
-cansancio; su corazón estallaba; la lengua se le escapaba de la boca.
-Varias mujeres le rodearon asustadas.
-
---¡Está usted herido!--decían--. ¿Qué es eso?... ¡Le han herido á usted!
-
-Pero en sus exclamaciones no había rencor, sino piedad ingénua. El
-estudiante se sintió más tranquilo. Una de aquellas mujeres llevaba un
-cántaro.
-
---¡Un buche de agua!--balbuceó Enrique--. Agua... ¡Me muero de sed!...
-
-Acercó sus labios á la boca de la vasija y bebió á largos sorbos.
-
-Ellas repetían:
-
---Está usted herido... ¡Pobre hombre!... ¡Vaya usted en seguida á la
-Casa de Socorro!...
-
-Para no suscitar sospechas, Darlés repuso:
-
---Sí, ahora voy...
-
-Después trasegó algunas buchadas más, y siguió huyendo hacia la calle de
-Segovia. Corrió mucho, mucho, hasta que sus fuerzas se agotaron
-totalmente. Detúvose y se reconoció; sus ropas mojadas se adherían á su
-carne, produciéndole una desagradable sensación de frío; tenía las manos
-rojas: lo que él creyó sudor, era sangre.
-
---¡Estoy herido!--murmuró.
-
-Y entonces comprendió lo que las mujeres de Puerta Cerrada le habían
-dicho. En aquel momento acometióle un ligero mareo y necesitó apoyarse
-contra la pared. Después abrió los ojos y examinó el sitio donde se
-hallaba. Era un callejón pendiente y solitario, abierto entre casas
-modestas. Muy cerca, sobre la inmensidad negra del cielo, aparecía la
-mole imponente del Viaducto, esa atalaya siniestra y magnífica desde la
-cual tantos tristes se despidieron de la vida en una reverencia mortal.
-
-Enrique Darlés volvió á pensar:
-
---Estoy herido...
-
-Sus ideas iban coordinándose: Alicia, su cuartito de la calle de la
-Ballesta... Palpóse los bolsillos, y sus dedos hallaron el collar, «¡su
-collar!...»
-
-El estudiante sonrió; una alegría inefable esponjaba su cuitado corazón.
-Suspiró; se enjugó dos lágrimas. Alicia sería suya. La novela de su vida
-acababa de ser escrita.
-
-
-
-
-V
-
-
-Candelas y Alicia Pardo regresaban en landó de las carreras. La tarde
-había pecado de frescachona, pero el sol no se ocultó ni un momento, y
-los jockeys lucharon bien. Alicia sonreía; estaba contenta; había ganado
-ochocientas pesetas, y en sus ojos persistía aún la visión de los
-jinetes huyendo con rapidez fantasmagórica sobre el fondo del paisaje
-abrileño. Y, de pronto, en el segundo tercio de la carrera, de aquel
-grupo multicolor, compuesto de blusas rojas, azules y amarillas, y de
-calzones blancos, un caballo se destacó para tomar la cuerda, y ella
-había ganado...
-
-En esta victoria hallaba algo personal, que mimaba su orgullo.
-
---Ese jockey que ahora tiene tu conde--exclamó--monta como un centauro.
-¿Es inglés?
-
-Candelas contestó:
-
---No, belga.
-
-A Alicia, que no recordaba con exactitud hacia dónde quedaban los Países
-Bajos, no le satisfizo la respuesta. Pero era igual; bastábala con saber
-que el jockey triunfador venía de uno de esos pueblos septentrionales
-donde todos los hombres son correctos y rubios.
-
-Candelas comenzó á explicar la ciega confianza que el conde, su amigo,
-tenía en aquel caballista extraordinario. En pocas palabras trazó un
-brillante programa de diversiones y de viajes. A primeros de Mayo irían
-á Londres, y en Junio, á París, donde el conde pensaba llevarse el «Gran
-Premio», de Longchamps. La otoñada la pasarían en Niza.
-
-Alicia Pardo repuso:
-
---En Septiembre el marquesito y yo vamos á Monte-Carlo. Es preciso que
-nos veamos; con los hombres, ¿verdad?..., nos divertimos poco. No saben
-hacernos reir.
-
-Cuando el landó llegaba á la plaza de Castelar, Alicia preguntó á su
-amiga:
-
---¿Tienes algo que hacer esta noche?
-
---No.
-
---Pues vente al Real conmigo. La noche pertenece á Bizet, el divino.
-Representan Carmen, y trabajan la Nasí y Pacteschi. ¡Sin comentarios!
-
-Candelas accedió.
-
---Ahora--dijo Alicia--quiero ir á mi casa, por si he recibido algún
-recado urgente. Luego te llevo á la tuya, cambias de traje y buscamos á
-Manolo para que nos invite á comer.
-
-El coche se detuvo ante el portal de Alicia, y Teodora, que estaba en el
-balcón, bajó á la calle en seguida. Traía una carta.
-
---Esto ha venido para usted.
-
---¿De parte de quién?
-
---De parte del señorito Enrique.
-
-Alicia repitió, sorprendida:
-
---¡De Enrique!
-
-Rasgó el sobre con gesto febril, y leyó:
-
-«Ven á mi casa, te lo ruego. Necesito verte hoy mismo.»
-
-Y firmaba: «_E. D._»
-
-Alicia pareció reflexionar. Luego miró á su amiga.
-
---¿Tú entiendes esto?... Es de Enrique Darlés... ¿Te acuerdas?... Un
-muchacho, amigo de Manolo...
-
-Y, dirigiéndose á Teodora:
-
---¿Quién trajo esta carta?
-
---Una vieja.
-
---¿Qué facha tenía?
-
---No sé... así..., parecía portera...
-
-Alicia permanecía indecisa; la concisión autoritaria de aquellos
-renglones impresionaba. Era una carta de hombre; los niños no saben
-hablar así. En el sobre una mano impaciente, acaso desesperada, había
-escrito, con letras de trazos vigorosos, la palabra «urgente».
-
---¿Qué hacemos?--preguntó.
-
---Creo--repuso Candelas--que debemos ir á verle.
-
---¿Para qué?
-
---Cuando él te llama, algo muy grave debe ocurrirle. Ve...
-
-Alicia consultó su reloj: eran las seis; aun podía, sin turbar el
-programa de aquella noche, otorgarse el lujo de una condescendencia. Y
-ordenó al cochero:
-
---¡Ballesta, número...! ¡A escape!...
-
-Un momento las dos jóvenes estuvieron calladas. Candelas, de repente,
-exclamó:
-
---¿Has leído lo que dicen los periódicos del robo que hubo anoche en la
-calle Mayor?
-
---No... ¿Qué dicen?
-
---Que han robado una joyería.
-
---¡Una joyería!--repitió Alicia.
-
-Su rostro tuvo una expresión inenarrable de ansiedad y de espanto. Se
-acordó de aquel collar de esmeraldas, en el que tantas veces había
-pensado, y de la tarde en que ella y Candelas sorprendieron á Enrique
-Darlés inmóvil ante el escaparate de la tienda. Inopinadamente, la
-dolorida figura del estudiante parecía ponerse de pie en su memoria.
-Escuchaba sus últimas palabras: «Usted no me ha tratado. Usted no sabe
-quién soy yo». Y estas frases, á las que nunca concedió valor, ahora
-repercutían en sus oídos con un «tic» profético.
-
---¿Qué han robado?--preguntó.
-
---No puedo decírtelo, porque leí el periódico muy á la ligera.
-
---¿Y quién es el ladrón?
-
---No se sabe.
-
---¿No le prendieron?
-
---No. Fué más listo que los que le perseguían...
-
---¿Y escapó?
-
---Sí.
-
-El misterio que envolvía al delincuente aumentó la inquietud de Alicia.
-Era una emoción bonita, novelesca, que la producía cierto engreimiento.
-«¡Si hubiese robado por mí!», pensaba. Emoción orgullosa y malsana,
-semejante á la que experimenta ante sus amigos el hombre por quien una
-mujer se ha suicidado.
-
-Candelas, que seguía los pensamientos de Alicia, exclamó:
-
---¡Sería notable que el autor del atentado fuese Enrique Darlés!
-
---No lo creo.
-
---Pues mira, yo dudo...
-
---Hubiera hecho muy mal.
-
---Evidentemente.
-
---Y si lo hizo, me tiene sin cuidado. Que se fastidie, por imbécil. Yo,
-nada le he pedido; y, en último término, ¡qué diablos!, más delito tiene
-el que otorga que el que pide...
-
-El coche se detuvo, y Alicia y Candelas echaron pie á tierra y
-penetraron en un portal de apariencia mezquina. Candelas llamó.
-
---¡Portera, portera!
-
-A sus voces nadie contestó.
-
---Sígueme--dijo Alicia--, conozco el camino.
-
-Echó á andar, recogiéndose pulcramente su falda color perla é
-imprimiendo á la larga amazona roja de su sombrero un gracioso vaivén.
-Atravesaron un patio sórdido y húmedo, luego otro, y comenzaron á subir
-una empinada escalera. El fru-frú sedeño de sus enaguas y el tintineo
-de sus pulseras llenaba el silencio. Llegaron al tercer piso y
-detuviéronse ante una puerta entornada. Alicia llamó con los nudillos.
-Nadie contestó. Volvió á llamar. Desde dentro, una voz, la voz de
-Enrique, repuso débilmente:
-
---Adelante...
-
-La joven y Candelas se hallaron en una habitación obscura que apestaba á
-sangre. Alicia Pardo no pudo reprimir una exclamación grosera de
-disgusto:
-
---¡Qué asco! ¡Puf!... ¿A qué huele aquí?
-
-Desde el fondo de la estancia, donde se insinuaba la silueta de un
-lecho, Enrique Darlés balbuceó:
-
---Ahí, sobre esa mesita, hay fósforos... Enciende el quinqué...
-
-Candelas se mantuvo inmóvil, junto á la puerta, temerosa de tropezar.
-Cuando hubo luz, las dos amigas lanzaron á su alrededor una mirada
-rápida. Componían el moblaje una mesa de escribir, una cómoda sobre la
-que había un espejo, y á la hila de las paredes encaladas media docena
-de sillas de enea. El estudiante estaba acostado y vestido en su lecho;
-sobre la albura de la almohada, su cabeza, de crespos y negrísimos
-cabellos, yacía inerte. Un momento abrió los ojos, y luego,
-pausadamente, tornó á cerrarlos. Por su rostro lampiño, que la lividez
-de los labios entristecía, divagaba la blancura etérea y luminosa del
-último dolor.
-
-Las dos jóvenes se aproximaron al estudiante. Alicia exclamó:
-
---¡Enrique!... ¡Enrique!...
-
-El entreabrió los párpados, y sus pupilas turbias fijaron en «Tacita de
-oro» una mirada de gratitud. Ella repitió:
-
---Enrique... ¿Me oyes?
-
---Sí.
-
---Te han herido, ¿verdad?
-
---Sí.
-
---¿Tú fuiste quien cometió anoche el robo de la calle Mayor?
-
---Sí...
-
-Alicia Pardo miró ufanamente á Candelas, como invitándola á fijarse bien
-en su hazaña y poniendo en su ademán aquella petulancia con que se
-exhibe una obra de arte. Acababa de obtener un gran triunfo, porque
-únicamente por las mujeres capaces de inspirar pasiones locas se atreven
-los hombres á tanto. Después adelantó la cabeza para ver de más cerca
-las ropas del estudiante, y al encontrarlas tintas en sangre,
-experimentó un nuevo acceso de asco. El contraste del aire cálido y
-nauseabundo de aquella habitación, largo tiempo cerrada, con el ambiente
-saludable de la calle, era demasiado brusco.
-
---¿Abro la ventana?--dijo.
-
---No... no--murmuró Enrique--; estoy muy débil; el frío me mataría.
-
-Alicia, sentada sobre el lecho, aquel pobre lecho que su cuerpo una
-noche perfumó á violetas, le observaba en silencio. Un ancho sombrero
-carmesí, adornado por una magnífica amazona blanca, cubría su semblante
-pálido, donde los ojos verdes brillaban lascivos en el gran nimbo
-cárdeno de las ojeras; y la gracia libertina de los ademanes, la
-brevedad pueril del talle, el entono robusto de las caderas y del seno,
-y aquel desasosiego con que los piececitos impacientes y bailarines
-herían el suelo cual si deseasen escapar, contrastaban fuertemente con
-la fealdad del aposento desamueblado, oliendo á agonía.
-
-Candelas parecía conmovida. Pero Alicia se ahogaba; una sensación
-terrible de asco iba dominándola. Repetidas veces llevóse á su nariz
-gozadora, bañada aquella tarde en la brisa suelta y oxigenada del
-Hipódromo, su pañuelo de encajes. El invasor malestar se sobreponía á su
-aflicción. No podía llorar. Además, ¿para qué?... Y con tal de escapar
-pronto de allí, no la hubiese importado que Enrique viviese algunas
-horas menos. En su ingratitud, Alicia Pardo llegó á maravillarse de que
-hubiese mujeres amantes capaces de besar un cadáver...
-
-De súbito, deseosa de concluir, preguntó:
-
---Pero... ¿cómo te hirieron?
-
-Nuevamente Enrique abrió los ojos, luego los labios.
-
---Vas á saberlo.
-
-A pesar de la enorme hemorragia que había sufrido, aún le restaban
-algunas fuerzas, las últimas, y pudo hablar.
-
---He robado por ti, porque la tarde en que me echaste de tu casa me
-dijiste: Nos veremos... «cuando me traigas el collar que te he pedido».
-
-Alicia exclamó:
-
---No me acuerdo.
-
---Yo, sí; me lo dijiste. Yo me acuerdo de todo.
-
-La joven encogióse de hombros y sus ojos sádicos, de color de ajenjo,
-permanecieron secos. Candelas, en cambio, más humana, más mujer que su
-amiga, tenía anegados en llanto los suyos. Enrique siguió hablando. Su
-gesto era grave. Repentinamente, el niño se había hecho hombre.
-
---Decidido a recobrarte, quise ofrecerte lo que tanto deseabas. Anoche,
-cuando penetré en la joyería, aún no estaba seguro de lo que iba á
-hacer. Me acerqué, sin embargo, al mostrador, y dije que deseaba
-examinar el collar de esmeraldas que había en el escaparate. Cuando me
-lo trajeron, juntamente con otros, apoderóse de mí un vértigo que echó
-sobre mis ojos una tiniebla inmensa y terrible. Rápidamente extendí una
-mano, cogí uno de los collares, no sé cuál, porque todos me parecían
-verdes... y escapé. Pero el dueño, que sin duda había ido espiando todos
-mis movimientos, sacó un revólver y disparó. Su puntería fué certera.
-Yo, en aquel minuto trágico, nada sentí y continué corriendo. A mi
-espalda, voces acusadoras repetían: «¡Á ése, á ése!...» Y me parecía ver
-manos vengativas que, con el ansia de cogerme, se abrían y cerraban
-como garras detrás de mí. Cuando volví de mi terror me hallé en un
-callejón solitario; mis perseguidores no habían podido alcanzarme.
-Entonces advertí que mis ropas estaban empapadas en sangre y que mis
-piernas flaqueaban. ¿Qué hacer? Poco á poco, amparado por las sombras de
-la noche, regresé aquí... y te mandé llamar...
-
-Los deditos ensortijados de Alicia se cruzaron con un doble gesto de
-interés y de horror.
-
---¿Y no te has curado?--gritó--, ¿no llamaste á ningún médico?
-
---No; no quise... porque si alguien me hubiese visto así hubiera
-sospechado... Y he preferido morir á que me quitasen el collar que robé
-para ti...
-
-Y como sintiese que sus energías se agotaban, añadió con un gesto:
-
---Ahí está, sobre la cómoda. Levanta esos libros.
-
-Era una escena tristísima, de un romanticismo punzante y melodramático.
-Al fin, los párpados de la pecadora se humedecieron.
-
---¡Niño, niño!...--sollozó--, ¿qué has hecho?
-
-Darlés repitió:
-
---Búscalo... sobre la cómoda...
-
-No quería morir sin ver su regalo entre las manos, nácar y nieve, de la
-Deseada.
-
-Ella hizo lo que el estudiante ordenaba, y bajo unos periódicos, sus
-dedos hallaron un collar de perlas negras.
-
---¡Qué hermoso!--exclamó absorta.
-
-Sin abrir los ojos, como quien habla en sueños, Darlés repuso:
-
---No es el que tú querías... ya lo sé... Luego lo he visto... Pero en
-aquel momento, todas las piedras me parecían verdes...
-
-Era éste un episodio más, un capricho más de la amarga y eternal ironía
-de las cosas. ¡Dar la vida por un collar de esmeraldas, y equivocarse de
-collar!... El estudiante balbuceó:
-
---Adiós...
-
-Por sus miembros corrió un largo estremecimiento, y bruscamente la
-agonía dió á sus facciones varonil severidad. Torcióse la línea de sus
-labios. Candelas, puesta de hinojos, lloraba y rezaba. Alicia Pardo, más
-violenta, cogió al estudiante por los hombros.
-
---¡Enrique... Enrique!...
-
-Y le miraba con una de esas expresiones trágicas, todo pasión, que
-explican el sacrificio de una vida.
-
-El estudiante aún pudo murmurar:
-
---Acuérdate...
-
-No dijo más. Cerró los párpados. Moría tranquilamente, sin sangre. Por
-su rostro deslizóse una sombra blanca. Alicia exclamó:
-
---Enrique... ¿me oyes?... ¡Enrique!
-
-Le palpó la frente y las manos. Estaba frío.
-
---Ha muerto--dijo.
-
-Aquello, á su modo, era bonito. Hubo una pausa. Candelas se había
-levantado y las dos amigas se consultaron con los ojos. Acababa de
-herirlas la misma idea, el mismo temor. La muerte de Enrique las
-comprometía; la justicia realizaría pesquisas y no era difícil que las
-llamasen á declarar. El instinto de conservación alejaba de ellas el
-recuerdo del muerto.
-
---Estamos perdidas--dijo Alicia--; tú tienes la culpa, yo no quería
-venir.
-
-Candelas repuso colérica:
-
---La culpa es tuya.
-
---¿Mía?
-
---¡Claro es! ¿Quién, sino tú, le obligó á robar?
-
---¡Yo... yo!...
-
---Tú, sí, estúpida...
-
-Y en su voz ardía ese rencor envidioso que sienten todas las mujeres
-hacia la manceba por quien un hombre se ha perdido. Luego, para
-tranquilizarse, agregó:
-
---Afortunadamente, la portera no nos ha visto subir.
-
-Alicia Pardo examinaba el collar; su alma ególatra prendada del lujo, su
-almita «de presa», tornó á olvidarse del estudiante para sólo pensar en
-la belleza de la joya. De pie, ante el espejo, se ciñó el collar y
-comenzó á mover la cabeza á uno y otro lado, complaciéndose en el
-contraste que formaba la negrura de las perlas sobre el armiño de la
-garganta. Y un momento sus ojos ardieron con el vigor insolente de la
-dicha. Lo sucedido no la inspiraba remordimientos. ¿Por qué? ¿Tenía ella
-la culpa de que Enrique hubiese tomado en serio lo que ella pidió en
-broma? Y pensó filosóficamente que en la historia de todas las grandes
-cortesanas siempre hay, por lo menos, un capítulo trágico. Después su
-espíritu experimentó un matiz de ironía. ¡Pobre Enrique! El infeliz fué
-uno de esos desdichados que, ni aun cuando se sacrifican, aciertan del
-todo... Al fin, obedeciendo más que á un sentimiento de ternura á una
-delicadeza de artista, se acercó al cadáver para despedirse de él en una
-mirada. Desde la puerta, Candelas la llamó.
-
---Vámonos...
-
-Alicia Pardo dió media vuelta: nada, en efecto, tenía que hacer allí. El
-ambiente de aquel cuarto, con su aire denso y su suelo de ladrillo
-salpicado de manchas bermejas, tornó á sofocarla. En la calle respiraría
-bien, y recordó que aquella noche, en la platea del Real, las perlas de
-su collar llamarían la atención. No estaba triste. Al pasar por delante
-del espejo se miró de reojo.
-
---Es bonito--pensó.
-
-Y luego, con cierta melancolía:
-
---Sin embargo, el collar de esmeraldas me gustaba más...
-
-Madrid.--Enero, 1908.
-
-
-
-
-EL HIJO
-
-
-
-
-I
-
-
-A los treinta años, aburrido de vivir solo y sin afectos, Amadeo Zureda
-se casó. Era un hombre de mediana estatura y robustas espaldas, que
-tenía la color cetrina, el mirar reflexivo, el ademán lento y seguro.
-Toda el alma de su rostro, cortado por un bigote negro y bronco, más que
-en la reciedumbre de sus pómulos y de sus mandíbulas cuadradas ó en la
-dureza de su nariz, radicaba en la energía taciturna del entrecejo
-hirsuto, sombrío como un mal recuerdo. Borráranse uno tras otro los
-rasgos todos de aquel semblante, y mientras la línea peluda de las cejas
-subsistiera intacta, la expresión de Amadeo Zureda no habría cambiado;
-que entero su espíritu, reservado y ardiente, estaba allí.
-
-A Rafaela, su mujer, el matrimonio la redimió de la esclavitud del
-obrador. Acababa de cumplir diez y ocho años, y era una morenucha de
-ojos negros, apicarados y muy grandes, y de labios fragantes y rojos;
-el talle flexible, las traviesas caderas turgentes y movedizas, el seno
-bien soplado, el caminar vivo, desembarazado y aventurero. A su donaire
-bravío, un poco canallesco, de hija del pueblo, iba unida cierta
-distinción de gestos y de aficiones que aderezaba su belleza y la
-mejoraba; tenía las manos menudas y pulidas, y gustaba de ir finamente
-calzada y con enaguas bien limpias y crujientes. Y como su cuerpo era su
-espíritu, ágil, inquieto, incapaz de guardar durante mucho tiempo la
-misma actitud; mientras hablaba, sus ojos pícaros rebrillaban de
-contento, y en su boca grande, de dientes blanquísimos, ardía perenne,
-como lámpara santa, la luz de una risa. Amadeo adoraba en ella; cuando
-por las tardes, al volver del trabajo, Rafaela acudía á recibirle con
-jubilosas alharacas y luego se instalaba zalamera sobre sus rodillas,
-Zureda, poseído de inefable contento, quedábase boquiabierto y como en
-éxtasis, y hasta aquella cicatriz pensativa de su entrecejo parecía
-dulzurarse en la grave serenidad de la frente cobriza.
-
-El matrimonio se había instalado en el piso quinto de una casa vecina de
-la Estación del Norte. La finca era nueva, y el cuarto de los Zureda,
-muy alegre y soleado, con habitaciones espaciosas, claras, y dos
-balcones, que las manos hacendosas y artistas de Rafaela habían colmado
-de flores.
-
-Amadeo era maquinista del ferrocarril; sus jefes estaban contentísimos
-de él; dos años hacía que trabajaba en la línea de Madrid á Bilbao, y
-nunca cometió faltas merecedoras de castigo; era inteligente, activo,
-duro en la faena; después de una jornada de quince horas, sus ojos
-negros dotados de extraordinario poder visual, miraban sin cansancio;
-dentro de su traje de pana, aquel hombre musculoso, impasible y cetrino,
-parecía de bronce.
-
-Zureda amaba su oficio; lo aprendió en los Estados Unidos, el país donde
-corren más los trenes, y habiéndose quedado huérfano en edad temprana, á
-su profesión dedicó íntegra la abundante savia afectiva de sus años
-solteros. El camino de Madrid á Bilbao lo conocía en sus menores
-detalles, palmo á palmo, y hubiera sido capaz de andar por él á ciegas,
-y tan seguro como por su propia casa. Había grupos de árboles,
-barrancos, ríos, cerros y alquerías que tenían para él la elocuencia
-terminante de un plano topográfico ó de un reloj. «Al llegar á tal
-sitio--pensaba--hay que dar freno, porque inmediatamente después viene
-una cuesta abajo.» O bien: «Ahí está el puente; debe ser tal hora...» Y
-la apreciación de estas nociones de espacio y de tiempo era siempre
-precisa, infalible. Zureda sabía que aquellos objetos inanimados,
-escalonados á lo largo de la vía, eran á modo de amigos fieles, que no
-habían de engañarle.
-
-Este amor fetichista al paisaje lo compartía el que le inspiraban sus
-máquinas. Generalmente trabajaba con las mismas: la número 187 y la
-número 1.082. A la primera Amadeo la llamaba «la Negra»; á la segunda,
-«la Dulce». Aquélla era indócil, violenta y se gobernaba mal; cuando iba
-venciendo alguna cuesta parecía trepidar de dolor, y en su panza de
-hierro había ululeos extraños de amenaza; en las pendientes patinaba, y
-era difícil contenerla; diríase que en su interior agitábase un espíritu
-díscolo, eternamente rebelde á todo mandato; estaba quieta y no quería
-andar; si andaba, costaba trabajo detenerla; al penetrar bajo el arco
-tenebroso de los túneles, su silbido de alarma vibraba desgarrador,
-semejante á un grito humano. «La Dulce», por el contrario, era mansa,
-obediente, recia y voluntariosa en los momentos de subida, prudente y
-reservona en las cuestas abajo, cuando convenía reprimir el descenso
-temerario del convoy.
-
-Siempre que Amadeo iba de viaje, lo que ocurría dos veces por semana, su
-mujer le preguntaba:
-
---¿Qué máquina llevas hoy?
-
-Y si era «la Dulce» se quedaba tranquila.
-
---Con ésa--decía--no hay cuidado. La otra, en cambio, me da miedo: tiene
-«mala sombra...»
-
-A Zureda, sin embargo, le gustaba bregar con las dos, y hasta sentía
-inclinación por una ó por otra, según el estado de sus nervios. Cuando
-se hallaba de buen humor, prefería «la Dulce», que no le daba trabajo.
-Esto sucedía durante los días apacibles, bajo el enorme beso ardiente
-del sol. Pedro, el fogonero que acompañaba á Zureda, era andaluz y
-sabía canciones picantes y sabrosos cuentos. Amadeo le escuchaba
-complacido, mientras sus ojos vigilantes se abismaban en el horizonte,
-riente y azul; los rieles que iban devanándose ante los topes de la
-locomotora, brillaban á la luz y parecían de plata; el aire era tibio y
-cargado venía de fragancias campestres; bajo sus pies el maquinista
-sentía retemblar la máquina, diligente, sumisa, sin bruscos
-sacudimientos ni lamentos insólitos, y murmuraba, ufano y cariñoso, como
-animándola:
-
---Anda, cordera...
-
-Pero otras veces su cuerpo sanguíneo padecía cóleras recónditas,
-irritaciones caprichosas, desequilibrios insanos de humor, que le
-quitaban las ganas de hablar y ahondaban la cicatriz torva de su
-entrecejo. Y entonces prefería llevar consigo á «la Negra», siempre
-amenazadora y arisca, que contradecía todas sus órdenes; y esta lucha,
-en la que palpitaba constantemente un peligro, servía de sedante á sus
-nervios y le pacificaba. Entonces Pedro, el andaluz de los cuentos
-atrevidos y de las canciones pícaras, enmudecía cohibido por el agrio
-humor del maquinista. A lo largo del camino, y como rimado por las
-ráfagas musicales del viento y el fragor trepidante de la locomotora, un
-largo diálogo de rencores se entablaba entre el hombre y la máquina.
-Apretando los dientes, Zureda murmuraba:
-
---Anda, perra... la pendiente es dura, pero has de subirla. ¡Anda con
-ella!...
-
-Y abría la boca del horno, ardiente y roja como pozo infernal, y por su
-propia mano, sañudamente, arrojaba dentro del hogar ocho ó diez
-paletadas de carbón. Como respondiendo al castigo, la máquina se
-estremecía; bramidos iracundos restallaban en su interior, y por sus
-lomos humeantes parecía correr una ondulación de odio.
-
-De estos viajes Amadeo Zureda siempre volvía trayendo para su mujer
-algún regalo: un corsé, un cuello de piel, una caja de medias...
-Rafaela, que sabía exactamente la hora de llegada del expreso, atisbaba
-su paso desde un balcón. Zureda, además, desde muy lejos la avisaba con
-un largo silbido.
-
-Ella, si aún estaba acostada, saltaba del lecho, vestíase
-precipitadamente y corría al balcón; y sobre el verde alféizar de las
-macetas, su rostro cobrizo sonreía al paisaje. Un momento después, por
-entre las arboledas frondosas de la Moncloa, el tren aparecía
-crepitante, fragoroso, devanando su cuerpo negro y ondulante á lo largo
-de los rieles, bruñidos. Desde el tándem, el maquinista, alborozado,
-saludaba á la joven con un pañuelo; y solamente entonces su entrecejo,
-hasta donde jamás subía el regocijo de una risa, se desarrugaba y
-parecía contento.
-
-Amadeo Zureda no deseaba nada. Su oficio era ingrato, pero aquellas dos
-noches que, entre viaje y viaje, pasaba en Madrid, bastaban á darle la
-felicidad. Toda su alma honrada y brusca se remozaba allí, bajo el techo
-del hogar tranquilo, en medio de los muebles modestos, comprados uno á
-uno. Aquel era su premio. Entre los brazos amantes de la compañera, el
-frío que recogieron sus huesos á la intemperie, en la extensión de los
-caminos, disipábase poco á poco, y su alma adormecíase en el calor de un
-dulce bienestar sensual.
-
-
-
-
-II
-
-
-Dos años de matrimonio bastan para envejecer á un hombre dócil; ó lo que
-es igual: para infundirle esas ideas trascendentes de previsión, quietud
-y economía, que siembra en las voluntades pacíficas el miedo al mañana.
-
-Cierta noche, hallándose convaleciente todavía de un enfriamiento que le
-tuvo encamado varias semanas, Amadeo Zureda habló seriamente á Rafaela
-del porvenir. Sobre la limpieza de las almohadas reposaba su cabeza
-bronceña, de pómulos angulosos y enérgico perfil, y en la grave
-serenidad de la frente, el surco vertical de la reflexión parecía más
-hondo. Su mujer, sentada al borde del lecho, le escuchaba atenta, una
-pierna sobre otra, y sujetando la rodilla cabalgadora entre sus manos
-cruzadas. El discurso del maquinista iba devanándose lentamente: la vida
-vale muy poco, pues la desgracia nos cerca y sabe herirnos de infinitos
-modos; hoy es una ráfaga de aire frío, mañana una congestión, ó una
-angina, ó un cáncer, los que la muerte utiliza como vehículos para
-llegar á nosotros; la tierra en donde todos, tarde ó temprano, iremos á
-dar, se abre á nuestro alrededor como una enorme fauce, y en esta fiera
-y rapidísima hecatombe universal nadie puede asegurar que asistirá al
-orto y al ocaso del mismo día...
-
---A mí no me asusta el trabajo, ya lo sabes--prosiguió Zureda--; pero
-las máquinas son de hierro y al cabo se usan y fatigan de andar; así los
-hombres... y cuando eso me suceda á mí, que ha de sucederme, ¿qué será
-de nosotros?...
-
-Rafaela movía la cabeza con sosiego; ella no participaba de los temores
-de su marido; á Amadeo, su enfermedad le volvía pesimista y medroso.
-
---Creo que exageras--dijo--; la vejez está muy lejos; además, lo
-probable es que no tengamos hijos.
-
-Zureda hizo un gesto negativo.
-
---No importa--replicó--; los hijos podrán no venir, pero ¿y si
-viniesen?... En cuanto á que la vejez tarde en llegar, te equivocas; hoy
-mismo, ¿crees que yo tengo la agilidad, el vigor y aquella misma alegría
-con que á los veinticinco años iba al trabajo?... ¡Quia! La vejez se
-acerca, y aprisa. Por eso repito que es necesario ahorrar. Así,
-transcurrido algún tiempo, cuando yo no pueda gobernar las máquinas,
-abriré un taller de mecánica; y si muriese de pronto, pero dejándote
-quince ó veinte mil pesetillas, fácil te será establecer en sitio
-céntrico un buen obrador de lavado y planchado, que es de lo que
-entiendes.
-
-Aún añadió Zureda á lo expuesto otras varias razones, todas bien
-aplomadas y discretas, con las cuales la joven se dió por convencida. Al
-hablar así el maquinista, ya tenía trazado un plan. Entre las personas
-que durante su enfermedad fueron á visitarle estaba Manolo Berlanga,
-unido á él por lazos de amistad fraternal. Berlanga trabajaba en una
-platería del Paseo de San Vicente; no tenía parientes y ganaba bastante.
-Reiteradas veces el platero había manifestado á Zureda sus deseos de
-hallar una casa honrada donde vivir recogidamente y en familia mediante
-un pupilaje de cuatro ó cinco pesetas.
-
---Supongamos--continuó Amadeo--que Manolo nos diese cinco pesetas; son
-treinta duros mensuales; es así que la casa cuesta ocho, pues nos quedan
-veintidós duros, con los cuales, y algunos más que yo ponga, podemos
-comer todos perfectamente.
-
-Rafaela asintió, interesada por las emociones que aparejaría aquel nuevo
-vivir. El platero era un boquiverde joven y simpático, que charlaba
-mucho y tocaba la guitarra muy bien.
-
---Como haber sitio para él, sí que lo hay--repuso--; ¿qué habitación le
-daríamos?
-
---La alcobita del comedor.
-
---En ella pensaba yo ahora mismo; pero es muy pequeña y no tiene luz...
-
-Zureda se encogió de hombros.
-
---¡Para dormir--exclamó--buena es!... Si se tratase de una mujer, el
-asunto varía, pero los hombres en cualquiera parte nos acomodamos.
-
-Al día siguiente, y por encargo del maquinista, Rafaela escribió á
-Berlanga rogándole fuera á verle. El platero acudió á la cita puntual.
-Representaba veintiocho años: vestía limpio pantalón de pana muy ceñido
-de caderas y bien abotinado, y pelliza de color obscuro con cuello y
-bocamangas de astracán. Era de mediana estatura y sobrio de carnes;
-tenía el semblante pálido, el ademán inquieto, la conversación jacaresca
-y abundante. Rafaela buscó un pretexto para marcharse de la habitación,
-y los dos hombres pudieron charlar libremente y ponerse de acuerdo.
-
---Tratándose de vosotros--dijo Berlanga--, yo doy cinco pesetas muy á
-gusto por mi hospedaje, y más, si es preciso.
-
---Gracias--repuso Zureda--; no se trata de comerciar contigo; sí de que
-todos nos ayudemos mutuamente como buenos hermanos.
-
-Aquella noche, después de cenar, Rafaela sacó de la alcobita del comedor
-los muebles inútiles que allí había, y la barrió y fregó cuidadosamente.
-Al día siguiente madrugó para comprar en una prendería vecina una cama
-de hierro con su somier y un colchón de lana, que luego armó y equipó
-esmeradamente, hasta dejarla muy mullida y pomposa. Completaron el
-mobiliario de la habitación dos sillas, un lavamanos de hierro y una
-mesita enmajada por un tapetillo de bayeta verde. Seguidamente la joven
-se vistió y peinó para recibir al huésped, quien llegó á media tarde con
-su equipaje: consistía éste en un maletín donde el platero guardaba las
-herramientas de su oficio, un baúl y un barrilito lleno de cierto
-vinillo añejo que, según declaró Berlanga después de cenar, entre el
-regocijo expansivo del café y del cigarro puro con que Zureda le
-obsequió, se lo había regalado una tabernera amiga suya...
-
-Transcurrieron varios días, que fueron para el maquinista y su mujer de
-desusado regocijo, pues el platero era hombre de alegres iniciativas y
-muy aficionado á levantar su vaso, con lo cual su conversación,
-habitualmente fértil, adquiría colorido hiperbólico y andaluzas
-exuberancias. De sobremesa, todos los donaires chulescos de Berlanga
-suscitaban en Amadeo sonoras explosiones de hilaridad; al reir, Zureda
-apoyaba su dorso macizo contra el respaldo de su silla, y á intervalos,
-como para subrayar los borbollones de su risa, descargaba sobre la mesa
-recios puñetazos. Después emitía su opinión lentamente, y si necesitaba
-aconsejar á Berlanga lo hacía por estilo paternal, bonachón y paciente.
-
-Ya completamente restablecido, Amadeo volvió al trabajo. Aquella mañana,
-al despedirse de su mujer, ésta le preguntó:
-
---¿Que máquina llevas?
-
---«La Negra».
-
---¡Qué casualidad!... Veremos si te sucede algo malo.
-
---¡Bah! ¿Por qué? La conozco bien.
-
-Abrazó á Rafaela, oprimiéndola cariñosamente contra su pechazo bravo y
-noble. De pronto una ocurrencia insana, cruelmente grotesca, azotó su
-espíritu: aquella noche él la pasaría despierto y á la intemperie, sobre
-el tándem del tren, mientras allá en Madrid, bajo el mismo techo que su
-mujer, iba á dormir otro hombre. Pero esta desconfianza bastarda duró un
-segundo apenas; el maquinista pensó que Berlanga, aunque bullanguero y
-disipado, era, en el fondo, un amigo fraternal incapaz de acometer tan
-fea traición. Rafaela acompañó á su marido hasta la escalera y allí
-tornaron á enfervorizarse recíprocamente con los calientes besuqueos y
-apretujones de la despedida. Al recomendarle que se abrigara bien y se
-acordase de ella mucho, los ojos negros de la muchacha arrasáronse en
-lágrimas.
-
---¡Qué buena es!--murmuró Zureda.
-
-Y en su ingenua nobleza, acordándose del venenoso pensamiento que
-momentos antes le acometiera, tuvo vergüenza de sí mismo.
-
-La vida de Manuel Berlanga era harto desigual; le gustaban las mujeres y
-el vino, y muchas noches, allá de madrugada, volvía á su casa en estado
-de completa embriaguez. Esto ocurrió siempre durante las ausencias de
-Zureda. A la mañana siguiente el platero se despertaba despejado y
-acudía contrito á la cocina, donde Rafaela preparaba el desayuno.
-
---¿Está usted enfadada conmigo?
-
-Ella le reconvenía maternalmente y le aconsejaba formalidad; él tomaba
-el lance á risa.
-
---¡Déjeme usted en paz!--decía--; no me gusta la formalidad; es una de
-tantas antipatías que echa sobre nosotros el matrimonio. ¿No tiene usted
-bastante seriedad con la de Amadeo?
-
-En los hombres, el amor no es muchas veces más que la obsesión carnal
-que les produce la visión reiterada y constante de una misma mujer. En
-cada risa, en cada actitud de la mujer que anda á su alrededor, hay una
-gracia que al principio resbala inadvertida, y luego, en virtud de un
-fenómeno que pudiera denominarse de «acumulación», se acentúa y afirma
-hasta surgir inopinadamente envolvente y conquistadora.
-
-Una mañana Manolo Berlanga se hallaba en el comedor desayunándose para
-marcharse á su taller; Rafaela, de espaldas á él, fregaba el suelo del
-pasillo.
-
---¡Cómo se trabaja, comadre!--exclamó el platero festivamente.
-
-Ella respondió á la observación con una carcajada argentina y prosiguió
-su faena; unas veces recogida sobre sí misma, casi sentada sobre los
-talones, otras con el busto extendido hacia adelante, en una actitud
-violenta que deprimía la fragilidad anillada de la cintura y soplaba la
-turgencia de las posaderas movedizas. En aquella escena, muchas veces
-repetida, el platero no había reparado hasta entonces; pero apenas
-experimentó su poder sensual cuando alumbró en él la llama de un deseo.
-
---¡Es guapa!--pensó.
-
-Y continuó mirándola, repasando en su viciosa imaginación las
-perfecciones de aquella flor de carne, vibrante y mollar. Su
-ensimismamiento se prolongaba. De pronto, con la brusquedad de un mal
-humor, se levantó.
-
---Hasta luego--dijo.
-
-En la escalera saludó á un vecino y encendió un cigarro. Al llegar al
-portal ya no se acordaba de Rafaela. Pero su deseo reapareció más tarde,
-á la hora de almorzar, mientras observaba disimuladamente los antebrazos
-desnudos de la joven. Eran éstos robustos y bien torneados, y la carne
-se apelotonaba exuberante bajo la tela de las mangas recogidas sobre el
-codo.
-
---Hoy no se ha peinado usted--dijo Berlanga.
-
-Ella repuso riendo con esa franqueza voluptuosa de las mujeres que
-poseen una dentadura bonita:
-
---Tiene usted razón; en todo ha de reparar usted; es que no he tenido
-tiempo.
-
---No la importe--contestó el platero galante--; así, despeinadas y al
-aire los brazos, es como las mujeres guapas están mejor.
-
---¿Habla usted con franqueza?
-
---Con absoluta franqueza.
-
---Entonces tiene usted temperamento ó madera de hombre casado.
-
---¿Yo?
-
---Sí.
-
---¿Por qué?
-
-Volvió á reir, gozosa y coqueta.
-
---Porque ya sabe usted que, generalmente, y para descrédito del
-matrimonio, las mujeres casadas, tratándose de sus maridos, se preocupan
-poco de mostrarse bonitas.
-
-Continuaron charlando, y á través de la conversación intencionada y
-picaresca asomaba la recíproca simpatía que sigilosamente iba
-arrobándoles la voluntad. Ella detuvo los ojos en el reloj, colocado
-sobre el aparador.
-
---Las ocho; ¿qué hará ahora Amadeo?
-
---Según--repuso Berlanga--; ¿cuándo llegó á Bilbao?
-
---Hoy, por la mañana.
-
---Entonces habrá pasado el día durmiendo, y ahora estará metido en algún
-café jugando al dominó. Nosotros, entretanto, aquí...
-
---¿Está usted mal?
-
---¿Yo?...
-
-Y agregó lentamente y mirando á Rafaela con fijeza expresiva:
-
---¡Bastante mejor que él!
-
-Después, mientras bebía su taza de café, el platero vació sobre la mesa
-su jornal de aquella semana.
-
-Empezó á contar:
-
---Dos y dos, cuatro... nueve, once... ¡treinta y ocho pesetas! ¡Mala
-semana! Puedo decir que no he ganado ni para vino.
-
-Reunió siete duros, que, apilados, formando una columna minúscula de
-plata, entregó á Rafaela.
-
---Tome usted.
-
-Ella replicó ruborizándose, como ofendida por aquella distancia siempre
-un tantico hostil, como de deudor á acreedor, que parecía fijar entre
-ambos el dinero.
-
---¿Qué me da usted aquí?
-
---¡Anda!... ¿Qué ha de ser? ¿No pago por semanas? Pues, eso; mi semana:¡
-siete días, á cinco pesetas, treinta y cinco pesetas cabales; ¡como
-éstas!...
-
-Entre sus dedos ágiles, acostumbrados á manejar los naipes, las monedas
-resbalaban tintineantes. Agregó:
-
---Hoy es sábado, con que... la cuenta se arregla en seguida; me quedan
-tres pesetas para gastos extraordinarios: tabaco, tranvías... ¡Voy á
-divertirme!
-
-Con gesto señoril, protector y amable, Rafaela devolvió á Berlanga su
-dinero.
-
---La semana próxima--dijo--me pagará usted. Yo, afortunadamente, si no
-me sobran ahora cinco duros tampoco me faltan.
-
-El platero reiteró su ofrecimiento, aunque flojamente y sólo en aquella
-comedida proporción que juzgó necesaria para quedar bien. Levantóse
-después de la mesa, y mientras se pasaba las manos á lo largo de las
-piernas, para suavizar la fea convexidad de las rodilleras, y ante el
-espejo se estiraba el chaleco y ponía en su sitio el lazo de la corbata,
-exclamó jaquetón:
-
---¿Sabe usted lo que estoy pensando?
-
---Usted dirá.
-
---No me atrevo.
-
---¿Cómo?
-
---¿Y si se enfada usted?
-
---O no...
-
---¿Me lo promete usted?
-
---Palabra de honor; usted, diga lo que quiera, no puede molestarme.
-
---¿Y eso?
-
---Yo me entiendo.
-
---¡Ah, vamos!... Porque no me hace usted caso; ¿eh?... Me tiene usted en
-poco...
-
---Al contrario; le tengo á usted en mucho...
-
-Mirábale provocativa y ufana, removida hasta en sus entrañas más hondas
-por un capricho tan porfiado, tan envolvente, que casi parecía un amor.
-
-El platero repuso, orondo:
-
---Entonces, pues tenemos dinero y estamos solos, ¿por qué no nos vamos
-al baile esta noche?
-
-Todo el cuerpo goyesco, genuinamente madrileño, de la joven, vibró de
-júbilo. Hacía mucho tiempo que no se divertía así; desde que se casó,
-Zureda, formalote y poco inclinado á fiestas, no había querido llevarla
-á ningún baile, ni aun á los de máscaras. Un recio tropel de visiones
-alegres invadió su memoria. ¡Ah, sus buenos domingos de soltera!... Los
-sábados por la noche, á la salida del taller, ella y sus compañeras de
-obrador se citaban para el día siguiente: unas veces, en los merenderos
-de la Bombilla; otras, en los de Cuatro Caminos, ó en las clásicas
-Ventas del Espíritu Santo... Y, una vez allí, qué risas, qué alegría,
-qué extraña emoción de curiosidad y de miedo sentían junto al deseo del
-hombre que se acercaba á bailarlas...
-
-Agil, flexible, transfigurada, Rafaela se irguió.
-
---No sería usted tan capaz de llevarme como yo de ir.
-
---¿Que no?--replicó el platero--; ¡ahora mismo!... Vamos á la Bombilla y
-no salimos de allí hasta no gastarnos la última peseta.
-
-De un brinco la joven huyó del comedor, se puso á la cabeza un pañuelo
-de seda, se echó garbosamente sobre los hombros un mantón alfombrado.
-Reapareció en seguida. Al andar, sobre sus botas de charol, levantadas
-de tacón y de agudísima punta, sus enaguas, reciamente almidonadas y muy
-blancas, revolaban crujientes. Se acercó á Berlanga y, cogiéndole
-familiarmente por un brazo, dijo:
-
---Le advierto á usted que la mitad del gasto lo pago yo.
-
-El platero titubeó la cabeza de izquierda á derecha, negando. Ella
-agregó categórica:
-
---Con esa condición salgo de casa. ¿No vamos á divertirnos los dos? Pues
-justo es que la fiesta la paguemos los dos por igual.
-
-Aceptó Berlanga aquel trato amistoso y, ya en la calle, subieron á un
-coche. En la Bombilla, donde cenaron abundantemente y bailaron mucho,
-estuvieron hasta la madrugada. El regreso lo emprendieron á pie,
-lentamente y cogidos del brazo. Con frecuencia, Rafaela, que había
-bebido más de lo justo, necesitaba detenerse y, aturdida, apoyaba su
-cabeza sobre el pecho del platero. Manuel Berlanga, fuera de sí y un
-poco borracho, se la comía con los ojos.
-
---¡Qué bonita es usted!--murmuraba.
-
---¿De veras?...
-
---Que me quede ciego si digo mentira. Bonita, no, que es poco;
-bonitísima, sí; preciosa... más preciosa que todas las mujeres juntas.
-
-Y ella, astutamente, para demostrarle que no le había oído, balbuceaba:
-
---¡Qué mareada estoy!...
-
-De súbito, Berlanga exclamó:
-
---Si no fuera porque Zureda y yo somos amigos...
-
-Hubo un silencio. Animándose el platero, añadió:
-
---Rafaela... sea usted franca: ¿no es verdad que Amadeo nos estorba?
-
-Ella le miró de hito en hito, y luego, por toda respuesta, se llevó su
-pañuelo á los ojos. No sucedió más.
-
-Poco á poco, en el transcurso uniforme de varios días, fué cerciorándose
-Manuel Berlanga de que Rafaela tenía los ojos grandes y expresivos, y
-los pies menudos y de fino tarso, y el andar muy gracioso, y los senos
-bien sembrados y crecidos; y hasta creyó adivinar en ella el deseo,
-tentador con exceso, de parecerle bonita. El platero acabó por leer
-claro en su conciencia, lo que á un mismo tiempo hubo de producirle
-alegría y miedo.
-
---¡Me he lucido!--pensó--¡me he lucido! ¿Pues no estoy enamorado de esa
-mujer como una bestia?...
-
-Al cabo, la pasión mal encadenada desbocóse arrolladora. Aquella noche
-llegaba Zureda. Apenas salió del taller Manolo Berlanga se dirigió
-presuroso á su casa. Desde el recibimiento, el platero, que no podía con
-la carga de sus malos pensamientos, preguntó:
-
---¿Y Amadeo, ha venido?
-
-Rafaela repuso:
-
---No tardará ni quince minutos; son las nueve. El tren llegó ya; lo he
-oído silbar...
-
-Berlanga entró en el comedor y vió que la joven estaba arreglándole su
-cama. Se acercó ella:
-
---¿Quiere usted ayuda?
-
---Muchas gracias...
-
-Súbitamente, sin saber lo que hacía, la cogió por el talle. Ella trató
-de defenderse volviéndose de espaldas y empujándole con las caderas. El
-murmuró, besándola ansioso:
-
---Anda, pronto... anda... antes de que llegue..
-
-Y luego, tras un breve momento de lucha silenciosa:
-
---Mi alma... ¿te convences?... ¡Si ello había de ser!...
-
-Verdaderamente, la esposa de Zureda resistió muy poco.
-
-Un año después Rafaela dió á luz un niño, á quien Manolo Berlanga
-apadrinó, y que por voluntad unánime de sus progenitores había de
-llamarse Manuel Amadeo Zureda. El bautizo fué espléndido; más de dos
-mil reales se gastaron en él. ¡Qué alegre, qué sonrosado, qué bonito
-estaba Manolín!... El maquinista, al que todos felicitaban, lloraba de
-gozo.
-
-
-
-
-III
-
-
-Manolín iba á cumplir tres años; era monísimo, charlador, simpático. En
-su carita carnosilla y blanca, más blanca por su contraste con el negro
-entero de los cabellos, fraternizaban rasgos fisonómicos de distintas
-personas: la traviesa nariz y la línea pícara de los labios pertenecían
-á su madre; de su padre, sin duda, heredó el frontal pensativo y la
-recia anatomía de los maxilares; y también recordaba á su padrino en la
-complexión ágil del cuerpo y en el modo que, al andar, tenía de echar
-los pies. Como si el astuto chiquillo, para granjearse en seguida el
-cariño de todos, hubiera puesto voluntad en parecerse á cuantas personas
-estuvieron más cerca de él en la pila bautismal.
-
-Zureda adoraba en Manolín, reía todas sus gracias, pasaba horas echado
-sobre las losas del pasillo, jugando con él; Manolín le tiraba de la
-corbata y del bigote, le aporreaba, le rompía el cristal del reloj; el
-maquinista no se enfadada, al contrario, le quería más, cual si toda su
-alma ruda y noble se deshiciese en amor. Una tarde Rafaela fué á
-despedir á Amadeo, que salía en el expreso de las siete y cinco; llevaba
-al niño en brazos. Desde el tándem, Pedro, el fogonero, hacía reir á la
-madre y al niño con estrafalarios visajes.
-
---¡La cara del dolor de muelas!... ¡La cara del dolor de
-estómago!...--decía.
-
-Vibraron una campana y el silbato tremolante del jefe de estación.
-
---¡Dame á Manolo!--gritó Zureda.
-
-Quería besarle. El chiquillo extendió hacia su padre los bracitos.
-
---¡Llévame, llévame!...--tartamudeaba su lengüecilla débil, llena de
-mimo y de gracia.
-
-¡Pobre Zureda! En aquel momento la idea de separarse del niño le partía
-el corazón; no podía dejarle, no podía... Inconscientemente, mientras
-con una mano apretujaba contra su pecho á Manolín, con la otra oprimió
-la manivela de marcha y partió el tren. Rafaela, asustada, corría por el
-andén, gritando:
-
---¡Dámele, dámele!...
-
-Pero ya, aunque Zureda hubiese querido devolvérselo, no hubiera podido.
-Rafaela corrió hasta el límite del andén; allí se detuvo. Desde la
-negrura del coche-carbonera, Pedro reía y gesticulaba diciéndola adiós.
-
-La joven volvió á su casa llorando. Manolo Berlanga acababa de llegar;
-había bebido y estaba de mal humor.
-
---¿Qué sucede?--dijo.
-
-Hipando, sin consuelo, Rafaela refirió lo ocurrido.
-
---¿Y eso es todo?--interrumpió el platero--; ¡pareces idiota!... Si se
-han ido, tanto mejor; así nos dejarán en paz un poco; ¡mira si no
-volviesen!...
-
-Pidió la cena imperativo.
-
---Bueno--dijo--, haz el favor de no moquear más y de darme de comer, que
-tengo prisa.
-
-Rafaela se puso á encender el fuego; entretanto, no cesaba de llorar ni
-de hablar; su pena y su rabia se derretían en un monólogo interminable.
-
---Hijo de mi alma, ¿á usted le parece?... ¿Llevárle por ahí, para que el
-angelito coja una pulmonía?... ¡Pero qué hombre tan estúpido, pero qué
-estúpido, qué estúpido!... Luego dicen: si cuando las mujeres somos como
-somos no es sin motivo. ¡Hijo de mi alma! Si no quiero acordarme del
-frío que el pobrecito va á pasar esta noche... ¡Hijo mío, sangre mía,
-corazón de su madre, corazón chiquito de su madre!...
-
-Sus manos coléricas tropezaron la botella del aceite, que cayó del fogón
-al suelo, saltando en pedazos; con lo cual la furia de Rafaela llegó al
-paroxismo.
-
---¡Maldita sea mi alma, que no sé lo que hago!... Ese tío, ese lechón de
-marido... el demonio quiera que no vuelva á verle... ¿Y ahora cómo voy á
-guisar?... Tendré que ir á la tienda. Mira si mi madre no me hubiese
-parido, qué bien estaríamos todos... ¡pero qué bien!...
-
-Cansado de oirla, el platero entró en la cocina, el paso lento, los
-puños apretados dentro de los bolsillos de la pelliza, la cara fosca:
-
---¿Es que piensas pasarte la noche hablando?--dijo.
-
---La pasaré como me dé la gana; ¿qué te ha parecido?
-
---Que ya estás callando--gritó Berlanga--ó te rompo la boca.
-
-No pudo reprimir su cólera, y uniendo la villana acción á la torpe
-amenaza, descargó varios puñetazos sobre la cabeza de su querida.
-Rafaela dejó de llorar y por entre sus dientes apretados los insultos
-más groseros pasaron sibilantes.
-
---¡Chulo... cabrón... con mujeres te atreverás tú!... ¡Cobarde...
-marica... si no tienes de hombre mas que la figura!
-
-Y él barbotaba:
-
---Toma... toma, cochina...
-
-La repugnante escena duró largo rato; Rafaela, acobardada y con la nariz
-y los labios bañados en sangre, cesó de hablar; en el silencio de la
-cocina resonaban confusamente los puntapiés desatentados con que el
-platero magullaba á su víctima contra un rincón. Realizada su triste
-hazaña, Manuel Berlanga se marchó y no volvió hasta la madrugada. Entró
-en su cuarto y se acostó á obscuras, pesaroso de su mala acción. Trató
-de consolarse: al cabo, la culpa de lo ocurrido no era completamente
-suya; las intemperancias de Rafaela y el vino hicieron más de la mitad;
-los hombres, cuando beben, se convierten en brutos...
-
-La joven se había retirado á su dormitorio; á intervalos Berlanga la oía
-suspirar, con esos suspiros largos y entrecortados que tiene el sueño de
-los niños que se durmieron llorando.
-
-El platero gritó:
-
---Rafaela...
-
-A su voz respondió el silencio; transcurrieron algunos minutos. El
-platero repitió su llamamiento, y aquel nombre, entre sus labios,
-parecía un mandato:
-
---¡Rafaela!
-
-Aún hubo de llamarla otras dos veces. Al fin, como en un gruñido, la
-joven respondió:
-
---¿Qué quieres?...
-
-El platero sonrió ufano; aquella pregunta equivalía á un perdón; el
-momento dulce de la reconciliación estaba cerca.
-
---Ven--dijo.
-
-Hubo otra pausa, durante la cual las voluntades de los dos amantes
-debieron de tropezarse y batallar, con extraños magnetismos, en la
-quietud de la casa obscura.
-
---¡Ven, niña!--repitió el platero suavizando la voz.
-
-Y pasado un momento:
-
---¿No quieres venir?...
-
-Transcurrió otro minuto; que todas las mujeres, aun las más indoctas y
-sencillas, poseen á la perfección el secreto hechicero de saber hacerse
-esperar. Después Berlanga oyó los pies desnudos de Rafaela deslizarse á
-lo largo del tránsito. La joven llegó á la alcoba del platero, y en las
-tinieblas sus manos exploradoras tropezaron con las que Manuel extendía
-para recibirla.
-
---¿Qué necesitas?--preguntó rencorosa y humilde.
-
---Acuéstate.
-
-Ella obedeció. Sonaron muchos besos, dados por él, y luego la voz de
-Berlanga que preguntaba dominador y mimoso:
-
---¿Vas á ser buena?...
-
-Amadeo Zureda regresó dos días después; venía satisfechísimo; Manolín,
-durante el viaje, habíase portado como un hombrecito; no lloró, comió
-cuanto le dieron y durmió con sueño de marmota sobre los carbones del
-tándem. Al besar á su mujer, el maquinista advirtió que ésta tenía en la
-frente una mancha violácea.
-
---Esto es un golpe--dijo--; ¿has reñido con alguien?
-
-Ella vaciló.
-
---No, hombre; ¿con quién iba á reñir... y menos á pegarme?... Es que la
-misma noche en que te fuiste, la botella del aceite, que estaba en un
-vasar, se cayó al ir yo á cogerla y me dió aquí.
-
---¿Y este arañazo?
-
---¿Cuál?... ¡Ah, sí, el del labio!... Me lo hice con un alfiler.
-
---¡Qué atrocidad! ¡Chiquilla, ten cuidado!...
-
-El maquinista no vió cómo Manolo Berlanga, allí presente, se mordía el
-bigote para disimular una risa infame; el pobre hombre no sospechó nada,
-estaba ciego; aunque no hubiese querido á Rafaela, su amor á Manolín
-bastaba á taparle los ojos.
-
-
-
-
-IV
-
-
-Pero la verdad tiene mucha fuerza. Amadeo Zureda llegó á notar que algo
-extraño ocurría en torno suyo; lentamente y sin saber por qué, hallábase
-un poco distanciado de sus compañeros, que le miraban y trataban como
-nunca lo hicieron; diríase que exigiesen de su rostro la confesión de un
-secreto cómico que él sin duda llevaba muy oculto y tapado, pero que
-todos conocían; era una compleja emoción de silencio y de curiosidad que
-le aislaba de ellos y parecía nimbarle de una inexplicable ridiculez.
-Concluyó por preocuparse de aquel fenómeno.
-
---¿Habré cambiado? ¿Estaré enfermo de gravedad... ó estaré muy feo y
-nadie se atreve á decírmelo?...
-
-En las inmediaciones de la estación, y cerca del Manzanares, había un
-merendero donde acostumbraban á reunirse los mozos del andén y algunos
-maquinistas y fogoneros. El ventorro pertenecía al señor Tomás, que fué
-torero en sus mocedades y conservaba de aquel oficio de valor y
-gallardía el carácter aplomado y rudo y la nobleza de corazón. El señor
-Tomás hablaba poco, y para los que le conocían íntimamente, sus palabras
-tenían la autoridad de lo escrito. Era un viejo alto, de espaldas y
-manos atléticas, que vestía calzones de pana y chaquetillas andaluzas de
-paño negro, y llevaba sobre la faja, con que se abrigaba el crecido
-vientre, un ancho cinturón de cuero con hebilla de plata.
-
-Aquella tarde el señor Tomás disfrutaba del sol á la puerta del
-ventorro, cuando pasó Zureda.
-
-El tabernero llamó al maquinista con un gesto, y cuando éste se hubo
-acercado, exclamó mirándole fijamente á los ojos:
-
---Tenemos que hablar.
-
-Zureda se inmutó; por sus entrañas, semejante á un viento frío, acababa
-de pasar la vibración helada, sigilosa, de un mal presentimiento.
-Recobrándose, contestó:
-
---Cuando usted quiera.
-
-Subintraron en la taberna, donde á la sazón no había parroquianos. Un
-alto zócalo de madera pintado de rojo y coronado de botellas, rodeaba la
-sala; de la pared pendía la cabeza disecada del toro de quien el señor
-Tomás recibió la tremenda cornada que, desgarrándole una pierna, le
-obligó á desceñirse para siempre el traje de luces; al fondo, tras el
-mostrador bruñido, sobre el que cantaba perpetuamente un chorrillo de
-agua, el medidor se había dormido.
-
-Los dos hombres se sentaron ante un velador: el tabernero batió palmas.
-
---¡Eh, tú, chico!--exclamó.
-
-Acudió el medidor.
-
---¿Mandaban ustedes?
-
---Trae unas aceitunas y dos copas de vino.
-
-Hubo una larga pausa. El señor Tomás atizó con voraces chupadas el fuego
-del cigarro puro que humeaba entre sus labios; una torva preocupación
-endurecía su rostro afeitado, cetrino y carnoso, bajo los cabellos
-blancos, peinados y rizados majamente sobre la frente.
-
---A mí--empezó diciendo el tabernero--no me gusta que dos hombres riñan,
-porque entre gentes de corazón no hay riña que no sea grave; pero
-tampoco puedo consentir que un hombre honrado y que lleva el valor en su
-sitio sirva á nadie de hazmerreir. ¿Tú me comprendes?...
-
-Amadeo Zureda se puso lívido, rojo después. Sí, comprendía; habíanle
-llamado para comunicarle un misterio terrible; sintió que aquella
-emoción de vacío que desde algún tiempo atrás le acompañaba, iba á ser
-explicada y tembló; sobre su cabeza se cernía algo negro y enorme; una
-de esas verdades trágicas capaces de partir en dos una vida.
-
---Yo, ni sé hablar, ni me gusta hablar--prosiguió su interlocutor--; por
-eso no me meto en divagaciones, sino que llamo á las cosas por su
-nombre; porque todo en este mundo, Amadeo, fíjate bien, tiene su
-nombre.
-
---Así es, señor Tomás...
-
---Bueno; y yo soy de los que se van á la verdad como antes se iba al
-toro: por lo más derecho, que es lo mejor porque es lo más corto.
-
---Eso es...
-
---Bueno; yo te quiero bien; sé que eres trabajador, sé que eres de los
-buenos que para ganarse su pan no son capaces de echarse por ningún
-camino feo; sé también, porque eso se lleva escrito en la frente, cómo
-eres un hombre que sabe cerrar el puño para reñir y ponerse el alma á la
-bandolera cuando hace falta. Todo eso me consta. Por lo mismo, no
-permito que nadie se burle de ti.
-
---Gracias, señor Tomás...
-
---Bueno; aquí, en mi casa, óyelo bien, aquí en mi casa se ha dicho que
-tu mujer tiene relaciones con Manuel Berlanga.
-
-Las miradas del tabernero y del maquinista se encontraron, y clavadas la
-una en la otra estuvieron un instante; después los ojos de Zureda se
-dilataron, desorbitándose. De repente se levantó y las uñas cuadradas de
-sus dedos se hincaron en la madera de la mesa. Sus labios blancos,
-cubiertos de saliva espumosa, murmuraron entrecortadamente, como en un
-espasmo de rencor:
-
---Eso es mentira, señor Tomás, mentira... y á usted... y á la madre de
-Dios que baje á decírmelo, le parto el corazón. ¡Eso es mentira!
-
-Muy dueño de sí, sin una mueca en el rostro, el tabernero repuso:
-
---Bueno; tú entérate de lo que haya de cierto ó de falso en este
-asunto, pues ya sabes que tan importante es la verdad como la mentira
-que se cuenta. Y si te conviene decir que todo ello lo supiste por mí,
-dílo, que yo aquí y en todos terrenos sostengo mis palabras.
-
-Calló el tabernero, y Amadeo Zureda, de codos sobre la mesa, permanecía
-inmóvil, idiotizado, la boca entreabierta.
-
-Transcurridos algunos momentos sus ideas comenzaron á serenarse, y según
-se aquietaban y coordinaban, una irresistible curiosidad malsana de
-saber, de atormentarse inquiriendo detalles, le invadía.
-
---¿Y de eso--preguntó--se ha hablado aquí?
-
---Aquí mismo.
-
---¿Cuándo?
-
---Más de una vez y más de veinte; y han dicho algo peor: han dicho que
-Berlanga le pegaba á tu mujer, que tú lo sabías, que estabas enterado de
-todo desde el primer momento, y que si lo aguantabas era por
-conveniencia, porque ese Berlanga te ayudaba á pagar la casa.
-
-La llegada de dos mozos de andén, interrumpió la conversación. El señor
-Tomás concluyó:
-
---Conque... ¡ya lo sabes todo!
-
-El primer impulso de Zureda al salir del ventorro fué dirigirse á su
-casa, interrogar á Rafaela, y por buenas ó á golpes arrancarla la verdad
-de sus relaciones con Berlanga. Pero se arrepintió; asuntos como aquel
-no debían atropellarse; mejor era proceder cautamente, esperar,
-informarse despacio y por sí mismo. Cuando llegó á la estación eran las
-seis; en el andén encontró á Pedro.
-
---¿Qué máquina tenemos hoy?--preguntó Amadeo.
-
---«La Negra»--repuso el fogonero.
-
---¡Maldita!... ¡«La Negra» había de ser!
-
-Fué aquel, efectivamente, un viaje terrible, erizado de combates
-interiores y de luchas con la locomotora rebelde; viaje diabólico del
-que Amadeo Zureda había de acordarse toda su vida.
-
-Con arreglo al plan de prudencia que se había trazado, el maquinista
-aplicóse á observar el modo que Rafaela y Manolo Berlanga tenían de
-hablarse, y tras mucho torturarse la atención no halló en la franca
-cordialidad de sus relaciones nada que rebasara los límites de una buena
-amistad. Desde que Berlanga apadrinó á Manolín, el platero y Rafaela,
-cediendo á requerimientos del mismo Amadeo, habían acordado tutearse;
-pero aquel tuteo fraternal, justificado por los tres años que llevaban
-unidos, no parecía envolver ningún secreto pecaminoso. No obstante, los
-celos de Zureda iban en aumento, agarrándose á todos los pretextos,
-sirviéndose hasta de lo más nimio para medrar y embeber vampirescos
-todos los pensamientos del maquinista. Era un sentimiento que crecía en
-Zureda por la obsesión que le causaba la visión constante de la afrenta
-sospechada, como por obsesión nació en Manolo Berlanga su amor á
-Rafaela.
-
-Convencióse al cabo Amadeo de que sus facultades de espía eran muy
-cortas; faltábanle la astucia, el disimulo, y ese instinto de
-adivinación, especie de doble vista, que permite llegar rápida y
-derechamente al fondo de las cosas. Dado su caracter rudo, refractario á
-toda suerte de taimerías diplomáticas, mejor era abordar la cuestión
-cara á cara. Una vez adoptada esta resolución, sintió encalmarse sus
-inquietudes y derramarse por su interior una emoción sedante de paz. El
-maquinista pasó el día leyendo tranquilamente, aguardando á que la noche
-llegase. Rafaela cosía en el comedor, con Manolín dormido sobre el
-regazo. Media hora antes de cenar, Zureda llegóse de puntillas á la
-alcoba, y de la mesita de noche sacó el recio cuchillo de monte, con
-mango de asta, que llevaba consigo en todos sus viajes. Después calóse
-una boina, enlazóse al cuello una bufanda porque hacía frío, y en la
-oquedad del corredor, sus recias pisadas, que en aquel momento parecían
-llevar consigo algo fatal, resonaron seguras.
-
-Un poco sorprendida, Rafaela preguntó:
-
---¿No cenas aquí?...
-
---Sí--repuso él--; voy á estirar un poco las piernas; vuelvo enseguida.
-
-Besó á su mujer, besó á Manolín, despidiéndose de ellos mentalmente, y
-salió.
-
-En la taberna del señor Tomás halló á Manolo Berlanga jugando al tute
-con varios amigos. El platero estaba borracho, y su voz, de timbre
-impertinente y desafiador, se imponía á las demás. Lentamente, con aire
-descuidado y taciturno, el maquinista se acercó al grupo.
-
---Señores, salud.
-
-Al pronto nadie le contestó, que todos pendientes andaban del travieso
-ir y venir de los naipes. Acabada la partida, uno de los jugadores
-exclamó:
-
---¡Hola, Amadeo... no te había visto!... A los que vi ayer fueron á tu
-mujer y á tu chico; el muchacho muy hermoso está, y su madre muy guapa,
-¡vaya!... No lo digo porque estés delante. ¡Bien se echa de ver que
-ganas mucho y que en tu mujer lo gastas!
-
---Y si no lo hiciera así--interrumpió Berlanga, ofreciendo á su compadre
-un vaso de vino--no faltaría quien lo hiciese; ¿verdad, tú, Amadeo...?
-
-Zureda, impasible, apuró el vaso de un trago. Después pidió, para los
-allí reunidos, un frasco de vino.
-
---Te desafío--exclamó dirigiéndose á Berlanga--á una partida de mus.
-Antolín será mi compañero.
-
-El platero aceptó.
-
---Vamos allá.
-
-Los cuatro hombres se instalaron alrededor de la mesa, y la partida
-empezó.
-
---Envido.
-
---Paso...
-
---Tengo.
-
---No.
-
---Yo, sí.
-
---Envido también.
-
---No quiero...
-
-De cuando en cuando los jugadores interrumpían su faena para beber, y
-algunas jugadas atrevidas eran festejadas con grandes risas.
-
---¿Quien da?...
-
---Yo.
-
-De repente Amadeo Zureda, que buscaba un pretexto para reñir con su
-compadre, hizo una trampa que le permitía ganar un envite. Manolo
-Berlanga sorprendió la operación, y muy excitado tiró los naipes al
-suelo.
-
---¡Eso no se hace!--gritó--, y por muy parientes que seamos no te lo
-consiento.
-
-Todos los jugadores apoyaron airados la actitud del platero.
-
---¡No, señor, no... eso no se hace!--repetían.
-
-Tranquilamente, Amadeo Zureda repuso:
-
---¿Qué he hecho yo?
-
---Tirar esta carta, el cinco de bastos--repuso Berlanga--, y coger un
-rey, que necesitabas. Ni más ni menos... ¡Y eso es robar!...
-
-Al furioso insulto del platero apresurose el maquinista á replicar con
-una bofetada; engarfiñáronse como gatos los dos hombres, y la mesa y las
-sillas rodaron por el suelo. Acudió diligente el señor Tomás, y entre él
-y los otros jugadores lograron separarles. Al salir á la calle, y
-aprovechando el tumulto de los curiosos que el fragor de la lucha había
-reunido como por ensalmo, delante de la taberna, Amadeo murmuró al oído
-de su compadre:
-
---Te espero frente á San Antonio de la Florida.
-
---Está bien.
-
-Momentos después, y en el sitio indicado, volvieron á reunirse.
-
---Vámonos adonde nadie nos vea--dijo el maquinista.
-
---Vamos adonde gustes--repuso Berlanga--; tú guías.
-
-Cruzaron el río y llegaron á los campillos de la Fuente de la Teja.
-Allí, bajo los árboles, las sombras del crepúsculo eran más densas. En
-un lugar que juzgaron propicio, los dos hombres se detuvieron. Zureda
-miró á su alrededor, y sus ojos, acostumbrados á registrar el horizonte
-de los caminos, parecieron tranquilizarse. Estaban solos.
-
---Te he traído tan lejos--empezó diciendo el maquinista--para matarte ó
-para que me mates tú.
-
-Berlanga, que había bebido mucho y tenía el vino bravo, miraba á su
-interlocutor de hito en hito, las manos metidas en los bolsillos de su
-pelliza, fruncido el ceño, el mento levantado y retador. Acababa de
-adivinar lo que iban á preguntarle, y la idea de ser sometido á un
-interrogatorio sublevó su orgullo.
-
---Me parece--exclamó jaquetón--que vamos á tener que hablar poco.
-
-Y seguidamente, cual si leyese en la frente de Zureda, agregó:
-
---A ti te han dicho que yo tengo relaciones con Rafaela... y quieres
-saber la verdad.
-
---Sí--repuso Amadeo.
-
---Pues no te han engañado; ¿á qué andar con mentiras?... Es verdad.
-
-Calló y observó á Zureda, cuyos ojos en aquel momento, de grandes y
-negros que eran, habíanse tornado, por milagro de la ira, en pequeños y
-rojos. Ninguno de los dos hombres habló más, ni hacía falta, pues que
-las palabras que iban á precipitar al uno contra el otro estaban dichas.
-Zureda retrocedió algunos pasos y desnudó su cuchillo; el platero
-desdobló una navaja. Se acometieron; fué una lucha ancestral, un cuerpo
-á cuerpo bárbaro, silencioso, en el que Manuel Berlanga quedó muerto.
-Cayó de espaldas, lívido el rostro, la boca torcida por una mueca
-inolvidable de odio y de dolor.
-
-El maquinista se alejó á buen paso, y ya repasaba el puente, cuando una
-mujer que iba siguiéndole á corta distancia empezó á gritar.
-
---¡Prender á ése, prender á ése, que ha matado á un hombre!
-
-Una pareja de guardias civiles estacionada allí, á la puerta de un
-ventorro, detuvo á Zureda, que se dejó coger y atar sin resistencia.
-
-Rafaela fué á verle á la cárcel, y el maquinista, por amor á ella y á su
-hijo, la recibió cariñosamente, asegurándola que había reñido con
-Berlanga por una cuestión de juego. Catorce ó quince meses después, ante
-el tribunal, declaró lo mismo: estaban jugando al mus y él, por embromar
-á sus amigos, tiró una de las cartas que tenía en la mano y cogió otra;
-reprochóle Berlanga la suciedad de su acción, trabáronse de palabras y
-quedaron desafiados para después...
-
-Así habló Amadeo Zureda, en su caballeresco empeño de no echar sobre la
-reputación de la mujer que adoraba ni aún la más leve sombra. ¿Quién
-hubiera podido comportarse más noblemente que él lo hizo?... El fiscal
-pronunció un informe abrumador, implacable. El Jurado condenó á Amadeo
-Zureda á veinte años de presidio.
-
-
-
-
-V
-
-
-Empujada por la miseria, que llegó pronto, Rafaela hubo de trasladarse á
-un pueblecito de Castilla, donde tenía parientes. Eran gentes pobres,
-que laboraban la tierra y defendían la vida trabajosamente. La joven,
-para justificar su llegada, inventó una historia: dijo que Amadeo, á
-consecuencia de un disgusto que tuvo con sus jefes, fué despedido de la
-estación y había emigrado á la Argentina, porque le aseguraron que allí
-los maquinistas ganaban buenos sueldos. Ella, entonces, determinó salir
-de Madrid, donde las casas y los alimentos eran muy costosos. Concluyó
-juiciosamente:
-
---Cuando Amadeo me escriba diciéndome que está colocado, iré á reunirme
-con él.
-
-Sus deudos la creyeron y apiadados la buscaron trabajo. Diariamente, con
-las primeras claridades mañaneras, Rafaela iba á lavar al río, distante
-medio kilómetro del pueblecito. Así, lavando y planchando, unas veces, y
-otras recogiendo en el campo leña que luego vendía, á fuerza de tesón
-llegó Rafaela á obtener un jornal de cuatro á cinco reales.
-
-Transcurrieron dos años. Los vecinos del lugar habían sabido por el
-peatón, encargado de repartir la correspondencia, que los sobres de
-todas las cartas que Rafaela recibía iban escritos por la misma mano y
-llevaban el sello de la administración de Correos de Ceuta. Esta noticia
-alarmó al vecindario y suscitó habladurías, que la joven cortó
-discretamente confesando la verdad: Amadeo Zureda estaba en presidio, le
-había llevado allí una cuestión de juego. Y al hablar así adoptaba la
-actitud resignada, humilde, de la mujer modelo que, no obstante haber
-sufrido mucho, perdona al hombre adorado cuanto daño la hizo. Era una
-desventurada; el pueblo, chismoso y compasivo, la perdonó.
-
-Combatida por el tiempo y los disgustos, la antigua belleza, picante y
-menuda, de Rafaela fué marchitándose rápidamente: el sol quemó su piel;
-el polvo de los caminos ensució sus cabellos, antes tan limpios y
-undosos; el trabajo deformó y endureció sus manos, en otro tiempo mejor
-ociosas y pulidas. Había perdido la costumbre de llevar corsé, y esto
-aceleró la ruina de su cuerpo. Lentamente los senos se desmayaban, el
-vientre crecía, el talle adquiría redondeces pesadas. También sus
-trajes, uno á uno, fueron rompiéndose; las enaguas, las medias, los
-majos zapatitos de charol, comprados en días de bonanza, desaparecieron
-en triste desfile; Rafaela, que había perdido el prurito de coquetear,
-se abandonaba á la miseria y llegó á ir por las calles del villorrio con
-los pies desnudos.
-
-Esta desorientación de la voluntad coincidía con una grave flaqueza ó
-emborronamiento de memoria. La pobre mujer iba olvidándose de todo, y
-los recuerdos que aún guardaba hallábanse tan deshilvanados y sin
-relieve, que no bastaban á sugerirla ninguna emoción punzadora. Ella no
-había querido nunca á Berlanga; tuvo por él, al conocerle, un capricho,
-una pasioncilla irrazonada; pero esta divagación amorosa declinó en
-seguida, y si continuó en ella fué debido á ociosidad espiritual y por
-miedo al platero, que era celoso y la golpeaba mucho. Así, su trágica
-muerte, lejos de causarla dolor, la produjo una sorpresa agradable,
-sedante, de liberación y descanso. El calvario de Zureda y su reclusión
-entre paredes de presidio, si la hirió hondamente, no fué en su
-distraído amor al maquinista, sino en el ritmo confortable y orondo de
-su vida; porque el destierro de Amadeo representó para ella la miseria,
-el derrumbamiento irreparable del porvenir. Al otro lado de aquella
-crisis que deshizo su hogar, Rafaela, sin advertirlo, estaba vieja,
-desmemoriada, abúlica; los intensos sacudimientos dramáticos que sufrió
-en poco tiempo habían aniquilado su espíritu vulgar; no sufría
-remordimientos, no tenía noción exacta de si su conducta pretérita fué
-mala ó buena, cual si su conciencia se hubiese desleído en un estupor
-imbécil. Unicamente persistía en ella el instinto maternal de vivir y
-trabajar para que Manolín viviese también.
-
-Algunos días, sin embargo, la infeliz experimentaba un hondo y aheleado
-revertimiento de recuerdos, una epifanía ponzoñosa de negras memorias,
-que trepaban sofocadoras á su garganta. Ello ocurría generalmente á
-orillas del río, mientras lavaba, en el recogimiento espiritual de un
-trabajo monótono, puramente mecánico. Sus ojos entonces llenábanse de
-lágrimas, que rodaban lentas por sus mejillas, y caían sobre sus manos,
-enrojecidas por el duro trajín de la faena y la caricia fría del agua. A
-su alrededor, otras lavanderas, que observaban su pena, cuchicheaban.
-
---¿Ves cómo llora?
-
---¡Pobre mujer!
-
---¿Pobre?... Sí, sí... Ella lo quiso... Y el destino, que es justo
-siempre, le da á cada cual lo que merece. ¿Por qué no miró mejor con
-quién se casaba?
-
-De cuando en cuando, al fondo del valle, que cerraba por aquella parte
-una línea ondulante de montañas azules, pasaba un tren y su silbido
-estridente, agrandado y repetido aquí y allá por los ecos, rompía el
-silencio de la llanura. Algunas lavanderas, las más jóvenes, se
-incorporaban y sentadas sobre sus talones seguían con los ojos la marcha
-rauda del convoy, y en sus pupilas había una melancolía de ensueño, una
-visión de ciudades lejanas no vistas. Pero Rafaela nunca levantó la
-cabeza para mirar aquellos trenes, cuyo grito desgarraba sus oídos con
-el timbre de una voz familiar, y proseguía lavando, mientras sus ojos,
-bañados en lágrimas, devoraban el misterio de olvido de las aguas
-filantes.
-
-A pesar de la gran postración física y moral de la pobre mujer, no faltó
-quien pusiera en ella su pensamiento. Se atrevió á tanto un individuo,
-de oficio zapatero, llamado Benjamín. Pasaba ya de los cincuenta años,
-era viudo y tenía dos hijos al servicio del rey.
-
-Los negocios del señor Benjamín marchaban medianamente; que ni todos los
-vecinos del pueblo iban calzados, ni los que usaban zapatos sentían
-mucha necesidad de llevarlos nuevos y bonitos. Rafaela le lavaba y
-repasaba la ropa, y le planchaba una camisa para los días disantos. De
-estos pequeños servicios, modestamente, pero también puntualmente
-pagados, nació la amistad de entrambos. Y este afecto, apacible y
-desinteresado al principio, fué creciendo hasta quemar el corazón del
-zapatero con fuego de amor.
-
---Si usted quisiera--solía decir á Rafaela el señor Benjamín--podíamos
-llegar á un acuerdo. Usted está sola, yo también... ¿por qué no unirnos?
-
-Ella sonreía, con ese desencanto de las almas que la vida, poco á poco,
-desnudó de ilusiones.
-
---Usted está loco, señor Benjamín.
-
---¿Por qué?
-
---Porque sí...
-
---A ver, explíquese usted: ¿por qué estoy yo loco?...
-
-Rafaela, que no quería enojarle, porque de hacerlo era un parroquiano
-que perdía, contestaba evasivamente:
-
---Yo estoy ya muy vieja.
-
---Para mí, no.
-
---Soy fea.
-
---Eso es cuestión de gustos. A mí, por ejemplo, me agrada usted mucho.
-
---Gracias. Además, ¿qué diría el pueblo cuando lo supiese? ¿Y nuestros
-hijos, señor Benjamín, qué pensarían de nosotros?...
-
---Es que hay mil medios de cubrir las apariencias; usted quiérame, que
-yo me ocupo de lo demás.
-
-Rafaela prometió meditar el asunto, y todas las tardes, cuando volvía
-del trabajo, el señor Benjamín la preguntaba chancero, desde su portal.
-
---¿Y eso, vecina?
-
---Con ello estoy--contestaba riendo.
-
---Parece que la cuestión es dificililla...
-
---¡Y tanto!
-
---Pero ¿se arregla?
-
---¡Qué sé yo, señor Benjamín! Unas veces parece que sí... otras parece
-que no... ¡Al tiempo!...
-
-Pero el alma de Rafaela estaba muerta; nada reverdecería sus ilusiones.
-El zapatero, tras muchos esfuerzos, hubo de renunciar á ella, y cuando
-la veía pasar suspiraba, grotesco y romántico.
-
-Todos los días primeros de mes, Rafaela escribía á Zureda una carta de
-cuatro carillas, donde le refería los pequeños incidentes de su vivir
-manso y aburrido. Por estas cartas, escritas en hojas de papel
-comercial, conocía el presidiario los rápidos progresos físicos de
-Manolín, que á la sazón contaba doce años: era pendenciero, rebelde,
-desaplicado, hasta el extremo de andar todavía en palotes. De su afición
-á las pedreas no había que hablar; un día, por haber descalabrado
-gravemente á otro muchacho de su edad, la guardia civil puso mano en él,
-y á faltar la diligente y paternal intervención del cura, duerme en la
-cárcel. La madre terminaba siempre los párrafos en que describía las
-ariscas bisoñadas de Manolín con esta frase: «Te aseguro que no puedo
-domarle...» Era una afirmación de cansancio que parecía embozar una
-amenaza y una profecía.
-
-En una carta decía el presidiario:
-
-«El último indulto, del que no sé si tendrás noticia por los periódicos,
-ha liberado á muchos compañeros. Yo no he tenido tanta suerte. De todos
-modos, me han perdonado cinco años. Así, pues, ya no son más que seis
-los años que nos separan.»
-
-Periódicamente las cartas de Rafaela y las del prisionero en Ceuta iban
-y venían. Finaron otros dos años.
-
-Pero la fatalidad aún no se había cansado de patear sobre los hombros
-honrados de Amadeo Zureda.
-
-«Perdona, Rafaela querida--escribía el recluso--, el nuevo disgusto que
-voy á causarte; mas por la vida de nuestro hijo te juro que no he
-podido evitar la desgracia que, inopinadamente, y nadie sabe por cuánto
-tiempo, va á prolongar nuestra separación.
-
-»Como supondrás, entre la gentuza que, procedente de todas las cárceles
-de España, llega aquí, vienen pocos santos. Yo, aunque obligado á vivir
-entre ellos, comprendo que no son mis iguales, y por lo mismo procuro
-mantenerme aislado y no intervenir ni en sus chacotas ni en sus
-pendencias. Es el caso que, á fines de la pasada semana, vino aquí un
-guapo de oficio, andaluz, condenado á doce años de trena por haber
-matado á un hombre y herido malamente á otro. El tal, apenas me vió,
-pensó que yo era un manso con quien podía lucirse, y no perdía ocasión
-de embromarme. Yo callaba y, para no chocar con él, le volvía la
-espalda.
-
-»Ayer, á la hora del rancho, empezó á buscarme camorra; otros reclusos,
-le animaban con sus risas.
-
---»Oye, Amadeo--me dijo--, ¿por qué te han traído aquí?
-
-»Yo repuse, mirándole bien á los ojos:
-
---»Por haber matado á un hombre.
-
---»¿Y por qué le mataste?--insistió.
-
-»No le contesté, y él entonces agregó algo muy feo, muy grosero, que no
-quiero repetir. Bástete saber que en lo que dijo iba envuelto tu nombre.
-Y, por ser así, fué lo último que sus labios dijeron. Saqué mi
-cuchillo--ya sabes que, á pesar de lo mucho que nos vigilan y registran,
-todos vamos armados--y le grité:
-
---»Defiéndete, porque voy á matarte.
-
-»Reñimos, en efecto, y reñimos bien, porque el mozo era bravo; pero de
-nada le sirvió su bravura, y allí dejó la vida.
-
-»Perdóname, Rafaela de mi alma, y haz que nuestro hijo me perdone
-también. Esto empeora mi situación, pues ahora volverán á juzgarme é
-ignoro el castigo que me impondrán. Reconozco que matando á ese hombre
-hice mal, pero de no hacerlo me hubiese matado él á mí, lo que habría
-sido para todos nosotros mucho peor.»
-
-Meses después escribía Zureda:
-
-«En estos días se ha visto mi causa. Afortunadamente, todos los testigos
-declararon en favor mío, lo que, unido al buen concepto que mis jefes
-tienen de mí, ha mejorado mucho mi situación. El informe fiscal fué
-terrible, pero de eso no hay que hacer caso. Mañana conoceré la
-sentencia.»
-
-Todas las cartas de Amadeo Zureda eran así: nobles, tranquilas, como
-dictadas por la más estoica resignación. Nunca deslizó en ellas nada que
-recordase á Rafaela su delito; en aquellas páginas, repletas de una
-escritura igual y vigorosa, no había reproches, ni abatimientos, ni
-impaciencias desesperadas. Eran el reflejo admirable de una voluntad
-férrea á quien la desgracia, madre excelentísima de todo saber, enseñó
-el difícil secreto de esperar.
-
-
-
-
-VI
-
-
-El mismo día en que Amadeo Zureda salió del penal, el correo le trajo
-una carta de Rafaela, que empezaba así:
-
-«Ayer Manolín cumplió veinte años...»
-
-El antiguo maquinista desembarcó en Valencia, pasó la noche en una
-posada inmediata á la estación del ferrocarril, y al otro día temprano
-subió al tren que había de llevarle á Equis. Tras tantos años de
-reclusión, el viejo presidiario sentía el desasosiego nervioso, la
-desconfianza en sí mismo, el miedo cruel á la suerte, que suelen
-experimentar los inadaptados siempre que la vida les ofrece una fase
-nueva. La derrota les acobarda y vuelve pesimistas. Rememoran lo que
-sufrieron y la inutilidad de sus luchas, y piensan: «Esto, que ahora
-empieza, será malo también para mí...»
-
-Amadeo Zureda había cambiado mucho; sobre el rostro, curtido por el sol
-de Africa, el bigote blanco resaltaba tristemente; agrandaba el sereno
-mirar de sus ojos negros la expresión de un inmenso dolor; el pliegue
-vertical de su entrecejo se había ahondado tanto, que parecía una
-cicatriz; su cuerpo cenceño, antes engallado y carnoso, se encorvaba un
-poco al andar.
-
-El traqueteo sonante del vagón y la sucesión de panoramas trajeron á la
-memoria de Zureda las alegrías, harto emborronadas en la distancia de
-los años pretéritos, de sus buenos tiempos de maquinista. Se acordó de
-Pedro, el fogonero andaluz, y de aquellas dos locomotoras, «la Dulce» y
-«la Negra», sobre las cuales tanto había trabajado. Y una voz interior
-le preguntaba: «¿Que habrá sido de todo eso?»
-
-También pensó en su casa, y al recomponer la fachada y ver los balcones,
-evocó el aspecto de cada habitación. Jamás su memoria, enturbiada por la
-vida torva y embrutecedora del penal, había buceado tan hondo en el
-pasado, ni desempolvado y reconstituído tan limpiamente los viejos
-recuerdos. Pensó en su hijo, en Rafaela y en Manolo Berlanga, viéndoles
-con sus caras y sus trajes de entonces, y se sorprendió de que la figura
-del platero no le produjese ningún dolor: en aquellos momentos, y á
-despecho del daño irreparable que le hizo, no sentía animosidad contra
-él: todos los rencores que hasta allí le agitaron se apaciguaban en una
-desconocida é inefable emoción de olvido y misericordia. El pobre
-presidiario tornó á registrarse la conciencia y volvió á maravillarse de
-no descubrir en ella ningún odio. Y es que, sin duda, la libertad
-moraliza á los hombres.
-
-En Játiva subió al vagón un individuo, ya viejo, en cuya fisonomía el
-exmaquinista creyó hallar rasgos de un semblante amigo. Por su parte, el
-recién llegado también miraba á Zureda, como recordando. De este modo
-los dos, poco á poco iban acercándose en silencio. Concluyeron por
-examinarse afectuosamente, seguros ya de conocerse. Amadeo Zureda fué
-quien primero habló:
-
---Yo creo--dijo--que nos hemos visto en alguna parte... hace años...
-
---En eso--repuso el interpelado--vengo yo cavilando.
-
---El caso es--prosiguió el maquinista--que yo estoy cierto de que hemos
-hablado muchas veces.
-
---Sí, sí...
-
---De que hemos sido amigos.
-
---Probablemente...
-
-Continuaron mirándose, atados al mismo pensamiento.
-
---¿Usted ha vivido en Madrid?
-
---Sí; diez ó doce años.
-
---¿Dónde?
-
---Cerca de la Estación del Norte, donde estaba empleado.
-
---Pues no diga usted más--exclamó Zureda--, porque yo he pertenecido
-también á esa Compañía. Era maquinista...
-
---¿En qué línea?
-
---Últimamente, en la de Bilbao.
-
-Pausados, silenciosos, los recuerdos iban surgiendo y asociándose en la
-enorme negrura de olvido de aquellos veinte años. Amadeo Zureda sacó su
-petaca y brindó tabaco á su interlocutor; y lo que hasta entonces no
-lograron ni el aspecto ni la voz del desconocido, lo realizó
-instantáneamente y como por ensalmo su modo de coger la picadura, de
-preparar el cigarrillo, de encenderlo y colocárselo después en la
-comisura izquierda de los labios. La memoria del ex presidiario se llenó
-de luz.
-
---¡Acabáramos!--exclamó--,¡usted es don Adolfo Moreno!...
-
---Yo mismo; eso es...
-
---Usted era ambulante de la línea de Asturias cuando yo trabajaba en la
-de Bilbao. ¿No se acuerda usted? Zureda... Amadeo Zureda,..
-
---¡Ah, sí!...
-
-Los dos hombres se abrazaron.
-
---¡Si yo te tuteaba!--gritó don Adolfo.
-
---Sí, señor; y puede usted seguir haciéndolo. ¡No faltaba más!... Que
-por algo el tiempo ha corrido igualmente para ambos.
-
-Apagado el regocijo de los primeros instantes, el antiguo ambulante y el
-anciano maquinista se entristecieron recordando las muchas amarguras que
-les trajo la vida.
-
---Ya supe tu desgracia--dijo don Adolfo--y la sentí. Son locuras de
-juventud que duran un instante y cuestan luego todo el porvenir. ¿Por
-qué fué?...
-
-Aplomadamente, Zureda repuso:
-
---Una cuestión de juego.
-
---¡Es verdad!... Me lo dijeron.
-
-Amadeo respiró; el ambulante no sabía nada y era verosímil que todos
-estuviesen tan ignorantes como él acerca del verdadero motivo que
-ocasionó la muerte de Manuel Berlanga. Don Adolfo preguntó:
-
---¿Dónde has estado?
-
---En Ceuta.
-
---¿Mucho tiempo?
-
---Veinte años y meses.
-
---¡Caramba!... ¿Vienes ahora de allí?
-
---Sí, señor.
-
---Tú, evidentemente--continuó don Adolfo--, has sufrido más que yo; pero
-no creas que yo he sido muy afortunado. La vida es una fiera que para
-cuantos se acercan á ella... ¡y cuidado si nace gente!... tiene un
-zarpazo. Soy viudo; pronto hará quince años que mi pobrecita mujer pudre
-tierra; de mis tres hijas, la mayor se casó, las otras dos murieron.
-Ahora estoy jubilado, y vivo en Equis, con una cuñada, viuda de mi
-hermano Juan, de quien no sé si recordarás...
-
-Poco á poco, y á vuelta de muchos circunloquios, porque la confianza es
-una virtud tímida que emigra pronto de las almas muy castigadas por la
-desgracia, Amadeo Zureda expuso sus proyectos. El pensaba establecerse
-en Equis, con su mujer; del presidio traía ahorradas cerca de dos mil
-pesetas, con las cuales esperaba poder comprar una casita y media fanega
-de buena tierra.
-
---Yo, de agricultura no entiendo palote--agregó--; pero eso es como
-todo; en queriendo aprender, se aprende. Además, mi hijo, que es mozo y
-se ha criado en el pueblo, puede ayudarme mucho.
-
-Don Adolfo había arrugado el entrecejo con un gesto reflexivo y grave,
-de hombre que recuerda.
-
---Por lo que dices--exclamó--caigo en quien sea tu mujer.
-
-Un poco avergonzado, porque la imagen siempre ensangrentada de su
-desgracia no se borraba un punto de su memoria, el antiguo maquinista
-repuso:
-
---Sin duda; el pueblo será pequeño...
-
---Muy pequeño. ¿Cómo se llama tu mujer?
-
---Rafaela.
-
---¡Sí, hombre!...--replicó don Adolfo--; Rafaela, la lavandera...
-
---Eso es.
-
---La conozco mucho; y á Manolo, su hijo, también le conozco. ¡Valiente
-mocito!...
-
-Amadeo Zureda se estremeció; tuvo miedo, frío; unos instantes permaneció
-callado, sin saber qué decir. Don Adolfo prosiguió, con ruda franqueza:
-
---Mala cabeza tiene el tal Manolo, y buenos disgustos le da á su pobre
-madre, que es una santa. ¡Yo creo que hasta la pega!... ¡No te digo
-más!...
-
-Lívido, tembloroso, reprimiendo unos grandes deseos de llorar que
-acababan de asaltarle, Amadeo preguntó:
-
---¿Es posible?... ¿Tan malo es?
-
---De oro es el mozo--repuso don Adolfo--; había de morirse, y el
-Diablo, para cargar con él, necesitaría pensarlo mucho: borracho,
-jugador, mujeriego, camorrista... ¡de todo es el indino!
-
-Y afirmó:
-
---No parece hijo tuyo.
-
-Amadeo Zureda no respondió, y acercando la cabeza á la ventanilla fingió
-distraerse con el paisaje. Las declaraciones del antiguo ambulante le
-aterraron; él se hallaba ignorante de todo; Rafaela, en sus cartas, nada
-le había dicho; y se admiró de ver cómo la fatalidad le asediaba y
-negaba ese descanso á que todos los hombres trabajadores, aún los más
-miserables, tienen derecho. Retrocediendo por el odioso camino de sus
-recuerdos, llegó al origen de su desgracia. Veinte años antes, el señor
-Tomás, al notificarle las relaciones de Rafaela con Manuel Berlanga,
-había declarado:
-
-«Dicen que la pega.»
-
-Y ahora, don Adolfo, refiriéndose á Manolín, repetía las mismas
-palabras:
-
-«Yo creo que la pega.»
-
-¿Qué misteriosa conexión habría entre estas afirmaciones que parecían
-poner un nexo de oprobio entre el hijo y el amante muerto?... Y las
-palabras del viejo ambulante volvieron á sonar en los oídos de Zureda y
-se agarraron fatídicas á su alma:
-
-«Manolo no parece hijo tuyo.»
-
-Sin haber leído á Darwin, Amadeo Zureda, instintivamente, buscaba en las
-leyes de la herencia una explicación y un consuelo al tósigo que le
-mordía. El nunca, ni aun de mozo, fué aficionado á beber, ni á los
-naipes, ni faldero, ni menos entrometido y bravucón. ¿Quién, por tanto,
-pudo deslizar en la sangre de su hijo tantas depravaciones?...
-
-Don Adolfo y Zureda descendieron en la estación de Equis. Declinaba la
-tarde; en el andén sólo había seis ó siete personas. El anciano
-ambulante exclamó, designando con la mano á una mujer y á un mozalbete
-que se acercaban:
-
---Ahí tienes á tu gente.
-
-Esta vez, al ver á Rafaela, Amadeo no vaciló: era ella, á pesar de su
-vientre abultado, de su semblante carnoso y triste, de sus cabellos
-blancos... ¡era ella!...
-
---¡Rafaela!
-
-La hubiese reconocido entre mil mujeres más. Se abrazaron estrechamente,
-llorando, con la inmensa emoción de alegría y dolor que experimentan los
-que se separaron jóvenes y vuelven á reunirse en la vejez, al otro lado
-de la vida. Después el maquinista abrazó á Manolo.
-
---¡Qué guapo estás!--balbuceó, cuando las palpitaciones de su corazón,
-encalmándose un poco, le permitieron hablar.
-
-Don Adolfo se despidió.
-
---Yo llevo prisa--dijo--; ya nos veremos mañana.
-
-Saludó y se fué.
-
-Amadeo Zureda, llevando á Rafaela á la derecha y á su izquierda á
-Manolo, salió de la estación.
-
---¿Está muy distante el pueblo?--preguntó.
-
---Dos kilómetros apenas--repuso ella.
-
---Entonces, vámonos á pie.
-
-Avanzaron lentamente por el camino que se alejaba, serpeando, entre dos
-vastas extensiones de terreno laborado y rojizo. Al fondo, iluminado por
-el sol muriente, aparecía el pueblecito; aquel villorrio miserable en el
-que Zureda había pensado tantas veces, como en un bello refugio de paz,
-olvido y redención.
-
-
-
-
-VII
-
-
-Desde que Amadeo Zureda llegó á Equis, Rafaela no volvió al río. El
-anciano maquinista no quería que su mujer trabajase; con lo que él ganó
-como herrero allá en presidio, tenían bastante los dos para vivir. Del
-pasado no hablaron; creeríase que no se acordaban de él; ni ¿para qué
-acordarse?... Zureda lo había perdonado todo; su Rafaela, además, ya no
-era la misma: apagáronse la alegría pajarera de sus ojos, la negrura
-ondulante de sus cabellos, la agilidad moza de su cuerpo; ogaño, en el
-semblante fofo y triste, en lo humildoso del mirar, en la flacidez de
-los senos, en las torpes redondeces adiposas del talle, había un
-abandono doloroso, apesgador de remordimiento.
-
-Siguiendo los consejos de don Adolfo, el ex presidiario renunció á su
-idea de dedicarse á la agricultura, y en la calle mejor del pueblo,
-cerca de la iglesia, puso un taller mixto, de carpintería y cerrajería,
-donde así herraba una mula como recomponía un carro ó echaba á un arado
-reja nueva. A poco de establecerse Zureda, su modesto negocio comenzó á
-encarrilarse por caminos de bonanza; muy pronto el número de sus
-relaciones creció; su historia inquietante de presidiario parecía
-olvidada; todos le querían; era un hombre bueno, afable, de una
-melancolía simpática, que pagaba sus pequeñas cuentas exactamente y
-trabajaba bien.
-
-Amadeo Zureda sentía pacificarse su vida, y que lentamente su porvenir,
-hasta entonces borrascoso, comenzaba á ofrecérsele como un país
-hospitalario, claro y fácil. El mañana amenazador, que desvela á los
-hombres, dejaba de ser un problema para él; su futuro ya estaba
-cimentado, reglamentado, previsto; los quince ó veinte años que aun le
-restasen de vida los pasaría redondeando amorosamente la fortunita que
-deseaba legar á su Rafaela.
-
-Animado por este propósito, levantábase con el sol y trabajaba
-reciamente todo el día. Por las tardes, acompañado de un perro, regalo
-de don Adolfo, salía á vagar por los alrededores del pueblo. Uno de sus
-paseos favoritos era el cementerio. Zureda empujaba el viejo portón,
-siempre abierto, del camposanto, se instalaba sobre una piedra rota de
-molino que allí había, y encendía un cigarro. Entre la crecida hierba
-que tapizaba el suelo negreaban muchas cruces; el anciano evocaba sus
-recuerdos de antiguo maquinista y de recluso, y su voluntad fatigada se
-estremecía. Miraba á su alrededor complacido; allí estaba su cama; ¡qué
-paz, qué silencio!... Y suspiraba largamente, poseído de la rara y
-sedante alegría de morir. Entre los viejos tapiales, dorados por el sol
-poniente, que rodeaban aquel huerto de olvido, se debía de dormir muy
-bien...
-
-Lo único que amargaba el ocaso pacífico de Amadeo Zureda, era su hijo:
-aquel Manolo, á quien por un exceso, imprudente quizá, de amor paternal,
-había redimido el año antes del servicio militar, y cuyo carácter
-vicioso y díscolo era fanáticamente refractario á toda disciplina.
-Inútilmente procuró Zureda enseñarle un oficio; súplicas, amenazas,
-reflexiones discretas, se estrellaron ante la voluntad irreductible y
-vagabunda del mozo.
-
---Si no quiere usted mantenerme--decía Manuel--, despídame; yo sabré
-buscármelas.
-
-Con frecuencia Manolo desaparecía del pueblo y, ausente y metido en
-misteriosas aventuras, pasaba los días. Individuos llegados de otros
-pueblos comarcanos decían que se dedicaba al juego. Cierta noche
-reapareció herido de gravedad en una ingle; la puñalada era profunda.
-
---¿Quién te ha herido?--preguntó Zureda.
-
-El mozo repuso:
-
---Eso á nadie le importa; á quien sea, yo me encargo, tarde ó temprano,
-de darle lo suyo.
-
-Para ahorrarse complicaciones judiciales, Amadeo Zureda calló lo
-ocurrido. Semanas después Manolo estaba bueno. Una madrugada, á orillas
-del río, la pareja de la guardia civil encontró el cadáver de un hombre;
-el cuerpo ofrecía varias heridas de arma blanca. Cuantas pesquisas se
-practicaron para descubrir al matador fueron baldías; el crimen quedó
-impune. Únicamente Amadeo Zureda, que, á raíz del suceso, había
-sorprendido á Manuel lavando en una jofaina un pañuelo manchado de
-sangre, estaba cierto de que el autor de aquella muerte era su hijo.
-
-Y las palabras siniestras de don Adolfo volvían á su espíritu,
-machacantes, enloquecedoras, oradándole el cráneo:
-
---«No parece hijo mío...»--meditaba.
-
-No paró en esto el desaforado vivir del mozo. Abusando del cariño de su
-madre y de la mansedumbre de Amadeo, raros eran los días en que no
-manifestaba hallarse necesitadísimo de dinero.
-
---Me hacen falta cien pesetas--decía--, pero mucha falta. Si vosotros no
-me las dais... bueno, en paz; yo las buscaré. Pero acaso os arrepintáis
-entonces de no habérmelas dado.
-
-Dominábale un furor de placeres. Cuando su madre le aconsejaba:
-
---¿Por qué no trabajas, maldito? ¿No ves á tu padre?
-
-El mozo replicaba:
-
---Vivir no es trabajar; para vivir como padre vive, más vale ahorcarse.
-
-A Rafaela tratábala despectivamente y como á esclava; apenas si, al
-interpelarla, se dignaba poner en ella los ojos; á su padre también le
-hablaba poco y desabridamente. El peor de los hijos no hubiese procedido
-con más despego. Diríase que su alma arisca, sedienta de goces,
-alimentaba contra sus progenitores la llama de un rencor instintivo.
-
-Una noche, al volver del Casino en donde don Adolfo, el boticario y
-otros vecinos de cierto viso, solían reunirse todos los sábados, Amadeo
-Zureda encontró la puerta de su taller entornada. Aquello le sorprendió,
-y levantando la voz empezó á llamar:
-
---¡Manolo!... ¡Manolo!...
-
-Rafaela le contestó desde muy adentro:
-
---No está.
-
---¿Sabes si volverá pronto?... Lo digo para no cerrar--exclamó Zureda.
-
-Hubo un breve silencio. Al cabo, Rafaela repuso:
-
---Más vale que cierres.
-
-En la voz de la pobre mujer había como un hipo de dolor. Alarmado por el
-presentimiento de algo terrible, el viejo maquinista atravesó el taller
-y llegó á la trastienda. En la cocina, sentada delante del fogón, estaba
-Rafaela, las manos cruzadas humildemente sobre el regazo, los ojos
-llenos de lágrimas, los blancos cabellos en desorden, cual si una mano
-parricida se hubiese crispado sañudamente en ellos. Zureda arremetió á
-su mujer y cogiéndola por los hombros, la obligó á levantarse.
-
---¿Qué ha sucedido?--masculló.
-
-Rafaela tenía la nariz ensangrentada, magullada la frente, las manos
-cubiertas de arañazos.
-
---¿Qué tienes?--repitió el maquinista.
-
-Sus ojos, aunque viejos y mortecinos, ardieron otra vez con aquella luz
-roja, relámpago de muerte, que veinte años antes le llevó á Ceuta.
-Rafaela, asustada, trató de disimular.
-
---No es nada, Amadeo--balbuceó--, no es nada... yo te lo explicaré.
-Es... verás... es que me he caído...
-
-Pero Zureda la arrancó amenazándola, casi á viva fuerza, la verdad.
-
---Es que Manolo te ha pegado, ¿eh?...
-
-Ella sollozaba, defendiéndose aún, no queriendo acusar al hijo de su
-alma. Vibrante de ira, el maquinista repitió:
-
---¿Te ha pegado?
-
-Tardó Rafaela en responder; tenía miedo de hablar; al fin confesó:
-
---Sí... me ha pegado... ¡oh, qué horrible!
-
---¿Y por qué?
-
---Porque necesitaba dinero.
-
---¡Ah, el canalla!...
-
-Y la cólera y el dolor del viejo expresidiario estallaron en un rugido
-de león, que llenó la cocina.
-
---¿Y se lo diste?--agregó.
-
---Sí.
-
---¿Cuánto?
-
---Veinticinco pesetas. Me resistí cuanto pude, pero... ¿qué iba á
-hacer?... ¡Oh, si llegas á verle, no le conoces!... Daba miedo; yo creí
-que me mataba...
-
-Hablando así se tapó los ojos con las manos, como apartando de ellos,
-con la sucia visión de lo que acababa de ocurrir, la imagen de algo
-semejante, antiguo y terrible.
-
-Zureda no contestó, temeroso de descubrir la agitación avendavalada de
-su alma. Los recuerdos más ominosos se atropellaban en su memoria. Mucho
-tiempo atrás, antes de que él fuese á presidio, el señor Tomás le había
-dicho en el curso de una conversación inolvidable, que Manuel Berlanga
-maltrataba á Rafaela. Y años después, al salir del penal, don Adolfo
-Moreno le expuso algo igual, refiriendose á su hijo. Recordando esta
-extraña conjunción de opiniones, Amadeo Zureda experimentaba un rencor
-acerbo, inextinguible, contra la raza del platero; raza maldita, nacida,
-al parecer, para ofenderle y herirle en lo que más amaba.
-
-A la mañana siguiente Zureda, que apenas había conseguido dormir una ó
-dos horas, despertó temprano.
-
---¿Qué hora es?--dijo.
-
-Rafaela, que ya se había levantado, repuso:
-
---Van á dar las seis.
-
---¿Ha vuelto Manolo?
-
---No.
-
-El maquinista saltó del lecho, vistióse como de costumbre, y bajó al
-taller. Rafaela le espiaba; la aparente tranquilidad del anciano era
-sospechosa. Llegó la tarde y Manuel no fué á almorzar. Pasó la noche y
-el mozo no fué á dormir. El matrimonio se acostó temprano.
-Transcurrieron varios días.
-
-Un domingo se hallaba Zureda sentado á la puerta de su taller; iban á
-dar las doce y las mujeres, unas enmantilladas, otras con pañuelo á la
-cabeza, acudían á misa. En lo alto de la torre gótica, las campanas
-voltijeaban ensordecedoras y alegres. Un vecino, al pasar, dijo al
-maquinista.
-
---Ya apareció Manolo.
-
-Flemáticamente, Zureda repuso:
-
---¿Cuándo?
-
---Anoche.
-
---¿Dónde le vió usted?
-
---En la posada de Honorio.
-
---¡Vaya con el niño! Buen pez está hecho; por aquí no ha venido...
-
-El día declinó sin incidentes. El maquinista, cautamente, se abstuvo de
-decir á Rafaela que su hijo había vuelto. Poco antes de cenar, y so
-pretexto de ver á don Adolfo que le esperaba en el Casino, Amadeo Zureda
-salió de su casa y se encaminó á la taberna donde Manolo acostumbraba á
-reunirse con sus amigachos. Allí, en efecto, le halló, jugando á las
-cartas.
-
---Tengo que hablarte--dijo.
-
-El interpelado tiró los naipes sobre la mesa y se levantó. Era alto,
-esbelto, simpático, y en la línea delgada de sus labios y en el mirar
-taladrante de sus ojos verdes había algo impertinente y retador.
-
-Los dos hombres salieron á la calle y, sin hablar, caminaron hacia las
-afueras del pueblo. Cuando lo juzgó oportuno Amadeo Zureda se detuvo y
-mirando á Manuel cara á cara:
-
---Te he buscado--dijo--para decirte que no vuelvas á mi casa,
-¿entiendes?...
-
-Manuel afirmó con la cabeza.
-
---Soy yo quien te echa de allí, ¿comprendes?... Soy yo; porque no me
-gusta tratar con miserables, y tú eres un miserable. Y esto no te lo
-digo de padre á hijo, sino de hombre á hombre... ¿sabes?... por si mis
-palabras te ofendiesen y quisieras vengarte. Por eso, nada más, te he
-traído hasta aquí.
-
-Lentamente, según hablaba, su fiera voluntad iba enardeciéndose,
-palidecían sus mejillas, y dentro de los bolsillos de su pelliza los
-puños se crispaban. A su vez, la sangre levantisca de Manuel, iba
-alborotándose.
-
---No me haga usted hablar--dijo.
-
-Hizo ademán de marcharse. Su voz, su gesto, el desdeñoso encogimiento de
-hombros con que subrayó sus palabras, fueron los de un perdonavidas.
-Diríase que en él resucitaba el platero matasiete y procaz. Conteniendo
-su ira, Zureda repuso:
-
---Si tienes ganas de reñir, tonto serás si las aplazas para luego. Yo, á
-eso he venido.
-
---¿Está usted loco?
-
---No.
-
---Lo parece.
-
---Te equivocas. Es que he sabido que acostumbras á pegarle á tu madre...
-y eso, el pegar á tu madre, no lo pagas con toda la sangre, con toda la
-cochina sangre, que tienes en el cuerpo...
-
-Amadeo Zureda tuvo miedo de sí mismo. Temblaba. Todos los celos que años
-antes le precipitaron contra Berlanga, retoñaban ahora frescos,
-pujantes, trastornadores. Su corazón, una caldera de odios infernales
-parecía. Bruscamente Manuel se acercó á su padre, y agarrándole por las
-solapas:
-
---¿Va usted á callarse?--murmuró corajoso--¿ó quiere usted perderme?
-
-La respuesta de Zureda fué una bofetada. Entonces los dos hombres se
-acometieron, primero á golpes, luego á cuchilladas. En tal momento el
-anciano vió aparecer sobre el rostro del que creía su hijo la misma
-expresión de odio que veinte años atrás contrajo la cara de Manuel
-Berlanga. Aquellos ojos, aquella boca desfigurada por una mueca de
-ferocidad, aquel cuerpo delgado y felino vibrante de cólera, eran los
-del platero; el gesto del padre lo repetía exactamente la cara del hijo,
-cual si ambos semblantes hubiesen sido vaciados en el mismo troquel. Y
-por primera vez, después de tanto tiempo, el antiguo maquinista vió
-claro...
-
-Anonadado por la certidumbre de aquel nuevo infortunio, sin ánimos ya
-para defenderse, el infeliz dejó caer los brazos, á la vez que Manolo,
-fuera de sí, le asestaba en el pecho una puñalada mortal.
-
-Cumplida su venganza, el parricida huyó.
-
-Amadeo Zureda fué conducido, moribundo, al hospital. Allí, aquella misma
-noche, don Adolfo acudió á verle.
-
-Su pena era enorme; tan gran era, que inspiraba risa.
-
---¿Es verdad lo que me han dicho?--repetía llorando--, ¿es verdad?...
-
-El herido apenas tuvo fuerzas para apretarle un poco la mano.
-
---Adiós, don Adolfo--balbuceó--, ya he sabido lo que necesitaba saber;
-usted me lo dijo y yo no quise creerle; pero ahora reconozco que usted
-tenía razón: Manuel no era hijo mío...
-
-Madrid,--Enero, 1910.
-
-
-Typographical errors corrected by the etext transcriber:
-
-una vieja cómoda que de noche=> una vieja cómoda que noche {pg 12}
-
-Ricardo Villarrolla pasaba muchas tardes=> Ricardo Villarroya pasaba
-muchas tardes {pg 13}
-
-Levantóse precipitamente=> Levantóse precipitadamente {pg 20}
-
-cráneo dodicocéfalo=> cráneo dolicocéfalo {pg 74}
-
-que llena el lama de los jockeys de raza=> que llena el alma de los
-jockeys de raza {pg 77}
-
-que nubaban su ánimo=> que nublaban su ánimo {pg 86}
-
-propia concien ciencia=> propia conciencia {pg 99}
-
-las líneas capichosas=> las líneas caprichosas {pg 154}
-
-efervorizarse recíprocamente=> enfervorizarse recíprocamente {pg 226}
-
-su dormitario=> su dormitorio {pg 241}
-
-á los honmbres=> á los hombres {pg 278}
-
-
-
-
-
-
-
-
-End of the Project Gutenberg EBook of La cita, by Eduardo Zamacois
-
-*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA ***
-
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-Foundation
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-501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
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-
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- The Project Gutenberg eBook of La cita, por Eduardo Zamacois.
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-
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-<pre>
-
-The Project Gutenberg EBook of La cita, by Eduardo Zamacois
-
-This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with
-almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
-re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
-with this eBook or online at www.gutenberg.org/license
-
-
-Title: La cita
-
-Author: Eduardo Zamacois
-
-Release Date: December 23, 2015 [EBook #50757]
-
-Language: Spanish
-
-Character set encoding: ISO-8859-1
-
-*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA ***
-
-
-
-
-Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
-Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was
-produced from images generously made available by The
-Internet Archive)
-
-
-
-
-
-
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-
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-
-<p class="figcenter">
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-</p>
-
-<p class="c">L A &nbsp; C I T A
-<a name="page_001" id="page_001"></a></p>
-
-<p><a name="page_002" id="page_002"></a></p>
-
-<table border="0" cellpadding="0" cellspacing="0" summary="">
-<tr><td align="center" colspan="2">DEL MISMO AUTOR</td></tr>
-<tr><td align="center" colspan="2">(PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL)</td></tr>
-<tr><td align="center" colspan="2">NOVELAS</td></tr>
-<tr><td>EL OTRO (2.ª edición)</td><td align="right">3,50</td></tr>
-<tr><td>LA OPINIÓN AJENA</td><td align="right">3,50</td></tr>
-</table>
-
-<p><a name="page_003" id="page_003"></a></p>
-
-<p class="cb">EDUARDO ZAMACOIS</p>
-
-<h1>LA CITA</h1>
-
-<p class="c">NOVELAS<br />
-<br />
-<img src="images/colofon.png"
-width="75"
-height="84"
-alt="colofón&mdash;RENACIMIENTO"
-/>
-<br />
-MADRID<br />
-<br />
-RENACIMIENTO<br />
-<br />
-<i>Pontejos, 3.</i><br />
-<br />
-1913<br />
-<a name="page_004" id="page_004"></a></p>
-
-<p class="r">ES PROPIEDAD</p>
-
-<p class="c"><small>ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.&mdash;PONTEJOS, 3.<br /></small>
-</p>
-
-<p><a name="page_005" id="page_005"></a></p>
-
-<table border="0" cellpadding="0" cellspacing="0" summary=""
-style="border: 2px black solid;margin:auto auto;max-width:50%;
-padding:1%;"><tr><td align="center">
-<a href="#LA_CITA"><b>La cita</b></a><br />
-
-<a href="#RICK"><b>Rick</b></a><br />
-
-<a href="#EL_COLLAR"><b>El collar</b></a><br />
-
-<a href="#EL_HIJO"><b>El hijo</b></a>
-</td></tr>
-</table>
-
-<h2><a name="LA_CITA" id="LA_CITA"></a>LA CITA</h2>
-
-<h3><a name="I-a" id="I-a"></a>I</h3>
-
-<p>Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la
-actriz añadió:</p>
-
-<p>&mdash;¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar
-alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á
-más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y
-desdén?...</p>
-
-<p>Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado
-anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué
-suplicante como el gesto de una mano mendiga.</p>
-
-<p>Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una
-actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon
-sentimentales bajo la frente descollada y alta.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué quieres?&mdash;dijo&mdash;, uno es... como nació. En medio de nuestras
-inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de
-nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes<a name="page_006" id="page_006"></a> precisas; la existencia
-más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos
-altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los
-horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre
-Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la
-explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos.
-Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el
-Destino es un tratado de lógica...</p>
-
-<p>&mdash;¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte?</p>
-
-<p>&mdash;Completamente; soy un incurable.</p>
-
-<p>Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose
-distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su
-bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios
-descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una
-intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida
-prematuramente por el trabajo.</p>
-
-<p>Era un hombre de treinta y cinco años, membrudo y alto, cuyos cabellos
-rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las líneas
-de una cabeza grande, de ángulo facial muy abierto, terca, cual
-predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y
-raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, tenía un alentar
-poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de
-las mejillas; un espeso vello bermejo cubría las muñecas robustas y<a name="page_007" id="page_007"></a> las
-manos; manos atávicas, de largos y temerarios dedos. Hallábase Ricardo
-Villarroya en pleno apogeo artístico: sus últimos libros habían merecido
-éxito codiciable; sus artículos de crítica jugosa y violenta erigiéronle
-en campeón de la joven grey literaria; la única comedia que estrenó
-suscitó polémicas ardientes. Además, era un poco orador; la extrema
-izquierda de la opinión adoraba en él; su nombre, que servía de lábaro á
-las mayores osadías de la forma y del pensamiento, resonaba como un
-alerta bélico en la atmósfera febril de las asambleas. Todo en él era
-impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambición bruñía sus ojos claros;
-sus labios viciosos reían mal; en el continuo vibrar de su cuerpo
-saludable y recio, pleno de apetitos moceros, había como una voz de la
-especie.</p>
-
-<p>Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoción triste, mientras
-acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del
-novelista.</p>
-
-<p>&mdash;Te quiero&mdash;dijo&mdash;, te quiero muchísimo... cual mi usado corazón no
-esperaba tornar á querer. ¿Por qué me correspondes en mala moneda? ¿Por
-qué no eres bueno para mí? ¿Cómo no procuras serme fiel?</p>
-
-<p>Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella
-continuó:</p>
-
-<p>&mdash;Posible es que tropieces con mujeres más hermosas que yo ó más
-inteligentes, más elegantes, más agradables... Pero dificilísimo te será
-hallar<a name="page_008" id="page_008"></a> una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien
-concertadas proporciones, en que yo las reuno y acoplo. No soy
-bellísima, ni discreta en demasía, ni gallarda y cautivadora con exceso,
-pero de todo hay algo en mí, y esta conjunción de amables virtudes es mi
-orgullo.</p>
-
-<p>El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distraídos de
-asentimiento.</p>
-
-<p>&mdash;Y si ello es así&mdash;prosiguió Fuensanta&mdash;, ¿por qué me olvidas y
-pospones á otras mujeres? ¿Por qué, conociendo mis celos, suspendes
-sobre mi cabeza la amenaza de que hoy, mañana, cuando más dichosa esté y
-menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien,
-quizá, la complexión de tu alma: tú perteneces á la raza maldita de los
-que sólo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ¿Cómo no
-aplicas tu espíritu indómito al examen de sus recuerdos? ¿Por qué
-desprecias lo pretérito? ¿Acaso ese ayer que hoy miras desdeñosamente,
-no sirvió de riente mañana á otros hombres que bulleron y amaron antes
-que tú?... Escucha, Ricardo, y obedéceme, porque aún podemos ser
-felices. ¿No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar legítimo, el
-consagrado, te fastidie, ¿no me tienes á mí? ¿Qué más rebuscas? ¿Qué
-imposibles novedades pides á la casualidad?</p>
-
-<p>Argumentaba poco á poco, blandamente, como se habla á los enfermos, y
-sus palabras, dichas á media voz, traían arrullos de infancia. En las
-contiendas implacables del arte, lo más hacedero es<a name="page_009" id="page_009"></a> derrotar
-obstáculos, encumbrarse, llegar del éxito á los dorados fastigios, pues
-los viejos maestros á quienes la juventud hostiliza están agotados y se
-defienden mal: lo difícil es guardar las posiciones conquistadas,
-resistir el fiero ataque de los bisoños que van llegando á la batalla,
-afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de
-enemigos brazos que rodean al dictador. Según Fuensanta Godoy, para
-vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias
-de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambición, un orgullo
-sin límites ó un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin,
-hondo, fanático, que baste por sí solo á reparar cuantas brechas las
-estocadas de la desilusión y los consejos sigilosos de la fatiga van
-abriendo en el entusiasmo.</p>
-
-<p>&mdash;Pero si únicamente adoras lo que no tienes&mdash;continuaba&mdash;, ¿qué podrá
-sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando estés deshecho y próximo á
-caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer
-asalto; pero ¿no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse
-en olvido? ¡Ah, Ricardo! Tú ignoras eso; tú desconoces el sufrimiento
-del artista que sobrevive á su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las
-reputaciones que van improvisándose á su alrededor, dice: «Hace años yo
-era algo, tenía un nombre...» Créeme, Ricardo, eso es horrible; te lo
-asegura la experiencia que me dieron veinte años de teatro...<a name="page_010" id="page_010"></a></p>
-
-<p>Su voz se apagó en un suspiro, y por su rostro pasó como una sombra el
-luto de su alma.</p>
-
-<p>Contaba Fuensanta Godoy poco más de treinta años, y sus vestidos negros,
-lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de líneas
-ondulantes y largas. Hondos surcos de melancolía cortaban su frente
-guarnecida de rizosos cabellos castaños; la nariz, de perfil impecable,
-afilada parecía por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo,
-las risas y el llanto tegían una dolora; bajo las cejas rafaélicas, los
-ojos negrísimos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las
-japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresión
-dulce que embellece, con poesía de enigma, el rostro de las mujeres de
-la Ciudad sin Noche.</p>
-
-<p>Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura
-de Fuensanta, la mejor y más alta, la que antes sorprendía era su
-tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele
-ser también origen y alimento de bellezas extrañas. Esta desviación ó
-capricho del sentimiento estético no tiene explicación fácil. ¿Por qué
-amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano
-contentamiento? ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo
-disculpa nuestra propia flaqueza, ó es que el dolor diviniza á la mujer
-porque de ella precisamente emana, y así quien dijo dolor dijo también
-arte y sexo?... A Fuensanta Godoy su expresión de inconsolable
-pesadumbre hacíala infinitamente<a name="page_011" id="page_011"></a> interesante. Cinco años antes la Godoy
-fué una primera tiple cómica de gran boga. Al comenzar las temporadas
-teatrales, su nombre aparecía en los carteles con llamativos caracteres
-rojos, los periódicos publicaban su retrato, la crítica celebraba su
-labor, y el correo traíala diariamente rumores de amorosos caprichos. La
-corte de admiradores que invadían su cuarto del teatro, los aplausos del
-público y la humillación y ásperas envidias de otras actrices por ella
-vencidas en artísticas justas, parecían poner á su joven figura un nimbo
-diamantino. Fuensanta Godoy amó y fué adorada; la neurastenia exacerbaba
-sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada
-de sus nervios padecía torsiones dolorosas; la sensación llegó á ser
-para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el
-recuerdo de libros piadosos que leyó cuando niña, experimentaba accesos
-frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos
-playeros la atraían; adoró la morfina; perdió el ritmo interior; dos
-veces fué procesada y obligada á pagar indemnizaciones costosas por
-abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo
-con un amante pobre.</p>
-
-<p>La carrera artística de Fuensanta Godoy duró poco; en pleno éxito y
-cuando su juventud interesante, un poco rara, de <i>bibelote</i> japonés,
-brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis
-torpemente curada la dejó afónica. Varios médicos aseguraron que para
-aquel daño no<a name="page_012" id="page_012"></a> había remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en
-que, desoyendo cautos y leales consejos reapareció ante el público,
-sufrió una decepción horrible; su voz, al concluir cierto momento
-musical difícil, se nubló bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y
-no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy
-sintió á su alrededor un gran frío, una desgarradora emoción de
-aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse á
-obscuras; vióse preterida, pobre, aherrojada en esa fosa común donde la
-multitud ingrata sepulta á los artistas que ya no la divierten, y
-aniquilada por su desgracia rompió á llorar y perdió los sentidos.</p>
-
-<p>Ricardo Villarroya la conoció años después. Fuensanta vivía en una casa
-de huéspedes cuya dueña también había sido del teatro. Ocupaba la Godoy
-dos habitaciones pequeñas, sin otra luz que la de una ventana abierta
-sobre un patizuelo malsano y profundo; pulmón infecto, jamás visitado
-por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los
-cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba.
-Componían el mobiliario del gabinete una vieja cómoda que de noche, en
-el silencio, tenía crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron
-elegantes y á la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria
-armazón bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes
-amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados,
-y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de<a name="page_013" id="page_013"></a> las juventudes,
-ya lejanas, que allí se reflejaron, parecían haber dejado una indecible
-melancolía. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban
-desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz
-desmoronamiento de las glorias humanas. Cubría el suelo una alfombra
-raída, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los
-colores.</p>
-
-<p>En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de
-tantos objetos provectos, Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes.</p>
-
-<p>Al principio sentíase plácidamente cautivado por la soledad de la
-actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada
-pobreza. Un momento halagó á Villarroya la idea de que la Godoy fuese su
-última pasión, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad
-conquistadora. La quietud del medio coadyuvó no poco á enfielar sus
-sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginación
-errante comprendió la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivinó
-la alegría de no moverse, de serenarse en la dominación tranquila de lo
-ganado. Para sus ojos de novelista, los capítulos de olvido y de miseria
-que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrecían pasmoso interés.
-Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; á él
-también una anemia ó una congestión, podían precipitarle á los horrores
-vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del éxito. Por
-eso la compadecía y hallábase propicio á consolarla. Pero<a name="page_014" id="page_014"></a> en los
-artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatría se impone en
-ellos á lo más grave; su personalidad lo abarca todo; así, en el fondo
-de aquella conmiseración ostentosa, sólo había un depurado egoísmo.</p>
-
-<p>No tardó Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hastío:
-su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoción pasajera;
-acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de
-sensaciones, derrotaba al hombre desengañado, necesitado de descanso.
-Villarroya se aburría; los viejos muebles de aquella húmeda habitación
-pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehementísimo deseo de
-libertad le enajenó. ¿Por qué las penas de la Godoy habían de
-preocuparle, ni qué altruístas sofismas pretendían inducirle á ligar su
-porvenir al de ella y servirla, á todo evento, de consejero y
-defensor?...</p>
-
-<p>A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por
-el cristianismo, es una claudicación ó cobardía del animo, sólo pensó en
-huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le
-sujetaban la distinción señoril y virtuoso recogimiento de Fuensanta.
-Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendió
-inmediatamente que su alegría peligraba, y adivinó su derrota. Los
-hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste á convencerles de que
-todos los placeres son iguales: la pasión es por antonomasia
-inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendrá sobre la
-mujer<a name="page_015" id="page_015"></a> hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia
-indiscutible, de «ser otra»...</p>
-
-<p>Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el
-novelista se reconocía aniquilado, deshecho ante el brío dialéctico de
-su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquelóse tras una
-afirmación vertical inexpugnable:</p>
-
-<p>&mdash;Nací así y no podré ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu
-empeño en demostrarme que hago mal.</p>
-
-<p>Ella prosiguió atacándole, unas veces con impetuosidades celosas, otras
-con maternales ternuras.</p>
-
-<p>&mdash;¡Cuán poco me quieres, Ricardo!</p>
-
-<p>&mdash;Te engañas; yo te quiero... te quiero bastante... mucho.</p>
-
-<p>&mdash;Y, sin embargo, hablas de dejarme...</p>
-
-<p>&mdash;Muy cierto.</p>
-
-<p>&mdash;Entonces, ¿qué amor es ese? ¡Maldito el cariño que olvida y ve sin
-dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fué
-suyo!</p>
-
-<p>¿Otra vez la misma cantinela? ¿Hasta cuándo iban á seguir así?...</p>
-
-<p>Ricardo Villarroya alzóse de hombros despectivamente y encendió un
-cigarro. Eran las cinco; la lluvia repetía su salmodia amodorrante sobre
-el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invadían el aposento.
-Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se iluminó y sobre
-la extensión turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas
-vestidas de gris; la cómoda vetusta, llena<a name="page_016" id="page_016"></a> de rumores inquietantes; los
-retratos pálidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes
-como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ángulo, sobre la
-alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin
-intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin párpados.</p>
-
-<p>La joven continuó modulando sus palabras en un largo suspiro:</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué cruel eres, Ricardo!...</p>
-
-<p>&mdash;Quizá...</p>
-
-<p>&mdash;Muy cruel, muy egoísta; créelo: de piedra es tu corazón...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y el tuyo?</p>
-
-<p>&mdash;Cuando de ti se trata, de cera y de miel.</p>
-
-<p>Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron irónicos.</p>
-
-<p>&mdash;Tú&mdash;dijo&mdash;, tratando de imponerme tus gustos, eres tan egoísta como yo
-defendiendo los míos. ¿Por qué avergonzarnos de nuestros sentimientos y
-no llamarlos por su nombre? ¿Por qué estimar virtud la compasión, que
-antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del egoísmo,
-fundamento precioso de la personalidad? ¡Basta ya de rancios
-enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aquí la única verdad positiva.
-Además, que siendo egoístas ejercitamos un aspecto de la filantropía: el
-egoísmo es la caridad aplicada á nosotros...</p>
-
-<p>Discutieron, preconizando él la alegría de moverse, de explorar
-corazones, de ser ingrato.</p>
-
-<p>&mdash;El espíritu&mdash;decía&mdash;tiene paisajes, como la<a name="page_017" id="page_017"></a> Naturaleza. Esta los
-compone con árboles y montañas y aquél con ilusiones y recuerdos. Hay
-caracteres claros y fáciles, semejantes á llanuras, y otros ariscos cual
-despeñaderos. También conozco sentimientos que ocultan todo un panorama
-de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el
-altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que á los
-paisajes y á los hombres conviene examinarles «desde cierto punto de
-vista». Cada espíritu, querida mía, tiene el misterio de un hogar
-cerrado. ¿No sentiste nunca, yendo por el campo, deseos de penetrar en
-una casuca solitaria, abrir sus persianas, violar el enigma de aquellas
-habitaciones donde otras vidas obscuras se deslizaron, y sentir tus
-pasos resonar bajo aquellos techos que jamás, seguramente, tornarás á
-ver?... Parecida curiosidad alumbran en mí las almas; hallo en mi camino
-una interesante y me gusta estudiarla, averiguar sus perversidades, sus
-excelencias, y cuando todo fué bien escrutado... dejarla para que otros
-la examinen.</p>
-
-<p>Y agregó, con un gran borbollón cínico de risa:</p>
-
-<p>&mdash;¡Oh! La vida nos abrumaría sin la ingratitud. Yo bendigo la
-ingratitud. ¿Qué sería, por ejemplo, de tí y de mí, si todas las
-pasiones ó amoríos que hemos inspirado hubiesen sido eternos?</p>
-
-<p>Oyéndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga
-laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos
-readquirían<a name="page_018" id="page_018"></a> aquella impetuosidad libre y boyante de antaño; pero,
-generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, débil, y entre sus
-labios cansados, las afirmaciones más rotundas vibraban con la tímida
-inflexión del consejo.</p>
-
-<p>&mdash;Eres un histérico&mdash;exclamó&mdash;, un pobre loco que busca vanamente fuera
-de sí mismo lo que lleva dentro.</p>
-
-<p>Permaneció indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre
-las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la
-reflexión fruncía.</p>
-
-<p>&mdash;Eres&mdash;prosiguió&mdash;uno de los hombres más complejos y extraños que he
-conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte cómo las
-sensaciones que husmeas no existen; que la alegría es algo
-fantasmagórico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo
-la sombra, y que quien, cual tú, ganó esposa, hijos, gloria, crédito,
-amigos... ¡todo!, no tiene derecho á pedir más.</p>
-
-<p>Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy decía
-verdad. Ella prosiguió:</p>
-
-<p>&mdash;Dejaste á tus padres por casarte; luego olvidaste á tu mujer por tus
-hijos, pues diríase que en tu aturdido corazón sólo cabe un afecto; más
-tarde descuidaste á tus hijos para seguir tu necia historia de amoríos
-mercenarios. Cuando me conociste renunciaste á todo; ahora el mundo te
-llama nuevamente y quieres dejarme. ¿Qué pretendes?<a name="page_019" id="page_019"></a> ¿Qué persigues?
-¿Dónde hallarás más de lo que te dió mi cariño?</p>
-
-<p>Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos á
-nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo
-musitó pensativo:</p>
-
-<p>&mdash;Ya te lo dije; soy así... como me hicieron...</p>
-
-<p>Fuensanta le interrumpió vehemente:</p>
-
-<p>&mdash;Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu
-carácter voltario, únicamente lo adjetivo ó accidental tiene
-substantividad. Un tirano te gobierna: la impresión; por eso corres
-ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto
-juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ¡Eso te
-ocurre conmigo! ¿Por qué, si no, yo misma, en quien hace un año
-adorabas, ahora te doy sueño?... ¡Qué pena! ¡Ah!... Yo quisiera darte
-una lección, escarmentarte de esa vana manía que te lleva á buscar fuera
-de ti lo que va contigo y es obra ó reflejo de tu fantasía andariega.
-¿No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras inútiles, aplicado
-á tu arte te levantaría á cimas y victorias mayores aún que las
-ganadas?...</p>
-
-<p>Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el diálogo.
-Fuensanta preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Quién?</p>
-
-<p>Una voz humilde repuso desde fuera:</p>
-
-<p>&mdash;Cuando usted guste cenar...</p>
-
-<p>&mdash;¿Están todos en la mesa?</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señora.<a name="page_020" id="page_020"></a></p>
-
-<p>&mdash;Voy en seguida.</p>
-
-<p>Villarroya consultó su reloj. Eran las ocho.</p>
-
-<p>&mdash;Me marcho&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Levantóse precipitadamente, abrochándose el gabán, recogiendo su
-sombrero, que, al entrar, dejó sobre una silla. Fuensanta se acercó á él
-lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, á la vez grácil y ampuloso,
-onduló con ritmo sensual.</p>
-
-<p>&mdash;¿Volverás luego?</p>
-
-<p>Ricardo no pudo disimular un guiño de disgusto; el ambiente de aquel
-gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprimía.</p>
-
-<p>&mdash;No sé... no sé; necesito escribir...</p>
-
-<p>Ella replicó, sonriendo triste:</p>
-
-<p>&mdash;Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja á mi lado. Ven
-á verme, te lo ruego; ¡Estoy tan sola!...</p>
-
-<p>Como otras veces, la compasión le rindió.</p>
-
-<p>&mdash;Bien&mdash;dijo&mdash;, espérame; antes de las once estaré aquí.</p>
-
-<p>Fuensanta le acompañó hasta la puerta; ya allí, sus manos, ágiles y
-blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despojó de
-sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los
-cabellos.</p>
-
-<p>&mdash;Hasta muy pronto&mdash;balbuceó&mdash;, hasta muy pronto... no tardes...</p>
-
-<p>Al quedar sola, la actriz tuvo un ademán desesperado.</p>
-
-<p>&mdash;¡No me quiere!&mdash;sollozó&mdash;. ¡Ya no me quiere!... ¿Cómo reconquistarle?<a name="page_021" id="page_021"></a></p>
-
-<p>Quedóse quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del
-cual el novelista había escrito: «Estas dedicatorias siempre son
-tristes. Todas ellas parecen decir: «Cuando ya no me veas...»</p>
-
-<p><a name="page_022" id="page_022"></a></p>
-
-<p><a name="page_023" id="page_023"></a></p>
-
-<h3><a name="II-a" id="II-a"></a>II</h3>
-
-<p>Pasaron varios días, durante los cuales creció en Villarroya aquella
-laxitud melancólica que la sociedad de Fuensanta le producía. ¿De dónde
-emanaba tal despego? El novelista trató de escudriñarse, de oirse, de
-sorprender ese trajín subconsciente con que los deseos nuevos y las
-pasiones que se apagan van y vienen por el espíritu.</p>
-
-<p>Empero sus esfuerzos analíticos no lograron llevarle á una solución
-transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto
-ingrato de su carácter inseguro, siempre displicente, refractario á la
-grandeza de la inmovilidad; otras creía que era Fuensanta Godoy quien le
-había engañado, prometiéndole con su franca hermosura y su discreto
-hablar sensaciones y alegrías que luego no le dió. Poco á poco esta
-última idea prevaleció. Las mujeres que no sirven para heteras, ni
-tienen la pasividad de ceñirse á las prietas leyes de la ética
-tradicional, se parecen á esos individuos fracasados del arte, que
-habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en
-belleza.<a name="page_024" id="page_024"></a> Nada consigue aquietar su obstinación suicida: el hombre
-normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos á
-la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado
-y visionario, plantío de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y
-de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de él y muy alto.</p>
-
-<p>Así esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud
-burguesa, ni tuvieron la valentía de sus pecados; la orgía franca las
-avergüenza y la paz de lo legal las aburre; cuando están recluídas
-sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean á su albedrío
-experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al
-barro de desdenes que la sociedad tira á los que se rebelaron contra
-ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son
-almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar
-encalmado bostezan de hastío, y momentos después, en la bacanal, ponen
-sobre la sinfonía brillante de sus desenfrenos un treno de
-arrepentimiento; espíritus abúlicos, sometidos á todas las furias del no
-querer y del recuerdo.</p>
-
-<p>Fuensanta Godoy era así; la desdichada, después de perder cuantas
-batallas libró con el amor y con el arte, sintió correr por su semblante
-y su cuerpo la vejez sutil de la melancolía: bruscamente sus ojos se
-apagaron, su boca perdió la línea graciosa de la dicha, sus ademanes
-fueron más lentos, la negra noche de sus cabellos palideció, sobre<a name="page_025" id="page_025"></a> su
-frente el dolor trazó las líneas de ese pentagrama siniestro donde cada
-desengaño deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya
-reconocíase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era
-indiscutible: lo que él rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad
-únicamente, sí algo positivo, un tesoro de sana alegría, que ella,
-envenenada por las murrias de su hundimiento, no podía darle. Además, el
-recelo de parecerse á la actriz, acabó de preocuparle; la tristeza y la
-vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infección es más lenta,
-el remedio, en cambio, es mucho más difícil. Villarroya tuvo miedo. ¿Qué
-sería de él, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo
-sigiloso, pero seguro, de la imitación, llegara á sentirse lacio y
-triste?</p>
-
-<p>Y entonces el novelista decidió cerrar su blando corazón á todos los
-musiteos de la piedad y abrir entre él y la abandonada un azarbe
-inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que
-imposibilitase toda reconciliación. ¡Bueno que se sufra en las horas de
-trabajo! Pero era imbécil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento
-emborronase también la luz radiante de las horas dichosas. Tomaría la
-ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan á los hombres, porque les
-esclavizan al quitarles la ocasión de reñir con ellas.</p>
-
-<p>&mdash;Una querida honrada, juiciosa, metódica, que ni siquiera se tome la
-molestia de engañarnos&mdash;pensaba irónicamente Villarroya&mdash;, es lo único
-que hace imperdonable el adulterio...<a name="page_026" id="page_026"></a></p>
-
-<p>Entretanto continuaba visitando á Fuensanta, preso en el hechizo de
-aquella mujer inteligente, inmensamente triste.</p>
-
-<p>Cierta noche, después de cenar, y hallándose ya metido en su despacho,
-dispuesto á escribir, Ricardo Villarroya recibió una carta: la traía un
-mozalbete de diez y seis á diez y ocho años, vestido de negro: un
-lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo.</p>
-
-<p>Ricardo rasgó pausadamente la nema del sobre, donde la penetración
-zahorí del novelista acababa de ventear un lance amoroso.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quién te envía?&mdash;preguntó clavando en el muchacho sus ojos firmes.</p>
-
-<p>&mdash;Una señora.</p>
-
-<p>Villarroya desdobló el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de
-vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La
-carta decía:</p>
-
-<p>«Una casualidad me ha permitido saber quién es el hombre que casi todas
-las tardes pasa bajo mis balcones, y el ilustre prestigio de su apellido
-ha exaltado los vehementes deseos que ya tenía de conocerle. ¿Cuándo y
-dónde podría acercarme á usted?»</p>
-
-<p>El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta,
-envolvente como un abrazo, lo anónimo prendía el hechizo excelso de la
-obscuridad y del silencio. Villarroya palideció; luego se puso rojo; un
-segundo su alborotadizo corazón cesó de latir; temblaron sus músculos.
-¿Por qué<a name="page_027" id="page_027"></a> lo ignorado ha de producirnos siempre una impresión de frío?
-¿Será porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida
-son reflejos ó partículas del supremo enigma de donde salen y adonde
-vuelven todas las cosas?</p>
-
-<p>Ricardo meditó unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las
-nueve. En seguida, febrilmente, escribió al dorso de una tarjeta suya:</p>
-
-<p>«Pasado un rato, á las once, espero á usted en la calle de Valverde,
-esquina á Desengaño. Beso á usted los pies.»</p>
-
-<p>Mucho tiempo hacía que el mensajero se fué, y Villarroya aun estábase
-inmóvil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de
-trabajo. Una emoción flageladora, absorbente como la succión de una
-vorágine, había limpiado de ideas su espíritu. A la luz que ardía
-serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las
-paredes largas sombras inmóviles. La familia de Villarroya dormía. En el
-silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes
-afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percibía vagamente el
-rítmico latir de un reloj; vaivén simbólico, decidor de hondos y graves
-misterios, elocuente como el caminar de un corazón.</p>
-
-<p>Al cabo, Ricardo volvió á la realidad; eran las diez y media. Entonces
-se levantó, mató la luz, vistióse rápidamente el gabán, calóse el
-sombrero y sin despedirse de nadie salió de puntillas,<a name="page_028" id="page_028"></a> con el andar, á
-la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber.</p>
-
-<p>Cuando llegó á la esquina de las calles Desengaño y Valverde se detuvo
-inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen,
-especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los
-transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras
-humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes
-iban apagándose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sueño;
-al fondo, bajo la lívida claridad estelar, la iglesia de San Martín
-levantaba sus torres achaparradas y macizas.</p>
-
-<p>Habían sonado las once: poco á poco un gran silencio invadía la urbe,
-cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fláccidas,
-semejantes á brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban
-lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una línea de puntos
-negros.</p>
-
-<p>Villarroya comenzaba á impacientarse. Aquella noche había cenado mejor
-que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las
-buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban
-diafanizándose. Hubo momentos en que creyó despertar: el peregrino
-incidente que allí le había llevado reapareció ante sus ojos con
-proporciones más modestas. Tuvo un ademán de cólera; luego sintió
-vergüenza de sí mismo. Era imperdonable en él, hombre de mundo, la
-precipitación con que citó á su admiradora, quien seguramente no
-esperaba verle<a name="page_029" id="page_029"></a> hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se había
-comportado como esos barbilindos fatuos, recién llegados á la vida, á
-quienes vuelven locos las impresiones.</p>
-
-<p>&mdash;¡Soy un majadero!&mdash;exclamó.</p>
-
-<p>Continuó paseándose, mientras se atusaba bruscamente su áspero bigote
-rojizo, mojado por la niebla. Le enfurecía la idea de aparecer ridículo
-ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constituía lo
-más alquitarado de la sensación. Reconocíase vencido, aplastado, bajo la
-vulgaridad de su impaciencia; nada podía disculparle; puesto en su lugar
-un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor.</p>
-
-<p>Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya
-campana preocupa de noche á los enfermos. Una pareja de enamorados pasó
-junto á Villarroya y desapareció por la retorcida escalerilla que sube á
-los comedores íntimos del antiguo café Habanero. Iban muy amartelados;
-ella vestía un elegante gabán de color gris. El novelista, que recordaba
-haberles tropezado días antes en la Moncloa, les acompañó con los ojos,
-y luego vió, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de
-iluminarse, la conjunción feliz de dos sombras. Un instante la despierta
-curiosidad de Villarroya avizoró un coche que se acercaba lentamente;
-pero aquel vehículo, cuyo caballo fatigado apenas podía andar, iba
-vacío, arrastrando á lo largo de la calle una tristeza penetrante de
-habitación desalquilada. A las doce, convencido<a name="page_030" id="page_030"></a> de la inutilidad de su
-espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de sí mismo, regresó á
-su casa.</p>
-
-<p>&mdash;¡Soy un imbécil!&mdash;repetía&mdash;¡he frustrado una aventura preciosa por una
-tontería!...</p>
-
-<p>Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto tenía
-el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: así iba él,
-vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusión muerta arrastras.</p>
-
-<p>Para consuelo suyo, al día siguiente recibió por correo otra carta,
-también anónima, de su desconocida. La epístola, que era muy breve,
-empezaba así:</p>
-
-<p>«Un quehacer repentino me impidió acudir anoche á su cita. Al pronto, si
-he de ser franca, diré que lo sentí; pero muy luego me consolé, y ahora
-me alegro de continuar siendo para usted un misterio. Es usted vehemente
-y curioso con exceso. Por eso temo que nos acerquemos; la experiencia me
-ha demostrado que los hombres así olvidan pronto.</p>
-
-<p>»Más calma, amigo querido, mucha más calma; es un pequeño consejo que mi
-criterio modesto da al escritor eminentísimo. No olvide usted aquella
-ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, según la cual, cuanto más
-tardemos ahora en unirnos, más tardaremos luego en separarnos...»</p>
-
-<p>Y concluía:</p>
-
-<p>«Si quiere usted responderme, hágalo á Lista de Correos, cédula antigua,
-número.....»<a name="page_031" id="page_031"></a></p>
-
-<p>Por la tarde, según costumbre, Villarroya fué á casa de Fuensanta. La
-actriz se hallaba repasando junto á la ventana uno de esos viejos
-sotanís que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de
-teatro y de amores. Llovía. Invadía la habitación un claror plomizo que
-exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el frío
-de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las
-antiguas imágenes se descomponen como en la humedad de la tierra se
-borra el contorno de los cadáveres.</p>
-
-<p>Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su
-incipiente aventura, el galán mostróse locuaz y gaitero. Pronto, sin
-embargo, su inquietud se aplacó y el pensamiento dióse á voltigear en
-torno de lo que más le complacía. Fuensanta advirtió su preocupación.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué tienes? Te hallo triste ó inquieto... ¿Quizás algún disgusto?</p>
-
-<p>Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada buída de
-la actriz, emoción ninguna.</p>
-
-<p>&mdash;Nada me sucede&mdash;repuso&mdash;; lo que notas en mí es cansancio. Anoche
-trabajé mucho; hoy también necesito escribir.</p>
-
-<p>Suavemente, observándole de hito en hito, mientras por sus labios
-divagaba una sonrisa de tristura y de ironía, Fuensanta replicó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Estás cierto de haber trabajado mucho anoche?</p>
-
-<p>&mdash;Segurísimo.<a name="page_032" id="page_032"></a></p>
-
-<p>Ella no contestó y siguió cosiendo.</p>
-
-<p>El exclamó con cínica osadía:</p>
-
-<p>&mdash;¿A qué viene eso? ¿Qué recelos tapa tu pregunta? ¡Desconfías de mí!</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>Y añadió, suspirando con una inspiración larga y entrecortada:</p>
-
-<p>&mdash;¡Pobre Ricardo!</p>
-
-<p>&mdash;¿Me compadeces?</p>
-
-<p>&mdash;Mucho.</p>
-
-<p>Villarroya se encogió de hombros.</p>
-
-<p>&mdash;Te compadezco&mdash;agregó Fuensanta&mdash;porque eres un iluso, un gran
-desdichado, un présbita de la vida, que, para gozar de las cosas,
-necesita tenerlas muy lejos.</p>
-
-<p>Esta vez no se defendió; los reproches de su amiga no le mordían, al
-contrario; la esperanza de burlar la custodia celosa de aquella mujer á
-quien nunca había engañado, producíale ese alboroto agridulce, flor de
-pubertad, que la juventud experimenta ante la perspectiva de la primera
-falta. Un regocijo indefinible le poseía; su voluntad, enmohecida por el
-quietismo sentimental de aquellos meses, se desperezaba alegre en la
-esperanza de una aventura nueva; sobre su corazón, el billetito anónimo
-que oculto llevaba en un bolsillo secreto, parecía nimbarle con la luz
-radiosa de un amanecer.</p>
-
-<p>Aquella noche el novelista no vió á Fuensanta, y á última hora, cuando
-salió del teatro, fué á refugiarse en un café solitario; uno de esos
-cafés<a name="page_033" id="page_033"></a> excéntricos adonde los misántropos y los enamorados concurren, en
-la dulce seguridad de no tropezarse con ningún amigo.</p>
-
-<p>Villarroya quería responder á la desconocida, interesarla, mortificar su
-curiosidad, precipitar el desenlace de la aventura lo más posible. El
-café por Ricardo elegido se hallaba á la sazón completamente vacío; la
-madrugada iba llegando; faltaban minutos para las dos; la luz de las
-lamparillas eléctricas resbalaba yerta sobre las paredes estucadas y
-bruñía el dorso lapidario de las mesas, que, vistas á distancia,
-parecían arrugas de una enorme sábana de mármol. Junto al mostrador,
-varios camareros, cuyos cráneos calvos también brillaban á la luz,
-escuchaban atentos lo que uno de ellos leía en un periódico.</p>
-
-<p>Ricardo pidió recado de escribir; mas antes de poner la pluma sobre el
-papel creyó prudente releer aquel anónimo, ingenuo y burlón á la vez,
-donde simultáneamente se sentía admirado y compadecido. Por la cálida
-imaginación del novelista las más disparejas ideas se atropellaban.
-Recordaba el aspecto del mozalbete que le llevó la primera misiva, quien
-por su traje y respetuoso comedimiento bien podía servir de espolique en
-alguna casa principal; y luego atisbaba la calidad y fino perfume del
-papel donde aquellas dos cartas fueron escritas y el desaliño de la
-escritura, buscando en todo pruebas de la condición, patricia ó plebeya,
-de su autora. ¿Quién sería?... Acaso una hetera conquistada
-pasajeramente por<a name="page_034" id="page_034"></a> el renombre del artista en boga, ó una virgen
-exploradora de sensaciones, ó alguna de esas viudas que, después de
-vivir muchos años en la virtud, se asustan repentinamente de llegar á
-viejas sin satisfacer el capricho, latente en todas las mujeres, de
-haber sido livianas...</p>
-
-<p>Sea como fuere, juzgó que lo que con más ventaja podía oponer á las
-misivas malévolas y breves de su admiradora era una carta larga,
-quemante, apasionada; pues, al cabo, en la vida, como en el teatro, la
-fuerza triunfa siempre de los amaños retóricos que fraguan la discreción
-y la ironía.</p>
-
-<p>Dominado por esta idea, comenzó á escribir:</p>
-
-<p>«Señora: No la conozco y ya adoro en usted; la adoro porque es usted
-rara, refinadamente extraña y única, en medio de esta sociedad donde
-todos se parecen á todos...»</p>
-
-<p>Continuó escribiendo velozmente, sin detenerse á corregir, como
-enajenado por una ráfaga de elocuencia, hasta llenar las cuatro carillas
-del pliego de nerviosos renglones dictados por el estilo más frondoso y
-plateresco.</p>
-
-<p>Noches después escribió otra carta; pero esta vez su verbo era
-sentimental, ligero, meramente, descriptivo, pues recelaba mostrarse á
-los ojos lectores de su dulce enemiga declamador y grandilocuente en
-demasía.</p>
-
-<p>«Me dirijo á usted&mdash;decía&mdash;desde un modestísimo cafetín de la plaza de
-la Cebada. Estoy solo, estoy triste, y en estas horas de quietud y de
-melancolía,<a name="page_035" id="page_035"></a> mi pensamiento andariego hacia usted se vuelve. El aspecto
-del escenario que me rodea coadyuva á fortalecer esta grata evocación.</p>
-
-<p>»¿No ha pensado usted nunca (usted que, como yo, conoce «el lenguaje
-delicado de las cosas») en lo que podríamos llamar «el alma del café»?</p>
-
-<p>»Los cafés concurridos me son odiosos; su alma es vulgar; alma
-canallesca que ríe groseramente y discute á gritos, y se apasiona sin
-motivo y huele á tabaco. Al penetrar en ellos, una ráfaga de aire
-caliente nos golpea el rostro; ojos curiosos nos salen al encuentro,
-adivinan nuestra profesión, nos preguntan «qué buscamos allí». Greguería
-de plazuela invade su ambiente humoso; sobre el fondo bermejo de los
-divanes, y á la luz perlina de las lamparillas eléctricas, vibra una
-multitud de sombreros de copa, de hongos, de blandos y artísticos
-chambergos abollados por la distracción de un ademán. Y aquella
-atmósfera de horno sofoca, y aquel recio murmullo de conversaciones
-irrita los sentidos y predispone efermizamente los nervios al impulso.</p>
-
-<p>»Mejores son los cafés solitarios y mudos de los arrabales. Esos
-establecimientos tienen un espíritu bueno; entre sus muros de colores
-suaves las pisadas resuenan tranquilas y las conciencias «se sienten»
-pulcramente; algo familiar late en ellos; su alma sencilla es de amor y
-de paz.</p>
-
-<p>»De noche los llena una gran luz blanca; los suelos están limpios; al
-hilo de las paredes, y bajo los altos espejos de dorado marco, el
-respaldo de<a name="page_036" id="page_036"></a> los divanes pinta un zócalo rojo: aquí y allá, en los
-rincones, hay parejas cuchicheantes de enamorados, señores graves que
-leen un periódico, individuos distraídos ó atormentados quizá por
-preocupaciones hondas, que miran al espacio. Junto á una columna surge
-el perfil vigilante de algún mozo, silueta amable, inmovilizada por el
-hábito servil de la espera; y como su delantal blanco le oculta la parte
-inferior del cuerpo, su cabeza y sus hombros parecen los de un busto
-puesto sobre un pedestal.</p>
-
-<p>»Muchas veces he meditado ante el enigma de esas figuras, calladas y
-quietas, que encanecen en el silencio de los pequeños cafés excéntricos:
-son tipos que tropezamos casualmente un día en que la lluvia ó la
-necesidad de escribir una carta, como la presente, nos condujo allí, y
-que más tarde, al regresar de un viaje que acaso duró varios años,
-tornamos á ver en el mismo sitio. Entonces su recuerdo renace en nuestra
-memoria obsesionándonos. Su traje probablemente será nuevo, pero tiene
-idéntico color, el mismo corte que el que vestía cuando les conocimos;
-la expresión de su actitud resignada también es igual. Algo fuerte emana
-de ellos: es el poder de lo inmóvil, de cuanto envejece sin temblar, de
-lo que aguarda. Al mirarnos parecen decirnos: «Ya sabíamos que habías de
-volver...»</p>
-
-<p>»¿Quiénes son?&mdash;pensamos.</p>
-
-<p>»Uno de ellos se llama don Juan, el otro puede llamarse don José ó don
-Pedro; mas de su vida<a name="page_037" id="page_037"></a> íntima nadie sabe. Una mecánica inexorable rige
-sus actos. Tienen «un modo» de penetrar en el café, de quitarse el
-gabán, de sentarse, de desdoblar su periódico; luego, siempre á la misma
-hora, llaman al camarero sin ruido, con una leve inclinación de cabeza,
-pagan y se van, lentamente, cual si midiendo fuesen el espacio que les
-separa de la puerta. Acaso sean solterones que no quisieron componerse
-una familia, ó viudos cuyos dormitorios enfrió la muerte, ó casados para
-quienes no existe esa voz de amor que apaga sigilosamente en los hombres
-el deseo de salir á la calle de noche... Y por eso van allí; porque el
-alma bondadosa del café, tibio y señero, tiene para sus voluntades
-tristes blanduras de hogar.</p>
-
-<p>»Algo extraño flota en el aire de esos salones de «todo el mundo»: es la
-melancolía que esparcen á su alrededor los viejos solitarios, el rastro
-de ingratitud que dejaron tras sí aquellos amantes que vimos allí
-durante un invierno, y de pronto desaparecieron, separados por la misma
-enfermedad de olvido que arrancó de nuestra mano tantas manos blancas.</p>
-
-<p>»Ah! Si los espejos de los cafés, esos buenos espejos sobre los cuales
-todas las mujeres, al marcharse, lanzan una mirada, pudiesen hablar,
-sabríamos por qué es tan triste el rostro de los viejos...</p>
-
-<p>»Y ahora, dígame usted, señora: ¿Será posible que más adelante, alguna
-noche como ésta en que haga frío y llueva, la cabeza de usted y la mía
-se reflejen juntas sobre el mismo cristal?...»<a name="page_038" id="page_038"></a></p>
-
-<p>Varios días transcurrieron sin que las cartas de Villarroya obtuviesen
-contestación. El espíritu receloso y alambicador del novelista comenzó á
-impacientarse. ¿Por qué aquel silencio? Repasó espaciosamente todo lo
-hecho y dicho por él durante aquella última semana y no halló nada que
-reprenderse. Examinó la posibilidad de que sus misivas se hubiesen
-perdido, y esto, lejos de mortificarle, dió á su amor propio dulce
-contentamiento: mas luego, reflexionándolo mejor, reconoció que un tal
-accidente, por demasiado casual, no debía admitirse ni menos erigirlo en
-norte ó guión de sus actos, y que, de consiguiente, en aquel mutismo
-torturador, como preparado por un hábil folletinista, sólo había una
-coquetería de mujer. A pesar de tales reflexiones, el burlado galán no
-podía reducir su sobresalto. Fuensanta, que le observaba implacable, lo
-conoció, y su rostro, siempre triste, pareció cubrirse de una melancolía
-nueva. Ricardo confesó su inquietud, que él achacaba hipócritamente al
-desequilibrio que en sus nervios dejó el excesivo trabajo de aquellos
-días. Este malestar forzábale á moverse, á sentirse aburrido en todas
-partes, á huir de sí mismo. Apenas llegaba al lado de la actriz, una
-murria inexplicable trastornaba sus pensamientos; su carne se quejaba de
-la dureza de la silla; el aire de la angosta habitación oprimía sus
-sienes; los muebles, los viejos retratos, la luz de pozo de la ventana,
-le sugerían evocaciones dolorosas; bruscamente, sin saber por qué,
-dejaba de hablar ó interrumpía<a name="page_039" id="page_039"></a> grosero á Fuensanta Godoy con ademanes
-de fastidio, ó cambiaba de asiento, pareciéndole que estas mutaciones de
-actitud, al mismo tiempo que trocaban á sus ojos la perspectiva de los
-objetos, recababan para su espíritu cierta paz momentánea. Cuando salía
-de allí, también hallaba cierto alivio en caminar de prisa; iba al
-teatro, al Ateneo ó al café, buscando ávidamente personas, fuesen ó no
-de su intimidad, con quienes charlar. En pocos días esta neurosis creció
-velozmente; el aislamiento y el reposo llegaron á darle la alucinación
-angustiosa del ahogo; se desesperaba; su voluntad iba de un deseo á otro
-buscando inútilmente una posición cómoda; su tormento era el tormento de
-esas almas vagabundas para quienes cada hora trae un problema; el
-problema, jamás resuelto, de lo que han de hacer.</p>
-
-<p>Una carta de la Ignorada, una divina carta que venía del misterio, calmó
-esta inquietud. Escrita con firme pulso, decía así:</p>
-
-<p>«Aquellos párrafos que describen lo que usted llama «el alma del café»,
-son muy bonitos; pero advierto sorprendida, que usted, como la mayor
-parte de los señores novelistas, en cuanto salen del mundo de sus
-imaginaciones cometen los errores más vulgares.</p>
-
-<p>»Sí, admirado amigo: el retrato que su pluma, tan hábil cuando inventa,
-ha hecho de mi espíritu, es completamente falso. Yo no soy rara, lo
-confieso llanamente, aunque mi confesión lastime<a name="page_040" id="page_040"></a> un poco la más linda
-esperanza de usted. Repito que lo extravagante no me saludó nunca. Soy
-una mujer rica y libre que procura distraerse dando satisfacción á todos
-sus antojos. Los artistas, los «profesores de belleza», merecieron
-siempre mis simpatías; hoy me interesa usted, como ayer me interesaron
-otros hombres, como es probable que mañana un nuevo ideal alcance en mi
-corazón el puesto que usted ahora, por el mérito de su talento, ocupa.
-En esto, como usted ve, sólo hay egoísmo. ¿Qué quiere usted? ¡Soy así!
-El menor de mis caprichos me infunde veneración mística. Respételos
-usted también; es un consejo que me permito darle: los caprichos son
-flores sagradas de ilusión, lujos de juventud, coronas de lirios y de
-rosas que deshojan los años.</p>
-
-<p>»Sin embargo, como deseo complacerle y sé que adora usted lo raro,
-quiero que nos conozcamos «raramente». ¿Cómo? Muy sencillo:</p>
-
-<p>»Cíteme usted de noche y en una habitación donde podamos estar á
-obscuras. Hablaremos. Del sesgo de nuestra conversación dependerá que
-usted dé luz y yo me quede, ó que usted no dé luz y yo me vaya; mas,
-antes de acceder á esto, necesito recibir la seguridad de que el
-caballero á quien tan notablemente me confío sabrá respetarme.»</p>
-
-<p>A pesar de lo mucho que Ricardo Villarroya había vivido, la soberana
-novedad del lance le deslumbró. Otro hombre, en su lugar, hubiese
-desconfiado de aquella cita inverosímil; pero él no<a name="page_041" id="page_041"></a> vaciló; y como á
-fuerza de perseguir lo raro, lo estrambótico era su elemento, apresuróse
-á estrechar aquella mano blanca que le buscaba en la sombra.</p>
-
-<p>Las circunstancias, sin embargo, no le ayudaban. Unas malas horas de
-juego pasadas en el Casino habíanle dejado sin blanca; además, su pobre
-mujer estaba encamada, inmovilizada por un violento ataque de reuma. Era
-indispensable, de consiguiente, hallar dinero y buscar un pretexto
-fuerte, lógico, que justificase su ausencia del domicilio conyugal
-durante una noche.</p>
-
-<p>Sin otras reflexiones ni más cautelosos atisbos, Villarroya llegóse al
-dormitorio de la paciente. Eran las seis de la tarde; una lamparilla
-eléctrica ardía junto á la cabecera del lecho dentro de una piña de
-cristal azul, y su luz esparcía por el estuco un suave verdor
-amarillento.</p>
-
-<p>Ricardo se aproximó á la enferma, frotándose las manos con esa ufanía
-característica de los hombres saludables.</p>
-
-<p>&mdash;Hola, «Chulita», ¿cómo estás?</p>
-
-<p>Levantó ella pausadamente la cabeza y su dolor y la alegría de verle
-dieron á sus ojos una expresión húmeda. El día lo había pasado bastante
-mal; á ratos imaginaba que sus fémures se partían, y bien echaba de ver
-que la Naturaleza es peritísima hechicera en el arte de torturar y que
-nadie como ella sabe oprimir los tornillos del suplicio, y dar duración
-á las ansias. Agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Pasado un ratito me aplicaré una inyección<a name="page_042" id="page_042"></a> de morfina; de otro modo
-no podría dormir.</p>
-
-<p>Villarroya escuchaba haciendo gestos de disgusto y conmiseración.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por lo visto, no has experimentado mejoría ninguna?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;¡Voto á...!</p>
-
-<p>Se detuvo, rascándose la barba nerviosamente.</p>
-
-<p>&mdash;Y estas contrariedades ocurren&mdash;prosiguió&mdash;cuando más hay que hacer y
-más tranquilidad de espíritu necesito.</p>
-
-<p>&mdash;¿Tienes algún asunto pendiente?</p>
-
-<p>&mdash;¡Figúrate!... Venía á decirte que mañana, probablemente, no dormiré
-aquí... ni aquí ni en ninguna parte...</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo?</p>
-
-<p>Por el semblante de la joven pasó un gran susto; era el temor de que á
-su marido le amenazase algún peligro; un desafío, tal vez... Hubo en su
-carilla carnosa, enmarcada por un abundante desbordamiento de negros
-cabellos, una emoción de perplegidad.</p>
-
-<p>El novelista repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Tengo ensayo general después de la función...</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo? ¿Pero vas á estrenar?</p>
-
-<p>Villarroya sintió flaquear su aplomo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Bah! Es una obrilla sin importancia, una quisicosa que he hilvanado,
-por compromiso, en tres ó cuatro horas...</p>
-
-<p>Hubo un corto silencio. La esposa preguntó:<a name="page_043" id="page_043"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo se titula?</p>
-
-<p>Su acento fué irónico. Luego, viendo que Villarroya tardaba en
-responder, sonrió. Ricardo lanzó una carcajada y, repentinamente, lleno
-de ternura y de amor hacia su compañera, la abrazó. Ella exclamó sin
-enfadarse, con esa grandeza maternal de espíritu que las mujeres
-vulgares y celosas&mdash;celosas porque son vulgares&mdash;no comprenden:</p>
-
-<p>&mdash;Para decirme que deseabas pasar una noche fuera de casa no necesitabas
-mentir...</p>
-
-<p>Cuando Villarroya salió á la calle iba incomodado consigo mismo;
-realmente, lo que acababa de hacer era una infamia; su pobre «Chulita»,
-tan resignada, tan indulgente, no merecía ser tratada así. Después pensó
-en Fuensanta. Pero, poco á poco, estos remordimientos fueron disipándose
-según el porvenir tornaba á convencerle de que lo desconocido es lo
-mejor...</p>
-
-<p>Desde su casa corrió Ricardo á la de su editor, á quien halló en uno de
-esos momentos de pesimismo que hacen inabordables á los mercaderes.
-Villarroya le pidió mil pesetas á cuenta de su último libro; su acento
-era de angustia. El editor lo comprendió así; por otra parte, conocía el
-desequilibrado vivir del novelista, y aprovechó la ocasión que se le
-ofrecía de realizar, á cambio de un pequeño anticipo, un buen negocio.
-Sus astutas negativas triunfaron; Villarroya vendió la propiedad
-absoluta de su obra por ochocientas pesetas.<a name="page_044" id="page_044"></a></p>
-
-<p>Los dos hombres se despidieron sonrientes y alegres. Inmediatamente
-Villarroya penetró en un estanco, pidió recado de escribir y á vuela
-pluma trazó estos renglones concisos, expresivos, de letras violentas,
-como escritos por una mano de veinte años:</p>
-
-<p>«La espero á usted mañana en la calle de..., número..., á las diez y
-media de la noche. Vaya usted tranquila.»<a name="page_045" id="page_045"></a></p>
-
-<h3><a name="III-a" id="III-a"></a>III</h3>
-
-<p>El refugio elegido por el novelista para la cita era una de esas casas
-tolerantes, misteriosas como capillas consagradas á algún rito exótico,
-sobre las cuales las mujeres que viven en virtud lanzan furtivas miradas
-de curiosidad. Algo silencioso las rodea, y su fachada dice recuerdos á
-la experiencia de los hombres, y promesas de fuertes y procelosas
-alegrías al candor de las vírgenes. Bajo su techo, los amantes, los
-adúlteros, todos cuantos el vicio, la miseria ó la pasión, ponen fuera
-de la ley, se encuentran, y el murmullo feliz de sus risas sube al
-espacio como una evaporación de carne rosada. De día, esos asilos, con
-sus ventanas entornadas, á donde nadie se asoma, parecen muertos; pero
-por las noches, en la obscuridad de la calle y junto á los portales
-virtuosos, honradamente impasibles al frío de los desheredados sin
-albergue, su zaguán hospitalario, siempre abierto, pinta un rectángulo
-blanco, ante el cual la moral ceñuda pasa sin mirar.</p>
-
-<p>Ricardo Villarroya había retenido dos habitaciones,<a name="page_046" id="page_046"></a> ricamente
-decoradas, que pondrían á su aventura marco digno. Cuando llegó, todavía
-faltaban minutos para las diez y media. Una mujer huesuda y alta salió á
-recibirle; una de esas viejas dueñas en cuyos ademanes la costumbre que
-tuvieron cuando jóvenes de agradar dejó un ritmo elegante. El novelista
-saludó:</p>
-
-<p>&mdash;Buenas noches, Concha.</p>
-
-<p>Ella correspondió al saludo con una sonrisa y se estrecharon las manos
-apretadamente, largamente, con la efusión de la complicidad.</p>
-
-<p>&mdash;¿Ha venido?&mdash;dijo él.</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>Y añadió maquinalmente, por el hábito que tenía de serenar las
-impaciencias de los hombres:</p>
-
-<p>&mdash;Aun es temprano.</p>
-
-<p>Le condujo á las habitaciones que Villarroya había elegido. Allí se
-sentaron. El miraba á todas partes atentamente, fijando en su memoria la
-situación de los muebles y de las puertas, para luego no tropezar en la
-obscuridad. También buscó el botoncillo de la luz. Ella comprendió:</p>
-
-<p>&mdash;Lo tienes ahí&mdash;dijo&mdash;, á la derecha de ese espejo.</p>
-
-<p>Ricardo hizo un signo afirmativo. Hubo un silencio. Concha exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Cuenta, cuenta... ¿Qué haces ahora? ¿Cuál es tu vida después de tanto
-tiempo?... Ya vi tu última comedia; muy hermosa...</p>
-
-<p>Animada por un movimiento de sincero interés amistoso, preguntóle por
-sus hijos, sin advertir<a name="page_047" id="page_047"></a> que estos recuerdos le producían cierto
-malestar. La conversación giró hacia el asunto que les había reunido.</p>
-
-<p>&mdash;Ahora puedes explicármelo bien&mdash;dijo Concha&mdash;, porque esta tarde, como
-viniste tan de prisa, apenas me enteré.</p>
-
-<p>Ricardo leyó en alta voz la última carta de su admiradora. Ella le
-inspeccionaba atentamente, con sus ojos astutos habituados á las
-emboscadas de la vida y capaces de reflejar todas las emociones menos la
-del asombro.</p>
-
-<p>Poseído de pueril ufanía, Villarroya exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Dí, Concha, tú que tantas cosas viste; ¿no es cierto que mi aventura
-es extraordinaria?</p>
-
-<p>&mdash;Efectivamente.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y no crees también que tengo motivos para dar brincos de alegría?</p>
-
-<p>Ella no respondió, y su silencio puso en los oídos del galán la frialdad
-de una negativa. Ricardo consultó su reloj; faltaban veinte minutos para
-las once; la repentina sospecha de que la tan Esperada no viniese
-extendió por sus nervios un sacudimiento de dolor. Recordó que ella no
-acudió á la primera cita y que esta desilusión podía repetirse.</p>
-
-<p>Concha había encendido un cigarrillo y miraba al suelo pensativa. De
-pronto, exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Tú no sospechas quién pueda ser la autora de esas cartas?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;¿Conociste durante estos últimos meses alguna<a name="page_048" id="page_048"></a> mujer que, más ó menos
-explícitamente, se haya manifestado enamorada de ti?</p>
-
-<p>&mdash;No recuerdo... De ella sólo sé que habita en una calle por donde yo
-paso con frecuencia, pues en su primera carta lo declara así. Mas eso
-poco ó nada explica; ¡recorre uno tantas calles al cabo del día!...</p>
-
-<p>Se detuvo, rebuscando aún entre sus recuerdos. Concha lanzó una
-carcajada malévola.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y estás seguro de que todo ello no sea una broma?</p>
-
-<p>&mdash;Las mejillas de Ricardo Villarroya, de coloradas que estaban, se
-tornaron lívidas; un momento su corazón impresionable cesó de latir; al
-través de la multitud de ideas que le agitaban, su espíritu realizó una
-cabriola funambulesca, enorme.</p>
-
-<p>&mdash;¡Una broma!&mdash;repitió&mdash;; ¡imposible! ¿Quién iba á hacerse eso?...</p>
-
-<p>&mdash;¡Toma, cualquiera!... Un amigo que ha querido reir á costa tuya y que
-á estas horas quizá esté refiriéndolo en la mesa del café.</p>
-
-<p>Como Villarroya no respondiese, agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Sí, hombre, eso debe de ser, porque lo otro raya en lo novelesco, no
-lo dudes; ¡lo que parece imposible es que un hombre como tú, corrido, no
-adivine ciertas cosas!</p>
-
-<p>Ricardo permaneció callado, no sabiendo qué razones oponer á las de
-aquella trujamán desilusionada que hacía del «mal pensar» un criterio
-infalible. En su interior voces proféticas le<a name="page_049" id="page_049"></a> aseguraban que la
-desconocida existía, que se acercaba pensando en él...</p>
-
-<p>Tornó á ojear su reloj; eran las once menos cinco; silencio absoluto
-llenaba la casa adonde nadie, por coincidencia rarísima, había llegado
-pidiendo alojamiento. Villarroya tembló; acababa de sentir pasar por la
-habitación ese gran frío magnético de las citas frustradas. Temores
-infantiles agitaron su conciencia; recordó que durante aquellos meses
-últimos su buen humor, contristado tal vez por la presencia umbrosa de
-la actriz, había declinado, y que la víspera Fuensanta Godoy, mística y
-supersticiosa, le dijo al despedirle: «Yo he rogado á Dios que nadie te
-quiera...» ¿Qué virtualidad podían tener aquellas palabras? ¿Sería
-cierta esa terrible «influencia á distancia» de que los hechiceros
-medioevales se decían investidos?... El novelista creyóse juguete de
-alguna mujer irónica ó coqueta, que le citaba para desesperarle y
-aumentar con aquellas fintas sus ya furiosos deseos de conocerla, y tuvo
-miedo; miedo de hallarse solo otra vez consigo mismo, expuesto á las
-torturas de una nueva carta, que ignoraba si tardaría muchos días en
-llegar á él, ó si no vendría nunca...</p>
-
-<p>Sus ojos interrogaron automáticamente el viejo reloj de bronce que
-adornaba la chimenea; uno de esos relojes inútiles y vistosos que
-parecen presidir la vida de los dormitorios, y están siempre parados,
-como temerosos de separar á los que se quieren. Concha observó aquel
-movimiento.</p>
-
-<p>&mdash;Son&mdash;dijo&mdash;más de las once.<a name="page_050" id="page_050"></a></p>
-
-<p>Fuera, en el vano rumoroso de un patio, resonaba la canción de la
-lluvia. Concha, que sentía frío y sueño, arrebujóse mejor en su mantón y
-encendió otro cigarrillo. La voluntad de Ricardo experimentó una
-depresión: acababa de reconocerse un tanto ridículo rindiéndose así, tan
-prematuramente, al contento de una cita en la que no tenía motivos para
-confiar, y comprendió que el ruido del aguacero le consolaba, porque
-parecía dar á su chasco cierta disculpa. Lentamente, las ilusiones
-voraces que allí le arrastraron iban declinando; una modorra invasora y
-sutil le penetraba; sus labios, cansados, bostezaron entre el rojo
-bosque de la barba. Todavía, sin embargo, su esperanza impuso á su
-impaciencia un nuevo plazo. Esperaría otro cuarto de hora, nada más que
-un cuarto de hora, y después... Aguardó, sin embargo, veinticinco
-minutos. A las once y cuarenta se levantó, sin cuidarse de enmascarar su
-rabioso humor.</p>
-
-<p>&mdash;Me voy&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Se dirigió hacia la puerta. Concha caminó tras él, murmurando:</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué no aguardas un poco más?</p>
-
-<p>&mdash;Lo considero inútil; esto va picando en juego de chiquillos.</p>
-
-<p>Aún tuvo un momento de flaqueza.</p>
-
-<p>&mdash;Si ella, por una casualidad, viniese&mdash;dijo&mdash;, convéncela de que no
-deje transcurrir el día de mañana sin escribirme.</p>
-
-<p>Cuando llegaron al recibimiento, se detuvieron mirándose sorprendidos y
-alegres; acababan de llamar;<a name="page_051" id="page_051"></a> al otro lado de la puerta se percibía un
-<i>frufruteo</i> liviano de faldas. Concha hizo á Villarroya un guiño
-expresivo para que se ocultase; rápidamente el novelista desapareció
-tras una cortina. Sin prisa, la vieja dueña abrió la puerta. Desde fuera
-una voz femenina preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Don Ricardo Villarroya?</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señora; aquí es.</p>
-
-<p>En la penumbra del recibimiento que Concha acababa de dejar á obscuras,
-perfilóse vagamente el cuerpo de una mujer, alta y garrida, vestida de
-negro, el rostro cubierto por un antifaz. Concha añadió, cogiéndola
-suavemente por una mano:</p>
-
-<p>&mdash;Venga usted...</p>
-
-<p>Guióla algunos pasos por entre las tinieblas del corredor; en seguida
-retrocedió; Ricardo Villarroya había salido de su escondite y preguntaba
-con gestos el sitio donde la desconocida esperaba. Concha bulbuceó:</p>
-
-<p>&mdash;Ahí la tienes, en el pasillo. Yo me voy al piso de arriba.</p>
-
-<p>Marchóse, cerrando la puerta. La obscuridad del recibimiento fué
-impenetrable. San Román avanzó mesuradamente, los brazos extendidos,
-hasta que sus dedos, abiertos por la ansiedad de la rebusca, tropezaron
-con una mano pequeña y enguantada. Allí estaba la desconocida
-aguardándole, inmóvil. Ricardo preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Es usted, verdad?</p>
-
-<p>Ella repuso suspirando, más que articulando, las palabras:<a name="page_052" id="page_052"></a></p>
-
-<p>&mdash;Sí; yo soy...</p>
-
-<p>&mdash;Sígame usted.</p>
-
-<p>Caminaron sin soltar él aquella manecita, un poco temblorosa, que
-difundía por su brazo calor febril, y penetraron en una habitación cuya
-puerta el galán cerró cuidadoso. Un tintineo casi imperceptible de
-pulseras y el sérico crujir de la falda decían que la tapada temblaba
-bajo sus vestidos.</p>
-
-<p>&mdash;No tenga usted miedo&mdash;observó Ricardo&mdash;; estamos completamente solos.</p>
-
-<p>La condujo sin tropezar por entre los muebles que invadían el perímetro
-de la estancia, y cuya disposición veía con los ojos de la memoria, y
-fué á sentarla en un sillón, de espaldas al dormitorio: él colocóse á su
-lado, sobre un diván. Hallábase agitadísimo, tanto, que apenas sabía
-empezar el diálogo. Por decir algo exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Está usted ya más tranquila?</p>
-
-<p>Ella murmuró, con acento andaluz muy marcado:</p>
-
-<p>&mdash;Hable usted bajo.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué?... Nadie nos oye; la casa nos pertenece, al menos, durante
-el espacio de esta noche.</p>
-
-<p>Hubo una pausa; la desconocida parecía meditar su respuesta.</p>
-
-<p>&mdash;No importa&mdash;dijo&mdash;; yo, que quiero satisfacer abundantemente su
-afición á lo raro, echaré sobre esta primera cita toda clase de
-secretos: el enigma de la obscuridad que nos aisla, y también el
-misterio de las conversaciones musitadas, que nublan el verdadero timbre
-de la voz que nos habla y parecen venir de muy lejos.<a name="page_053" id="page_053"></a></p>
-
-<p>Contestación tan peregrina enardeció á Villarroya.</p>
-
-<p>&mdash;Es usted admirable&mdash;exclamó&mdash;; yo sabré escribir libros y comedias,
-pero usted me enseña el arte supremo de embellecer y refinar la vida; es
-usted, por consiguiente, más artista que yo.</p>
-
-<p>Emprendieron una conversación movida, heterogénea, llena de preguntas,
-como si en aquel seguido hablar de asuntos diversos mutuamente quisieran
-arrancarse algún secreto.</p>
-
-<p>&mdash;Cuando usted llegó&mdash;decía Villarroya&mdash;iba yo á marcharme.</p>
-
-<p>&mdash;¿Se aburría usted?</p>
-
-<p>&mdash;Muchísimo; estaba desesperado; creí que usted no vendría.</p>
-
-<p>&mdash;No pude llegar antes.</p>
-
-<p>&mdash;Yo, en cambio, estoy aquí desde la diez.</p>
-
-<p>&mdash;No le creía á usted tan libre, ¿Acaso no tiene usted, fuera de su
-casa, ninguna mujer que le aguarde?</p>
-
-<p>La imagen pálida, enlutada, trágicamente triste, de Fuensanta Godoy,
-extremeció la memoria del novelista; recordó su nariz afilada por el
-dolor, sus labios sin sangre, sus ojos de ébano hinchados de llorar...
-Pero espantó bravamente aquella visión acusadora, y repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Yo no quiero á nadie, á pesar de los esfuerzos que una vez y otra hice
-para sentir amor. ¡Créame usted; no puedo! De los seres buenos, pero
-uniformes y borrosos, que me circundan, se<a name="page_054" id="page_054"></a> desprende un vaho odioso,
-sedante y enervador de vulgaridad.</p>
-
-<p>Ella tardó segundos en responder:</p>
-
-<p>&mdash;Y yo, ¿cómo soy?</p>
-
-<p>&mdash;A mis ojos, sublime: había usted de ser fea y perversa, y yo la
-adoraría. ¡Ah! Usted no se parece á las demás mujeres; usted es
-divina...</p>
-
-<p>&mdash;¿Divina?... ¿Por qué?</p>
-
-<p>&mdash;Porque es usted rara. Ser rara es tener personalidad; ¿y sabe usted lo
-difícil, lo imposible casi, que es en esta sociedad, donde la
-imbecilidad ambiente nos reduce y penetra, quedarnos en nosotros mismos,
-no parecernos á los demás?</p>
-
-<p>Continuó hablando, siempre en voz baja para complacerla, y gradualmente
-su imaginación iba exaltándose y readquiriendo aquel verbo seductor y
-ardiente tantas veces aplaudido en las asambleas. Oleadas de sangre
-invadían su cabeza.</p>
-
-<p>&mdash;Para arrostrar sin flaqueza los rudos combates del arte&mdash;decía&mdash;,
-necesitamos sentir á nuestro lado la presencia confortadora de un ideal
-muy alto. Lo de menos son las ganancias y los elogios, pocas veces
-leales, de la crítica. Lo más puro, lo exquisito, es tener un rincón,
-sea cual fuere, donde una mujer inteligente, enamorada de nosotros,
-exclame al echarnos los brazos al cuello: «¡Qué bonito es tu artículo de
-anoche!» Entonces una alegría indescriptible nos invade, nuestras
-fuerzas se duplican y sufrimos el mordiente anhelo de escribir mejor,
-¡siempre mejor!, para que ella nos lea. Nuestro espíritu, que su imagen
-mejora, á ella<a name="page_055" id="page_055"></a> vuelve: queremos distraerla, agasajarla, protegerla
-contra los feos recuerdos, y si de noche sonríe dormida, pensamos que
-sobre su frente revuela nuestra última canción.</p>
-
-<p>Peroraba aupado al cenit radiante del más fogoso lirismo por una
-exaltación á cuyo génesis su carne y su espíritu cooperaban
-indistintamente. Aquel continuo hablar á media voz y la obscuridad que
-le envolvía, llegaron á producirle cierto malestar físico. Dos ó tres
-veces se detuvo, pareciéndole que soñaba y que sus palabras caían al
-vacío. Para dominar su turbación á cada momento preguntaba:</p>
-
-<p>&mdash;¿Me oye usted?</p>
-
-<p>Ella respondía brevemente:</p>
-
-<p>&mdash;Sí.</p>
-
-<p>Y el silencio volvía á rodearles. Hubo momentos en que Ricardo
-Villarroya sintió su cabeza enloquecida por la presión de las tinieblas.
-Además, lo impersonal de aquel diálogo, semejante á un monólogo, ya que
-su interlocutora apenas le respondía lo preciso para comprometerle á
-seguir hablando, contribuyó á aturdirle.</p>
-
-<p>&mdash;¡Todavía nada sé de usted&mdash;exclamó&mdash;; ni siquiera su nombre! ¡Dígamelo
-usted!</p>
-
-<p>Su acento fué de angustia y de súplica. Ella contestó:</p>
-
-<p>&mdash;Llámeme usted como guste; por ahora estamos así mejor; mi nombre lo
-sabrá usted luego.</p>
-
-<p>Mas por mucho cuidado que Ricardo puso en<a name="page_056" id="page_056"></a> dominarse, la atolondrada
-exaltación de sus nervios volvía.</p>
-
-<p>Siempre es molesto hablar á obscuras, pues falta la visión directa del
-sujeto á quien nos dirigimos; la fantasía, sin embargo, suele cumplir
-gallardamente su misión evocadora y ofrecérnosle pulcramente reflejado
-sobre los espejos misteriosos del recuerdo, de modo que su imagen
-rivalice en nitidez y precisión con la sensación misma. Mas ni siquiera
-á este postrer recurso podía encomendarse el enamorado Villarroya; él
-ignoraba las facciones de su interlocutora. ¿Era joven? ¿Era bonita?
-¿Qué color tenían sus ojos y sus cabellos? Y lo que le parecía más
-alarmante: mientras él hablaba, ¿cuál era la expresión de su rostro? Le
-escucharía con atención recogida? ¿Se burlaría de él?... Al principio,
-estas preguntas deambularon por su cerebro sin concretarse; le bastaba
-saber que á su lado alguien le escuchaba. Después, según su magín fué
-inflamándose, las ideas se embrollaron hasta adquirir monstruosos
-perfiles; unas veces pensaba que sus palabras caían en la nada; otras
-imaginaba que su interlocutora era algo quimérico, una bruja, tal vez,
-de semblante aciago, con boca canallesca y ojos nunca vistos y
-horribles.</p>
-
-<p>Para recobrarse de aquel naciente laberinto oprimió fuertemente un brazo
-de la desconocida, y su mano gozó el contacto de una carne dura y
-vibrante. Luego, según fue adelantando sus pesquisas, recibió la
-impresión bondadosa de unos hombros redondos y de un talle esbelto y
-mimbreante<a name="page_057" id="page_057"></a> erguido sobre la ampulosidad de las caderas.
-Instantáneamente Villarroya hallóse serenado; el tacto suplía á la
-vista; el hilo de relaciones entre el sujeto y el objeto, que rompió la
-obscuridad, se había anudado.</p>
-
-<p>&mdash;Al fin te tengo&mdash;exclamó presa de enternecimiento repentino&mdash;; ya no
-nos separaremos nunca, ¿verdad?... ¡Nunca!... Viviré para ti, escribiré
-para ti, tuyos serán mis triunfos... Tú... tú eres la mujer que perseguí
-en tantas mujeres; tu espíritu, aquel que yo atisbaba bajo tantos
-cuerpos como la casualidad ó el capricho hizo míos. Alma siniestra, alma
-extravagante, alma de enigma, ¿por qué tardaste tanto en venir á mí?</p>
-
-<p>Acercóse á ella y aspiró el peligro de un perfume exótico y violento;
-sus dedos resbalaron suavemente por la cabeza de la Deseada, apreciando
-el contorno gracioso de la nuca, las orejas menudas y sin pendientes, el
-terciopelo del antifaz...</p>
-
-<p>Y Ricardo volvió á estremecerse, pensando en aquellos ojos vigilantes
-que le buscaban por entre la doble noche de las tinieblas y de la
-máscara.</p>
-
-<p>El seductor tuvo un arrebato de impaciencia.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quieres luz?</p>
-
-<p>Iba á levantarse; ella le detuvo.</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué?</p>
-
-<p>&mdash;Porque... no es preciso.</p>
-
-<p>Y agregó filosófica:</p>
-
-<p>&mdash;Imitemos el ejemplo que nos da la vida. Por<a name="page_058" id="page_058"></a> ella nunca vamos mejor
-que cuando caminamos á obscuras.</p>
-
-<p>Ricardo no contestó; sus dientes se apretaron; la sangre hormigueó
-caliente en sus dedos abiertos por el ansia de dominación; en la
-obscuridad, su cabeza bermeja y rapada adquirió la expresión de los
-antiguos conquistadores, violadores y sanguinarios, cuando entraban á
-saco. Rápidamente rememoró la disposición de los muebles, la situación
-exacta de la puerta que conducía al dormitorio...</p>
-
-<p>&mdash;Te amo&mdash;murmuró&mdash;, te adoro... ¡Daría por ti la vida!...</p>
-
-<p>Ella no se defendía, ni siquiera hablaba; él la besó la frente y los
-cabellos; sus brazos avaros rodearon su cintura; levantóla del suelo y á
-través de la tiniebla sus dos sombras caminaron enlazadas...</p>
-
-<p>De pronto resonó la voz de Fuensanta Godoy; aquella voz imperiosa,
-vibrante, orquestal, con que la actriz tiranizó en otro tiempo á las
-muchedumbres.</p>
-
-<p>&mdash;¡Eres un miserable!&mdash;decía&mdash;. ¡Me repugnas; déjame!...</p>
-
-<p>Villarroya lanzó un grito; sudor frío y copioso inundó su frente. La
-joven repitió, poniéndole ambas manos sobre el pecho y rechazándole:</p>
-
-<p>&mdash;¡Eres un miserable!...</p>
-
-<p>Ella misma buscó por la pared, junto á la mesilla de noche, el botón de
-la luz eléctrica; la habitación se iluminó. Los amantes aparecieron de
-pie,<a name="page_059" id="page_059"></a> el uno enfrente del otro; su actitud era hostil; los dos estaban
-lívidos.</p>
-
-<p>Fuensanta habló primero; sus palabras, más que de violento reproche,
-fueron de inacabable tristeza y abatimiento.</p>
-
-<p>&mdash;Me has roto el alma&mdash;dijo&mdash;; ya no puedo quererte; vamos á dejarnos.
-¡Es horrible, horrible!... Después de lo ocurrido, todo entre nosotros
-debe concluir.</p>
-
-<p>El callaba; se había dejado caer sobre una silla; tenía deseos de llorar
-y recatábase el rostro entre las manos. Ella continuó:</p>
-
-<p>&mdash;Nunca me hablaste con la elocuencia ardiente que te inspiraba esa
-mujer á quien creías rendir esta noche por primera vez. ¡Ah, Ricardo!
-¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué misterio inexplicable hay en ti y cómo
-pudiste dedicar tanta ilusión á lo que no conocías?</p>
-
-<p>Suspiró y hubo en su lamento un latido secreto de mujer humillada y
-celosa. Villarroya, reconociéndose completamente derrotado y ridículo,
-no contestó.</p>
-
-<p>&mdash;He querido descender al fondo de tu carácter&mdash;prosiguió Fuensanta&mdash;, y
-vi que en tu alma, componedora de comedias y de libros, sólo hay
-traición, antojo y superchería. No eres un hombre, Ricardo, eres un
-artista... ¡nada más que un artista!... y quien dijo artista dijo
-absurdo, egoísmo y quimera. Paso á paso, durante estos diez ó doce días
-últimos, fui observándote y ninguno de tus sentimientos quedó para mí
-inadvertido. Como<a name="page_060" id="page_060"></a> te conozco muy bien, quise exacerbar tu ilusión para
-traerte á esta cita completamente ciego, de modo que imposible te fuera
-adivinarme. Por eso no acudí á tu primer llamamiento, por eso tardé
-tanto en responder á tus cartas... y las angustias de la espera fueron
-para ti como polvo que la impaciencia te echaba á los ojos. Te he visto
-caer. Hoy mismo tuve miedo de oir lo que habías de decir aquí, y me
-fingí enferma y llorando te rogué que pasases esta noche á mi lado.
-¡Imposible! El impulso que mis anónimos levantaron en ti era demasiado
-grande; nada podría contenerte, ¡nada! Segura estoy de que la vida de
-tus propios hijos la habrías arriesgado por acudir á esta cita maldita.</p>
-
-<p>Maltratado en su amor propio, no sabiendo cómo defenderse y quebrantado
-por tantas contradictorias emociones, Ricardo Villaroya rompió á llorar.</p>
-
-<p>La actriz continuó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué una carta sin firma ejerce sobre tu voluntad esa fascinación
-inexorable, y en virtud de qué miraje has de imaginar joven y discreta,
-y no vieja y ridícula, á la mujer que te propone una cita extravagante?
-¡Ah! Tú no sabes qué quieres... ni lo que tienes... Tú eres un pobre
-hombre vano, inconsciente, desposeído de criterio, que todo cuanto
-rechaza ó apetece lo lleva dentro de sí mismo.</p>
-
-<p>Él permanecía callado; no obstante, las lágrimas, fatigándole, habíanle
-producido alivio<a name="page_061" id="page_061"></a> bienhechor; laxitud suave iba poseyéndole.</p>
-
-<p>Fuensanta Godoy concluyó de abrocharse su abrigo.</p>
-
-<p>&mdash;Adiós&mdash;dijo&mdash;. Ya sé que siempre cualquiera mujer desconocida ha de
-inspirarte más cariño que yo. ¡Pobre Ricardo! Andar... andar... tu
-maldición es esa.</p>
-
-<p>Contemplóle breves instantes y salió de la alcoba; transcurrió un
-momento; una puerta se cerró con estrépito. Luego, en el silencio,
-vibraron las pisadas de la actriz, que bajaba la escalera; y el eco
-aquel, cada vez más mortecino, tenía el ritmo solemne y conciso de lo
-que se va...</p>
-
-<p>Ricardo Villaroya no se movió; estaba fatigadísimo; á las inquietudes
-febriles de la víspera había sucedido una gran calma. Dentro de su
-espíritu, perdido en ese enorme silencio que sigue á las grandes
-catástrofes, una voz herida musitaba: «No quieras, no busques, porque
-todo es igual á todo, y lo pasado, como lo futuro, son aspectos del
-mismo Desengaño...» Y la conciencia desolada comprendía que aquella voz
-cobarde tenía razón. ¿Para qué desear? La ilusión es una mala hembra
-indócil que, bajo el techo de los artistas, sólo duerme una noche...</p>
-
-<p>
-Madrid.&mdash;Noviembre, 1906.<br />
-</p>
-
-<p><a name="page_062" id="page_062"></a></p>
-
-<p><a name="page_063" id="page_063"></a></p>
-
-<h2><a name="RICK" id="RICK"></a>RICK</h2>
-
-<p><a name="page_064" id="page_064"></a></p>
-
-<p><a name="page_065" id="page_065"></a></p>
-
-<p class="r">
-«Si te cuentan que han visto<br />
-volar un caballo y que era<br />
-alazán, créelo.»&mdash;<i>(Proverbio<br />
-árabe.)</i><br />
-</p>
-
-<h3><a name="I-b" id="I-b"></a>I</h3>
-
-<p>Todo el mundo aristocrático que frecuenta las tribunas de los grandes
-hipódromos europeos, conocía la pasión idolátrica que el jockey Juan
-Thom profesaba á su caballo <i>Rick</i>. Durante cuatro años consecutivos,
-<i>Rick</i> fué invencible: su agilidad y su vigor derrotaron las
-reputaciones más sólidas; los laureles tan codiciados que se adjudican
-en los <i>turf</i> de París y de Londres, fueron para él; ningún corredor
-igualó su ímpetu; era infatigable y enorme como <i>Eclipse</i>, y ardiente en
-la primera acometida como <i>Vermouth</i>. Muchos veterinarios curiosos le
-examinaron creyendo que sus clavículas ofrecerían una disposición
-especial.</p>
-
-<p>El pasado de Juan Francisco era obscuro y sencillo. No conoció á sus
-padres, y salió del Hospicio á los doce años para colocarse en el
-picadero<a name="page_066" id="page_066"></a> de un viejo, antiguo desbravador de las caballerizas reales,
-que tenía coches y caballos de alquiler.</p>
-
-<p>En el amplio picadero que poseía cerca del Hipódromo aquel hombre grueso
-y bajito, á quien Juan Francisco recordaba haber visto en el Hospicio
-muchas tardes, fué donde el niño cobró inclinación hacia el arte que
-luego había de ocupar su vida; pues el medio es algo que modifica y se
-pega al carácter, como se agarran á los vestidos los perfumes. Así,
-lentamente, el aspecto de las cuadras, grandes, claras, con su olor á
-estiércol, sus suelos asfaltados, sus arrendaderos brillando al sol y
-sus frisos de blancos azulejos, iban conquistando la voluntad del futuro
-jockey y produciéndole íntimo y fresco contentamiento. Todas las
-mañanas, al despertar, el pequeño boy tenía un pensamiento que se
-resolvía en una sonrisa.</p>
-
-<p>&mdash;Seré jockey...&mdash;decía.</p>
-
-<p>Y esta ambición era confortadora, porque daba á su vida, á su pobre vida
-naciente, un impulso, un rumbo y un fin.</p>
-
-<p>Desde muy temprano Juan trabajaba activamente barriendo lo sucio,
-abrillantando los arneses, quitando el barro á los coches, transportando
-cubos de agua de un lado á otro. Era menudito de cuerpo, descolorido y
-flacucho de rostro, con ojos pequeñines y azules, rodeados de pestañas
-bermejas. Caminaba lentamente y abriendo mucho las piernas, como jinete
-que acaba de recorrer una<a name="page_067" id="page_067"></a> jornada larga y está muy fatigado. El ruido
-de sus zuecos, rellenos de paja, inquietaba á los caballos, que volvían
-la cabeza para mirarle, amusgaban las orejas y fijaban en él sus ojos
-brillantes. Unos resoplaban impacientes, otros atabaleaban el suelo, y
-el estrépito metálico de sus herraduras llenaba la soleada quietud de la
-cuadra. Al principio aquella curiosidad un poco hostil asustaba al
-<i>boy</i>; pero luego, con la costumbre, sus temores se disiparon: los
-caballos, á su vez, reconociéndole ya como á bienhechor, relinchaban de
-gozo al verle, y él concluyó por abordarles sin miedo, dándoles
-terroncitos de azúcar y bulliciosas palmadas sobre las ancas, lucias,
-brillantes y redondas.</p>
-
-<p>Todas las mañanas, alrededor de las diez, el amo del picadero aparecía.
-Se llamaba don Pedro del Real, y los que le conocieron mozo le atribuían
-una historia amorosa larga y pintoresca. Pero si don Pedro fué, como
-decían, caballista infatigable, derribador temerario de toros y
-conquistador dichoso de voluntades femeninas, de aquel pasado galante ya
-nada, ó casi nada, quedaba en él. El tiempo artero habíale mudado la
-condición, sin duda, quitándole la alegría según fué robándole la
-guapeza. Don Pedro hablaba poco; era un espíritu reconcentrado,
-hermético, sobre cuyo entrecejo la vida había dejado un pliegue vertical
-de dolor. A pesar de esto, Juan Francisco le amaba; nunca le tuvo miedo;
-apenas le columbraba acudía á recibirle, y el regocijo del saludo le
-arrebolaba las mejillas; era como un grito de su sangre. Fué<a name="page_068" id="page_068"></a> aquella
-una emoción en la que Juan Francisco, ya hombre, meditó muchas veces y
-que siempre, sin saber por qué, le dejaba triste...</p>
-
-<p>Cierta mañana don Pedro, contra su costumbre, mostróse comunicativo y de
-buen humor. Aquel día nada tuvo que decir de la siempre discutida
-calidad de los piensos, ni de la limpieza bruñida de las pesebreras;
-todo, según lo examinaba, iba hallándolo bien: los arreos espejeaban al
-sol, como debe ser; los coches, recién lavados, trozos enormes parecían
-de pulido azabache; el rojo barniz de las ruedas ardía gayamente en la
-vastísima amplitud blanca de la cuadra.</p>
-
-<p>Juan Francisco, en mangas de camisa y con un chaleco colorado de hombre
-que le llegaba á la altura de las rodillas, seguía á don Pedro,
-sorprendido de verle tan contento. El amo, de pronto, pareció reparar en
-él; miróle de hito en hito, y como las mejillas escuálidas del muchacho
-enrojeciesen de alegría, don Pedro del Real sonrió paternal; después le
-trabó por los sobacos, levantóle en alto, bajándole y subiéndole varias
-veces y con rapidez, como para apreciar bien su peso, y luego le soltó.
-Juan Francisco cayó de pie, y sus zuecos chocaron contra el suelo
-crepitando en el vacío sonante del salón. Varios cocheros y mozos de
-cuadra contemplaban la escena sonriendo. Don Pedro examinaba al <i>boy</i>;
-sus piernecillas flacuchas y estevadas, su tórax angosto, la delgadez
-esquelética, pero vigorosa, de sus brazos, el prognatismo de su
-mandíbula, la nerviosidad de su<a name="page_069" id="page_069"></a> pestorejo acanalado... y toda aquella
-fealdad simiesca, parecían encantarle.</p>
-
-<p>&mdash;¿Te gustan los caballos?&mdash;preguntó.</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor, mucho&mdash;contestó Juan Francisco.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y ya no te dan miedo?</p>
-
-<p>&mdash;No, señor.</p>
-
-<p>&mdash;Bueno, pues entonces...</p>
-
-<p>Y el antiguo caballista, que sin duda amaba apasionadamente su oficio,
-se interrumpía para observar al muchacho, que acaso realizaba el tipo
-soñado por él del perfecto jockey, ingrave y fibroso. Continuó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Tú quieres ser jockey?</p>
-
-<p>Por la bocaza faunesca de Juan Francisco resbaló una sonrisa blanca,
-idiota, con esa idiotez del estupor que produce en los hombres la
-felicidad. Tardó en responder:</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor... ¡Ya lo creo que quiero!</p>
-
-<p>&mdash;Conformes; pues yo te enseñaré á montar.</p>
-
-<p>Aquella misma mañana recibió Juan Francisco la primera lección de
-equitación, y á partir de tal momento, todos los domingos y días
-disantos, maestro y discípulo salían á galopar por la carretera de El
-Pardo. Eran excursiones terribles, de las que Juan Francisco, encogido y
-raquítico sobre el lomo sudoroso de su cabalgadura, regresaba lívido
-como un muerto.</p>
-
-<p>Rápidamente el muchacho iba agilizándose, robusteciéndose, dentro de su
-delgadez caricaturesca, y adquiriendo esa complexión, á la vez ligera<a name="page_070" id="page_070"></a> y
-hercúlea, de los buenos jinetes. Poseía además, y esto echólo de ver en
-seguida don Pedro, lo que no se aprende, lo que puede llamarse «el
-instinto» del oficio: un <i>tic</i> especial, inexplicable, personalísimo,
-que convierte la profesión, vulgar al parecer, de caballista, en un
-verdadero arte. Reglas hay para lo que, en la jerga de los picaderos, se
-dice «apurar al caballo»: para afirmarle la cabeza, para asegurarle la
-boca, para abrirle y darle vistosidad y gallardía, para tenerse bien
-sobre la silla... Todo ello constituye lo adjetivo, lo que puede
-imitarse de un buen maestro. Pero ninguna de estas habilidades
-adquiridas bastó á hacer verdaderamente famoso el nombre de un jockey.
-Los grandes jockeys de prestigio mundial tuvieron, además de esa sangre
-fría que les permitió aprovecharse de todos los descuidos de sus
-rivales, la «intuición» del caballo, una especie de adivinación ó de
-doble vista que les indicaba cómo necesitaban llevar las riendas y
-cuanto, en un determinado momento, debían hacer. Apropósito de esta
-parte esencial ó substantiva de su oficio, nada puede reglamentarse,
-como nada, en cuestiones de amor, debe prescribirse acerca del modo de
-interesar el corazón de una mujer. ¿Quién sabría decir cuál será la
-mirada, el gesto, la inflexión de voz, que en el «cuarto de hora»
-nupcial de la conquista han de darle á «Don Juan» la victoria? Así el
-jockey, para quien un espolazo oportuno ó un simple temblor de rodillas
-pueden constituir su triunfo ó su derrota en el último desesperado
-arranque de<a name="page_071" id="page_071"></a> la carrera. Como «Tenorio», Fordham no se forma: nace.</p>
-
-<p>Juan Francisco poseía este don maravilloso en grado tal, que sorprendió
-al mismo don Pedro. Sin saber por qué, pues su experiencia en asuntos
-hípicos era nula, bastábale un simple ojeo para conocer la condición del
-caballo que iba á montar. Pocas veces se equivocó. Diríase que desde el
-primer momento surgía entre él y su cabalgadura una corriente magnética
-que les apretaba y unía en el milagro de una sola voluntad.</p>
-
-<p>Al mismo tiempo que Juan Francisco aprendía á tenerse bien sobre la
-silla y á ser un sagacísimo, cabal y esforzado jinete, capaz de gobernar
-á los potros de más torcida y alborotada condición con sólo el imperio
-de las rodillas, don Pedro iba enseñándole á corroborar y seleccionar
-sus preexcelentes disposiciones físicas de jockey.</p>
-
-<p>&mdash;Un buen jockey&mdash;afirmaba el viejo caballista&mdash;debe reunir, á una gran
-fuerza muscular, el menor peso y el menor volumen posibles. Quiero
-decir: que necesita ser una especie de hércules enano.</p>
-
-<p>Para conseguir lo primero, Juan iba dos ó tres horas diarias al
-gimnasio; para lo segundo, su maestro le trazó un plan alimenticio, le
-impuso masajes especiales y le obligó á dar largos paseos á pie y á
-tomar baños de sudor. Estos tratamientos durísimos, que ni aun los
-mismos jockeys ingleses pueden soportar, Juan Francisco los resistía
-perfectamente y sin mengua de su vigor muscular.<a name="page_072" id="page_072"></a> De mes en mes el
-diminuto <i>boy</i> iba quedándose más descolorido y enjuto, y hasta diríase
-que su estatura había menguado: no obstante, ni su agilidad ni su fuerza
-decrecían. Pronto su peso disminuyó á cincuenta kilogramos. Don Pedro
-del Real le examinaba, le pulsaba, y un guiño admirativo iluminaba su
-grueso rostro, habitualmente impasible.</p>
-
-<p>&mdash;Has nacido para jockey, muchacho&mdash;decía&mdash;, y te aseguro que harás
-carrera; yo entiendo mucho de eso; yo no me engaño.</p>
-
-<p>No se equivocó, en efecto. Cuatro años después Juan Francisco se
-presentaba por primera vez como jockey ante el público de Madrid y
-obtenía un segundo premio.<a name="page_073" id="page_073"></a></p>
-
-<h3><a name="II-b" id="II-b"></a>II</h3>
-
-<p>Cuando don Pedro del Real murió, Juan Francisco entró al servicio del
-conde Narciso, que tenía caballerizas en París y era dueño de la yegua
-<i>Turia</i>, que el año anterior ganó los cien mil francos del
-«Jockey-Club».</p>
-
-<p>El conde Narciso gozaba fama de ser uno de los más inteligentes y
-expertos caballistas de Europa. En sus cuadras poseía yeguas magníficas
-del Irak y sementales soberbios procedentes de las antiguas y gloriosas
-caballerizas del conde de Lagrange, el primer francés que arrancó á los
-ingleses el codiciado premio Derby. De estos cruces, sabiamente
-calculados, había nacido una raza de caballos admirables por su tamaño,
-su acabada traza y su ardimiento, con los cuales su dueño había ganado
-en los <i>turf</i> de Londres y de París muchos millares de francos. Sobre
-los caballos del conde, que pagaba las montas con extraordinaria
-largueza, habían pasado los mejores jockeys de Europa, pero muy pocos
-lograron merecer su simpatía y menos su confianza.<a name="page_074" id="page_074"></a></p>
-
-<p>Era el conde Narciso un hombre como de cincuenta años, elegante y
-correcto, un poco frío, que siempre vestía trajes de color gris hechos
-en Londres, y estrenaba diariamente un par de guantes blancos. A los
-jockeys les recibía de pie, les examinaba rápidamente y luego les
-despedía con un gesto desdeñoso, inapelable, de rey.</p>
-
-<p>&mdash;Por ahora&mdash;decía&mdash;no me conviene usted...</p>
-
-<p>Y les volvía la espalda. Así, el favor del conde Narciso fue considerado
-en la profesión de jockey como un doctorado.</p>
-
-<p>Juan Francisco fue á visitarle provisto de buenas cartas de
-recomendación; no obstante, iba medroso y balbuciente, como estudiante
-que va á examinarse de una asignatura mal aprendida. Acababa de cumplir
-veinte años: era un hombrecillo minúsculo, cenceño, flexible y vibrante,
-cual si su carne acerada careciese de armazón ósea. Con el tiempo, aquel
-raquitismo caricaturesco que tanto entusiasmaba al veterano don Pedro
-del Real, habíase exagerado hasta lo inverosímil. Un copioso plantel de
-cabellos rojos cortados á rape cubría su cráneo dolicocéfalo, chato y
-largo; tenía la frente breve y deprimida, cortada transversalmente por
-dos hondas arrugas paralelas; los ojos pequeños, redondos y azules; la
-corva nariz avanzaba, atrevida y tajante, como una arista; el
-prognatismo enfermizo de su mandíbula inferior hundía las mejillas y
-afilaba el semblante exangüe y pecoso: era una verdadera mandíbula de
-jockey, que<a name="page_075" id="page_075"></a> salía al tropiezo del horizonte y parecía hecha para cortar
-el aire.</p>
-
-<p>Un criado condujo á Juan Francisco al despacho del conde.</p>
-
-<p>&mdash;Tenga usted la bondad de esperar&mdash;le dijo&mdash;; el señor conde está
-bañándose.</p>
-
-<p>El joven jockey permaneció de pie, inmóvil sobre sus piernecillas
-abiertas, lleno de zozobra dentro de su amplio gabán color café. La
-habitación donde se hallaba tenía dos ventanas á un jardín, y era
-espaciosa y clara. Cubrían las paredes largos armarios repletos de
-libros lindamente encuadernados, sobre cuyos tejuelos de diversos
-colores la luz se reflejaba alegre. Aquí y allá, en estudiado desorden,
-aparecían escenas hípicas y retratos de jockeys y de caballos famosos.
-Sobre la chimenea, y como en lugar preferente, estaba la fotografía de
-Grimshaw, que ganó montando al caballo francés <i>Gladiateur</i> el premio
-Derby; y á su lado la del jockey Fordham, campeón invencible de las
-carreras largas. En artísticos marcos forrados de felpa, cuyo lozano
-color verde traía el recuerdo de los hipódromos, aparecían varias
-cabezas de corredores célebres: la de <i>Monarque</i>, padre de <i>Gladiateur</i>
-y de toda una generación de terribles corredores; la de <i>Liouba</i>, su
-yegua favorita; la de <i>Vermouth</i>; la de <i>Eclipse</i>, el mejor caballo del
-siglo <small>XVIII</small>, vencedor de <i>Bucéfalo</i>, y uno de cuyos cascos, metido en un
-hermoso objeto de arte, fue regalado como premio en una carrera de la
-«Copa de Ascot». En la entreventana, ocupando<a name="page_076" id="page_076"></a> también lugar ostentoso y
-preferente, había un retrato del famoso Baucher...</p>
-
-<p>Contemplando aquella exposición de celebridades hípicas, Juan Francisco
-pensaba:</p>
-
-<p>&mdash;¡Si yo mereciese algún día el honor de figurar aquí!...</p>
-
-<p>La puerta del despacho acababa de ser abierta lentamente, y bajo los
-pesados cortinajes de color musgo que la cubrían apareció la figura
-correcta y simpática del conde Narciso. Su calva noble y tranquila de
-hombre mundano brillaba á la luz; cubría sus mejillas, bronceadas
-ligeramente por el aire libre y el sol, una bien cuidada barba, corta y
-blanca. Vestía, según costumbre, un traje gris claro; el ancho pantalón
-caía aplomo, conforme á los severos cánones de la elegancia inglesa,
-sobre las botas de charol reluciente.</p>
-
-<p>Juan Francisco se inclinó respetuoso, los pies juntos, los brazos
-rígidos á lo largo del busto. Ante aquel hombrecillo grotesco que volvía
-á la memoria el recuerdo de las teorías darwinianas, el conde pareció
-satisfecho. El jockey esperaba que su interlocutor le dirigiese algunas
-preguntas, pero se equivocó: el conde Narciso limitóse á observarle,
-desnudándole y sospesándole cuidadosamente con la mirada: vió su frente
-estrecha, su barbilla tajante, llena de voluntad, su tórax angosto que
-apenas opondría resistencia al aire; y al mismo tiempo sus ojos
-inteligentes apreciaron la terrible fuerza nerviosa de aquel cuerpecillo
-enano.<a name="page_077" id="page_077"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Cuánto pesa usted?&mdash;preguntó.</p>
-
-<p>&mdash;Cuarenta y ocho kilogramos.</p>
-
-<p>&mdash;Está bien.</p>
-
-<p>&mdash;Pero aún espero llegar á los cuarenta y cinco.</p>
-
-<p>Por las cejas, poco inclinadas á la sorpresa, del conde Narciso, pasó un
-ligero temblor admirativo. Parecía encantado. Juan Francisco acababa de
-conquistarle, más que con su aspecto, por aquellas contestaciones breves
-y seguras donde latía, como un fanatismo, ese «amor al caballo» que
-llena el alma de los jockeys de raza.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuánto deseaba usted ganar?&mdash;preguntó el conde.</p>
-
-<p>&mdash;¡Oh!... de eso, si al señor le parece, hablaremos más adelante, cuando
-el señor vea de cerca lo que yo valgo.</p>
-
-<p>&mdash;Perfectamente. Entonces, á partir de este momento, queda usted á mi
-servicio, y mañana mismo saldrá usted para París.</p>
-
-<p>&mdash;Como el señor disponga.</p>
-
-<p>&mdash;Pero necesito, y esto es indispensable, que antes cambie usted de
-nombre: procúrese usted un apellido exótico y monosilábico, que
-impresione fácilmente el oído.</p>
-
-<p>Juan se inclinó ceremoniosamente y salió. Desde aquel día, el obscuro
-hospiciano que siempre había firmado Juan Francisco, comenzó á llamarse
-«Juan Thom».</p>
-
-<p>El triunfo que el joven jockey lograba poco después sobre la pista de
-Longchamps, le valía un<a name="page_078" id="page_078"></a> puesto de honor entre los corredores más
-famosos de allende el Estrecho.</p>
-
-<p>Juan montaba aquella tarde el caballo <i>Abril</i>, un alazán de cinco años,
-nuevo en los hipódromos, y del cual, no obstante, los inteligentes
-hablaban mucho; lo que los ingleses llaman un <i>dark-horse</i>.</p>
-
-<p>La víspera, el conde Narciso había cambiado algunas palabras con Juan
-Thom; él no quería decirle nada acerca de cómo debía llevar á <i>Abril</i>;
-prefería dejarle todas las iniciativas y con ello adjudicarle todas las
-responsabilidades. Como si hablase de un viejo amigo, el jockey repuso
-tranquilo:</p>
-
-<p>&mdash;No pase zozobra el señor conde; <i>Abril</i> y yo nos llevamos muy bien.</p>
-
-<p>Iba á empezar la carrera; el juez de salida dió la señal y los caballos
-partieron. Durante los primeros momentos todos los concurrentes
-avanzaron en grupo; pero muy pronto <i>Abril</i> dirigió la carrera y
-alcanzaba una ventaja de varios metros. Junto á él corría <i>Prometeo II</i>,
-vencedor del premio Oaks y campeón de los hipódromos británicos, con
-quien los ingleses esperaban llevarse aquel año los cien mil francos del
-«Gran Premio». Un instante las manos de <i>Abril</i> flaquearon, y <i>Prometeo
-II</i>, brincando elástico bajo la fusta de su jinete, ocupó el primer
-puesto. Fué aquel un momento de indescriptible emoción. El actual rey de
-Inglaterra, entonces príncipe de Gales, que estaba en las tribunas,
-tremoló sobre su cabeza un<a name="page_079" id="page_079"></a> pañuelo en señal de victoria, y un <i>¡hurra!</i>
-gutural y áspero, lanzado por millares de gargantas sajonas, cruzó el
-espacio.</p>
-
-<p>Pero Juan Thom no aceptaba aún la derrota. Su alma latina, invencible en
-el impulso temerario de la primera impresión, tuvo una resolución
-heroica, y desviando con lentitud hábil á su caballo de la línea recta,
-lo echó disimuladamente sobre el competidor que le arrancaba el triunfo.
-Las rodillas de Thom y del otro jockey chocaron, permaneciendo algunos
-segundos estrechamente cosidas y superpuestas; crujieron los huesos; de
-pronto Juan Thom, que no perdía la serenidad, sintió en su corva la
-presión de la rodilla enemiga; aquella ventaja de tres ó cuatro pulgadas
-que acababa de obtener, decidió la lucha en su favor. <i>Prometeo II</i>,
-desconcertado por la maniobra artera de su rival, que le cortaba el
-camino, perdió terreno, y <i>Abril</i> llegaba el primero ante las tribunas,
-bajo una lluvia crepitante de aplausos.</p>
-
-<p>Sin familia, sin amigos y dotado de un carácter callado y juicioso, Juan
-Thom no tenía, fuera de su oficio, nada que le sobresaltase ni
-distrajese. Pasaba las tardes en las cuadras del conde Narciso,
-examinando los arreos, modificando la forma de las sillas para
-aligerarlas, estudiando la calidad de los piensos, preocupado siempre
-por el temor de que los caballos engordasen. Y él mismo andaba sometido
-á masajes crueles y á ejercicios gimnásticos que daban á su enjuta
-musculatura la<a name="page_080" id="page_080"></a> sequedad y la dureza del hierro. Refinando mucho sus
-alimentos, llegó á comer muy poco: uno de sus grandes empeños estaba
-cifrado en tener la cintura de un niño; según Juan Thom, el jockey ideal
-debe carecer de estómago.</p>
-
-<p>Así, la confianza que el conde Narciso tenía en la pericia de su primer
-jockey era ilimitada. Thom ordenaba los cruces que debían mejorar la
-raza de los corredores, y maravillaba la penetración suprema con que
-buscaba en los padres las condiciones de agilidad, de voluntad y de
-fortaleza, que más tarde habían de resplandecer en el hijo.</p>
-
-<p>Del cruce de la yegua <i>Rocío</i> con un garañón inglés, por el que dió el
-conde Narciso ochocientos mil francos, nació <i>Rick</i>; aquel terrible
-<i>Rick</i>, jamás vencido bajo las rodillas de Thom, que varios veterinarios
-reconocieron buscando en la anatomía de sus clavículas una complexión
-especial.<a name="page_081" id="page_081"></a></p>
-
-<h3><a name="III-b" id="III-b"></a>III</h3>
-
-<p>Juan Thom, que ya llegaba á los cuarenta años, adoró en <i>Rick</i>, en quien
-su asotilado instinto de viejo jockey adivinaba cualidades
-extraordinarias de agilidad, vigor y coraje.</p>
-
-<p>En cierto modo, esta pasión fué la resultante del ambiente que le
-circundaba. El buen Thom, raquítico y feo hasta lo bufo, con sus
-piernecillas estevadas, sus brazos largos y nudosos y su cabeza de
-simio, no había sabido formarse una familia. Además, le asustaba vivir
-siempre bajo los cielos, un poco tristes, de París ó de Londres.
-Realmente, Juan Thom, que guardaba algunos ahorros y empezaba á saberse
-viejo, sentía recónditos y callados deseos de volver á España. Aquella
-desilusión de su vida actual era en él como un atavismo; la necesidad
-melancólica que todos los hombres que habitaron constantemente en
-grandes urbes experimentan de regresar al campo, cual si repentinamente
-vibrase en sus entrañas el amor á la Naturaleza, á los arroyos
-murmurantes, á las selvas umbrosas, á la tierra madre, bienhechora<a name="page_082" id="page_082"></a> y
-munífica, que adoraron con culto panteísta sus progenitores, los remotos
-aborígenes, salvajes y desnudos. Juan Thom soñaba con su vieja Castilla,
-seca y llana: se establecería en un pueblo, compraría una casita,
-cuidaría una huerta y luego, cuando la casualidad le deparase una mujer
-buena y guardadora de su hacienda, se casaría y tendría hijos, y moriría
-olvidado y tranquilo, lejos del estruendo fragoroso de los hipódromos.</p>
-
-<p>La aparición de <i>Rick</i> vino á quebrar momentáneamente estos cristianos
-propósitos de serenidad y alejamiento. Juan Thom lo vió nacer, él
-presidió su vida, él, á fuerza de tesón, quitóle toda mala estirpe de
-resabios y defensas, ejercitó su inteligencia, infundió á su condición
-voluntariosa arrestos temerarios, nutrió sus músculos, dió á sus
-miembros, con ayuda de sabios ejercicios, aquellas proporciones
-agigantadas que ningún otro caballo había de igualar después, y puso en
-su instinto ese ramalazo de fiero orgullo que decide de la victoria en
-todos los combates.</p>
-
-<p>A los cinco años <i>Rick</i> tenía nueve dedos sobre la marca. Era alazán, de
-un alazán tostado y brillante. El sangriento color del ollar y la mirada
-ardiente de los ojos negrísimos, daban á la cabeza expresión poderosa y
-temible. Era muy abierto de pecho, redondo de grupa y acopado de cascos;
-el dorso ondulante, la boca asegurada y fresca. Sus remos, flacos y
-largos, ignoraban el cansancio y abarcaban un tranco enorme; al caminar,
-todo su<a name="page_083" id="page_083"></a> cuerpo vibrante temblaba, siguiendo al cuello erguido y
-robusto, que parecía arrastrarlo tras sí, hacia el horizonte. Era
-gigantesco como <i>Eclipse</i>, ágil como <i>Vermouth</i>, voluntarioso y
-arrebatado como <i>Monarque</i>. Celoso de su poder, no consentía la vecindad
-de ninguna sombra; el menor ruido le sobresaltaba; sus orejas
-levantadas, más que pasmo, revelaban cólera; siempre parecía fugitivo, y
-sin cesar sus ojos iban de una parte á otra, mirándose las ancas, como
-asustado de sí mismo. Su figura imponente amedrentaba á sus
-competidores; en las cuadras del conde Narciso había un caballo que
-cuando se hallaba en algún <i>canter</i> con <i>Rick</i> se abocinaba y cubría de
-sudor.</p>
-
-<p>Los días de carrera, por la mañana, Juan Thom entraba en la caballeriza
-á saludar á <i>Rick</i>.</p>
-
-<p>&mdash;Hoy hay lucha, <i>Rick</i>&mdash;decía&mdash;; es preciso portarse bien.</p>
-
-<p>El noble animal miraba al jockey, luego resoplaba, y su belfo descubría
-los dientes descarnados y amarillentos, ensayando una sonrisa ufana.
-Thom, entonces, le daba nalgadas sonoras, le acariciaba la crín, le
-besaba el ollar y le decía al oído palabras de amor. El bruto,
-agradecido, amorraba la cabeza y entornaba los ojos...</p>
-
-<p>Sobre la pista del hipódromo, Juan Thom y <i>Rick</i>, al formar un cuerpo
-gobernado por una sola y omnipotente voluntad, resucitaban la fábula del
-centauro. Impetuoso en la acometida, é infatigable y tenacísimo en la
-carrera, <i>Rick</i> tenía algo del<a name="page_084" id="page_084"></a> poder de los elementos cósmicos. Su
-arranque era terrible siempre, casi decisivo; pero en la lucha, su
-voluntad ardiente y dura, como hecha de fuego y de diamante, no
-encontraba rival. Su impulso, además, era consciente: Thom podía dejarle
-las riendas sobre el cuello, seguro de que <i>Rick</i> no desaprovecharía
-ninguna ocasión para vencer.</p>
-
-<p>No satisfecho con esta perfecta alianza, Juan Thom había enseñado á su
-caballo un grito gutural que, á modo de conjuro, poseía la virtud de
-enajenarle y desbocarle.</p>
-
-<p>&mdash;¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...</p>
-
-<p>Era un alarido ronco, breve, de una modulación suigéneris, clarineante y
-salvaje, que el astuto jockey sólo lanzaba en los trances de peligro
-extremado; una voz cabalística que acaso hería los centros cerebrales
-del animal y le trastornaba. Este recurso nadie, ni aun el mismo conde
-Narciso, lo conocía; pero, aunque alguien lo hubiese sabido, no hubiera
-podido utilizarlo. La virtud de esas palabras que penetran hasta el
-fondo de ciertas almas, depende, más que de su significación escueta,
-del modo como son pronunciadas y de la simpatía que medie entre quien
-habla y quien escucha. Una mujer oye decir: «te amo», á un hombre que la
-es indiferente, y permanece fría; pero se lo dice el galán que ella
-quiere, y se vuelve loca.</p>
-
-<p>Juan Thom sabía esto, y la fuerza de fascinación que tenía sobre su
-caballo dábale la seguridad de ser invencible. Varias veces probó la
-capacidad empujadora del grito aquel.<a name="page_085" id="page_085"></a></p>
-
-<p>&mdash;¡Gruiiii!...</p>
-
-<p>Y siempre llegó el primero á la meta. Al oirlo, <i>Rick</i> poníase fuera de
-sí: instantáneamente bebíase la brida, estiraba el cuello, sus cuatro
-remos formaban con su vientre una línea horizontal, y botaba, cual si
-algo eléctrico estallase en su interior. Piedra disparada por honda
-parecía; su velocidad era la velocidad silbante de la flecha. Volaba.
-Las multitudes, atónitas, saludaban con un rumor de pasmo aquel correr
-inaudito.</p>
-
-<p>Montado sobre el lomo temblequeante y enorme de <i>Rick</i>, el diminuto Juan
-Thom, cuyas espuelas apenas alcanzaban al vientre de su cabalgadura,
-parecía un mono con dolor de estómago. Y, no obstante, para Thom, el
-vencedor de todas las carreras, eran los aplausos y los apretones de
-manos y las sonrisas, á veces voluptuosamente prometedoras, de las
-mujeres elegantes que llenaban las tribunas. Con su gorrilla de visera,
-su chaquetilla de seda roja, su ceñido pantalón blanco y sus chambergas
-de charol, Juan Thom era, sobre el verde tapete de los hipódromos,
-grande como un rey. Su busto exiguo permanecía rígido, insensible al
-incienso; su boca fina, desdeñosa, casi imperceptible como la herida de
-un bisturí, no sonreía; sus ojos pequeños y buídos miraban al espacio
-inquietos, devorando la distancia. A lomos de <i>Rick</i>, Thom era la
-encarnación del dios Exito: las victorias del célebre caballo, haciendo
-oscilar millones de francos, tenían la importancia de una gran jugada de
-Bolsa. Un crítico, refiriendo el<a name="page_086" id="page_086"></a> último triunfo de Juan Thom, dijo que
-con los billetes de Banco que <i>Rick</i> había ganado podría alfombrarse el
-Campo de Marte.</p>
-
-<p>Los cuidados idolátricos de que Thom rodeaba á su caballo, el ahinco
-suicida que ponía en afilarse y disminuir para pesar sobre <i>Rick</i> lo
-menos posible, las zozobras de vanidad y de interés que nublaban su
-ánimo, la semana de inquietudes febriles que precedía á los grandes
-torneos hípicos, los peligros de la lucha, y, más tarde, los aplausos
-cobrados en aquella incesante y apretada colaboración, habían
-robustecido los vínculos del amor casi paternal que el jockey profesaba
-á su caballo.</p>
-
-<p>Repasando sus recuerdos volvía con frecuencia á la memoria de Juan la
-impresión del despacho donde, muchos años antes, vió por primera vez al
-conde Narciso. El aspecto de aquella habitación persistía en su espíritu
-con detalles minuciosos: los muebles de gutapercha, los armarios
-abarrotados de volúmenes, sobre cuyos tejuelos rielaba la luz mañanera,
-los retratos de jockeys y de caballos célebres diseminados por la
-uniformidad gris de los muros. Y también revivía el anhelo ambicioso que
-la severidad del despacho aquel suscitó en su ánimo: «¡Si yo llegase á
-ser un jockey de prestigio mundial! Si yo alcanzase la fortuna de tener
-un caballo que pasase á la posteridad como <i>Eclipse</i> y <i>Monarque</i>!...»
-Ahora reconocía que la vida no fué mala para él: había triunfado, todos
-sus deseos estaban cumplidos, y ello le producía una ecuanimidad dulce y
-honda.<a name="page_087" id="page_087"></a></p>
-
-<p>Al revés de lo que suele ocurrir en el teatro, donde no es raro que el
-primer galán, aunque esté enamorado de la primera actriz, se muestre
-mortificado y celoso de los aplausos tributados á su compañera, la
-celebridad cosmopolita de <i>Rick</i> no era mas que la corroboración ó
-complemento de la celebridad de Juan Thom. La popularidad les acariciaba
-igualmente: el color de las blusas sedeñas del pequeño Thom dirigía la
-moda en las temporadas de primavera y de otoño; un zapatero parisino
-puso á la venta unas botas chambergas idénticas á las usadas por él y
-que llevaban su nombre; las cabezas del jockey invencible y de <i>Rick</i>
-aparecieron juntas muchas veces sobre la primera página de las revistas
-ilustradas.</p>
-
-<p>Juan iba hacia la inmortalidad, y le llevaba <i>Rick</i>, que era su obra
-maestra, casi su hijo. Así, jamás con mayor razón que entonces pudo
-decirse de ningún artista que caminaba hacia el triunfo montado sobre su
-historia.</p>
-
-<p><a name="page_088" id="page_088"></a></p>
-
-<p><a name="page_089" id="page_089"></a></p>
-
-<h3><a name="IV-b" id="IV-b"></a>IV</h3>
-
-<p>Todas las tardes en que había carreras, al salir de Longchamps, Juan
-Thom vaciaba una botella de vino en la taberna de un bordelés que había
-viajado mucho por España, y cuya conversación pintoresca era para el
-jockey desterrado como un rayo del alegre sol de la patria.</p>
-
-<p>Cuando el señor Gustavo trajinaba en el comedor sirviendo á los
-parroquianos que llegaban boquisecos y con ganas de cerveza y de broma,
-el pequeño Thom iba á sentarse en la <i>terrasse</i> del establecimiento,
-ante el cual el bosque de Bolonia dilataba su inmensidad verde. Los
-crepúsculos de aquellas tibias tardes primaverales eran muy dulces: el
-cielo azul, donde la luz solar iba amortiguándose en una gama de
-palideces incontables, se cubría lentamente de nubecillas blancas y de
-cirrus rosáceos de una delicadísima transparencia ambarina; la
-muchedumbre que regresaba á París dejaba tras sí un silencio, un gran
-silencio hierático, que se oía; á lo largo de las Avenidas, el ruido<a name="page_090" id="page_090"></a> de
-los coches y el alarido crepitante de las bocinas de los automóviles
-disminuía, se emborronaba, en la distancia; la nube de polvo, semejante
-á un halo de muchos kilómetros, que levantó la multitud al pasar,
-descendía de nuevo á la tierra y la atmósfera recobraba su limpidez, y
-en la diafanidad luminosa del espacio, las frondas del bosque recortaban
-una línea ondulante y cerúlea. Y según el estrépito efímero de los
-hombres cesaba, la Naturaleza reaparecía solemne, avasallante, en su
-doble gesto magnífico de silencio absoluto y de eternal quietud.</p>
-
-<p>De la lejanía llegaban piar de pajarillos adormilados y murmurios de
-arroyos, que hasta entonces parecieron callados, y que traían deseos de
-paz al alma de Juan Thom. Horas antes, los pulmones del pequeño jockey
-se habían congestionado en la angustia de la carrera, y cuando, como
-siempre, llegó el primero á la meta, sus mejillas tenían la palidez de
-la carne muerta. Ahora descansaba; sus labios exangües se abrían con
-deleite á las brisas, y en el círculo bermejo de las pestañas, los
-ojillos azules que hundió la fatiga recobraban su vivacidad. Su alma
-sencilla se desperezaba en este bienestar físico.</p>
-
-<p>&mdash;¿Hasta cuándo viviré así?&mdash;pensaba&mdash;; esto no puede durar siempre; es
-preciso concluir...</p>
-
-<p>Y sin ser filósofo ni entender un ápice de problemas trascendentes, el
-diminuto Thom, que era un hombrecillo perfectamente vulgar, se
-interrogaba con desaliento:<a name="page_091" id="page_091"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Para qué defiendo tanto una vida en la que no he conseguido ser
-dichoso?...</p>
-
-<p>El hilo de estas meditaciones melancólicas solía romperlo el señor
-Gustavo, siempre con delantal y en mangas de camisa, rojo, hercúleo,
-lleno de salud y de risas sobre sus zapatones claveteados y sonantes.</p>
-
-<p>&mdash;¡Hola, señor Thom!&mdash;gritaba el bordelés&mdash;; ¿en qué se piensa?</p>
-
-<p>El jockey se estremecía, aturdido por la pregunta inesperada, y tardaba
-un poco en contestar. Luego decía:</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué sé yo!... estaba aburrido...</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo volvemos por España?</p>
-
-<p>&mdash;No sé; pero crea usted que cualquier día me voy.</p>
-
-<p>&mdash;Es natural. ¡Qué diablos! Yo también tengo ganas de marcharme á
-Burdeos. ¡Aquel cielo... no hay otro!... Además, yo creo que los
-hombres, después de correr el mundo, deben irse á morir al sitio en
-donde nacieron.</p>
-
-<p>Se sentaba y, familiarmente, con liberalidad meridional, de la botella
-que había pedido el jockey, se servía un generoso vaso de vino.</p>
-
-<p>&mdash;¡A su salud!&mdash;exclamaba.</p>
-
-<p>Y, levantándolo en alto, lo vaciaba de un trago, Juan Thom le
-contemplaba sonriendo, y se reconocía más insignificante y desmedrado
-que nunca, ante la mole atlética del tabernero carcajeante y sanguíneo
-que olvidaba su viudez abrazando estrechamente á las criadas de la
-vecindad, y que<a name="page_092" id="page_092"></a> al hablar descargaba puñetazos terribles sobre las
-mesas.</p>
-
-<p>El señor Gustavo tenía una hija, Marta, con quien Juan Thom echaba
-largos párrafos. Era una muchacha morena, un poco triste, de ojos
-juiciosos y honrados, que sugerían dulcemente la idea de formarse un
-hogar. El jockey solía hablarla de España, y aunque sus relatos eran
-verídicos y nada extraordinario ponía en ellos, la joven le escuchaba
-atentamente, atraída por esa leyenda de amores y de sangre que rodea á
-los países favoritos del sol. Un día en que su conversación fué más
-íntima, Marta le interrogó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Tiene usted padre?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y madre?</p>
-
-<p>&mdash;Tampoco.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y hermanos?</p>
-
-<p>&mdash;Tampoco tengo hermanos. Soy solo en el mundo. En España nadie me
-espera. No conservo allí ni siquiera un amigo...</p>
-
-<p>&mdash;¡Es raro!</p>
-
-<p>&mdash;Sí... ¡muy raro!... Es decir...</p>
-
-<p>Y ella, sin saber por qué, quedóse triste, y por primera vez advirtió
-que Juan Thom era muy feo y que tenía los cabellos grises. Sorprendido
-de verla tan callada, el jockey preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿En qué piensa usted?</p>
-
-<p>&mdash;En nada; en eso...</p>
-
-<p>Thom cerró los ojos y su memoria buceó inútilmente en las tinieblas del
-Hospicio. Allí estaba<a name="page_093" id="page_093"></a> su niñez, sus recuerdos arrancaban de allí...
-Pero, ¿y antes?... Y de pronto tuvo deseos de llorar, porque sintió que
-la vida no había tenido besos para él.</p>
-
-<p>A la tarde siguiente, Juan Thom no pudo hablar con Marta. Era domingo y
-la taberna estaba llena de parroquianos sedientos, que reían y charlaban
-á gritos; las luces palidecían en el humo de las pipas. Thom, desde la
-<i>terrasse</i>, miraba al interior del establecimiento. El señor Gustavo, en
-pie, detrás del mostrador, al aire los antebrazos, peludos como los de
-un fauno, parecía presidir la reunión. Marta iba de una mesa á otra,
-solícita y grave á la vez, y al inclinarse hacia adelante para servir un
-bock de cerveza ó recoger unos vasos, sus pechos vibrantes y eréctiles
-se dibujaban audaces bajo la fina tela del corpiño.</p>
-
-<p>Thom observaba á la joven, y una melancolía, que era casi una angustia,
-iba apoderándose de él; también advirtió que varios bebedores, que ya
-empezaban á mostrarse borrachos, la miraban con avidez.</p>
-
-<p>¿Por qué de todas las perfecciones femeninas el seno es lo que más
-despierta y alborota la lascivia del hombre; y por qué á las mujeres,
-especialmente á las muy predispuestas á la maternidad, es allí,
-justamente, donde más gustan de ser acariciadas? ¿No hay en todo ese
-poderío lujuriante de los senos, que alimentan la vida del recién
-nacido, como «una voz de la especie»...?</p>
-
-<p>En esto pensaba Juan Thom, y al mismo tiempo<a name="page_094" id="page_094"></a> sentía un desasosiego
-extraño y doloroso, que era como una amenaza, como el presentimiento de
-un peligro que iba acercándose. Empezó á monologuear:</p>
-
-<p>«Si Marta fuese novia mía y cualquiera de estos barbarotes la faltase al
-respeto de obra ó de palabra, ¿qué iba á hacer yo?...»</p>
-
-<p>Y al sentirse obligado á responder á esta pregunta, la idea de que era
-pequeñuco, raquítico y débil, le hirió en su dignidad de hombre y de
-amante como un cuchillo.</p>
-
-<p>El jockey acababa de vaciar su botella, cuando el peligro esperado
-llegó. Un parroquiano, que había pedido un bock de cerveza, trabó
-conversación con Marta: era un individuo barbirrubio, vestido con traje
-de pana, que reía groseramente. La joven quiso marcharse, pero su
-interlocutor la retenía por el delantal, y los ojos de los amigachos que
-trasegaban con él ardían en deseos. De pronto, aprovechando un momento
-en que el señor Gustavo se hallaba vuelto de espaldas al salón, el
-individuo del traje de pana extendió un brazo y su mano torpe,
-hambrienta cual una garra, se crispó gozosa sobre el seno de Marta. La
-moza dió un grito, y Juan Thom, fuera de sí, penetró en la taberna. Con
-la agilidad de un gato se lanzó sobre el insolente.</p>
-
-<p>&mdash;¡Canalla!&mdash;gritó.</p>
-
-<p>Al sentirse agredido, el borracho se puso de pie, esperó á que el jockey
-repitiese su acometida y luego, de un solo puñetazo, le tiró al suelo,
-hecho<a name="page_095" id="page_095"></a> un ovillo, á los pies de Marta. Afortunadamente para Thom, el
-señor Gustavo acudía á su defensa: adivinaba lo ocurrido.</p>
-
-<p>&mdash;¡Trueno de Dios!...</p>
-
-<p>Las sílabas del juramento favorito del buen pueblo francés pasaron
-silbando por entre sus dientes, que crispaba la cólera. El borracho
-trató de defenderse, pero su resistencia fué vana: el tabernero le cogió
-por las solapas con una mano, para asegurar bien el golpe que iba á
-darle con la otra, y en seguida, de un puñetazo recto y seguro le lanzó
-hasta la <i>terrasse</i> con la cara rota y bañada en sangre.</p>
-
-<p>Aquella noche Juan Thom cenó con el señor Gustavo; Marta comía con
-ellos, pero á cada momento se levantaba para servirles. Los dos hombres
-comentaron el lance, machacando pesadamente sobre los mismos detalles:
-Juan Thom acababa de vaciar su botella y se hallaba en la <i>terrasse</i>, de
-cara á la taberna y mirando á Marta; el señor Gustavo estaba detrás del
-mostrador y dando la espalda al salón; en aquel momento...</p>
-
-<p>&mdash;Pues si no acude usted tan á tiempo&mdash;declaró el jockey con llaneza
-simpática&mdash;, ese tagarote da fin de mí.</p>
-
-<p>&mdash;¡Vaya!... Pero conmigo la criada le salió respondona. ¿Eh?... ¡Tengo
-los puños muy sólidos! Al que yo le trabe por el cuello, ya puede
-despedirse de su familia...</p>
-
-<p>Hablando así, el tabernero reía á carcajadas, con una violencia tonante
-que hacía vibrar la cristalería<a name="page_096" id="page_096"></a> de los armarios. Bruscamente,
-reconociendo al jockey humillado, se interrumpió para decir:</p>
-
-<p>&mdash;¡Caramba! ¡Pero usted es valiente!</p>
-
-<p>Juan Thom, modestamente, bajó los ojos. El señor Gustavo repitió:</p>
-
-<p>&mdash;¡Ya lo creo! Es usted un bravo... Porque hay que considerar que usted
-no tiene fuerza... que á usted, de un estornudo, se le tira al suelo...</p>
-
-<p>Y como el jockey no contestase, Marta repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Sí; el pobre no ha podido hacer más... ¡Pero, como es tan pequeño!...</p>
-
-<p>Thom miró á la joven y su mirada fué una lágrima. Marta, que era más
-alta que él, le compadecía. Nunca se sintió el infeliz más
-insignificante que entonces.</p>
-
-<p>Después entraron dos parroquianos, y el señor Gustavo, que ya había
-cenado, fué á servirles. Juan Thom bebió solo su café. De cuando en
-cuando suspiraba y miraba al espacio fumando su pipa. De pronto
-experimentó cierto dulce alivio. Acababa de sorprender á Marta
-observándole desde detrás del mostrador, por encima del periódico que
-aparentaba leer atentamente.<a name="page_097" id="page_097"></a></p>
-
-<h3><a name="V-b" id="V-b"></a>V</h3>
-
-<p>Una mañana, al despertar, Juan Thom se preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué estoy tan triste?</p>
-
-<p>Era, efectivamente, la suya una melancolía antigua y de honda raigambre
-que le había mordido reiteradas veces, pero sin que él supiese que
-aquello tan profundo, tan frío, que le robaba todo voluntario impulso y
-le explicaba la voluptuosidad de morir, se llamaba así: tristeza.</p>
-
-<p>Mientras se vestía, el pequeño Thom volvió á interrogar á su conciencia
-á propósito de aquel malestar que iba invadiéndole poco á poco como una
-ola amarga; y al hacerlo fué en alta voz, cual si alguien que no fuera
-él mismo hubiese de responder á su pregunta:</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué estoy tan triste?</p>
-
-<p>No era la nostalgia de hallarse expatriado, ni la de ser feo, ni la de
-vivir pobremente, á pesar de lo mucho que llevaba trabajado: era algo
-más, otra cosa... ¿Qué podría ser?... Hasta que su desasosiego
-innominado tuvo un semblante y un nombre.<a name="page_098" id="page_098"></a> Aquella revelación fue
-inesperada y deslumbrante, como obra de embaucamiento ó de hechizo.</p>
-
-<p>&mdash;Estoy enamorado de Marta...&mdash;pensó con estupor Juan Thom.</p>
-
-<p>Y era así: en las almas los movimientos se generan y hállanse sometidos
-á las leyes mecánicas que gobiernan el dinamismo de las máquinas. En
-éstas, por ejemplo, el impulso que hace resbalar unos sobre otros los
-engranajes de tres ó cuatro ruedas pequeñas, se comunica á lo largo de
-las correas de transmisión á otros engranajes más grandes, y de éstos á
-otros mayores aún, y al cabo á un volante gigantesco y de tremendo vigor
-que, al alimentar con su trabajo la vida de la fábrica, reasume y
-expresa las energías que todas las ruedas, árboles, émbolos, engranajes,
-distributores y correas, desarrollaron antes que él. Lo mismo ocurre en
-las almas, donde no es raro que todo cuanto en ellas dejó la herencia,
-el temperamento, la educación, el ejemplo y demás factores que cooperan
-á la formación de los caracteres, bruscamente se aúne, y los
-sentimientos que antes parecían antagónicos, luego se fundan para correr
-por el mismo cauce y componer una solitaria y todopoderosa corriente.</p>
-
-<p>Esta transformación sorprendente y maravillosa como mutación de comedia
-de magia fué la que, en el curso rapidísimo de una noche, varió el alma
-sencilla de Juan Thom. El, poco acostumbrado á la meditación, había
-vivido ignorante de<a name="page_099" id="page_099"></a> sí mismo y alejado de su propia conciencia: él, que
-nació inclusero, experimentaba, por atavismo sin duda y sin saberlo, la
-nostalgia de la madre y del padre que no conoció; él, inadvertidamente,
-acaso padecía también la melancolía de envejecer lejos de su patria, la
-ausencia total de afectos entrañables, la inanidad desesperante de la
-gloria, el aterido cansancio de una existencia que ya declinaba y aún no
-tenía rumbo, el espanto de tumba de las almas que caminan solas. Y
-repentinamente, estas desilusiones secretas, que correspondían á otros
-tantos deseos, se fundieron en un brusco anhelo; impulso único,
-despótico, rectilíneo.</p>
-
-<p>Según las arterias recogen toda la sangre de los vasos capilares, ó como
-un río cosecha las aguas todas de la cuenca hidrográfica donde nace, así
-las ilusiones, las desesperanzas, los arrebatos, los recuerdos, cuanto
-el espíritu de Juan Thom había vivido y esperaba vivir aún, se sintetizó
-y mezcló en un gesto que tenía un nombre de mujer: Marta. Y ya no pensó
-mas que en aquello: era indispensable acercarse á ella, conquistarla:
-allí estaba el norte seguro de sus alegrías, el remedio inefable de
-todos sus despechos.</p>
-
-<p>Y Juan Thom, mientras terminaba de anudarse la corbata delante del
-espejo, afirmó decidido:</p>
-
-<p>&mdash;Sí, por eso estoy triste; porque estoy enamorado de Marta y yo no lo
-sabía...</p>
-
-<p>La tarde en que el jockey se resolvió á declarar su cariño á la joven,
-ésta le oyó sin inmutarse, con esa frialdad que inspiran las
-confesiones<a name="page_100" id="page_100"></a> poco deseadas y que se han visto llegar lentamente.</p>
-
-<p>&mdash;Por mí&mdash;dijo&mdash;no hay inconveniente; usted me parece un hombre bueno...
-eso es lo principal. Pero necesito saber la opinión de mi padre: yo no
-hago nada sin su consentimiento.</p>
-
-<p>&mdash;En tal caso&mdash;repuso Juan&mdash;, hablaré con él...</p>
-
-<p>&mdash;Como usted guste.</p>
-
-<p>La conversación de Juan Thom con el señor Gustavo se redujo á una
-cuestión de números: la dote de Marta no llegaba á quince mil francos.
-Juan, por lo visto, no tenía mucho más, y con treinta mil francos nadie
-se establece decorosamente. Tímidamente Juan insinuó sus deseos, cada
-día más notorios, de retirarse al campo. El tabernero le interrumpió:
-Marta, acostumbrada al bullicio alegre de París, no querría vivir en un
-pueblo, y menos separada de su padre.</p>
-
-<p>&mdash;Yo no la he interrogado acerca de esto&mdash;terminó&mdash;; pero la conozco y
-creo que no accederá...</p>
-
-<p>Ante el señor Gustavo, saludable, hercúleo, casi rico, con el crédito
-que le daba un negocio boyante y la obediencia de la mujer amada, el
-pequeño Thom se sentía anonadado y minúsculo, ¡Y si él hubiera podido
-oponer á las exigencias, un tanto impertinentes, de su presunto suegro,
-la afirmación de que Marta le quería!... Pero la joven se lo había dicho
-bien claramente: «Yo no hago nada sin consentimiento de mi padre». No
-tenía, por tanto, armas con qué luchar y debía someterse á lo que la
-parte enemiga decidiera.<a name="page_101" id="page_101"></a></p>
-
-<p>&mdash;Y, más tarde&mdash;prosiguió el tabernero triunfante&mdash;, cuando vengan los
-hijos, ¿qué harían ustedes?</p>
-
-<p>El jockey, sin levantar los ojos del suelo, movía la cabeza reconociendo
-con aquel signo afirmativo que el señor Gustavo tenía razón.</p>
-
-<p>&mdash;Trabaje usted algunos años más&mdash;concluyó el tabernero&mdash;, y ya veremos.
-Mi hija todavía no necesita casarse. ¿Sabe usted qué edad tiene?...</p>
-
-<p>&mdash;Tendrá... ¿veinte años?</p>
-
-<p>&mdash;Diez y nueve nada más. Es demasiado joven.</p>
-
-<p>&mdash;Sí, ella es joven&mdash;repuso Thom suspirando&mdash;; ella puede esperar... ¡ya
-lo creo!... Pero yo, no; yo voy siendo viejo...</p>
-
-<p>A pesar del resultado negativo de aquella primera gestión, Juan Thom
-continuó yendo á la taberna casi todas las tardes. Una veces cenaba allí
-y luego, mientras bebía su café y fumaba dos ó tres pipas, se abismaba
-en la lectura de un periódico; otras, en que tenía prisa, tomaba un bock
-y se iba. Marta, en pie delante de él, las manos metidas en los
-bolsillos de su delantalito blanco festoneado de encajes, le despedía
-con una sonrisita amable.</p>
-
-<p>&mdash;Buenas noches, señorita Marta.</p>
-
-<p>&mdash;Buenas noches, señor Thom; hasta mañana.</p>
-
-<p>Esta despedida trivial en que había como un deseo de volver á verle,
-consolaba al jockey.</p>
-
-<p>&mdash;Si no volviese&mdash;se decía&mdash;creerían que me consideraba ofendido y
-hablarían mal de mí.</p>
-
-<p>Los lunes, que eran días de poco trabajo, el señor<a name="page_102" id="page_102"></a> Gustavo y su hija
-cenaban con él. El tabernero era muy aficionado á las carreras de
-caballos, en las que todos los domingos arriesgaba tres ó cuatro luises.
-La amistad del pequeño Thom le había sido muy útil; gracias á él llevaba
-ganados en aquellos dos últimos meses más de seiscientos francos, y esto
-le inspiraba un fuerte agradecimiento hacia el jockey.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo se las arregla usted&mdash;decía&mdash;para conocer tan perfectamente la
-condición de cada caballo? Si yo poseyese tal habilidad, le aseguro á
-usted que, antes de llegar á viejo, era millonario.</p>
-
-<p>Inmóvil y pálido como una figura de cera, Juan Thom replicaba guiñando
-los ojillos.</p>
-
-<p>&mdash;Ese es un don que no se adquiere en ninguna parte. Yo no «estudio» al
-caballo que voy á montar: yo lo «adivino»...</p>
-
-<p>Hablaba de <i>Rick</i>, que era su pasión, su orgullo: describía su
-complexión, su color, la expresión de su mirar, su aliento soberano.</p>
-
-<p>Para distraer á sus interlocutores y convencerles de que los mejores
-caballos son los alazanes obscuros ó tostados, refirió una historia que
-oyó contar, siendo niño, á su amo y maestro don Pedro del Real.</p>
-
-<p>Decía la leyenda que cierto <i>cheik</i> ciego iba guiado por su hijo,
-huyendo de un tropel de furiosos enemigos. «&mdash;Hijo&mdash;preguntó el
-<i>cheik</i>&mdash;, ¿qué caballos montan nuestros perseguidores?&mdash;Caballos
-blancos, padre.&mdash;Entonces, llevémosles por donde haya sol, porque bajo
-el sol se derretirán<a name="page_103" id="page_103"></a> como si fuesen de nieve...» Transcurrieron así
-varias horas, pasadas las cuales tornó á preguntar el <i>cheik</i>: «&mdash;Hijo,
-¿cómo son los caballos que oigo galopar detrás de nosotros?&mdash;Son negros,
-padre.&mdash;Pues procura llevarlos por terreno áspero, porque á fuer de
-casquiblandos se romperán los cascos en el suelo...» Pero luego, como
-sintiese el anciano jefe que el estrépito de sus acosadores resonaba más
-cerca, volvió á informarse con inquietud del color de los caballos que
-montaban, y al saber que eran alazanes exclamó: «En tal caso, lo mejor
-es ocultarnos y dejarles pasar. De lo contrario, somos muertos».</p>
-
-<p>&mdash;Y así es <i>Rick</i>&mdash;concluyó Juan Thom&mdash;como esos caballos árabes que
-corren sin sudar, durante todo un día, bajo el sol del desierto.</p>
-
-<p>Proseguían charlando hasta las nueve y media ó las diez de la noche,
-hora en que el jockey, que necesitaba madrugar, se retiraba. Al
-marcharse, el tabernero, más afectuoso que antes, le acompañaba hasta la
-puerta, mirándole con ojos de enternecimiento y simpatía que parecían
-decirle: «No crea usted que he olvidado la conversación que tuvimos una
-tarde: mi hija y yo pensamos en usted».</p>
-
-<p>Una noche el señor Gustavo y Marta invitaron á Juan Thom á cenar; los
-dos parecían preocupados y hablaron poco. A los postres el bordelés
-preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;Diga usted, amigo Juan: ¿usted tiene mucha confianza en <i>Rick</i>?<a name="page_104" id="page_104"></a></p>
-
-<p>&mdash;Tengo más confianza en él&mdash;repuso gravemente el jockey&mdash;que en mí
-mismo.</p>
-
-<p>Hubo un largo silencio que desconcertó á Thom. Aquella pregunta
-inesperada acababa de precipitarle en un abismo de dudas. Los dos
-hombres se miraban, fumando sus pipas: Marta leía un periódico. El señor
-Gustavo fue quien habló primero:</p>
-
-<p>&mdash;¿<i>Rick</i> no ha sido vencido nunca?</p>
-
-<p>&mdash;Jamás&mdash;repuso Thom, cuyos ojuelos llamearon de soberbia.</p>
-
-<p>&mdash;Es que el mejor caballo, en un momento cualquiera puede flaquear...
-despistarse...</p>
-
-<p>&mdash;¡Pero éste no!&mdash;interrumpió Thom orgulloso y magnífico&mdash;: yo respondo
-de él. ¡<i>Rick</i>, bajo mis rodillas, es invencible!</p>
-
-<p>En aquel instante el pequeño jockey aparecía transfigurado y mejorado:
-su perfil simiesco temblaba de emoción colérica. Marta había dejado de
-leer y fijaba en él una mirada rectilínea de curiosidad y de sorpresa.</p>
-
-<p>El señor Gustavo descargó un formidable puñetazo sobre la mesa, y
-levantando mucho la voz, en una sincera explosión de generosidad:</p>
-
-<p>&mdash;Pues, si es así&mdash;dijo&mdash;, Marta juega los quince mil francos de su dote
-á <i>Rick</i>... ¡Y se casan ustedes!</p>
-
-<p>Un livor cadavérico cubrió las mejillas pecosas y enjutas del jockey, y
-mortal temblor sacudió su pobre cuerpo enano.</p>
-
-<p>&mdash;¿Es verdad, Marta?&mdash;balbuceó&mdash;¿es verdad lo que dice el señor
-Gustavo?<a name="page_105" id="page_105"></a></p>
-
-<p>Y la joven, sonriendo apenas, repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor Thom: mi padre lo ha dicho... Juan Thom sintió que la
-emoción le ahogaba: el agradecimiento y la alegría arrasaron sus ojos en
-lágrimas y rompió á llorar.</p>
-
-<p>&mdash;Gracias&mdash;tartamudeaba&mdash;, muchas gracias... Ya soy feliz... ya no
-dudo... ¡Marta será mía!...</p>
-
-<p>Calló y, sin saber qué hacía, se puso de pie; pero en seguida tuvo que
-sentarse. Estaba deslumbrado: ante sus ojos acababa de pasar una gran
-luz.</p>
-
-<p><a name="page_106" id="page_106"></a></p>
-
-<p><a name="page_107" id="page_107"></a></p>
-
-<h3><a name="VI-b" id="VI-b"></a>VI</h3>
-
-<p>Las carreras del «Gran Premio», que se disputa sobre el <i>turf</i> de
-Longchamps, despertaban aquel año extraordinario interés. Se hablaba de
-una apuesta de quinientos mil francos pendiente entre el conde Narciso y
-un <i>sportsman</i> inglés dueño del <i>Cromwell</i>, que había ganado el premio
-«Diana» y era tenido por el corredor más fuerte de los hipódromos
-británicos. Los periódicos de sports aseguraban que la lucha entre
-<i>Cromwell</i> y <i>Rick</i> sería emocionante: era la primera vez que aquellos
-dos corredores, hasta entonces invencibles, iban á medir sus fuerzas.
-Muchos inteligentes votaban por <i>Rick</i>; otros, en cambio, decían que las
-facultades del llamado, por antonomasia, «el primer caballo de Francia»,
-iban declinando, mientras <i>Cromwell</i>, más joven que su glorioso enemigo,
-alcanzaba la plenitud de su vigor.</p>
-
-<p>Juan Thom, por su parte, no dudaba de la victoria, y á solas en la
-caballeriza con <i>Rick</i> le abrazaba y besuqueaba hablándole de su próximo
-combate,<a name="page_108" id="page_108"></a> donde era necesario vencer, porque de ello dependía su boda
-con Marta.</p>
-
-<p>&mdash;¡Si supieses cuánto la quiero!... Esa mujer puede hacerme dichoso,
-<i>Rick</i>; ayúdame á lograrla. ¿No te gustaría á ti verme contento?</p>
-
-<p>Enternecido por sus propias palabras, el jockey sentía que su amor hacia
-<i>Rick</i> desbordaba, trocándose en gratitud honda y jugosa; <i>Rick</i> le
-escuchaba derribando las orejas hacia atrás, bajando la cabeza para que
-su jinete le rascase la frente; y luego alzaba el cuello poderoso, con
-un resoplido de ufanía.</p>
-
-<p>De repente y como por ensalmo, la adversidad vino á destruir los planes
-de Juan Thom. A principios de Abril, mes y medio antes de verificarse
-las carreras del «Gran Premio», falleció el conde Narciso, y su hijo y
-heredero, con quien meses atrás el pequeño Thom había tenido un
-disgusto, despidió al jockey.</p>
-
-<p>Aquella noche, Juan refirió llorando al señor Gustavo la desgracia que
-le abrumaba. Estaba fuera de sí. La pérdida de <i>Rick</i> le enloquecía, no
-porque el pan fuese á faltarle, pues el amo de <i>Cromwell</i>, apenas supo
-lo ocurrido, le mandó llamar, sino porque él amaba á <i>Rick</i> y parecíale
-que con éste le quitaban la historia de todos sus triunfos. En aquellos
-primeros momentos de pesadumbre desgarradora, el jockey no hablaba de su
-porvenir ni de su amor hacia Marta: sólo hablaba de <i>Rick</i>, que era su
-pasado; pasado magnífico, glorioso como una selva de laureles.<a name="page_109" id="page_109"></a></p>
-
-<p>&mdash;Yo lo he visto nacer&mdash;decía llorando&mdash;, yo lo he amaestrado como
-ningún otro caballo lo fué... ¡es el fruto de todos mis estudios!... Sin
-él mi fama se derrumbará, porque ya he perdido las ganas de trabajar, y
-seré uno de tantos...</p>
-
-<p>Era ya tarde, y el señor Gustavo, apenas se marcharon los últimos
-parroquianos, cerró la taberna. Después puso sobre la mesa del jockey
-tres «dobles» de cerveza, encendió con aire preocupado su pipa, y
-sentado á horcajadas en una silla, esperó. Marta observaba á Thom sin
-comprenderle, hallando un poco ridícula aquella pasión de artista. Pero
-las lágrimas del jockey habían emocionado el corazón meridional del
-tabernero.</p>
-
-<p>&mdash;No hay que desesperarse&mdash;dijo&mdash;. ¡Trueno de Dios!... Usted, por lo
-visto, es de los hombres que naufragan en un buche de agua.</p>
-
-<p>&mdash;¿Yo? ¿Porqué?... ¿Acaso no tengo motivos para desesperarme? ¿No
-comprende usted que este accidente destruye todos mis planes?...</p>
-
-<p>&mdash;A eso voy. Yo le prometí á usted jugar á Rick los quince mil francos
-de la dote de Marta...</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor.</p>
-
-<p>&mdash;Pues yo no me arrepiento jamás de lo que ofrezco; de modo que si no
-los juego á <i>Rick</i>, los jugaré á <i>Cromwell</i>... Vaya... ¿está usted
-contento?...</p>
-
-<p>Juan miraba al suelo sin contestar. Las palabras generosas del tabernero
-no parecían haberle alegrado. El señor Gustavo continuó:</p>
-
-<p>&mdash;Yo tengo en usted confianza inmensa y me<a name="page_110" id="page_110"></a> parece que no perderemos la
-apuesta, ¿eh?... Diga usted, creo que no la perderemos...</p>
-
-<p>Hubo un silencio, durante el cual Marta miró ahincadamente al jockey,
-como subrayando con los ojos lo que acababa de decir su padre. Juan Thom
-permanecía inmóvil y callado; estaba muy colorado, su respiración era un
-jadeo, sus ojuelos azules se dilataban en el círculo de sus pestañas
-rojizas. Temblaban sus mejillas pecosas. Aquel silencio, que parecía
-disimular una duda, alarmó al tabernero.</p>
-
-<p>&mdash;¿Usted ha visto á <i>Cromwell</i>?</p>
-
-<p>Maquinalmente el jockey replicó:</p>
-
-<p>&mdash;Lo he visto.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué edad tiene?</p>
-
-<p>&mdash;Siete años.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y es realmente un animal magnífico?</p>
-
-<p>&mdash;Soberbio.</p>
-
-<p>&mdash;¿Lo montará usted á gusto? ¿Se siente usted capaz de vencer con él?</p>
-
-<p>Hubo otra pausa. El pequeño Thom se oprimía las manos una contra otra,
-haciendo crujir los dedos.</p>
-
-<p>El tabernero se impacientó. Una nube de desconfianza sombreó su frente.</p>
-
-<p>&mdash;Porque, debemos hablar clarito&mdash;exclamó&mdash;; si usted no está seguro de
-ganar... ¡qué diablos!... ¡no hay nada de lo dicho!</p>
-
-<p>Y Marta, que sin duda pensaba con zozobra en que los quince mil francos
-de su dote podían perderse, agregó suavemente:<a name="page_111" id="page_111"></a></p>
-
-<p>&mdash;Yo también soy partidaria de esperar; ¿no le parece á usted, señor
-Thom? Tendremos paciencia.</p>
-
-<p>Estas palabras cautelosas de prudencia y desamor sacudieron el
-cuerpecillo del jockey, que miró á Marta fieramente. La joven parecía
-resignada, y la serenidad de su actitud ratificaba la decisión de su
-padre. Juan Thom sintió que aquel último baluarte de su felicidad se le
-escapaba también, y su orgullo de jinete y su cariño hacia Marta le
-devolvieron su vigor derrotado.</p>
-
-<p>&mdash;Pueden ustedes apostar por mí&mdash;exclamó&mdash;; y no hablemos más de esto.
-¡<i>Cromwell</i> vencerá!</p>
-
-<p>Vacilante, el tabernero se atrevió á objetar:</p>
-
-<p>&mdash;¿Y si se equivoca usted?</p>
-
-<p>&mdash;No, señor.</p>
-
-<p>&mdash;Sería horrible que usted, llevado de su buen deseo...</p>
-
-<p>El jockey le interrumpió con un gesto vertical y magnífico de emperador.</p>
-
-<p>&mdash;Repito que no me equivoco&mdash;dijo&mdash;; yo sé lo que prometo. <i>Cromwell</i>
-vencerá.</p>
-
-<p>Durante los cuarenta días que faltaban aún para la celebración del
-famoso concurso hípico que marca la dispersión de la aristocracia
-parisina hacia las estaciones balnearias, Juan Thom dedicó todos sus
-afanes á la educación física y moral de <i>Cromwell</i>. Era un caballo
-negrísimo y de alzada gigantesca, fino de extremidades y de cuello; su
-cabeza, fea y grande, tenía un extraordinario poder; al andar había en
-todo su cuerpo un vaivén<a name="page_112" id="page_112"></a> de agilidad suprema. El pequeño Thom pasaba
-los días junto á él, estudiando su condición, acostumbrándole á sus
-mañas, adiestrándole en aquellos esforzados ejercicios que mayor
-elasticidad y entereza podían dar á sus músculos, corrigiendo
-cuidadosamente la calidad de sus piensos. De noche, antes de acostarse,
-también iba á verle, mimándole, hablándole, procurando voluntariamente
-dedicarle aquel gran cariño paternal que sintió por <i>Rick</i>. Y había en
-este esfuerzo algo del empeño inútil que ponen las madres en consolarse,
-con el hijo que les queda, del hijo que se fué.</p>
-
-<p>También trató de enseñarle aquel grito de guerra que hizo á Rick
-invencible:</p>
-
-<p>&mdash;¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...</p>
-
-<p>Pero este avatar misterioso no despertaba en <i>Cromwell</i> ninguna emoción.
-El jockey que desbravó á <i>Cromwell</i>, y pasaba por ser uno de los mejores
-caballistas de Inglaterra, ¿poseería también algún golpe ó palabra que
-tuviese la capacidad de desbocarle?... Esto era imposible averiguarlo,
-pues tales secretos los jockeys no se los dicen nunca, y Juan Thom se
-alivió considerando que el grito que trastornaba á <i>Rick</i> nadie lo sabía
-tampoco.</p>
-
-<p>No satisfecho con perfeccionar las excelencias físicas y morales de su
-nuevo caballo, el veterano jockey, aprovechando cuantos detalles
-pudiesen cooperar al buen éxito de su empresa, construyó una fusta
-especial, á la vez ingrave y durísima, y mandó fabricar una silla que
-apenas pesaba<a name="page_113" id="page_113"></a> dos libras y cuyas acciones de lana y seda tejió él
-mismo: y, finalmente, sometióse á nuevos masajes y á severísimos ayunos.
-Bien pronto apareció más pequeño, más flaco; su busto se encorvó;
-acentuóse la canal de su nuca; sus mejillas terrosas, maculadas de
-pecas, tenían la palidez de los cadáveres; su cabeza chata y puntiaguda
-de simio llegó á ser repugnante. Una tarde Juan Thom comprobó
-alegremente que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos.</p>
-
-<p>En la taberna del señor Gustavo no se hablaba mas que del «Gran Premio».
-La misma Marta parecía emocionada, como si aquello fuese más que un
-asunto de interés, una cuestión de amor propio. Todas las noches,
-después de cenar Thom, los novios hablaban un ratito. El señor Gustavo,
-para no estorbarles, cogía un periódico y se sentaba al otro extremo del
-establecimiento.</p>
-
-<p>&mdash;¡Trueno de Dios!&mdash;pensaba&mdash;, bueno es que los muchachos vayan
-acostumbrándose el uno al otro.</p>
-
-<p>Pocos días antes de las carreras, Marta se mostró más efusiva, «más
-mujer» que nunca.</p>
-
-<p>&mdash;Mi padre&mdash;dijo&mdash;ha visto á <i>Cromwell</i> y está entusiasmado; le gusta
-más que <i>Rick</i>.</p>
-
-<p>Y añadió confidencial, bajando la voz:</p>
-
-<p>&mdash;Creo que, en lugar de quince mil francos, va á jugar veinte mil; todo
-lo que tiene. Si él llegase á decirle á usted algo, yo ruego á usted que
-no se dé por enterado.</p>
-
-<p>El jockey hizo un ademán de asentimiento; estaba<a name="page_114" id="page_114"></a> embelesado; aquella
-súplica inocente le había parecido dulce como una caricia. El, por su
-parte, vació en Marta su corazón.</p>
-
-<p>&mdash;Yo también apostaré á <i>Cromwell</i> todas mis economías: treinta mil
-francos. No es mucho... pero... ¡no tengo más!...</p>
-
-<p>Ella, cariñosamente, le llamó «ambicioso». Con cincuenta mil francos y
-un poco de orden podían abrir una taberna, ó una tiendecita de sombreros
-para señoras, y vivir tranquilos.</p>
-
-<p>&mdash;Yo&mdash;concluyó&mdash;aprendí cuando niña el oficio de sombrerera y me gusta
-mucho.</p>
-
-<p>Oyéndola Juan Thom entornaba los párpados, sintiendo que á la felicidad
-se la ve mejor con los ojos cerrados.</p>
-
-<p>Luego, tímidamente:</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué no nos vamos á España, á un pueblo...? ¡Oh! Tengo tantos
-deseos de vivir en el campo...</p>
-
-<p>Marta le interrumpió, y hubo en la seca displicencia de su gesto una
-gran crueldad.</p>
-
-<p>&mdash;No, eso, no. A mí no me gusta el campo, no piense usted en el campo.
-Yo no quiero salir de París.</p>
-
-<p>Cuando Juan Thom se fué, la joven le acompañó hasta la puerta.</p>
-
-<p>&mdash;Adiós, Marta; mañana vendré temprano.</p>
-
-<p>&mdash;Adiós, señor Thom.</p>
-
-<p>El se alejaba, volviendo á cada dos ó tres pasos la cabeza, y ella le
-saludaba con la mano. Al fondo de la calle había un farol, traspuesto el
-cual ya<a name="page_115" id="page_115"></a> se perdía de vista la taberna. El jockey lo sabía y allí se
-detuvo. La luz caía aplomo sobre él, poniendo un nimbo lechoso á su
-figurilla mezquina y ridícula. Marta sonreía. Nunca el pequeño Thom la
-había parecido tan feo.</p>
-
-<p><a name="page_116" id="page_116"></a></p>
-
-<p><a name="page_117" id="page_117"></a></p>
-
-<h3><a name="VII-b" id="VII-b"></a>VII</h3>
-
-<p>Juan Thom consultó su reloj; las ocho; hora de cenar. Sin perder momento
-cerró cuidadosamente el armario de luna y miró á su alrededor,
-cerciorándose de que todo, dentro de su pulcro gabinete de soltero,
-quedaba limpio y ordenado. En el recibimiento recogió su sombrero, que
-acostumbraba á encajárselo bien sobre el occipital, como hacía en los
-hipódromos con su liviana gorrilla de jockey, y salió. Comenzó á bajar
-la escalera; sus pies calzados con botas de charol, pies enjutos,
-pequeños como los de un niño, rozaban delicadamente los peldaños
-alfombrados.</p>
-
-<p>Al llegar al portal le entregaron una tarjeta roja con filetes dorados,
-que olía á heliotropo. En el fondo bermejo y satinado del cartoncillo
-aparecía en caracteres blancos, de la más fina escritura inglesa, un
-nombre de mujer: <i>Ana María</i>.</p>
-
-<p>&mdash;Esta tarjeta&mdash;dijo la portera&mdash;debe de haberla traído la misma
-interesada. ¿La conoce usted?<a name="page_118" id="page_118"></a></p>
-
-<p>El jockey alzóse de hombros, ingenuo y desdeñoso.</p>
-
-<p>&mdash;No recuerdo.</p>
-
-<p>&mdash;Vamos, señor Thom, no sea usted hipócrita...</p>
-
-<p>A la insinuación maliciosa de la portera, sonriente, el diminuto Thom
-opuso un gesto escéptico y triste.</p>
-
-<p>&mdash;Demasiado sabe usted que las mujercitas no me preocupan.</p>
-
-<p>&mdash;Ya lo sé, señor Thom...</p>
-
-<p>Y al reconocerlo así, la buena mujer, que había tenido varios hijos,
-suspiró y miró á su inquilino con esa sincera piedad que inspiran á las
-madres de familia los hombres que llegaron á viejos sin haber sido
-amados. Agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Si quiere usted esperar á esa señora... dijo que volvía en seguida,
-que tuviese usted la bondad de aguardar un poco...</p>
-
-<p>Juan Thom examinaba la tarjeta perplejo, con ese aire idiota que
-adquiere el semblante del hombre á quien le dan á leer un libro escrito
-en un idioma que no comprende.</p>
-
-<p>&mdash;No sé...&mdash;murmuró suspirando&mdash;no sé... ¿Y si tarda?</p>
-
-<p>En aquel momento penetró en el portal, llenándolo con el frufruteo
-perfumado y alegre de sus faldas, una mujer alta y rubia, hermosa, con
-hermosura imponente y llamativa, bajo las alas ondulantes,
-artísticamente complicadas, de un enorme sombrero blanco. Una blusa
-color salmón, con mangas transparentes de encaje, ceñía<a name="page_119" id="page_119"></a> apretadamente
-su busto magnífico, á la vez flexible y pomposo. Tenía los ojos azules y
-grandes, la nariz corta; en el óvalo del rostro carnoso, «maquillado»
-como el de una actriz, los labios retocados exageradamente de carmín,
-pintaban un clavel sangriento. Avanzó resuelta, segura de agradar.</p>
-
-<p>&mdash;¿El señor Thom?...</p>
-
-<p>&mdash;Servidor de usted.</p>
-
-<p>&mdash;Esta tarde tuve el honor de dejarle mi tarjeta... deseaba hablar con
-usted.</p>
-
-<p>&mdash;Estoy á sus órdenes, señora; si quiere usted molestarse en subir á mi
-cuarto...</p>
-
-<p>Ella le examinaba curiosamente, sorprendida de que aquel hombrecillo,
-que en los hipódromos parecía llevar á la Fortuna bajo las rodillas,
-fuera, visto de cerca, tan mezquino y tan feo.</p>
-
-<p>&mdash;No&mdash;dijo&mdash;, podemos dar un paseo: mi automóvil nos llevará adonde
-usted guste.</p>
-
-<p>Salieron. En la esquina más próxima esperaba el automóvil de Ana María;
-un soberbio «Renault» pintado de amarillo, trepidante, amenazador en el
-nimbo rojizo de sus focos encendidos. La joven subió la primera, y al
-apoyar su pie sobre el estribo, todo su cuerpo espléndido tuvo una larga
-oscilación voluptuosa. Cerca de ella se acomodó Juan Thom; sus pies
-apenas tocaban al suelo; en la amplitud del vehículo, el pequeño jockey,
-con su rostro anémico y flaco y su sombrero metido hasta el cogote, daba
-la impresión de un niño enfermo.<a name="page_120" id="page_120"></a></p>
-
-<p>El «Renault» de Ana María rodaba silencioso y pausado sobre los densos
-pneumáticos de sus ruedas.</p>
-
-<p>&mdash;¿Hacia dónde quiere usted ir?&mdash;preguntó la joven.</p>
-
-<p>&mdash;Me es igual&mdash;repuso Thom cortésmente&mdash;; dirija usted.</p>
-
-<p>&mdash;No... porque no querría turbar el plan que se hubiese usted trazado
-para esta noche. ¿Usted no ha cenado todavía?</p>
-
-<p>&mdash;No, señora.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quiere usted cenar conmigo?</p>
-
-<p>El jockey iba á responder afirmativamente, pero la imagen de Marta, con
-sus ojos grandes y honrados, revivió de súbito en su memoria y aquel
-recuerdo le intimidó y turbó como una acusación. Empezó á balbucear:</p>
-
-<p>&mdash;Con mucho gusto... sí... pero... me había comprometido... una familia,
-con la que no tengo confianza, me espera, y...</p>
-
-<p>La aventurera comprendió; lo único que puede separar á un hombre de una
-mujer, es otra mujer... y sonrió, hallando muy cómico que el pequeño
-Thom estuviese enamorado.</p>
-
-<p>&mdash;Es igual&mdash;dijo&mdash;; otra noche será. ¿Dónde le aguardan á usted?</p>
-
-<p>&mdash;En la calle de... Es muy lejos; más allá de Neuilly...</p>
-
-<p>&mdash;No importa; para los automóviles no hay distancias.</p>
-
-<p>Sus dedos finos y blancos, ricamente enjoyados,<a name="page_121" id="page_121"></a> repicaron frívolos
-sobre los cristales delanteros del vehículo. El <i>chauffeur</i> volvió la
-cabeza, y sus ojos negros, llenos de vehemencia moza, miraron á la joven
-osadamente, cual si en ellos persistiese aún la impresión de haberla
-visto desnuda alguna vez... en una noche de aburrimiento quizás...</p>
-
-<p>Ana María gritó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Hacia la puerta Maillot!</p>
-
-<p>Después, volviéndose confidencial hacia el jockey, agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Lo que necesito comunicarle se dice pronto; yo creo que llegaremos á
-entendernos...</p>
-
-<p>Rápidamente demostró conocer la historia artística de su interlocutor
-durante aquellos dos últimos años. Juan Thom sonreía, asombrado y
-contento. Ella le citó nombres de caballos célebres, le habló de <i>Rick</i>
-y de sus éxitos más notables; su conversación fácil, en la que barajaba
-familiarmente nombres de jockeys y de <i>sportsmans</i> célebres, probaba que
-Ana María conocía perfectamente la vida íntima de los hipódromos. Las
-carreras de caballos la exasperaban, y en ellas había disipado y rehecho
-su fortuna varias veces. Aquella pasión insensata la arrebató sus
-amantes más generosos, que la dejaron, cansados de malgastar dinero. El
-año anterior había perdido cerca de medio millón de francos. También
-habló de <i>Cromwell</i>.</p>
-
-<p>&mdash;El objeto principal de mi visita&mdash;añadió&mdash;es saber, pero con fijeza
-absoluta, si usted está<a name="page_122" id="page_122"></a> seguro de triunfar con <i>Cromwell</i> en las
-próximas carreras del «Gran Premio».</p>
-
-<p>El rostro de Juan Thom adquirió bruscamente una expresión cerrada,
-impenetrable.</p>
-
-<p>&mdash;No puedo&mdash;dijo&mdash;dar á su pregunta ninguna contestación concreta. Todos
-los jockeys peleamos sobre el <i>turf</i> con absoluta buena fe; usted lo
-sabe... Hacemos cuanto podemos, cuanto sabemos... pero no es lo mismo
-tener «la esperanza» de vencer, que «la seguridad» de vencer...</p>
-
-<p>Ana María le interrumpió con una sonrisa callada, suave, acariciadora
-como el roce de un terciopelo.</p>
-
-<p>&mdash;Todas esas son «palabras...», señor Thom, y yo no me doy por
-satisfecha con tan poco. Necesito y merezco saber más. Sea usted franco;
-no tema usted. Yo soy la querida del marqués de Laverie... el
-propietario de <i>Cromwell</i>.</p>
-
-<p>La sorpresa agudísima que crispó las facciones del jockey dibujó sobre
-los labios acarminados, lascivamente prometedores, de Ana María, una
-nueva sonrisa.</p>
-
-<p>&mdash;Ya ve usted&mdash;concluyó&mdash;que no está usted tratando con una persona
-extraña.</p>
-
-<p>Prosiguió hablando con aquella voz persuasiva y blanda&mdash;voz de
-alcoba&mdash;rica en desmayos y cadencias de amor, que tan alto y penetrante
-merecimiento daba á sus palabras. Ella estaba resuelta á jugarse en las
-próximas carreras todas sus economías: ciento cincuenta mil francos.
-¿Pero, á<a name="page_123" id="page_123"></a> cuál de los dos principales corredores? ¿A <i>Cromwell</i>... á
-<i>Rick</i>?...</p>
-
-<p>Había cogido entre sus manecitas hadadas la diestra flaca y dura del
-jockey.</p>
-
-<p>&mdash;Prescinda usted por un momento&mdash;murmuró&mdash;de su orgullo de jinete. Ya
-sé que pido mucho... Los artistas, y usted lo es, antes que hombres son
-artistas... Pero no olvide usted que, si es usted bueno para mí, yo
-sabré ser muy indulgente y muy generosa con usted...</p>
-
-<p>Calló para mirarle de frente, y en sus largas pupilas azules había un
-infinito de amor. El pequeño Thom tembló y sus mejillas pecosas se
-colorearon ligeramente, Balbuceó:</p>
-
-<p>&mdash;Siga usted...</p>
-
-<p>&mdash;Yo necesito saber&mdash;continuó Ana María&mdash;si <i>Rick</i> ha sido invencible
-porque usted lo montaba, ó si, por el contrario, usted ha sido
-invencible porque montaba á <i>Rick</i>. Si lo primero, yo apuesto por
-<i>Cromwell</i>; si lo segundo, apuesto por Rick.</p>
-
-<p>Había rodeado con uno de sus brazos semidesnudos el cuello delgado de
-Thom, y le atraía hacia sí, ofreciéndole apoyo y generoso descanso en la
-ampulosidad de su seno odorante y magnífico. Transtornado Juan Thom, iba
-á condenar á Rick, pero se contuvo.</p>
-
-<p>&mdash;<i>Rick</i>&mdash;dijo&mdash;vale mucho.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y vencerá?</p>
-
-<p>&mdash;No, señorita. Vencerá <i>Cromwell</i>.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué?</p>
-
-<p>&mdash;¿Y para qué quiere usted saber la razón?...<a name="page_124" id="page_124"></a> Conténtese usted con
-estar segura de que la victoria será mía... nuestra...</p>
-
-<p>Y repentinamente, como si tuviese prisa en quebrar aquel hechizo sensual
-en que la joven iba envolviéndole, añadió:</p>
-
-<p>&mdash;Yo tengo novia, señorita... y mi novia, con quien pienso casarme este
-verano, juega toda su dote á <i>Cromwell</i>.</p>
-
-<p>Esta confesión varió el rumbo del diálogo, cual si á partir de aquel
-instante la imagen de Marta se hubiese instalado entre ambos
-interlocutores separándoles. Fué la conversación leal, íntima, sin
-asomos sensuales, de dos amigos que se unen para realizar un buen
-negocio.</p>
-
-<p>&mdash;¿Ganaremos, señor Thom?</p>
-
-<p>&mdash;Ganaremos, señorita; no lo dude usted. El automóvil se detuvo. Ella
-preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Hemos llegado?</p>
-
-<p>El jockey miró al través de los cristales y reconoció aquel farol desde
-donde se perdía de vista la taberna de Marta.</p>
-
-<p>&mdash;Sí&mdash;repuso&mdash;, hemos llegado.</p>
-
-<p>Apeóse del vehículo, y sus manos esqueléticas estrecharon cordialmente
-las manecitas cariñosas de Ana María.</p>
-
-<p>La joven exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Después del «Gran Premio» búsqueme usted. Quiero que su mejor regalo
-de boda sea el mío.<a name="page_125" id="page_125"></a></p>
-
-<h3><a name="VIII-b" id="VIII-b"></a>VIII</h3>
-
-<p>Llegó la tarde en que los mejores caballos de Europa iban á disputarse
-los cien mil francos del «Gran Premio». Una muchedumbre cosmopolita y
-aristocrática llenaba el perímetro enorme de Longchamps: las avenidas
-que conducen al hipódromo retemblaban bajo las ruedas fugitivas de
-millares de coches; los automóviles y los vehículos á <i>la Dumont</i>
-atronaban el Bosque con el agrio clamoreo de sus trompetas; los trajes
-claros de las mujeres endomingadas pintaban alegres manchas rojas y
-blancas sobre el fondo verde de los árboles; un murmurio inmenso de
-voces invadía el espacio; la luz cegaba; en el cielo azul las banderas
-tricolores flameaban brillando jubilosas bajo la caricia fulgurante del
-sol.</p>
-
-<p>La prensa de aquella mañana había soliviantado el ánimo de la multitud
-que frecuenta los hipódromos. Varios periódicos, entre ellos <i>Le
-Journal</i>, apostaban por <i>Rick</i> y recordaban su historia; aquella
-historia sin derrotas por la que mereció ser llamado «el primer caballo
-de Francia». En cambio,<a name="page_126" id="page_126"></a> el diario <i>Les Sports</i> votaba por <i>Cromwell</i> y
-publicaba su retrato. Esto enardecía al público, y sobre el <i>turf</i> de
-Longchamps las apuestas se multiplicaban, equilibrándose.</p>
-
-<p>Ante el palco del presidente de la República, y bajo el ávido mirar del
-mundo elegante de las tribunas, los caballos iban y venían inquietos,
-mirándose con ojos recelosos y ardientes, esperando entre azorados y
-coléricos el momento del combate.</p>
-
-<p>A lo largo de la cuerda la multitud se apiñaba impaciente, codeándose,
-levantándose curiosa sobre las puntas de los pies. En lo alto de los
-coches que ocupaban el centro del <i>turf</i> oscilaba una muchedumbre de
-sombrillas blancas y bermejas; la brisa, al ceñir al cuerpo de las
-mujeres los finos trajes vernales, dibujaba indiscreta ampulosidades
-llamativas.</p>
-
-<p>La aparición de <i>Cromwell</i> fué saludada con nutridos aplausos por un
-grupo de ingleses. Juan Thom, impávido bajo su gorrilla roja, paseó
-sobre aquellos millares de cabezas una mirada de indiferencia y desdén,
-y apenas correspondió á la sonrisa confortante que Marta y su padre le
-dirigieron desde una tribuna. Sus piernecillas, metidas en prietos
-calzones blancos de punto, oprimían como en un crispamiento el lomo
-soberbio del caballo; el busto blandengue se encorvaba dentro del
-prestigio de la blusa sangrienta, cuyo arrebatado color exageraba la
-demacración amarillenta del rostro.<a name="page_127" id="page_127"></a></p>
-
-<p>Juan Thom estaba triste. En aquellos últimos días, y bien á despecho
-suyo, había pensado mucho en <i>Rick</i>: él recordaba que su querido
-caballo, la víspera de las grandes carreras, se mostraba impaciente,
-sobresaltado, como si le mordiese un presentimiento. Entonces era cuando
-él le acariciaba, le decía palabras amistosas, le explicaba que estaba
-enamorado de Marta y que necesitaba á todo trance casarse con ella. Pero
-aquella unión rara y dulce pasó, y los que fueron como hermanos, ahora,
-por un vaivén clownesco de la suerte, eran enemigos.</p>
-
-<p>Un problema terrible atenaceaba en tales momentos el alma del jockey.</p>
-
-<p>&mdash;Si gano la carrera&mdash;pensaba&mdash;me caso con Marta y aseguro mi porvenir,
-mi felicidad. Pero si <i>Cromwell</i> vence, <i>Rick</i>, que es mi pasado, mi
-historia y también mi presente, pues lo que soy no es más que el reflejo
-de lo que fuí, queda deshonrado... y ya no será tenido por «el mejor
-caballo del mundo...»</p>
-
-<p>Y, por primera vez, dentro del alma genial de Juan Thom, el artista y el
-hombre se encontraron frente á frente.</p>
-
-<p>Los franceses, á quienes disgustaba tener á su jockey favorito
-combatiendo á Francia sobre un caballo inglés, le dirigieron algunos
-denuestos; y el pequeño Thom, impasible y pálido como un muñeco de cera,
-consideraba que quienes le inculpaban tenían razón y que la lucha que
-iba á emprender bajo los auspicios del pabellón británico era<a name="page_128" id="page_128"></a> una falta
-de patriotismo. Desde la tribuna primera, Ana María, espléndida,
-vistosísima entre la nieve de su sombrero y de sus encajes, le saludaba
-recordándole lo prometido.</p>
-
-<p>Un grupo de corredores se acercaba. Tras ellos iba Rick, solitario,
-inquieto, aislado de todos por su poderosa personalidad. Al ver á su
-antiguo jinete, el noble caballo relinchó, y su relincho extraño parecía
-decir que aquella tarde la historia gloriosa de uno de los dos quedaría
-rota. Los ojos de Juan Thom se llenaron de lágrimas.</p>
-
-<p>Ya los jockeys habían sido pesados. La carrera iba á empezar. El juez de
-salida, el de campo y el de llegada, ocupaban sus puestos. Los
-espectadores se estrechaban á lo largo de la pista, poniéndose sobre las
-puntas de los pies, estirando el cuello, no queriendo perder ningún
-detalle de aquel instante, breve y magnífico, del «arranque». En la
-amplitud verde del hipódromo la muchedumbre osciló como una ola inmensa.</p>
-
-<p>El momento había llegado. Los jockeys, vestidos unos de amarillo, otros
-de azul, ó de verde ó de rojo, procuraban domeñar la impaciencia
-fugitiva de sus cabalgaduras para colocarlas en la misma línea. Pero la
-operación era difícil, porque los ardientes animales no sabían estarse
-quietos. Poco á poco, sin embargo, iban reduciéndolos á la obediencia.
-Hubo, al fin, un momento en que el juez de salida creyó que estaban bien
-formados. Entonces vibró una campana: los caballos partieron...</p>
-
-<p>Al principio, todos avanzaron juntos, formando<a name="page_129" id="page_129"></a> una masa palpitante y
-terrible. Corrían con el vientre cerca del suelo, los ollares hinchados
-por la cólera, los cuerpos alargados y como dislocados en una contorsión
-tetánica de todos sus músculos. Los jockeys, en pie sobre los estribos
-para pesar menos, les estimulaban atacándoles sañudamente con las
-espuelas y golpeándoles con sus fustas rellenas de plomo.</p>
-
-<p>Pero en seguida comenzaron á distanciarse: uno de ellos, al arrancar, se
-amorró demasiado y rodó por el césped; otro, cuyo jinete trató de
-«hacerle el juego» á un compañero, se despistó y quedó fuera de combate.
-Los demás continuaron.</p>
-
-<p>Bien pronto <i>Rick</i>, que había tomado la cuerda, ocupó la delantera,
-huyendo con aquel correr suyo poderoso y tranquilo, como el vuelo de las
-águilas. Junto á él iba <i>Cromwell</i>, menos corpulento que su enemigo,
-pero corajoso y ardiente como <i>Al-Borak</i>, la yegua hadada que llevó á
-Mahoma, en el espacio de una noche, desde la Meca á Medina...</p>
-
-<p>La lucha entre ambos animales, verdaderos modelos de energía y de
-voluntad, era asombrosa. En el segundo tercio de la carrera, Juan Thom,
-que se había limitado á impedir que <i>Rick</i> se le adelantase, alzóse
-sobre los estribos y comenzó á fustigar furiosamente las ancas de su
-cabalgadura; sus espuelas cruzaron los hijares palpitantes del animal de
-líneas rojas. <i>Cromwell</i>, enardecido por la cólera del dolor,
-aventajándose á sí mismo, adelantó más... más...</p>
-
-<p><a name="page_130" id="page_130"></a>Durante algunos segundos, <i>Cromwell</i> y <i>Rick</i> pelearon sin sacarse
-ventaja, y sus jockeys sentían el calor magnético de los millares de
-miradas que les perseguían acosadoras. Momento magnífico. Iban pálidos,
-sudorosos, jadeantes, medio ahogados en la velocidad asfixiante de la
-carrera. Al fin, y bajo la fusta incansable de Thom, <i>Cromwell</i>
-avanzó... avanzó lentamente... semejante á un águila que volase á ras de
-tierra...</p>
-
-<p>Un grito formidable atronó el espacio.</p>
-
-<p>&mdash;¡Pierde <i>Rick</i>!&mdash;exclamaron millares de voces&mdash;¡<i>Rick</i> pierde!...</p>
-
-<p>Francia iba á quedar vencida; los ingleses aplaudían. Juan Thom miró de
-reojo y vió junto á su rodilla la querida cabeza de su caballo, que
-parecía llorar despidiéndose de él para siempre, en la vergüenza
-irremediable de la derrota. Aquella mirada inteligente y desesperada
-traspasó el alma del jockey; Juan Thom pensó lo que hacía estaba mal
-hecho, porque iba á destrozar la larga historia triunfal de <i>Rick</i>, y
-<i>Rick</i> no era responsable de que Ana María quisiera rehacer su fortuna,
-ni de que él se hubiese enamorado de Marta, ni de que la dote de Marta
-fuese tan pequeña...</p>
-
-<p>Una vez más el artista vencía al hombre, y entonces Juan se olvidó de sí
-mismo, de su amor, de sus treinta mil francos... y echando el cuerpo
-fuera de la silla lanzó aquel alarido extraño, gutural que hacía á
-<i>Rick</i> invencible.</p>
-
-<p>Los dos corredores enfilaban el jalón de distancia plantado cien metros
-antes de llegar á la meta.<a name="page_131" id="page_131"></a></p>
-
-<p>&mdash;¡Gruiiii!&mdash;gritó el jockey&mdash;¡gruiiii!...</p>
-
-<p>Y <i>Rick</i>, fuera de sí, bebióse la brida y brincó, dejando atrás á
-<i>Cromwell</i>, arrastrando así sañudamente por el suelo, como si fuese un
-cuerpo muerto, todo el porvenir de Juan Thom.</p>
-
-<p>No obstante, aquella tarde, al volver de Longchamps entre la curiosidad
-de la muchedumbre que le miraba con un poco de lástima, la frente triste
-del pequeño Thom era noble y altiva como la de un rey.</p>
-
-<p>Madrid.&mdash;Mayo, 1909.</p>
-
-<p><a name="page_132" id="page_132"></a></p>
-
-<p><a name="page_133" id="page_133"></a></p>
-
-<h2><a name="EL_COLLAR" id="EL_COLLAR"></a>EL COLLAR<a name="page_134" id="page_134"></a>
-<a name="page_135" id="page_135"></a></h2>
-
-<h3><a name="I-c" id="I-c"></a>I</h3>
-
-<p>Había terminado el primer acto, y Enrique Darlés, llevado de su
-curiosidad provinciana, descendió al <i>foyer</i>. Quería asimilarse pronto
-el alma grande y abigarrada de la urbe, ver muchas cosas, afirmar su
-personalidad ante la renovación de tantas emociones nuevas, sentir cómo
-todo Madrid iba pasando bajo la suela de sus zapatos andariegos.</p>
-
-<p>Momentos antes, desde su vulgar asiento de «paraíso», el teatro Real,
-con su amplio patio de butacas y sus palcos anegados en la llovizna
-fulgurante de centenares de lámparas eléctricas, habíasele ofrecido cual
-un raro jardín; especie de ramillete enorme donde los cintillos
-diamantinos que adornaban las femeniles gargantas, gotas de rocío
-parecían detenidas sobre pétalos monstruosos de sedas, de terciopelos
-joyantes y de epidermis desnudas. La intensidad de este espectáculo fué
-tan cautivadora, que apenas si logró percatarse<a name="page_136" id="page_136"></a> de lo que la orquesta y
-los artistas iban diciendo. Las impresiones visuales derrotaban en su
-ánimo toda otra emoción, y miraba sin saciarse nunca. Aquel pensil
-humano exhalaba una fragancia extraña, un vaho adormecedor y sensual á
-esencias de heno, de jazmines, de musgo y de violetas parmesanas, á
-carnes bien lavadas, á finas ropas interiores. Y en el fondo del cuadro
-luminoso, resplandeciente como una apoteosis de opereta, las mujeres,
-con sus talles mimbreantes, sus hombros impúdicos expuestos á la
-voracidad analítica de los gemelos, sus semblantes risueños,
-embellecidos por esa placidez de expresiones que da la riqueza, sus
-cabecitas cuidadosamente peinadas, sus manos enjoyadas, que movían
-abanicos de plumas ante las gasas de los escotes...</p>
-
-<p>Ganoso de examinar de cerca este mundo, Enrique Darlés descendió al
-<i>foyer</i>. Allí se detuvo, un poco avergonzado de sí mismo. Por primera
-vez hallaba ridículos su sombrero hongo pasado de moda, su trajecillo
-negro que le daba aspectos de seminarista, sus brodequines viejos y mal
-lustrados. Su corbata flotante, anudada con negligencia estudiantil,
-también era fea. A su alrededor pasaban hombres correctamente vestidos,
-con elegantes fracs de floridas solapas y levitas de impecable
-severidad, y damas que arrastraban majestuosamente la albura de sus
-faldas de moaré y de gro por la alfombra mullida y bermeja. Era aquella
-una sinfonía magistral de sedas, de brocados, de pieles fastuosas, de
-finos tarsos vislumbrados tras el<a name="page_137" id="page_137"></a> misterio perverso de las medias
-caladas, de aderezos esplendorosos y de pulseras tintineantes, cuyos
-dijes repetían la canción de su oro sobre la morbidez armiñada de los
-antebrazos.</p>
-
-<p>Aturdido, sin saber justificar su presencia allí, Darlés adelantóse á
-examinar un busto de Gayarre; busto broncíneo, de cabellos cortos y
-revueltos y enérgica actitud, que recuerda la figura de Otello. Una mano
-se apoyó familiarmente en su hombro. El joven volvió la cara.</p>
-
-<p>&mdash;¡Don Manuel! ¡Qué sorpresa!</p>
-
-<p>Era un caballero de mediana estatura, recio y un poco calvo.
-Representaba cincuenta años. Una crespa y abundante barba rubia cubría
-sus mejillas abultadas y felices, llenas de sangre. Vestía de levita.
-Sobre su nariz epicúrea, ancha y corta, temblaban unas gafas de oro.</p>
-
-<p>&mdash;¡Muchacho!&mdash;exclamó&mdash;; ¿tú por aquí?</p>
-
-<p>Muy colorado, sin saber por qué, Enrique repuso:</p>
-
-<p>&mdash;He venido á ver esto...</p>
-
-<p>Inconscientemente, con ese respeto que cuando niños aprendimos á tener á
-los amigos de nuestros padres, se había quitado el sombrero, que
-sujetaba con ambas manos á la altura del pecho. Además, don Manuel era
-diputado. Pero el prohombre le obligó á cubrirse.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y qué haces en Madrid?</p>
-
-<p>&mdash;Estudiar.</p>
-
-<p>&mdash;¿Derecho?</p>
-
-<p>&mdash;No, señor: Medicina.<a name="page_138" id="page_138"></a></p>
-
-<p>&mdash;¡Buena carrera! ¿Qué año cursas?</p>
-
-<p>&mdash;El preparatorio.</p>
-
-<p>Sonrió avergonzado. Comprendía que sus respuestas eran demasiado
-lacónicas y que no sabía hablar; y experimentó con más fuerza que antes
-la vejatoria sensación de hallarse mal vestido. Don Manuel miraba á su
-alrededor y había en su gesto impertinencia y desenfado. A cada momento
-murmuraba: «Estoy esperando á uno...» Luego reanudó su vaneo con el
-estudiante, interrogándole por su padre y por el cacique del pueblo.
-Invariablemente, á cada nueva interrogación, Enrique Darlés contestaba:
-«Todo está igual, todos siguen bien...» Y el diálogo volvía á
-interrumpirse.</p>
-
-<p>Don Manuel preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Vives en casa de huéspedes, verdad?</p>
-
-<p>&mdash;No, señor.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo?</p>
-
-<p>&mdash;He alquilado, en la calle de la Ballesta, un pisito tercero interior,
-que me renta trece pesetas mensuales, y como en una taberna de la misma
-calle.</p>
-
-<p>&mdash;Veo que sabes vivir; así te ahorras el lidiar con patronas. Cuando
-conozcas bien Madrid, no habrá quien te haga volver al pueblo. Madrid es
-muy hermoso. Aquí, teniendo dinero, un hombre listo se divierte mucho.</p>
-
-<p>Con ese tono confidencial que los necios y soplados adoptan para admirar
-á los individuos que estiman inferiores, don Manuel añadió:<a name="page_139" id="page_139"></a></p>
-
-<p>&mdash;Mira: tú no eres un niño; yo, ¡qué diablos!... tampoco he llegado á
-viejo; por tanto, y ya que ese amigo á quien esperaba no viene, podemos
-hablar libremente. Yo... ¿comprendes?... tengo... un quebradero de
-cabeza...</p>
-
-<p>Enrique hizo un signo afirmativo.</p>
-
-<p>&mdash;Alicia Pardo, ¿la conoces?</p>
-
-<p>&mdash;No, señor.</p>
-
-<p>&mdash;Es muy popular entre la aristocracia de buen humor. Una hermosura
-espléndida. En el Casino la llamamos «Tacita de oro».</p>
-
-<p>Repentinamente la expresión de sus facciones cambió: los ojos brillaron
-glotones y alegres; acentuóse el color congestivo de las mejillas y dió
-media vuelta sobre sí mismo, acariciándose la barba y ajustándose bien
-sobre la frente el sombrero de copa, con la petulancia del fatuo que se
-supone admirado.</p>
-
-<p>El agudo y sostenido repiqueteo de unos timbres anunciaron que el
-segundo acto iba á empezar. Los espectadores refluían hacia el salón, y
-en la soledad del <i>foyer</i>, bajo la claridad blanca de los focos
-eléctricos, el busto de Gayarre parecía más alto. Don Manuel exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Sígueme; te presentaré á mi amiga.</p>
-
-<p>Y, refiriéndose á una mirada despavorida del estudiante, agregó:</p>
-
-<p>&mdash;No importa que tu traje no sea de etiqueta. Te quedas en el antepalco.</p>
-
-<p>Echó á andar con paso firme, preocupado en dar á sus movimientos soltura
-y flexibilidad juveniles.<a name="page_140" id="page_140"></a> Sin responder palabra, Enrique Darlés le
-siguió, á un mismo tiempo gozoso y turbado.</p>
-
-<p>Penetraron en una platea. Don Manuel murmuró:</p>
-
-<p>&mdash;Bien, ¿eh?, hasta luego; desde aquí puedes oirlo todo.</p>
-
-<p>Enrique no contestó; la representación había comenzado, y en el silencio
-hierático de la sala triunfaba el coro de una de esas dulces óperas
-italianas, cargadas, para todos nosotros, de recuerdos de infancia.
-Darlés levantó ligeramente uno de los pesados cortinajes que defendían
-el antepalco. De espaldas á él, y acodada sobre la barandilla de la
-platea, había una mujer joven, vestida de blanco. Las firmes caderas
-ondulaban lascivas bajo la brevedad pueril de la cintura; los hombros
-eran redondos y de armoniosa anatomía; sobre la nieve de la nuca
-desnuda, los cabellos rubios, casi rojos, fingían tonalidades leoninas;
-dos esmeraldas enormes temblaban, como gotas de ajenjo, en el rosado
-lóbulo de las orejas diminutas. Enrique Darlés advirtió que don Manuel y
-Alicia cambiaban algunas palabras. Seguidamente, ella volvió la cabeza
-con un movimiento curioso, lleno de gracia, y el estudiante recibió en
-los ojos el choque de dos pupilas grandes, verdes y luminosas, como
-animadas esmeraldas. Fué una mirada breve, pero inquisitiva y
-penetrante, que se resolvió en una expresión de desdén.</p>
-
-<p>Tembloroso y con las mejillas abrasadas en rubor, Darlés dejó caer la
-cortina y fué á refugiarse<a name="page_141" id="page_141"></a> al fondo del antepalco. Al principio quiso
-huir de allí, mas luego cambió de opinión, pareciéndole que marcharse
-sin despedirse era poco correcto. El creía que se fastidiaba, pero, en
-realidad, lo que tenía era miedo. No obstante, esperó. Lentamente el
-hechizo musical de la ópera fué invadiéndole, librándole de su propia
-conciencia. Desarrollábase uno de esos poemas románticos, completamente
-líricos, donde las figuras lo son todo: el ambiente, el marco que rodea
-á los personajes, lo objetivo, no existían allí. Temblaban sobre el
-suave y acordado plañir de los violoncelos gemidos de quebranto;
-apuntaban los violines agudos gritos de rebelión y arpegios de ufanía, y
-sobre el poema orquestal, rico, proteico, multiforme, como una alma,
-alzábase la voz del tenor, persuasiva y caliente, desgarrándose en un
-lamento inconsolable.</p>
-
-<p>Enrique tornó á levantarse y á separar tímidamente los cortinones del
-antepalco. Su movimiento quedó inadvertido. Alicia estaba de espaldas á
-él, suspensa en el hechizo hadado de la representación, y su emoción
-fingía deslizar por entre sus omoplatos un estremecimiento de carne
-rosa. Alrededor de los cabellos, la intensa reverberación blanca de la
-sala prendía un nimbo tornasol. Repentinamente Enrique Darlés tembló;
-antes los ojos de la joven habíanle parecido dos esmeraldas, y ahora las
-esmeraldas que brillaban bajo la hoguera de sus cabellos creyó que le
-miraban como dos pupilas. Pero esta idea absurda<a name="page_142" id="page_142"></a> duró poco; la orquesta
-languidecía en un «ritornelo» doloroso, y á lo largo del «motivo»
-capital las frases musicales se desgranaban abundantes, resbalando en
-escalas cromáticas, desde los tonos tiples á los más graves,
-alcanzándose, flagelándose, confundiéndose luego todas en un acorde de
-angustia inmensa. Y en aquel treno grandioso había abatimientos de
-desilusión y zozobras de esperanza, cansancios y anhelos, muecas y
-risas; la vida, en fin, trágica y filante, que se retorcía en la
-amargura de todo cuanto fué y ha de ser.</p>
-
-<p>Enrique volvió á sentarse; una pena sin nombre oprimíale la garganta y
-sintió deseos punzantes de llorar. Su pasado y su presente desfilaron
-por su espíritu en velocísima visión cinematográfica. Su padre era viejo
-y tenía una botica que apenas le redituaba para mal vivir; y él,
-terminada su carrera de médico, debería regresar al pueblo, monótono y
-odioso. Allí, trabajando para devolver á sus progenitores cuanto de
-ellos recibió, marchitaría sus años mozos; ilusiones de amor,
-curiosidades de artista, lo más excelente de su alma allí quedaría
-enterrado. Luego se casaría y tendría hijos; después... su existencia
-trazaba un larguísimo camino recto, sin ondulaciones ni altibajos,
-perdido en la monotonía de un desierto. Saber lo que será de nosotros
-dentro de diez, de veinte, de treinta años, ¿hay algo más horrible?</p>
-
-<p>El pobre estudiante se mesó los cabellos, y sus ojos se arrasaron en
-lágrimas. El hubiera querido<a name="page_143" id="page_143"></a> ser rico, no tener familia y hallarse
-expuesto á los zarpazos, generosos en poesía, de lo imprevisto. Sin duda
-por sus venas corría sangre de conquistadores, de aventureros esforzados
-que realizaron hazañas preclaras y murieron en lejanos climas, y aquella
-estirpe belicosa dejó en él, con la afición al peligro, la melancolía
-infinita de acercarse á la vejez sin haber hecho nada diferente de lo
-que todos los hombres hacen todos los días. Terminar una carrera
-costosa, aburrida y difícil, para más tarde ganar un jornal, una mujer y
-un rincón: una casa pobre donde hay tantos palacios, un amor donde laten
-tantas pasiones, un jornal miserable al lado de tantas fortunas...</p>
-
-<p>Y, excitado por la música, la pena absurda de Enrique Darlés estalló en
-sollozos.</p>
-
-<p>Acabó el segundo acto y don Manuel y Alicia Pardo entraron en el
-antepalco. Al ver á Darlés, los habladores ojazos verdes de la joven
-llenáronse de sorpresa.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo? ¿Estaba usted llorando?</p>
-
-<p>Antes de que el estudiante pudiera contestar, repitió, dirigiéndose á su
-amigo:</p>
-
-<p>&mdash;¿No te parece? ¡Estaba llorando!</p>
-
-<p>Enrique, avergonzadísimo, dijo:</p>
-
-<p>&mdash;No sé... me hallaba distraído. Pero, sí... es posible...</p>
-
-<p>Ella repuso sonriendo:</p>
-
-<p>&mdash;Tiene usted novia, ¿verdad?</p>
-
-<p>&mdash;No... no, señorita.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y entonces?<a name="page_144" id="page_144"></a></p>
-
-<p>&mdash;Es que siempre... ¡tonterías!... sin saber por qué, como á las mujeres
-histéricas, la música, aunque sea mala, me pone triste.</p>
-
-<p>&mdash;¡Es raro!... A mí, no.</p>
-
-<p>Don Manuel, sanguíneo y macizo, significó con un alzamiento de sus
-hombros cuadrados que aquello carecía de importancia, y les presentó; y
-Enrique sintió en su diestra ardorosa la mano fría y suave&mdash;nieve y
-terciopelo&mdash;de «Tacita de oro». Después los tres se instalaron sobre el
-mismo diván. Alicia quedó colocada entre los dos hombres. Don Manuel
-sacó su petaca.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quieres?&mdash;dijo.</p>
-
-<p>&mdash;Muchas gracias.</p>
-
-<p>&mdash;¡Buen chico!&mdash;exclamó el diputado&mdash;; no tiene vicios.</p>
-
-<p>Alicia interrogó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué, no fuma usted?</p>
-
-<p>&mdash;No, señorita...</p>
-
-<p>&mdash;¡Sí que es usted raro!... Pues yo, fumo.</p>
-
-<p>Enrique Darlés bajó los ojos, ruborizándose de nuevo. Comprendió que
-aquel detalle agravaba la ridiculez de su traje; las mujeres,
-generalmente, gustan de los hombres que fuman; para ellas el tabaco
-suele ser el perfume mejor. Tuvo hacia sí mismo un movimiento de rabia;
-de buena gana, para recobrarse ante Alicia, hubiese apurado, uno tras
-otro, cuantos cigarrillos, egipcios ó turcos, llevaba don Manuel en la
-petaca; pero ya era tarde; la oportunidad, esa gran hechicera que da
-mérito y gracia á todas las cosas, había pasado.<a name="page_145" id="page_145"></a></p>
-
-<p>La joven, con desenfado perfectamente inglés, había cruzado una pierna
-sobre otra y fumaba tranquilamente, apoyada contra el respaldo obscuro
-del diván. Esta vez, alrededor de sus cabellos diabólicos, el humo del
-cigarrillo, subiendo parsimonioso en la quietud del ambiente, tejía un
-halo azulino. Darlés la observaba, aunque de reojo. Tenía aguileño el
-semblante, la nariz respingueña, la boquirrita sangrienta y cruel; bajo
-la frente pequeña, dura, llena de instintos egoístas, los largos ojos
-verdes miraban con imperio y fastidio: era una expresión fría,
-taladrante, sondeadora, que no revelaba piedad. Un hilo de menudas
-perlas ceñía su garganta mórbida y rosada; ardían sus dedos, de uñas
-puntiagudas, bajo el incendio de las sortijas. En la euritmia de su
-escultura, en el acordado ritmo de sus actitudes, en todos los
-pormenores y perfiles de aquella adorable muñeca, Enrique Darlés, á
-pesar de su inocencia provinciana, adivinó un alma ególatra, una de esas
-voluntades sin emoción, reconcentradas en sí mismas, que jamás sintieron
-la melancolía.</p>
-
-<p>Don Manuel, con ese buen humor petulante de los hombres sanos y ricos,
-poseedores de una mujer bonita, exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Conque, dí, Enrique: ¿qué te parece mi «Tacita de oro»? ¿A que no
-viste en nuestro pueblo cara igual?</p>
-
-<p>Y agregó triunfante:</p>
-
-<p>&mdash;Además, no me cuesta mucho. Cuando nos<a name="page_146" id="page_146"></a> conocimos, la pregunté:&mdash;«¿Qué
-quieres de mí?» Y me contestó:&mdash;«Que me abones á una platea del Real»
-¡Casi nada! Mil trescientas y pico de pesetas por catorce funciones. Y
-aquí nos tienes. La pobrecilla no es exigente.</p>
-
-<p>A las palabras del diputado, Darles no contestó; se lo impedían la
-emoción, la novedad de aquel mundo, que ni aun de referencias conocía;
-mundo descarrilado y amoral en que, como en arte, sólo la belleza tiene
-precio, y donde hay mujeres calculadoras que se dan por un palco.</p>
-
-<p>Alicia Pardo, entretanto, observaba á Enrique, y la franqueza rectilínea
-de su mirada tenía desenfado azorante. Habíanla interesado su mucha
-juventud, la ingenuidad de sus respuestas, la corrección apolina de sus
-facciones, las tonalidades obsidiánicas de su rizosa cabellera
-meridional, la bravura negra de los ojos ardientes y curiosos en la
-tersura efeba del rostro, fácil al rubor; y más que todo esto, la
-emotividad de aquel espíritu artista á quien la música arrancaba
-lágrimas. Alicia, que sólo vió á los hombres llorar por celos, ó por
-motivos aún más bajos y ruines, encontraba en el llanto de Enrique
-Darles algo exquisito y estupendo. Y por su cabecita, llena de
-curiosidades, pasó la idea de que sería muy raro y muy dulce dejarse
-amar por un muchacho así.</p>
-
-<p>De repente exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Y usted, ¿qué hace en Madrid?</p>
-
-<p>&mdash;Estudiar...</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah, ya!... Estudiante... El protagonista de<a name="page_147" id="page_147"></a> una novela que leí ha
-tiempo, y que me gustó mucho, era estudiante también. ¿Qué coincidencia,
-verdad?</p>
-
-<p>Darlés, vencido por la sencillez pueril de la observación, hizo un
-ademán afirmativo. «Tacita de oro» continuó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué edad tiene usted?</p>
-
-<p>&mdash;Veinte años.</p>
-
-<p>&mdash;¿Sin mentir?</p>
-
-<p>&mdash;Sin mentir. ¿Por qué?... ¿Acaso represento más?</p>
-
-<p>&mdash;Al contrario. Representa usted menos. Yo voy á cumplir diez y nueve y
-parezco más vieja.</p>
-
-<p>Don Manuel había desdoblado un periódico y leía la sección de Bolsa.
-Alicia Pardo quiso saber cómo se llamaba Darlés.</p>
-
-<p>&mdash;¡Enrique!&mdash;repitió&mdash;; ¡es muy bonito nombre!...</p>
-
-<p>Quedóse absorta, recordando que todos los Enriques que había conocido, y
-eran muchos, la fueron simpáticos. Y así, retrocediendo en su historia,
-llegó á los años de su infancia; años serenos, pasados en la quietud
-virgiliana de un pueblo, y creyó ver en Darlés, sano, inocente y tostado
-por el sol de la provincia, algo de lo que ella misma había sido. Fuera
-de sí, arrobado y boquiabierto, el estudiante la contemplaba también,
-como quien examina una muy excelente obra de arte.</p>
-
-<p>En los pasillos resonaba un estrépito insólito de pisadas; vibraban
-varios timbres; una ola de espectadores invadía el patio de butacas. El
-tercer<a name="page_148" id="page_148"></a> acto iba á empezar. Alicia y don Manuel se levantaron.</p>
-
-<p>&mdash;¿Te quedas?&mdash;preguntó el diputado á Darlés.</p>
-
-<p>&mdash;No; muchas gracias.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué?</p>
-
-<p>&mdash;Porque... necesito acostarme temprano. Mañana he de madrugar.</p>
-
-<p>Estaba tan cierto de que Alicia podía amarle, y era tal el empacho de
-ventura que esta certidumbre le producía, que necesitaba hallarse solo
-para disfrutarla mejor. Don Manuel añadió:</p>
-
-<p>&mdash;Como gustes. Cuando quieras verme, mejor que á mi casa, donde no estoy
-nunca, ve á la de Alicia. Allí me encontrarás por las tardes, de seis á
-ocho.</p>
-
-<p>Se despidieron. Al salir del palco Enrique Darlés volvió la cabeza, y
-sus ojos y los de Alicia Pardo se tropezaron, acariciándose mutuamente,
-como dándose un beso y una cita. Fué una de esas miradas terribles,
-trastornadoras de existencias, que los hombres suelen recibir en su
-juventud y luego les acompañan toda la vida.<a name="page_149" id="page_149"></a></p>
-
-<h3><a name="II-c" id="II-c"></a>II</h3>
-
-<p>Alicia pasó la tarde en su casa leyendo un libro ante el fuego de la
-chimenea. Don Manuel había ido á verla; disputaron y ella le despidió.
-Estaba nerviosísima; tenía ganas de llorar, de bostezar, de mesarse los
-cabellos y emprenderla á puntapiés con los jugueteros, desde cuyos
-frágiles entrepaños de cristal las muñecas, las figulinas de porcelana y
-los «bibelotes», de formas extravagantes, mostrábanle sus rostros
-picarescos.</p>
-
-<p>Es indispensable haberse aburrido alguna vez para comprender toda la
-negrura, todo el silencio, todo el horror de abismo sin fondo ó de túnel
-sin salida, que guarda el hastío. Y, sin embargo, como la muerte es
-origen de vida, así el fastidio suele ser principio de acción. A veces
-un gran fastidio tiene el vigor de una gran voluntad. Por aburrimiento,
-muchos hombres de juventud libertina fueron en sus años maduros espejo
-de esposos, y aplicándose luego á los negocios murieron millonarios. El
-fastidio produce también obras de arte; Byron y Heine, de no aburrirse
-enormemente, no<a name="page_150" id="page_150"></a> hubiesen llegado jamás á las excelsitudes de la poesía.</p>
-
-<p>Aunque muy joven, Alicia Pardo sufría ya ese mal; mal de quietud que
-borra los linderos y apaga los contrastes. Nunca estuvo enamorada, y el
-egoísmo de sus amantes acabó de dar á su alma, poco inclinada á la
-ternura, durezas diamantinas. «Yo ya no puedo querer á nadie&mdash;decía&mdash;;
-me hice hombre...» Entonces, como el espíritu no sabe estar ocioso, amó
-el lujo; no era codiciosa ni ahorrativa, pero sí gustaba de los vestidos
-costosos, de los sombreros llamativos, de las piedras finas donde los
-rayos solares se hicieron cristal. Vivir, á su juicio, era comprar
-buenos muebles, estrenar trajes, exhibirse, gastar sin tasa; entre sus
-lindas manos, alternativamente pedigüeñas y dispendiosas, el dinero se
-deshacía. Tenía mucho y necesitaba más, y como pronto se aburría de lo
-adquirido, su caudal no aumentaba.</p>
-
-<p>Aquella tarde la joven hallábase furiosa; no sabía qué hacer; tenía poco
-dinero y por la mañana había visto en un bazar muchas frivolidades
-bonitas. Había cogido un libro para distraerse, y no lo consiguió; su
-desasosiego persistía. ¿Por qué no ser infinitamente rica? Y hallaba
-clownesca esta pobre vida, donde los hombres se creen dichosos con
-poseer la diezmillonésima parte de lo que quieren.</p>
-
-<p>Cuando Enrique Darlés llegó iban á dar las siete. Al ver al estudiante,
-Alicia lanzó un suspiro de satisfacción y tiró el volumen al fuego.<a name="page_151" id="page_151"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Qué hace usted?&mdash;gritó Darlés, para quien cualquier libro era algo
-sagrado.</p>
-
-<p>Ella repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Casi nada. Es una novela estúpida; con todo lo que nos aburre debíamos
-hacer otro tanto.</p>
-
-<p>Enrique tomó asiento.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y don Manuel?</p>
-
-<p>&mdash;Estuvo aquí un rato y se fué. O, mejor dicho, le despedí. Le aseguro á
-usted que estoy insoportable; quisiera reñir con todo el mundo; daría no
-sé qué por experimentar una emoción fuerte. Me desespero. Son los
-nervios, los nervios malditos, que revuelven cuanto de malo y de
-canallesco duerme en nosotros. Hoy es uno de esos días negros en que el
-bienestar de nuestros amigos nos hace desgraciados.</p>
-
-<p>Interrumpióse para examinar á Darlés, quien, con su semblante
-barbilindo, sus ojos meridionales y sus rizados cabellos negros,
-mostrábase interesante y dulce como un paje.</p>
-
-<p>&mdash;Soy rara&mdash;continuó&mdash;, voluble, ingrata, incapaz de poner pasión
-duradera en nada. Por eso, desde el primer momento llamó usted mi
-atención: por apasionado. Buenos ó malos, me gustan los caracteres
-radicales, las voluntades de hierro. En cuanto á esos temperamentos
-tibios y equilibrados que á todo saben amoldarse, comparados les tengo á
-los trajes de entretiempo, con los cuales siempre estamos mal, pues si
-en verano nos abrigan más de lo justo, en invierno nos resguardan
-bastante menos de lo necesario.<a name="page_152" id="page_152"></a></p>
-
-<p>Tímidamente, Enrique Darlés se atrevió á decir:</p>
-
-<p>&mdash;¿Y de dónde proviene su disgusto?</p>
-
-<p>&mdash;No lo sé.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo?</p>
-
-<p>&mdash;Lo que usted oye. A menos que...</p>
-
-<p>Se detuvo, escudriñándose, y prosiguió:</p>
-
-<p>&mdash;Mis palabras le sorprenden, porque es usted muy joven. Cuando tenga
-usted más años y con ellos más mundo, comprenderá que el origen de
-cualquiera de estas minúsculas contrariedades que amargan nuestra
-existencia no puede referirse á hechos concretos, sino que debemos
-reconocerlas como suma ó corolario de nuestra historia, de todo cuanto
-hemos vivido. Ahora, por ejemplo, nos sentimos tristes, porque antes
-estuvimos tristes ó estuvimos alegres. Hay, pues, en nuestras lágrimas
-presentes acíbares de lágrimas antiguas y también cansancio de risas
-pasadas. ¿Comprende usted?... No le extrañe, pues, que yo no sepa
-concretamente por qué me hallo hoy de tan pésimo humor.</p>
-
-<p>Calló, abismándose en una reflexión que abrió sobre su gracioso
-entrecejo un pliegue vertical. Luego dijo:</p>
-
-<p>&mdash;¿Suele usted pasar por la calle Mayor?</p>
-
-<p>&mdash;Muchas veces.</p>
-
-<p>&mdash;¿Recuerda usted una joyería que hay á la derecha, en la acera de los
-números pares, cerca de la Puerta del Sol?</p>
-
-<p>El estudiante hizo un signo afirmativo.</p>
-
-<p>&mdash;Pues si le gustan á usted las joyas&mdash;continuó<a name="page_153" id="page_153"></a> Alicia&mdash;, fíjese en el
-collar de esmeraldas que ocupa el centro del escaparate. Hoy,
-casualmente, lo vi, y tan gran impresión me ha causado, que no puedo
-olvidarlo. Es magnífico, no sólo por el tamaño y clarísimo oriente de
-las piedras, sino por su engarce.</p>
-
-<p>&mdash;Valdrá mucho...</p>
-
-<p>&mdash;Quince mil pesetas.</p>
-
-<p>Darlés no contestó, y sus cejas se arquearon con expresión admirativa.
-En su sencillez provinciana, esas cifras, enormes para la ruin poquedad
-de su bolsa, le inspiraban aturdimiento y pánico. «Tacita de oro»
-continuó:</p>
-
-<p>&mdash;Se lo he dicho á Manolo...; pero Manolo es un zorro astuto, un
-miserablón, á quien no hay modo de comprometer en gastos
-extraordinarios. Ello contribuyó también á que riñésemos... Crea usted
-que los hombres tienen la culpa de que nosotras no seamos más fieles.</p>
-
-<p>Aunque inocente en cuestiones de psicología femenina, Enrique comprendió
-que el torcido humor de Alicia debía de referirse á aquel tan admirado y
-querido collar de esmeraldas. Un deseo no satisfecho es como un alimento
-no digerido: al principio nos produce un vago malestar, que luego va en
-aumento, hasta que la indigestión estalla. Con arreglo á este símil,
-podría decirse que una pena es «la mala digestión» de un capricho.
-Ingenuamente, sin calcular que no es discreto prometer nada ni á las
-mujeres ni á los niños, Enrique exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Si yo fuese rico!...<a name="page_154" id="page_154"></a></p>
-
-<p>Hubo una pausa novelesca, uno de esos silencios durante los cuales las
-mujeres se deciden á todo. Bruscamente, con aquel mismo gesto de
-aburrimiento con que momentos antes arrojó el libro que leía á la
-lumbre, Alicia abandonó una de sus manecitas entre las manos huesudas,
-trémulas de emoción, del estudiante.</p>
-
-<p>&mdash;¿Le gustan á usted mis manos?&mdash;preguntó.</p>
-
-<p>&mdash;Extraordinariamente.</p>
-
-<p>&mdash;Dicen que las tengo grandes.</p>
-
-<p>&mdash;Al contrario, son pequeñísimas.</p>
-
-<p>Examinó con arrobo la mórbida finura del carpo; las líneas caprichosas
-que las venas azules trazaban bajo la blancura de la piel; los hoyuelos
-que embellecían la primera falange de los dedos; dedos de bailarina,
-alhajados ostentosamente, y que concluían en uñas triangulares y
-rosadas. Alicia se miraba sus sortijas; en las lanzaderas los zafiros,
-los rubíes sanguinarios, los topacios, los diamantes hechos de luz,
-componían ramilletes de minúsculas florecillas inmarcesibles.</p>
-
-<p>&mdash;Cuando pase usted por la calle Mayor&mdash;insistió la joven&mdash;examine bien
-el collar de que le he hablado. Dos collares hay en el escaparate: uno
-de perlas negras, y otro de esmeraldas. Me refiero al segundo; lo verá
-usted un poco á la izquierda, sobre un medio busto de terciopelo blanco.</p>
-
-<p>La visión de las preciosas piedras verdes revivía en su memoria con
-tenacidad obsesionante y, al llenar su espíritu, ejercitaba sobre todas
-sus ideas una peligrosa tiranía centrípeta.<a name="page_155" id="page_155"></a></p>
-
-<p>Eran las ocho, y Enrique Darlés se levantó.</p>
-
-<p>&mdash;¿Se marcha usted?&mdash;preguntó Alicia.</p>
-
-<p>&mdash;Sí; me voy á cenar.</p>
-
-<p>Ella le miró de pies á cabeza y le halló esbelto, con hermosura casi
-infantil, dentro de su modesto trajecillo negro. Después pensó que
-aquella noche, en que no tenía nada que hacer, iba á fastidiarse
-horrorosamente.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué no cena usted conmigo?&mdash;dijo.</p>
-
-<p>&mdash;¿Para qué?</p>
-
-<p>&mdash;¡Vaya una pregunta! Para no separarnos tan pronto.</p>
-
-<p>&mdash;Yo..., en fin, como usted quiera...; pero sentiría molestar...</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué tonto! Al contrario. Su conversación me distraerá. Verá usted qué
-pronto recobro el buen humor.</p>
-
-<p>Levantóse con un movimiento rápido y elástico que hizo crujir sus faldas
-y extendió á su alrededor intenso olor á violetas. Apoyó un timbre. Una
-camarera se presentó.</p>
-
-<p>&mdash;Díle á Leonor&mdash;exclamó Alicia&mdash;que tengo un convidado. El señorito
-Enrique cena conmigo.</p>
-
-<p>Acercóse á un espejo para arreglarse los cabellos. Parecía contenta,
-transfigurada.</p>
-
-<p>&mdash;¿Ha visto usted&mdash;dijo&mdash;el drama que estrenaron anoche en la Princesa?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;Me han asegurado que es muy hermoso. ¿Quiere usted que vayamos á
-verlo? Aún hay tiempo; cenaremos en seguida...<a name="page_156" id="page_156"></a></p>
-
-<p>Un poco desconcertado, Enrique Darlés palpóse disimuladamente los
-bolsillos de su chaleco cerciorándose del dinero que llevaba, y contó
-mentalmente: «cinco pesetas, diez, quince...» Había lo necesario para
-comprar dos butacas y, á la salida del teatro, tomar un coche.</p>
-
-<p>&mdash;Como usted guste&mdash;repuso, ya más tranquilo.</p>
-
-<p>&mdash;Entonces, voy á mudarme de traje. Salgo al momento.</p>
-
-<p>Desapareció tras el cortinaje carmesí que cubría la puerta de su
-dormitorio, y luego el estudiante oyó un alegre murmullo de ropas
-interiores que caían al suelo, de ballenas de corsé que crujían sobre un
-busto mimbreante, de lazos sedeños zafados apresuradamente, de armarios
-abiertos y cerrados con ímpetu.</p>
-
-<p>Enrique Darlés hallábase sobresaltado y contento. Hacía más de un mes
-que conocía á Alicia. Durante este tiempo, y so pretexto siempre de ver
-á don Manuel, visitó á la joven varias veces y nunca, á despecho de la
-intimidad de estas entrevistas, se atrevió á dejar traslucir su amor; en
-su inocencia no acertaba á planear tan difícil conversión; y cuando
-Alicia, que adivinaba su inquietud, quería ayudarle dando al diálogo un
-rumbo confidencial, él esquivaba toda declaración, receloso de
-formularla torpemente y de parecer ridículo. Pero ahora sentíase más
-tranquilo, más dueño de sí. Sin saber por qué, sospechaba que el mal
-humor de Alicia le beneficiaba. Ella le retenía<a name="page_157" id="page_157"></a> á su lado porque se
-fastidiaba, porque temía pasar la noche á solas con la imagen mordedora
-de aquel collar de esmeraldas que, probablemente, nunca sería suyo; y
-Enrique pensó que aquel collar, hecho para ceñir gargantas, podía ser el
-símbolo de un yugo de amor que empezaba. Después halló algo íntimo y
-dulce en la confianza con que Alicia se vestía á pocos pasos de él, y en
-la complacencia que la camarera demostró al saber que «el señorito
-Enrique» cenaba allí. Eran detalles nimios que alentaban su decaído
-ánimo y dábanle á comprender que todo aquello, si su torpeza no era
-mucha, podía trocarse para él en algo más recatado y exquisito que una
-casta y cordial amistad.</p>
-
-<p>Perdido en estas amables imaginaciones, Enrique Darlés recordaba que la
-mayor parte de los jarifos y elocuentes protagonistas de las novelas que
-había leído, conocieron situaciones análogas á la que él, mísero
-provinciano, afrontaba en tales momentos. La luna biselada de un armario
-le devolvía la imágen de su cuerpo, alto y esbelto, vestido de negro, y
-su rostro de romántico perfil, pálido y lampiño. ¿Qué sorpresas tendría
-reservadas el Destino á su gran juventud?... Para distraerse comenzó á
-examinar los muñequillos de porcelana ó de bronce de que los jugueteros
-estaban abarrotados: gnomos encapuchados, perros, gatos que se miraban
-con una mueca de asombro en un espejo diminuto; y luego inspeccionó el
-reloj de mármol y los jarrones que decoraban la chimenea, y los retratos
-y los cuadritos de bazar, de escaso mérito<a name="page_158" id="page_158"></a> pero de vistosos marcos, que
-cubrían hasta cerca del techo el papel verde claro de las paredes. Y
-Enrique pensó juiciosamente que aquellos retratos, aquellas tablitas al
-óleo, aquellos muebles bonitos y frívolos, eran la estela de todos los
-amores mercenarios que habían pasado por allí.</p>
-
-<p>Llamó también su atención una rica colección de postales prendidas en un
-biombo japonés: representaban bailarinas, paisajes, escenas galantes; en
-casi todas ellas había una firma de hombre y una dedicatoria expresiva.
-Muchas estaban fechadas en París, la Ciudad-Sol, querida de los
-aventureros, otras en América, ó en El Cairo. Aquellas targetas eran
-como un incienso ofrecido á la belleza de la misma mujer; entre las
-añoranzas del destierro y bajo todos los climas, hubo para ella un
-recuerdo; diríase que el calor de su carne había dejado en aquellos
-hombres vagabundos una huella inmortal.</p>
-
-<p>Alicia Pardo reapareció envuelta en una bocanada de esencia de violetas.</p>
-
-<p>&mdash;¿Le he hecho esperar á usted mucho?... Creo que no. ¡Ea, pues; vamos
-al comedor!... Si queremos llegar al teatro á buena hora, no perdamos
-minuto.</p>
-
-<p>La cena fué agradable y ligera: una sopa á las hierbas, dos perdices á
-la inglesa, unos langostinos; y de postre, tocino de cielo, mermelada de
-naranja y dorados plátanos.</p>
-
-<p>En el teatro, Alicia y su acompañante ocuparon dos butacas de la segunda
-fila. Cuando llegaron,<a name="page_159" id="page_159"></a> la función ya había comenzado. No obstante, la
-presencia de «Tacita de oro» excitó curiosidad entre el elemento
-masculino de los palcos. Varios gemelos convergieron hacia ella; desde
-el escenario, un actor aprovechó un mutis para dirigirla una sonrisa,
-casi imperceptible, á la que ella respondió con una inclinación de
-cabeza.</p>
-
-<p>Estas muestras de simpatía, que suelen ser para los hombres mundanos
-motivo de satisfacción y vanidad, desasosiegan á los galanes jóvenes,
-produciéndoles, según su temperamento, emociones de vergüenza ó de
-celos. Por su parte, Enrique Darlés se sintió cohibido y desencentrado,
-y una gran ola de sangre caliente invadió sus mejillas. Ni un momento
-pensó en que aquellos graves caballeros, ricos y viejos, que jamás
-llegan á la intimidad de las cortesanas por el florido camino de la
-simpatía, pudiesen envidiarle viéndole bello y joven.</p>
-
-<p>En el silencio del estudiante adivinó Alicia el empacho que le dominaba.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué le sucede? ¿Tiene usted vergüenza de que le vean conmigo?</p>
-
-<p>Enrique fingióse sorprendido.</p>
-
-<p>&mdash;¿Vergüenza?&mdash;repitió&mdash;; ¿y de qué? Al contrario...</p>
-
-<p>Y sus dedos oprimieron los de ella con ardor inefable.</p>
-
-<p>Al terminar el acto el público comenzó á aplaudir; muchas voces
-entusiastas llamaban al autor. Alicia Pardo palmoteaba también.<a name="page_160" id="page_160"></a></p>
-
-<p>&mdash;Quiero conocerle&mdash;decía.</p>
-
-<p>Enrique, por complacerla, aplaudía ruidosamente. En medio de aquella
-crepitante tempestad de apoteosis volvió á levantarse el telón y
-apareció el autor. Era un hombre de aguileño perfil, á quien sus éxitos
-teatrales y sueltas costumbres ponían un nimbo prestigioso de talento y
-de escándalo. Representaba poco más de cuarenta años; pero su cuerpo
-flexible conservaba toda la movilidad traviesa de la juventud. Las luces
-de la batería le iluminaban muy bien; sonreía; tenía el gesto petulante
-de los vencedores. Sin dejar de aplaudir, Alicia Pardo exclamó
-dirigiéndose á Enrique:</p>
-
-<p>&mdash;Es muy simpático, ¿verdad?... He de hacer que me le presenten. Mi
-amiga Candelas le conoce mucho...</p>
-
-<p>Y sus largos ojos verdes se dilataban de emoción, y sobre su frente
-caprichosa sus cabello crespos y rojos temblequearon como una melena
-leonina. En aquel momento Enrique Darlés tornó á sentirse pequeño y
-obscuro. Nada significaba su amor en la vida voluble de Alicia. Minutos
-antes, mientras acariciaba sus dedos mimosos, la creyó rendida,
-enamorada de él; y de sopetón la veía transfigurada, fuera de sí, la
-loca cabeza echada hacia atrás en un gesto de donación que ofrecía al
-dramaturgo triunfador su garganta de nieve. Por razones étnicas, las
-mujeres adoran todo lo fuerte, lo que brilla, lo que arrastra...</p>
-
-<p>«Si yo no estuviese aquí&mdash;pensó Darlés melancólico&mdash;, seguramente ella
-iría á buscarle...»<a name="page_161" id="page_161"></a></p>
-
-<p>En el transcurso del acto segundo el estudiante recobró su alegría.
-Alicia se estrechaba contra él, soboncita y nerviosa, y sus alborotados
-rizos producíanle en las sienes cosquilleos eléctricos.</p>
-
-<p>A la conclusión de la obra repitióse la ovación, y el autor reapareció.
-Enrique aplaudía tibiamente; hubo un instante en que creyó que las
-miradas del dramaturgo se detenían sobre Alicia con avidez. Bajo esta
-impresión penosa, el estudiante salió á la calle. La joven iba cogida de
-su brazo y temblaba de frío dentro de su elegante capa gris. La noche
-era desapacible; había llovido. Alicia preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Dónde vamos?</p>
-
-<p>Sorprendido, él repuso:</p>
-
-<p>&mdash;A tu casa; tomaremos un coche...</p>
-
-<p>&mdash;No, á mi casa no.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo?</p>
-
-<p>&mdash;Vámonos por ahí. Te regalo esta noche.</p>
-
-<p>Le miró sonriente, con una sonrisa prometedora y fascinante, que valía
-un paraíso. El recordó angustiado que apenas le quedaban diez pesetas.
-Para evitar los tropezones y miradas de los transeuntes, Alicia
-refugióse en el quicio de una puerta; tenía yertos los pies; la humedad
-del piso traspasaba la suela sutil de sus zapatos.</p>
-
-<p>&mdash;Resuelve pronto&mdash;balbuceó&mdash;; me muero de frío.</p>
-
-<p>Enrique, con una resolución que creyó muy de hombre de mundo, exclamó de
-pronto:</p>
-
-<p>&mdash;Si quieres cenar, vámonos á Fornos.<a name="page_162" id="page_162"></a></p>
-
-<p>Ella hizo una mueca de espanto.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué horror! En Fornos me conoce todo el mundo.</p>
-
-<p>&mdash;Entonces, vamos á casa de Morán.</p>
-
-<p>&mdash;Menos; allí también puede haber algún amigo mío.</p>
-
-<p>&mdash;A la Viña P.</p>
-
-<p>&mdash;Tampoco; no me atrevo...</p>
-
-<p>Y agregó, con ingenuidad cruel:</p>
-
-<p>&mdash;No me atrevo porque... ¿sabes?... las mujeres nos desprestigiamos. Si
-mis amigos, que son hombres serios, me viesen contigo por ahí, dirían
-que tengo caprichos, me llamarían loca...</p>
-
-<p>Enrique Darlés apenas comprendía, pero sospechaba vagamente que todo
-aquello envolvía una humillación para él. De repente, como quien se
-agarra á una idea salvadora, Alicia exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué hora es?</p>
-
-<p>&mdash;La una y cuarto.</p>
-
-<p>&mdash;Pues, mira: vámonos á las Ventas ó á la Bombilla. El mismo coche que
-nos lleve puede traernos.</p>
-
-<p>&mdash;Es... es que...</p>
-
-<p>Vacilaba; no sabía cómo decir su ridiculez, la enorme, la imperdonable
-ridiculez, de ser pobre. Al fin decidióse á hablar, hostigado por las
-preguntas de Alicia, que no comprendía sus incertidumbres.</p>
-
-<p>&mdash;Es que... perdóname... no traigo dinero bastante.</p>
-
-<p>Ella repuso:<a name="page_163" id="page_163"></a></p>
-
-<p>&mdash;¡Qué niño!... Pero si no hace falta casi nada... ¿No llevas
-siquiera... doscientas pesetas?</p>
-
-<p>&mdash;¡Doscientas pesetas!&mdash;balbuceó Enrique Darlés aterrado&mdash;; no... no...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y cien?</p>
-
-<p>&mdash;Tampoco.</p>
-
-<p>&mdash;Bueno, acabemos: ¿cuánto tienes?</p>
-
-<p>Enrique hubiese querido morir. Desesperado, mordiéndose los labios,
-replicó:</p>
-
-<p>&mdash;Si apenas me quedan dos duros...</p>
-
-<p>Ella lanzó una carcajada; una de aquellas grandes risas, leales y rudas,
-que quizá no había vuelto á tener desde que un hombre rico, al
-encumbrarla en el camino del pecado, la quitó la suave alegría de ser
-pobre.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y con diez pesetas&mdash;dijo&mdash;me proponías ir á Fornos?</p>
-
-<p>Avergonzado, Enrique contestó:</p>
-
-<p>&mdash;No te merezco, no soy digno de ti. Te llevaré á tu casa.</p>
-
-<p>Alicia repuso, seducida por la novedad bohemia de la aventura:</p>
-
-<p>&mdash;No importa; quiero que cenemos juntos; llévame á una taberna, á un
-cafetín económico. Me es igual...</p>
-
-<p>El vacilaba; ella insistió. El temor de quedar mal contenía á Enrique.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y si la cena te disgusta?</p>
-
-<p>&mdash;¡Tonto! Ahora yo no trato de «conocer», trato de «recordar». ¿Crees
-que siempre fuí rica?</p>
-
-<p>&mdash;En tal caso...<a name="page_164" id="page_164"></a></p>
-
-<p>&mdash;Sí, llévame... méteme en tu vida...</p>
-
-<p>Cogidos del brazo siguieron calle abajo; sus pies caminaban al compás.
-El repetía febril:</p>
-
-<p>&mdash;Alicia, mi Alicia...</p>
-
-<p>Y al hundir sus labios blancos y trémulos entre los cabellos de la muy
-Deseada, parecíale que todo Madrid olía á violetas.<a name="page_165" id="page_165"></a></p>
-
-<h3><a name="III-c" id="III-c"></a>III</h3>
-
-<p>Después de aquella noche memorable transcurrieron varios días sin que
-Enrique Darlés hallase ocasión de ver á Alicia. Fué á su casa muchas
-tardes, de dos y media á tres, hora en que don Manuel nunca estaba allí.
-Pero Teodora no le permitía pasar del recibimiento. Unas veces «la
-señorita» había salido, otras estaba durmiendo ó enferma de jaqueca y no
-podía recibirle. El acento de la camarera era seco, desconcertante;
-porque si en algo conocemos el concepto malo ó bueno que una persona
-tiene de nosotros, es en el modo con que nos reciben sus criados. El
-estudiante tartamudeaba:</p>
-
-<p>&mdash;¿No le ha dejado á usted ningún encargo para mí?</p>
-
-<p>&mdash;No, señor; ninguno.</p>
-
-<p>Y ante el semblante picaresco y reidero de la joven, Enrique sentía que
-su rostro se alargaba de melancolía y que sus ojos se anegaban en dolor
-y humildad, como los de un criado despedido. Después, como no quisiese
-renunciar completamente<a name="page_166" id="page_166"></a> á la ilusión que allí le había llevado,
-murmuraba:</p>
-
-<p>&mdash;Bueno; ¡cómo ha de ser! Dígale usted que he estado aquí y que vendré
-mañana.</p>
-
-<p>Cuando bajaba las escaleras iba muy triste; aquella noción de su
-inferioridad que le hirió la noche en que fué presentado á Alicia Pardo,
-volvía á acometerle. Sí, era un vencido, un inepto, que no aportaba allí
-nada positivo: ni dinero, puesto que no era rico; ni gloria, pues que no
-era artista aplaudido; ni tampoco alegría, ya que la poca que hubo en su
-corazón reflexivo y sentimental se la robaban los desvíos de Alicia.</p>
-
-<p>Muchos días, á la hora del crepúsculo, acudía á estacionarse en la calle
-Mayor delante de la vidriera donde centelleaba aquel soberbio collar de
-esmeraldas de que Alicia le había hablado; y unas veces iba y venía por
-la acera, embozado en su capa con cierto aplomo mundano, y otras
-parábase á contemplar la joyería, cuyos focos eléctricos envolvían á los
-transeuntes bajo un derramamiento gigante de luz. Allí permanecía largo
-rato, preso en el sortilegio de los rubíes sanguinarios, de los topacios
-ardientes como heridas, de las turquesas color de cielo, de las cadenas
-y de las sortijas, que trazaban vibraciones de oro sobre el terciopelo
-negro, artísticamente arrugado, que á modo de alcatifa cubría el amplio
-perímetro del escaparate; y en esta atracción vagarosa que las joyas le
-causaban, había como un presentimiento.</p>
-
-<p>Entre tanto, su alma infantil pensaba:<a name="page_167" id="page_167"></a></p>
-
-<p>&mdash;Si Alicia pasase, se holgaría de verme aquí.</p>
-
-<p>Durante aquellos primeros días, el recuerdo de la adorada persistió en
-la memoria del estudiante bajo la rara sensación de un perfume á
-violetas. De los anchos ojos verdes de Alicia, de su boquirrita
-epigramática y cruel, de su cuerpo blanco y carnoso, ó no recordaba, ó
-creía no acordarse bien. En cambio, aquel olor á violetas invadía su
-espíritu, y de él parecían hallarse impregnados sus vestidos, sus manos,
-sus libros de texto, su lecho mezquino. Esta dulce ilusión, sin embargo,
-fué decayendo; el tiempo se la llevaba, borrándola, como había borrado
-su recuerdo en Alicia. Darlés lloró mucho. Aquella noche escribió á la
-joven una postal desesperada, un poco enigmática.</p>
-
-<p>«Mañana iré á verte&mdash;decía&mdash;; si no me recibes, me muero. Sé compasiva.
-Mi cuartito ya no huele á ti.»</p>
-
-<p>La misiva del estudiante enojó á Alicia. ¿A qué venían estos
-hiperbólicos alardes de pasión? ¿Acaso lo acaecido entre ambos no era
-algo baladí y perfectamente vulgar?... Y tan segura estaba de ello, que
-su emoción, más que de disgusto, fué de asombro. Al principio, su
-sorpresa la inspiró cierto regocijo.</p>
-
-<p>&mdash;Sería interesante&mdash;pensaba&mdash;que ese muchacho se prendase de mí como un
-héroe de drama.</p>
-
-<p>Pero la alegría de tal curiosidad duró un momento apenas. Inmediatamente
-la voluntad fría, el espíritu rectilíneo y ególatra, que no toleraban
-ser molestados, reaccionaron contra aquella posibilidad<a name="page_168" id="page_168"></a> novelesca. Ella
-no quería amar ni ser amada; que por referencias de amigas íntimas sabía
-que el amor, con sus zozobras y sus celos, tan funesto y agrio es para
-el que lo siente como para quien lo inspira.</p>
-
-<p>El capricho que la llevó á los brazos de Enrique carecía á sus ojos de
-importancia. La tarde que antecedió á su primera y única noche de
-intimidad, Darlés acertó á sorprenderla en una de esas horas de
-fastidio, de laxitud y de eclecticismo, que en la voluble moral femenina
-divagan equidistantes del bien y del mal. Fué liviana como pudo ser
-casta, arbitrariamente, sin razón ni motivo precisos. Quizá, á tener el
-estudiante los ojos más hermosos, le hubiera dicho que «sí»; acaso
-también, si aquel collar de esmeraldas, por el que momentos antes ella y
-Manolo riñeron, la hubiese gustado algo menos, le habría dicho que
-«no»... Lo único cierto es que aceptó la compañía de Darlés porque
-supuso, bondadosamente, que la conversación de un hombre, aunque éste
-sea muy pobre, vale y entretiene más que el recuerdo de un collar. Y
-cuando, á la mañana siguiente, regresó á su casa, hallóse un poquito
-sorprendida de su conducta. Aquello fué una genialidad, una humorada
-semejante á la que hubiese podido llevar á un crítico como Sarcey,
-después de cuarenta años de teatro serio, á una barraca de fantoches. El
-lance, por tanto, no volvería á repetirse; era absurdo.</p>
-
-<p>Al otro día, Alicia supo por Teodora que Darlés<a name="page_169" id="page_169"></a> había ido á visitarla
-hallándose ella ausente. En tardes sucesivas ocurrió lo mismo. La joven
-acabó por sentirse molestada ante la imagen deplorable y testaruda de
-aquel muchacho, mendigo de amor, que inopinadamente venía á turbar el
-fácil curso de su despreocupado vivir. Cada vez que Teodora la informaba
-de que el estudiante había vuelto, Alicia Pardo se revolvía colérica.</p>
-
-<p>&mdash;Pero ¿qué quiere?&mdash;exclamaba&mdash;; porque yo no lo sé...</p>
-
-<p>Y era sincera, no lo sabía; en la frivolidad egoísta de su carácter, no
-comprendía cómo un hombre que lo obtuvo todo de una mujer no se canse de
-ella. Su disgusto arreció con la postal, donde el estudiante dolíase de
-su abandono. Era indispensable desenlazar aquel enredo de una vez, y
-para conseguirlo nada mejor que recibir al importuno y hablarle
-impasible, cual si no mediase entre ellos nada secreto.</p>
-
-<p>Al día siguiente, y á la hora de costumbre, Enrique Darlés llegó á casa
-de Alicia. Teodora le dejó pasar al comedor.</p>
-
-<p>&mdash;Voy á informar á la señorita de que está usted aquí.</p>
-
-<p>El estudiante quedóse de pie, en actitud meditabunda, un codo apoyado
-sobre el alféizar de la ventana. Antes, cuando no era allí mas que «el
-amigo de don Manuel», le recibían sin etiqueta, nadie le anunciaba.
-Ahora se hallaba aislado, oprimido por esa amabilidad hostil con que
-acogemos á los visitantes que nos son molestos.<a name="page_170" id="page_170"></a></p>
-
-<p>Teodora reapareció.</p>
-
-<p>&mdash;Dice la señorita que puede usted pasar.</p>
-
-<p>Alicia Pardo se hallaba en su gabinete acompañada de una joven alta y
-pelinegra, vestida de gris. Completaban la elegante expresión masculina
-de su traje inglés el lacito de una corbata roja y la albura de su
-cuello y de sus puños almidonados. Al ver á Enrique, Alicia, sin moverse
-de su asiento ni alargarle la mano, exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Hola! ¿Es usted?...</p>
-
-<p>Y hubo en la cordialidad, un poco desdeñosa, de su saludo algo que
-humillaba infinitamente. El estudiante palideció. Hacia su corazón toda
-su sangre había refluído, hecha hielo. Siempre displicente, Alicia le
-presentó.</p>
-
-<p>&mdash;El señor Darlés; mi amiga Candelas...</p>
-
-<p>Esta fijó en el recién llegado sus ojos fulgurantes y astutos, y luego
-miró á Alicia, como preguntándola si aquella visita no ocultaba un
-secreto de amor. La joven comprendió, y para la ladina interrogación de
-su amiga tuvo una respuesta vertical:</p>
-
-<p>&mdash;No&mdash;dijo&mdash;, te equivocas. Enrique viene aquí porque es amigo de
-Manolo.</p>
-
-<p>El estudiante hizo un ademán de asentimiento, y por los labios de
-Candelas resbaló una sonrisa fría. Después las dos jóvenes reanudaron el
-diálogo que interrumpió la llegada del estudiante, con lo que Darlés se
-sintió repentinamente aislado y despedido. Transcurrieron cinco, diez,
-quince minutos... sin que aquel animado charloteo declinase;<a name="page_171" id="page_171"></a> en la
-conversación citábanse nombres de amigos, y Candelas reía mucho al
-describir los pormenores de una cena, á la que ella y Alicia Pardo
-concurrieron. Quizás lo hacía con propósito dañino, para persuadirse de
-que Enrique no era allí, en efecto, mas que «un amigo de don Manuel».</p>
-
-<p>Después llegó una visita. Era una jamona que comerciaba en ropas y
-alhajas. Traía un pesado envoltorio, que depositó en el suelo. Alicia
-preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué novedades hay, Clotilde?</p>
-
-<p>La interpelada pareció esponjarse de gozo dentro de su mantón
-alfombrado.</p>
-
-<p>&mdash;Llevo&mdash;dijo&mdash;las mejores faldas de barro y las mejores medias del
-mundo.</p>
-
-<p>&mdash;¿Muy caras?</p>
-
-<p>&mdash;Y muy baratas. No sé por qué me figuro que hoy tiene usted ganas de
-gastar dinero.</p>
-
-<p>En un momento los muebles del gabinete desaparecieron bajo una oleada
-multicolor de sedas joyantes, verdes, moradas y azules, que, al ser
-extendidas, esparcían un agradable olor á limpieza. Como por ensalmo,
-Alicia y Candelas mostráronse devoradas por ese prurito adquisitivo que
-atormenta á las mujeres ante el mostrador de las tiendas de modas. A
-porfía las dos se informaban del valor de cada prenda.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuánto cuesta esta falda?</p>
-
-<p>&mdash;Por ser para usted, cien pesetas.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y ésa, la heliotropo?</p>
-
-<p>&mdash;Setenta y cinco. Fíjese usted bien. ¡Es magnífica!<a name="page_172" id="page_172"></a></p>
-
-<p>Enrique observaba con asombro aquella evaporación de elegancia y de
-lujo. Jamás había soñado que la civilización rodease al amor de tantos
-refinamientos, y al hundir sus miradas candorosas en las faldas llenas
-de suaves murmurios y en los lazos y opulentos encajes de aquellas
-camisas de dormir, amplias y majestuosas como togas senatorias,
-recordaba tristemente las pobres camisitas blancas y los refajos
-groseros, sin voluptuosidad, que las mujeres de su pueblo ponían á secar
-sobre el alféizar de sus azoteas.</p>
-
-<p>Un nuevo detalle acrecentó su angustia. La vendedora y Alicia discutían
-empeñadamente el precio de la falda heliotropo. Clotilde pedía setenta y
-cinco pesetas y la joven aseguraba que no podía dar más de diez duros.
-La vendedora insistía:</p>
-
-<p>&mdash;Anímese usted, porque no hallará en ninguna parte otra más barata. La
-vendo en ese precio por complacerla á usted; pero no gano en el trato
-medio maravedí.</p>
-
-<p>Y agregó, dirigiéndose á Enrique:</p>
-
-<p>&mdash;Vamos, este caballero se la regalará á usted.</p>
-
-<p>Darlés enrojeció y no supo contestar. Los hombres sin dinero son
-despreciables, y como Alicia ni siquiera levantase la cabeza para
-mirarle, el estudiante comprendió que la había perdido. ¡Oh! Si hubiera
-una banca diabólica donde los amantes pudiesen cambiar por dinero los
-años que han de vivir, su existencia, toda su existencia, la habría dado
-á cambio de aquellos quince duros malditos...</p>
-
-<p>Cansada de discutir, la vendedora rehizo su paquete;<a name="page_173" id="page_173"></a> la conversación
-cambió de rumbo; se habló de alhajas. Candelas enseñó una lanzadera que
-la habían regalado. Clotilde ofreció á las jóvenes un collar.</p>
-
-<p>&mdash;Si quieren ustedes verlo, lo traeré; lo tengo en casa.</p>
-
-<p>Alicia suspiró y aquel suspirón largo, entrecortado como los de los
-niños, fué de inmensa pena.</p>
-
-<p>&mdash;Estoy enamorada de un collar que venden en la calle Mayor y no quiero
-ningún otro. Sueño con él. No he visto maravilla igual. Os aseguro que
-el hombre que me lo regale me conquista.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuánto vale?</p>
-
-<p>&mdash;Quince mil pesetas.</p>
-
-<p>Y agregó, clavando en Darlés una mirada indefinible:</p>
-
-<p>&mdash;Creo que aquí, este señor, piensa comprármelo... ¿Verdad, Enrique?...</p>
-
-<p>Candelas iba á reir, pero se detuvo; en el rostro congestionado del
-estudiante, sus ojos zahorís acababan de sorprender un drama espantoso.
-Sin poder contenerse, Darlés se había levantado para marcharse, y sus
-ojos revelaban una vergüenza y una desesperación tales, que Alicia tuvo
-piedad de él.</p>
-
-<p>&mdash;Le despediré á usted&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Salieron del gabinete. Al llegar al recibimiento, el estudiante, fuera
-de sí, empezó á cubrir de besos las manos de la joven; sus lágrimas se
-desataron.</p>
-
-<p>&mdash;¡Alicia, Alicia!&mdash;balbuceaba&mdash;, ¿por qué eres<a name="page_174" id="page_174"></a> tan cruel? Me muero por
-ti... Alicia... ¡oh!... ¿por qué no me quieres?...</p>
-
-<p>Ella, ya repuesta de su pasajera emoción, procuró desasirse.</p>
-
-<p>&mdash;Vaya, vaya... ¡qué tonto eres!...</p>
-
-<p>&mdash;Te adoro... Alicia... ¡alma de mi alma!...</p>
-
-<p>&mdash;Ea, sé juicioso... adiós. Esto me compromete.</p>
-
-<p>&mdash;Necesito verte... verte... ¡verte!...</p>
-
-<p>&mdash;Bueno... calla, y adiós... calla... Candela podría sospechar y no
-quiero que se ría de nosotros.</p>
-
-<p>Hablaba en voz baja, al mismo tiempo que, suavemente, empujaba á Darlés
-hacia la puerta. Él murmuró:</p>
-
-<p>&mdash;¿Me despides?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;¡Sí; me despides!</p>
-
-<p>&mdash;No, no... anda...</p>
-
-<p>&mdash;Sí; me echas... me echas porque soy pobre, porque no he sabido
-conquistarte... pero ¿cómo conquistarte, si no he tenido tiempo?...</p>
-
-<p>Ella se impacientaba; su entrecejo se endurecía. Él prosiguió juntando
-las manos:</p>
-
-<p>&mdash;Y haces mal en despedirme...</p>
-
-<p>&mdash;Bueno.</p>
-
-<p>&mdash;Haces mal, porque el hombre que ama mucho puede mucho, y yo, que soy
-pobre, sería rico; y yo, que soy obscuro, sería artista famoso si tú
-quisieses. Por ti yo mataría, yo robaría...</p>
-
-<p>&mdash;Calla, calla... y vete...<a name="page_175" id="page_175"></a></p>
-
-<p>&mdash;Sí, lo que tú me ordenases; eso,., héroe ó ladrón,., todo; pero á tu
-lado, contigo, para ti... Alicia, mi Alicia... lo que tú quieras... ¡Si
-tengo veinte años!...</p>
-
-<p>Sin sospecharlo, el inocente había dicho una frase, una gran frase, al
-poner á los pies de la ingrata el tesoro de esa edad, por la que Fausto
-se condenó.</p>
-
-<p>Alicia había abierto la puerta.</p>
-
-<p>&mdash;Adiós&mdash;susurró&mdash;, márchate; Manolo puede venir...</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo nos veremos?</p>
-
-<p>&mdash;Otro día.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo?</p>
-
-<p>&mdash;No sé... déjame...</p>
-
-<p>&mdash;¿Mañana?...</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;Díme, señálame una fecha... yo tendré paciencia... aguardaré...
-¿Cuándo?</p>
-
-<p>Ella vaciló. Él insistía, calenturiento.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo?</p>
-
-<p>&mdash;Me mareas.</p>
-
-<p>&mdash;¡Oh! ¡Acaba de una vez!... ¿Cuándo?</p>
-
-<p>Por los ojos verdes, verdes como esmeraldas, de la pecadora, pasó una
-mirada de perdición, de locura, que luego pareció resbalar por sus
-mejillas hasta trocarse en sonrisa sobre la línea tiránica de sus
-labios.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo?&mdash;repitió.</p>
-
-<p>Inconscientemente el estudiante tuvo miedo, pero se rehizo pronto.<a name="page_176" id="page_176"></a></p>
-
-<p>&mdash;Sí, habla; ¿cuándo?</p>
-
-<p>&mdash;No sé.</p>
-
-<p>&mdash;Dílo, dílo.</p>
-
-<p>&mdash;Es un disparate.</p>
-
-<p>&mdash;No importa; dí, ¿cuándo?</p>
-
-<p>Suavemente, ella repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido.</p>
-
-<p>Él la miró aterrado, pareciéndole que Alicia hablaba en serio. Ella
-repitió:</p>
-
-<p>&mdash;Entonces...</p>
-
-<p>Y cerró la puerta. Enrique Darlés bajó las escaleras llorando.<a name="page_177" id="page_177"></a></p>
-
-<h3><a name="IV-c" id="IV-c"></a>IV</h3>
-
-<p>A la mañana siguiente Darles salió á la calle muy temprano; estaba
-rendido; había pasado una noche de insomnio y de espanto, y al clarear
-el día y hallarse en su habitación pobrísima, sin otro mobiliario que
-una cómoda cargada de periódicos y de libros, una mala mesita de pino y
-algunas sillas de enea, todo mezquino y viejo, recibió con la violencia
-de un golpe la emoción de su soledad y experimentó esa inquietud que los
-psicólogos denominan claustrofobia ó «terror á los espacios cerrados».</p>
-
-<p>Largo rato caminó absorto en vacilaciones sin nombre ni dibujo. No se
-reconocía. En pocas horas de dolor su conciencia habíase retorcido
-cruelmente, y de esta convulsión fiera emergían ahora desdoblamientos
-insólitos, panoramas morales enormes constelados de perplejidades
-aterradoras. Contra el baluarte de los principios éticos que le
-inculcaron cuando niño, su desesperación desencadenaba una recia
-avalancha de preguntas. Y cada interrogación constituía un enigma
-terrible.<a name="page_178" id="page_178"></a> ¿Dónde termina el bien? ¿Dónde comienza el mal? ¿Por qué, si
-todos nuestros esfuerzos deben ir enderezados á procurar nuestra
-felicidad, hay deseos que la moral instituída juzga depravados y
-deshonestos? ¿Por qué no será lícito todo lo agradable?...</p>
-
-<p>Al llegar á la calle de Atocha, Darlés tropezóse con un amigo suyo,
-estudiante de medicina también, llamado Pascual Cañamares. Los dos
-jóvenes se saludaron. Cañamares iba á San Carlos.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quieres venir?&mdash;dijo&mdash;. Te enseñaré la sala de disección.</p>
-
-<p>Darlés siguió á su condiscípulo. A éste le impresionó la palidez de
-Enrique.</p>
-
-<p>&mdash;Tienes muy mala cara.</p>
-
-<p>&mdash;Es que no he dormido.</p>
-
-<p>&mdash;¿Habrás pasado la noche de fiesta?</p>
-
-<p>&mdash;Al contrario. La he pasado llorando.</p>
-
-<p>Y hubo en su respuesta un dolor tan varonil, que su interlocutor no se
-atrevió á indagar.</p>
-
-<p>La sala de disección, fría y blanca, emocionó á Darlés vivamente. Desde
-los altos ventanales el sol caía á raudales, pintando una ancha franja
-de oro sobre los zócalos de azulejos. En las mesas de mármol, y
-cubiertos por sábanas manchadas de sangre, había varios cadáveres, con
-las cabezas afeitadas y los labios abiertos. Sus pies desnudos y juntos
-daban una macabra sensación de quietud. Flotaba en el aire un olorcillo
-indefinible, nauseabundo, á carne muerta. Darlés experimentó un ligero
-vahido que le obligó á cerrar los ojos, y<a name="page_179" id="page_179"></a> huyó de la sala. Más de una
-hora anduvo por los claustros espaciosos, siniestramente sonoros, de San
-Carlos. Una rara tristeza gravitaba sobre el edificio, caserón viejo y
-húmedo que antes de ser escuela fué convento, y donde á la honda
-melancolía de una religión que sólo piensa en la muerte, parece añadirse
-el gran desengaño de una ciencia que no sabe librar del dolor á la vida.</p>
-
-<p>Cuando Pascual Cañamares salió de clase, quiso que Darlés le acompañase
-á almorzar. Enrique accedió. Eran las doce. Cañamares almorzaba en una
-taberna de la plaza de Antón Martín: era un establecimiento alegre, con
-altos zócalos de madera pintados de rojo. Los dos estudiantes se
-instalaron ante un velador, sobre el cual la tabernera había extendido
-un pequeño mantel. Cañamares exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué quieres comer?</p>
-
-<p>&mdash;Me es indiferente. Lo que tú comas.</p>
-
-<p>&mdash;¿Sopa y cocido?</p>
-
-<p>&mdash;Bueno...</p>
-
-<p>Cañamares ordenó, campechano:</p>
-
-<p>&mdash;¡Patrona! ¡Un cocido!</p>
-
-<p>Era un muchachón de veinte años, sanguíneo y rollizo, lleno de esa
-jovialidad sana y turbulenta que se desprende, á modo de perfume, de las
-grandes energías vitales. Hablaba mucho, y había en su conversación
-pintoresca y frívola un buen humor contagioso. Enrique Darlés le
-respondía distraídamente y con monosílabos, atento sólo á lo que varios
-cocheros, instalados en una mesa próxima,<a name="page_180" id="page_180"></a> referían de cierto crimen
-cometido aquella mañana. Dos hombres, enamorados de la misma mujer,
-habían reñido á navajazos y uno de ellos mató al otro. El vencedor
-estaba preso. Era un lance vulgar, pero intenso, de una belleza bárbara
-y, á su modo, caballeresca, ya que en la lucha no hubo traición. Y el
-estudiante admiró y aun envidió á aquellos dos bravos que, por amor,
-afrontaron la solemnidad de ese momento donde coinciden la herida que
-produce la muerte y la puñalada que lleva á presidio.</p>
-
-<p>Al salir de la taberna, Pascual se despidió bruscamente.</p>
-
-<p>&mdash;Me marcho, porque no me divierto contigo. No sé qué te sucede. ¡Ni
-siquiera escuchas!...</p>
-
-<p>Y se fué. Enrique Darlés le vió alejarse impasible, y luego experimentó
-una dolorosa sensación de vacío. Estaba solo porque había tenido la
-franqueza de no disimular su negro humor, porque dejó que toda la
-melancolía de su alma se asomara libremente á sus ojos; y entonces
-comprendió que ser muy sincero equivale á ser muy generoso, ya que
-cualquiera sinceridad, aun la más inocente, siempre cuesta mucho.</p>
-
-<p>Por la noche cenó frugalmente y se acostó temprano. Largo rato estuvo
-despierto, atormentado por una marea de recuerdos inconexos. Su padre,
-que era su pasado, y Alicia Pardo, que simbolizaba su presente, le
-solicitaban. Al cabo, la imagen de la joven prevaleció.</p>
-
-<p>Poco á poco dióse á examinar el alma tornadiza<a name="page_181" id="page_181"></a> y burlona de aquella
-mujer que, al despertarse de una noche de amor, le había mirado
-encogiéndose de hombros. ¿Qué había sucedido? ¿En cuál de los dos estuvo
-la falta? ¿Acaso ella era una ingrata incapaz de sentimientos levantados
-y duraderos, ó es que él, encogido y pacato, no había sabido
-corresponder á la ilusión de Alicia?...</p>
-
-<p>Bajo la tiranía torturante de su voluntad, la memoria evocó momentos,
-recompuso frases, dió actualidad nueva á los pormenores de aquella noche
-hadada en que creyó que todo Madrid olía á violetas... Y como siempre
-tendemos al perdón del ser amado, tras mucho discurrir, Enrique Darlés
-llegó á convencerse de que Alicia Pardo era inocente. Ella, desde el
-primer momento, había sido buena; ella le animó á emprender su
-conquista, y después, llanamente, sin otro propósito que el de verle
-feliz, le abrió sus brazos; brazos venusinos que pusieron alrededor de
-su cuello un lazo de dulzura y misericordia. Y él, á cambio de tan
-subida ventura, ¿qué había dado?...</p>
-
-<p>En la conciencia del estudiante alzábase acusadora una voz implacable.</p>
-
-<p>Alicia, habituada al roce del gran mundo, era una mujer de gustos
-exigentes y refinados, que adoraba el lujo y entendía á Beethoven.
-Varios aristócratas la amaron, poniendo su belleza en boga, y más de un
-tenor de ópera cantó para ella sola y en la intimidad de su dormitorio,
-su <i>racconto</i> favorito.</p>
-
-<p>Y la voz inexorable continuaba:</p>
-
-<p>«¿Qué hiciste tú, pobre Darlés, para merecer<a name="page_182" id="page_182"></a> ese tesoro? ¿Qué méritos
-son los tuyos? Las mujeres que son todo belleza quieren lo que brilla,
-la fuerza, belleza suprema del hombre: la fuerza, que es gloria en el
-artista, dinero en el millonario, elegancia y aplomo en el hombre de
-mundo, desesperación en el suicida, valor y rebeldía en el ladrón que,
-audazmente, se pone enfrente de la ley. Pero tú, que no eres nada, ¿de
-qué te dueles ni á qué aspiras?...»</p>
-
-<p>El estudiante lanzó un gran suspiro y sus párpados se llenaron de
-lágrimas. Era un necio, un zagalón menguado y cobarde. De una mujer
-puede quejarse el hombre que se arruinó por ella, ó quien, por
-conservarla, mató y fué á presidio. El, en cambio...</p>
-
-<p>De pronto Darlés se estremeció tan violentamente, que la descarga
-eléctrica de sus nervios le arrancó un grito. Incorporóse en el lecho;
-estaba lívido. Si no podía ofrecer á Alicia ni una gloria de artista, ni
-una fortuna, debía brindarla su honor: debía robar... Fué una revelación
-terrible que sonaba á infierno. Entonces comprendió aquella expresión
-enigmática que inflamó los ojos y resbaló luego por los labios de Alicia
-la última vez que hablaron. El la había dicho: «¿Cuándo te veré?» Y ella
-contestó: «Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido». Ahora
-estas palabras cabalísticas resonaban en su espíritu claramente: ahora
-las entendía. Alicia estaba enamorada de una joya que no podía comprar,
-y más de una vez, pensando en ella, se puso triste; su dolor<a name="page_183" id="page_183"></a> era
-sincero; él lo había visto. Acaso la joven, al despedirle y recordarle
-aquel collar, habló en broma; quizás habló en serio. ¡Quién sabe!... De
-todos modos, al afirmar que «nunca» se verían, expresó veladamente su
-convicción de que él era un cobarde que jamás llegaría á perderse por
-ella. Los ojos febriles de Enrique Darlés brillaban como carbunclos. ¿Y
-por qué no robar? ¿Por qué no mostrarse valiente y capaz de todo? Hay en
-el fondo de los grandes sacrificios algo superhumano que ofusca y
-arrastra. Si él fuese ladrón; si pagase con su audacia lo que no le era
-dable adquirir por dinero; si, por complacerla, perdiese su carrera,
-arrostrase la maldición de su padre y el rigor de las leyes, Alicia le
-amaría ciegamente, con aquel frenesí que Vautrin, el héroe balzaciano,
-inspiraba á las mujeres.</p>
-
-<p>La voz que antes tronó acusadora en la borrascosa conciencia del
-estudiante, ahora musitaba lagotera y suave:</p>
-
-<p>«Alicia, tu Alicia, sería feliz con las esmeraldas de ese collar. Si no
-tienes medios de comprarlo, róbalo. Eres un miserable si no robas para
-ella. ¿Qué te importa la opinión del vulgo? ¡Egoista! El hombre que no
-es capaz de ser ladrón por una mujer, puede quererla mucho, pero no la
-quiere ciegamente. Lo que tu Alicia desee, tú debes dárselo. No dudes, y
-roba; roba para ella ese collar y cíñeselo después á su cuello, cuya
-nieve tantas veces, en el espacio de una noche, dió frescura á tus
-labios...»<a name="page_184" id="page_184"></a></p>
-
-<p>Estas ideas acudieron á corroborar sus impresiones más recientes: la de
-su visita á la sala de disección, donde vió otra vez que todo es nada, y
-la de aquel crimen por celos que oyó referir en la taberna. Y,
-repentinamente, Enrique Darlés se sintió calmado. Su porvenir acababa de
-decidirse: robaría. La Fatalidad, hecha carne en el cuerpo de Alicia
-Pardo, acababa de decretarle un camino.</p>
-
-<p>Todas las tardes, al tramontar del sol, en esa hora de misterio en que
-los faroles comienzan á encenderse y las mujeres parecen más lindas, el
-estudiante salía de su casa y, por las calles de Mesonero Romanos y
-Carmen, dirigíase hacia la Puerta del Sol, siempre llena de una multitud
-desocupada y abúlica que no sabe andar. En la calle Mayor se detenía,
-hundiendo una mirada ávida y medrosa en la joyería, cuyo escaparate
-refulgente parecía una brasa.</p>
-
-<p>La contemplación diaria y reposada de aquellos tesoros producía en
-Enrique Darlés un trastorno moral, cuya gravedad él no sospechaba. La
-idea de robar iba incubándose en su ánimo, obsesionándole, trocándose en
-resolución irreductible y desapoderada.</p>
-
-<p>Para tormento suyo, aquel collar de esmeraldas que servía de reclamo á
-la tienda no hallaba comprador. Era demasiado caro.</p>
-
-<p>Con la nariz aplastada sobre el cristal del escaparate, Enrique sufría
-largos minutos de angustia sin poder disuadir sus ojos de aquel abismo,
-precipicio de oro y terciopelo en cuyo fondo los brillantes,<a name="page_185" id="page_185"></a> los
-topacios, las esmeraldas, las perlas, los rubíes, las amatistas,
-parecían las pupilas de una extraña multitud. Su imaginación,
-entretanto, devanaba una historia de locura. El, con su presa oculta en
-su bolsillo más secreto, iría á ver á Alicia, y la diría: «Toma, aquí
-tienes tu collar; el collar que ni don Manuel, ni esos aristócratas
-millonarios que conoces, han querido comprarte, te lo he ganado yo
-jugándome la vida. ¿Qué dices ahora?...» Y discurriendo así cerraba los
-ojos, creyendo que á su alrededor el aire olía á violetas. Después,
-cuando abría los párpados, las esmeraldas del collar, verdes y duras
-como las pupilas de Alicia, parecían decirle: «Todo eso, tan bonito,
-sucederá cuando tú quieras». Era la voz sigilosa de la tentación: voz
-hecha luz...</p>
-
-<p>Una tarde, al recobrarse de uno de estos duraderos y profundos
-ensimismamientos, vió que Alicia Pardo y su amiga Candelas se acercaban.
-Ellas también le habían visto. Turbado, casi sin voz, el estudiante las
-saludó. Alicia le estrechó la mano afectuosamente, y él aspiró esta vez
-con más fuerza, aquel perfume á violetas que aromaba sus sueños de
-ladrón. La joven preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué hace usted aquí?</p>
-
-<p>&mdash;Nada... pasar el rato...</p>
-
-<p>Alicia inspeccionó el escaparate.</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah, sí! ¿Miraba usted mi collar?</p>
-
-<p>&mdash;Sí, precisamente...</p>
-
-<p>Y al decir esto enrojeció, porque equivalía á confesar que estaba
-acordándose de ella. Candelas<a name="page_186" id="page_186"></a> examinó al estudiante risueña. Alicia
-Pardo agregó cruel:</p>
-
-<p>&mdash;Ya sabe usted que se lo he pedido.</p>
-
-<p>&mdash;Lo sé, me acuerdo.</p>
-
-<p>Habló tristemente y ella se echó á reir.</p>
-
-<p>&mdash;Y bien, qué, ¿piensa usted regalármelo?</p>
-
-<p>&mdash;¡Quién sabe!...</p>
-
-<p>Una cólera repentina había dado á sus facciones tirantez viril y
-agresiva. Palidecieron su frente y sus labios. Candelas, que era
-bondadosa, trató de aliviar su tormento.</p>
-
-<p>&mdash;Déjese usted de mujeres&mdash;exclamó&mdash;; somos muy malas. Créame usted á
-mí: la mejor, la más santa de nosotras, no vale un sacrificio.</p>
-
-<p>Alicia interrumpió á su amiga.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué bobita eres! Estamos hablando en broma. ¿Tú piensas que Enrique
-puede hacer una locura por mí?... ¡Qué disparate!</p>
-
-<p>Fieramente el estudiante repitió:</p>
-
-<p>&mdash;¡Quién sabe!</p>
-
-<p>Y luego, tras una pausa:</p>
-
-<p>&mdash;Ignoro por qué habla usted así. Usted no me ha tratado. Usted no sabe
-quién soy yo.</p>
-
-<p>Dos meses antes, las frases un poco burlescas y las sonrisas de las dos
-jóvenes le hubiesen desconcertado. Pero ahora hallábase transfigurado y
-poseído de un nuevo y vigoroso ardimiento. Ya no dudaba; invadíale un
-extraordinario y avasallador concepto de sí mismo, y esta convicción de
-su juventud y de su audacia, de su fuerza, en fin le enajenaba como una
-ola de alcohol. Un instante<a name="page_187" id="page_187"></a> había bastado para que el niño creciera y
-fuese hombre.</p>
-
-<p>Alicia le observó de hito en hito; sus labios tornáronse graves; bajo la
-doble crencha de sus cabellos rojos, partidos simétricamente sobre la
-frente, los ojos tuvieron una expresión pensativa. Ella ignoraba cómo
-los hombres primitivos cazaban el reno, pero sabía de conocer caracteres
-y de atizar pasiones, y si ojeó pocos libros, leyó de corrido en muchas
-conciencias, lo que es mejor. Su instinto agudo, que no solía
-equivocarse, adivinó en el gesto y la voz del estudiante algo dominador
-y desesperado. Prefirió cortar la conversación.</p>
-
-<p>&mdash;Adiós, Enrique. ¡Ah! Manolo ha preguntado por usted varias veces.</p>
-
-<p>&mdash;Muchas gracias. Dele usted mis recuerdos.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo irá usted por casa?</p>
-
-<p>Siempre sombrío, Darlés repuso:</p>
-
-<p>&mdash;No lo sé, Alicia; pero esté usted cierta de que iré tan pronto como
-deba ir.</p>
-
-<p>Y hubo en esta alusión á lo que él llamaba «su deber» un trémolo
-indefinible de soberbia y de amargura.</p>
-
-<p>Al quedarse solo el estudiante tuvo una explosión de cólera que, á falta
-de palabras, se deshizo en lágrimas. Tenía la convicción de que sus
-respuestas, un poco misteriosas, impresionaron á Alicia; habían sido
-bellas. Ahora, y para no perder lo ganado, necesitaba que su conducta
-corroborase lo dicho. Embozadamente habíase comprometido á algo muy
-grave. De no cumplir lo ofrecido,<a name="page_188" id="page_188"></a> quedaría en ridículo. Era, pues,
-indispensable llegar al fin.</p>
-
-<p>&mdash;Seré ladrón&mdash;pensó.</p>
-
-<p>Después dirigióse á su taberna, donde cenó tranquilamente y se acostó
-temprano. Durmió bien, con esa paz profunda que dejan en los espíritus
-largo tiempo agitados las resoluciones irrevocables. Era mediodía cuando
-despertó. Inmediatamente se levantó, vistióse de limpio y escribió á su
-padre una carta tranquila, en la que sólo hablaba de sus estudios. Luego
-metió en un pañuelo todos sus libros de texto y salió á la calle. Iba á
-venderlos. «Si me prenden&mdash;reflexionaba&mdash;ese dinero puede hacerme falta;
-y si logro huir y todo queda en el misterio, tiempo tengo de
-recobrarlos.»</p>
-
-<p>Realizada la venta se dirigió á un <i>restaurant</i> de lujo, donde almorzó
-con ciertos refinamientos. En todos estos detalles menudos, tan
-contrarios al orden y sencillez de su vida habitual, un observador
-hubiese descubierto cierta melancolía de despedida. Luego estuvo
-bebiendo café en la <i>terrasse</i> del <i>Lyon d'Or</i>, y reconoció que muchas
-de las mujeres que pasaban eran bonitas. Acerca de lo que iba á realizar
-no había pensado nada concreto. Prefería abandonarse á lo imprevisto.
-Los grandes conflictos se resuelven mejor sobre la marcha, de sopetón,
-ante la inminencia del peligro.</p>
-
-<p>A las seis en punto se levantó, y cruzando la calle de Sevilla dirigióse
-por la carrera de San Jerónimo hacia la Puerta del Sol. Todavía las
-luces<a name="page_189" id="page_189"></a> del alumbrado público y de los comercios estaban apagadas. Era
-una tarde de Abril; barría las calles un remusgo fresco y húmedo; en el
-espacio límpido, teñido de rosa, Venus vertía la serenidad de su luz
-milenaria. Darlés avanzaba tranquilamente, con un sosiego de movimientos
-que parecía responder á una ecuanimidad perfecta. Al llegar á la acera
-del Ministerio de la Gobernación detúvose á observar los tranvías, los
-coches, el gentío que pululaba á su alrededor. La idea de que pronto le
-prenderían, renació en su espíritu.</p>
-
-<p>&mdash;Mañana&mdash;pensó&mdash;no veré nada de esto.</p>
-
-<p>Y sus ojos tuvieron una melancolía de «adiós». Sin embargo, ya no podía
-torcer su resolución de robar.</p>
-
-<p>El fondo de esta locura lo constituía, más que un anhelo carnal, un
-prurito romántico, casi coquetón, de «quedar bien». La concupiscencia de
-los primeros momentos había evolucionado hasta convertirse en el
-sentimiento elegante, puramente artístico, de un «bello gesto». En
-último término, adueñarse de Alicia era lo de menos: lo importante, por
-no decir lo único, era tener ante ella la hermosura de un heroísmo; que
-para los grandes criminales, como para los artistas ilustres, como para
-los multimillonarios que se arruinan en una noche, como para todos los
-que rompen los moldes vulgares, guarda el alma aventurera de la mujer
-una admiración. Y el estudiante, considerando que Alicia Pardo se
-acordaría siempre de que<a name="page_190" id="page_190"></a> hubo un hombre honrado que fué á presidio por
-ella, se juzgaba pagado y feliz.</p>
-
-<p>Absorto en estas quimeras, llegó Enrique Darlés á la joyería de la calle
-Mayor, cuyas luces, recién encendidas, volcaban sobre la acera un
-generoso resplandor. Detúvose el mozo ante el escaparate, lleno de
-refulgencias cegadoras. En el centro de la vidriera y ciñendo el cuello
-de un medio busto de terciopelo blanco, estaba el collar, el terrible
-collar de esmeraldas. Darlés lo contempló largamente, y al principio
-experimentó esa sensación de miedo y de frío que inspiran las armas de
-fuego. Después esta emoción desapareció; la luz verde de las esmeraldas
-le enajenaba; era una especie de atracción telúrica, invencible como el
-principio de gravedad. No obstante, todavía vacilaba, todavía comprendía
-que en aquel medio metro que le separaba del escaparate flotaba un
-abismo. De pronto, pensó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Y si Alicia me viese ahora aquí?...</p>
-
-<p>Esta idea derrotó sus últimos temores y abrió la puerta del
-establecimiento con mano segura. En seguida avanzó hacia el mostrador;
-su paso era firme y suelto. Un dependiente alto y elegante, con largos
-bigotes rubios, salió á recibirle.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué deseaba usted?</p>
-
-<p>Con un aplomo del que segundos antes no se hubiese creído capaz, Enrique
-contestó:</p>
-
-<p>&mdash;Quisiera ver ese collar de esmeraldas que hay en la vidriera.</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor.<a name="page_191" id="page_191"></a></p>
-
-<p>Darlés miró á su alrededor y notó que, al fondo de la tienda, un
-caballero barbiblanco, el dueño sin duda, le observaba atento. El tenía
-ya un plan: se apoderaría de la joya y huiría hacia la puerta que, para
-este fin, dejó entornada.</p>
-
-<p>El dependiente volvía con el collar, que depositó sobre el pañete verde
-musgo del mostrador. Enrique Darlés apenas se atrevía á tocarlo.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuánto vale?</p>
-
-<p>&mdash;Quince mil pesetas.</p>
-
-<p>El estudiante chasqueó la lengua, como hacen los bebedores para celebrar
-el buen gusto y calidad de un vino. Su interlocutor agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Tengo la seguridad de que habrá usted visto pocas esmeraldas como
-éstas.</p>
-
-<p>El caballero peliblanco se había acercado sin hablar, las manos metidas
-en los bolsillos del pantalón, y su continente era grave y perplejo.
-Diríase que su espíritu desconfiado de comerciante venteaba un peligro.
-Darlés le miró de reojo: aún era honrado, aún podía arrepentirse...</p>
-
-<p>El dependiente había traído varios estuches, de los que fué sacando
-collares diferentes. En el modo de cogerlos, de acariciarlos entre sus
-dedos de uñas cuidadas y de extenderlos sobre el pañete del mostrador,
-ponía aquel hombre un cariño. Los había de brillantes, de turquesas, de
-zafiros, de topacios...</p>
-
-<p>El estudiante vacilaba; latía en aquella proximidad del crimen una
-voluptuosidad mareante y terrible, á la vez dulce y acre. Siguió
-preguntando:<a name="page_192" id="page_192"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Qué vale este collar?</p>
-
-<p>&mdash;Muy poco: dos mil doscientas pesetas.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y éste de rubíes?</p>
-
-<p>&mdash;Cuatro mil quinientas.</p>
-
-<p>Darlés los cogía, los miraba detenidamente, volvía á dejarlos. De pronto
-experimentó la sensación de que por sus mejillas acababa de extenderse
-una gran palidez. Para reponerse dijo:</p>
-
-<p>&mdash;Este de perlas negras es muy hermoso.</p>
-
-<p>&mdash;También es más caro: diez mil pesetas.</p>
-
-<p>Bruscamente el señor barbiblanco, que hasta entonces no había desplegado
-los labios, exclamó con acritud:</p>
-
-<p>&mdash;Bien; creo que ya han hablado ustedes bastante.</p>
-
-<p>Y, dirigiéndose al dependiente:</p>
-
-<p>&mdash;Guarde usted esos estuches.</p>
-
-<p>Enrique Darlés levantó la cabeza y le miró á los ojos fieramente, con la
-altivez del hombre que todavía no ha delinquido.</p>
-
-<p>&mdash;¿A qué viene eso?&mdash;gritó.</p>
-
-<p>&mdash;No me gusta perder el tiempo&mdash;repuso el joyero&mdash;; á usted no debe
-sobrarle el dinero; yo no me equivoco.</p>
-
-<p>Y volviéndose á su empleado, que presenciaba la escena atónito, repitió
-secamente:</p>
-
-<p>&mdash;Le he dicho que recoja esos estuches.</p>
-
-<p>Tal vez el estudiante no estaba aún totalmente decidido á robar;
-todavía, quizás, quedaba en su conciencia algo bueno, sano, que, en el
-momento supremo, se hubiese impuesto á la fatal tentación.<a name="page_193" id="page_193"></a> Pero las
-palabras destempladas del comerciante, exasperándole, le obligaron á
-delinquir; buscó un desquite y pecó. El caso no es nuevo; muchas,
-muchísimas veces, un crimen sólo es la represalia lógica de una
-injusticia.</p>
-
-<p>Fuera de sí, Enrique alargó rápidamente un brazo hacia el sitio donde
-estaba el collar de esmeraldas; sus dedos se crisparon, convulsos; giró
-sobre sí mismo y, de un salto, ganó la puerta.</p>
-
-<p>En aquel momento, uno tras otro, sonaron dos tiros.</p>
-
-<p>Darlés emprendió una carrera vertiginosa, delirante, hacia el Viaducto.
-Al principio oyó una voz que gritaba á su espalda:</p>
-
-<p>&mdash;¡A ése, á ése! ¡Al ladrón!...</p>
-
-<p>Una voz terrible, de pesadilla, y luego percibió el estrépito, semejante
-á un trueno, de la gente que le perseguía. Ante él los transeuntes se
-apartaban, y había en sus rostros miedo y asombro. Al llegar á la calle
-de Bordadores, un hombre que esgrimía un bastón, trató de cerrarle el
-paso y, entonces, Darlés torció á la izquierda, venciendo con velocidad
-de liebre la cuesta de la calle Siete de Julio. De un portal le tiraron
-una silla, que apenas le rozó, y donde acaso tropezaron los que de más
-cerca le acosaban. Cuando la humana jauría, jadeante y furiosa, pasaba
-bajo los arcos de la Plaza Mayor, su griterío amenazador retumbó con más
-fuerza:</p>
-
-<p>&mdash;¡A ése!... ¡A ése!...</p>
-
-<p>El estudiante, alocado, corriendo siempre en línea<a name="page_194" id="page_194"></a> recta, llegó á la
-barandilla que cierra el jardín y la franqueó de un salto. Esto le
-salvó. La poca luz que allí había y las sombras de los árboles
-desdibujaron su figura. El, sin embargo, continuó corriendo y, al
-encontrarse de nuevo con la barandilla, volvió á saltar. Al caer, sus
-rodillas, fatigadas, se doblaron y á poco da de bruces contra el suelo.
-Pero en el acto se levantó y siguió corriendo. Ahora las voces de sus
-acosadores retumbaban lejos, bajo las bóvedas sonantes de la plaza.</p>
-
-<p>Darlés continuó huyendo por la calle de Toledo, y advirtió que muchos
-transeuntes le miraban con inquietud. Una mujer exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Va herido!...</p>
-
-<p>Al llegar á Puerta Cerrada, el estudiante se acercó á la famosa cruz que
-da nombre á la plaza. No podía más; las piernas se le rompían de
-cansancio; su corazón estallaba; la lengua se le escapaba de la boca.
-Varias mujeres le rodearon asustadas.</p>
-
-<p>&mdash;¡Está usted herido!&mdash;decían&mdash;. ¿Qué es eso?... ¡Le han herido á usted!</p>
-
-<p>Pero en sus exclamaciones no había rencor, sino piedad ingénua. El
-estudiante se sintió más tranquilo. Una de aquellas mujeres llevaba un
-cántaro.</p>
-
-<p>&mdash;¡Un buche de agua!&mdash;balbuceó Enrique&mdash;. Agua... ¡Me muero de sed!...</p>
-
-<p>Acercó sus labios á la boca de la vasija y bebió á largos sorbos.</p>
-
-<p>Ellas repetían:<a name="page_195" id="page_195"></a></p>
-
-<p>&mdash;Está usted herido... ¡Pobre hombre!... ¡Vaya usted en seguida á la
-Casa de Socorro!...</p>
-
-<p>Para no suscitar sospechas, Darlés repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Sí, ahora voy...</p>
-
-<p>Después trasegó algunas buchadas más, y siguió huyendo hacia la calle de
-Segovia. Corrió mucho, mucho, hasta que sus fuerzas se agotaron
-totalmente. Detúvose y se reconoció; sus ropas mojadas se adherían á su
-carne, produciéndole una desagradable sensación de frío; tenía las manos
-rojas: lo que él creyó sudor, era sangre.</p>
-
-<p>&mdash;¡Estoy herido!&mdash;murmuró.</p>
-
-<p>Y entonces comprendió lo que las mujeres de Puerta Cerrada le habían
-dicho. En aquel momento acometióle un ligero mareo y necesitó apoyarse
-contra la pared. Después abrió los ojos y examinó el sitio donde se
-hallaba. Era un callejón pendiente y solitario, abierto entre casas
-modestas. Muy cerca, sobre la inmensidad negra del cielo, aparecía la
-mole imponente del Viaducto, esa atalaya siniestra y magnífica desde la
-cual tantos tristes se despidieron de la vida en una reverencia mortal.</p>
-
-<p>Enrique Darlés volvió á pensar:</p>
-
-<p>&mdash;Estoy herido...</p>
-
-<p>Sus ideas iban coordinándose: Alicia, su cuartito de la calle de la
-Ballesta... Palpóse los bolsillos, y sus dedos hallaron el collar, «¡su
-collar!...»</p>
-
-<p>El estudiante sonrió; una alegría inefable esponjaba su cuitado corazón.
-Suspiró; se enjugó dos lágrimas. Alicia sería suya. La novela de su vida
-acababa de ser escrita.</p>
-
-<p><a name="page_196" id="page_196"></a></p>
-
-<p><a name="page_197" id="page_197"></a></p>
-
-<h3><a name="V-c" id="V-c"></a>V</h3>
-
-<p>Candelas y Alicia Pardo regresaban en landó de las carreras. La tarde
-había pecado de frescachona, pero el sol no se ocultó ni un momento, y
-los jockeys lucharon bien. Alicia sonreía; estaba contenta; había ganado
-ochocientas pesetas, y en sus ojos persistía aún la visión de los
-jinetes huyendo con rapidez fantasmagórica sobre el fondo del paisaje
-abrileño. Y, de pronto, en el segundo tercio de la carrera, de aquel
-grupo multicolor, compuesto de blusas rojas, azules y amarillas, y de
-calzones blancos, un caballo se destacó para tomar la cuerda, y ella
-había ganado...</p>
-
-<p>En esta victoria hallaba algo personal, que mimaba su orgullo.</p>
-
-<p>&mdash;Ese jockey que ahora tiene tu conde&mdash;exclamó&mdash;monta como un centauro.
-¿Es inglés?</p>
-
-<p>Candelas contestó:</p>
-
-<p>&mdash;No, belga.</p>
-
-<p>A Alicia, que no recordaba con exactitud hacia dónde quedaban los Países
-Bajos, no le satisfizo la respuesta. Pero era igual; bastábala con saber
-que<a name="page_198" id="page_198"></a> el jockey triunfador venía de uno de esos pueblos septentrionales
-donde todos los hombres son correctos y rubios.</p>
-
-<p>Candelas comenzó á explicar la ciega confianza que el conde, su amigo,
-tenía en aquel caballista extraordinario. En pocas palabras trazó un
-brillante programa de diversiones y de viajes. A primeros de Mayo irían
-á Londres, y en Junio, á París, donde el conde pensaba llevarse el «Gran
-Premio», de Longchamps. La otoñada la pasarían en Niza.</p>
-
-<p>Alicia Pardo repuso:</p>
-
-<p>&mdash;En Septiembre el marquesito y yo vamos á Monte-Carlo. Es preciso que
-nos veamos; con los hombres, ¿verdad?..., nos divertimos poco. No saben
-hacernos reir.</p>
-
-<p>Cuando el landó llegaba á la plaza de Castelar, Alicia preguntó á su
-amiga:</p>
-
-<p>&mdash;¿Tienes algo que hacer esta noche?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;Pues vente al Real conmigo. La noche pertenece á Bizet, el divino.
-Representan Carmen, y trabajan la Nasí y Pacteschi. ¡Sin comentarios!</p>
-
-<p>Candelas accedió.</p>
-
-<p>&mdash;Ahora&mdash;dijo Alicia&mdash;quiero ir á mi casa, por si he recibido algún
-recado urgente. Luego te llevo á la tuya, cambias de traje y buscamos á
-Manolo para que nos invite á comer.</p>
-
-<p>El coche se detuvo ante el portal de Alicia, y Teodora, que estaba en el
-balcón, bajó á la calle en seguida. Traía una carta.<a name="page_199" id="page_199"></a></p>
-
-<p>&mdash;Esto ha venido para usted.</p>
-
-<p>&mdash;¿De parte de quién?</p>
-
-<p>&mdash;De parte del señorito Enrique.</p>
-
-<p>Alicia repitió, sorprendida:</p>
-
-<p>&mdash;¡De Enrique!</p>
-
-<p>Rasgó el sobre con gesto febril, y leyó:</p>
-
-<p>«Ven á mi casa, te lo ruego. Necesito verte hoy mismo.»</p>
-
-<p>Y firmaba: «<i>E. D.</i>»</p>
-
-<p>Alicia pareció reflexionar. Luego miró á su amiga.</p>
-
-<p>&mdash;¿Tú entiendes esto?... Es de Enrique Darlés... ¿Te acuerdas?... Un
-muchacho, amigo de Manolo...</p>
-
-<p>Y, dirigiéndose á Teodora:</p>
-
-<p>&mdash;¿Quién trajo esta carta?</p>
-
-<p>&mdash;Una vieja.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué facha tenía?</p>
-
-<p>&mdash;No sé... así..., parecía portera...</p>
-
-<p>Alicia permanecía indecisa; la concisión autoritaria de aquellos
-renglones impresionaba. Era una carta de hombre; los niños no saben
-hablar así. En el sobre una mano impaciente, acaso desesperada, había
-escrito, con letras de trazos vigorosos, la palabra «urgente».</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué hacemos?&mdash;preguntó.</p>
-
-<p>&mdash;Creo&mdash;repuso Candelas&mdash;que debemos ir á verle.</p>
-
-<p>&mdash;¿Para qué?</p>
-
-<p>&mdash;Cuando él te llama, algo muy grave debe ocurrirle. Ve...<a name="page_200" id="page_200"></a></p>
-
-<p>Alicia consultó su reloj: eran las seis; aun podía, sin turbar el
-programa de aquella noche, otorgarse el lujo de una condescendencia. Y
-ordenó al cochero:</p>
-
-<p>&mdash;¡Ballesta, número...! ¡A escape!...</p>
-
-<p>Un momento las dos jóvenes estuvieron calladas. Candelas, de repente,
-exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Has leído lo que dicen los periódicos del robo que hubo anoche en la
-calle Mayor?</p>
-
-<p>&mdash;No... ¿Qué dicen?</p>
-
-<p>&mdash;Que han robado una joyería.</p>
-
-<p>&mdash;¡Una joyería!&mdash;repitió Alicia.</p>
-
-<p>Su rostro tuvo una expresión inenarrable de ansiedad y de espanto. Se
-acordó de aquel collar de esmeraldas, en el que tantas veces había
-pensado, y de la tarde en que ella y Candelas sorprendieron á Enrique
-Darlés inmóvil ante el escaparate de la tienda. Inopinadamente, la
-dolorida figura del estudiante parecía ponerse de pie en su memoria.
-Escuchaba sus últimas palabras: «Usted no me ha tratado. Usted no sabe
-quién soy yo». Y estas frases, á las que nunca concedió valor, ahora
-repercutían en sus oídos con un «tic» profético.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué han robado?&mdash;preguntó.</p>
-
-<p>&mdash;No puedo decírtelo, porque leí el periódico muy á la ligera.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y quién es el ladrón?</p>
-
-<p>&mdash;No se sabe.</p>
-
-<p>&mdash;¿No le prendieron?</p>
-
-<p>&mdash;No. Fué más listo que los que le perseguían...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y escapó?<a name="page_201" id="page_201"></a></p>
-
-<p>&mdash;Sí.</p>
-
-<p>El misterio que envolvía al delincuente aumentó la inquietud de Alicia.
-Era una emoción bonita, novelesca, que la producía cierto engreimiento.
-«¡Si hubiese robado por mí!», pensaba. Emoción orgullosa y malsana,
-semejante á la que experimenta ante sus amigos el hombre por quien una
-mujer se ha suicidado.</p>
-
-<p>Candelas, que seguía los pensamientos de Alicia, exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Sería notable que el autor del atentado fuese Enrique Darlés!</p>
-
-<p>&mdash;No lo creo.</p>
-
-<p>&mdash;Pues mira, yo dudo...</p>
-
-<p>&mdash;Hubiera hecho muy mal.</p>
-
-<p>&mdash;Evidentemente.</p>
-
-<p>&mdash;Y si lo hizo, me tiene sin cuidado. Que se fastidie, por imbécil. Yo,
-nada le he pedido; y, en último término, ¡qué diablos!, más delito tiene
-el que otorga que el que pide...</p>
-
-<p>El coche se detuvo, y Alicia y Candelas echaron pie á tierra y
-penetraron en un portal de apariencia mezquina. Candelas llamó.</p>
-
-<p>&mdash;¡Portera, portera!</p>
-
-<p>A sus voces nadie contestó.</p>
-
-<p>&mdash;Sígueme&mdash;dijo Alicia&mdash;, conozco el camino.</p>
-
-<p>Echó á andar, recogiéndose pulcramente su falda color perla é
-imprimiendo á la larga amazona roja de su sombrero un gracioso vaivén.
-Atravesaron un patio sórdido y húmedo, luego otro, y comenzaron á subir
-una empinada escalera. El<a name="page_202" id="page_202"></a> fru-frú sedeño de sus enaguas y el tintineo
-de sus pulseras llenaba el silencio. Llegaron al tercer piso y
-detuviéronse ante una puerta entornada. Alicia llamó con los nudillos.
-Nadie contestó. Volvió á llamar. Desde dentro, una voz, la voz de
-Enrique, repuso débilmente:</p>
-
-<p>&mdash;Adelante...</p>
-
-<p>La joven y Candelas se hallaron en una habitación obscura que apestaba á
-sangre. Alicia Pardo no pudo reprimir una exclamación grosera de
-disgusto:</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué asco! ¡Puf!... ¿A qué huele aquí?</p>
-
-<p>Desde el fondo de la estancia, donde se insinuaba la silueta de un
-lecho, Enrique Darlés balbuceó:</p>
-
-<p>&mdash;Ahí, sobre esa mesita, hay fósforos... Enciende el quinqué...</p>
-
-<p>Candelas se mantuvo inmóvil, junto á la puerta, temerosa de tropezar.
-Cuando hubo luz, las dos amigas lanzaron á su alrededor una mirada
-rápida. Componían el moblaje una mesa de escribir, una cómoda sobre la
-que había un espejo, y á la hila de las paredes encaladas media docena
-de sillas de enea. El estudiante estaba acostado y vestido en su lecho;
-sobre la albura de la almohada, su cabeza, de crespos y negrísimos
-cabellos, yacía inerte. Un momento abrió los ojos, y luego,
-pausadamente, tornó á cerrarlos. Por su rostro lampiño, que la lividez
-de los labios entristecía, divagaba la blancura etérea y luminosa del
-último dolor.<a name="page_203" id="page_203"></a></p>
-
-<p>Las dos jóvenes se aproximaron al estudiante. Alicia exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Enrique!... ¡Enrique!...</p>
-
-<p>El entreabrió los párpados, y sus pupilas turbias fijaron en «Tacita de
-oro» una mirada de gratitud. Ella repitió:</p>
-
-<p>&mdash;Enrique... ¿Me oyes?</p>
-
-<p>&mdash;Sí.</p>
-
-<p>&mdash;Te han herido, ¿verdad?</p>
-
-<p>&mdash;Sí.</p>
-
-<p>&mdash;¿Tú fuiste quien cometió anoche el robo de la calle Mayor?</p>
-
-<p>&mdash;Sí...</p>
-
-<p>Alicia Pardo miró ufanamente á Candelas, como invitándola á fijarse bien
-en su hazaña y poniendo en su ademán aquella petulancia con que se
-exhibe una obra de arte. Acababa de obtener un gran triunfo, porque
-únicamente por las mujeres capaces de inspirar pasiones locas se atreven
-los hombres á tanto. Después adelantó la cabeza para ver de más cerca
-las ropas del estudiante, y al encontrarlas tintas en sangre,
-experimentó un nuevo acceso de asco. El contraste del aire cálido y
-nauseabundo de aquella habitación, largo tiempo cerrada, con el ambiente
-saludable de la calle, era demasiado brusco.</p>
-
-<p>&mdash;¿Abro la ventana?&mdash;dijo.</p>
-
-<p>&mdash;No... no&mdash;murmuró Enrique&mdash;; estoy muy débil; el frío me mataría.</p>
-
-<p>Alicia, sentada sobre el lecho, aquel pobre lecho que su cuerpo una
-noche perfumó á violetas, le<a name="page_204" id="page_204"></a> observaba en silencio. Un ancho sombrero
-carmesí, adornado por una magnífica amazona blanca, cubría su semblante
-pálido, donde los ojos verdes brillaban lascivos en el gran nimbo
-cárdeno de las ojeras; y la gracia libertina de los ademanes, la
-brevedad pueril del talle, el entono robusto de las caderas y del seno,
-y aquel desasosiego con que los piececitos impacientes y bailarines
-herían el suelo cual si deseasen escapar, contrastaban fuertemente con
-la fealdad del aposento desamueblado, oliendo á agonía.</p>
-
-<p>Candelas parecía conmovida. Pero Alicia se ahogaba; una sensación
-terrible de asco iba dominándola. Repetidas veces llevóse á su nariz
-gozadora, bañada aquella tarde en la brisa suelta y oxigenada del
-Hipódromo, su pañuelo de encajes. El invasor malestar se sobreponía á su
-aflicción. No podía llorar. Además, ¿para qué?... Y con tal de escapar
-pronto de allí, no la hubiese importado que Enrique viviese algunas
-horas menos. En su ingratitud, Alicia Pardo llegó á maravillarse de que
-hubiese mujeres amantes capaces de besar un cadáver...</p>
-
-<p>De súbito, deseosa de concluir, preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;Pero... ¿cómo te hirieron?</p>
-
-<p>Nuevamente Enrique abrió los ojos, luego los labios.</p>
-
-<p>&mdash;Vas á saberlo.</p>
-
-<p>A pesar de la enorme hemorragia que había sufrido, aún le restaban
-algunas fuerzas, las últimas, y pudo hablar.<a name="page_205" id="page_205"></a></p>
-
-<p>&mdash;He robado por ti, porque la tarde en que me echaste de tu casa me
-dijiste: Nos veremos... «cuando me traigas el collar que te he pedido».</p>
-
-<p>Alicia exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;No me acuerdo.</p>
-
-<p>&mdash;Yo, sí; me lo dijiste. Yo me acuerdo de todo.</p>
-
-<p>La joven encogióse de hombros y sus ojos sádicos, de color de ajenjo,
-permanecieron secos. Candelas, en cambio, más humana, más mujer que su
-amiga, tenía anegados en llanto los suyos. Enrique siguió hablando. Su
-gesto era grave. Repentinamente, el niño se había hecho hombre.</p>
-
-<p>&mdash;Decidido a recobrarte, quise ofrecerte lo que tanto deseabas. Anoche,
-cuando penetré en la joyería, aún no estaba seguro de lo que iba á
-hacer. Me acerqué, sin embargo, al mostrador, y dije que deseaba
-examinar el collar de esmeraldas que había en el escaparate. Cuando me
-lo trajeron, juntamente con otros, apoderóse de mí un vértigo que echó
-sobre mis ojos una tiniebla inmensa y terrible. Rápidamente extendí una
-mano, cogí uno de los collares, no sé cuál, porque todos me parecían
-verdes... y escapé. Pero el dueño, que sin duda había ido espiando todos
-mis movimientos, sacó un revólver y disparó. Su puntería fué certera.
-Yo, en aquel minuto trágico, nada sentí y continué corriendo. A mi
-espalda, voces acusadoras repetían: «¡Á ése, á ése!...» Y me parecía ver
-manos vengativas que, con el ansia de cogerme, se <a name="page_206" id="page_206"></a>abrían y cerraban
-como garras detrás de mí. Cuando volví de mi terror me hallé en un
-callejón solitario; mis perseguidores no habían podido alcanzarme.
-Entonces advertí que mis ropas estaban empapadas en sangre y que mis
-piernas flaqueaban. ¿Qué hacer? Poco á poco, amparado por las sombras de
-la noche, regresé aquí... y te mandé llamar...</p>
-
-<p>Los deditos ensortijados de Alicia se cruzaron con un doble gesto de
-interés y de horror.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y no te has curado?&mdash;gritó&mdash;, ¿no llamaste á ningún médico?</p>
-
-<p>&mdash;No; no quise... porque si alguien me hubiese visto así hubiera
-sospechado... Y he preferido morir á que me quitasen el collar que robé
-para ti...</p>
-
-<p>Y como sintiese que sus energías se agotaban, añadió con un gesto:</p>
-
-<p>&mdash;Ahí está, sobre la cómoda. Levanta esos libros.</p>
-
-<p>Era una escena tristísima, de un romanticismo punzante y melodramático.
-Al fin, los párpados de la pecadora se humedecieron.</p>
-
-<p>&mdash;¡Niño, niño!...&mdash;sollozó&mdash;, ¿qué has hecho?</p>
-
-<p>Darlés repitió:</p>
-
-<p>&mdash;Búscalo... sobre la cómoda...</p>
-
-<p>No quería morir sin ver su regalo entre las manos, nácar y nieve, de la
-Deseada.</p>
-
-<p>Ella hizo lo que el estudiante ordenaba, y bajo unos periódicos, sus
-dedos hallaron un collar de perlas negras.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué hermoso!&mdash;exclamó absorta.<a name="page_207" id="page_207"></a></p>
-
-<p>Sin abrir los ojos, como quien habla en sueños, Darlés repuso:</p>
-
-<p>&mdash;No es el que tú querías... ya lo sé... Luego lo he visto... Pero en
-aquel momento, todas las piedras me parecían verdes...</p>
-
-<p>Era éste un episodio más, un capricho más de la amarga y eternal ironía
-de las cosas. ¡Dar la vida por un collar de esmeraldas, y equivocarse de
-collar!... El estudiante balbuceó:</p>
-
-<p>&mdash;Adiós...</p>
-
-<p>Por sus miembros corrió un largo estremecimiento, y bruscamente la
-agonía dió á sus facciones varonil severidad. Torcióse la línea de sus
-labios. Candelas, puesta de hinojos, lloraba y rezaba. Alicia Pardo, más
-violenta, cogió al estudiante por los hombros.</p>
-
-<p>&mdash;¡Enrique... Enrique!...</p>
-
-<p>Y le miraba con una de esas expresiones trágicas, todo pasión, que
-explican el sacrificio de una vida.</p>
-
-<p>El estudiante aún pudo murmurar:</p>
-
-<p>&mdash;Acuérdate...</p>
-
-<p>No dijo más. Cerró los párpados. Moría tranquilamente, sin sangre. Por
-su rostro deslizóse una sombra blanca. Alicia exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Enrique... ¿me oyes?... ¡Enrique!</p>
-
-<p>Le palpó la frente y las manos. Estaba frío.</p>
-
-<p>&mdash;Ha muerto&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Aquello, á su modo, era bonito. Hubo una pausa. Candelas se había
-levantado y las dos amigas se consultaron con los ojos. Acababa de
-herirlas la<a name="page_208" id="page_208"></a> misma idea, el mismo temor. La muerte de Enrique las
-comprometía; la justicia realizaría pesquisas y no era difícil que las
-llamasen á declarar. El instinto de conservación alejaba de ellas el
-recuerdo del muerto.</p>
-
-<p>&mdash;Estamos perdidas&mdash;dijo Alicia&mdash;; tú tienes la culpa, yo no quería
-venir.</p>
-
-<p>Candelas repuso colérica:</p>
-
-<p>&mdash;La culpa es tuya.</p>
-
-<p>&mdash;¿Mía?</p>
-
-<p>&mdash;¡Claro es! ¿Quién, sino tú, le obligó á robar?</p>
-
-<p>&mdash;¡Yo... yo!...</p>
-
-<p>&mdash;Tú, sí, estúpida...</p>
-
-<p>Y en su voz ardía ese rencor envidioso que sienten todas las mujeres
-hacia la manceba por quien un hombre se ha perdido. Luego, para
-tranquilizarse, agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Afortunadamente, la portera no nos ha visto subir.</p>
-
-<p>Alicia Pardo examinaba el collar; su alma ególatra prendada del lujo, su
-almita «de presa», tornó á olvidarse del estudiante para sólo pensar en
-la belleza de la joya. De pie, ante el espejo, se ciñó el collar y
-comenzó á mover la cabeza á uno y otro lado, complaciéndose en el
-contraste que formaba la negrura de las perlas sobre el armiño de la
-garganta. Y un momento sus ojos ardieron con el vigor insolente de la
-dicha. Lo sucedido no la inspiraba remordimientos. ¿Por qué? ¿Tenía ella
-la culpa de que Enrique hubiese tomado en serio lo que ella pidió en
-broma? Y pensó filosóficamente<a name="page_209" id="page_209"></a> que en la historia de todas las grandes
-cortesanas siempre hay, por lo menos, un capítulo trágico. Después su
-espíritu experimentó un matiz de ironía. ¡Pobre Enrique! El infeliz fué
-uno de esos desdichados que, ni aun cuando se sacrifican, aciertan del
-todo... Al fin, obedeciendo más que á un sentimiento de ternura á una
-delicadeza de artista, se acercó al cadáver para despedirse de él en una
-mirada. Desde la puerta, Candelas la llamó.</p>
-
-<p>&mdash;Vámonos...</p>
-
-<p>Alicia Pardo dió media vuelta: nada, en efecto, tenía que hacer allí. El
-ambiente de aquel cuarto, con su aire denso y su suelo de ladrillo
-salpicado de manchas bermejas, tornó á sofocarla. En la calle respiraría
-bien, y recordó que aquella noche, en la platea del Real, las perlas de
-su collar llamarían la atención. No estaba triste. Al pasar por delante
-del espejo se miró de reojo.</p>
-
-<p>&mdash;Es bonito&mdash;pensó.</p>
-
-<p>Y luego, con cierta melancolía:</p>
-
-<p>&mdash;Sin embargo, el collar de esmeraldas me gustaba más...</p>
-
-<p>Madrid.&mdash;Enero, 1908.</p>
-
-<p><a name="page_210" id="page_210"></a></p>
-
-<p><a name="page_211" id="page_211"></a></p>
-
-<h2><a name="EL_HIJO" id="EL_HIJO"></a>EL HIJO</h2>
-
-<p><a name="page_212" id="page_212"></a></p>
-
-<p><a name="page_213" id="page_213"></a></p>
-
-<h3><a name="I-d" id="I-d"></a>I</h3>
-
-<p>A los treinta años, aburrido de vivir solo y sin afectos, Amadeo Zureda
-se casó. Era un hombre de mediana estatura y robustas espaldas, que
-tenía la color cetrina, el mirar reflexivo, el ademán lento y seguro.
-Toda el alma de su rostro, cortado por un bigote negro y bronco, más que
-en la reciedumbre de sus pómulos y de sus mandíbulas cuadradas ó en la
-dureza de su nariz, radicaba en la energía taciturna del entrecejo
-hirsuto, sombrío como un mal recuerdo. Borráranse uno tras otro los
-rasgos todos de aquel semblante, y mientras la línea peluda de las cejas
-subsistiera intacta, la expresión de Amadeo Zureda no habría cambiado;
-que entero su espíritu, reservado y ardiente, estaba allí.</p>
-
-<p>A Rafaela, su mujer, el matrimonio la redimió de la esclavitud del
-obrador. Acababa de cumplir diez y ocho años, y era una morenucha de
-ojos negros, apicarados y muy grandes, y de labios<a name="page_214" id="page_214"></a> fragantes y rojos;
-el talle flexible, las traviesas caderas turgentes y movedizas, el seno
-bien soplado, el caminar vivo, desembarazado y aventurero. A su donaire
-bravío, un poco canallesco, de hija del pueblo, iba unida cierta
-distinción de gestos y de aficiones que aderezaba su belleza y la
-mejoraba; tenía las manos menudas y pulidas, y gustaba de ir finamente
-calzada y con enaguas bien limpias y crujientes. Y como su cuerpo era su
-espíritu, ágil, inquieto, incapaz de guardar durante mucho tiempo la
-misma actitud; mientras hablaba, sus ojos pícaros rebrillaban de
-contento, y en su boca grande, de dientes blanquísimos, ardía perenne,
-como lámpara santa, la luz de una risa. Amadeo adoraba en ella; cuando
-por las tardes, al volver del trabajo, Rafaela acudía á recibirle con
-jubilosas alharacas y luego se instalaba zalamera sobre sus rodillas,
-Zureda, poseído de inefable contento, quedábase boquiabierto y como en
-éxtasis, y hasta aquella cicatriz pensativa de su entrecejo parecía
-dulzurarse en la grave serenidad de la frente cobriza.</p>
-
-<p>El matrimonio se había instalado en el piso quinto de una casa vecina de
-la Estación del Norte. La finca era nueva, y el cuarto de los Zureda,
-muy alegre y soleado, con habitaciones espaciosas, claras, y dos
-balcones, que las manos hacendosas y artistas de Rafaela habían colmado
-de flores.</p>
-
-<p>Amadeo era maquinista del ferrocarril; sus jefes estaban contentísimos
-de él; dos años hacía<a name="page_215" id="page_215"></a> que trabajaba en la línea de Madrid á Bilbao, y
-nunca cometió faltas merecedoras de castigo; era inteligente, activo,
-duro en la faena; después de una jornada de quince horas, sus ojos
-negros dotados de extraordinario poder visual, miraban sin cansancio;
-dentro de su traje de pana, aquel hombre musculoso, impasible y cetrino,
-parecía de bronce.</p>
-
-<p>Zureda amaba su oficio; lo aprendió en los Estados Unidos, el país donde
-corren más los trenes, y habiéndose quedado huérfano en edad temprana, á
-su profesión dedicó íntegra la abundante savia afectiva de sus años
-solteros. El camino de Madrid á Bilbao lo conocía en sus menores
-detalles, palmo á palmo, y hubiera sido capaz de andar por él á ciegas,
-y tan seguro como por su propia casa. Había grupos de árboles,
-barrancos, ríos, cerros y alquerías que tenían para él la elocuencia
-terminante de un plano topográfico ó de un reloj. «Al llegar á tal
-sitio&mdash;pensaba&mdash;hay que dar freno, porque inmediatamente después viene
-una cuesta abajo.» O bien: «Ahí está el puente; debe ser tal hora...» Y
-la apreciación de estas nociones de espacio y de tiempo era siempre
-precisa, infalible. Zureda sabía que aquellos objetos inanimados,
-escalonados á lo largo de la vía, eran á modo de amigos fieles, que no
-habían de engañarle.</p>
-
-<p>Este amor fetichista al paisaje lo compartía el que le inspiraban sus
-máquinas. Generalmente trabajaba con las mismas: la número 187 y la
-número<a name="page_216" id="page_216"></a> 1.082. A la primera Amadeo la llamaba «la Negra»; á la segunda,
-«la Dulce». Aquélla era indócil, violenta y se gobernaba mal; cuando iba
-venciendo alguna cuesta parecía trepidar de dolor, y en su panza de
-hierro había ululeos extraños de amenaza; en las pendientes patinaba, y
-era difícil contenerla; diríase que en su interior agitábase un espíritu
-díscolo, eternamente rebelde á todo mandato; estaba quieta y no quería
-andar; si andaba, costaba trabajo detenerla; al penetrar bajo el arco
-tenebroso de los túneles, su silbido de alarma vibraba desgarrador,
-semejante á un grito humano. «La Dulce», por el contrario, era mansa,
-obediente, recia y voluntariosa en los momentos de subida, prudente y
-reservona en las cuestas abajo, cuando convenía reprimir el descenso
-temerario del convoy.</p>
-
-<p>Siempre que Amadeo iba de viaje, lo que ocurría dos veces por semana, su
-mujer le preguntaba:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué máquina llevas hoy?</p>
-
-<p>Y si era «la Dulce» se quedaba tranquila.</p>
-
-<p>&mdash;Con ésa&mdash;decía&mdash;no hay cuidado. La otra, en cambio, me da miedo: tiene
-«mala sombra...»</p>
-
-<p>A Zureda, sin embargo, le gustaba bregar con las dos, y hasta sentía
-inclinación por una ó por otra, según el estado de sus nervios. Cuando
-se hallaba de buen humor, prefería «la Dulce», que no le daba trabajo.
-Esto sucedía durante los días apacibles, bajo el enorme beso ardiente
-del sol. Pedro, el fogonero que acompañaba á Zureda, era<a name="page_217" id="page_217"></a> andaluz y
-sabía canciones picantes y sabrosos cuentos. Amadeo le escuchaba
-complacido, mientras sus ojos vigilantes se abismaban en el horizonte,
-riente y azul; los rieles que iban devanándose ante los topes de la
-locomotora, brillaban á la luz y parecían de plata; el aire era tibio y
-cargado venía de fragancias campestres; bajo sus pies el maquinista
-sentía retemblar la máquina, diligente, sumisa, sin bruscos
-sacudimientos ni lamentos insólitos, y murmuraba, ufano y cariñoso, como
-animándola:</p>
-
-<p>&mdash;Anda, cordera...</p>
-
-<p>Pero otras veces su cuerpo sanguíneo padecía cóleras recónditas,
-irritaciones caprichosas, desequilibrios insanos de humor, que le
-quitaban las ganas de hablar y ahondaban la cicatriz torva de su
-entrecejo. Y entonces prefería llevar consigo á «la Negra», siempre
-amenazadora y arisca, que contradecía todas sus órdenes; y esta lucha,
-en la que palpitaba constantemente un peligro, servía de sedante á sus
-nervios y le pacificaba. Entonces Pedro, el andaluz de los cuentos
-atrevidos y de las canciones pícaras, enmudecía cohibido por el agrio
-humor del maquinista. A lo largo del camino, y como rimado por las
-ráfagas musicales del viento y el fragor trepidante de la locomotora, un
-largo diálogo de rencores se entablaba entre el hombre y la máquina.
-Apretando los dientes, Zureda murmuraba:</p>
-
-<p>&mdash;Anda, perra... la pendiente es dura, pero has de subirla. ¡Anda con
-ella!...</p>
-
-<p>Y abría la boca del horno, ardiente y roja como<a name="page_218" id="page_218"></a> pozo infernal, y por su
-propia mano, sañudamente, arrojaba dentro del hogar ocho ó diez
-paletadas de carbón. Como respondiendo al castigo, la máquina se
-estremecía; bramidos iracundos restallaban en su interior, y por sus
-lomos humeantes parecía correr una ondulación de odio.</p>
-
-<p>De estos viajes Amadeo Zureda siempre volvía trayendo para su mujer
-algún regalo: un corsé, un cuello de piel, una caja de medias...
-Rafaela, que sabía exactamente la hora de llegada del expreso, atisbaba
-su paso desde un balcón. Zureda, además, desde muy lejos la avisaba con
-un largo silbido.</p>
-
-<p>Ella, si aún estaba acostada, saltaba del lecho, vestíase
-precipitadamente y corría al balcón; y sobre el verde alféizar de las
-macetas, su rostro cobrizo sonreía al paisaje. Un momento después, por
-entre las arboledas frondosas de la Moncloa, el tren aparecía
-crepitante, fragoroso, devanando su cuerpo negro y ondulante á lo largo
-de los rieles, bruñidos. Desde el tándem, el maquinista, alborozado,
-saludaba á la joven con un pañuelo; y solamente entonces su entrecejo,
-hasta donde jamás subía el regocijo de una risa, se desarrugaba y
-parecía contento.</p>
-
-<p>Amadeo Zureda no deseaba nada. Su oficio era ingrato, pero aquellas dos
-noches que, entre viaje y viaje, pasaba en Madrid, bastaban á darle la
-felicidad. Toda su alma honrada y brusca se remozaba allí, bajo el techo
-del hogar tranquilo, en medio de los muebles modestos, comprados uno á<a name="page_219" id="page_219"></a>
-uno. Aquel era su premio. Entre los brazos amantes de la compañera, el
-frío que recogieron sus huesos á la intemperie, en la extensión de los
-caminos, disipábase poco á poco, y su alma adormecíase en el calor de un
-dulce bienestar sensual.</p>
-
-<p><a name="page_220" id="page_220"></a></p>
-
-<p><a name="page_221" id="page_221"></a></p>
-
-<h3><a name="II-d" id="II-d"></a>II</h3>
-
-<p>Dos años de matrimonio bastan para envejecer á un hombre dócil; ó lo que
-es igual: para infundirle esas ideas trascendentes de previsión, quietud
-y economía, que siembra en las voluntades pacíficas el miedo al mañana.</p>
-
-<p>Cierta noche, hallándose convaleciente todavía de un enfriamiento que le
-tuvo encamado varias semanas, Amadeo Zureda habló seriamente á Rafaela
-del porvenir. Sobre la limpieza de las almohadas reposaba su cabeza
-bronceña, de pómulos angulosos y enérgico perfil, y en la grave
-serenidad de la frente, el surco vertical de la reflexión parecía más
-hondo. Su mujer, sentada al borde del lecho, le escuchaba atenta, una
-pierna sobre otra, y sujetando la rodilla cabalgadora entre sus manos
-cruzadas. El discurso del maquinista iba devanándose lentamente: la vida
-vale muy poco, pues la desgracia nos cerca y sabe herirnos de infinitos
-modos; hoy es una ráfaga de aire frío, mañana una congestión, ó una
-angina, ó un cáncer, los que la muerte utiliza como vehículos para
-llegar<a name="page_222" id="page_222"></a> á nosotros; la tierra en donde todos, tarde ó temprano, iremos á
-dar, se abre á nuestro alrededor como una enorme fauce, y en esta fiera
-y rapidísima hecatombe universal nadie puede asegurar que asistirá al
-orto y al ocaso del mismo día...</p>
-
-<p>&mdash;A mí no me asusta el trabajo, ya lo sabes&mdash;prosiguió Zureda&mdash;; pero
-las máquinas son de hierro y al cabo se usan y fatigan de andar; así los
-hombres... y cuando eso me suceda á mí, que ha de sucederme, ¿qué será
-de nosotros?...</p>
-
-<p>Rafaela movía la cabeza con sosiego; ella no participaba de los temores
-de su marido; á Amadeo, su enfermedad le volvía pesimista y medroso.</p>
-
-<p>&mdash;Creo que exageras&mdash;dijo&mdash;; la vejez está muy lejos; además, lo
-probable es que no tengamos hijos.</p>
-
-<p>Zureda hizo un gesto negativo.</p>
-
-<p>&mdash;No importa&mdash;replicó&mdash;; los hijos podrán no venir, pero ¿y si
-viniesen?... En cuanto á que la vejez tarde en llegar, te equivocas; hoy
-mismo, ¿crees que yo tengo la agilidad, el vigor y aquella misma alegría
-con que á los veinticinco años iba al trabajo?... ¡Quia! La vejez se
-acerca, y aprisa. Por eso repito que es necesario ahorrar. Así,
-transcurrido algún tiempo, cuando yo no pueda gobernar las máquinas,
-abriré un taller de mecánica; y si muriese de pronto, pero dejándote
-quince ó veinte mil pesetillas, fácil te será establecer en sitio
-céntrico un buen obrador de lavado y planchado, que es de lo que
-entiendes.<a name="page_223" id="page_223"></a></p>
-
-<p>Aún añadió Zureda á lo expuesto otras varias razones, todas bien
-aplomadas y discretas, con las cuales la joven se dió por convencida. Al
-hablar así el maquinista, ya tenía trazado un plan. Entre las personas
-que durante su enfermedad fueron á visitarle estaba Manolo Berlanga,
-unido á él por lazos de amistad fraternal. Berlanga trabajaba en una
-platería del Paseo de San Vicente; no tenía parientes y ganaba bastante.
-Reiteradas veces el platero había manifestado á Zureda sus deseos de
-hallar una casa honrada donde vivir recogidamente y en familia mediante
-un pupilaje de cuatro ó cinco pesetas.</p>
-
-<p>&mdash;Supongamos&mdash;continuó Amadeo&mdash;que Manolo nos diese cinco pesetas; son
-treinta duros mensuales; es así que la casa cuesta ocho, pues nos quedan
-veintidós duros, con los cuales, y algunos más que yo ponga, podemos
-comer todos perfectamente.</p>
-
-<p>Rafaela asintió, interesada por las emociones que aparejaría aquel nuevo
-vivir. El platero era un boquiverde joven y simpático, que charlaba
-mucho y tocaba la guitarra muy bien.</p>
-
-<p>&mdash;Como haber sitio para él, sí que lo hay&mdash;repuso&mdash;; ¿qué habitación le
-daríamos?</p>
-
-<p>&mdash;La alcobita del comedor.</p>
-
-<p>&mdash;En ella pensaba yo ahora mismo; pero es muy pequeña y no tiene luz...</p>
-
-<p>Zureda se encogió de hombros.</p>
-
-<p>&mdash;¡Para dormir&mdash;exclamó&mdash;buena es!... Si se tratase de una mujer, el
-asunto varía, pero los hombres en cualquiera parte nos acomodamos.<a name="page_224" id="page_224"></a></p>
-
-<p>Al día siguiente, y por encargo del maquinista, Rafaela escribió á
-Berlanga rogándole fuera á verle. El platero acudió á la cita puntual.
-Representaba veintiocho años: vestía limpio pantalón de pana muy ceñido
-de caderas y bien abotinado, y pelliza de color obscuro con cuello y
-bocamangas de astracán. Era de mediana estatura y sobrio de carnes;
-tenía el semblante pálido, el ademán inquieto, la conversación jacaresca
-y abundante. Rafaela buscó un pretexto para marcharse de la habitación,
-y los dos hombres pudieron charlar libremente y ponerse de acuerdo.</p>
-
-<p>&mdash;Tratándose de vosotros&mdash;dijo Berlanga&mdash;, yo doy cinco pesetas muy á
-gusto por mi hospedaje, y más, si es preciso.</p>
-
-<p>&mdash;Gracias&mdash;repuso Zureda&mdash;; no se trata de comerciar contigo; sí de que
-todos nos ayudemos mutuamente como buenos hermanos.</p>
-
-<p>Aquella noche, después de cenar, Rafaela sacó de la alcobita del comedor
-los muebles inútiles que allí había, y la barrió y fregó cuidadosamente.
-Al día siguiente madrugó para comprar en una prendería vecina una cama
-de hierro con su somier y un colchón de lana, que luego armó y equipó
-esmeradamente, hasta dejarla muy mullida y pomposa. Completaron el
-mobiliario de la habitación dos sillas, un lavamanos de hierro y una
-mesita enmajada por un tapetillo de bayeta verde. Seguidamente la joven
-se vistió y peinó para recibir al huésped, quien llegó á media tarde con
-su equipaje: consistía éste en un maletín donde el<a name="page_225" id="page_225"></a> platero guardaba las
-herramientas de su oficio, un baúl y un barrilito lleno de cierto
-vinillo añejo que, según declaró Berlanga después de cenar, entre el
-regocijo expansivo del café y del cigarro puro con que Zureda le
-obsequió, se lo había regalado una tabernera amiga suya...</p>
-
-<p>Transcurrieron varios días, que fueron para el maquinista y su mujer de
-desusado regocijo, pues el platero era hombre de alegres iniciativas y
-muy aficionado á levantar su vaso, con lo cual su conversación,
-habitualmente fértil, adquiría colorido hiperbólico y andaluzas
-exuberancias. De sobremesa, todos los donaires chulescos de Berlanga
-suscitaban en Amadeo sonoras explosiones de hilaridad; al reir, Zureda
-apoyaba su dorso macizo contra el respaldo de su silla, y á intervalos,
-como para subrayar los borbollones de su risa, descargaba sobre la mesa
-recios puñetazos. Después emitía su opinión lentamente, y si necesitaba
-aconsejar á Berlanga lo hacía por estilo paternal, bonachón y paciente.</p>
-
-<p>Ya completamente restablecido, Amadeo volvió al trabajo. Aquella mañana,
-al despedirse de su mujer, ésta le preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Que máquina llevas?</p>
-
-<p>&mdash;«La Negra».</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué casualidad!... Veremos si te sucede algo malo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Bah! ¿Por qué? La conozco bien.</p>
-
-<p>Abrazó á Rafaela, oprimiéndola cariñosamente contra su pechazo bravo y
-noble. De pronto una<a name="page_226" id="page_226"></a> ocurrencia insana, cruelmente grotesca, azotó su
-espíritu: aquella noche él la pasaría despierto y á la intemperie, sobre
-el tándem del tren, mientras allá en Madrid, bajo el mismo techo que su
-mujer, iba á dormir otro hombre. Pero esta desconfianza bastarda duró un
-segundo apenas; el maquinista pensó que Berlanga, aunque bullanguero y
-disipado, era, en el fondo, un amigo fraternal incapaz de acometer tan
-fea traición. Rafaela acompañó á su marido hasta la escalera y allí
-tornaron á enfervorizarse recíprocamente con los calientes besuqueos y
-apretujones de la despedida. Al recomendarle que se abrigara bien y se
-acordase de ella mucho, los ojos negros de la muchacha arrasáronse en
-lágrimas.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué buena es!&mdash;murmuró Zureda.</p>
-
-<p>Y en su ingenua nobleza, acordándose del venenoso pensamiento que
-momentos antes le acometiera, tuvo vergüenza de sí mismo.</p>
-
-<p>La vida de Manuel Berlanga era harto desigual; le gustaban las mujeres y
-el vino, y muchas noches, allá de madrugada, volvía á su casa en estado
-de completa embriaguez. Esto ocurrió siempre durante las ausencias de
-Zureda. A la mañana siguiente el platero se despertaba despejado y
-acudía contrito á la cocina, donde Rafaela preparaba el desayuno.</p>
-
-<p>&mdash;¿Está usted enfadada conmigo?</p>
-
-<p>Ella le reconvenía maternalmente y le aconsejaba formalidad; él tomaba
-el lance á risa.</p>
-
-<p>&mdash;¡Déjeme usted en paz!&mdash;decía&mdash;; no me gusta<a name="page_227" id="page_227"></a> la formalidad; es una de
-tantas antipatías que echa sobre nosotros el matrimonio. ¿No tiene usted
-bastante seriedad con la de Amadeo?</p>
-
-<p>En los hombres, el amor no es muchas veces más que la obsesión carnal
-que les produce la visión reiterada y constante de una misma mujer. En
-cada risa, en cada actitud de la mujer que anda á su alrededor, hay una
-gracia que al principio resbala inadvertida, y luego, en virtud de un
-fenómeno que pudiera denominarse de «acumulación», se acentúa y afirma
-hasta surgir inopinadamente envolvente y conquistadora.</p>
-
-<p>Una mañana Manolo Berlanga se hallaba en el comedor desayunándose para
-marcharse á su taller; Rafaela, de espaldas á él, fregaba el suelo del
-pasillo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Cómo se trabaja, comadre!&mdash;exclamó el platero festivamente.</p>
-
-<p>Ella respondió á la observación con una carcajada argentina y prosiguió
-su faena; unas veces recogida sobre sí misma, casi sentada sobre los
-talones, otras con el busto extendido hacia adelante, en una actitud
-violenta que deprimía la fragilidad anillada de la cintura y soplaba la
-turgencia de las posaderas movedizas. En aquella escena, muchas veces
-repetida, el platero no había reparado hasta entonces; pero apenas
-experimentó su poder sensual cuando alumbró en él la llama de un deseo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Es guapa!&mdash;pensó.</p>
-
-<p>Y continuó mirándola, repasando en su viciosa<a name="page_228" id="page_228"></a> imaginación las
-perfecciones de aquella flor de carne, vibrante y mollar. Su
-ensimismamiento se prolongaba. De pronto, con la brusquedad de un mal
-humor, se levantó.</p>
-
-<p>&mdash;Hasta luego&mdash;dijo.</p>
-
-<p>En la escalera saludó á un vecino y encendió un cigarro. Al llegar al
-portal ya no se acordaba de Rafaela. Pero su deseo reapareció más tarde,
-á la hora de almorzar, mientras observaba disimuladamente los antebrazos
-desnudos de la joven. Eran éstos robustos y bien torneados, y la carne
-se apelotonaba exuberante bajo la tela de las mangas recogidas sobre el
-codo.</p>
-
-<p>&mdash;Hoy no se ha peinado usted&mdash;dijo Berlanga.</p>
-
-<p>Ella repuso riendo con esa franqueza voluptuosa de las mujeres que
-poseen una dentadura bonita:</p>
-
-<p>&mdash;Tiene usted razón; en todo ha de reparar usted; es que no he tenido
-tiempo.</p>
-
-<p>&mdash;No la importe&mdash;contestó el platero galante&mdash;; así, despeinadas y al
-aire los brazos, es como las mujeres guapas están mejor.</p>
-
-<p>&mdash;¿Habla usted con franqueza?</p>
-
-<p>&mdash;Con absoluta franqueza.</p>
-
-<p>&mdash;Entonces tiene usted temperamento ó madera de hombre casado.</p>
-
-<p>&mdash;¿Yo?</p>
-
-<p>&mdash;Sí.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué?</p>
-
-<p>Volvió á reir, gozosa y coqueta.</p>
-
-<p>&mdash;Porque ya sabe usted que, generalmente, y<a name="page_229" id="page_229"></a> para descrédito del
-matrimonio, las mujeres casadas, tratándose de sus maridos, se preocupan
-poco de mostrarse bonitas.</p>
-
-<p>Continuaron charlando, y á través de la conversación intencionada y
-picaresca asomaba la recíproca simpatía que sigilosamente iba
-arrobándoles la voluntad. Ella detuvo los ojos en el reloj, colocado
-sobre el aparador.</p>
-
-<p>&mdash;Las ocho; ¿qué hará ahora Amadeo?</p>
-
-<p>&mdash;Según&mdash;repuso Berlanga&mdash;; ¿cuándo llegó á Bilbao?</p>
-
-<p>&mdash;Hoy, por la mañana.</p>
-
-<p>&mdash;Entonces habrá pasado el día durmiendo, y ahora estará metido en algún
-café jugando al dominó. Nosotros, entretanto, aquí...</p>
-
-<p>&mdash;¿Está usted mal?</p>
-
-<p>&mdash;¿Yo?...</p>
-
-<p>Y agregó lentamente y mirando á Rafaela con fijeza expresiva:</p>
-
-<p>&mdash;¡Bastante mejor que él!</p>
-
-<p>Después, mientras bebía su taza de café, el platero vació sobre la mesa
-su jornal de aquella semana.</p>
-
-<p>Empezó á contar:</p>
-
-<p>&mdash;Dos y dos, cuatro... nueve, once... ¡treinta y ocho pesetas! ¡Mala
-semana! Puedo decir que no he ganado ni para vino.</p>
-
-<p>Reunió siete duros, que, apilados, formando una columna minúscula de
-plata, entregó á Rafaela.</p>
-
-<p>&mdash;Tome usted.</p>
-
-<p>Ella replicó ruborizándose, como ofendida por<a name="page_230" id="page_230"></a> aquella distancia siempre
-un tantico hostil, como de deudor á acreedor, que parecía fijar entre
-ambos el dinero.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué me da usted aquí?</p>
-
-<p>&mdash;¡Anda!... ¿Qué ha de ser? ¿No pago por semanas? Pues, eso; mi semana:¡
-siete días, á cinco pesetas, treinta y cinco pesetas cabales; ¡como
-éstas!...</p>
-
-<p>Entre sus dedos ágiles, acostumbrados á manejar los naipes, las monedas
-resbalaban tintineantes. Agregó:</p>
-
-<p>&mdash;Hoy es sábado, con que... la cuenta se arregla en seguida; me quedan
-tres pesetas para gastos extraordinarios: tabaco, tranvías... ¡Voy á
-divertirme!</p>
-
-<p>Con gesto señoril, protector y amable, Rafaela devolvió á Berlanga su
-dinero.</p>
-
-<p>&mdash;La semana próxima&mdash;dijo&mdash;me pagará usted. Yo, afortunadamente, si no
-me sobran ahora cinco duros tampoco me faltan.</p>
-
-<p>El platero reiteró su ofrecimiento, aunque flojamente y sólo en aquella
-comedida proporción que juzgó necesaria para quedar bien. Levantóse
-después de la mesa, y mientras se pasaba las manos á lo largo de las
-piernas, para suavizar la fea convexidad de las rodilleras, y ante el
-espejo se estiraba el chaleco y ponía en su sitio el lazo de la corbata,
-exclamó jaquetón:</p>
-
-<p>&mdash;¿Sabe usted lo que estoy pensando?</p>
-
-<p>&mdash;Usted dirá.</p>
-
-<p>&mdash;No me atrevo.<a name="page_231" id="page_231"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo?</p>
-
-<p>&mdash;¿Y si se enfada usted?</p>
-
-<p>&mdash;O no...</p>
-
-<p>&mdash;¿Me lo promete usted?</p>
-
-<p>&mdash;Palabra de honor; usted, diga lo que quiera, no puede molestarme.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y eso?</p>
-
-<p>&mdash;Yo me entiendo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah, vamos!... Porque no me hace usted caso; ¿eh?... Me tiene usted en
-poco...</p>
-
-<p>&mdash;Al contrario; le tengo á usted en mucho...</p>
-
-<p>Mirábale provocativa y ufana, removida hasta en sus entrañas más hondas
-por un capricho tan porfiado, tan envolvente, que casi parecía un amor.</p>
-
-<p>El platero repuso, orondo:</p>
-
-<p>&mdash;Entonces, pues tenemos dinero y estamos solos, ¿por qué no nos vamos
-al baile esta noche?</p>
-
-<p>Todo el cuerpo goyesco, genuinamente madrileño, de la joven, vibró de
-júbilo. Hacía mucho tiempo que no se divertía así; desde que se casó,
-Zureda, formalote y poco inclinado á fiestas, no había querido llevarla
-á ningún baile, ni aun á los de máscaras. Un recio tropel de visiones
-alegres invadió su memoria. ¡Ah, sus buenos domingos de soltera!... Los
-sábados por la noche, á la salida del taller, ella y sus compañeras de
-obrador se citaban para el día siguiente: unas veces, en los merenderos
-de la Bombilla; otras, en los de Cuatro Caminos, ó en las clásicas
-Ventas del Espíritu Santo... Y, una vez allí, qué risas, qué alegría,
-qué extraña emoción de curiosidad y de miedo sentían<a name="page_232" id="page_232"></a> junto al deseo del
-hombre que se acercaba á bailarlas...</p>
-
-<p>Agil, flexible, transfigurada, Rafaela se irguió.</p>
-
-<p>&mdash;No sería usted tan capaz de llevarme como yo de ir.</p>
-
-<p>&mdash;¿Que no?&mdash;replicó el platero&mdash;; ¡ahora mismo!... Vamos á la Bombilla y
-no salimos de allí hasta no gastarnos la última peseta.</p>
-
-<p>De un brinco la joven huyó del comedor, se puso á la cabeza un pañuelo
-de seda, se echó garbosamente sobre los hombros un mantón alfombrado.
-Reapareció en seguida. Al andar, sobre sus botas de charol, levantadas
-de tacón y de agudísima punta, sus enaguas, reciamente almidonadas y muy
-blancas, revolaban crujientes. Se acercó á Berlanga y, cogiéndole
-familiarmente por un brazo, dijo:</p>
-
-<p>&mdash;Le advierto á usted que la mitad del gasto lo pago yo.</p>
-
-<p>El platero titubeó la cabeza de izquierda á derecha, negando. Ella
-agregó categórica:</p>
-
-<p>&mdash;Con esa condición salgo de casa. ¿No vamos á divertirnos los dos? Pues
-justo es que la fiesta la paguemos los dos por igual.</p>
-
-<p>Aceptó Berlanga aquel trato amistoso y, ya en la calle, subieron á un
-coche. En la Bombilla, donde cenaron abundantemente y bailaron mucho,
-estuvieron hasta la madrugada. El regreso lo emprendieron á pie,
-lentamente y cogidos del brazo. Con frecuencia, Rafaela, que había
-bebido más de lo justo, necesitaba detenerse y, aturdida, apoyaba<a name="page_233" id="page_233"></a> su
-cabeza sobre el pecho del platero. Manuel Berlanga, fuera de sí y un
-poco borracho, se la comía con los ojos.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué bonita es usted!&mdash;murmuraba.</p>
-
-<p>&mdash;¿De veras?...</p>
-
-<p>&mdash;Que me quede ciego si digo mentira. Bonita, no, que es poco;
-bonitísima, sí; preciosa... más preciosa que todas las mujeres juntas.</p>
-
-<p>Y ella, astutamente, para demostrarle que no le había oído, balbuceaba:</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué mareada estoy!...</p>
-
-<p>De súbito, Berlanga exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Si no fuera porque Zureda y yo somos amigos...</p>
-
-<p>Hubo un silencio. Animándose el platero, añadió:</p>
-
-<p>&mdash;Rafaela... sea usted franca: ¿no es verdad que Amadeo nos estorba?</p>
-
-<p>Ella le miró de hito en hito, y luego, por toda respuesta, se llevó su
-pañuelo á los ojos. No sucedió más.</p>
-
-<p>Poco á poco, en el transcurso uniforme de varios días, fué cerciorándose
-Manuel Berlanga de que Rafaela tenía los ojos grandes y expresivos, y
-los pies menudos y de fino tarso, y el andar muy gracioso, y los senos
-bien sembrados y crecidos; y hasta creyó adivinar en ella el deseo,
-tentador con exceso, de parecerle bonita. El platero acabó por leer
-claro en su conciencia, lo que á un mismo tiempo hubo de producirle
-alegría y miedo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Me he lucido!&mdash;pensó&mdash;¡me he lucido! ¿Pues<a name="page_234" id="page_234"></a> no estoy enamorado de esa
-mujer como una bestia?...</p>
-
-<p>Al cabo, la pasión mal encadenada desbocóse arrolladora. Aquella noche
-llegaba Zureda. Apenas salió del taller Manolo Berlanga se dirigió
-presuroso á su casa. Desde el recibimiento, el platero, que no podía con
-la carga de sus malos pensamientos, preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Y Amadeo, ha venido?</p>
-
-<p>Rafaela repuso:</p>
-
-<p>&mdash;No tardará ni quince minutos; son las nueve. El tren llegó ya; lo he
-oído silbar...</p>
-
-<p>Berlanga entró en el comedor y vió que la joven estaba arreglándole su
-cama. Se acercó ella:</p>
-
-<p>&mdash;¿Quiere usted ayuda?</p>
-
-<p>&mdash;Muchas gracias...</p>
-
-<p>Súbitamente, sin saber lo que hacía, la cogió por el talle. Ella trató
-de defenderse volviéndose de espaldas y empujándole con las caderas. El
-murmuró, besándola ansioso:</p>
-
-<p>&mdash;Anda, pronto... anda... antes de que llegue..</p>
-
-<p>Y luego, tras un breve momento de lucha silenciosa:</p>
-
-<p>&mdash;Mi alma... ¿te convences?... ¡Si ello había de ser!...</p>
-
-<p>Verdaderamente, la esposa de Zureda resistió muy poco.</p>
-
-<p>Un año después Rafaela dió á luz un niño, á quien Manolo Berlanga
-apadrinó, y que por voluntad unánime de sus progenitores había de
-llamarse<a name="page_235" id="page_235"></a> Manuel Amadeo Zureda. El bautizo fué espléndido; más de dos
-mil reales se gastaron en él. ¡Qué alegre, qué sonrosado, qué bonito
-estaba Manolín!... El maquinista, al que todos felicitaban, lloraba de
-gozo.</p>
-
-<p><a name="page_236" id="page_236"></a></p>
-
-<p><a name="page_237" id="page_237"></a></p>
-
-<h3><a name="III-d" id="III-d"></a>III</h3>
-
-<p>Manolín iba á cumplir tres años; era monísimo, charlador, simpático. En
-su carita carnosilla y blanca, más blanca por su contraste con el negro
-entero de los cabellos, fraternizaban rasgos fisonómicos de distintas
-personas: la traviesa nariz y la línea pícara de los labios pertenecían
-á su madre; de su padre, sin duda, heredó el frontal pensativo y la
-recia anatomía de los maxilares; y también recordaba á su padrino en la
-complexión ágil del cuerpo y en el modo que, al andar, tenía de echar
-los pies. Como si el astuto chiquillo, para granjearse en seguida el
-cariño de todos, hubiera puesto voluntad en parecerse á cuantas personas
-estuvieron más cerca de él en la pila bautismal.</p>
-
-<p>Zureda adoraba en Manolín, reía todas sus gracias, pasaba horas echado
-sobre las losas del pasillo, jugando con él; Manolín le tiraba de la
-corbata y del bigote, le aporreaba, le rompía el cristal del reloj; el
-maquinista no se enfadada, al contrario, le quería más, cual si toda su
-alma ruda y noble se<a name="page_238" id="page_238"></a> deshiciese en amor. Una tarde Rafaela fué á
-despedir á Amadeo, que salía en el expreso de las siete y cinco; llevaba
-al niño en brazos. Desde el tándem, Pedro, el fogonero, hacía reir á la
-madre y al niño con estrafalarios visajes.</p>
-
-<p>&mdash;¡La cara del dolor de muelas!... ¡La cara del dolor de
-estómago!...&mdash;decía.</p>
-
-<p>Vibraron una campana y el silbato tremolante del jefe de estación.</p>
-
-<p>&mdash;¡Dame á Manolo!&mdash;gritó Zureda.</p>
-
-<p>Quería besarle. El chiquillo extendió hacia su padre los bracitos.</p>
-
-<p>&mdash;¡Llévame, llévame!...&mdash;tartamudeaba su lengüecilla débil, llena de
-mimo y de gracia.</p>
-
-<p>¡Pobre Zureda! En aquel momento la idea de separarse del niño le partía
-el corazón; no podía dejarle, no podía... Inconscientemente, mientras
-con una mano apretujaba contra su pecho á Manolín, con la otra oprimió
-la manivela de marcha y partió el tren. Rafaela, asustada, corría por el
-andén, gritando:</p>
-
-<p>&mdash;¡Dámele, dámele!...</p>
-
-<p>Pero ya, aunque Zureda hubiese querido devolvérselo, no hubiera podido.
-Rafaela corrió hasta el límite del andén; allí se detuvo. Desde la
-negrura del coche-carbonera, Pedro reía y gesticulaba diciéndola adiós.</p>
-
-<p>La joven volvió á su casa llorando. Manolo Berlanga acababa de llegar;
-había bebido y estaba de mal humor.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué sucede?&mdash;dijo.<a name="page_239" id="page_239"></a></p>
-
-<p>Hipando, sin consuelo, Rafaela refirió lo ocurrido.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y eso es todo?&mdash;interrumpió el platero&mdash;; ¡pareces idiota!... Si se
-han ido, tanto mejor; así nos dejarán en paz un poco; ¡mira si no
-volviesen!...</p>
-
-<p>Pidió la cena imperativo.</p>
-
-<p>&mdash;Bueno&mdash;dijo&mdash;, haz el favor de no moquear más y de darme de comer, que
-tengo prisa.</p>
-
-<p>Rafaela se puso á encender el fuego; entretanto, no cesaba de llorar ni
-de hablar; su pena y su rabia se derretían en un monólogo interminable.</p>
-
-<p>&mdash;Hijo de mi alma, ¿á usted le parece?... ¿Llevárle por ahí, para que el
-angelito coja una pulmonía?... ¡Pero qué hombre tan estúpido, pero qué
-estúpido, qué estúpido!... Luego dicen: si cuando las mujeres somos como
-somos no es sin motivo. ¡Hijo de mi alma! Si no quiero acordarme del
-frío que el pobrecito va á pasar esta noche... ¡Hijo mío, sangre mía,
-corazón de su madre, corazón chiquito de su madre!...</p>
-
-<p>Sus manos coléricas tropezaron la botella del aceite, que cayó del fogón
-al suelo, saltando en pedazos; con lo cual la furia de Rafaela llegó al
-paroxismo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Maldita sea mi alma, que no sé lo que hago!... Ese tío, ese lechón de
-marido... el demonio quiera que no vuelva á verle... ¿Y ahora cómo voy á
-guisar?... Tendré que ir á la tienda. Mira si mi madre no me hubiese
-parido, qué bien estaríamos todos... ¡pero qué bien!...<a name="page_240" id="page_240"></a></p>
-
-<p>Cansado de oirla, el platero entró en la cocina, el paso lento, los
-puños apretados dentro de los bolsillos de la pelliza, la cara fosca:</p>
-
-<p>&mdash;¿Es que piensas pasarte la noche hablando?&mdash;dijo.</p>
-
-<p>&mdash;La pasaré como me dé la gana; ¿qué te ha parecido?</p>
-
-<p>&mdash;Que ya estás callando&mdash;gritó Berlanga&mdash;ó te rompo la boca.</p>
-
-<p>No pudo reprimir su cólera, y uniendo la villana acción á la torpe
-amenaza, descargó varios puñetazos sobre la cabeza de su querida.
-Rafaela dejó de llorar y por entre sus dientes apretados los insultos
-más groseros pasaron sibilantes.</p>
-
-<p>&mdash;¡Chulo... cabrón... con mujeres te atreverás tú!... ¡Cobarde...
-marica... si no tienes de hombre mas que la figura!</p>
-
-<p>Y él barbotaba:</p>
-
-<p>&mdash;Toma... toma, cochina...</p>
-
-<p>La repugnante escena duró largo rato; Rafaela, acobardada y con la nariz
-y los labios bañados en sangre, cesó de hablar; en el silencio de la
-cocina resonaban confusamente los puntapiés desatentados con que el
-platero magullaba á su víctima contra un rincón. Realizada su triste
-hazaña, Manuel Berlanga se marchó y no volvió hasta la madrugada. Entró
-en su cuarto y se acostó á obscuras, pesaroso de su mala acción. Trató
-de consolarse: al cabo, la culpa de lo ocurrido no era completamente
-suya; las intemperancias de Rafaela y el vino hicieron más de la mitad;
-los hombres,<a name="page_241" id="page_241"></a> cuando beben, se convierten en brutos...</p>
-
-<p>La joven se había retirado á su dormitorio; á intervalos Berlanga la oía
-suspirar, con esos suspiros largos y entrecortados que tiene el sueño de
-los niños que se durmieron llorando.</p>
-
-<p>El platero gritó:</p>
-
-<p>&mdash;Rafaela...</p>
-
-<p>A su voz respondió el silencio; transcurrieron algunos minutos. El
-platero repitió su llamamiento, y aquel nombre, entre sus labios,
-parecía un mandato:</p>
-
-<p>&mdash;¡Rafaela!</p>
-
-<p>Aún hubo de llamarla otras dos veces. Al fin, como en un gruñido, la
-joven respondió:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué quieres?...</p>
-
-<p>El platero sonrió ufano; aquella pregunta equivalía á un perdón; el
-momento dulce de la reconciliación estaba cerca.</p>
-
-<p>&mdash;Ven&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Hubo otra pausa, durante la cual las voluntades de los dos amantes
-debieron de tropezarse y batallar, con extraños magnetismos, en la
-quietud de la casa obscura.</p>
-
-<p>&mdash;¡Ven, niña!&mdash;repitió el platero suavizando la voz.</p>
-
-<p>Y pasado un momento:</p>
-
-<p>&mdash;¿No quieres venir?...</p>
-
-<p>Transcurrió otro minuto; que todas las mujeres, aun las más indoctas y
-sencillas, poseen á la perfección el secreto hechicero de saber hacerse
-esperar. Después Berlanga oyó los pies desnudos de<a name="page_242" id="page_242"></a> Rafaela deslizarse á
-lo largo del tránsito. La joven llegó á la alcoba del platero, y en las
-tinieblas sus manos exploradoras tropezaron con las que Manuel extendía
-para recibirla.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué necesitas?&mdash;preguntó rencorosa y humilde.</p>
-
-<p>&mdash;Acuéstate.</p>
-
-<p>Ella obedeció. Sonaron muchos besos, dados por él, y luego la voz de
-Berlanga que preguntaba dominador y mimoso:</p>
-
-<p>&mdash;¿Vas á ser buena?...</p>
-
-<p>Amadeo Zureda regresó dos días después; venía satisfechísimo; Manolín,
-durante el viaje, habíase portado como un hombrecito; no lloró, comió
-cuanto le dieron y durmió con sueño de marmota sobre los carbones del
-tándem. Al besar á su mujer, el maquinista advirtió que ésta tenía en la
-frente una mancha violácea.</p>
-
-<p>&mdash;Esto es un golpe&mdash;dijo&mdash;; ¿has reñido con alguien?</p>
-
-<p>Ella vaciló.</p>
-
-<p>&mdash;No, hombre; ¿con quién iba á reñir... y menos á pegarme?... Es que la
-misma noche en que te fuiste, la botella del aceite, que estaba en un
-vasar, se cayó al ir yo á cogerla y me dió aquí.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y este arañazo?</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuál?... ¡Ah, sí, el del labio!... Me lo hice con un alfiler.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué atrocidad! ¡Chiquilla, ten cuidado!...</p>
-
-<p>El maquinista no vió cómo Manolo Berlanga,<a name="page_243" id="page_243"></a> allí presente, se mordía el
-bigote para disimular una risa infame; el pobre hombre no sospechó nada,
-estaba ciego; aunque no hubiese querido á Rafaela, su amor á Manolín
-bastaba á taparle los ojos.</p>
-
-<p><a name="page_244" id="page_244"></a></p>
-
-<p><a name="page_245" id="page_245"></a></p>
-
-<h3><a name="IV-d" id="IV-d"></a>IV</h3>
-
-<p>Pero la verdad tiene mucha fuerza. Amadeo Zureda llegó á notar que algo
-extraño ocurría en torno suyo; lentamente y sin saber por qué, hallábase
-un poco distanciado de sus compañeros, que le miraban y trataban como
-nunca lo hicieron; diríase que exigiesen de su rostro la confesión de un
-secreto cómico que él sin duda llevaba muy oculto y tapado, pero que
-todos conocían; era una compleja emoción de silencio y de curiosidad que
-le aislaba de ellos y parecía nimbarle de una inexplicable ridiculez.
-Concluyó por preocuparse de aquel fenómeno.</p>
-
-<p>&mdash;¿Habré cambiado? ¿Estaré enfermo de gravedad... ó estaré muy feo y
-nadie se atreve á decírmelo?...</p>
-
-<p>En las inmediaciones de la estación, y cerca del Manzanares, había un
-merendero donde acostumbraban á reunirse los mozos del andén y algunos
-maquinistas y fogoneros. El ventorro pertenecía al señor Tomás, que fué
-torero en sus mocedades<a name="page_246" id="page_246"></a> y conservaba de aquel oficio de valor y
-gallardía el carácter aplomado y rudo y la nobleza de corazón. El señor
-Tomás hablaba poco, y para los que le conocían íntimamente, sus palabras
-tenían la autoridad de lo escrito. Era un viejo alto, de espaldas y
-manos atléticas, que vestía calzones de pana y chaquetillas andaluzas de
-paño negro, y llevaba sobre la faja, con que se abrigaba el crecido
-vientre, un ancho cinturón de cuero con hebilla de plata.</p>
-
-<p>Aquella tarde el señor Tomás disfrutaba del sol á la puerta del
-ventorro, cuando pasó Zureda.</p>
-
-<p>El tabernero llamó al maquinista con un gesto, y cuando éste se hubo
-acercado, exclamó mirándole fijamente á los ojos:</p>
-
-<p>&mdash;Tenemos que hablar.</p>
-
-<p>Zureda se inmutó; por sus entrañas, semejante á un viento frío, acababa
-de pasar la vibración helada, sigilosa, de un mal presentimiento.
-Recobrándose, contestó:</p>
-
-<p>&mdash;Cuando usted quiera.</p>
-
-<p>Subintraron en la taberna, donde á la sazón no había parroquianos. Un
-alto zócalo de madera pintado de rojo y coronado de botellas, rodeaba la
-sala; de la pared pendía la cabeza disecada del toro de quien el señor
-Tomás recibió la tremenda cornada que, desgarrándole una pierna, le
-obligó á desceñirse para siempre el traje de luces; al fondo, tras el
-mostrador bruñido, sobre el que cantaba perpetuamente un chorrillo de
-agua, el medidor se había dormido.<a name="page_247" id="page_247"></a></p>
-
-<p>Los dos hombres se sentaron ante un velador: el tabernero batió palmas.</p>
-
-<p>&mdash;¡Eh, tú, chico!&mdash;exclamó.</p>
-
-<p>Acudió el medidor.</p>
-
-<p>&mdash;¿Mandaban ustedes?</p>
-
-<p>&mdash;Trae unas aceitunas y dos copas de vino.</p>
-
-<p>Hubo una larga pausa. El señor Tomás atizó con voraces chupadas el fuego
-del cigarro puro que humeaba entre sus labios; una torva preocupación
-endurecía su rostro afeitado, cetrino y carnoso, bajo los cabellos
-blancos, peinados y rizados majamente sobre la frente.</p>
-
-<p>&mdash;A mí&mdash;empezó diciendo el tabernero&mdash;no me gusta que dos hombres riñan,
-porque entre gentes de corazón no hay riña que no sea grave; pero
-tampoco puedo consentir que un hombre honrado y que lleva el valor en su
-sitio sirva á nadie de hazmerreir. ¿Tú me comprendes?...</p>
-
-<p>Amadeo Zureda se puso lívido, rojo después. Sí, comprendía; habíanle
-llamado para comunicarle un misterio terrible; sintió que aquella
-emoción de vacío que desde algún tiempo atrás le acompañaba, iba á ser
-explicada y tembló; sobre su cabeza se cernía algo negro y enorme; una
-de esas verdades trágicas capaces de partir en dos una vida.</p>
-
-<p>&mdash;Yo, ni sé hablar, ni me gusta hablar&mdash;prosiguió su interlocutor&mdash;; por
-eso no me meto en divagaciones, sino que llamo á las cosas por su
-nombre; porque todo en este mundo, Amadeo, fíjate bien, tiene su
-nombre.<a name="page_248" id="page_248"></a></p>
-
-<p>&mdash;Así es, señor Tomás...</p>
-
-<p>&mdash;Bueno; y yo soy de los que se van á la verdad como antes se iba al
-toro: por lo más derecho, que es lo mejor porque es lo más corto.</p>
-
-<p>&mdash;Eso es...</p>
-
-<p>&mdash;Bueno; yo te quiero bien; sé que eres trabajador, sé que eres de los
-buenos que para ganarse su pan no son capaces de echarse por ningún
-camino feo; sé también, porque eso se lleva escrito en la frente, cómo
-eres un hombre que sabe cerrar el puño para reñir y ponerse el alma á la
-bandolera cuando hace falta. Todo eso me consta. Por lo mismo, no
-permito que nadie se burle de ti.</p>
-
-<p>&mdash;Gracias, señor Tomás...</p>
-
-<p>&mdash;Bueno; aquí, en mi casa, óyelo bien, aquí en mi casa se ha dicho que
-tu mujer tiene relaciones con Manuel Berlanga.</p>
-
-<p>Las miradas del tabernero y del maquinista se encontraron, y clavadas la
-una en la otra estuvieron un instante; después los ojos de Zureda se
-dilataron, desorbitándose. De repente se levantó y las uñas cuadradas de
-sus dedos se hincaron en la madera de la mesa. Sus labios blancos,
-cubiertos de saliva espumosa, murmuraron entrecortadamente, como en un
-espasmo de rencor:</p>
-
-<p>&mdash;Eso es mentira, señor Tomás, mentira... y á usted... y á la madre de
-Dios que baje á decírmelo, le parto el corazón. ¡Eso es mentira!</p>
-
-<p>Muy dueño de sí, sin una mueca en el rostro, el tabernero repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Bueno; tú entérate de lo que haya de cierto<a name="page_249" id="page_249"></a> ó de falso en este
-asunto, pues ya sabes que tan importante es la verdad como la mentira
-que se cuenta. Y si te conviene decir que todo ello lo supiste por mí,
-dílo, que yo aquí y en todos terrenos sostengo mis palabras.</p>
-
-<p>Calló el tabernero, y Amadeo Zureda, de codos sobre la mesa, permanecía
-inmóvil, idiotizado, la boca entreabierta.</p>
-
-<p>Transcurridos algunos momentos sus ideas comenzaron á serenarse, y según
-se aquietaban y coordinaban, una irresistible curiosidad malsana de
-saber, de atormentarse inquiriendo detalles, le invadía.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y de eso&mdash;preguntó&mdash;se ha hablado aquí?</p>
-
-<p>&mdash;Aquí mismo.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo?</p>
-
-<p>&mdash;Más de una vez y más de veinte; y han dicho algo peor: han dicho que
-Berlanga le pegaba á tu mujer, que tú lo sabías, que estabas enterado de
-todo desde el primer momento, y que si lo aguantabas era por
-conveniencia, porque ese Berlanga te ayudaba á pagar la casa.</p>
-
-<p>La llegada de dos mozos de andén, interrumpió la conversación. El señor
-Tomás concluyó:</p>
-
-<p>&mdash;Conque... ¡ya lo sabes todo!</p>
-
-<p>El primer impulso de Zureda al salir del ventorro fué dirigirse á su
-casa, interrogar á Rafaela, y por buenas ó á golpes arrancarla la verdad
-de sus relaciones con Berlanga. Pero se arrepintió; asuntos como aquel
-no debían atropellarse; mejor era proceder cautamente, esperar,
-informarse despacio<a name="page_250" id="page_250"></a> y por sí mismo. Cuando llegó á la estación eran las
-seis; en el andén encontró á Pedro.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué máquina tenemos hoy?&mdash;preguntó Amadeo.</p>
-
-<p>&mdash;«La Negra»&mdash;repuso el fogonero.</p>
-
-<p>&mdash;¡Maldita!... ¡«La Negra» había de ser!</p>
-
-<p>Fué aquel, efectivamente, un viaje terrible, erizado de combates
-interiores y de luchas con la locomotora rebelde; viaje diabólico del
-que Amadeo Zureda había de acordarse toda su vida.</p>
-
-<p>Con arreglo al plan de prudencia que se había trazado, el maquinista
-aplicóse á observar el modo que Rafaela y Manolo Berlanga tenían de
-hablarse, y tras mucho torturarse la atención no halló en la franca
-cordialidad de sus relaciones nada que rebasara los límites de una buena
-amistad. Desde que Berlanga apadrinó á Manolín, el platero y Rafaela,
-cediendo á requerimientos del mismo Amadeo, habían acordado tutearse;
-pero aquel tuteo fraternal, justificado por los tres años que llevaban
-unidos, no parecía envolver ningún secreto pecaminoso. No obstante, los
-celos de Zureda iban en aumento, agarrándose á todos los pretextos,
-sirviéndose hasta de lo más nimio para medrar y embeber vampirescos
-todos los pensamientos del maquinista. Era un sentimiento que crecía en
-Zureda por la obsesión que le causaba la visión constante de la afrenta
-sospechada, como por obsesión nació en Manolo Berlanga su amor á
-Rafaela.</p>
-
-<p>Convencióse al cabo Amadeo de que sus facultades de espía eran muy
-cortas; faltábanle la astucia,<a name="page_251" id="page_251"></a> el disimulo, y ese instinto de
-adivinación, especie de doble vista, que permite llegar rápida y
-derechamente al fondo de las cosas. Dado su caracter rudo, refractario á
-toda suerte de taimerías diplomáticas, mejor era abordar la cuestión
-cara á cara. Una vez adoptada esta resolución, sintió encalmarse sus
-inquietudes y derramarse por su interior una emoción sedante de paz. El
-maquinista pasó el día leyendo tranquilamente, aguardando á que la noche
-llegase. Rafaela cosía en el comedor, con Manolín dormido sobre el
-regazo. Media hora antes de cenar, Zureda llegóse de puntillas á la
-alcoba, y de la mesita de noche sacó el recio cuchillo de monte, con
-mango de asta, que llevaba consigo en todos sus viajes. Después calóse
-una boina, enlazóse al cuello una bufanda porque hacía frío, y en la
-oquedad del corredor, sus recias pisadas, que en aquel momento parecían
-llevar consigo algo fatal, resonaron seguras.</p>
-
-<p>Un poco sorprendida, Rafaela preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿No cenas aquí?...</p>
-
-<p>&mdash;Sí&mdash;repuso él&mdash;; voy á estirar un poco las piernas; vuelvo enseguida.</p>
-
-<p>Besó á su mujer, besó á Manolín, despidiéndose de ellos mentalmente, y
-salió.</p>
-
-<p>En la taberna del señor Tomás halló á Manolo Berlanga jugando al tute
-con varios amigos. El platero estaba borracho, y su voz, de timbre
-impertinente y desafiador, se imponía á las demás. Lentamente, con aire
-descuidado y taciturno, el maquinista se acercó al grupo.<a name="page_252" id="page_252"></a></p>
-
-<p>&mdash;Señores, salud.</p>
-
-<p>Al pronto nadie le contestó, que todos pendientes andaban del travieso
-ir y venir de los naipes. Acabada la partida, uno de los jugadores
-exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Hola, Amadeo... no te había visto!... A los que vi ayer fueron á tu
-mujer y á tu chico; el muchacho muy hermoso está, y su madre muy guapa,
-¡vaya!... No lo digo porque estés delante. ¡Bien se echa de ver que
-ganas mucho y que en tu mujer lo gastas!</p>
-
-<p>&mdash;Y si no lo hiciera así&mdash;interrumpió Berlanga, ofreciendo á su compadre
-un vaso de vino&mdash;no faltaría quien lo hiciese; ¿verdad, tú, Amadeo...?</p>
-
-<p>Zureda, impasible, apuró el vaso de un trago. Después pidió, para los
-allí reunidos, un frasco de vino.</p>
-
-<p>&mdash;Te desafío&mdash;exclamó dirigiéndose á Berlanga&mdash;á una partida de mus.
-Antolín será mi compañero.</p>
-
-<p>El platero aceptó.</p>
-
-<p>&mdash;Vamos allá.</p>
-
-<p>Los cuatro hombres se instalaron alrededor de la mesa, y la partida
-empezó.</p>
-
-<p>&mdash;Envido.</p>
-
-<p>&mdash;Paso...</p>
-
-<p>&mdash;Tengo.</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;Yo, sí.</p>
-
-<p>&mdash;Envido también.</p>
-
-<p>&mdash;No quiero...</p>
-
-<p>De cuando en cuando los jugadores interrumpían<a name="page_253" id="page_253"></a> su faena para beber, y
-algunas jugadas atrevidas eran festejadas con grandes risas.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quien da?...</p>
-
-<p>&mdash;Yo.</p>
-
-<p>De repente Amadeo Zureda, que buscaba un pretexto para reñir con su
-compadre, hizo una trampa que le permitía ganar un envite. Manolo
-Berlanga sorprendió la operación, y muy excitado tiró los naipes al
-suelo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Eso no se hace!&mdash;gritó&mdash;, y por muy parientes que seamos no te lo
-consiento.</p>
-
-<p>Todos los jugadores apoyaron airados la actitud del platero.</p>
-
-<p>&mdash;¡No, señor, no... eso no se hace!&mdash;repetían.</p>
-
-<p>Tranquilamente, Amadeo Zureda repuso:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué he hecho yo?</p>
-
-<p>&mdash;Tirar esta carta, el cinco de bastos&mdash;repuso Berlanga&mdash;, y coger un
-rey, que necesitabas. Ni más ni menos... ¡Y eso es robar!...</p>
-
-<p>Al furioso insulto del platero apresurose el maquinista á replicar con
-una bofetada; engarfiñáronse como gatos los dos hombres, y la mesa y las
-sillas rodaron por el suelo. Acudió diligente el señor Tomás, y entre él
-y los otros jugadores lograron separarles. Al salir á la calle, y
-aprovechando el tumulto de los curiosos que el fragor de la lucha había
-reunido como por ensalmo, delante de la taberna, Amadeo murmuró al oído
-de su compadre:</p>
-
-<p>&mdash;Te espero frente á San Antonio de la Florida.</p>
-
-<p>&mdash;Está bien.<a name="page_254" id="page_254"></a></p>
-
-<p>Momentos después, y en el sitio indicado, volvieron á reunirse.</p>
-
-<p>&mdash;Vámonos adonde nadie nos vea&mdash;dijo el maquinista.</p>
-
-<p>&mdash;Vamos adonde gustes&mdash;repuso Berlanga&mdash;; tú guías.</p>
-
-<p>Cruzaron el río y llegaron á los campillos de la Fuente de la Teja.
-Allí, bajo los árboles, las sombras del crepúsculo eran más densas. En
-un lugar que juzgaron propicio, los dos hombres se detuvieron. Zureda
-miró á su alrededor, y sus ojos, acostumbrados á registrar el horizonte
-de los caminos, parecieron tranquilizarse. Estaban solos.</p>
-
-<p>&mdash;Te he traído tan lejos&mdash;empezó diciendo el maquinista&mdash;para matarte ó
-para que me mates tú.</p>
-
-<p>Berlanga, que había bebido mucho y tenía el vino bravo, miraba á su
-interlocutor de hito en hito, las manos metidas en los bolsillos de su
-pelliza, fruncido el ceño, el mento levantado y retador. Acababa de
-adivinar lo que iban á preguntarle, y la idea de ser sometido á un
-interrogatorio sublevó su orgullo.</p>
-
-<p>&mdash;Me parece&mdash;exclamó jaquetón&mdash;que vamos á tener que hablar poco.</p>
-
-<p>Y seguidamente, cual si leyese en la frente de Zureda, agregó:</p>
-
-<p>&mdash;A ti te han dicho que yo tengo relaciones con Rafaela... y quieres
-saber la verdad.</p>
-
-<p>&mdash;Sí&mdash;repuso Amadeo.</p>
-
-<p>&mdash;Pues no te han engañado; ¿á qué andar con mentiras?... Es verdad.<a name="page_255" id="page_255"></a></p>
-
-<p>Calló y observó á Zureda, cuyos ojos en aquel momento, de grandes y
-negros que eran, habíanse tornado, por milagro de la ira, en pequeños y
-rojos. Ninguno de los dos hombres habló más, ni hacía falta, pues que
-las palabras que iban á precipitar al uno contra el otro estaban dichas.
-Zureda retrocedió algunos pasos y desnudó su cuchillo; el platero
-desdobló una navaja. Se acometieron; fué una lucha ancestral, un cuerpo
-á cuerpo bárbaro, silencioso, en el que Manuel Berlanga quedó muerto.
-Cayó de espaldas, lívido el rostro, la boca torcida por una mueca
-inolvidable de odio y de dolor.</p>
-
-<p>El maquinista se alejó á buen paso, y ya repasaba el puente, cuando una
-mujer que iba siguiéndole á corta distancia empezó á gritar.</p>
-
-<p>&mdash;¡Prender á ése, prender á ése, que ha matado á un hombre!</p>
-
-<p>Una pareja de guardias civiles estacionada allí, á la puerta de un
-ventorro, detuvo á Zureda, que se dejó coger y atar sin resistencia.</p>
-
-<p>Rafaela fué á verle á la cárcel, y el maquinista, por amor á ella y á su
-hijo, la recibió cariñosamente, asegurándola que había reñido con
-Berlanga por una cuestión de juego. Catorce ó quince meses después, ante
-el tribunal, declaró lo mismo: estaban jugando al mus y él, por embromar
-á sus amigos, tiró una de las cartas que tenía en la mano y cogió otra;
-reprochóle Berlanga la suciedad de su acción, trabáronse de palabras y
-quedaron desafiados para después...<a name="page_256" id="page_256"></a></p>
-
-<p>Así habló Amadeo Zureda, en su caballeresco empeño de no echar sobre la
-reputación de la mujer que adoraba ni aún la más leve sombra. ¿Quién
-hubiera podido comportarse más noblemente que él lo hizo?... El fiscal
-pronunció un informe abrumador, implacable. El Jurado condenó á Amadeo
-Zureda á veinte años de presidio.<a name="page_257" id="page_257"></a></p>
-
-<h3><a name="V-d" id="V-d"></a>V</h3>
-
-<p>Empujada por la miseria, que llegó pronto, Rafaela hubo de trasladarse á
-un pueblecito de Castilla, donde tenía parientes. Eran gentes pobres,
-que laboraban la tierra y defendían la vida trabajosamente. La joven,
-para justificar su llegada, inventó una historia: dijo que Amadeo, á
-consecuencia de un disgusto que tuvo con sus jefes, fué despedido de la
-estación y había emigrado á la Argentina, porque le aseguraron que allí
-los maquinistas ganaban buenos sueldos. Ella, entonces, determinó salir
-de Madrid, donde las casas y los alimentos eran muy costosos. Concluyó
-juiciosamente:</p>
-
-<p>&mdash;Cuando Amadeo me escriba diciéndome que está colocado, iré á reunirme
-con él.</p>
-
-<p>Sus deudos la creyeron y apiadados la buscaron trabajo. Diariamente, con
-las primeras claridades mañaneras, Rafaela iba á lavar al río, distante
-medio kilómetro del pueblecito. Así, lavando y planchando, unas veces, y
-otras recogiendo en el campo leña que luego vendía, á fuerza de<a name="page_258" id="page_258"></a> tesón
-llegó Rafaela á obtener un jornal de cuatro á cinco reales.</p>
-
-<p>Transcurrieron dos años. Los vecinos del lugar habían sabido por el
-peatón, encargado de repartir la correspondencia, que los sobres de
-todas las cartas que Rafaela recibía iban escritos por la misma mano y
-llevaban el sello de la administración de Correos de Ceuta. Esta noticia
-alarmó al vecindario y suscitó habladurías, que la joven cortó
-discretamente confesando la verdad: Amadeo Zureda estaba en presidio, le
-había llevado allí una cuestión de juego. Y al hablar así adoptaba la
-actitud resignada, humilde, de la mujer modelo que, no obstante haber
-sufrido mucho, perdona al hombre adorado cuanto daño la hizo. Era una
-desventurada; el pueblo, chismoso y compasivo, la perdonó.</p>
-
-<p>Combatida por el tiempo y los disgustos, la antigua belleza, picante y
-menuda, de Rafaela fué marchitándose rápidamente: el sol quemó su piel;
-el polvo de los caminos ensució sus cabellos, antes tan limpios y
-undosos; el trabajo deformó y endureció sus manos, en otro tiempo mejor
-ociosas y pulidas. Había perdido la costumbre de llevar corsé, y esto
-aceleró la ruina de su cuerpo. Lentamente los senos se desmayaban, el
-vientre crecía, el talle adquiría redondeces pesadas. También sus
-trajes, uno á uno, fueron rompiéndose; las enaguas, las medias, los
-majos zapatitos de charol, comprados en días de bonanza, desaparecieron
-en triste desfile; Rafaela, que había perdido el prurito<a name="page_259" id="page_259"></a> de coquetear,
-se abandonaba á la miseria y llegó á ir por las calles del villorrio con
-los pies desnudos.</p>
-
-<p>Esta desorientación de la voluntad coincidía con una grave flaqueza ó
-emborronamiento de memoria. La pobre mujer iba olvidándose de todo, y
-los recuerdos que aún guardaba hallábanse tan deshilvanados y sin
-relieve, que no bastaban á sugerirla ninguna emoción punzadora. Ella no
-había querido nunca á Berlanga; tuvo por él, al conocerle, un capricho,
-una pasioncilla irrazonada; pero esta divagación amorosa declinó en
-seguida, y si continuó en ella fué debido á ociosidad espiritual y por
-miedo al platero, que era celoso y la golpeaba mucho. Así, su trágica
-muerte, lejos de causarla dolor, la produjo una sorpresa agradable,
-sedante, de liberación y descanso. El calvario de Zureda y su reclusión
-entre paredes de presidio, si la hirió hondamente, no fué en su
-distraído amor al maquinista, sino en el ritmo confortable y orondo de
-su vida; porque el destierro de Amadeo representó para ella la miseria,
-el derrumbamiento irreparable del porvenir. Al otro lado de aquella
-crisis que deshizo su hogar, Rafaela, sin advertirlo, estaba vieja,
-desmemoriada, abúlica; los intensos sacudimientos dramáticos que sufrió
-en poco tiempo habían aniquilado su espíritu vulgar; no sufría
-remordimientos, no tenía noción exacta de si su conducta pretérita fué
-mala ó buena, cual si su conciencia se hubiese desleído en un estupor
-imbécil. Unicamente persistía en ella el instinto maternal<a name="page_260" id="page_260"></a> de vivir y
-trabajar para que Manolín viviese también.</p>
-
-<p>Algunos días, sin embargo, la infeliz experimentaba un hondo y aheleado
-revertimiento de recuerdos, una epifanía ponzoñosa de negras memorias,
-que trepaban sofocadoras á su garganta. Ello ocurría generalmente á
-orillas del río, mientras lavaba, en el recogimiento espiritual de un
-trabajo monótono, puramente mecánico. Sus ojos entonces llenábanse de
-lágrimas, que rodaban lentas por sus mejillas, y caían sobre sus manos,
-enrojecidas por el duro trajín de la faena y la caricia fría del agua. A
-su alrededor, otras lavanderas, que observaban su pena, cuchicheaban.</p>
-
-<p>&mdash;¿Ves cómo llora?</p>
-
-<p>&mdash;¡Pobre mujer!</p>
-
-<p>&mdash;¿Pobre?... Sí, sí... Ella lo quiso... Y el destino, que es justo
-siempre, le da á cada cual lo que merece. ¿Por qué no miró mejor con
-quién se casaba?</p>
-
-<p>De cuando en cuando, al fondo del valle, que cerraba por aquella parte
-una línea ondulante de montañas azules, pasaba un tren y su silbido
-estridente, agrandado y repetido aquí y allá por los ecos, rompía el
-silencio de la llanura. Algunas lavanderas, las más jóvenes, se
-incorporaban y sentadas sobre sus talones seguían con los ojos la marcha
-rauda del convoy, y en sus pupilas había una melancolía de ensueño, una
-visión de ciudades lejanas no vistas. Pero Rafaela nunca levantó la
-cabeza para mirar aquellos trenes, cuyo grito desgarraba<a name="page_261" id="page_261"></a> sus oídos con
-el timbre de una voz familiar, y proseguía lavando, mientras sus ojos,
-bañados en lágrimas, devoraban el misterio de olvido de las aguas
-filantes.</p>
-
-<p>A pesar de la gran postración física y moral de la pobre mujer, no faltó
-quien pusiera en ella su pensamiento. Se atrevió á tanto un individuo,
-de oficio zapatero, llamado Benjamín. Pasaba ya de los cincuenta años,
-era viudo y tenía dos hijos al servicio del rey.</p>
-
-<p>Los negocios del señor Benjamín marchaban medianamente; que ni todos los
-vecinos del pueblo iban calzados, ni los que usaban zapatos sentían
-mucha necesidad de llevarlos nuevos y bonitos. Rafaela le lavaba y
-repasaba la ropa, y le planchaba una camisa para los días disantos. De
-estos pequeños servicios, modestamente, pero también puntualmente
-pagados, nació la amistad de entrambos. Y este afecto, apacible y
-desinteresado al principio, fué creciendo hasta quemar el corazón del
-zapatero con fuego de amor.</p>
-
-<p>&mdash;Si usted quisiera&mdash;solía decir á Rafaela el señor Benjamín&mdash;podíamos
-llegar á un acuerdo. Usted está sola, yo también... ¿por qué no unirnos?</p>
-
-<p>Ella sonreía, con ese desencanto de las almas que la vida, poco á poco,
-desnudó de ilusiones.</p>
-
-<p>&mdash;Usted está loco, señor Benjamín.</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué?</p>
-
-<p>&mdash;Porque sí...</p>
-
-<p>&mdash;A ver, explíquese usted: ¿por qué estoy yo loco?...<a name="page_262" id="page_262"></a></p>
-
-<p>Rafaela, que no quería enojarle, porque de hacerlo era un parroquiano
-que perdía, contestaba evasivamente:</p>
-
-<p>&mdash;Yo estoy ya muy vieja.</p>
-
-<p>&mdash;Para mí, no.</p>
-
-<p>&mdash;Soy fea.</p>
-
-<p>&mdash;Eso es cuestión de gustos. A mí, por ejemplo, me agrada usted mucho.</p>
-
-<p>&mdash;Gracias. Además, ¿qué diría el pueblo cuando lo supiese? ¿Y nuestros
-hijos, señor Benjamín, qué pensarían de nosotros?...</p>
-
-<p>&mdash;Es que hay mil medios de cubrir las apariencias; usted quiérame, que
-yo me ocupo de lo demás.</p>
-
-<p>Rafaela prometió meditar el asunto, y todas las tardes, cuando volvía
-del trabajo, el señor Benjamín la preguntaba chancero, desde su portal.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y eso, vecina?</p>
-
-<p>&mdash;Con ello estoy&mdash;contestaba riendo.</p>
-
-<p>&mdash;Parece que la cuestión es dificililla...</p>
-
-<p>&mdash;¡Y tanto!</p>
-
-<p>&mdash;Pero ¿se arregla?</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué sé yo, señor Benjamín! Unas veces parece que sí... otras parece
-que no... ¡Al tiempo!...</p>
-
-<p>Pero el alma de Rafaela estaba muerta; nada reverdecería sus ilusiones.
-El zapatero, tras muchos esfuerzos, hubo de renunciar á ella, y cuando
-la veía pasar suspiraba, grotesco y romántico.</p>
-
-<p>Todos los días primeros de mes, Rafaela escribía á Zureda una carta de
-cuatro carillas, donde<a name="page_263" id="page_263"></a> le refería los pequeños incidentes de su vivir
-manso y aburrido. Por estas cartas, escritas en hojas de papel
-comercial, conocía el presidiario los rápidos progresos físicos de
-Manolín, que á la sazón contaba doce años: era pendenciero, rebelde,
-desaplicado, hasta el extremo de andar todavía en palotes. De su afición
-á las pedreas no había que hablar; un día, por haber descalabrado
-gravemente á otro muchacho de su edad, la guardia civil puso mano en él,
-y á faltar la diligente y paternal intervención del cura, duerme en la
-cárcel. La madre terminaba siempre los párrafos en que describía las
-ariscas bisoñadas de Manolín con esta frase: «Te aseguro que no puedo
-domarle...» Era una afirmación de cansancio que parecía embozar una
-amenaza y una profecía.</p>
-
-<p>En una carta decía el presidiario:</p>
-
-<p>«El último indulto, del que no sé si tendrás noticia por los periódicos,
-ha liberado á muchos compañeros. Yo no he tenido tanta suerte. De todos
-modos, me han perdonado cinco años. Así, pues, ya no son más que seis
-los años que nos separan.»</p>
-
-<p>Periódicamente las cartas de Rafaela y las del prisionero en Ceuta iban
-y venían. Finaron otros dos años.</p>
-
-<p>Pero la fatalidad aún no se había cansado de patear sobre los hombros
-honrados de Amadeo Zureda.</p>
-
-<p>«Perdona, Rafaela querida&mdash;escribía el recluso&mdash;, el nuevo disgusto que
-voy á causarte; mas por la vida de nuestro hijo te juro que no he
-podido<a name="page_264" id="page_264"></a> evitar la desgracia que, inopinadamente, y nadie sabe por cuánto
-tiempo, va á prolongar nuestra separación.</p>
-
-<p>»Como supondrás, entre la gentuza que, procedente de todas las cárceles
-de España, llega aquí, vienen pocos santos. Yo, aunque obligado á vivir
-entre ellos, comprendo que no son mis iguales, y por lo mismo procuro
-mantenerme aislado y no intervenir ni en sus chacotas ni en sus
-pendencias. Es el caso que, á fines de la pasada semana, vino aquí un
-guapo de oficio, andaluz, condenado á doce años de trena por haber
-matado á un hombre y herido malamente á otro. El tal, apenas me vió,
-pensó que yo era un manso con quien podía lucirse, y no perdía ocasión
-de embromarme. Yo callaba y, para no chocar con él, le volvía la
-espalda.</p>
-
-<p>»Ayer, á la hora del rancho, empezó á buscarme camorra; otros reclusos,
-le animaban con sus risas.</p>
-
-<p>&mdash;»Oye, Amadeo&mdash;me dijo&mdash;, ¿por qué te han traído aquí?</p>
-
-<p>»Yo repuse, mirándole bien á los ojos:</p>
-
-<p>&mdash;»Por haber matado á un hombre.</p>
-
-<p>&mdash;»¿Y por qué le mataste?&mdash;insistió.</p>
-
-<p>»No le contesté, y él entonces agregó algo muy feo, muy grosero, que no
-quiero repetir. Bástete saber que en lo que dijo iba envuelto tu nombre.
-Y, por ser así, fué lo último que sus labios dijeron. Saqué mi
-cuchillo&mdash;ya sabes que, á pesar de lo mucho que nos vigilan y registran,
-todos vamos armados&mdash;y le grité:<a name="page_265" id="page_265"></a></p>
-
-<p>&mdash;»Defiéndete, porque voy á matarte.</p>
-
-<p>»Reñimos, en efecto, y reñimos bien, porque el mozo era bravo; pero de
-nada le sirvió su bravura, y allí dejó la vida.</p>
-
-<p>»Perdóname, Rafaela de mi alma, y haz que nuestro hijo me perdone
-también. Esto empeora mi situación, pues ahora volverán á juzgarme é
-ignoro el castigo que me impondrán. Reconozco que matando á ese hombre
-hice mal, pero de no hacerlo me hubiese matado él á mí, lo que habría
-sido para todos nosotros mucho peor.»</p>
-
-<p>Meses después escribía Zureda:</p>
-
-<p>«En estos días se ha visto mi causa. Afortunadamente, todos los testigos
-declararon en favor mío, lo que, unido al buen concepto que mis jefes
-tienen de mí, ha mejorado mucho mi situación. El informe fiscal fué
-terrible, pero de eso no hay que hacer caso. Mañana conoceré la
-sentencia.»</p>
-
-<p>Todas las cartas de Amadeo Zureda eran así: nobles, tranquilas, como
-dictadas por la más estoica resignación. Nunca deslizó en ellas nada que
-recordase á Rafaela su delito; en aquellas páginas, repletas de una
-escritura igual y vigorosa, no había reproches, ni abatimientos, ni
-impaciencias desesperadas. Eran el reflejo admirable de una voluntad
-férrea á quien la desgracia, madre excelentísima de todo saber, enseñó
-el difícil secreto de esperar.</p>
-
-<p><a name="page_266" id="page_266"></a></p>
-
-<p><a name="page_267" id="page_267"></a></p>
-
-<h3><a name="VI-d" id="VI-d"></a>VI</h3>
-
-<p>El mismo día en que Amadeo Zureda salió del penal, el correo le trajo
-una carta de Rafaela, que empezaba así:</p>
-
-<p>«Ayer Manolín cumplió veinte años...»</p>
-
-<p>El antiguo maquinista desembarcó en Valencia, pasó la noche en una
-posada inmediata á la estación del ferrocarril, y al otro día temprano
-subió al tren que había de llevarle á Equis. Tras tantos años de
-reclusión, el viejo presidiario sentía el desasosiego nervioso, la
-desconfianza en sí mismo, el miedo cruel á la suerte, que suelen
-experimentar los inadaptados siempre que la vida les ofrece una fase
-nueva. La derrota les acobarda y vuelve pesimistas. Rememoran lo que
-sufrieron y la inutilidad de sus luchas, y piensan: «Esto, que ahora
-empieza, será malo también para mí...»</p>
-
-<p>Amadeo Zureda había cambiado mucho; sobre el rostro, curtido por el sol
-de Africa, el bigote blanco resaltaba tristemente; agrandaba el sereno
-mirar de sus ojos negros la expresión de un inmenso dolor; el pliegue
-vertical de su entrecejo<a name="page_268" id="page_268"></a> se había ahondado tanto, que parecía una
-cicatriz; su cuerpo cenceño, antes engallado y carnoso, se encorvaba un
-poco al andar.</p>
-
-<p>El traqueteo sonante del vagón y la sucesión de panoramas trajeron á la
-memoria de Zureda las alegrías, harto emborronadas en la distancia de
-los años pretéritos, de sus buenos tiempos de maquinista. Se acordó de
-Pedro, el fogonero andaluz, y de aquellas dos locomotoras, «la Dulce» y
-«la Negra», sobre las cuales tanto había trabajado. Y una voz interior
-le preguntaba: «¿Que habrá sido de todo eso?»</p>
-
-<p>También pensó en su casa, y al recomponer la fachada y ver los balcones,
-evocó el aspecto de cada habitación. Jamás su memoria, enturbiada por la
-vida torva y embrutecedora del penal, había buceado tan hondo en el
-pasado, ni desempolvado y reconstituído tan limpiamente los viejos
-recuerdos. Pensó en su hijo, en Rafaela y en Manolo Berlanga, viéndoles
-con sus caras y sus trajes de entonces, y se sorprendió de que la figura
-del platero no le produjese ningún dolor: en aquellos momentos, y á
-despecho del daño irreparable que le hizo, no sentía animosidad contra
-él: todos los rencores que hasta allí le agitaron se apaciguaban en una
-desconocida é inefable emoción de olvido y misericordia. El pobre
-presidiario tornó á registrarse la conciencia y volvió á maravillarse de
-no descubrir en ella ningún odio. Y es que, sin duda, la libertad
-moraliza á los hombres.</p>
-
-<p>En Játiva subió al vagón un individuo, ya viejo,<a name="page_269" id="page_269"></a> en cuya fisonomía el
-exmaquinista creyó hallar rasgos de un semblante amigo. Por su parte, el
-recién llegado también miraba á Zureda, como recordando. De este modo
-los dos, poco á poco iban acercándose en silencio. Concluyeron por
-examinarse afectuosamente, seguros ya de conocerse. Amadeo Zureda fué
-quien primero habló:</p>
-
-<p>&mdash;Yo creo&mdash;dijo&mdash;que nos hemos visto en alguna parte... hace años...</p>
-
-<p>&mdash;En eso&mdash;repuso el interpelado&mdash;vengo yo cavilando.</p>
-
-<p>&mdash;El caso es&mdash;prosiguió el maquinista&mdash;que yo estoy cierto de que hemos
-hablado muchas veces.</p>
-
-<p>&mdash;Sí, sí...</p>
-
-<p>&mdash;De que hemos sido amigos.</p>
-
-<p>&mdash;Probablemente...</p>
-
-<p>Continuaron mirándose, atados al mismo pensamiento.</p>
-
-<p>&mdash;¿Usted ha vivido en Madrid?</p>
-
-<p>&mdash;Sí; diez ó doce años.</p>
-
-<p>&mdash;¿Dónde?</p>
-
-<p>&mdash;Cerca de la Estación del Norte, donde estaba empleado.</p>
-
-<p>&mdash;Pues no diga usted más&mdash;exclamó Zureda&mdash;, porque yo he pertenecido
-también á esa Compañía. Era maquinista...</p>
-
-<p>&mdash;¿En qué línea?</p>
-
-<p>&mdash;Últimamente, en la de Bilbao.</p>
-
-<p>Pausados, silenciosos, los recuerdos iban surgiendo y asociándose en la
-enorme negrura de olvido de aquellos veinte años. Amadeo Zureda<a name="page_270" id="page_270"></a> sacó su
-petaca y brindó tabaco á su interlocutor; y lo que hasta entonces no
-lograron ni el aspecto ni la voz del desconocido, lo realizó
-instantáneamente y como por ensalmo su modo de coger la picadura, de
-preparar el cigarrillo, de encenderlo y colocárselo después en la
-comisura izquierda de los labios. La memoria del ex presidiario se llenó
-de luz.</p>
-
-<p>&mdash;¡Acabáramos!&mdash;exclamó&mdash;,¡usted es don Adolfo Moreno!...</p>
-
-<p>&mdash;Yo mismo; eso es...</p>
-
-<p>&mdash;Usted era ambulante de la línea de Asturias cuando yo trabajaba en la
-de Bilbao. ¿No se acuerda usted? Zureda... Amadeo Zureda,..</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah, sí!...</p>
-
-<p>Los dos hombres se abrazaron.</p>
-
-<p>&mdash;¡Si yo te tuteaba!&mdash;gritó don Adolfo.</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor; y puede usted seguir haciéndolo. ¡No faltaba más!... Que
-por algo el tiempo ha corrido igualmente para ambos.</p>
-
-<p>Apagado el regocijo de los primeros instantes, el antiguo ambulante y el
-anciano maquinista se entristecieron recordando las muchas amarguras que
-les trajo la vida.</p>
-
-<p>&mdash;Ya supe tu desgracia&mdash;dijo don Adolfo&mdash;y la sentí. Son locuras de
-juventud que duran un instante y cuestan luego todo el porvenir. ¿Por
-qué fué?...</p>
-
-<p>Aplomadamente, Zureda repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Una cuestión de juego.</p>
-
-<p>&mdash;¡Es verdad!... Me lo dijeron.<a name="page_271" id="page_271"></a></p>
-
-<p>Amadeo respiró; el ambulante no sabía nada y era verosímil que todos
-estuviesen tan ignorantes como él acerca del verdadero motivo que
-ocasionó la muerte de Manuel Berlanga. Don Adolfo preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Dónde has estado?</p>
-
-<p>&mdash;En Ceuta.</p>
-
-<p>&mdash;¿Mucho tiempo?</p>
-
-<p>&mdash;Veinte años y meses.</p>
-
-<p>&mdash;¡Caramba!... ¿Vienes ahora de allí?</p>
-
-<p>&mdash;Sí, señor.</p>
-
-<p>&mdash;Tú, evidentemente&mdash;continuó don Adolfo&mdash;, has sufrido más que yo; pero
-no creas que yo he sido muy afortunado. La vida es una fiera que para
-cuantos se acercan á ella... ¡y cuidado si nace gente!... tiene un
-zarpazo. Soy viudo; pronto hará quince años que mi pobrecita mujer pudre
-tierra; de mis tres hijas, la mayor se casó, las otras dos murieron.
-Ahora estoy jubilado, y vivo en Equis, con una cuñada, viuda de mi
-hermano Juan, de quien no sé si recordarás...</p>
-
-<p>Poco á poco, y á vuelta de muchos circunloquios, porque la confianza es
-una virtud tímida que emigra pronto de las almas muy castigadas por la
-desgracia, Amadeo Zureda expuso sus proyectos. El pensaba establecerse
-en Equis, con su mujer; del presidio traía ahorradas cerca de dos mil
-pesetas, con las cuales esperaba poder comprar una casita y media fanega
-de buena tierra.</p>
-
-<p>&mdash;Yo, de agricultura no entiendo palote&mdash;agregó&mdash;; pero eso es como
-todo; en queriendo aprender,<a name="page_272" id="page_272"></a> se aprende. Además, mi hijo, que es mozo y
-se ha criado en el pueblo, puede ayudarme mucho.</p>
-
-<p>Don Adolfo había arrugado el entrecejo con un gesto reflexivo y grave,
-de hombre que recuerda.</p>
-
-<p>&mdash;Por lo que dices&mdash;exclamó&mdash;caigo en quien sea tu mujer.</p>
-
-<p>Un poco avergonzado, porque la imagen siempre ensangrentada de su
-desgracia no se borraba un punto de su memoria, el antiguo maquinista
-repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Sin duda; el pueblo será pequeño...</p>
-
-<p>&mdash;Muy pequeño. ¿Cómo se llama tu mujer?</p>
-
-<p>&mdash;Rafaela.</p>
-
-<p>&mdash;¡Sí, hombre!...&mdash;replicó don Adolfo&mdash;; Rafaela, la lavandera...</p>
-
-<p>&mdash;Eso es.</p>
-
-<p>&mdash;La conozco mucho; y á Manolo, su hijo, también le conozco. ¡Valiente
-mocito!...</p>
-
-<p>Amadeo Zureda se estremeció; tuvo miedo, frío; unos instantes permaneció
-callado, sin saber qué decir. Don Adolfo prosiguió, con ruda franqueza:</p>
-
-<p>&mdash;Mala cabeza tiene el tal Manolo, y buenos disgustos le da á su pobre
-madre, que es una santa. ¡Yo creo que hasta la pega!... ¡No te digo
-más!...</p>
-
-<p>Lívido, tembloroso, reprimiendo unos grandes deseos de llorar que
-acababan de asaltarle, Amadeo preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Es posible?... ¿Tan malo es?</p>
-
-<p>&mdash;De oro es el mozo&mdash;repuso don Adolfo&mdash;;<a name="page_273" id="page_273"></a> había de morirse, y el
-Diablo, para cargar con él, necesitaría pensarlo mucho: borracho,
-jugador, mujeriego, camorrista... ¡de todo es el indino!</p>
-
-<p>Y afirmó:</p>
-
-<p>&mdash;No parece hijo tuyo.</p>
-
-<p>Amadeo Zureda no respondió, y acercando la cabeza á la ventanilla fingió
-distraerse con el paisaje. Las declaraciones del antiguo ambulante le
-aterraron; él se hallaba ignorante de todo; Rafaela, en sus cartas, nada
-le había dicho; y se admiró de ver cómo la fatalidad le asediaba y
-negaba ese descanso á que todos los hombres trabajadores, aún los más
-miserables, tienen derecho. Retrocediendo por el odioso camino de sus
-recuerdos, llegó al origen de su desgracia. Veinte años antes, el señor
-Tomás, al notificarle las relaciones de Rafaela con Manuel Berlanga,
-había declarado:</p>
-
-<p>«Dicen que la pega.»</p>
-
-<p>Y ahora, don Adolfo, refiriéndose á Manolín, repetía las mismas
-palabras:</p>
-
-<p>«Yo creo que la pega.»</p>
-
-<p>¿Qué misteriosa conexión habría entre estas afirmaciones que parecían
-poner un nexo de oprobio entre el hijo y el amante muerto?... Y las
-palabras del viejo ambulante volvieron á sonar en los oídos de Zureda y
-se agarraron fatídicas á su alma:</p>
-
-<p>«Manolo no parece hijo tuyo.»</p>
-
-<p>Sin haber leído á Darwin, Amadeo Zureda, instintivamente, buscaba en las
-leyes de la herencia una explicación y un consuelo al tósigo que<a name="page_274" id="page_274"></a> le
-mordía. El nunca, ni aun de mozo, fué aficionado á beber, ni á los
-naipes, ni faldero, ni menos entrometido y bravucón. ¿Quién, por tanto,
-pudo deslizar en la sangre de su hijo tantas depravaciones?...</p>
-
-<p>Don Adolfo y Zureda descendieron en la estación de Equis. Declinaba la
-tarde; en el andén sólo había seis ó siete personas. El anciano
-ambulante exclamó, designando con la mano á una mujer y á un mozalbete
-que se acercaban:</p>
-
-<p>&mdash;Ahí tienes á tu gente.</p>
-
-<p>Esta vez, al ver á Rafaela, Amadeo no vaciló: era ella, á pesar de su
-vientre abultado, de su semblante carnoso y triste, de sus cabellos
-blancos... ¡era ella!...</p>
-
-<p>&mdash;¡Rafaela!</p>
-
-<p>La hubiese reconocido entre mil mujeres más. Se abrazaron estrechamente,
-llorando, con la inmensa emoción de alegría y dolor que experimentan los
-que se separaron jóvenes y vuelven á reunirse en la vejez, al otro lado
-de la vida. Después el maquinista abrazó á Manolo.</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué guapo estás!&mdash;balbuceó, cuando las palpitaciones de su corazón,
-encalmándose un poco, le permitieron hablar.</p>
-
-<p>Don Adolfo se despidió.</p>
-
-<p>&mdash;Yo llevo prisa&mdash;dijo&mdash;; ya nos veremos mañana.</p>
-
-<p>Saludó y se fué.</p>
-
-<p>Amadeo Zureda, llevando á Rafaela á la derecha y á su izquierda á
-Manolo, salió de la estación.<a name="page_275" id="page_275"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Está muy distante el pueblo?&mdash;preguntó.</p>
-
-<p>&mdash;Dos kilómetros apenas&mdash;repuso ella.</p>
-
-<p>&mdash;Entonces, vámonos á pie.</p>
-
-<p>Avanzaron lentamente por el camino que se alejaba, serpeando, entre dos
-vastas extensiones de terreno laborado y rojizo. Al fondo, iluminado por
-el sol muriente, aparecía el pueblecito; aquel villorrio miserable en el
-que Zureda había pensado tantas veces, como en un bello refugio de paz,
-olvido y redención.</p>
-
-<p><a name="page_276" id="page_276"></a></p>
-
-<p><a name="page_277" id="page_277"></a></p>
-
-<h3><a name="VII-d" id="VII-d"></a>VII</h3>
-
-<p>Desde que Amadeo Zureda llegó á Equis, Rafaela no volvió al río. El
-anciano maquinista no quería que su mujer trabajase; con lo que él ganó
-como herrero allá en presidio, tenían bastante los dos para vivir. Del
-pasado no hablaron; creeríase que no se acordaban de él; ni ¿para qué
-acordarse?... Zureda lo había perdonado todo; su Rafaela, además, ya no
-era la misma: apagáronse la alegría pajarera de sus ojos, la negrura
-ondulante de sus cabellos, la agilidad moza de su cuerpo; ogaño, en el
-semblante fofo y triste, en lo humildoso del mirar, en la flacidez de
-los senos, en las torpes redondeces adiposas del talle, había un
-abandono doloroso, apesgador de remordimiento.</p>
-
-<p>Siguiendo los consejos de don Adolfo, el ex presidiario renunció á su
-idea de dedicarse á la agricultura, y en la calle mejor del pueblo,
-cerca de la iglesia, puso un taller mixto, de carpintería y cerrajería,
-donde así herraba una mula como recomponía un carro ó echaba á un arado
-reja <a name="page_278" id="page_278"></a>nueva. A poco de establecerse Zureda, su modesto negocio comenzó á
-encarrilarse por caminos de bonanza; muy pronto el número de sus
-relaciones creció; su historia inquietante de presidiario parecía
-olvidada; todos le querían; era un hombre bueno, afable, de una
-melancolía simpática, que pagaba sus pequeñas cuentas exactamente y
-trabajaba bien.</p>
-
-<p>Amadeo Zureda sentía pacificarse su vida, y que lentamente su porvenir,
-hasta entonces borrascoso, comenzaba á ofrecérsele como un país
-hospitalario, claro y fácil. El mañana amenazador, que desvela á los
-hombres, dejaba de ser un problema para él; su futuro ya estaba
-cimentado, reglamentado, previsto; los quince ó veinte años que aun le
-restasen de vida los pasaría redondeando amorosamente la fortunita que
-deseaba legar á su Rafaela.</p>
-
-<p>Animado por este propósito, levantábase con el sol y trabajaba
-reciamente todo el día. Por las tardes, acompañado de un perro, regalo
-de don Adolfo, salía á vagar por los alrededores del pueblo. Uno de sus
-paseos favoritos era el cementerio. Zureda empujaba el viejo portón,
-siempre abierto, del camposanto, se instalaba sobre una piedra rota de
-molino que allí había, y encendía un cigarro. Entre la crecida hierba
-que tapizaba el suelo negreaban muchas cruces; el anciano evocaba sus
-recuerdos de antiguo maquinista y de recluso, y su voluntad fatigada se
-estremecía. Miraba á su alrededor complacido; allí estaba su cama; ¡qué
-paz, qué silencio!... Y suspiraba<a name="page_279" id="page_279"></a> largamente, poseído de la rara y
-sedante alegría de morir. Entre los viejos tapiales, dorados por el sol
-poniente, que rodeaban aquel huerto de olvido, se debía de dormir muy
-bien...</p>
-
-<p>Lo único que amargaba el ocaso pacífico de Amadeo Zureda, era su hijo:
-aquel Manolo, á quien por un exceso, imprudente quizá, de amor paternal,
-había redimido el año antes del servicio militar, y cuyo carácter
-vicioso y díscolo era fanáticamente refractario á toda disciplina.
-Inútilmente procuró Zureda enseñarle un oficio; súplicas, amenazas,
-reflexiones discretas, se estrellaron ante la voluntad irreductible y
-vagabunda del mozo.</p>
-
-<p>&mdash;Si no quiere usted mantenerme&mdash;decía Manuel&mdash;, despídame; yo sabré
-buscármelas.</p>
-
-<p>Con frecuencia Manolo desaparecía del pueblo y, ausente y metido en
-misteriosas aventuras, pasaba los días. Individuos llegados de otros
-pueblos comarcanos decían que se dedicaba al juego. Cierta noche
-reapareció herido de gravedad en una ingle; la puñalada era profunda.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quién te ha herido?&mdash;preguntó Zureda.</p>
-
-<p>El mozo repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Eso á nadie le importa; á quien sea, yo me encargo, tarde ó temprano,
-de darle lo suyo.</p>
-
-<p>Para ahorrarse complicaciones judiciales, Amadeo Zureda calló lo
-ocurrido. Semanas después Manolo estaba bueno. Una madrugada, á orillas
-del río, la pareja de la guardia civil encontró el cadáver de un hombre;
-el cuerpo ofrecía varias<a name="page_280" id="page_280"></a> heridas de arma blanca. Cuantas pesquisas se
-practicaron para descubrir al matador fueron baldías; el crimen quedó
-impune. Únicamente Amadeo Zureda, que, á raíz del suceso, había
-sorprendido á Manuel lavando en una jofaina un pañuelo manchado de
-sangre, estaba cierto de que el autor de aquella muerte era su hijo.</p>
-
-<p>Y las palabras siniestras de don Adolfo volvían á su espíritu,
-machacantes, enloquecedoras, oradándole el cráneo:</p>
-
-<p>&mdash;«No parece hijo mío...»&mdash;meditaba.</p>
-
-<p>No paró en esto el desaforado vivir del mozo. Abusando del cariño de su
-madre y de la mansedumbre de Amadeo, raros eran los días en que no
-manifestaba hallarse necesitadísimo de dinero.</p>
-
-<p>&mdash;Me hacen falta cien pesetas&mdash;decía&mdash;, pero mucha falta. Si vosotros no
-me las dais... bueno, en paz; yo las buscaré. Pero acaso os arrepintáis
-entonces de no habérmelas dado.</p>
-
-<p>Dominábale un furor de placeres. Cuando su madre le aconsejaba:</p>
-
-<p>&mdash;¿Por qué no trabajas, maldito? ¿No ves á tu padre?</p>
-
-<p>El mozo replicaba:</p>
-
-<p>&mdash;Vivir no es trabajar; para vivir como padre vive, más vale ahorcarse.</p>
-
-<p>A Rafaela tratábala despectivamente y como á esclava; apenas si, al
-interpelarla, se dignaba poner en ella los ojos; á su padre también le
-hablaba poco y desabridamente. El peor de los hijos no hubiese procedido
-con más despego. Diríase que<a name="page_281" id="page_281"></a> su alma arisca, sedienta de goces,
-alimentaba contra sus progenitores la llama de un rencor instintivo.</p>
-
-<p>Una noche, al volver del Casino en donde don Adolfo, el boticario y
-otros vecinos de cierto viso, solían reunirse todos los sábados, Amadeo
-Zureda encontró la puerta de su taller entornada. Aquello le sorprendió,
-y levantando la voz empezó á llamar:</p>
-
-<p>&mdash;¡Manolo!... ¡Manolo!...</p>
-
-<p>Rafaela le contestó desde muy adentro:</p>
-
-<p>&mdash;No está.</p>
-
-<p>&mdash;¿Sabes si volverá pronto?... Lo digo para no cerrar&mdash;exclamó Zureda.</p>
-
-<p>Hubo un breve silencio. Al cabo, Rafaela repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Más vale que cierres.</p>
-
-<p>En la voz de la pobre mujer había como un hipo de dolor. Alarmado por el
-presentimiento de algo terrible, el viejo maquinista atravesó el taller
-y llegó á la trastienda. En la cocina, sentada delante del fogón, estaba
-Rafaela, las manos cruzadas humildemente sobre el regazo, los ojos
-llenos de lágrimas, los blancos cabellos en desorden, cual si una mano
-parricida se hubiese crispado sañudamente en ellos. Zureda arremetió á
-su mujer y cogiéndola por los hombros, la obligó á levantarse.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué ha sucedido?&mdash;masculló.</p>
-
-<p>Rafaela tenía la nariz ensangrentada, magullada la frente, las manos
-cubiertas de arañazos.<a name="page_282" id="page_282"></a></p>
-
-<p>&mdash;¿Qué tienes?&mdash;repitió el maquinista.</p>
-
-<p>Sus ojos, aunque viejos y mortecinos, ardieron otra vez con aquella luz
-roja, relámpago de muerte, que veinte años antes le llevó á Ceuta.
-Rafaela, asustada, trató de disimular.</p>
-
-<p>&mdash;No es nada, Amadeo&mdash;balbuceó&mdash;, no es nada... yo te lo explicaré.
-Es... verás... es que me he caído...</p>
-
-<p>Pero Zureda la arrancó amenazándola, casi á viva fuerza, la verdad.</p>
-
-<p>&mdash;Es que Manolo te ha pegado, ¿eh?...</p>
-
-<p>Ella sollozaba, defendiéndose aún, no queriendo acusar al hijo de su
-alma. Vibrante de ira, el maquinista repitió:</p>
-
-<p>&mdash;¿Te ha pegado?</p>
-
-<p>Tardó Rafaela en responder; tenía miedo de hablar; al fin confesó:</p>
-
-<p>&mdash;Sí... me ha pegado... ¡oh, qué horrible!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y por qué?</p>
-
-<p>&mdash;Porque necesitaba dinero.</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah, el canalla!...</p>
-
-<p>Y la cólera y el dolor del viejo expresidiario estallaron en un rugido
-de león, que llenó la cocina.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y se lo diste?&mdash;agregó.</p>
-
-<p>&mdash;Sí.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuánto?</p>
-
-<p>&mdash;Veinticinco pesetas. Me resistí cuanto pude, pero... ¿qué iba á
-hacer?... ¡Oh, si llegas á verle, no le conoces!... Daba miedo; yo creí
-que me mataba...<a name="page_283" id="page_283"></a></p>
-
-<p>Hablando así se tapó los ojos con las manos, como apartando de ellos,
-con la sucia visión de lo que acababa de ocurrir, la imagen de algo
-semejante, antiguo y terrible.</p>
-
-<p>Zureda no contestó, temeroso de descubrir la agitación avendavalada de
-su alma. Los recuerdos más ominosos se atropellaban en su memoria. Mucho
-tiempo atrás, antes de que él fuese á presidio, el señor Tomás le había
-dicho en el curso de una conversación inolvidable, que Manuel Berlanga
-maltrataba á Rafaela. Y años después, al salir del penal, don Adolfo
-Moreno le expuso algo igual, refiriendose á su hijo. Recordando esta
-extraña conjunción de opiniones, Amadeo Zureda experimentaba un rencor
-acerbo, inextinguible, contra la raza del platero; raza maldita, nacida,
-al parecer, para ofenderle y herirle en lo que más amaba.</p>
-
-<p>A la mañana siguiente Zureda, que apenas había conseguido dormir una ó
-dos horas, despertó temprano.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué hora es?&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Rafaela, que ya se había levantado, repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Van á dar las seis.</p>
-
-<p>&mdash;¿Ha vuelto Manolo?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>El maquinista saltó del lecho, vistióse como de costumbre, y bajó al
-taller. Rafaela le espiaba; la aparente tranquilidad del anciano era
-sospechosa. Llegó la tarde y Manuel no fué á almorzar. Pasó la noche y
-el mozo no fué á dormir. El matrimonio<a name="page_284" id="page_284"></a> se acostó temprano.
-Transcurrieron varios días.</p>
-
-<p>Un domingo se hallaba Zureda sentado á la puerta de su taller; iban á
-dar las doce y las mujeres, unas enmantilladas, otras con pañuelo á la
-cabeza, acudían á misa. En lo alto de la torre gótica, las campanas
-voltijeaban ensordecedoras y alegres. Un vecino, al pasar, dijo al
-maquinista.</p>
-
-<p>&mdash;Ya apareció Manolo.</p>
-
-<p>Flemáticamente, Zureda repuso:</p>
-
-<p>&mdash;¿Cuándo?</p>
-
-<p>&mdash;Anoche.</p>
-
-<p>&mdash;¿Dónde le vió usted?</p>
-
-<p>&mdash;En la posada de Honorio.</p>
-
-<p>&mdash;¡Vaya con el niño! Buen pez está hecho; por aquí no ha venido...</p>
-
-<p>El día declinó sin incidentes. El maquinista, cautamente, se abstuvo de
-decir á Rafaela que su hijo había vuelto. Poco antes de cenar, y so
-pretexto de ver á don Adolfo que le esperaba en el Casino, Amadeo Zureda
-salió de su casa y se encaminó á la taberna donde Manolo acostumbraba á
-reunirse con sus amigachos. Allí, en efecto, le halló, jugando á las
-cartas.</p>
-
-<p>&mdash;Tengo que hablarte&mdash;dijo.</p>
-
-<p>El interpelado tiró los naipes sobre la mesa y se levantó. Era alto,
-esbelto, simpático, y en la línea delgada de sus labios y en el mirar
-taladrante de sus ojos verdes había algo impertinente y retador.</p>
-
-<p>Los dos hombres salieron á la calle y, sin hablar, caminaron hacia las
-afueras del pueblo. Cuando<a name="page_285" id="page_285"></a> lo juzgó oportuno Amadeo Zureda se detuvo y
-mirando á Manuel cara á cara:</p>
-
-<p>&mdash;Te he buscado&mdash;dijo&mdash;para decirte que no vuelvas á mi casa,
-¿entiendes?...</p>
-
-<p>Manuel afirmó con la cabeza.</p>
-
-<p>&mdash;Soy yo quien te echa de allí, ¿comprendes?... Soy yo; porque no me
-gusta tratar con miserables, y tú eres un miserable. Y esto no te lo
-digo de padre á hijo, sino de hombre á hombre... ¿sabes?... por si mis
-palabras te ofendiesen y quisieras vengarte. Por eso, nada más, te he
-traído hasta aquí.</p>
-
-<p>Lentamente, según hablaba, su fiera voluntad iba enardeciéndose,
-palidecían sus mejillas, y dentro de los bolsillos de su pelliza los
-puños se crispaban. A su vez, la sangre levantisca de Manuel, iba
-alborotándose.</p>
-
-<p>&mdash;No me haga usted hablar&mdash;dijo.</p>
-
-<p>Hizo ademán de marcharse. Su voz, su gesto, el desdeñoso encogimiento de
-hombros con que subrayó sus palabras, fueron los de un perdonavidas.
-Diríase que en él resucitaba el platero matasiete y procaz. Conteniendo
-su ira, Zureda repuso:</p>
-
-<p>&mdash;Si tienes ganas de reñir, tonto serás si las aplazas para luego. Yo, á
-eso he venido.</p>
-
-<p>&mdash;¿Está usted loco?</p>
-
-<p>&mdash;No.</p>
-
-<p>&mdash;Lo parece.</p>
-
-<p>&mdash;Te equivocas. Es que he sabido que acostumbras á pegarle á tu madre...
-y eso, el pegar á tu<a name="page_286" id="page_286"></a> madre, no lo pagas con toda la sangre, con toda la
-cochina sangre, que tienes en el cuerpo...</p>
-
-<p>Amadeo Zureda tuvo miedo de sí mismo. Temblaba. Todos los celos que años
-antes le precipitaron contra Berlanga, retoñaban ahora frescos,
-pujantes, trastornadores. Su corazón, una caldera de odios infernales
-parecía. Bruscamente Manuel se acercó á su padre, y agarrándole por las
-solapas:</p>
-
-<p>&mdash;¿Va usted á callarse?&mdash;murmuró corajoso&mdash;¿ó quiere usted perderme?</p>
-
-<p>La respuesta de Zureda fué una bofetada. Entonces los dos hombres se
-acometieron, primero á golpes, luego á cuchilladas. En tal momento el
-anciano vió aparecer sobre el rostro del que creía su hijo la misma
-expresión de odio que veinte años atrás contrajo la cara de Manuel
-Berlanga. Aquellos ojos, aquella boca desfigurada por una mueca de
-ferocidad, aquel cuerpo delgado y felino vibrante de cólera, eran los
-del platero; el gesto del padre lo repetía exactamente la cara del hijo,
-cual si ambos semblantes hubiesen sido vaciados en el mismo troquel. Y
-por primera vez, después de tanto tiempo, el antiguo maquinista vió
-claro...</p>
-
-<p>Anonadado por la certidumbre de aquel nuevo infortunio, sin ánimos ya
-para defenderse, el infeliz dejó caer los brazos, á la vez que Manolo,
-fuera de sí, le asestaba en el pecho una puñalada mortal.</p>
-
-<p>Cumplida su venganza, el parricida huyó.<a name="page_287" id="page_287"></a></p>
-
-<p>Amadeo Zureda fué conducido, moribundo, al hospital. Allí, aquella misma
-noche, don Adolfo acudió á verle.</p>
-
-<p>Su pena era enorme; tan gran era, que inspiraba risa.</p>
-
-<p>&mdash;¿Es verdad lo que me han dicho?&mdash;repetía llorando&mdash;, ¿es verdad?...</p>
-
-<p>El herido apenas tuvo fuerzas para apretarle un poco la mano.</p>
-
-<p>&mdash;Adiós, don Adolfo&mdash;balbuceó&mdash;, ya he sabido lo que necesitaba saber;
-usted me lo dijo y yo no quise creerle; pero ahora reconozco que usted
-tenía razón: Manuel no era hijo mío...</p>
-
-<p>&nbsp;</p>
-<p>Madrid,&mdash;Enero, 1910.</p>
-
-<p><a name="transcrib" id="transcrib"></a></p>
-
-<table border="0" cellpadding="0" cellspacing="0" summary=""
-style="padding:2%;border:3px dotted gray;">
-<tr><th align="center">La lista de los errores corregidos:</th></tr>
-<tr><td align="center">una vieja cómoda que de noche=> una vieja cómoda que noche {pg 12}</td></tr>
-<tr><td align="center">Ricardo Villarrolla pasaba muchas tardes=> Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes {pg 13}</td></tr>
-<tr><td align="center">Levantóse precipitamente=> Levantóse precipitadamente {pg 20}</td></tr>
-<tr><td align="center">cráneo dodicocéfalo=> cráneo dolicocéfalo {pg 74}</td></tr>
-<tr><td align="center">que llena el lama de los jockeys de raza=> que llena el alma de los jockeys de raza {pg 77}</td></tr>
-<tr><td align="center">que nubaban su ánimo=> que nublaban su ánimo {pg 86}</td></tr>
-<tr><td align="center">propia concien ciencia=> propia conciencia {pg 99}</td></tr>
-<tr><td align="center">las líneas capichosas=> las líneas caprichosas {pg 154}</td></tr>
-<tr><td align="center">efervorizarse recíprocamente=> enfervorizarse recíprocamente {pg 226}</td></tr>
-<tr><td align="center">su dormitario=> su dormitorio {pg 241}</td></tr>
-<tr><td align="center">á los honmbres=> á los hombres {pg 278}</td></tr>
-</table>
-
-<hr class="full" />
-
-
-
-
-
-
-
-<pre>
-
-
-
-
-
-End of the Project Gutenberg EBook of La cita, by Eduardo Zamacois
-
-*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CITA ***
-
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-works. See paragraph 1.E below.
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-1.E.9.
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